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Guía para pasar desapercibido cuando se viaja por el tiempo por Edgar A. Rivera
por Edgar A. Rivera.
Cuentan que hace siglos el cielo era azul y que era posible sumergirse en las aguas del mar sin morir al instante. Desde que lo vi por primera vez en uno de los archivos históricos que mi institutriz me hacía repasar cuando tenía diez años, me obsesioné con la idea de poder ver un cielo de colores intensos como el fuego, que de acuerdo a lo que decía mi maestra, ocurría todos los días, poco antes de que la oscuridad del espacio infinito se cubriera con el brillo de incontables estrellas. Aun ahora, ochenta años después, seguía volviendo con ella para que me contara sus historias.
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Trabajé durante veinte años hasta que pude ahorrar lo suficiente para comprarla en un mercado de chatarra. Era un modelo obsoleto, idéntico al que utilicé en mi infancia y, aunque su voz se escuchaba distorsionada y algunos de los archivos estaban incompletos, me encantaba sentarme a su lado al regresar del trabajo, sintiendo el calor de las imágenes proyectadas frente a mi rostro, escuchando con atención cada palabra como cuando era un niño.
“Esas son fantasías que nos cuentan para que trabajemos más, ya verás como cuando hagas el viaje descubrirás que has desperdiciado tu vida por nada”. Decían mis compañeros, tratando de hacerme desistir. Algunos ni siquiera creían que fuera posible el viaje en el tiempo pues eran pocos los que regresaban vivos y de quienes sí lo lograban, no se volvía a saber nada a los pocos días de su retorno.
No me importó, nada podía hacerme cambiar de opinión. Semana tras semana, año tras año, trabajé duro, pidiendo jornadas extra y limitándome en los gastos. No salía con mis compañeros, ni procuraba su amistad, nunca disfruté del gusto de un trozo de carne sintética y solo un par de veces probé una de esas bebidas embriagantes que hacían con los residuos químicos de los motores. Todo el dinero que no fuera esencial para asegurar mi supervivencia se iba al ahorro y ahora, con más de noventa años, por fin estaba listo para hacer el viaje.
Una vez que compré el boleto, lo primero que me obligaron a hacer fue un curso propedéutico de varias semanas, donde tuve que estudiar y memorizar un libro de 65 páginas, lleno de reglas e instrucciones sobre lo que debía y no debía hacerse durante mi estancia en el pasado. “Está estrictamente prohibido hacer cualquier clase de comentario que pudiera poner en evidencia que se trata de un habitante del futuro”, “usted no debe hacerles saber a los habitantes del pasado cualquier información que pudiera poner en riesgo la estabilidad de nuestra línea temporal”, “absténgase de hablar o acercarse a personajes históricos relevantes. Se anexa una lista con 100 individuos de acuerdo al siglo que ha elegido visitar”, etc.
No se aceptaba otro resultado que no fuera perfecto; si fallaba en al menos una de las 300 preguntas del examen, debía volver a tomar el curso desde el comienzo para que se me permitiera hacer el viaje. Esta fue la parte más difícil de los preparativos, casi tanto como los largos años de trabajo intenso que me tomó llegar a aquel momento, dado que los hombres de gris no tenían la calidez de máquina que tenía mi institutriz, no, ellos poseían esa fiera voluntad que da la sangre y el abominable carácter que crece de una vida llena de monotonía y opacidad. A cada oportunidad me humillaban, inventaban nuevas formas de insultarme y en general se esforzaban para hacerme fracasar. Dominé el examen al segundo intento. Pensé que lo peor había quedado atrás, pero todavía me esperaba un trago amargo por diluir.
—Pase por aquí, retírese la ropa y súbase a la camilla —me dijo el encargado con tono malhumorado.
La habitación era heladísima, envuelta toda en metal pulido. Dos personas aguardaban por mí, vestidas con un traje extraño de color blanco de una sola pieza, que les cubría el cuerpo entero a excepción de un pequeño recuadro transparente a la altura de los ojos. Se trataba de dos mujeres, una de ellas leyó mi expediente y dio instrucciones a la otra, para que mezclara el coctel de vacunas y enfermedades que me serían inyectadas.
