Revista Mundo No 10 - Alejandro Obregon

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Arriba: Nube gris / 1948 / Óleo sobre lienzo / 100x85 cm Página anterior: Homenaje a Marta Traba / 1984 / Acrílico sobre lienzo / 150x155 cm ( Museo Nacional)


ALEJANDRO OBREGÓN


BANDERA

>>> Revista 10 noviembre 29 de 2003

DIRECTOR GERENTE CONCEPTO GRÁFICO DISEÑO GRÁFICO TEXTO FOTOGRAFÍA

AGRADECIMIENTOS

Carlos Salas Juan Manuel Salas Hernán Sansone Laura Diaz Juan Gustavo Cobo Borda Archivo Catálogo Razonado Olga Lucía Jordán María Clara Gómez Fabián Alzate Diego Obregón Camilo Chico

COMERCIAL

Ana Milena Peña

PREPRENSA

Fotograbado Cárdenas

IMPRESIÓN

GALERÍA MUNDO

Panamericana

Carrera 5 No. 26A - 19 Tel. (571) 232 2408 - 232 2467 Torres del Parque Bogotá / Colombia ISSN 757 1657-8546 Hecho en Colombia

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Prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio gráfico, mecánico o electrónico, conocido o por conocer, sin autorización previa 4 y escrita de PROYECTO ARTÍSTICO MUNDO S.A.

JUAN GUSTAVO COBO BORDA

Juan Gustavo Cobo Borda nació en Bogotá en 1948. Poeta y ensayista. Fué director durante una década (1973-1984) de la revista ECO de Bogotá. Ha ocupado cargos diplomáticos en Buenos Aires, Madrid, y ha sido embajador en Grecia. En 1985 el Fondo de Cultura Económica de México publicó su polémica Antología de la poesía hispanoamericana. Entre sus libros de ensayos se destacan: Para llegar a García Márquez (1997) ya traducido al francés, y Borges Enamorado (1999). Desde 1974, cuando publicó su primer libro de poemas, Consejos para sobervivir, ha mantenido una continuidad creativa reflejada en títulos como Todos los poetas son santos (México, Fondo de Cultura, 1987), Dibujos hechos al azar de lugares que cruzaron mis ojos (Caracas, Monte Avila Editores, 1991), y La musa inclemente (Barcelona, Tusquets Editores 2001). Entre 1975 y 1982 en el Instituto Colombiano de Cultura, fue editor de las colecciones del Instituto que alcanzaron ciento sesenta títulos, preparando y prolongando algunos de ellos como los dedicados a la revista Mito y a las obras de Luis Tejada, Hernando Téllez, Jorge Zalamea y Aurelio Arturo. Miembro de número de la Academia Colombiana de la Lengua, desde 1993, y correspondiente de la Española, ha participado en la nueva edición del Diccionario de la Lengua Española. Como él mismo lo dice: «Otra forma de escribir poesía». Entre abril de 1996 y diciembre de 1997, como asesor cultural de la presidencia de la República, fue el editor de los cuarenta títulos de la Biblioteca Familiar Colombiana. Ha sido jurado tres veces del premio Juan Rulfo, de Guadalajara, México, del Rómulo Gallegos (Caracas), del Reina Sofía de poesía iberoamericana (Madrid) y del Neustad, Universidad de Oklahoma, U.S.A. A comienzos de 2004, el Fondo de Cultura de México publicará una amplia antología de sus ensayos con el título de Lector impenitente. Sus libros sobre artistas colombianos han sido pioneros en su género: Juan Antonio Roda (1976), Alejandro Obregón (1985), Juan Cárdenas (1991) y Sofía Urrutia (2001). En el 2002 Villegas Editores reunió sus ensayos sobre 15 pintores colombianos con el título de Mis pintores. Desde su primer libro de ensayos, La alegría de leer (1976) ha prestado especial interés a la literatura brasileña y ha escrito sobre Machado de Assis, João Cabral de Melo Neto, Nélida Piñon, Clarice Lispector y Rubem Fonseca. Ha sido editor del volúmen colectivo Historia de las empresas y editoriales de América Latina -Siglo XX- (Bogotá, Cerlalc 2000), y con selección y prólogo suyo, el Fondo de Cultura de méxico editó su antología, Premio Juan Rulfo una década (2002). Escribió, asi mismo, el texto del catálogo de Fernando Botero correspondiente a su exposición en Venecia en 2003. En 2003 Villegas Editores ha publicado la tercera edición, corregida y aumentada de su Historia de la Poesía Colombiana - Siglo XX-, de José Asunción Silva a Raul Gómez Jattin.


POR CARLOS SALAS

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EDITORIAL

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Ver y hacer ver

a imagen de Alejandro Obregón, la que se forjó de sí mismo y la que elaboró a través de su obra, se ha mantenido y, al contrario de lo que ocurre generalmente, ha cobrado mayor fuerza con el tiempo. Vemos a Obregón tal y como vemos a Picasso, Matisse, Miró o Chagall, artistas que siguen vivos en la imagen que nos queda de ellos, donde se confunde personalidad y obra. Por ello para este número se acude a la imagen viva del artista, la que construyó Juan Gustavo Cobo Borda y que publicó bajo el título Obregón.

las obras publicadas y exponerlas en la sede de galería Mundo. A otro personaje fallecido, MUNDO le dedicó un número: Marta Traba. Algo más que simple coincidencia hizo que estos dos personajes se encontraran tan estrechamente unidos en el devenir histórico, juntos alteraron y construyeron la imagen de Colombia y de América Latina y le dieron un lugar en el mundo a través del arte. Muchas cosas han cambiado desde la muerte de ellos, pero la vigencia de sus propuestas no se ha perdido.

La elaboración de esta publicación ha sido un viaje en el tiempo. Los once años de la muerte del artista, los dieciocho de las palabras del escritor, los diez dedicados con esmero a conformar el catalogo razonado, son tiempos que nos enseñan que la permanencia de un personaje y de su obra se sale de los límites comunes de la memoria y entran en otro campo, el de los arquetipos y el de los símbolos.

Obregón vio para hacernos ver. Nos reconocemos a través de Obregón, como lo que somos. Nos descubrimos gracias al poder de su pintura. En la selección hecha por la revista Semana de las cien obras claves del arte del siglo XX en Colombia, hay tres de Obregón y entre ellas Violencia, obra que es todo un hito en el arte colombiano. A través de ésta obra escuchamos aún a Obregón preguntando: “¡Hasta cuando, carajo!”

Trasladar a formato revista lo que originalmente era un libro, ha sido un ensayo que nos obligó a ciertos cambios de diagramación que hicieran más ágil la lectura. Necesitábamos además un excelente material fotográfico indispensable para este tipo de publicación. Gracias a la generosidad de Diego Obregón y al amplio conocimiento de la obra del artista que tiene Camilo Chico, pudimos recopilar más de cien imágenes con la ficha técnica de cada una de ellas, haciendo de esta publicación un do-cumento de consulta.

Cualquier acercamiento a un personaje es un viaje al pasado que requiere de un buen guía. Siguiendo el ejemplo del recién fallecido crítico francés Pierre Restany, vamos de la mano de Juan Gustavo Cobo Borda para deleitarnos en los recovecos del laberinto obregoniano.

