Revista Mundo No 19 Leo Matiz

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POR CARLOS SALAS

EDITORIAL

DE LOS TIEMPOS IDOS

El poder oculto de la imagen se multiplicó con la aparición de la cámara fotográfica, una pequeña caja que captura instantes que al ser revelados y ampliados guardan la capacidad de traer al presente los tiempos idos. El amplísimo legado de Leo Matiz muestra el claro protagonismo que supo asumir gracias a su talento como fotógrafo, ofreciéndonos además de sus imágenes la recuperación de un pasado que podemos revivir a la vez con nostalgia y alegría. Este espacio lo cedo a Alejandra Matiz, su única heredera, quien con un amor entrañable ha sabido cuidar y enaltecer la obra y la memoria de su padre. Llegué a su vida cuando él pisaba cuarenta años. Un amanecer de abril, desperté acurrucada en sus brazos y jamás volví a desprenderme de ellos. Aún siento su tibia cercanía. Vivíamos en una galería de arte en el centro de Bogotá, en donde se realizó la primera de muchas exposiciones de Fernando Botero. Teníamos un tigre amaestrado, que comía lo que yo: cereal y espagueti, éramos felices. Él quiso que mi padrino fuera Álvaro Mutis, eran entrañables amigos y quería que siempre me sintiera orgullosa de él. Del mismo signo y del mismo mes, la fiesta de cumpleaños siempre fue conjunta. Mi padre era hermoso como un actor de cine, sabio como los antiguos egipcios, severo, noble, a veces loco, cari-ñoso. Sentía pasión por México y su entrañable cultura. Muy allegado a Frida Kahlo y Diego Rivera, trabajó junto a ellos largo tiempo. La vida para él, era una cascada de agua en permanente movimiento. Viajamos por América y Europa haciendo exposiciones de fotografía, visitando museos, galerías, retratando famo-sos artistas, curadores y personajes célebres. Soñábamos siempre con un futuro cuajado de éxitos. En 1973 nos enamoramos locamente, él de su sexta esposa, yo, de un industrial tolimense, quien treinta años más tarde sería mi cuarto esposo. EL ACCIDENTE En 1979, el sueño premonitorio que tuvo en Nueva York cincuenta años atrás se hace realidad. Soñó que un ángel se llevaba su ojo al cielo, no por maldad sino por amor. Él corría detrás, pero no podía volar. La noticia le dio la vuelta al mundo: «Leo Matiz, famoso fotógrafo de talla internacional, artista, reportero gráfico, galerista, nacido en Aracataca, Magdalena, reconocido en 1948 como uno de los diez fotógrafos más importantes del siglo XX, pierde su ojo izquierdo en un accidente en San Victorino». Yo estudiaba en Nueva York, y volé inmediatamente a Bogotá para acompañarlo en la cirugía. En la Clínica Barra-quer hicieron hasta lo imposible, pero se habían desprendido total y completamente, la córnea y la retina. Parecía que las líneas de las manos se dividieran en colores y se alejaran… sin fin. Se refugió en Fusagasugá, en nuestra casa campesina. Sentía, al perder su ojo, que el mundo se había quedado a oscuras. Con la ayuda de Consuelo Mendoza quien era la directora de la revista Diners y de Gloria Zea, directora del Museo de Arte Moderno de Bogotá, logré que viniera a Bogotá a un homenaje y exposición importantes. LOS HOMENAJES La época de los homenajes comenzó a mediados de 1980. Uno de los mas importantes, fue el realizado por el gobierno de Francia. En 1995 lo nombran Horus Sicof en Milán, y en Biarritz, en Francia como Chevalier des arts et des lettres, bajo la atenta mirada de sus amigos escritores, Álvaro Mutis, Manuel Zapata Olivella y Gabriel García Márquez. Luego en Florencia, Italia, en el palacio Vecchio, recibe el premio Filo D’ Argento. Conoce a Elizabetta Valentini, hermosa periodista, quien había sido modelo y ésta le hace la entrevista más humana y profunda de todas. A ella le cuenta acerca de su nacimiento sobre un caballo y cómo él llevado por la magia de la historia, pensó hasta los tres años, que era hijo de una yegua. En 1998 dos meses antes de morir, el entonces Ministro de Cultura, Ramiro Osorio Fonseca, le hace un mereci-do homenaje en Colombia. Ese mismo año creamos legalmente la Fundación Internacional Leo Matiz, entidad que presido, encargada de divulgar su obra por el mundo. Muere con su pasaporte azul de las Naciones Unidas en la mano que conservaba y un pasaje que recibió de Conaculta para viajar a México a un homenaje en el Palacio Postal donde cincuenta años atrás Siqueiros había pla-giado sus fotos y tuvo que abandonar el país. UN RAYO DE LUZ Natalia, mi hija, su nieta adorada, dice: «los gatos y los caballos no mueren, van a Sardegna». Leo el padre vive en cada amanecer, en cada rayo de luz. Imagino que hay una foto nueva, está obturando su vieja cámara Rolleiflex, o está galopando su caballo Ney, rumbo a Sardegna, o como dice mi amigo el Lama Robert Acosta, ha reencarnado ya, y hoy es un niño de siete años. Leo Matiz, mi padre es un ser inolvidable y yo Alejandra su hija amante. ALEJANDRA MATIZ

