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El duelo por Luis Miguel López Díaz

Luis Miguel López Díaz.

Puntual estaba a mi cita como cada madrugada, en ocasiones variaba por quince minutos, pero eran insignificantes, eran las tres y media de la madrugada, para cubrir la distancia entre mi habitación y el recinto hacia donde dirigía mis sonámbulos pasos, comencé con mis oraciones más improvisadas encomendadas a San Rafael de las Campechanas, nuestro santo patrono; mi súplica era no encontrarme con ese ser despreciable, capaz de provocar las más diversas reacciones de asco, rechazo y odio.

Se paseaba horondo de un lado a otro en el exterior de la tina de baño, al principio no se percató de mi presencia o descaradamente me ignoró, me sentí incómodo con su aparición y más sabedor de sus alcances, así que no terminé de orinar, desde ese momento mi pensamiento solo fue uno: matar a ese asqueroso intruso. Como pude y sin perderlo de vista, me puse frente a él, como si me leyera el pensamiento, mi enemigo interrumpió su paseo por la fría superficie de cerámica que conseguimos en un remate de pisos a las afueras de la ciudad, se puso frente a mí a una distancia menor a los dos metros, sentí su mirada con esos pequeños ojos negros en su totalidad, fijamente sobre mi salpicada humanidad, ni sus largas antenas le impedían visualizarme a la perfección. Pareceríamos dos vaqueros dispuestos a un duelo a muerte en el lejano oeste, cada uno velando sus armas, cada uno sin mover una sola fibra de su cuerpo, cada uno pendiente del más mínimo movimiento de su oponente para ser el primero en atacar.

Y ahí seguíamos quietos, muy quietos, viéndonos atentamente con una ansiedad por atacar y no ser atacados. Los segundos seguían corriendo, por el silencio de la noche se escuchaba perfectamente el tic tac tic tac que marcaba el reloj de la sala, parecían horas eternas. Los dos sabíamos que de esa habitación solamente uno saldría vivo.No supe si fue mi rival o fui yo quien atacó primero, lo cierto es que en un momento dado me vi lanzando mi mejor pisotón con el pie derecho, para mí hubiera sido suficiente aturdirlo y rematarlo con el pie izquierdo mientras estaba fuera de sí, tal fue el ímpetu y fuerza, que mi embestida la fallé por mucha distancia, lo que provocó que hiciera involuntariamente un paso de danza: un Split. Ahí quedé sobre el frío piso de oferta con las piernas alineadas una con la otra, extendidas en direcciones opuestas formando entre ellas un ángulo de 180º.

Con muchas dificultades logré acostarme boca arriba, me di cuenta que tenía un severo desgarre en la ingle pues el dolor era intenso; en esa posición me quedé por un largo tiempo mientras mi oponente pasaba corriendo rápidamente encima de mí.

¡Asco de contacto! Sentí su duro y crujiente exoesqueleto recorriendo mi adolorida humanidad, se detuvo unos instantes sobre mi abultado estómago, segundos que aproveché para asestarle un furioso golpe con mi enardecido puño derecho, fallé y el golpe fue directo a la boca de mi estómago, lo que me provocó un sofocamiento inmediato pues me quedé sin aire. Mi enemigo seguía pavoneándose sobre mi adolorido estómago por lo que sin pensar en las consecuencias lancé un segundo golpe para tratar de dañarlo y ahora el crujir de dos costillas me anunciaban que las había fracturado.

En esas condiciones estaba cuando mi contrincante aprovechó para hacer otro furioso ataque, no supe de dónde salió, probablemente de mi espalda y lentamente recorrió mi cuello hasta llegar a mi cara, la recorrió con sus sucias patas, una vez, dos veces, las patas llenas de protuberancias corrían rápidamente sobre mi rostro; al dar su tercer rondín, se posó cínicamente sobre mi tupido bigote por debajo de mi nariz. Al estar jadeando para hacer llegar más aire a mis pulmones y recobrarme del sofocamiento abdominal, llegó hasta mí un olor fétido, como el más sucio y pestilente excremento vertido en las coladeras anegadas de las ciudades, el olor era insoportable, no sabía a ciencia cierta si esas diminutas patas me habían impregnado toda la cara de esa suciedad tan manifiesta o el muy descarado estaba defecando junto en mi bigote.

No terminé de completar mis pensamientos cuando de pronto una oleada de náuseas se apoderó de mí y aún podía ver a mi enemigo sobre mi bigote, y claro, después de las náuseas viene el vómito; lo arrojé en forma de proyectil, lo que me provocó que sacudiera de manera furiosa la cabeza golpeándola fuertemente contra el piso de cerámica.

Desperté del desmayo ocasionado por el golpe, no sabía si habían pasado segundos, minutos o habían transcurrido horas, aún estaba muy oscuro, por debajo de mi cabeza sentía un ligero y tibio líquido espeso, era sangre, era un abundante charco de sangre, pues así acostado boca arriba ya llegaba por debajo de mis hombros, de reojo, a pesar de lo tenue de la luz, pude identificar el rojo intenso característico del tejido hemático. “Qué suerte la mía”, pensé para mis adentros, me levanté a orinar en la madrugada y ahora estaba tendido en el piso del baño, golpeado, con una considerable abierta en la cabeza que me estaba provocando una severa hemorragia, tenía dos costillas fracturadas, un importante desgarre, el rostro lleno de materia fecal de ese sucio ser, estaba salpicado de orina, empapado de un amarillento vómito que había alcanzado a mi rival, el cual estaba cubierto en su totalidad, esto fue un triunfo pasajero para mí, pues en semejantes condiciones no podía utilizar sus temidas alas, el contenido gástrico estaba esparcido por toda la habitación, aún contenía restos alimenticios no digeridos de la cena anterior, los cuales, mi contrincante estaba ingiriendo con sumo gusto. “Al menos compartimos algo, infeliz”, le dije.