– ¿Con que 1970 eh? Eso es mucho tiempo, poco más de 1300 años. Esto le va a doler.
Pasé tres días en una de esas habitaciones sin que nadie se me acercara, padeciendo en silencio un sinfín de malestares, repasando en mis delirios febriles las 256 reglas que debía seguir para viajar en el tiempo de forma segura. Soñaba a ratos, o eso me parecía, pues era difícil saber si estaba realmente dormido o despierto, con un cielo claro y multicolor, siempre cambiante que me aguardaba hasta que un día desperté fresco, renovado de una fortaleza que creí perdida años atrás. Eso marcó el fin del proceso antes de adentrarme en los canales fluviales de la cuarta dimensión.
La máquina era un tubo de metal y vidrio entre dos turbinas que rugían violentas por debajo y encima de este, conectadas por medio de cables y mangueras a un tablero sencillo donde el operador insertaba una serie de códigos que la computadora transformaría en datos y que a su vez liberarían la energía necesaria para doblar los tejidos del espacio y tiempo.
Dos hombres de gris me escoltaron hacia la máquina, me introdujeron, me dieron una bolsita negra con algunos objetos que me serían útiles y antes de cerrar la puerta de vidrio uno de ellos me cuestionó (como si pudiera olvidarse) si entendía bien cuáles eran las consecuencias de romper una de las reglas.
—Ustedes me matarán —respondí.
Se alejaron, situándose detrás de la pared que resguardaba al operador con el tablero. Eché un último vistazo por la ventana ancha de aquel lugar, hacia el oscuro cielo matinal de ese gris verdusco inmutable, iluminado a la distancia por los relámpagos intermitentes de una tormenta ácida que se acercaba lentamente. Las turbinas aceleraron con ruido ensordecedor, comencé a sentirme extraño y mareado, quise vomitar y vi cómo mi cuerpo se ensanchaba en un segundo, para luego alargarse y en un instante contraerse de nuevo, una y otra vez hasta que perdí el conocimiento.
Desperté en el suelo, con dolor en el abdomen; me puse a cuatro patas, dando arcadas que culminaron en vomito blanquecino. Todo me daba vueltas, la luz sobre mi cabeza era intensa y su calor me quemaba la nuca, cerré mis puños sobre el suelo y mis dedos se llenaron de tierra húmeda. Entonces entendí, recordé todo por lo que había pasado y me paré de un salto. A mi alrededor el día brillaba con una intensidad nunca vista, centenares de árboles desconocidos, altísimos todos, mecían sus ramas con una brisa tenue y el cielo resplandecía azul, intercalado por nubecillas blancas, a las que me quedé viendo por largo rato, con las mejillas remojadas, admirando la forma en que cambiaban lentamente.
A mi espalda alguien llamó con voz extraña, era un hombre de piel oscura, con una gorrita pequeña, vestido con pantalones cortos y una camisa delgada que usaba abierta, exponiendo su barriga prominente. Intenté responderle y me hizo un gesto extraño.
Éramos incapaces de comunicarnos en ese momento, así que busqué en la bolsita que me habían dado los hombres de gris una píldora blanca y la tragué de inmediato; un sabor amargo recorrió mi garganta, mis manos temblaron un poco y mi mente se aclaró, a los pocos segundos las palabras de aquel hombre comenzaron a tener sentido.
—¿Gringo? ¿You lost? ¿Entiende lo que le digo?
—Saludos, señor. Solo doy un paseo.
—Ah, si habla español por qué no responde. ¿Qué anda haciendo tan lejos, necesita que lo lleve?
—¿Llevarme?
—Voy con mi familia a la ciudad, lo puedo dejar de paso en la zona hotelera si usted quiere.
Me subí a su vehículo, una máquina extraña de cuatro ruedas. Él iba al frente conduciendo, acompañado de una mujer y tres pequeños, yo me senté atrás en un espacio abierto donde cargaba toda clase de valijas y utensilios raros, disfrutando de la brisa fresca de aromas salados que acariciaba mi rostro. Revisé los otros objetos que tenía en mi bolsita, guardé el dinero en los bolsillos de mi pantalón y ajusté el reloj temporizador a mi cinturón. Once horas y diecisiete minutos, era lo que restaba para regresar a mi tiempo.