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Janice Logan / México / 1945


1995

POR PATRICK ROEGIERS

Guardián de las sombras FIGURAS EMBLEMÁTICAS de la fotografía latinoamericana, Martín Chambi, Agustín Victor Casasola o Manuel Álvarez Bravo tienen en común el haber contemplado América central o del sur con su riqueza y su pobreza , sin eludirlas ni atenuarlas, el haber puesto en evidencia la diversidad y unidad de paisajes y hombres, que cada uno de ellos ha considerado como un todo. Es justo sumar a éstos a Leo Matiz, nacido el primero de abril de 1917 en Aracataca (Colombia), que comparte con sus ilustres colegas suramericanos la necesidad de viajar y de mostrar como una globalidad, sin privilegiar su lugar de origen, ese conjunto de países que ha visitado uno a uno y sobre los cuales no ha cesado de prestar testimonio como demuestran las imágenes recogidas en Chile, Argentina, Guatemala, México, Perú, Venezuela, Brasil, Ecuador o El Salvador. Lo mismo ha hecho recientemente Sebastiao Salgado en su soberbio trabajo sobre esta misma región del globo de la que es oriundo. Del cine, con el cual ha tenido contacto en los años cuarenta, Matiz ha conservado el sentido y el dominio de la luz natural, tan fuerte en estas latitudes, y de los contrastes y contraluces intensos bajo el sol ardiente, que ni suaviza ni difumina la dureza de aristas y situaciones, sino que hace brotar la vida del interior y sugiere que la parte en la sombra sea más importante que la expuesta a la luz. La oposición constante de blanco y negro, como si el mundo fuera una película muda para estos pueblos que acceden poco o demasiado raramente a la palabra, caracteriza estos planos densos y fluidos, sobre todo en los cielos, destacando el marco en el cual la figura de los personajes se perfila como silueta en el plano secundario de la escena en la cual en medio de un decorado agreste, tiene lugar la representación del gran teatro de la vida. En el periodo en que, en México, Álvarez Bravo, que hoy cuenta con noventa y tres años, tenía en sus manos una revista de fotografía comercial y se convertía en el fotógrafo acreditado del Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica de México, relegando a segundo plano su creación personal, Matiz, en aquel entonces de

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veinticinco años, lo asiste de 1942 a 1946, pero no se encuentra en su obra el mismo sentimiento poético a partir de los elementos más cotidianos, el gusto por lo inconsciente y órfico, que convierte las imágenes del maestro mexicano en parábolas ópticas, ni tampoco se detectan relaciones inesperadas, desconcertantes y dictadas por el azar, ingrediente indispensable y sano, ni el placer del erotismo y la idea de la muerte conciliables constantemente con la vida, los impulsos líricos, una tendencia a la abstracción y sobre todo la influencia surrealista, o más bien fantástica, simbolizada por «la buena reputación adormecida» (1938-39), que Bravo considera su única foto totalmente surrealista en la cual

Aún cuando Matiz considere más bien la imaginación como una incapacidad para afrontar la realidad, todos los lugares que fotografía podrían pertenecer a Macondo. las circunstancias de la toma no se apartan de un mini escenario de Buñuel que Matiz retrata en 1945, en México, mientras ciñe su cabeza con las palmas de sus manos, en una etapa de desencanto –que fue transitoria, a Dios graciasen la cual se estaba resignando a abandonar el cine para siempre. La magia de las imágenes populares, la importancia concedida a la vegetación. La fiereza de sus personajes, las mujeres altivas y soberbias, vestidas con tejidos ásperos, donde se da más importancia a la textura que al tornasolado de las tonalidades, encuadradas desde abajo de forma seductora, el busto perpendicular al

