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ME, MYSELFIE AND I por Aldo Rosales Velázquez

por Aldo Rosales Velázquez.

Me, myself and I That’s all I got in the end That’s what I found out Me, myself and I, Beyonce

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El 29 de abril de 1961, en la base militar rusa de Novolazarevskaya, el Doctor Leonid Rogozov, parte de una expedición rusa en la Antártida, comenzó a sentir malestares que identificó síntomas como apendicitis. Él era el único médico en el lugar y, debido a las condiciones climáticas, era imposible que lo trasladaran o, en su defecto, que algún otro doctor acudiera a socorrerlo. Estaba solo, pero no en una soledad de no tener personas alrededor, sino en esa soledad que brinda el que sólo uno mismo es capaz de realizar cierta tarea. La solución, quizá nunca antes realizada, era obvia: él mismo tendría que hacer la operación. Luego de asignar tareas a un par de hombres que se ofrecieron a ayudar, se aplicó anestesia local en el área del abdomen y, ayudado de un espejo, entre otros utensilios, llevó a cabo la primera auto-apendicectomía registrada del mundo. En una fotografía del evento (tomada, esta sí, por alguien más) se le puede ver abriendo su propio abdomen. ¿Selfiependicectomía? Puede ser. Dejemos que la ciencia se encargue de las no- menclaturas. La operación, por cierto, fue un éxito.

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Antes de la invención de la cámara fotográfica, si uno quería inmortalizar su imagen, debía acudir a alguien más, un pintor o dibujante, por ejemplo. Un experto. Lo anterior, claro, si se contaba con los medios para solventar dicho encargo. Afortunado el artista que sabía manejar la imagen: como Rogozov, era dueño de su destino y podía salvarse de la muerte, aunque en un sentido mucho menos literal que el médico ruso. Sin embargo, algo de la visión del artista quedaba ahí, en la obra, y uno no podía (re)conocerse a cabalidad; algo faltaba, o sobraba; estábamos a su merced. Cuando se trata de imagen, el espejo es de los pocos que nos hablan con la verdad (esa que no peca, pero incomoda), mas sus palabras no permanecen; calla en cuanto le damos la espalda y, además, dice algo distinto según quien lo escuche. Yo guardo al espejo, el espejo no me guarda, dice Ferreira Gullar.

Después, con la invención de la fotografía, (cerca de 1830, si contamos estadios previos como el daguerrotipo) se presentó la posibilidad de congelar casi cualquier imagen, con mayor precisión (que no belleza) que la ofrecida por la pintura, pero debía acudirse con alguien que poseyera el aparato adecuado, y éstos no eran abundantes.

Además, solían encontrarse en espacios cerrados; lo que iba a ser retratado viajaba hacia la cámara: como una presa que va hacia el arma. Seguíamos a merced de un tercero, y un poco de su visión. Al paso de los años, la fotografía se ha democratizado: ya no es indispensable acudir a un estudio fotográfico para obtener un retrato. Con la llegada de las cámaras portátiles (cerca de 1890, cuando George Eastman patenta, en Londres, la primera cámara manual de rollo fotosensible), además, la cámara fotográfica salió del hábitat donde permaneció tantos años, el interior. Si el modelo no va a la cámara, la cámara va al modelo. Hubo más fotografías de exteriores, llegaron los albores del adueñamiento de la imagen propia.

Esta forma de hacer foto, variantes más, variantes menos, permanecería como la más popular hasta hace relativamente pocos años. Los nacidos en los setenta y ochenta, quizá tengamos presentes en nuestras memorias de la infancia (esas fotografías sin cuerpo) aquellos aparatos que funcionaban con un rollo de película fotosensible e, infortunadamente, finito y no del todo costeable para algunos; por ello, las tomas eran limitadas; había que escoger bien qué se iba a capturar, y por lo general era aquello no cotidiano: las vacaciones, por ejemplo, testimonio de nuestro paso por lugares a donde quizá no volveríamos en mucho tiempo. El operador de la cámara fotográfica (en general un adulto, generalmente el adulto que pagaba los rollos de película), como el cazador, contaba con munición limitada; además, estaba el costo extra del revelado. Por lo tanto, no iba a permitir que se tomaran fotos de algo tan diario como el rostro, o no sin su consentimiento. O no tantas como hubiéramos querido. Poco después, llegaron opciones como la Polaroid, máquina de escribir de la imagen, donde se crea e imprime al mismo tiempo. La fascinación era mayor (recuerdo un video donde un niño, nacido en el 2010, mira a un hombre escribir a máquina. “Mira, papá, esa computadora tiene integrada la impresora”, exclama sorprendido. Es la fascinación que ciertos mecanismos anticuados despiertan en las generaciones análogas, asegura Sandro Cohen), pero también el costo.

