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La purificación de M por Omar Serrano García
por Omar Serrano García.
Para María Cartones.
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H Heriberto, hombre pequeño, moreno y de espaldas anchas, subía lentamente por el andamio. En su dorso, unos diez ladrillos amurallaban su piel que, curtida de tanto trabajo, ya era inmune al roce de los materiales de construcción.
Mientras subía –se construía un edificio de tres pisos– solo pensaba en lo mucho que le faltaba de jornada laboral para poder pagar el puesto de pasión (una especie de padrino o mayorazgo) de Kinta-Jimunltik, o sea, Fuego Nuevo.
Cada año, se le concedía a un hombre de Chamula el honor de ser el pasión de esta gran fiesta. Debe cubrir todos los gastos para celebrar al santo patrono de San Juan Chamula.
Como dije, el pasión debe pagar todo: comida, cox (bebida ritual embriagante), música, cohetes, la misa y lo más importante: el traje que portará –sólo ese día– el Santo.
Heriberto se había dedicado toda su vida a la tierra. Allá por la vereda tenía su jacalito y una parcela. Con lo que cosechaba, le alcanzaba bien para María, su esposa, y Lupita, su hija.
Sin embargo, con la gran noticia del apadrinamiento, la economía familiar tendría que ser más austera. ¿Pensar en rechazar el puesto? Imposible: hay familias que llevan años esperando a que cualquiera de sus hijos –el puesto es sólo conferido a los hombres– sea elegido pasión. Negarse a aceptarlo implicaría un rechazo a todas sus tradiciones. Heriberto había sido elegido, debía cumplir con el honroso puesto.
Quizá por lo mucho que le preocupaba juntar el dinero –a pesar de los 200 pesos que le ofreció de buena fe su compadre Nicanor– fue que resbaló.
Aunque había por lo menos otros quince compañeros trabajando, ninguno vio el momento exacto del accidente.
Únicamente oyeron un grito sordo que, segundos después, se calló con un golpe seco. Al asomarse, Heriberto yacía, boca abajo, tendido. Murió al instante.
No es necesario decir el revuelo que causó su muerte en todo San Juan; las familias más tradicionales decían que era de malagüero que el pasión muriera antes de la fiesta; después, incluso significaba buena señal: las cosechas serían abundantes, las mujeres fértiles y el calor no mataría al ganado.
Ante esta situación imprevista que, según los más ancianos del pueblo, sólo había ocurrido en cinco ocasiones desde que se tenía memoria, el obispo del pueblo se reunió con la familia del difunto para informarle que, a pesar del fallecimiento de su esposo, el mayorazgo debía seguir en su jurisdicción. Situación insólita pero, dada la premura, el religioso prefirió dejar todo en manos de María a que cualquier otra familia, debido a la inminencia de la celebración, lo dejará plantado.
No obstante, el religioso se justificó en lo mucho que el marido había trabajado para cubrir los gastos, por lo que consideraba una grosería retirarles la mayordomía. María sería la primera mujer de la que se tenga registro en cumplir con este puesto. El hecho, empero, molestó a los hombres más tradicionalistas del poblado.
Efectivamente, el grupo que mostraba mayor inconformidad eran varones pertenecientes a las familias de mayor tradición en el pueblo cuyos antepasados –según se decía– habían sido fundadores del pueblo hace cientos de años. En general, en todo el pueblo veían con muy malos ojos que una “hembra” ocupara semejante puesto. Buscarían cobrarse semejante agravio.
Luego de las exequias funerarias, María tuvo que pensar el modo de cubrir los gastos. Lo primero que se le ocurrió fue vender sus frutas en el mercado; no obstante, el pueblo era tan pequeño que no obtenía lo suficiente. Además, mucha gente no le compraba para demostrar su inconformidad.
Le surgió la idea de ir a la ciudad capital, San Cristóbal –que distaba unos 30 kilómetros– a ofertar sus productos. Ahí sí había muchísima gente, por lo tanto, podía vender mucho más y, a su vez, obtener mejores ingresos.
Sin embargo, en un pueblo tan tradicional, era inconcebible que una mujer saliera sin la compañía de su marido, hermano o cualquier figura masculina. Pensó en su compadre Nicanor; él podría acompañarla. Pero la negativa era previsible:
—Si la acompaño, comadrita, ¿quién va a trabajar para darle la papa a mi señora y a mis chilpayates?