En condiciones tan deplorables no gritaría por ayuda, además, dudé que mi esposa me escuchara, pues las pastillas para dormir que toma cada noche cumplen fielmente su encomienda, la ponían a dormir como oso invernando. Mi otra opción era mi pequeña hija de ocho años, opción que deseché al instante por la impresión que le provocaría ver a su padre en esas condiciones. Además, era cuestión de dignidad personal terminar yo solo con ese intruso, era una guerra entre él y yo únicamente, no era muy honorable pedir refuerzos en una pelea de esta índole.

Me concentré, reuní el resto de mis fuerzas, poco a poco fui incorporándome, un último esfuerzo y estaría totalmente de pie, en esta postura la balanza se inclinaría a mi favor. Para conseguirlo me sujeté fuertemente de la barra de toallas de mano, pero no contaba con la debilidad de mis piernas debido al desgarre, se tambalearon y finalmente se vencieron, el peso de mi cuerpo no lo soportó el toallero, el cual se venció y me hizo caer de bruces contra el inodoro, perdí todos los dientes frontales, unos me los tragué y otros los alcancé a escupir, la sangre fluía a borbotones de mi boca, esto me produjo un enojo jamás experimentado; con un esfuerzo sobrehumano logré ponerme de pie, cuando lo conseguí, justo frente a mí por encima del botiquín donde se guardaba el cloro, el aromatizante, el jabón y otros enseres propios de un baño de familia, alcancé a divisar un recipiente de metal, era insecticida en aerosol de uso doméstico, sentí una felicidad inmensa pues esto bastaría para acabar con mi oponente. Esto debieron experimentar los gladiadores romanos cuando al sentirse vencidos se les proporcionaba un arma extra para emparejar el duelo. Cerré la ventana que daba al exterior, me quité el pantalón de la pijama que ya apestaba a orina seca, lo enrollé y lo coloqué en el hueco que queda entre la puerta y el piso, así mi enemigo no escaparía por ahí.

Con un aire de superioridad tomé el recipiente de insecticida, “¡qué alegría, está totalmente lleno!”, y comencé a esparcir el insecticida por toda la habitación, no hubo metro cuadrado que no fuera cubierto; pronto el baño se llenó de una tenue neblina de insecticida, mi enemigo seguía ahí conmigo, lo podía sentir, así que solo era cuestión de esperar.

Me senté en el inodoro con la tapa puesta a esperar cómo mi rival se retorcía de dolor debido a esa nube de veneno; lentamente pasaban los minutos, mi contrincante no daba señales de vida, eso fue un triunfo anticipado para mí. La neblina toxica se seguía concentrando y cumpliendo su cometido. Me estaba dando un profundo sueño, tal vez por la hora, tal vez por lo mallugado de mi cuerpo, tal vez por la pérdida importante de sangre, tal vez por todos estos factores, me fue venciendo la pesadez de ese sueño reparador y reconfortante, ese sueño que solo se disfruta con la satisfacción del deber cumplido, ya no eran cabeceos únicamente, me fui venciendo poco a poco hacia mi lado derecho, cayendo sobre mi costado, ese golpe no me dolió a pesar que ese lado era el de las costillas fracturadas, era reconfortante estar en esa posición, poco a poco fui adoptando la posición fetal para entregarme a los placeres del sueño, quedando mi cabeza muy cerca de la puerta del baño, podía aspirar el aroma característico a orina seca sobre mi pantalón de la pijama, el olor a sangre fresca y seca, el olor a vómito, el olor al más sucio de los excrementos, todo mezclado por el fuerte y característico aroma del insecticida.

“¡Pero quería ver a mi enemigo morir!”, así que como distracción comencé a leer las indicaciones e instrucciones del insecticida en aerosol, tenía la lata vacía en mi mano izquierda, no la quería soltar, la mantenía fuertemente apretada como si de un trofeo de guerra se tratara. Por lo tenue de la luz y mi cansada vista solo pude mal enfocar una línea que sobresaltaba del resto del texto, decía: “Utilice este producto, con suficiente ventilación” , al terminar de leer comprendí mi situación, mis ojos se querían salir de sus orbitas por la impresión, rápidamente y con las pocas fuerzas que me quedaban, traté de quitar mi sucio pantalón para que entrara un poco de aire, no lo conseguí en su totalidad, alcancé a ver a mi asqueroso enemigo deslizarse hábilmente por el espacio que liberé.

—¡Noooooooo! —. No supe si mi grito salió de la garganta o solamente se quedó en mi confundida y envenenada mente.

Al inicio de las actividades matutinas, en mi pequeño departamento, todo parecía transcurrir con normalidad, antes de cerrar los ojos por última vez y perder mis cinco sentidos en su totalidad, alcancé a escuchar de forma muy lejana a mi pequeña hija que comenzó a llorar y gritó desesperadamente.

—¡Mamá, ven rápido, hay una cucaracha en la cocina!

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