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Parábola por Brandon Barrios

por Brandon Barrios.

El pescador navegaba por un lago, o al menos eso creía. Alguien le había enseñado que aquello era un lago, y nunca se atrevió a cuestionarlo. En él, podía ver los cadáveres de sus antepasados. Los órganos estaban desparramados por toda la superficie gracias a la descomposición de los cuerpos a los que habían pertenecido. Cerebros, hígados, pulmones, y algunos otrora estómagos. Su caña llegaba hasta el fondo del lago, lo que le permitía pescar algunos de esos órganos para guardarlos en una bolsa que siempre llevaba consigo, en su pequeña embarcación. Un día que prometía ser igual a todos los otros, pescó un corazón.

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—Debe ser el único que hay en el lago — se dijo—La ofrenda está completa — concluyó. Con todos los órganos que ya tenía, decidió ir al otro extremo del lago. Comenzó a navegar hacia el oeste; veía que la dirección a la que se dirigía le prometía un trayecto infinito, como si a medida que navegaba, la orilla del lago se distanciara cada vez más de él. Remaba con todas sus fuerzas, cada vez menores a causa de su falta de alimento. Con su estómago auto-fagocitándose, metió su mano derecha en el lago, extrajo de él un cerebro y comenzó a comérselo. En diez mordidas, aquel órgano desapareció. El pescador sumergió de nuevo su mano para ver si tenía suerte. Hacía mucho tiempo que no devoraba un hígado, y tendría que esperar un poco más: su mano se entrelazó con la de una mujer que emergió por su propia fuerza. La piel de aquella fémina estaba cubierta de sangre y algas, y su cabellera era negra y ondulada.

—¿Así que tú eres el pescador? —le preguntó.

—Sí, soy el que se atrevió a pescar en este lago. —respondió.

—Eso puedo verlo, mortal. ¿Sabes en qué dirección vas?

—Al oeste, a verlo a “aquel”.

—Conoces a quién mora en estas aguas, entonces.

—No lo conozco, sólo he oído hablar de él. Intuyo por tus declaraciones que lo que se dice de él es verdad. —Nunca lo he visto debido a la oscuridad que reina en las profundidades de este lugar. Lo único que conozco de él son sus ojos, los cuales, —si las leyendas son ciertas— no han de describirse, y el sonido que hace cuando se inquieta. Dicen que el lago se vaciaría si lo abandonara.

—Me devorará, supongo.

—Quién sabe.

La mujer se hundió de nuevo y el barco siguió avanzando. Esta vez, el pescador no tuvo que remar. Sintió como su barco era empujado por las mismas aguas. ¿Alguien quería que se dirigiese hacia donde ya estaba yendo? Cuando hubieron pasado unos momentos, el pescador notó cómo el lago había comenzado a agitarse; comenzó a esperar que algo saliera de lo profundo. Había pescado en la parte este de aquel lugar toda su vida, esto era nuevo para él. El aire se mantenía nulo, tibio e indescriptible con palabras humanas. — Las esperanzas de los cadáveres deben haberse agotado antes de morir —, pensaba. Las pequeñas olas que ascendían y descendían movían el barco empujándolo en todas las direcciones menos la de retroceder. El pescador advirtió —sorprendido— la presencia de peces cuando dirigió su mirada hacia los fondos abisales, pensando si llevar la ofrenda había sido una buena idea.

Ellos —los peces— comenzaron a dar pequeños saltos a ambos lados del bote, él había caído hacia atrás. De repente, uno de ellos se elevó y desplegó dos aletas que le servían como alas. Era una piraña más grande que una cabeza humana, y apenas más larga que el brazo de un niño. Se quedó viendo al pescador por unos instantes. Luego dejó ver sus fauces y habló.

—El haber venido hasta aquí denota valentía. ¿Eres digno de verlo? — lo gutural de la voz de aquel animal hacía que todo alrededor del pescador se sintiese más gélido. —Digno no ha sido nadie hasta ahora, ¿o sí? — respondió el pescador.

La piraña voló hacia el pescador a tal velocidad que fue imposible esquivarla. De una mordida en el vientre se introdujo en él, causándole a aquel hombre una agonía similar a la de una quemadura o a la de una hemorragia. De un instante a otro, el agujero que se había formado gracias al tamaño de pez se cerró y junto con él, los ojos del marinero.

Cuando los volvió a abrir, vio frente a sí la ascensión de un glaciar, el cual prometía derretirse en cualquier momento. Y cumplió aquella promesa. Lo que era hielo se volvió agua. El pescador se mantuvo firme. Con todos sus bríos resistió la fuerza de aquel caudal liberado gracias a algo arcano, vetusto y eterno. Las aguas descubrieron primero los ojos y después el escamoso cuerpo de un dragón. Las alas de la bestia reposaban en el agua como si fuesen aletas. Cualquier movimiento con ellas supondría el final del pescador: la travesía lo había dejado agotado.

—¿A qué vienes? — inquirió aquel.

—A entregarte lo que falta —dijo mientras abría la bolsa en la que llevaba guardado el corazón para mostrarle a la bestia que le traía una ofrenda. Las pupilas de la bestia se achicaron; se enfocaron en aquello rojo que veía, aquel añorado corazón que sólo le podía ser dado por un humano.

Abrió su boca dejando relucir aquella dentadura, la que con un solo diente podría haber destruido una ciudad. El pescador venció los temblores que le recorrieron todo su cuerpo desde el momento en que vio a la bestia y arrojó en su boca todas las vísceras que hacía ya mucho que cargaba. El dragón se las tragó sin masticarlas, y a los pocos momentos regurgitó una especie de huevo que aterrizó en el bote casi provocando su hundimiento.

—Llévalo a la orilla y ve cómo nace —fue lo último que aquella magnífica bestia le dijo al pescador antes de hundirse de nuevo, sin causar menos asombro que cuando emergió.

El pescador obedeció. Se quedó frente al huevo todo lo que fue necesario una vez que lo apoyó en la arena. Aquel pescador llegó a la ancianidad esperando a que el huevo se rompiese. Una mañana, la ruptura del huevo lo despertó.

De él, salió algo similar a un hombre. Aquel ser era des pigmentado, calvo, y le costaba pararse a pesar de tener un cuerpo fornido. El pescador lo ayudó a erguirse y comprendió que era el momento que él tanto había esperado. Dejó atrás sus posesiones y se las entregó al recién nacido. Luego de enseñarle a usar la caña, caminó desnudo hacia el lago para hundirse y dar paso a algo nuevo que recién comenzaba.

El recién nacido miró a una dirección distinta a la de su ancestro y caminó hacia allí, hacia lo nuevo que lo llamaba desde el ocaso que se dibujaba en el horizonte.

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