Revista Mundo No 35 Eduard Moreno

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Objeto Perdido

EDUARD MORENO

Fotografía Andrea Marín

Eduard Moreno Sánchez nació en Bogotá en 1975. Estudió en la Universidad Nacional de Colombia en donde recibió el grado de Maestro en Artes Plásticas con una especialización en Pintura. Posteriormente viajó a España gracias a la Beca de excelencia para Artistas Colombianos Carolina Oramas-Icetex 2005. Desde 1999 ha participado en exposiciones individuales y colectivas, recibiendo diferentes distinciones entre las que se destacan: Primer Premio en el V Salón de Pintura Joven Club el Nogal 2009, Primer Premio en el XX Salón Nacional del Fuego 2008 en la Fundación Gilberto Álzate Avendaño, Mención Especial en el X Salón Regional de Artistas de Bogotá 2003. Actualmente vive y trabaja en Bogotá donde también es docente en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Jorge Tadeo Lozano.

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Conversación con el artista

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Fuego interno / Video objetual / 2008

na visita al estudio del artista, muchos cafés en la cafetería de la esquina y más de dos horas de charla entre Eduard Moreno y el escritor Fernando Toledo bastaron para que se pusiera de presente un pensamiento de artista, una intención y sobretodo un eje de comunicación a través del arte. A continuación varios apartes de esa conversación que arroja luz alrededor del propósito del creador de una obra singular y significativa. FERNANDO TOLEDO: Eduard, su obra genera un impacto inmediato y, mucho más allá de su trayectoria, me interesa desentrañar cómo es su relación con el arte y con el oficio. Para usted, ¿Cuál es el la función que en una sociedad cualquiera, debe desempeñar la plástica o, para ser más exactos, la pintura? EDUARD MORENO: Hablar de la pintura es hablar necesariamente de la relación antropológica de la imagen y sus soportes, es decir de sus circunstancias, sus límites, la historia del arte en general no es diferente. La pintura es el orgullo de encontrarnos limitados y al tiempo enfrentarnos o revelarnos a ese límite, suceso inmanente y concretamente elástico, es decir, plástico. El único modo de estar realmente en el mundo nos exige curiosamente salir fuera de él, el querer ser, nos obliga a salirnos fuera de nosotros continuamente. Romper el límite que nos encierra o por lo menos extenderlo, es la real función del arte, no otra cosa que un médium materializado de nuestra conciencia, un agente que desplaza nuestra alma fuera de nosotros para podernos ver, para podernos criticar, para podernos potenciar en la vida. F.T.: Usted considera que el entorno, o el alrededor, la sociedad o lo que acontece en su seno ha influido o determinado la carga conceptual que hay en su obra? E.M.: Claro, totalmente. Pienso que hoy más que nunca, el artista no debe ni puede ser ingenuo o superficial frente a su realidad. La magnitud de lo que nos rodea influye permanente y definitivamente en la obra, nos da lo que Gadamer llamó un “horizonte de sentido”, un espacio de salvación donde es posible encontrar una orientación precisa. En ese sentido el interés en el fenómeno social lo veo enfocado desde una “estética racional”, es decir, una estética empeñada en descubrir los laberintos de nuestra cotidianidad, de nuestra condición. Así por ejemplo el fenómeno de las sociedades in-between, el nomadismo, la errancia, el mestizaje, la impureza o la hibridación se convierten en conceptos estéticos concretos, horizontes de sentido que luego yo aso-

