12 minute read

Mingo el demencial por José Escobedo

por José Escobedo.

Limitados son los ojos que logran prestar atención a los detalles importantes, escasos los que consiguen descubrir las maravillas del mundo en la simpleza de las cosas. Y es que el inextinguible deseo del hombre por encontrar tesoros extrínsecos a donde quiera que postra la vista es tan absurdo, que da como resultado la acumulación de un pasado envuelto en fracasos innecesarios y dotado de éxitos que parecen huecos cuando afronta su último aliento. Esa premisa colmada de falsas ambiciones que se resume en una existencia materialista y trivial es la causa de una tristeza colectiva. Un mundo codicioso, pero insatisfecho. Un camino de ambición superficialmente justificado que cuesta la vida entera y que se dirige casi siempre a una inalcanzable utopía prefabricada; eso es el hombre. ¿Pero qué pasa con aquellos seres que encuentran los tesoros más insondables mirando hacia dentro de sí mismos? Hablo de aquellas mentes tan perturbadas como excepcionales, cuyas características psíquicas no responden al orden común y tampoco están interesadas en compartir la cordura general.

Advertisement

Todo este intento absurdo de filosofía podría ejemplificarse con otra absurda, efímera y anecdótica, aunque apasionante, desventura de poco más de treinta años. Una desventura que tenía por nombre Domingo Beltrán. Por la actualidad, la gente suele referirse a él como un hombre en situación de calle o solo se limitan a llamarle “Mingo el demencial”. Pero su historia, por más desagradable y eludible que sea, no siempre fue así. Es cierto que para propios y extraños, su vida representaba una superposición de tragedias constantes y bien distribuidas en lo que él tenía a bien llamar vida, pero asimismo cobijaba ciertas cualidades que iban encaminadas a lo más extraordinario del intelecto humano. Saber si dichas capacidades surgieron como inspiración en respuesta a una existencia llena de infortunios, es algo que hasta la fecha no se sabe. De hecho, nada se sabe con veracidad.

Domingo Beltrán nació por el año de 1985. Desde su llegada, la ironía ya estaba tocando la puerta al haber entrado al circo de la vida un 14 de febrero, fecha en donde las personas solían depositar sus sentimientos y ambigüedades, cosas de las cuales él tuvo poco entendimiento. Su madre era Estela Romero, mujer de piel morena, sonrisa cálida y además atenta. Los que la conocieron en vida sabían con seguridad lo buena persona que ella era. Ojalá, Domingo Beltrán, hubiera tenido la oportunidad de experimentarlo de primera mano, pero no fue así, pues apenas cuatro meses después de nacido, ella contrajo una horrible bronquitis crónica. Eso le causaba una tos constante e interminable, tan escandalosa, que el pequeño Domingo saltaba de su sueño todas las noches apenas logrando un descanso decente.

A raíz de eso, el bebé comenzó a dormir con Mariana Beltrán, su hermana mayor. Ese desprendimiento prematuro del cobijo maternal sería solo el comienzo de toda su soledad, ya que ese mismo año su madre moriría de aquella enfermedad, sin poder disfrutar del crecimiento y la crianza de su hijo y la maravilla de ser madre por cuarta ocasión. Para ese entonces radicaban en San Miguel de Allende y hay que decirlo, era un lugar hermoso que con bastante éxito solía considerarse en México como una ciudad de la época colonial. Su arquitectura barroca española tenía algo de encantador y hasta la fecha un lugar turístico excepcional. Pese a sus encantos, no fue suficiente motivo para que la familia en luto continuara viviendo en ese lugar luego del desafortunado evento. Saúl Beltrán era el nombre del padre que ya en calidad de viudo, había resuelto que él mismo no sería capaz de solventar a sus cuatro hijos. No pasó mucho tiempo antes de que decidieran abandonar San Miguel de Allende y mudarse a la ciudad de León. Por compasión fueron recibidos por su hermano Enrique Beltrán.

Habían llegado ligeros, con apenas algunos pares de cambios de ropa y poco dinero. Su comienzo en esa nueva ciudad a primera instancia había sido benevolente. Los hermanos con buena edad junto con su padre comenzaron a trabajar en los mercados cercanos. En cuanto a Domingo, su desarrollo en plena soledad era todo un misterio, fue un niño reservado en sus primeros años. Gustaba mucho de mirar las paredes de la casa por largos intervalos de tiempo, en especial aquellas ausentes de color y de formas. Lo cierto es que solo él sabía cómo llenar el vacío pálido de los muros con su innata imaginación. Si bien dichos hábitos implicaban el comienzo de una conducta anormal, en realidad no importaba.

Todo eso pasó desapercibido para cualquier mirada atenta mientras que permanecía solo la mayor parte del día. El ser humano es una criatura de repeticiones. No sabría qué hacer por sí mismo si el entorno no le ofrece un estímulo o motivación a seguir. Si el aprendizaje es el resultado de la observación del exterior, el aprendizaje de Mingo en cambio fue en un ambiente infértil que lo había obligado a mirar hacia sus adentros e intentar patéticamente encontrar un propósito. Sin pauta ni enseñanzas de ningún tipo salvo las que su inmaculada mente podía ofrecer. Nadie sabe lo que veía a través de los muros.