firmamento, la gesta del trabajo –ampliada por la red de pesca-, emblema metafórico que recuerda al hombre su condición de pescador, al igual que los demás utensilios usuales (cesto, bolsa, tamiz, balde, bidón) y, naturalmente, las manos, primera herramienta de trabajo, el papel de primer plano y preeminente que ocupan en todo momento los elementos fundamentales (cielo, suelo, horizonte), el simbolismo recurrente de la cruz, que recuerda los sufrimientos, pero también la fe, así como el anacronismo de ciertas imágenes como la de los ponis –medio de transporte ancestral- al pie del avión –modo de locomoción moderno- que marca el arcaísmo de una sociedad donde los animales omnipresentes conviven con los seres humanos, caracterizan los panoramas documentales probos y hermosos sobre las condiciones exactas de la vida, las costumbres autóctonas y la vivencia diaria de un pueblo valiente, donde el trabajo garantiza la unidad fundamental y que Matiz capta en el espíritu militante, sin pensamientos recónditos idílicos o quiméricos, y sin hacer hincapié en la miseria, para mostrar su verdad, su dignidad, su espiritualidad, su solidaridad inquebrantable, su esperanza y su fe. Leo Matiz inmoviliza el tiempo mediante las constataciones que lleva a cabo al apuntar su objetivo sobre las consecuencias ordinarias de esta economía agrícola, donde la lectura (abecedario, libro, periódico) es un medio rudimentario de emancipación, donde la caña de azúcar y los cereales son alimentos vitales como también lo es el caucho o el tabaco, y sobre todo el café que cultivan, recogen y clasifican, según el tamaño, mujeres de piel abrasada por el sol, con sus manos apergaminadas, que cuentan su historia y la de su pueblo, puesto que pueblo es el conjunto de mi-llones de vidas separadas. Si la economía colom-biana, principalmente basada en la agricultura y minería, está ya en plena evolución, los años del pasado vistos por Matiz no han aportado ningún cambio a los problemas actuales. La acción física de los hombres parece inadecuada para detener la turbulencia del mundo y Matiz registra las escenas de vida sin barroquismo ni

Leo Matiz / Cartagena / 1995

«Estoy destinado a las tragedias. Me he salvado de huracanes, de los volcanes nacientes, de los ríos que se salen de su curso, de los atentados, de las guerras, pero no puedo dormir porque he venido a ver el infinito». nostalgia, con la mirada clavada en las raíces donde están anclados estos países que han quedado al margen de lo moderno y porque los poetas reconocen sus imágenes en la realidad, como escribe Octavio Paz. «El escritor que tiene algo en su vientre no adquiere un compromiso sólo frente a la realidad social y política, sino también respecto a toda realidad del mundo», opina Gabriel García Márquez, colombiano como Matiz, en el cual no se observan los prodigios, los milagros, los fenómenos ópticos, el espíritu de fábula o de locura que alimentan el universo de su ilustre compatriota que basa las peripecias de la narración en el recuerdo y la reinvención de lo real. Pero se observa en ambos el sentido de la honradez política y del transcurso del tiempo. Aun cuan-do Matiz considere más bien la imaginación como una incapacidad para afrontar la realidad, todos los lugares que fotografía podrían pertenecer a Macondo, aldea de García Márquez en Cien años de soledad, en donde se puede leer en el quinto renglón: «El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo». En cuanto a Botero, otro célebre compatriota, cuyas obras expuso Matiz en su galería en 1951 y 1952, cuando el pintor estaba esgrimiendo sus primeras armas y todavía no había encontrado su estilo, se distingue por esta iconografía de parodia, irónicamente naif, que pone en el candelero

las figuras dominantes de la sociedad (religiosos, Cristo, militares) o The president (1972), pero tienen en común la atracción por la caricatura a la cual Matiz se ha dedicado desde 1933 y han comprendido ambos que para convertirse en universal había que seguir siendo local o provincial. En 1987 Botero dibujó a Matiz como una de sus figuras redondas, llenas y generosas, cargado con su aparato en bandolera, Matiz ha fotografiado a personalidades del espectáculo, de las artes, como Diego Rivera y Frida Kahlo, su esposa, José Clemente Orozco, que Bravo mostró también en 1947, de espalda, alejándose en un decorado ingrato y duro, y que sorprende mientras pone manos a la obra en 1930 -1940, así como Siqueiros; figuras emblemáticas como la de Manolete, un icono de pie, con su traje de luces; y sobre todo personajes del mundo político como Golda Meir, con un físico tan especial, Nelson Rockefeller, que quería crear un comité de propaganda destinado a los países de Latinoamérica; como Perón y Castro, este último ya fiel a su imagen, barbudo, vistiendo su uniforme color verde aceituna, en 1960, un año después de haber derrocado al dictador Batista, actor nato y orador inveterado, que enarbola el símbolo cubano del cigarro, grueso como un barrote o un dedo, del cual un lingüista ha escrito: «lo peor que le podría pasar es quedarse afónico». Y sobre todo el venezolano

Rómulo Betancourt, fundador del Partido Nacional Democrático, crudamente representado con una risa sanguinaria en su cartel gigante a la salida de un mitin donde hace alarde de un gesto de conquistador que no escapa a la ironía cortante de Matiz, encantado con la idea de denunciar la trampa de los falsos profetas, demostrando con metáforas de lenguaje y para poner al desnudo el verdadero rostro de los domadores de hombre, como elegía al «instante que habla». Dotado de un valor antropológico y sociológico innegable, movido por un deseo positivo de la vida, sin aridez objetiva, sin estetismo ni complacencia emotivos, sino animado por una dinámica interior porque «la forma sigue a la función», como decía Weston, la obra de Leo Matiz posee una fuerza clásica que se observa igualmente en Strand, Sander, Cartier Bresson o Lewis Hine. Es también un universo plástico que hay que ana-lizar como tal por sus virtudes estéticas, así como por los temas significativos que trata y que confiere a esta serie de imágenes, que por fin ven la luz entrando así a formar parte del patrimonio mundial de la fotografía, la dimensión de una epopeya, un gesto picaresco, una letanía dolorosa sin énfasis, ni truculencia, un fresco vivo y lleno de dignidad en su humildad que se puede ver, simplemente, como un análisis del tiempo a través del prisma y el desgaste de la historia que prosigue.

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José Clemente Orozco / México / 1947

María Félix / México / 1945


Marc Chagall / México/ 1946

Y ¿Los olvidados?, Luis Buñuel / México / 1945


Agustín Lara / México / 1970

León De Greiff / Bogotá / 1959


David Alfaro Siqueiros / MĂŠxico / 1945

Louis Amstrong aplica anestesia a sus labios que sangran / Caracas, Venezuela / 1962


La soledad del payaso / México / 1947

El Quijote de Morelos / México / 1944


Payaso / Bogotá, Colombia / 1959 Ca.

Indias Mayas / Yucatán, México / 1946


1992

POR ALEJANDRA MATIZ

Carta abierta a un padre

EL PASADO MES de marzo de 1995, llegaste a Euro-pa, después de cuarenta años o más de ausencia. Vi-niste pisando tus ochenta años; no en vano naciste un primero de abril en el mítico Macondo, donde la abue-la de García Márquez conversaba con los muertos; y a esta edad crepuscular trajiste tu libro El tercer ojo de Leo Matiz bajo el brazo y un viejo baúl lleno de negativos y recuerdos. Llegaste con paso lento y se-guro, con la madurez y sabiduría que otorga la vida a través de los años, aún conservando el vigor físico y mental de tu naturaleza, de tu temperamento del sig-no aries (que tanto nos marca y une), ¡obligándonos a luchar sin conceder reposo! Tú eres uno de los pocos sobrevivientes de aquella generación de intelectua-les, artistas y políticos latinoamericanos, que han pasado a nuestra historia; en Bogotá, te reunías con ellos en el mítico café El automático, en plena avenida Jiménez, cerca de El Tiempo, de El Espec-tador, y al frente de tu famosa galería de arte Leo Matiz, donde expusiste por primera vez en 1951 los trabajos de un joven tímido antioqueño, Fernando Botero, el poeta de las mujeres gordas. Era una época de oro también para tu amado México, ese país de contrastes y cultura donde te formaste y conociste la fama. (Nadie es profeta en su tierra). ¡Recuerdo siem-pre!: a la una o dos de la mañana, permanecías despierto escuchando la radio, leyendo o revisando mares de negativos, inmerso en la bruma de la melancolía; recordando viajes, matrimonios, amigos, revoluciones, atentados, en esa Danza de las horas de Enrique Santos -Calibán- (a quién debes tu pro-fesión de fotógrafo). ¡Qué generaciones aquellas! Sé que recuerdas con especial afecto a tu compañero de bohemia León de Greiff y su relato Stepansky: Juego mi vida, cambio mi vida. De todos modos la llevo perdida... También evocas las tertulias y conversaciones con el pintor Ignacio Gómez Jaramillo y la ocasión en que hizo tu retrato. (Una de sus mejores telas). Recuerdas... A Jorge Zalamea amigo de García Lor- ca, compañero de vivencias en Colombia y México, con el Gran Burundún Burundá y sus escalinatas. Llegas al país Azteca, en un momento álgido: han asesinado al rebelde de Moscú, Trotski; comienzas a vivir ese ambiente convulso, inquieto de trans-formaciones; que marcan definitivamente el ámbito cultural y político mexicano. Conoces a aquel joven simpático, de humor agudo y vivaz, Pablo Neruda,