Así pues, tuvo que ir a hablar con el obispo para plantearle la situación, e implorarle que le diera un “permiso especial” para poder salir del pueblo sola. Únicamente iba a vender sus productos con el fin de cumplir con su compromiso con el pueblo. Sólo iría a vender y regresaría, no más.
Tras pensarlo unas horas, y con la celebración cada vez más cerca, el obispo no tuvo más que aceptar.
La noticia enfureció todavía más a los detractores de María quienes expresaron abiertamente su disgusto al señor obispo. Este solo trató de amainar los ánimos. Era inútil. La venganza se estaba gestando.
Cierto día –a una semana del Kinta-Jimunltik, luego de recoger su mercancía y mientras caminaba hacia San Juan Chamula¬– María se dio cuenta de que cinco hombres la venían siguiendo. Ninguno conocido. Tuvo un muy mal presentimiento.
Finalmente, justo en medio de los dos pueblos, cuando en el camino de terracería no se veía nadie ni siquiera en lontananza, dos de los individuos tomaron la avanzada.
—¡Quieta ahí, perra!
María aceleró el paso. Fue inútil.
—¿Qué no sabes lo que les pasa a las hembritas que salen solas?
Los dos finalmente la detuvieron. Quiso gritar, pero le taparon la boca. Los otros tres que habían quedado un poco atrasados, ya estaban por alcanzarlos.
Entre los primeros dos, la sacaron del camino hacia la maleza. María lloraba: la iban a violar.
Uno por uno, por turnos, pasaron por ella. Uno la sostenía mientras otro la penetraba; luego intercambiaron.
Después de una hora, la dejaron ahí –como un animal– siempre con la advertencia final de que aprendería que una perra no debe andar sola, sin su macho.
De milagro no se desangró, pues tuvo que regresar –con sangre escurriendo de su vagina– andando hasta el pueblo.
Trémula, ingresó a Chamula.
Todos supieron lo que le pasó. Nadie, sin embargo, la compadecía; por el contrario, la miraban con desprecio, con asco y repulsión como se mira a un animal ponzoñoso.
Solamente el obispo fue a verla cuando se enteró. Lo único que le dijo fue:
—¿Para esto te dejé ir al pueblo? Arrepiéntete, hija. Arrepiéntete de tus pecados. ¿Al menos conseguiste el dinero suficiente?
María, con los ojos aún llorosos, señaló con la vista una bolsa que se encontraba en la mesa; ahí estaba todo el dinero que había logrado reunir.
—¡No es suficiente! —replicó el obispo con evidente enojo— Pero bueno... supongo que la Iglesia tendrá que poner los quinientos pesos restantes.
Antes de irse, con notable tono de furia, pues todo el pueblo le reclamaba el error de dejar salir a una hembra sola.
––Sobra decirte que, por dignidad, hija, no te presentes el día de la celebración.
El obispo ni siquiera esperó respuesta.
El día del Fuego Nuevo todo San Juan Chamula era fiesta. Todos celebraban, bebían, bailaban. Solo María escuchaba –a lo lejos– el bullicio. Lo único que hacía era lavar su ropa (la misma que llevaba el día de la violación); era la décima vez que lo hacía. Se había bañado tanto que su piel comenzaba a lacerarse.
Cuando se vio reflejada en la pileta, se odió, odió la belleza de su rostro –una hermosura de la cual ella no era consciente. Tomó el barro que había en el chiquero y se embadurnó la cara. Así jamás ningún hombre volvería a desearla, ella no podría provocar a nadie.
Cuando la noche cayó, la tradición dicta que debe elaborarse una juncia, una cruz elaborada con hojas secas, que, al oscurecer, debe encenderse: es el sitio donde arderán los pecados de los pobladores.
Cuando hubieron pasado todos (cada uno pasa muy cerca y los pecados son consumidos por el fuego), María apareció.
Todo el pueblo enmudeció; le abrieron paso a María (nadie quería tocarla ni acercarse, estaba apestada) que embadurnada lucía horrenda.
Nadie dijo nada. Ella, absorta, se dirigió sin decir palabra ni quitar los ojos de la juncia directo al fuego. Se arrojó a las llamas; nadie la detuvo. Todo el pueblo vio, en completa resignación, la purificación de María.
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