Cuando Mingo cumplió cuatro años de edad su padre murió. Ese fue el punto y aparte de la disfuncional familia. Sus hermanos con quienes jamás cultivó un afecto fraternal se fueron al cumplir los quince años. Su hermana mayor que había jugado el rol de madre se casó más tarde con Antonio Vidal. Lo había conocido en el mercado y ese mismo año por necesidad, viajó como indocumentado a los Estados Unidos de América. Con él había tenido tres hijos en los subsecuentes tres años. Mingo, por su parte, tuvo que hacerse cargo de sí mismo a partir de los doce años. Trabajó como lo hicieron sus hermanos en el mercado, cargando costales de papa o lavando autos en el estacionamiento. —Era muy trabajador aunque introvertido—

Decían los empleadores. Lo más destacable de su personalidad era su mirada desprovista de vivacidad, pero a la vez, parecía ocultar un gran secreto, uno que nadie supo desvelar en aquel tiempo. Los muros en blanco nunca dejaron de ser su afición, pero aquel hábito extraño pareció desvanecerse al filo de la necesidad.

A los catorce años su hermana y él habían resuelto que lo mejor para su vida era dejar de lavar coches en el estacionamiento del mercado e ir a donde estaba su cuñado en busca del sueño americano. Viajó a los Ángeles California, en poco tiempo se había convertido en su nuevo hogar. Con ayuda de su cuñado tuvo nuevos empleadores, por primera vez supo lo que era ganar. Fue así que su ambición también se acrecentó. A los diecisiete ya era un hombre, aunque mal encaminado. —Siempre tuvo problemas con la ley, era un drogadicto y además vendía esa porquería—. Decía su cuñado. Pero Mingo parecía tener sus razones, estaba decepcionado del orden de las cosas.

Antonio Vidal, quien en su tiempo le había jurado amor eterno a su propia hermana, decidió finalmente abandonarla y casarse con alguien en el extranjero. Ese pesar fue de algún modo su motivación, pues todo su dinero lo enviaba de manera puntual a la ciudad de León para que así su hermana pudiera solventar una vida y la de sus hijos. Su causa siempre había sido noble y nunca fue dueño de sus decisiones. Su existencia parecía simbolizar una ola envuelta en tragedias a las cuales él se acoplaba.

Pero su noble gesto no duraría mucho. A los pocos meses sería procesado y cumpliría cinco años de prisión en San Quintín por venta y consumo de drogas. Era apenas un niño, pero su resiliencia siempre fue a precederlo aún en sus días más oscuros.

II

La cárcel es la segunda vida de quien se la busca, y él fue un claro ejemplo de todo eso. Su buena conducta, aunada a un sinfín de favores tanto benignos como desagradables, fue el resultado de que su condena se redujera a poco más de tres años. En todo ese tiempo trabajó como cocinero de la prisión e incluso en esos lugares el capitalismo y los cambios de divisa, dejaban algún beneficio. Se había hecho de buena capital ahí dentro. Sus motivaciones eran en cierto modo de carácter filántropo, pues su única voluntad yacía en volver a ver a su hermana y brindarle a ella y a sus hijos una buena parte de su esfuerzo obtenido. Si bien todo lo descrito es fácil de redactar, para Domingo y sus asimilaciones, su vida ya era otra. La soledad se asentó aún más en los muros grises y opacos de su celda, fue en ella que después de tanto tiempo, comenzó de nuevo a imaginar extraños mundos en forma de murales como cuando era pequeño.

Mundos mejores o cuando menos más apasionantes que el que estaba ante sus ojos ordinarios y los de toda la gente. Así pues, nunca estuvo solo y en realidad había recorrido todo el mundo en su mente. Al salir de prisión fue deportado a México. Llevaba una maleta con pocas pertenencias, nunca fue un hombre ambicioso, pero llevaba una gran cantidad de efectivo que se contaba en dólares. Ahí estaba su propósito a corto plazo. Uno que vio la luz muy poco tiempo. Atravesó ciudad Juárez, su interés estaba puesto en tomar un camión hacia la ciudad de León donde su hermana ya le esperaba, pero las cosas no salieron según lo planeado. Fue asaltado con violencia en una avenida y despojado de todo cuanto él era. De todo eso cuanto había construido material y en dado momento psíquicamente. Grave fue el desacierto al resistirse del atraco, pues uno de sus agresores lo golpeó con la culata de un arma con tal fuerza, que quedó inconsciente por varios días en un hospital público. No llevaba documentos. Era un desconocido, un vagabundo, un hombre en situación de calle. Luego de eso, poco se supo sobre su paradero. Muchos atribuyen que las heridas del atraco causaron un colapso mental que lo llevó a ser lo que en la actualidad era. El golpe pudo haber modificado su conducta o bien lo llevó a concluir que todos sus esfuerzos no valían en una vida sin favoritos. Si alguien lo reconoció en la calle alguna vez, alegaba que se le veía merodear por las calles como si fuera un indigente. La mirada era perdida, similar a cuando solía mirar los muros en blanco.