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que por esos años era el cónsul chileno: él inauguró una de tus exposiciones; rememoró un trozo de su escrito Farewell, en que tu alma se reconoce: Amo el amor de los marineros que besan y se van. Dejan una promesa. No vuelven más. En cada puerto una mujer espera, los marineros besan y se van. Una noche se acuestan con la muerte en el lecho del mar. Unos meses después de tu llegada a México, el poe-ta maldito Porfirio Barba Jacob, tu amigo y consejero, muere; haces la última fotografía de su rostro re-fleja do en una mascarilla que luego fue destruida y queda

tu foto. De él recitábamos juntos la Canción de la vida profunda: Más hay también tierra, un día...un día...un día...en que levamos anclas para jamás volver. 1945, Luis Buñuel en México, él estaba un poco desorientado, lo llevaste por los desiertos y le mostraste tus fotos de Los olvidados. Hacia 1946 recorriste casi toda América, por cuenta del Reader´s Digest fotografiando las carátulas de Selecciones (tus primeras fotografías a color). Fue una experiencia interesante en tu vida. Clemente Orozco, uno de los grandes muralistas a quien quisiste como a un padre; Siqueiros, pintor estalinista quien plagió tus fotografías para con-vertirlas en murales, testimoniando la revolución; ¡Y por esta razón tuviste que escapar de México! Tu amigo Agustín Lara, con su inolvidable canción: «María bonita, María del Alma». Gabriel Figueroa, el gran cineasta registrado

por ti con su cámara al hombro, en el rodaje de El circo, con tu amigo Cantinflas. Luego... viajas a Palestina con el pasaporte azul de las Naciones Unidas, haciendo par-te de la misión del mediador Conde Bernardote; caes en una explosión; de nuevo circulan noticias de tu muerte por el mundo, pero como un león de siete vidas, sigues tan campante... También están en tus nostalgias, otros políticos y compañeros de juventud, como Jorge Eliécer Gaitán, con su famosa frase: «A la carga...» Asististe a su pri- mera manifestación política en Fusagasugá, tam-bién viviste los momentos dolorosos y difíciles de su muerte el nueve de abril de 1948... Tú, herido, llegaste hasta el quirófano para hacerle su última fotografía. Fuimos a visitar a tu amigo y admirador (también aries) Carlos Lleras Restrepo para entregarle unas fotos suyas y tu libro. Sin presentirlo, sería la última vez en que pudimos compartir su presencia, tomando como siempre un buen café. En mi memoria, está el Presidente Guillermo León Valencia y su huésped Charles de Gaulle con quien cantamos La Marsellesa. Aquella entrañable amistad con el periodista An-drés Samper Genecco; sin saberlo, llevabas en bra-zos a su hijo afectuosamente llamado «Ernestingoli», lo montabas en tu famoso caballo de paso castella-no, llamado Ney, en esa bella finca de Fusagasugá, Jalisco; allí teníamos una pequeña zona cafetera. Alguna vez de sobremesa comentaste que el Pre-sidente Ospina Pérez, vecino nuestro, decía: «el me-jor café de Colombia, se produce en esta tierra, este fenómeno se debe a la humedad permanente del terreno» (él hizo estudios de reforestación y suelo). En los amaneceres luego de tomarte un buen tinto, cantabas: Ay, mama Iné, todos tomamos café... Y aquel joven bogotano que trabajaba en una em-presa petrolera en relaciones públicas y con quien viajaste a los largo del río Magdalena, Álvaro Mutis, en cuyos brazos me bautizaron, creador de Maqroll el gaviero, personaje que tanto se te parece. Vamos más allá a otros tiempos, y espacios pobla-dos por otros amigos y personajes que desfilan en la memoria de tus negativos fotográficos. Caracas, 23 de enero de 1958: es la caída del dictador Pérez Jiménez, trabajabas en equipo con los periodistas García Márquez y Apuleyo Mendoza; tus fotos son publicadas por Paris Match. Testimonias otros acon-tecimientos históricos, como los

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Después de la presentación / México / 1945 Ca.

Modelo / Bogotá, Colombia / 1960


Barranquilla, Colombia / 1970 Ca.

Puerto Rico / 1950 Ca.


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ParĂ­s, Francia / 1995 73


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