Diversos factores intervienen en la permanencia y cuidado de las obras de arte, entre ellos el coleccionismo. Las colecciones impiden que las obras se diluyan en el mare mágnum de los objetos. Gracias a la colaboración de un coleccionista pudimos contar con algunas de

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OBREGÓN

por Juan Gustavo Cobo Borda

>>> Editorial 16

por Carlos Salas

El maestro 20 Puntos de partida 26 La entrada al laberinto 32 Una fecha 40 El color del trópico 42 El aire de los Andes 44 Esbozo de una trayectoria 46 Las máscaras y el rostro 52 Diálogo en la mitad del mar 54 Anarquia productiva 60 y revolución conservadora Volver creativa la violencia 68 El espejo ajeno 74 La casa propia 78 Exposición 80

>>> El nacimiento de los Andes / 1965 / Acrílico sobre lienzo / 134x165 cm


Arriba: Retrato de un pintor / 1943 / Óleo sobre lienzo / 102x76 cm Página siguiente: Autorretrato / 1938 / Óleo sobre lienzo / 53x43 cm


I >>> Un maestro se define sólo por los riesgos que asume. Obregón corrió muchos, logrando alterar el rumbo del arte colombiano. Maestro por excelencia se reveló bajo multiples máscaras -siempre en lucha contra si mismo- para seguir siendo Obregón.

EL MAESTRO

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fligido ya por ese último equívoco, la gloria, Alejandro Obregón no es sólo uno de nuestros clásicos en las artes plásticas. Es también el Maestro por excelencia. Pero este término, usado a la manera colombiana, implica un mecanismo de defensa: se trata de alabar, neutralizando; de convertir cualquier rebeldía, y también cualquier concesión, en un capítulo más de la leyenda. Lo empleo, entonces, en su sentido original: me refiero a quien crea, a quien hace, a quien continúa realizando su obra. Ya que no hay, a mi parecer, figura más compleja. Dotada aún con todos los atributos de la inclasificable pasión, ésta no es otra que la pintura. Supongo que su pasado, es decir sus triunfos, puede llegar a agobiarlo. De todos modos están ahí certificando lo ya adquirido; un estilo inconfundible. Otra hipótesis sería pensar que le resultan por completo indiferentes. Día tras días se expone inerme ante el lienzo. Debe partir de cero, y en tal situación el camino recorrido es siempre un lastre que pesa. O sea que ya desde el comienzo percibimos la tensión: es necesario negarse para elaborar algo distinto de lo ya hecho. Y para ello cuenta apenas con el blanco de la tela, los colores y la brocha. Cuenta también, por cierto, con su memoria; con su visión y su talento. Y si un maestro no se define jamás por sus discípulos (aunque Obregón, gracias a Dios, carece de ellos); ni tampoco por aquello que lo sostiene o lo abruma: su trayectoria, sino solo por los riesgos que corre, veremos mejor hacia dónde apunta su pintura. Rotas, fragmentadas, hechas con delicadeza o con rabia, sus figuras alcanzan una convicción elocuente para hundirse luego detrás de ese horizonte tan suyo donde el enigma reaparece. Queda, para él, el vacío de

la nueva tela. A nosotros nos han quedado algunos de los buenos cuadros que registra la historia de la pintura en Latinoamérica. ¿Qué hacer ante esto? Oír su voz, de nuevo, trágica en sus mejores momentos; el poder que la distingue; toda su deslumbrante belleza. Aquí se halla planteado el dilema; si él ha sido el mejor pintor colombiano, sus creaciones recientes pueden corroborarlos pero no lo niegan. Sólo que si él no ha ido más allá de donde había llegado, todos habremos perdido algo con esto. Aquí, en la paradoja, reside su lección, problemática y al mismo tiempo ejemplar, irrepetible pero persistente: la pintura de Obregón continúa abierta. Quien, en 1956, decía: «Para ser pintor hay que ser cuerdo. Terriblemente cuerdo y tener convicciones firmes. ¡Firmes! Y, ¡hay que trabajar!», no ha cambiado mucho. Sin embargo, quien alteró el rumbo del arte colombiano desde ese legendario 12 de octubre de 1944 en que se presentó al V Salón Nacional con títulos tan convencionales como el propio certamen: Retrato de un pintor, Niña con jarra, Naturaleza muerta, y que luego, ocho meses después, iniciaba la fatigosa tarea de crear una auténtica imagen nuestra, ha experimentado las metamorfosis más sorpresivas. Muerte y resurrección: los verdaderos maestros se distinguen por revelarse bajo máscaras distintas para seguir siendo ellos mismos. De ahí que la lucha de Obregón haya sido exclusivamente contra la propia pintura. Es decir, contra él mismo. Comencemos por el principio. En esa época fue el pionero: nos concedió la libertad y la audacia imaginativa, bases del arte moderno. Instaló, con timidez pero a 9


la vez con firmeza, esas mesas precarias donde se acumulaban los objetos. Pirámides cubistas, oscuros bodegones. Sólo que ese aprendiz, ya maduro, no podía contentarse con tales ejercicios previos. Vendría luego el conquistador a ejercer su dominio. Como dice Marta Traba, durante seis años, de 1952 a 1958, «un periodo enorme en la vida de un artista»1  adquirió una completa seguridad en el manejo de sus elementos expresivos. Constructor de objetos simbólicos: esos cilindros y esas palomas, los cantaclaros y las copas, esas señales gráficas, se iban ensamblando, poco a poco, con rigidez geométrica. La aventura luego. Una ambición que todavía nos conmueve. Con los cóndores de 1957, y no en Barcelona, España, en 1920, nace un pintor. Toros; volcanes de 1959; manglares del 60; aves cayendo al mar, en el 62; barracudas en el 63. Finalmente, en el 66. Los Huesos de mis bestias. Aquí me detengo. Iguanas y jaguares, alcatraces y mojarras; Ganado ahogándose en el Magdalena (1955); la flora del Caribe; la nieve 10

de los Andes, el mar y el cielo, la violencia las márgenes del río Magdalena; sobrevocolombiana. No existe, en nuestra plás- lando esos animales prehistóricos que son tica, conjunto tan rico, tan variado. No las montañas de Suramérica. existe unidad mayor: la de quien consigue Estas son las series: un problema cuya recrear su ámbito. Apropiarse de una tie- solución radica en el propio problema. rra. Constituyen ya una parte de nuestra Variaciones sobre un objeto, sí, pero sensibilidad; de nuestra manera de apre- también la destrucción del mismo, hasta ciar las cosas y relacionarnos con ellas, reducirlo apenas a pretexto. Por eso su reconociéndonos. labor consistió en profanar, distorsionánEsta enumeración caótica, y un tanto dolo, aquello que ha llegado a convertirse parcial de sus temas, que luego desglosa- -por obra de la propia exaltación a que remos, es, como todas las «Para ser pintor lo somete- en un ser clasificaciones, arbitraria. sagrado. Más real, más La cronología de un pintor hay que ser cuerdo. intenso, lo desentraña no es nunca temporal; es Terriblemente cuerdo en la misma medida en siempre temperamental. y tener convicciones que acentúa su complejiSus motivos lo persiguen, firmes. ¡Firmes! Y, dad. Despojo que es a la se esfuman, reaparecen, ¡hay que trabajar!» vez máxima riqueza: los se funden. Aquellos que al huesos calcinados. En parecer se hallan agotados, brotan, impre- ese concluyen todas sus series. vistos, obligándolo a reaccionar de nuevo. Algo genérico pero muy concreto, ya Y un pintor reacciona pintando. Digamos, que todos ellos -toros, cóndores, alcatraentonces, que durante un período más o ces- fueron captados en estado crítico. Al menos largo estos imperaron; que durante comienzo, o al final, de una experiencia más de un decenio, durante toda una vida, que los modifica, en forma sustancial. Obregón tuvo como obsesión primordial las «Figurativo expresionista», se ha dicho. Pincriaturas que convivían con él, poblando ta, en verdad, formas reconocibles. Sólo