Anduve por las calles, saludando a las personas, tan diversas en sus tonos de piel como en los colores que vestían, al parecer no había distinción entre las ropas que podían usarse de acuerdo a la clase social como ocurría en mi mundo. Algunos caminaban acompañados de perros, unos animalitos cuadrúpedos que me olfateaban al pasar. Yo estaba fascinado con ellos, tanto como ellos conmigo, olfateándolos de vuelta ante los encrespados dueños que me hacían gestos y se retiraban rápidamente.
Después probé toda clase de alimentos: postres helados y frituras calientes, sabores dulces, agrios y amargos, no podía creer que fuera posible deleitarse con tantas cosas diferentes, pero lo que más llamó mi atención, fue un platillo en base a la carne de un animal peculiar, huachinango, lo llamó la joven muchachita que me lo sirvió.
Su carne era suave y exquisita, salada, envuelta en mantequilla y aderezada con picante.
—¿De dónde han traído a esta criatura, cómo es que las fabrican?
—¿El pescado? Pues se trae del mar, de dónde más. Es fresco.
—¿Está muy lejos el mar?
—No, a dos cuadras hacia allá, del otro lado de los hoteles —señaló.
Pagué inmediatamente, ni siquiera terminé de comer, no podía esperar ni un segundo más para verlo. El reloj marcaba que me quedaban poco más de tres horas. Atravesé uno de los edificios que llamaban hotel; en la parte trasera había personas que se sumergían en las aguas cristalinas de un estanque de concreto azul, y poco más allá, el horizonte se difuminaba entre el azul profundo de los cielos y las aguas. Escuché el repicar de las olas que me llamaba y caminé sin detenerme hasta que el agua abrazó mis muslos tan solo para dejarme caer, movido por el vaivén de las olas, con el agua empapando mis ropas y metiéndoseme en los oídos. Era verdad, uno podía adentrarse en la playa sin morir, pero lo que no sabía es que esa agua no se podía tragar. Salí asqueado, tosiendo y vomitando, riéndome de lo irreal que todo me resultaba. Caminé un rato por la orilla mojando mis pies, hasta que el sol se empezó a ocultar. Tal como mi maestra me había contado, el cielo se iluminó con muchos colores, primero las nubes se pintaron doradas, después era todo un remolino de rojo, naranja y violeta, a medida que la noche ganó terreno desde mi espalda y los primeros puntos luminosos comenzaron a aparecer en el cielo.
Un pitido sonó a un costado de mi cinturón, era la alerta de 15 minutos, debía buscar un área despoblada y esperar a que el proceso de retorno diera inicio. Había caminado durante horas y me había alejado lo suficiente de las personas y las luces como para que no me alcanzara a ver nadie y si por casualidad alguien hubiera aparecido, podría haberme introducido en las aguas para ocultarme.
Corrí, corrí tan rápido como mi cuerpo viejo y cansado me lo permitió. La alarma de 10 minutos. A la distancia unas personas se reunían en torno a una fogata, mis piernas me dolían y la respiración era agitada. Tres minutos. Ya casi los alcanzaba. 1 minuto. No había tiempo para más, comencé a sentirme mareado, a esa distancia debía bastar.
—¡Malditos, malditos todos! ¡Lo arruinaron, lo destruyeron por completo! ¡Sus malditas ojivas nucleares! ¡No lo elijan, en un siglo, hagan lo que hagan no elijan a… ah… ahhhhh!
Un dolor presionó mi pecho sofocante y el aire dejó de entrar a mis pulmones. Quise sostenerme. Detrás de aquellas personas, dos siluetas grises se materializaron, apuntando en mi dirección con un pequeño objeto que no alcancé a distinguir. Me dejé caer de espalda y forcé una sonrisa, quería que mi cuerpo inerte, bañado por la luz clara de la luna se mofara de ellos, a medida que mis ojos se apagaban.