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cio a un orden poético dado por la manera en que realizo o estructuro mi trabajo. F.T.: Y a propósito de lo anterior, ¿en una época en la que quizá se ha abusado de lo conceptual qué valor le da usted al concepto en función de la obra de arte? E.M.: Creo firmemente que no hay artista más mediocre que el que se enceguece con su técnica, y no hay artista más aburrido que el que se asienta en la comodidad de sus ideas. Siempre me he considerado un artista conceptual, es decir de ideas; sin embargo, con algo de suerte, llegar a ser un buen entendedor del oficio, del oficio sensible. Para mí, una obra de arte solo tiene sentido cuando se equilibra en un determinado formato o soporte y traduce de manera sensible y simbólica el mundo al que se pertenece. Muchas personas pueden tener ideas brillantes, sin embargo aquí de lo que se trata, no es solo de tenerlas, sino también de presentar una solución plástica correcta, necesaria y sensible. Es indiscutible que debe haber algo que decir, pero también es innegable la importancia del cómo decirlo. El concepto podríamos decir entre otras cosas, es el objeto aprehendido. La estructura estética que le demos, algo anterior a la reflexión en el momento de su recepción, la magia. Este es el hechizo o el encantamiento que busco en mis trabajos. Un choque intempestivo anterior a cualquier conocimiento. Un modo de ser al que no se aplica ni la forma de la conciencia, ni los prejuicios previos. Me encanta que mis obras puedan ser apreciadas por su impacto visual antes que por su carga temática. Una obra que no provoque la imaginación y exceda los términos cognitivos es simplemente una obra inteligente, sin matices o incertidumbres, sin paradojas, sin misterios o penumbras. El oficio debe operar en volver el concepto poesía, poesía visual en este caso. F.T.: ¿Y a la pintura, o más bien al oficio de pintor? E.M.: La pintura es el oficio de la sugerencia, de la sutileza y de la distancia. F.T.: ¿Cuál es su relación, como creador, con el dibujo? E.M.: La experiencia del dibujo me permite producir territorios o aproximaciones capaces de establecer la estructura en mi trabajo. Lo relaciono generalmente con la invención, el hilo entre lo conceptual y el oficio sensible. En el dibujo encuentro la forma de la idea. Trazar, re-trazar, agregar, sustraer. Un dibujo puede aparecer como un boceto en la libreta, un collage de imágenes archivadas o la imagen previa diseñada en Photoshop, al final lo importante es señalar siempre el contrapunteo entre la intuición y la intención, eso que me permite ver en mis propios pensamientos. F.T.: Sus trabajos tienen un colorido sui generis, ¿Qué significado le da al color en el contexto de su obra? E.M.: La reducción cromática a grises en la paleta de muchos artistas se relaciona a menudo con periodos o estilos asociados a la vejez o a la muerte. Mi interés siempre ha sido señalar una naturaleza extinta o por lo menos agónica de colores gastados y opacos sumidos en la pátina de una toxicidad urbana que los tizna y ensombrece o que los somete a la profundidad de una noche simbólica que a su vez los entenebrece. Me interesa mucho que los colores se diluyan y oscurezcan rescatando el concepto de sugerencia y claroscuro. Recientemente he venido involucrando el uso de laminillas de oro que me acercan a los significados de realeza, pureza y pasado brillante. Sin embargo aquí también la luz pura,

en su naturaleza, se ven intoxicada por la bella brutalidad del papel carbón que la inunda con su tizne y la trastorna. Lo puro y fino se ve invadido o ensuciado, diría yo que mestizado, por lo ordinario y vulgar. En este punto, me encanta pensar que lo “real” tiene como destino permanecer de un modo particular para ser gastado y ser paulatinamente consumido. Supone considerar que cuando algo es real tiene como destino ser resquebrajado y agotado, ésta es la historia del uso. Generar una verdadera costra o pátina semejante a lo que recubre a todo objeto antiguo y lo hace efímero. Es lo que podríamos llamar: la sólida levedad del uso. Los años dorados, el dorado, lo real, la realeza, el poder, son conceptos que nos producen nostalgia precisamente por no poder alcanzar nunca su permanencia. Su melancolía existe para nosotros simplemente por encontrarse en un gran sentido bajo la pátina de nuestra propia realidad, son nuestras propias riquezas perdidas, nuestros verdaderos objetos perdidos. F.T.: ¿Y el negro, que abunda en sus trabajos recientes y que, además, es algo así como un negro absoluto muy poco común en los ámbitos pictóricos? E.M.: Toda sugerencia exige una oscuridad especial, una penumbra que la rodee, un misterio difícil de explicar, la sugerencia nunca puede ser explicada con claridad. El negro me ayuda a centrar la atención en la naturaleza melancólica y nostálgica que se halla en el centro mismo de la imagen pictórica además de acentuar las capacidades matéricas de la obra. Es por ésto que el papel carbón se ha convertido en un aliado perfecto, pues no sólo su color, su fragilidad y materia me recuerdan los valores plásticos de misterio y penumbra propios de la pintura barroca-tenebrista, sino que las propias connotaciones y grados determinados de historia que supone este material, me permiten acentuar los valores de mundos intermedios, suburbanos y tóxicos. Es el acontecimiento mismo del oscurecimiento, una llegada de la noche, una invasión de la sombra. La pintura nunca debe pertenecer al orden de la revelación. F.T.: Algunos de sus trabajos tienen un sentido cómo de collages ¿se trata de una resultante, de una casualidad o de una intención? E.M.: Me interesa ser consecuente con los elementos que articulan la obra, la creación de un mundo propio existente por sí mismo. Cuando empiezo a trabajar en papel carbón la resultante es un modo particular de hacerse la cosa, muy parecida a la imagen fotográfica, un efecto collage subyacente al discurso de la memoria. F.T.: ¿La creación pictórica es para usted un hecho aislado o,