Página anterior: El último cóndor / 1965 / Acrílico sobre lienzo / 173x203 cm Abajo: Pez dorado / 1947 / Óleo sobre lienzo / 56.5x86.5 cm

que cuando el espectador las distingue, en una última voluta de trópico florecido. mal gusto, nuestra obesidad moral frente ya han entrado a formar parte del riguroso Obregón, como todos los trágicos, es tam- a ese espejo que nos deforma. No podeorden de la pintura. bién un lírico. mos ser así, nos decimos algo inquietos y El último cóndor, de 1965, es, por ejemRecapitulemos: la pintura de Obregón es reímos, aliviados. plo, una elegía. Aquí ya no queda nada de un combate permanente. Primero: entre el Obregón, en cambio, exige la admiración esas siluetas que se erguían sobre los pi- rectángulo conflictivo y ese espacio que incondicional. Su tono es épico, no satírico. cos andinos. Sin embargo, ya allí, en esos lo circunda. Segundo: entre sus vastas Se trata de un drama; algo crucial, elevado pechos que ardían en azules, estaban los superficies y lo refinado de a su punto más candente. gérmenes que habrían de producir este su escritura. Tercero: entre Vimos lo nunca visto: Pinta con la endemoniada sacrificio. Flechas, círculos; un detalle alu- la apariencia visible y esa cóndores, jaguares, lucidez del trance, rápido, sivo: concluye una búsqueda y se yergue, esencia, también visible, mojarras, y los vimos queriendo atrapar aquello absoluta, la pintura. ¿Qué ha sucedido? en que queda convertido como nunca los que se evade, y su pintura ¿Cómo es esto posible? todo cuanto mira. conserva intacta esa cahabíamos visto. Una lectura, a primera vista, de toda la Pero hay otro problema pacidad mágica. No hay obra de Obregón demostraría cómo ha que Marta Traba formuló distancia, ni crítica. Nos trabajado, casi siempre, con el mismo así: «Lo contradictoria de la pintura obre- dice: estos restos que dispongo así, enmétodo de composición. Concentrar su es- goniana es, justamente, que todos los trelazados, confusos (y no otra cosa son fuerzo en un rectángulo, no importa dónde elementos sean dinámicos y, sin embargo, Los huesos de mis bestias; no otra cosa, se halle situado, y abrir a su alrededor un el toro-cóndor no fluya, los manglares no por ejemplo, es Genocidio), llenándolo espacio. O colocar, en dicho espacio, otro se dispersen y los pescados dejen de so- todo, son un mito, no una anécdota. Lo rectángulo que haga de contrapeso. Una breaguar en el horizonte»2 . Ella atribuye que denuncian es algo más grave que vez establecida esta delimitación de fron- esto a la inmovilidad del país. Sugiero otra una circunstancia concreta. Es la misma teras, los elementos se ordenan, de modo hipótesis, quizás más idealista. existencia. Obregón es un romántico. Se havertical y horizontal. Torres abigarradas, Y fue durante esta época cuando Alejancomo en sus comienzos; o ese escenario lla hechizado por la hermosura del dro Obregón nos dio autonomía plástica. mundo, y teme que está desapa- Lo específicamente nuestro se convirtió que respira hasta diluirse en la lejanía. Vendrán luego tensiones y contrastes, rezca sin habérsela apropiado. Sólo en lenguaje con validez universal. Octafuerzas en pugna, áreas que se dislocan. que el instante de máxima plenitud es vio Paz dice que una de las misiones del aquel que presagia la pintor es «enseñarnos a ver los que no Saturación, por una parte; y muerte. Y Obregón anda habíamos visto, enseñarnos a creer en lo luego, en transiciones a ve- El color, en sus dos ces ásperas, en otros casos modalidades, diluido siempre pintando mo- que él ve». fúnebres. Esa Vimos lo nunca visto: cóndores, jaguaincreíblemente moduladas, al fondo, intenso en numentos apoteosis, esa fulgura- res, mojarras, y los vimos como nunca los lograr que ese rectángulo se ción que él atrapa en sus habíamos visto: bajo la peculiar óptica de convierta, por aislamiento o el primer plano, es lienzos, es el momento Obregón. Así que ya no podemos verlos por rechazo, en un nudo el que se encarga extremo: cuando las pre- de otro modo. Tal es su triunfo. Y tal, de materia ígnea, a punto de armar el cuadro. sencias son más ellas también, la encrucijada a la que se halla de estallar. Pero esta sería una descripción, en blanco y negro, de su mismas. El ave cae al mar; el toro se sometido. Porque quietos, solitarios, fuetrazo viril y de su detallismo barroco. Del desploma; el estudiante permanece rígi- ron, al tiempo, los primeros y los últimos do sobre la mesa; la mujer, embarazada, de una especie. En esos dientes o en esas contrapunto que los dos establecen. Los grandes brochazos articulan la su- invade todo el mundo. calaveras; en esos pliegues, de manto Quizás un paralelismo aclare aún real, o en el juego de las luces, a punto perficie y la caligrafía, típicamente suya, se arracimán en círculos, paréntesis, más la cuestión. Un pintor como Fer- de extinguirse, alienta, terrible y frágil, la líneas. En plumas, garras y espinas. Así nando Botero suscita la complici- poesía. Pero también allí asoma, insidioso, el color, en sus dos modalidades, diluido dad. Preservamos nuestra dosis de el desastre. al fondo, intenso en el primer plano, es el que se encarga, en definitiva, de armar el cuadro. Enlaza sus partes. Establece las relaciones del conjunto, consigo mismo y con quien lo mira. Oscurece e ilumina y, en ocasiones, lo salva cuando la composición se halla a punto de desfallecer. Fresco, húmedo, este color engendra los claroscuros más perturbadores; las más dilatadas agonías. Rojo ardiente, azul eléctrico, verde marino. Unos violetas inverosímiles. El amarillo solar. La gama infinita de los grises. El blanco-y-negro final de un eclipse. Tal es su reino. Una sensualidad milagrosa que desemboca, por momentos, en un chisporroteo que es puro júbilo. A eso lo llamo el placer de la pintura. El color conforma así su personalidad creativa. Sus rotundos macizos se han trocado en una ala caída, en un penacho,


En 1967 Obregón pinta los Ícaros; en artista no sepa, de antemano, todo lo el 68, los paisajes para ángeles; en el 73 que va a hacer. Es mejor que ignore algo las vírgenes de la Anunciación. ¿Por qué y que extraiga de esa oscura caverna el este cambio? verdadero conocimiento. Para Kandinsky, La pintura moderna no es más que ver era sinónimo de imaginar, e imaginar una larga cadena de desenfados e irre- de conocer. Obregón ve y conoce. Apeverencias; el bigote de la Monalisa, por nas si imagina. Intuimos el desarrollo, Duchamp; o las aventuras de Picasso no por Ícaro, pues ya sabemos que su con las ninfas meditedesenlace es la muerte, rráneas: Rauschemberg La prueba de fuego sino por la manera como entrando a saco en La consiste en domar Obregón pinta. Es la misdivina comedia; Cuevas no sólo lo propio sino ma. Y cuando la tentación y Kafka... de decir que el Maestro se Obregón irrumpe en también lo ajeno. repite es irresistible, su la mitología griega. Su Sentirse instalado, retórica es la encargada celeridad es vertiginosa con tranquilidad, en de sacarlo adelante. y el color más clamo- esta porción y en la El tumulto se refrena. El roso que nunca. Ícaro totalidad. vuelo es más lento. Algo calcinado, de 1967, es se ordena, se contrarrescinematográfico. Hay, ta, se solidifica. Está en su sin embargo, en estos homenajes, de- madurez, pero la madurez ha de ser, así masiada sabiduría. Obregón pasaba -lo mismo, una perpetua juventud, y de aquí dijeron en aquel entonces- por un buen se hallan ausentes el calor y la furia. El momento, pero es conveniente que un total irrespeto. Están ausentes, también, 12