—El golpe causó un daño irreversible en su cerebro, provocando una demencia senil—. Dijo el médico que lo atendió de mala gana y tras los intentos de su hermana por buscarlo, los años parecían escurrirse de manera exagerada. Nadie volvió a saber de él en mucho tiempo.

Sus familiares más cercanos, siendo muy pocos, ya lo daban por muerto.

III

Quince años pasaron en los cuales Mingo el demencial se mantuvo en el anonimato, si es que todavía existía. Nadie supo si había razones para desaparecer o si solo se trataba de un altercado en contra de su humanidad que le costó la vida dado el testimonio de su muerte o posible demencia. De alguna manera, todo lo dicho guardaba algo de verdad, pero en quince años dejó de importar. Los hijos de Mariana Beltrán crecieron y apenas sabían de la forma y modales del que una vez fue su tío mediante llamada. Ella por su parte decidió que estaba mejor muerto. Era poca la gente que le estimaba o recordaba de manera directa por lo que no fue precisa una investigación formal de su paradero. Vivió y desapareció como un marginado, un solitario, un loco.

Fue un 11 de octubre de 2015 que un conocido de la ciudad de León reconoció de milagro el rostro agudo de Mingo Beltrán. Llevaba la ropa raída y zapatos desgastados. Su cabello era cenizo, largo y esponjado, similar a enredaderas poco aseadas. Su piel era oscura por el intenso sol y su mirada aunque determinada, no parecía ir a ninguna parte que no fuera sus pensamientos. Mingo el demencial había aparecido luego de tanto tiempo en la muerte. Su hermana volvió a acogerlo como cuando había muerto su madre y los primeros meses no dejó de hacerle preguntas, pero las respuestas no eran las esperadas — Mingo es de pocas palabras. Decía cosas sin sentido y cuando estaba más despierto, de lo único que hablaba era sus largas caminatas junto a la carretera. Hablaba de paisajes bonitos, escenas muy feas y profundas que nadie entendía—. Decía Mariana cuando le preguntaban. Con la poca evidencia de sus años vividos, pensaron que dedicó todo ese tiempo en recorrer carreteras solitarias desde ciudad Juárez hasta al fin llegar a León cuan perro extraviado. En cuanto a su conducta, siguió siendo la misma persona que cuando era niño. Miraba los muros y dibujaba con la mente cosas en ellos. A pesar de que le otorgaron una habitación propia y una cómoda cama donde descansar, él solía dormir en el piso, una condición, según dicen, resultado de dormir por tantos años en la calle.

Domingo Beltrán no tenía mayor anhelo que seguir su camino a pie a donde sea que su perturbada mente le dictara. Era alguien que pasó desapercibido ante el mundo y poco demostraba ante el futuro. Un día Mariana Beltrán recibió una llamada de una mujer anciana que vivía en la frontera entre México y Estados Unidos. Preguntó por Mingo Beltrán, pero ella se limitó a describir su situación y demeritar su existencia alegando que sufría problemas mentales.

La mujer al teléfono, que se presentó con el nombre de Eusebia Ramírez, no solo refutó todo lo dicho sino que también tachó al buen Mingo de ser un genio. Alegó que él le había comprado una propiedad cerca de su domicilio hace más de quince años. Era una casa bastante amplia en donde había dejado todas sus pertenencias. Mariana quiso saber más al respecto y una vez supo la ubicación fue hasta allá.

La casa en cuestión estaba en desuso, pero dentro había un centenar de pinturas de toda clase de estilos. Algunas de tema hiperrealista que dejaban ver casi de manera fotográfica, escenas de cárceles, de calles de california, de caminos de dudosa ubicación, paisajes edénicos y otros grotescos. Todos con una habilidad admirable y lo más importante, todas hechas por Mingo. Eusebia Ramírez se comunicó porque estaba interesada en comprar todas las pinturas que había visto en la casa. Mariana que conocía poco de su valor artístico, las vendió a un precio muy bajo junto con la casa. Pensó que tales propiedades no serían de utilidad para alguien en las condiciones mentales de su hermano. Aquel extraño suceso no fue más que una anécdota interesante y poco comprobable que se desvanecía al poco tiempo. En cuanto a Mingo Beltrán, su vida y todo lo que pudo asimilar en esta, es algo que solo él podría decir si fuese consciente de ello, y poca justicia le hacen estas vulgares palabras. Es cierto que era un ser tan excepcional como incomprendido. A menudo el término locura es visto de modo fatalista y malicioso, pero como diría uno de los maestros universales del relato corto y la novela gótica: la ciencia no nos ha enseñado aún si la locura es o no lo más sublime de la inteligencia.

This article is from: