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S. Nob

Hasta donde tengo noticia, la nueva palabra comenzó a popularizarse en las primeras décadas del siglo xix. Su nacimiento en Inglaterra no era resultado de una chiripada: aquí y allá se miraban las personas que no nacieron en buena cuna y que, sin ningún recato, se sentaban en los lugares más chic, con la ropa que —por lo menos a golpe de vista— rimaba a todo dar con el último alarido de la moda. El más poderoso de los caballeros les abrió las puertas que durante siglos se mantuvieron casi cerradas. A pesar de su dinero, los pelafustanes marcados por el arribismo provocaban que las cejas de la realeza se alzaran con desprecio. Ellos eran los snobs, quienes se ganaron el apelativo gracias a las listas de los exámenes de Oxford y Cambridge, en las que los profesores anotaban la abreviatura S. Nob. para que no se les olvidara que ese alumno era alguien sine nobilitate (sin nobleza) y, por lo tanto, no se parecía a sus compañeros que llegaron al mundo gracias al afortunadísimo coito de una pareja con blasones.

I

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Los snobs habían nacido sin nada y, para su desgracia, se enfrentaban a un problema que parecía imposible de resolver. A ellos les pasaba algo muy parecido a lo que le ocurrió al burgués de Molière cuando descubrió que a todas luces hablaba en prosa. Efectivamente, eran los hombres que se hicieron a sí mismos: los protagonistas del trabajo que a veces era fecundo y, por supuesto, los más preclaros representantes de la meritocracia, que nacía gracias a las actividades empresariales y académicas. En el mejor de los casos, los arribistas apenas poseían un título que los cobijaba con un escudo de armas que no era el de su familia: un diploma universitario. Por lo menos en teoría, el éxito económico estaba a su alcance, pero el miasma de lo naquete bien podía acompañarlos hasta la tumba. La idea del nuevo rico ya se mostraba con toda su fuerza.

Ante tamaño problema, algo tenían que hacer. A como diera lugar, a marchas forzadas, debían adquirir la distinción y las maneras de los nobles. Como en aquella época aún no se tenía la cachaza de perpetrarle a una hija el estrambótico nombre de Milady, la solución tenía que encontrarse en otro lado, y las editoriales comenzaron a darles respuestas: en el siglo xix, de a de veras se popularizaron los manuales de urbanidad y buenas costumbres, escritos por supuestas nobles que les enseñaban a los snobs los modales de la realeza. En español, además del infaltable Carreño, los libros de este tipo formaban legión: Saturnino Calleja publicaba a la baronesa Staffe; la viuda de Bouret, a la condesa de Tramar, y los hermanos Barral a la condesa del Castellá, tres nombres que tal vez ocultan a los negros literarios que se ganaban unos pesos enseñando lo que jamás habían practicado.

Si bien es cierto que gracias a estos librines los snobs podían aprender a comportarse como si fueran los más ínclitos representantes de la realeza, también lo es que esto no era suficiente para figurar en sociedad. Si para ser torero hay que parecerlo, lo mismo vale para la nobleza. Así pues, había que agenciarse la ropa a la altura de sus nuevas costumbres. Los snobs que tenían lana no afrontaban grandes problemas para comprar los trapos necesarios, pero los que sólo poseían ansias de figuranza pasaban las de Caín. En tiempos de don Porfirio, Pancho Bulnes era claro a este respecto: ellos preferían apretarse el cinturón y pasar hambres con tal de vestirse a la francesa. El mito genial del “como te ven, te tratan” había llegado para quedarse.

Una vez que estaban educaditos y bien vestiditos, los snobs tenían que seguir adelante con los cambios: su casa no podía seguir siendo la que era; los muebles que copiaban los de la realeza tenían que ocupar el espacio. En los asuntos del comer y el beber, les pasaba más o menos lo mismo; los platillos con nombres desconcertantes y las bebidas finolis aparecieron en sus mesas. Y si la lana no les alcanzaba para lograrlo, siempre había modo de salir adelante. En los manuales para enfrentar los apuros domésticos, podían encontrar las maneras de hacer pasar un vino blanco y dulzón por moscatel: nomás había que agregarle flores secas de sauco, salvia y algo de cilantro; si querían una champaña, nada mejor que hervir un vino blanco corrientón con azúcar, bicarbonato, negro de huesos, semillas de apio y tantito ácido tartárico. Si lo que se afirma en las Mil y una recetas de artes y oficios resulta saludable es un asunto sobre el que no he tenido la mínima intención de experimentar. Pero el caso es que, gracias a estos consejos científicos, los dueños de la casa podían fingir que eran de lo más nais y seguramente dejarían boquiabiertos a sus invitados, que jamás se habían echado un farolazo de Veuve Clicquot. Al final, si el conejillo de Indias nomás fruncía la nariz y la lengua le quedaba rasposa por el ácido tartárico, era una prueba fehaciente que no sabía de lo bueno y seguía siendo un chundo acostumbrado al chínguere y el tlachicotón.