su inspiración errática pero certera; y esa capacidad de brindarnos sensaciones y dejarnos allí, deslumbrados y estáticos, bajo el aplastante milagro, como sucedía antes. Ahora hablamos, comentamos. Esto es mejor que aquello. Reconocemos el virtuosismo y también las trivialidades: ¿para qué? ¿son una ayuda, una guía? La pintura, por cierto, no requiere de guías. Esta allí. Un sospechoso nacionalismo nos podría llevar a afirmar, por otra parte, que el mejor Obregón es el que pinta -como sólo él sabe hacerlo- ese sector de nuestra geografía, tornándola anímica. No lo creo así: la prueba de fuego consiste en domar no sólo lo propio sino también lo ajeno. Sentirse instalado, con tranquilidad, en esta porción y en la totalidad. Y Obregón aspira a ello. Así que las exigencias que ahora le hacemos son las mismas que él se hizo. Quien se acerca demasiado al sol, muere: tal el sucinto resumen de Ícaro. De Van Gogh, suicidado por la sociedad, según la exacta expresión de Artaud. De todo verdadero pintor. Y Obregón lo es. Sus dudas son las nuestras. Sus preguntas nos conciernen. Por ello todo comienzo de aproximación a su pintura -tal este caso- comienza por ser emotiva, casi pasional. Somos nosotros mismos los que nos interrogamos por intermedio de él. Tuvo, en algún momento, la Biblia como referencia. (A ello no es ajeno que Pablo VI le encargara para el Vaticano una Anunciación, realizada en tres días). Mujeres con la cara cubierta y desnudo el cuerpo. El mensajero que recuerda, no sé cómo, una escultura futurista, desciende comunicándoles la buena nueva. ¿Qué decir ante esto? La gente, o los críticos, seguramente dirán (o no dirán mucho). Al iniciar este libro prefiero recordar un aforismo de José Lezama Lima: «Mientras el hormiguero se agita, al Perugino se acerca a su ayudante y le dice: ‘Prepara la sopa; mientras tanto voy a pintar un ángel más’». El Angel de la Pintura, cuyo rostro esta velado. El Maestro sigue siendo el Maestro. Y los maestros nunca son tajantes. Se limitan a sugerir por medio de parábolas. Despliegan, ante nosotros, el vasto espacio del asombro. Reelaboran las mismas graves preguntas que Gauguin se planteó en una tela de 1987: ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿A dónde vamos? He aquí los interrogantes que la pintura de Obregón también nos formula.  1 Marta Traba, Bogotá, Museo de Arte Moderno, Editorial Planeta, 1984.  2 Marta Traba, Caracas, Arte latinoamericano actual, Universidad Central, 1972, pág. 36


Página anterior: Ganado ahogándose en el Magdalena / 1955 / Óleo sobre lienzo / 160x127 cm Abajo: Ícaro calcinado / 1967 / Acrílico sobre lienzo / 162x142 cm


Anarquía productiva y revolución conservadora

Fotocollage de María Clara Gómez / Obregón, Gabo, Feliza y el Chuli en el taller de Feliza


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>>> Obregón, aprendiendo a ver y haciendo ver, supo «narrar» la atmósfera de Colombia, así como Gabo supo «pintar» la nostalgia de un mundo agostado

por la soledad.


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Arriba: Mar de leva / 1983 / Acrílico sobre madera / 70x90 cm Cosas de la luna / 1978 / Acrílico sobre lienzo / 128x151 cm Página siguiente: Mar revuelto / 1980 / Acrílico sobre lienzo / 170x175 cm Cosas de la luna / 1979 / Acrílico sobre lienzo / 172x207 cm

l mar tiene noventa y dos clases de vientos, y Obregón los conoce todos. Es posible también que los haya pintado, a lo largo de su carrera. Si no lo ha hecho, por lo menos el impulso desencadenante que ellos producen cabe palparlo en sus telas. En todos ellos se respira la cálida atmósfera caribe. Aquella que vuelve espesa la hora de la siesta pero que es también capaz de dejarnos lelos e inermes ante el espectáculo de un ciclón –siempre con nombre de mujer- que arrastra por los aires los techos de las casas y enloquece grandes árboles giratorios que pasan silbando. Así su pintura, que tantas veces se ha remansado en una calma chicha y que en tantas otras ocasiones, por cierto, ha sabido encontrar en sí misma la fuerza necesaria para evadirse de ella e impactarnos con su capacidad de transformación. Debido a esta empatía con la naturaleza tropical, su obra es fruto de un desarrollo orgánico, gracias al cual Obregón, aprendiendo a ver y logrando hacer ver, les ha descubierto a varias generaciones de colombianos no sólo la aventura estética que implica el arte moderno sino, ante todo, su propio paisaje, físico y anímico. El horizonte invisible de un país llamado Colombia. Paisaje que hoy, gracias a él, resiste el embate del tiempo, manteniéndose firme en medio de los vaivenes efímeros de tantas vanguardias. Debemos retomar, entonces, el hecho ya anotado, y sorprendente en la actualidad, de que Alejandro Obregón sea, nada más y nada menos, que un pintor. En este dato elemental reside todo el asunto, y la complejidad de la tarea. Como lo proponía Hugo von Hofmannsthal en un dis-curso ante los estudiantes alemanes (Mu-nich, 1927), lo caótico de la época sólo se podía superar mediante la paradoja eufemística de “la anarquía productiva” y “la revolución conservadora”, términos válidos para caracterizar el propio Obregón. Su pintura –indisociable del hombre que la realizó, del país que, en cierta forma, la determinó- trasciende a quien la hizo, y habla sola. Aquel caballero cuyo castillo es la ciudad de Cartagena, ese creador, loco e inamansable, que jamás ha perdido su elegancia natural, es, ante todo, un pintor. Alguien que ha visto pasar su arte, del mun-do ideal a las fluctuaciones del mercado. Las páginas finales que Jacobo Burckhardt dedicó a Rubens, y que fueron consideradas como “la confesión final de su vida”, nos permiten trazar, por contraste, el suelo en que crecía el arte occidental. “Este no era el de las grandes urbes modernas, con sus riquezas variables y por lo tanto muy inestables. Tampoco existía