Con la posterior llegada de las cámaras digitales, que funcionan con unidades de memoria de mayor capacidad de almacenamiento y, sobre todo, sin el costo del revelado, el panorama se abrió: con ellas se podía experimentar a placer, capturar lo que fuera, incluso lo diario, lo cotidiano.

Se comenzaron a tomar mayores cantidades de fotografías, y fue entonces, quizá, que empezamos a capturar no solo lo extraordinario, sino lo diario e inmanente a nosotros: nosotros mismos. Nos convertimos en turistas de nuestro propio yo. Ahora sí, no más fotografías a voluntad del dueño de la cámara, donde apareciéramos en una pose poco convincente, con los ojos rojos o el rostro desencajado. No más dependencia del ojo de un tercero para capturarnos, para explorarnos a través de la imagen. Si quiero que algo se haga como se debe hacer (desde extraer un apéndice hasta lograr la foto ideal), debo hacerlo yo mismo. I have to do it myself. (Re)apropiarse de la imagen es otra emancipación.

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En la época de la preparatoria, una maestra nos encargó asistir al museo Dolores Olmedo. Como los jóvenes se le antojaban poco confiables, nos pidió, como pruebas de asistencia, el boleto del lugar y una fotografía de nosotros en el museo. Como asistí solo, tuve que tomarme la foto yo mismo, pero después del primer disparo deduje que aparecería mi rostro, no así las letras de entrada al lugar. Le pedí de favor a un guardia que lo hiciera por mí. Efectivamente, al revelar el rollo me di cuenta de que la foto que yo mismo me tomé mostraba mi rostro, pero no las letras del lugar: lo que debía ser accesorio se volvía primordial: en ese caso, importaba la presencia en el sitio, no el sitio aderezando la presencia. Quizá era una buena selfie, pero un mal testimonio de la visita. La selfie anula al mundo, lo convierte en mero marco, ornato o margen.

Durante mi recorrido, pude ver un par de autorretratos de Frida Kahlo, donde luce distinta a las fotografías que hay de ella, a veces con cambios tan evidentes e interesantes como un cuerpo de venado; quizá podríamos nombrar a Frida como la madrina de los filtros de celular. Tal como ella, nos dibujamos (con luz o con acuarela) como nos percibimos, no como nos ven los demás. Apóstatas de lo que es, pero fieles creyentes de lo que podría o debería ser, dejamos que la cámara nos devore y luego volvemos al mundo, pero regurgitados desde la luz, bautizados por la luz. No mostramos el rostro que nos dieron nuestros padres, sino el que hemos perfeccionado con la práctica: nos retratamos, en verdad, solos o en compañía. Porque el que toma una selfie, aunque esté acompañado, procura sólo el bienestar del rostro propio, lleva su soledad como un capullo que lo protege.

Primero yo, después yo y al último yo. Me, myself and I. Me, my selfie and I.

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Un meme circula en internet: se compone de dos imágenes. En la primera, vemos la selfie de un jovencito: su piel es excesivamente blanca (una imagen posterior, que alguien más filtró, muestra que su tono real de piel es oscuro). La segunda imagen es una cajetilla de cigarros. Delicados con filtro ahora y Delicados con filtro antes, reza el meme. Una broma así, cuarenta años atrás, hubiera sido imposible (no por el hecho de que el antes al que se refiere la broma era el presente de aquel entonces: meros tecnicismos temporales), sino porque aún los Delicados con filtro no existían y, además, no se tenía acceso a muchas fotografías propias, mucho menos a las ajenas, ni a tantos medios para alterarlas.

Los celulares, que antes se limitaban a la comunicación (¿y no es, mostrar una imagen, comunicar también?) ahora incluyen cámaras fotográficas diseñadas específicamente para la selfie, que nos brindan más control, nos dejan ver el momento que vamos a congelar: ya no más disparar a ciegas. Dichas cámaras, además, incluyen filtros, es decir, texturas predeterminadas para una toma. Y existen, por otra parte, programas para retocar la imagen una vez hecha. El más socorrido, según algunos datos, es el que aclara el tono de piel. Al día, según otra cifra, se toman en el mundo, al menos 10 millones de selfies. Somos nuestros propios paparazzi, sobreexponemos nuestro rostro en la primera plana, siempre cambiante de las redes sociales: somos editor, fotógrafo, reportero y protagonista, todo en uno. Alteramos nuestra imagen, sin recurrir a un bisturí, y le decimos al resto “este es quien soy, así me percibo, así deseo ser recordado”. No es de extrañar que el nombre de la red social más socorrida haga alusión a un libro de rostros.