por el contrario, el fruto de una evolución y de un aprendizaje que surge de un devenir? E.M.: El origen de la obra de arte es el origen de nuestra conciencia en el mundo, de nuestro ser en él. No debemos confundirnos en el encanto tramposo y triste con el que la moda nos vende la idea de pintura. Eso es simple decoración. La necesidad o la urgencia del surgir de una imagen que llamamos pictórica, más allá de la ilusión estética del simulacro, debe reconocerse como el ente necesario para que el mundo nos suceda y se nos aparezca; ésto quiere decir también, un esfuerzo por entender el oficio desde su historia y desde su posición poética. Si la pintura no posee los alcances sensibles se vuelve solo un proceso inteligente, es decir aburrido. Al contrario, si únicamente se convierte en oficio, sin comprender el mundo en el que ella existe, su época y su espacio, se torna un ente autista. No sólo por pintar significa que estamos haciendo pintura. F.T.: Si fuera preciso buscar las relaciones suyas con momentos en la historia del arte y, por supuesto con pintores, ¿cuáles y quienes, tendrían un peso específico en el desarrollo de su obra tanto desde el ángulo formal como en relación con los contenidos y las propuestas? E.M.: En mis pinturas se juntan conceptos opuestos como minimalismo, pintura barroca, materialismo o hiperrealismo. Considero como influencias inmediatas a Robert Rauschenberg, quien es un artista intensamente moderno pero con una mirada conservadora y clásica. Su pintura accede a lo sensible y accidental sin perder por ello su poder conceptual. Su espacio pictórico, fundamentalmente un espacio de información, es también una carga sensible. Está también Ad Reinhardt, quien tendría gran influencia en el arte minimal y en el conceptual. Sus pinturas negras nos ofrecen una percepción del escenario pictórico particular, como un asunto de “campo”. Y desde luego artistas universales que acentúan mis observaciones en el uso del color negro como son Francisco de Zurbarán y José de Rivera. Estos artistas que marcan de cierta manera la mirada barroca que se instaló en América Latina. El barroco es drama y contraste por antonomasia, herencia que aún persiste. Finalmente Diego Velázquez, no porque su influencia sea explícita en mi obra sino por su concepto de pintura. Para Velázquez la pintura es aire por encima de todo, ésto es atmósfera y tiempo. Yo pienso que en nuestra época el aire y el tiempo se han contaminado. F.T.: ¿Usted considera que, en el arte ya todo esté hecho o persigue la cada vez más esquiva originalidad como un valor adicional que enriquece el trabajo? E.M.: La originalidad no se busca, simplemente emerge.

Imágenes de archivo / Papel carbón / 116 x 168 cm /2009

Entrevista con Fernando Toledo

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Vista de la exposición en Galería Mundo / Marzo de 2010

Entre la evocación y la forma Por Fernando Toledo

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ecuerdo, memoria, remembranza y, en un corolario imposible de soslayar, añoranza son ideas ligadas entre sí que guardan una vinculación, siempre afectiva y por lo tanto llena de unos contenidos que pueden llegar a desgarrar, con lo que se mantiene, con lo que queda pero, a veces y por desgracia, con todo lo que se ha ido perdiendo en esa oscuridad a menudo insoldable del olvido. Los sustantivos citados son vocablos, de uso muy viejo en la lengua castellana, que, con seguridad, existen en la jerga de las gentes y en el imaginario, desde mucho antes de que fueran registrados por el Cantar de Mio Cid o Los Milagros de Nuestra Señora, de Gonzalo de Berceo, y que vienen del verbo latino memorare, cuyo significado es recordar algo a alguien. Esta última voz se desprende del sustantivo memor, que quiere decir el que recuerda. No deja de ser, entonces, muy significativo que la palabra memoria y sus derivados surjan de un nombre común y de un verbo que suponen la existencia de dos sujetos: el que recuerda y aquel a quien se le recuerda. Dicho de otra manera, resulta conmovedor que el significado de memoria guarde una estrecha dependencia con la estructura, y acaso con la textura, de un diálogo. De una conversación consigo mismo en primer término y, en todo caso, con aquel a quien es preciso recordarle algo o aún con aquello que puede llegar a precipitar una catarata de recuerdos. Lo anterior, que en una lectura simple pudiera no tener relación alguna con la plástica, adquiere una relevancia particular cuando el espectador se sitúa frente a la obra de Eduard Mo-