una “opinión pública”, nutrida de constantes innovaciones, ni una “prensa” que fuera el órgano de esa opinión y que tuviese influencia para hacer depender de sí el arte de un lugar, y aun la independencia de los artistas. Ningún pathos repentino surgía y se extendía de pronto sobre la cultura de las capas sociales de las grandes urbes, para dejar lugar a otro nuevo, en breve tiempo. En una palabra: no había público, del cual depende todo actualmente y por ende la pintura. Tampoco existían certámenes y exposiciones como hoy”. Añade Burckhardt: «Rubens halló como tema de su arte esa firme unidad del mundo ideal y ese reconocido círculo de la vida real que predomina en el sentido de los pueblos latinos». Un mundo a la vez legendario y bíblico, mitológico y alegórico, pastoral y visionario, histórico y vulgar, al cual su poderoso naturalismo, inspirado en su propia capacidad de vida, lo anima y lo mantiene a una temperatura exacta. «Su enorme capacidad de invención se orientó principalmente hacia la percepción constante de esta realidad y su representación»1. Tres siglos después de Rubens, hacia 1944, carente de ese mundo ideal, y descendiente de una familia donde lo colombiano se mezclaba con lo catalán, Alejandro Obregón, que tenía en la mente la idea de ser un pintor para durar, encaminaba su esfuerzo, en medio de un país latinoamericano donde la plástica se limitaba a narrar anécdotas “telúricas”, a luchar por la autonomía de la pintura y su lenguaje específico. Había recibido la lección europea del arte moderno: la pintura como un lugar pictórico, hecho con medios pictóricos, y que suscita configuraciones pictóricas, gracias a lo cual pidió, mediante cuadros, y no con proclamas, y en medio del nacionalismo exacerbado de aquellos decenios, que “la pintura fuese sencillamente la pintura”, y no una trasposición literaria. Un lenguaje apto para transmitir, mediante la imagen, ciertos mensajes particulares. Hoy, dueño de su territorio, sigue manteniendo su garra de explorador, pero hacia dentro del mundo apropiado. Profundidad y extensión. Y si bien en Colombia, un país llamado el Tibet de Suramérica, el arte no ha estado muy expuesto a los vientos de fuera, Obregón, más que otros, conservó sus raíces endogámicas con una cultura como la nuestra, balbuceante, precaria y en constante proceso de formación. Hecha de aportes indígenas, españoles y negros; de polaridades caribes y andinas;


de retórica y somnolencia, de lucidez y brillo, ¿O no es acaso anacrónico descifrar moella ha encontrado en los lienzos de Obregón, hosos manuscritos? ¿Trazar, con ardor, excomo en las novelas de Gabriel García Már- trañas caligrafías sobre una tela virgen? quez, una definición mayor. Reiterando, en forma maniática, sus motivos, Obregón supo «narrar» la atmósfera física nos dieron el ejemplo, sin ser ejemplares, de del país del mismo modo que García Márquez cómo sólo el trabajo con las propias obsesiones, supo «pintar» la cavilosa y nostálgica visión de y con el mundo que las vio nacer, logra suscitar un mundo agostado por la soledad. La soledad, formas comunes a todos. Abrir un diálogo. como él mismo lo dice, que es lo contrario de la Esos estados de ánimo que Obregón ha solidaridad. ido pintando: del triunfo a la derrota, de La soledad, por otra parte, que Obregón lo inerte a lo vital; y que en su pintura delineó, para siempre, en su conocida Violencia, p u e d e n p a s a r d e l c h i s p o r ro te o d e de 1962. Ambos se situaron, la materia a la solidez entonces, con su descrip- Sólo el trabajo con las inmodificable de la muerte; ción climática -las ráfagas propias obsesiones, y de las flores proliferantes huracanadas de luz que cruzan con el mundo que las al gris perenne y dilatado, todas las telas de Obregón, el vio nacer, logran confirman cómo existe calor sempiterno que reina en suscitar formas una imper fección Macondo- en una órbita propia, misteriosa y soberana, comunes a todos lejos de las alzas y las bajas del más bella aún que el mercado, para lograr desde allí, producto acabado, y que no es otra desde ese anacronismo asumido a conciencia, que “el temblor del tiempo”. Esa hermosura la más exacta noción de esa vasta patria de fugaz que su pintura, con endiablada ve-locidad, pesadumbre. De esos colores y esas luces, mejor ha sabido captar. Tiempo que varía y siempre a punto de morir y siempre renacidos. oscila, como el mar; abre la perspectiva o

Arriba: Galerna / 1980 / Acrílico sobre lienzo / 175x280 cm Página siguiente: El último cóndor / 1982 / Acrílico sobre lienzo / 175x170 cm

encapota la vista. Tiempo que perdura, efímero, en el registro sensible de unas líneas. Se podría afirmar, en consecuencia, que uno de los pocos espacios decisivos del arte colombiano es el que Obregón ha ido acotando. Pero la verdadera indagación que sus telas ofrecen no es tanto la de la tierra, y sus reacomodamientos milenarios, sino la más sutil del aire y sus variaciones incesantes. El espacio-paisaje. Marta Traba, su mejor interprete, ha dicho que este espacio-paisaje tiene dimensiones ontológicas: matriz cálida de la cual brotan sus seres, y gracias a la cual todos ellos se interrelacionan en una búsqueda constante de las fuentes primarias. Vida/muerte. Luz/ sombra. Proximidad/lejanía2. Allí, dentro de esa matriz, las epifanías se anudan en una cadena de significados que termina, invariablemente, por remitir a su propia pintura. Al mundo que él ha establecido. En definitiva: al ojo del espectador que se ha acostumbrado a reconocer ese mundo, esa pintura, como suyos. A aceptar cómo lo imprevisto surge de lo habitual; la sorpresa,


de lo trillado; el hallazgo, de un conjunto de titubeos fallidos. La pintura, es bien sabido, tiene que ver ante todo con la moral. No cambios de temática, sino enriquecimiento de la visión. Como lo ha explicado Hernando Valencia Goelkel: «Su imaginería ha ido penetrando fuertemente entre un público, pero éste, al mismo tiempo, se reconoce y desconoce en la sucesión de la obra irreductible todavía a la función icónica propiamente dicha. (Icónica en el sentido de que habla Harold Rosemberg: “Como los de otros siglos, nuestros secretos públicos están encarnados en iconos. Lo cual no significa que se haya captado su sentido.

Tan solo que la imagen se acepta como una cosa dada, y que ya no se plantean preguntas referentes a su presencia”). Obregón no entrega la clave o las claves de su pintura en la obra pulida y definitiva; tiene siempre presente (y no pocas veces ejerce) el derecho al retorno, a apoyarse en el pasado para establecer una curva nueva en el ascenso de la espiral. De esa rumiación íntima no les queda a los observadores sino los vestigios que las obras entregan; nadie sospecha la reflexión, la aplicada inteligencia, cuyos caminos permanecen incógnitos. El proceso es indescifrable y su resultado –el cuadropreserva todos los enigmas en el engañoso esquematismo de la imagen»3 .

Dicha imagen, sin embargo, no deja de ofrecer sigilosas vías de acceso. En 1974, cuando el Museo de Arte Moderno de Bogotá organizó una amplia muestra retrospectiva de su obra, ella, a pedido de Obregón se tituló: Aire Mar Paisaje Diálogos. Cuatro palabras, cuatro elementos, que sintetizan su aporte y que demostraban cómo la copiosa acumulación que sus telas, en un primer momento, nos ofrecen, no hacían más que traslucir aquel reverso que las sostenía. Los pocos y elementales soportes que mantienen su mundo. Expresionista romántico, carente de la actitud agresiva de sus colegas, tanto europeos 53


