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El Crepúsculo por Isabel María Hernández Rodríguez

por Isabel María Hernández Rodríguez.

Traspuesta en la mecedora ante el ventanal, la envolvió el rescoldo del atardecer, sentía como si una mirada etérea le traspasara la cara, pero no se atrevía a cerciorarse si era fantasía o realidad, y permaneció quieta, muda y esperanzada.

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En su interior deseaba que él la estuviera mirando con esos enormes luceros color cerveza que la turbaban, su sonrisa ilusoria que se adivinaba bajo sus labios carnosos, y su piel suave y delicada como la seda que la acariciaba.

Ansiaba besarlo, abrazarlo, amarlo, pero persistía en la mecedora con los ojos cerrados, sonriendo con ternura a las musas que bailaban en su recuerdo, por temor a que todo fuera una triste fábula de su pensamiento.

Sus mejillas arreboladas desprendían emoción, su boca color rubí temblorosa lo deseaba, el mutismo presidía la estancia en el crepúsculo y se perdía en los sueños, sintió cómo le rozaba los labios y la ahondaba en una dulce pasión.

Y, cuando abrió los ojos para asirlo contra su cuerpo, se encontró con la oscuridad frente a la ventana, sus manos trémulas lo buscaban arañando los cristales, pero se perdían entrelazadas con el llanto, el duelo, y el silencio.

Por las paredes de su alma trepaban los sentimientos, quería gritar, pero no salían las palabras de su garganta, los retumbos se quedaron mudos, y ella regresó de nuevo a su lugar, al universo de las despedidas, la tristeza y la soledad

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