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La vida después de las lágrimas por Jorge Armando Íbarra
from Nudo Gordiano #31
Jorge Armando Ibarra Ricalde
En una noche fría con cielo despejado, el viento corre salvaje por la acera. Viaja hambriento, arrancando el calor directamente de la piel de todo animal con el que tiene contacto, devorando sin remordimientos su salud y su tacto. Aúlla mientras cabalga victorioso e indetenible a lo largo de una ciudad que independientemente de la temperatura, se mantiene fría e inmóvil, como si su espíritu hubiera muerto hace tanto tiempo que las oficinas, monumentos e industrias lejos de formar un paisaje, no fueran más que ruinas, son los restos de un cadáver. Una idea tétrica, una imagen desalentadora, por lo que no es de extrañarse que, en una ciudad sin gente, desde el quinto piso de un departamento irrelevante, pero con privilegiada vista, una joven musa oscura con la cara helada por estar pegada al vidrio de la ventana llegue a una conclusión: la ciudad ha muerto.
Pese a la gravedad de aquella desalentadora revelación, la joven no varió su semblante. Sus manos continuaron relajadas sobre sus delgados muslos, ni aferrándose a ellos ni agradecidas de descansar sobre ellos, más bien permanecieron ahí, indiferentes a las tentaciones que otrora fueron languideciendo en silencio. Una historia desganada que se repite a lo largo de un exquisito cuerpo nacido para ser inmortalizado en piedra, donde el cabello lacio es oscurecido aún más de su tono natural por el capricho de la luz mortecina producida por la luna. La piel es porcelana, firme, blanca e inquietantemente brillante, su color es uniforme salvo por los labios que adornan una boca majestuosa, azulados por el frío son particularmente más apetecibles por la posición entreabierta que confunden su tranquilidad con el reposo de un muerto. La visión de una ninfa glaciar, perpetua y sin movimiento.
Una Venus de hielo, así es cómo se siente: inerte, inmóvil, incompleta, fría. Solo sus ojos miel mantienen algún fuego, pero este se contiene en la mirada gélida que tiene su rostro pues junto con los restos de su aliento, es todo el calor que le queda. Sin embargo, atrapado, pero no ahogado, al menos no aún, su espíritu artístico continúa vivo, ardiendo con fuerza, gritando, permitiéndole ver a través del vidrio el cadáver de la colosal ciudad, mas con ojo de artista le revela en el reflejo del mismo vidrio su último descubrimiento: una foto que no sería ella misma una gélida Eva que al contemplarla inevitablemente sedujera la imaginación. Se mantuvo unos momentos más en su mismo semblante, ignorando las quemaduras del hielo entre la ventana y su mejilla hasta que logró capturar la imagen en su mente. Justo después de que la grabó en su lánguido corazón, recolectó sus desvanecidas fuerzas para exhalar uno de los últimos trozos de su alma sobre la ventana. Al hacerlo, la magia de la condensación convirtió el aliento en una mancha que firmó con firmes trazos salidos de un diestro dedo.
Sonrió levemente al ver “Elisa” plasmado en la ventana. No era el nombre de su bautizo, pero era el nombre al que gustosa hubiera respondido si alguna vez alguien la hubiera llamado usándolo. Contempló la escena hasta que supo que su última obra estaba completa, de forma que finalmente era libre de abrir la ventana y saltar de una vez por todas. No es que fuera suicida. Es cierto, siempre fue solitaria, enigmática, quizá perturbadoramente siniestra, pero nunca odió su vida, es solo que para su buena o mala fortuna siempre disfrutó la melancolía que brotaba de ella, quizá demasiado, y ahora era precisamente esa melancolía la que le impedía saltar, porque, aunque todavía conservaba las ganas de sufrir el resultado de saltar por la ventana, sabía que, si la abría, la temperatura cambiaría y su signatura desaparecería. Morir era necesario, pero desaparecer no era una opción.
Con desilusión, se resignó a vivir un poco más. Airada cruzó lentamente el cuarto poniendo suma atención en fijar bien el pie antes de dar el siguiente paso. No era una manía arbitraria, debía ser cuidadosa, pues estaba muy débil por la inanición y se mareaba con facilidad. Una vez que alcanzó la mesa, lentamente se acomodó en una silla y aunque lo evitó, terminó mirando con melancolía un plato completamente seco, uno que limpió a lengüetazos cuando la comida se acabó, extrayéndole con desesperación cada partícula de alimento que le proveyó, pues después de él solo quedó el obligado ayuno de veinte días, y tras ellos, aunque en algún momento experimentó un hambre tan desquiciante que contempló comerse una desafortunada rata, éstas como todos los animales e insectos, se mantenían alejados de la última humana, por lo que buscando consuelo en la idea de que a estas alturas el consumir alimentos sería un agónico suicidio, el plato vacío le provocaba un recuerdo nostálgico que le alimentaba. Volvió a sonreír resignadamente cuando recordó todas las veces que, con abundantes manjares en la mesa, ella solo pellizcó el alimento, inapetente. Así era su mundo ahora, no había comida, hace meses que no la había desde que se cerraron los supermercados y luego cuando estos mismos fueron saqueados. Ya no le era fácil seguir el sendero de los hechos, ahora parecían más una historia curiosa que escuchó por casualidad, en vez de sufridos sucesos que la dejaron donde estaba.
