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La unción por Ángel Fuentes Balam
from Nudo Gordiano #31
Ángel Fuentes Balam
Los mira. Bestias dispares fornicando. Gritan. El sexo virgen se ha levantado. Y él lo siente y se acaricia. Algo sabe: en la profundidad del espejo de su carne, la lujuria navega. Su hermana gime y el hombre que la penetra, brama. El sudor apesta el cuarto, vuelve el aire una densa cortina de calor. Él los observa: son lo único que existe. Sus padres habían salido para intentar resucitar el romance perdido. Cristóbal escuchó risas y golpeteos en la sala. Reconoció las voces: su hermana, el novio de su hermana. Llegaban de cenar, borrachos e inflamados por la segunda hambre. Creyeron encerrarse en la habitación, pero la puerta no volvió al umbral.
Confiados, se entregaron a una pugna de besos, pellizcos, rasguños y alientos. Se arrancaron la ropa con torpeza, ofrecieron para el otro una grosera desnudez con la brutalidad de un delito. Los diez años de Cristóbal impulsaron su curiosidad. Se acercó al cuarto, y por el resquicio miró dos cuerpos en sicalíptica danza: su hermana abría las piernas, regalaba un rostro desencajado de placer; el hombre empujaba la cadera hacia ella, trémulo. Cristóbal dejó de ser niño cuando desde su íntimo centro sintió una alarma. Su miembro viril despertaba, llenándolo tanto de vergüenza como de insoportables preguntas. Miró cuanto quiso, enhiesto en un silencio tenso, solo roto por los ladridos desafinados de la pareja, ajena a que un ojo atestiguaba su encuentro.
El niño, absorto en el acto, sintió que perdía algo de sí mismo. Su hermana comenzaba a chorrear —incontrolable— un líquido transparente y salado, cuando contrajo los músculos con frenesí, dirigiendo su mirada a la puerta. Descubrió a su hermano, con el pene de fuera, sin tocarlo, embelesado con la imagen que ante él se revelaba.
Como Eva, luego de probar el fruto de la ciencia, cubrió de súbito la agitada piel con las sábanas.
El novio retrocedió, sorprendido al mirar a aquel niño frente a ellos.
—¿Qué haces aquí? ¡Lárgate! —gritó su hermana.
Cristóbal no se movió. El hombre comenzó a vestirse. La mujer, aferrando la tela húmeda sobre sus pechos, presa de ira, vociferó:
—¡Que te vayas, cabrón!
Pero Cristóbal no respondió.
—¿Qué le pasa? —murmuró el hombre.
—¿No me oíste? —reclamó ella—. ¡Vete! El niño siguió mirándolos.
Algo siniestro, en la raíz de sus ojos comenzó a turbarlos, a llenarlos de un miedo incomprensible que desplazaba a la repulsión de haber sido descubiertos. El niño no se movía. Seguía clavando sus ojos como alfileres en un muñeco de trapo, alternando la mirada entre el hombre y la mujer.
La pareja estaba paralizada; por unos instantes, un grueso silencio cubrió los tres cuerpos. Ella temblaba de vergüenza. El hombre, confundido, no daba un paso. El niño los había marcado; había descubierto su más abyecta intimidad; eso no podía cambiarse. Él había dado fe de sus cuerpos desnudos, retorcidos, vulnerables. —¡Vete, por favor! —rogó la mujer.
Cristóbal no obedeció. Y al ver los ojos de su hermana suplicante, una efervescencia ignota brotó de su vientre hasta que eyaculó por primera vez. La pareja lo observó, indignada, aterrada, sucia, ahíta de fatalidad… Cristóbal no movió ni una parte de su cuerpo; su sexo fue disminuyendo en tensión, poco a poco. En el piso el semen derramado se oscurecía por el polvo.
—¡Qué asco! ¡Lárgate! —volvió a gritar su hermana al borde del llanto.
Sin embargo, el niño no sólo no se fue, sino que comenzó a torcer la boca para construir una sardónica sonrisa. Los observaba y reía, como si hubiese entendido al fin una broma macabra; festivo, como el artista que cierra la obra maestra. Él mostraba los dientes, y no dejaba de mirarlos.
Ni el hombre ni la mujer podían soportar esa risa burlona, condescendiente, igual a la que tiene un padre autoritario con su hijo menos talentoso; una risa que los despreciaba, situándolos al nivel de meras alimañas.
Luego, la risa derivó en una carcajada que taladraba sus cráneos, intoxicándolos con un nauseabundo sabor en la boca. —¡Cállate ya, mierda! —gruñó el hombre.
Los ojos de Cristóbal se abrían más y más, enterrándose en los frágiles cuerpos de los amantes. La mujer lloraba, apretándose la cabeza, jalando con rabia sus cabellos. —¡Silencio! ¡Silencio! ¡Silencio!
De súbito, saltó de la cama, desnuda, para golpear el rostro de su hermano menor con la mano extendida. Aun así, el niño siguió riendo. La mujer se paralizó, y fue el hombre quien llegó hasta ellos, asestando un puñetazo en la cara de Cristóbal: el niño cayó al piso; de su nariz rota comenzaron a nacer riachuelos de sangre. Él continuaba riendo, aullando, manchando sus dientes con mocos rojos, mirando a Adán y a Eva, desesperados por perder su único refugio: un tosco paraíso construido por los besos en común. La mujer, inundada por una furia que antecedía la vida en la tierra, se lanzó al cuerpo del pequeño: golpeó, arañó y mancilló la carne. —¿Quién eres? —chillaba— ¿Quién eres?
Cristóbal recibía la violencia con cara de pura felicidad. Delirantes, los amantes de barro necesitaban callar esa risa dolorosa que los condenaba hacia una tierra desconocida en donde no podrían ser inocentes de nuevo.
Quebraron sus dientes, le arrancaron el cuero cabelludo, sacaron uno de sus ojos; pero incluso cuando el hombre usó toda su fuerza para desencajar la infantil mandíbula, el testigo siguió riendo. Ellos gemían, ya no poseídos por la vehemencia de inundarse, sino por la desesperación. Eran incapaces de comprender que la risa no se iría, que en cualquier lugar serían descubiertos por el niño, que siempre hay alguien observando.
Aun cuando Cristóbal era una bolsa de carne irreconocible y palpitante tendida sobre el piso de la habitación, ellos continuaban escuchando la gran carcajada, sintiendo cómo dos ojos terribles examinaban cada parte de su piel…
Al alba, todavía lloraban en torno al cadáver del observador. Pero a medida que el sol comenzaba a ascender, fueron sintiéndose liberados. No pudieron contener una sonrisa, manchada por las lágrimas y la sangre del que fue un niño: era como si a través de ese sacrificio todos sus pecados estuviesen perdonados.