La selfie es un busto instantáneo de luz en un panteón virtual. La materia de mi libro soy yo, decía Michel de Montaigne; la materia de este recuerdo soy yo. Mi rostro. Este rostro que he escogido. Otra estadística: el 70% de las personas que se toman selfies en exceso pueden sufrir de problemas de baja autoestima. ¿La selfie es la mentira que nos repetimos mil veces hasta trocarla en verdad? ¿Pretendemos ocultar el bosque tras un puñado de árboles de luz? En un mundo plagado de imágenes, con sobreoferta de fotografías, siembro la semilla de mi rostro (ese que me construyo) para que florezca, en otros, el recuerdo de cómo me percibo y me muestro, solo o acompañado. Porque aunque en la selfie puedo estar acompañado, siempre seré primero yo, después yo y al último yo.

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Vamos dos de vacaciones y queremos un retrato frente a cierto monumento. Tú me retratas a mí y yo a ti, pero ¿y si queremos aparecer los dos? La situación se agrava si viajamos solos. Lo más lógico es pedirle a alguien, de preferencia con aspecto de no ser demasiado veloz, que nos tome una foto. Luego de extenderle nuestra cámara, damos cinco o diez pasos atrás (sin quitarle la vista) para colocarnos frente al paisaje de nuestra elección y poner la mejor sonrisa. Pero esos tiempos quedaron atrás. ¿Qué es lo que nos llevó a ya no delegar esta responsabilidad? Quizá no pocas veces, al volver de las vacaciones y llevar el rollo a revelar (si es que el rollo no se fue con la cámara que ya no nos regresaron), aquel que encomendó la difícil tarea a alguien más, se encontró no con su mejor rostro frente a las pirámides de Teotihuacán o la Catedral de Santa Prisca, sino con un grosero manchón de luz o, en el mejor de los casos, un dedo retratado en primer plano. Como Rogozov, nos sabemos solos (aunque rodeados) y preferimos hacerlo nosotros mismos. Las cámaras con temporizador paliaron el problema, pero faltaba el toque humano, la precisión que sólo el ojo puede dar. Se optó, entonces, por empuñar la cámara uno mismo, estirar el brazo y retratarse sin intermediarios. Esta segunda opción venció, en términos de popularidad, a la primera: había llegado la selfie.

Aunque popularizada (o al menos “presentada en sociedad”) por Paris Hilton en 2006, según ella misma clama, esta forma de retratarse se rastrea hasta 1839, con Robert Cornelius, o a 1914, con la duquesa Anastasia Romanov, si hablamos de la selfie hecha con ayuda de un espejo (dadme un espejo y moveré al mundo, parecen decirnos los rusos). ¿Por qué esta forma de retrato cobró tanta popularidad? Quizá porque la selfie es tener en todo momento el control de la situación, demuestra que no necesitamos de otros para permanecer, aunque sea en imagen.

Cierto es que en el bar o en la playa (o en la casa, el taller y la oficina, si lo prefiere) habrá, por lo general, otras personas a las que podremos pedir que nos tomen una fotografía, pero quizá desconfiamos tanto de su habilidad de capturar nuestra imagen tal como la deseamos (tal como nos percibimos), que nos parece tan descabellado dejar que ellos capturen el momento como lo hubiera sido para aquel médico ruso el pedirle al guardia o al soldado, que se encontraban allí, que le extrajeran el apéndice.

La selfie, al paso del tiempo, ha perdido el carácter de soledad forzosa para trasladarse a la soledad escogida. La selfie no es sólo tomar una fotografía de nosotros mismos: es mostrarla. Acto y resultado. Por paradójico que pueda resultar, recurrimos a la selfie no porque no haya nadie más alrededor para capturar la imagen, sino porque no hay nadie más alrededor para capturar la imagen, alguien a quien quisiéramos confiarle la tarea (Rogozov respinga en su tumba); nadie nos ve como nosotros lo hacemos. Narciso ahora lleva el río en el bolsillo, y el único riesgo que corre de ahogarse es en sí mismo. En la zona limítrofe entre lo privado y lo público, la selfie es una puesta en escena: mostramos el estreno, aunque nada saben los demás de los numerosos ensayos previos; no les corresponde. Hemos de hacer los intentos necesarios hasta lograr el ángulo deseado, la iluminación correcta, la sonrisa ideal. Ensayo y error, la selfie es constancia.

Solos o acompañados (porque la selfie crece y ahora permite compañía, aunque se rehúsa a aceptar el término usfie, de nosotros, y prefiere que la llamemos selfie grupal), tomamos nuestras propias fotos porque nos gusta ser el centro del fenómeno, el epicentro del temblor de luz. Al tener la cámara más pegada al cuerpo (no a dos o diez pasos, mucho menos en manos de otro), capturamos menos de lo que está alrededor y nos convertimos más en el foco de atención de la imagen; y siempre, además, tal y como lo queremos. No importa qué nos rodee, importa que estamos y, por lo tanto, somos. Permanecemos. Revelamos para fijar, parafraseando a Francisco Hernández. Y con la sonrisa fija, nos disponemos a tomarnos una selfie. Y se hace la luz. Y la luz nos hace, nos dibuja tal cual queremos que nos miren.

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