Pese al hambre, aún recordaba con limitada claridad cuando acudía a la universidad, cuando sus padres se comunicaban a través de la casa con alaridos o se contentaban con ignorarse en silencio en la misma habitación. Los tiempos en que los amantes la acosaban en todo momento por esa singular belleza que tenía, los días de abundante comida, la era de los servicios caros y deficientes pero comprables estaban en el pasado, en el mismo lugar en que también yacían los eventos que iniciaron la tragedia, solo que esos son los que se desvanecieron de su memoria, quizá por el hambre, aunque en aras de la sinceridad, tenía que admitir que algo tuvo que ver la falta de interés que tenía por ellos en aquellos días. Ya no tiene caso recordar eso. Nunca lo tuvo. El pecho donde estaba su agotado corazón estaba por parir arte, y mientras, la efervescencia de la creación buscaba salida; sus ojos habían capturado los materiales para crear: unas pobres revistas en mal estado a causa de la humedad. Por reflejo, sus manos se deslizaron hacia las tijeras y con sus largos dedos atrapó el bote del pegamento que daría lo último de sí, pues ya no había más. Ya no habría más. Asimismo, el constante y creciente dolor de cabeza le aseguraba que tampoco quedaba mucho tiempo, así que relamiéndose sus alguna vez tan codiciados labios, con una vigorizante energía desconocida para los moribundos, comenzó a despedazar las revistas demostrando que la creación sería parida con enojo: ira.
Así continuó, olvidando complicaciones como el dolor y el tiempo, tratando de que sus manos capturaran lo que su corazón quería expresar, amplificando sus sentidos más allá de la tridimensionalidad para lograr decantar entre formas, líneas e ideas, el concepto que quería representar. Supo entonces que para poder captar lo que quería, tendría que recordar. La idea era aterradora, pero no le daba miedo, le daba tristeza, pero su condición no podría durar para siempre, pues la mente recorriendo el camino hacia la luz, la llevó a revivir el pasado. Confundida, supuso que, en alguna ocasión, cierto engalanado pretendiente estaba intentando con sus labios aterrizar un beso no deseado mas tampoco negado, cuando ella se distrajo escuchando en la radio que habría una marcha nacional, por alguna inconformidad que pasó desapercibida por el grueso de la comunidad a la que pertenecía. En la distracción finalmente le propinaron un beso, pero dejó menos huella en ella que los colores de un cartel que encontró ese mismo día, donde figuras vistosas marcaban imágenes potentes que clamaban algo sobre la guerra del crimen, la lucha social. Luego todo se volvió nebuloso, tal es el precio de no poder respirar.
A la velocidad de la creación no existe el tiempo, solo alientos; desde hace tiempo las pilas se agotaron tanto como las ganas de dar cuerda a los relojes, estos permanecen inmóviles recordando que la hora era eterna, pero igual el tiempo se escapaba, pues desde que al calendario se le perdieron las cuentas, bien podría ser lunes o jueves, un mes u otro, la diferencia entre ellos es un lujo para aquellos que solo les queda preguntarse si quedará un mañana. Alguna vez estuvo asegurado, hoy solo es una especulación. Un optimismo fatuo. Empero, pese al cansancio, pese al agotamiento, las manos se desplazaban grácilmente y el génesis seguía su curso, así que, en la zona de creación, los pensamientos nuevamente viajaron a un pasado donde la violencia comenzó, primero sin importancia, luego escarnecidamente, pero jamás con signos obvios que vaticinaran el horror por venir. En este pasado podía vívidamente rememorar a otro joven apuesto que se escabulló a su cuarto con intenciones de falso amor, pero real urgencia, y esos momentos en que ella ponderaba sobre lo preciado del evento o lo impertinente de la situación, pues, aunque limitadamente entendía que la situación política nacional había empeorado, cuando lo despidió por creerlo indigno para ser, aunque sea por accidente padre de sus ilusiones, no pudo prever que la oportunidad no se volvería a presentar. Desde aquel momento los días corrieron y pronto se dio la ocasión de que, en una charla por teléfono, con palabras sugerentes otro joven trataba de darse oportunidad, limitándose ella a rechazar con silencio hasta que sin aviso el teléfono quedó en perpetuo silencio. Por la noche, tanto el radio como la televisión narraban que todo el derecho hasta entonces dado por sentado, se truncó de golpe con el toque de queda impuesto, lo que lentamente transformó la música de la ciudad en una orquesta de disparos y detonaciones. En ese entonces, las noticias solo daban recomendaciones sobre cómo enfrentar la situación, sobre lo pronto que vendría la ayuda, sobre no caer en desesperación. Buenos consejos, buenas intenciones, ahogadas todas al ritmo del temblor. Si fue una coincidencia o un castigo divino, no queda a quien preguntarle. Pero en esa sencilla mañana que el suelo trepidó, las construcciones que significaron cinco años de trabajo, más de diez de recaudación, se derrumbaron sin oponer resistencia, entre gritos y horror.