reno quien, en su papel de artista, aviva la memoria a través un trabajo que, con esa textura que tienen los estímulos de toda evocación, establece las bases de una charla íntima y conmovedora; de una conversación con el alrededor, con las imágenes más recónditas de una identidad y con los ámbitos indefinidos de la reminiscencia y de la capacidad de repasar. La memoria suele acarrear un sentimiento parecido a la nostalgia y, el arte, a través de los tiempos, ha tenido la función de incitar el recuerdo, de embellecerlo y, en consecuencia, de permitir que el ser humano vuelva a vivir lo ocurrido y lo adorne con esa amplia gama de tonalidades que tiene el regocijo matizado con una cierta melancolía o, incluso, ese claro oscuro de la tibia morriña que, como decía el poeta de Moguer Juan Ramón Jiménez, “es lo más hermoso que hay porque no cabe el miedo a perderla”. Evocar lo ocurrido, lo que se ha ido evaporando y muy a menudo lo olvidado, como propone Moreno, equivale entonces a entablar una plática, de una enorme fuerza creativa por el contenido que tiene de añoranzas, con un universo de objetos, de vivencias, de sugerencias y ante todo de impresiones. El detonante de esa tertulia, que surge casi al instante cuando el espectador se planta frente a un trabajo que permite numerosas lecturas, es la intención artística de perpetuar, de volver a traer al presente, lo que hizo parte de la cotidianeidad o los fantasmas de lo sucedido mediante un sin número de insinuaciones, de pinceladas y sobre todo de metáforas.

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Sin contar con ese torrente de emociones que pueden desprenderse del propósito y de la intención del artista, y que se concretan en la posibilidad ya explorada de establecer un coloquio duradero, tal vez el testimonio más valioso que da el trabajo de Moreno, es la inobjetable presencia de una estética intemporal, de una impecable tarea de pintor que, lejos de cualquier suspicacia, se aferra a la refrescante audacia de respetar por encima de banalidades y consideraciones efímeras el oficio. Utilizo con toda intención la palabra refrescante porque, aunque parezca una paradoja, los ardides y las triquiñuelas conceptualistas, que pretenden una originalidad a toda costa, han empezado, por un abuso a veces sin sentido, a asfixiar un panorama plástico. Qué duda cabe que desde las cuevas de Altamira el gran arte, sin dejar de serlo, siempre ha sido conceptual. Lo fueron los trabajos de los grandes artistas barrocos del XVII como Caravaggio, Velázquez o Zurbarán, cuyo rastro cabe vislumbrar por momentos en la obra que nos ocupa, y los altares que realizaron aquellos artífices indoamericanos que, en un gesto de un profundo conceptualismo, dejaron en forma de piñas de monte o de tomates los rastros de la identidad en esas iglesias misioneras que, por una obvia asociación entre los dorados, también se relacionan con la obra de Moreno. Cuando el artista me dio su dirección de internet me llamó la atención que la primera palabra fuera “todavíapintor”. Al ver la obra entendí la razón: la pintura, sin ambages y sin concesiones facilistas, por encima de cualquier otro miramiento, es la espina dorsal de un trabajo