como norteamericanos, Obregón, más figurativo que abstracto, logró mantener una interpretación realista y poética (imprevisible y reconocida) de una naturaleza en perpetuo cambio dentro de su quietud. Una figura que si bien se concretaba en sus figuras centrales –de la mujer al camaleón, de la bestia al ángel, de la flor a la calavera del tigre- no por ello dejaba de permanecer abierta, suscitando nuevos diálogos. El Jarro azul, de 1939, solitario en medio de una escenografía que recuerda el cine expresionista alemán, continuaba, único, en la Mesa roja, de 1949, y llegaba –ya integrado a piernas, flores y un cuchillo- a Cosas de la luna, de 1978. Era el mismo y era distinto. Así todo. Esos cielos de tormenta, esos rayos zigzagueantes, y la zozobra de sus pesadas nubes negras (recuérdese su Nube gris, de 1948). Pero también allí estaba el sol, como un ojo fijo, haciendo que esa pintura, tan próxima a la luz, se llenara de eclipses; y que esa densidad carnívora de su vegetación animal conviviera con el hálito lunar de sus veladas siluetas femeninas. Pintura que parecía tener, ahora, la liquidez del sueño y reelaborar perpetuamente sus mitos (en cada parte está el todo), ella permanecía atenta a lo real, al vuelo de lo real, en el espacio plástico y a la vez se insertaba en otra categoría clave de lo poético: la inmovilidad. Roland Barthes ha escrito: «La imagen del movimiento no puede ser representada sino en su detención; para significarse a sí mismo, el movimiento debe inmovilizarse en el punto extremo de su carrera; es ese reposo inaudito, insostenible, que Bau-delaire llamaba la verdad enfática del gesto y que reencuentra en la pintura demostrativa, la de Gros por ejemplo; a ese gesto suspendido, sobresignificante, se le podría dar el nombre de numen, pues es el gesto de un dios el que crea silenciosamente el destino del hombre, es decir el sentido»4. Sus figuras, claras u oscuras, que contrastan sobre los inmensos fondos, en los cuales es maestro, se expanden a base de veladuras y transparencias, y llegan a di-sociarse, recobrando así su dinamismo, aguijoneadas por una lluvia de dardos luminosos, hasta estallar finalmente en una gran explosión de color. Nunca con minuciosidad naturalista sino impregnadas de un elán panteísta –furor y frescura-, ellas se refieren a esas formas curiosamente descarnadas, casi arquetípicas, que detrás de sí se arman y a la vez se destruyen, renovando el caos original de toda creación. Noche y día. Luna y sol. Cadáver y plenitud.


Página anterior: Barracuda / 1973 / Acrílico sobre madera / 60x78 cm Mojarra / 1959 / Mixta sobre papel / 37x51 cm La ola / 1987 /Acrílico sobre madera / 170x175 cm Abajo: Retrato de un antepasado loco / 1979 /Acrílico sobre lienzo / 130x137 cm

Ellas, sin embargo, no asoman. Se quedan atrás, rigiendo el conjunto. A nosotros nos pertenece, nada más, esa flora dentro de la cual, como dentro de un estuche vegetal, se ofrecen mujeres desnudas, bajo el tangible vaho del pudor; o se vislumbran reinas enmascaradas, sobre las cuales se desliza una serpiente aérea, como en el mito fundador de la laguna de Guatavita, al cual dedicó varias obras en el año 1981. A sus pies, como una ofrenda, esos restos varados que pueblan el teatro mental de Obregón. Esa resaca cuyas huellas siempre ha preservado. Una cabeza de caimán, unas alas de águila, los dientes de un pescado; la armazón de un pájaro; un iguano que brota del averno; la pata del chivo; un búho extático; lejanas siluetas de muralla; el rojo de un volcán; la inmovilidad vertiginosa de algo que viene volando; de algo que pasa, estremecido y vibrante: ¿un ángel, un alcatraz? No. La pintura, simplemente. El tiempo, que pasa y vuela. Rilke, hablando de Cézanne, escribió: «Con cada cuadro se nota cuán necesario fue ir aún más allá del amor; es, desde luego, natural amar cada una de estas cosas al estar haciéndola; pero si el creador exhibe este amor, quita calidad a la cosa; la juzga en vez de decirla». Decir las cosas. Obregón no las nombra tan sólo para evocarlas. Las nombra para nombrarlas: para que existan. Quizás por ello las destruye, y únicamente las acepta de nuevo cuando resucitan tenaces, como las intensas visiones que su imaginación no puede menos que pintar. Allí están esos hombres-caimanes, magnificados, al máximo, en el telón de boca del teatro municipal de Barranquilla Amira de la Rosa (junio de 1982) y esas mujeres-pájaros, toda esa mitología tan suya, que les da razón de ser y que Obregón ha resumido así: “Un cuadro no debe representar. Debe existir a base de su propia energía”. Estas figuras no representan nada distinto de la propia pintura. En el cosmos que han creado son apenas un azul cobalto, un blanco cinc, un verde veronés, un rojo carmesí. La mano y el ojo del pintor. Esa furia que no cesa. Pintor, además, nunca satisfecho de sí mismo. Un inquieto, un descontento, que no deja de intentar moldear esa materia rebelde para extraerle sus secretos sin obtener, felizmente, el reposo puro de la obra perfecta. Sigue indagando, sabiendo que sus objetos son apenas el punto de partida, y no un cierre. Dore Ashton, en su libro A fable of modern art, ha escrito: «El pintor, o cualquier artista, tiene el deber de no hacerse consciente de sus percepciones. El cubismo, como dijo Picasso, no fue la actividad intelectual y conceptual que tantos querían hacer de él,

sino un proceso natural y orgánico que nacía directamente del acto mismo de pintar»5. Limpiándonos los ojos, Obregón nos deja percibir la terrible y a la vez exaltante realidad que nos rodea. La realidad colombiana que a la vez repta y vuela; nos maravilla y se hunde; es superficie y es profundidad; conmueve, hasta lo indecible; o permanece allí, en un silencio estúpido. Así, sin romper las convenciones de la pintura –la brocha y el acrílico, la tela tensada sobre el bastidor- revoluciona nuestros ángulos de visión. Rapto creativo, con los pies en la tierra, él trabaja sin inquietarse por nadie y se hace fuerte, como pedía Cézanne. Pero este escenario-paisaje se halla animado, en todo momento, por la fuerza del viento. La galerna o tramontana; el mistral, que sopla en días impares y al noveno enloquece a los marinos. Vientos que abren grandes huecos de silencio, en mitad de su quietud; y luego resurgen de allí, del ojo inmóvil, encrespando las olas, vomitando espuma, haciendo que los peces vuelen por el aire –véase Mar de leva, de 1983; Mar revuelto de 1980; su mural, La galerna, de 1978- y los hombres tiemblen ante el misterio de lo que, como la pintura, tiene vida propia.

Al igual que Turner, Obregón ha pedido permanecer amarrado al mástil del barco, en mitad de la tormenta, para percibir, en pleno rostro, sus latigazos húmedos, sus luces agonizantes, la rabia que la distingue. Mirar con hambre y apropiarse el mundo. Ese violento mundo colombiano que Obregón no ha dejado de mirar, en ningún momento. 1 Jacobo Burckhardt, Rubens, Buenos Aires, Editorial Emecé, 1950, pág. 53. 2 Once trabajos críticos de Marta Traba sobre la obra de Obregón, fechados entre 1956 y 1977, se hallan reunidos en el libro Marta Traba, Bogotá, Editorial Planeta, 1984. A ellos hay que agregar el capítulo 5 de su Historia abierta del arte colombiano, Cali, Museo de la Tertulia, 1974, págs. 107-134, y su monografía inédita: Obregón/ Felisa Bursztyn: Elogio de la locura, Bogotá, Universidad Nacional, 1986. Escrita, en lo referente a Obregón, en 1978, y que abarca la obra de éste hasta 1974. De allí hemos tomado el concepto de “espacio-paisaje”. 3 Hernando Valecia Goelkel, Caballero solo, en el volumen colectivo Alejandro Obregón, Bogotá, Litografía Arco/Seguros Bolívar, 1979, pág. 46.  4 Roland Barthes, Las láminas de la Enciclopedia, en Nuevos ensayos críticos, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 1973, pág. 143.  5 Dore Ashton, Una fábula del arte moderno, Madrid, Fondo de Cultura/Turner, 2001

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XI

Volver creativa la violencia


Izquierda: Victoria de la paz / 1983 / Acrílico sobre lienzo / 150x155 cm Derecha:Muerte a la bestia humana / 1983 / Acrílico sobre lienzo / 150x150 cm

>>> Hasta ”¡ cuándo, carajo!». Se preguntaba Obregón en 1983 y no se tiene respuesta aún. Toda la pintura de este artista, es una forma de resistencia. Impide que nos insensibilicemos y nos vacuna contra el olvido.