Así, después de muchos esfuerzos, ellos y todo lo que los rodeaba mutaban sin remedio: sus casas, roperos y alacenas rebosaban de chunches. Lo curioso es que esta acumulación no necesariamente los salvaba de su mal fario: “Más que un relato sobre la codicia —escribe Alain de Botton en Ansiedad por el estatus—, la historia de los bienes suntuarios podría interpretarse con mayor acierto como un registro de traumas emocionales”. Esos objetos son “el legado de quienes, sintiéndose presionados por el desdén de los demás, han incorporado una extraordinaria cantidad de elementos a su yo desnudo para hacer ver que también ellos pueden tener derecho al amor”, al respeto y a satisfacer sus ansias de pertenecer.

II

Las ansias de ser alguien y codearse de tú a tú con los meros meros no se terminaron en el siglo xix. Sin grandes problemas, el registro de los traumas emocionales resistió el paso del tiempo. Doscientos años más tarde, siguen más firmes que una roca, y los guanabí forman parte de un tupidísimo paisaje que parece abarcarlo todo. En las sociedades marcadas por la democracia, todos tienen derecho a ser amados, respetados y a pertenecer al grupo que desean. Es más, esos afanes transformaron la economía: las tarjetas de crédito —que se generalizaron—, las ofertas incesantes y la posibilidad de comprar a meses sin intereses demostraron que una parte de los snobs podían satisfacer sus deseos sin grandes problemas. En la mayoría de los casos, las ventas masivas son preferibles a las pequeñas compras de un grupo de privilegiados.

En las sociedades democráticas, el mercado de lo snob funciona a pedir de boca: los nuevos manuales de etiqueta que prometen transformar a sus lectores en algo parecido a la realeza se editan a la menor provocación. La única diferencia con sus antepasados es que no fueron escritos por una condesa o una baronesa; sus autores son aquellos que —por lo menos en teoría— sí la hicieron y están dispuestos a revelar sus secretos con tal de salvar de la ignominia a sus lectores. Con la ropa y las joyas ocurre algo parecido. El outlet, las baratas de fin de temporada y la ropa de bajo precio que cambia de colores y diseño cada pocas semanas en las tiendas que ofrecen la posibilidad de volvernos de lo más chic a cambio de unos cuantos pesos son la materialización de los nuevos paraísos. Incluso, en ellos se puede vivir la experiencia de contar con un personal shopper, que ayudará a los neófitos a agenciarse el outfit perfecto. Y si de plano no se tiene lo suficiente para ir a estos lugares, siempre existe la posibilidad de comprar las prendas y los accesorios que se fabricaron en los talleres de los bucaneros y que se venden en los tianguis. En el fondo, a muchos no les importa que en la carátula de su reloj se lea Curtier en vez de Cartier o que en la etiqueta de su saco aparezcan las palabras Hugo Poss. Lo prioritario no recae en si esos objetos son verdaderos; lo decisivo es que lo parezcan y sus portadores se vean de lo más in, aunque traigan un modelito de hace tres temporadas.

La comida tampoco pudo escapar del nuevo esnobismo: si antes un plato rebosante expresaba la certeza de que se comía como los reyes y la gula era una indudable señal de que se tenía de sobra, lo que hoy rifa es una suerte de antigula, marcada por lo exótico y lo orgánico. Los platos que resultan tan minimalistas como las casas y en los que se presumen los productos ajenos de la química son fundamentales para mirarse en público, aunque en lo privado ocurran otras cosas.

Cuando los historiadores del futuro nos vean, quizá dirán algo parecido a lo que señalaba don Pancho Bulnes. Es cierto, todo parece indicar que no hemos cambiado gran cosa desde que aparecieron los primeros snobs, que se esforzaban al máximo por parecer gente de la realeza: cada novia que se compra un vestido que copia los que usaron las nobles británicas refrenda esta presencia. La acumulación de objetos todavía representa el registro de nuestro deseo de ser amados, respetados y aceptados, si hoy les llamamos tendencia es lo de menos. La nueva palabra tiene un aroma a rancio que clarito se lee en la expresión sine nobilitate. +

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