que no pierde ni la expresividad ni la riqueza de un contenido por el hecho de estar impecablemente realizado. En los lienzos hay dibujo y hay oficio de artista; hay color y oscuridad que le sirven de estímulo a esa sucesión de recuerdos que constituye la médula de la idea, pero sobre todo hay un enorme sumisión a la pintura como tal, sin dejar de lado, por ello, la miga de una contemporaneidad flagrante y la riqueza de un concepto, acaso mucho más concluyente y preciso que tantos rebuscamientos sin mayor sentido que atosigan las paredes de las galerías y de las salas de exhibición. La presencia casi intimidante de algo, tan en apariencia banal, como es el papel carbón en los trabajos de Eduard Moreno no es de ninguna manera un juego de artificio en aras de obtener el negro absoluto. Esa búsqueda inclemente de un medio que le permite otorgarle a los lienzos una atmósfera peculiar, que va mucho más allá de la simple intención efectista, al principio me generó una suerte de rechazo, o tal vez un asomo de temor por la evidente amenaza que sugieren las tinieblas apabullantes de las cuales parecen brotar los objetos que han sido olvidados durante mucho tiempo y que por ello tienen una textura espectral. Luego, a medida que me acercaba a cada uno de los trabajos y que me dejaba envolver por los diversos planteamientos, comencé a notar que se vislumbraban en medio de la negrura unos tenues destellos de claridad, de oro conseguido con laminilla como en los viejos altares misioneros, y con ellos las frases, las palabras y unos textos que, acaso al desgaire, intenté

5/5 Hegel y Humboldt / Hojilla de oro y papel carbón lavado con trementina / 100 x 480 cms / 2010


De la serie, Limpieza oficial. 1, 2, 3 y 4 / Hojilla de oro y papel carbón lavado con trementina / 60 x 50 cm / 2010

el sencillo papel copia que solía desecharse después de servir para replicar un texto, se convierte en cada obra en un poderoso instrumento al servicio de la retentiva o de la alusión. Entre la técnica, el oficio y el propósito se fabrica la alegoría de la angustia que tiene cada ser humano por traer de nuevo a la cabeza y, a la vez, de la zozobra que produce la posibilidad de volver a refundir lo que se ha logrado rescatar. Del galimatías de las palabras medio borradas por el tiempo y por la negrura, que sin falta rehúyen la posibilidad de enhebrar una idea, van surgiendo las figuras, bañadas de ocre y de nostalgia que completan ese panorama de

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añoranzas y que establecen, junto con las hojas de papel que sirvieron para copiar y que alguna vez a su turno fueron arrojadas al olvido, el escenario de los recuerdos. Muchas de las imágenes que se definen como los sujetos de la obra, se relacionan con el fondo y conjuntamente con él completan el concepto. Otras se resuelven en los ámbitos de un lirismo que intimida porque establece un contrapunto entre lo trágico y el color. Todas implantan al unísono un contenido tácito que es evocador, a veces poético y a veces brutal, y a través del cual Eduard Moreno explica, sin equívocos, sin cortapisas, cuál es la auténtica razón de ser del arte.

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Abundancia de escasez No. 3 / Laminilla de oro y papel carbón / 70 x 150 cm / 2009

juzgados, o de los ministerios, o de los ámbitos del poder en esas sábanas cuyo aspecto sugería la lobreguez de aquellos crespones negros que simbolizaban el final de la vida. Las palabras, las frases entrecortadas, las ideas, las sentencias que yacen registradas en esas hojas llenas de luto, o de esperanza por el contraste, sugieren de entrada un contenido y permiten ir descubriendo, más allá de la insinuación, un planteamiento pictórico de enorme profundidad. No se trata de ninguna manera de descifrar documentos sino de sentir la atronadora presencia de las palabras que hacen posible el recuerdo. El papel carbón, Si tuvieramos alas No. 1 y No. 2 / Hojilla de oro y papel carbón lavado con trementina / 150 x 150 cm c/u / 2010

dilucidar. A los pocos instantes fue surgiendo de esa cerrazón, que al principio parecía inquebrantable, algo así como una atracción inevitable. Era preciso seguir el juego que me planteaba una técnica pictórica, que evocaba a su manera el “papier collé” de los maestros del siglo XX, y comenzar por dejarme envolver por el sentido metafórico que planteaba el uso de un medio, a todas luces caduco, que ayudó a conservar el recuerdo mucho antes de la aparición de los sistemas electrónicos. No tardó en surgir la tentación de ir extrayendo, despacio, lo que llevaban consigo las impresiones que habían dejado los viejos teclados de las máquinas de escribir de los

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Estado melancólico / Oleo sobre papel carbón / 150 x 180 cm / 2010

“Porque todo cuadro, convenzámonos de una vez, viene de alguna parte. Lo importante es no saberlo en el primer choque; debe haber una resistencia, un secreto inicial difícil de descifrar. Eso es lo que hace a un cuadro. Digamos una frase trillada y cierta: La pintura se debe parecer sólo a la pintura”. 5/8

Fernando Botero.


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