M

uerte a la bestia humana: así tituló Obregón el cuadro –hoy en la sala a él destinada en el Museo Nacional, de Bogotáque pintó, a raíz del secuestro y asesinato de Gloria Lara, a comienzos de 1983. Fue, si se quiere, una reacción inmediata, llena de dolor y asco. Una forma, como él mismo lo dice, de “asesinar al asesino”. Durante día y medio, sin parar, trató de saturar, con los rojos de su rabia, la indiferencia cómplice del lienzo. Intentó sacar de allí todo lo que él tenía dentro. El matar a quien había matado para que no se olvide la infamia, y el ojo, con su párpado atrozmente levantado, tenga que seguir contemplándola. De dicha masacre plástica, sin verla aún, pero queriéndola, habría de surgir también la frágil esperanza de ese otro cuadro del mismo año, Victoria de la paz1 , en el cual ella logra adelantarse a las negras siluetas de una aves de mal agüero. No son, la verdad sea dicha, cuadros logrados, pero en el enfrentamiento que plantean –rojo y blanco, guerra y paznos obligan a pensar en un dilema que no es sólo el del arte sino el de nuestras vidas cotidianas. Pintados en un período convulso, en el cual las tensiones se habían exasperado, nos recuerdan que toda la carrera de Obregón, al igual que toda la historia de Colombia, la que nos ha tocado en suerte y la anterior, está caracterizada por una violencia que, en ocasiones, nos resulta espasmódica pero que en realidad ha sido lo único constante. De campesinos a estudiantes, de genocidios a mártires, equivocados o no, Obregón se enfrenta al horror pintándolo. Se obliga a sí mismo a decir «no más», mediante un matiz del rojo o del violeta. Denuncia, sin dar soluciones, y como el título de uno de sus polémicos eran de por sí elocuentes: Tigre atacando a una cuadros con este tema de la violencia, se iguana, Fiera devorando a un violento, Tigre pregunta, preguntándonos: «¡Hasta cuándo, persiguiendo a un colibrí. ¿Se podía decir algo más? Sí. La pintura decía el resto. carajo!». Golpeaba, con sus chorros de sangre, la En ese clima de nervios a flor de piel, Obregón responde a la insolidaridad no con el silencio amorfa faz de todos los tibios de corazón que apenas si sobreviven con sino con un acto. Obtiene, Obregón se enfrenta el ánimo apretado. Ella nos a partir de esa fragilidad perdurable que es la obra de al horror, pintándolo. tocaba. Por eso, cuando se van arte, el suficiente vigor para Se obliga a sí mismo reduciendo las zonas comunes por donde transitamos, cuando combatir ese animal abyecto, a decir «no más» toda presencia se torna y, cuando lo captura, como en el cuadro de 1983 que comentamos, su sospechosa y cada calle es una zozobra de ademán punitivo se hace feroz, y desquiciado, la cual no sabemos si saldremos indemnes, saliéndose del marco y tambaleándose en un Obregón intenta recordarnos el aleteo tonificante de “la tozuda libertad”, como la traspíes agónico. Con razón una exposición suya del año 1964, llama. Alguien que camina, sin hambre; y sin (galería Tercer Mundo, Bogotá) se denominaba Diagonales de la violencia. No la violencia, obvia, el temor de ser atracado. Asuntos así de sino sus causas y efectos; sustangenciales prácticos. Y también símbolos archiconocidos desplazamientos. Los títulos de los cuadros –el puño en alto, la muchacha a punto de alzar 58

vuelo, resurrectas Victorias de Samotraciaque buscan, una vez más, ser encarnaciones compartidas por todos, acordes en aquello de que “el realismo es el único arte insignificante de nuestro tiempo”. Estos párrafos de un periodista francés permiten situar el contexto dentro del cual se desenvuelve la pintura de Obregón, durante estos cuatro decenios, y, sobre todo, su tratamiento del tema de la violencia. «La violencia y la inseguridad, en todas sus formas, se generalizaron desde hace veinte años en toda América Latina, y también en todo el mundo. El terrorismo no perdona a ninguna nación del planeta. Pero lo que los colombianos llaman “la violencia”, sin duda por pudor o por temor, es un “momento” particularmente cruel y trágico de su historia. Una pesadilla que atormenta a diferentes generaciones, echa raíces en la conciencia natural y no ha del todo terminado.


La violencia colombiana, surgida después los movimientos guerrilleros vinculados al de la segunda guerra mundial, pudo atribuirse partido comunista, tales como las FARC, el ELN al agudo antagonismo entre liberales y –que tuvo su mártir en el cura guerrillero Camilo conservadores, los dos partidos aún dominantes Torres, muerto en febrero de 1966- y el EPL, no obstante numerosas tentativas de contrastan con el éxito relativo de la ofensiva modernización, o de ruptura revolucionaria. continuada de las fuerzas armadas. Estas tensiones tenía causas definidas: La violencia política tomó nuevos rumbos d e p e n d e n c i a ex te r n a , a i s l a m i e n to , con la aparición en 1974 del movimiento 19 subdesarrollo económico, disparidades de abril (M-19), brazo armado de la Alianza regionales y enorme desigualdad social. En Nacional Popular (Anapo), dirigida por la hija resumidas cuentas, un contexto heredado del del dictador Rojas Pinilla. Los secuestros, período colonial y similar al de la mayoría de tomas de embajadas y ataques contra los países vecinos de Colombia. puestos militares protagonizados por el M-19 “La violencia caliente”, desatada por el 9 durante los últimos años –evolucionando de abril de 1948 –con un compás de espera, s i m u l t á n e a m e n te d e u n p o p u l i s m o como si la historia vacilara- sobrepasó todos antipartidista a posiciones de extrema los horrores que puedan izquierda- le han restado Concretando toda una imaginarse. Aunque hoy popularidad a movimientos en día, en ciertas regiones atmosfera de rencor y guerrilleros más antiguos del Tolima, el recuerdo de venganza, de vertiginosa y mejor “controlados” por los horrores permanece locura desatada, el pintor el ejército. Pero en julio imborrable en la mente hace explícito lo que de 1983, nueve años de sus habitantes. No es prefeririamos ocultar por después de su fundación, sencillo sobreponerse al pusilánimes. el M-19 sufrió un revés temor de largos años de importante con la muerte barbarie. Tampoco es sencillo abandonar el de su principal dirigente, Jaime Bateman»2. sendero de la guerra. En la década del 40, Las propuestas de diálogo y tregua del los líderes de grupos guerrilleros, vinculados gobierno de Belisario Betancur (1982-1986), al partido liberal, en ocasiones asumieron el después de la ley de amnistía promulgada mando de bandas armadas y, en ocasiones, en noviembre de 1982, modificarían, de permanecieron con la guerrilla. De 1964 a la modo sustancial, este panorama. Panorama fecha, la historia de las diferentes organizaciones que, aunque no parezca evidente, a primera guerrilleras carece de sentido si no se vincula a vista, es el mismo que ha venido pintando la violencia de los años 40 y el bogotazo. Sobre Alejandro Obregón. La Violencia, de 1962, con un fondo de luchas campesinas tradicionales, su mujer-ubre-vientre-montaña del Quindío,