El terror se desató, tanto la piedra como la carne por uno u otro motivo cedieron. Cuando su memoria llegó a aquel evento, con aplastante desesperación recordó los días en que se quedó medio huérfana, el mes siguiente en que se completó su orfandad y los días donde su edificio piso por piso, departamento por departamento se vació; vida a vida, la siguiente y una más.
Las memorias abundaban, y cada evento, aunque más fresco, no evitaba que aún pese a las limitaciones para medir el tiempo, un súbito calambre interior le recordara que la historia, su historia llegaba a su final. Pero primero, éxito. Las revistas dañadas habían dejado de existir, ahora solo eran imágenes recortadas por sus bordes, cuidadosamente puestas para formar con sus colores y sus formas, nuevas formas, nuevos conceptos. Se asustó un poco al creer que en cualquier momento su corazón simplemente cedería y no terminaría este capricho final, pero prefirió concentrarse en continuar pegando los trozos, removiendo con tijeras lo innecesario, agregando vida con el pegamento, coloreando con cuidado los espacios, dando vida con habilidad y amor a la creación. La visión se nublaba, el aire se hacía más difícil de respirar; mas compartiendo su aliento, lo que quedaba de ella se había convertido en uno con su anhelo de terminar, por lo que mientras su corazón daba las instrucciones finales a sus manos, su mente se permitió considerar cuál sería la forma apropiada para su final. Saltar le daba miedo, pero su verdadero pánico consistía en dejar la ventana abierta y permitir que la alegría con la que estaba adornando el final de su vida se destruyera por entregarla al viento devorador. Por otra parte, la opción de llenar la habitación de gas se había esfumado junto con la vida de su madre que optó aquella salida sin dolor. Morir de hambre se presentaba como lo más viable, pero lo más aterrador, ya que suponía que además de dolor, pasaría tiempo desde el momento en que no pudiera moverse más, y el momento en que no sería más gracias a la inanición.
Dos formas quedaban de la misma opción, las tijeras le brindaban la confianza, la familiaridad, pero no estaba segura de tener la fuerza o voluntad de abrirse las venas o perforarse la garganta. Experimentó una profunda decepción al recordar que ya no quedaba suficiente agua en las tuberías para simplemente cerrar los ojos y soñar en un mundo de vida que solo el agua puede dar. Este último pensamiento le dolió tanto o más que las últimas esforzadas palpitaciones de su quebrado corazón trabajando a marcha forzada en un acto de vida y compasión. A penas pudo colocar su última obra de forma que, en el amanecer, el sol le diera aún más color, cuando sin fuerzas su cuerpo colapsó, cayendo boca arriba sobre el piso que fue escenario de su primera y última exhibición. Le era muy difícil respirar y aunque le horrorizaba saber que ya no tenía la fuerza para reconsiderar la salida que las tijeras que se quedaron en la mesa le ofrecían, le contentó descubrir lo hermosa que se veía la obra final de su exigua existencia. Ahora solo quedaba esperar lentamente a que la vida se alejara de su exhausto cuerpo y con el olvido se fuera el dolor. Desde abajo, el efecto que tanto quiso lograr resultaba evidente, aún si la forma ideal de su partida hubiera sido admirar esta belleza por debajo del agua mientras la asfixia le provocaba un dulce sueño, se conformó con apreciar los trozos, las imágenes dispares de un collage que provocaba un singular efecto, pues había creado con su moribunda existencia al hombre de sus sueños, sus ojos eran el cielo, sus labios un puente fuerte, su cabello personas sonriendo.
No queriendo dejarlo solo, le creó una pareja, pese que amaba su propia imagen no quiso retratarse, solo quiso darle forma a la Elisa de sus sueños, y sabiendo que la feliz pareja no podría vivir feliz sin tener razones para enfrentar el futuro, como acto final, les regaló de cartón, hilo, color y pegamento, a la hija que hubiera querido concebir, producto de un amor que mintiera ser eterno.
Ahí estaba su familia, una a la que quería tanto como quiso a la de carne y hueso. Los miraba y no podía dejar de pensar en lo que harían con su recién adquirida vida, porque, aunque era muy posible que sus ojos ya no funcionaran como se suponía, estaba convencida que no se veían eternos, se veían finitos, no inmutables sino frágiles, no estériles sino alegres, con vida.
En esos momentos lúgubres, se dolió de su fin, pero no de su logro. Con resignación se preparó para experimentar el horror de la muerte paciente cuando sintió el agua por debajo de su inmóvil cuerpo. Esperó hasta que estuvo segura que había agua acariciando su piel, supo que esta crecía cuando los sonidos se ahogaron en sus hundidos oídos y la última imagen que el fuego habitante de sus ojos pudo darle, fue a su familia de cartón y pegamento llorando con ojos de tristeza, melancolía, pero, sobre todo: agradecimiento.
No es final, sino principio, pues la vida para la carne o el cartón será siempre sufrimiento.