que ganó el premio nacional de pintura, en el XIV Salón de Artistas, constituye el ejemplo máximo, en la entonación de sus grises, en la controlada vigilancia de su color preciso, del modo como Obregón ha permanecido atento a las convulsiones nacionales. A nadie puede gustarle la crudeza, en estado salvaje. Esa crudeza que nos envuelve, volviendo al malestar algo táctil. Concretando toda una atmósfera de rencor y venganza, de vertiginosa locura desatada, en una sola herida, el pintor hace explícito lo que preferíamos ocultar por pusilánimes. El vuelve incuestionable lo que intentábamos borrar, para que el miedo no nos cegara del todo. Sus cuadros, dentro de esta temática, no son sólo una denuncia. Son también un largo y aflictivo momento de nuestra historia patria. Cuando las palabras ya no alcanzan a expresar un rencor desesperado, es sano que éste no se cierre sobre sí mismo, y se envenene, sino que se abra, aireando la llaga que estaba infectada. En este caso la llaga era todo el cuerpo social. De ahí que el imaginario colectivo de los pueblos requiera de esas sondas que, fijando la imagen de lo intolerable, permitan recobrar porciones de la razón hasta entonces obnubiladas. Estos cuadros, que se alimentan de una materia tan visceral como equívoca, tan perceptible como engañosa; esa materia que es la vida misma, y el afán de protegerla a toda costa, son algo más que un cartel impactante.

Arriba: Canta claro de noche / 1956 / Óleo sobre lienzo / 97x130 cm Genocidio / 1961 / Óleo sobre lienzo / 54,5x68 cm Página anterior: La mesa del Gólgota / 1956 / Óleo sobre lienzo / 97x130 cm


Exorcismo y plegaria, Obregón busca asumir Toda esta pintura, que continúa hasta la el horror, adentro de sí, para que mediante fecha, es una forma de resistencia: impide dicha operación catártica vuelva a surgir. que nos insensibilicemos. También nos vacuna Indecisa, pero con la firmeza que es su signo, contra el olvido. Temple: esta palabra implica esa afirmación de la vida, como un valor en sí, arrojo y afinación musical, dureza y a la vez que hay que respetar, antes que nada. flexibilidad ante los hechos. Creo que esta Como lo ha detallado Germán Rubiano: palabra define bien al Obregón que vuelve «Obregón ha realizado numerosas obras creativa la violencia. De otro modo seguiríamos relacionadas con la violencia del país. Sus ahogándonos en la monótona repetición de primeros trabajos con esta temática datan noticias que escasamente nos rozan, y pasan de de 1948 (Manicomio rojo). largo, con una uniformidad Junto con las pinturas, Sus cuadros nos estupidizante. el artista deja una gran preguntan, con sencillez Lista de secuestrados cantidad de dibujos y casi esquemática, si -sobrepasan los ciento grabados. En 1956 Obre- preferimos la paz a cincuenta a comienzos de gón pinta El estudiante guerra, la vida 1983-, lista de gente que fusilado, un hermoso a la violencia. En caso abandona el país; lista de cuadro a base de rojos de que elijamos las soldados muertos; listas de y grises donde el tema primeras, ellos también frentes guerrilleros; lista de se insinúa claramente, ponen de presente cómo miembros del MAS, un grupo pero, al mismo tiempo, parapolicial de derecha. Obregón lo ha hecho dentro de una gran disescuadrones de la durante 40 años, que la Nuevos creción estética y emomuerte. Obregón pensó, cional. En 1961 realiza paz, como la pintura, en un momento, para el la serie Genocidio, en la se conquista, y se cuadro con el tema de la cual abundan los rojos y mantiene, luchando paz, pintar un roñoso y largo algunas formas inspiradas día a día. muro sobre el cual todos en Guernica de Picasso. estos datos se acumularan En 1962 concluye la serie con uno de sus y hacer que luego, sobre esa superficie de cuadros más admirados, Violencia, un óleo espanto, se intuyera apenas el apresurado enorme amorosamente trabajado, en el que se vuelo de una paloma. No la paloma de Picasso, concreta la figura de una mujer embarazada ya consagrada, sino las palomas que en el cruelmente asesinada en la línea del horizonte, segundo círculo del Inferno de Dante responden confundida con el paisaje alucinante. Su ahora a los nombres de Paolo y Francesca. El presencia solitaria resulta conmovedora por amor brotando en medio del fuego helado. el treno que entonan los grises más bellos de Afortunadamente cambió de idea. La toda la pintura de Obregón»3. pintura nos restituye la presencia, infame en 60

unos casos, en otros adorada. La pintura no tiene la impersonalidad de la computadora. Cualquier cifra que ella incorpore es, tan solo, como signo. Señal para abrir otro camino. Esta pintura, no impersonal sino, por el contrario, en muchos de sus momentos, sentimental a muerte, nos enseña, en la confusión histérica de sus caídas, en la vitalidad purificada por la decencia y ennoblecida por la belleza de sus aciertos, a ver y sentir. A volver menos crispadas las relaciones ente la gente. Ella, por su capacidad de reacción inmediata es la llamada, a la vez, para mantener la distancia que existe entre la brutalidad del golpe, y la conciencia del mismo. Entre el impacto, y la reflexión, antes de ésta volverse nostálgia. O memoria ensangrentada. La gente, que a veces necesita olvidar para continuar viviendo, perdona con frecuencia. La pintura no. Es ira fría. Por ello estos cuadros, social, humana, artísticamente, nos llevan, como todo arte serio, a preguntarnos, no por asuntos de estética, sino sí todavía tenemos derecho a aspirar a una existencia menos paranoica que esta, o si tal utopía también se halla cancelada. Ellos nos conciernen en una medida mayor de la que parece: ¿habrá todo transcurrido en vano –la educación, la ciencia, los beneficios de una naturaleza pródiga y de un sistema de convivencia sui géneris, o allí, a través de tantas grietas abiertas, todo asomo de civilización se extingue de nuevo? Estos cuadros, algunos logrados, otros fallidos, sin remedio, nos preguntan, con sencillez casi esquemática, si preferimos la paz a la guerra, la vida a la violencia. En caso de que elijamos las primeras, ellos también ponen de presente cómo Obregón lo ha hecho durante cuarenta años, que la paz, como la pintura, se conquista, y se mantiene, luchando día a día. La pintura colinda con el silencio, y éste, en nuestros días, es un silencio entre temeroso y asustado. No somos nosotros. Es el chivo expiatorio. Obregón, a riesgo de su propia pintura, ha tenido la valentía de romperlo. No parece un precio demasiado alto. ¿Si él no lo hubiera hecho, qué cuadros nos hubieran acompañado? ¿Qué testimonio hubiera perdurado? Violencia, de 1962, es uno de los mejores retratos de lo que somos los colombianos.  1 Ambos cuadros aparecieron reproducidos en la portada del núm. 3399 de la revista Cromos, Bogotá 8 de marzo de 1983.  2 Marcel Niedergang, Colombia en píldoras para franceses. Artículo aparecido en un suplemento especial de Le Monde, dedicado a Colombia, el 5 de febrero de 1984. Traducción: Lecturas Dominicales, El Tiempo, Bogotá, 24 de febrero de 1985, págs. 10-11.  3 Germán Rubiano Caballero, Obregón y Grau, una aproximación al arte latinoamericano, en el volumen 6 de la Historia del arte colombiano, Salvat Editores, Bogotá, 1977, págs. 1410-11.


Página anterior: Homenaje a Figurita / 1958 / Óleo sobre lienzo / 140x150 cm Abajo: Violento devorado por una fiera / 1963 / Óleo sobre lienzo / 53x65 cm


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