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El sueño de una lesbiana sin tetas por Juan Pablo Goñi Capurro

por Juan Pablo Goñi Capurro.

Huberto subió al tren a la hora prevista, las manos en los bolsillos cosa que el saco no se abriera. Huberto era yo. Llevaba un mes vistiendo traje para viajar a la capital, única manera que se me ocurrió de ocultar la molesta cola que me había crecido sobre la raya del culo. Escogí un asiento solitario; personas confiables que viajaran solas —no quería repetir el incidente del quince de abril, cuando la cola se entusiasmó con el cuerno de la compañera de asiento y me tuvo a los saltos durante el viaje—. El vagón se llenaría, rogué que me tocara un compañero discreto, propietario de una nariz doble o pezuñas, detalles que no conmovían a mi nuevo apéndice.

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Extendí el periódico, el código para indicar que no estaba interesado en conversaciones. La cola se mantuvo quieta cuando se sentó en el asiento del pasillo una mujerona de cabeza gigantesca que cargaba una bolsa con manzanas naranjas. Me invadió un pesado aroma a ajo; mi vecina de viaje era una ilusa que confiaba en la propaganda del gobierno, aposté que en unos días luciría un par de astas o una giba. Volví el rostro a la ventanilla e intenté que el periódico fuera un muro entre el ajo y yo; inútil, descendí envuelto en su aroma.

Los ademanes que efectué para librarme del olor me hicieron descuidar. Pasé por un molinete y mi cola, emergiendo libre de los pantalones, se aferró a él. Delante de la multitud que pugnaba por entrar o salir del andén, quedé dando pasos en el aire, sin poderme alejar. Para aumentar mi vergüenza, quienes se aproximaban celular en mano se llevaban los dedos a la nariz. Se me cayó el periódico; no lo recogí, necesité de ambas manos para obligar a mi cola a desprenderse del molinete. Sudoroso, por el impulso acabé chocando contra una jovencita muy bonita, si quitáramos de su rostro la nutrida barba de bisonte americano.

Para mi sorpresa, la joven me ayudó a volver la cola a su lugar. Apreté fuerte el pantalón y ceñí el saco por encima. Le agradecí, ella me miró como diciendo «ojalá pudiera yo esconder lo mío». Una vez que me alejé del bello ejemplar, dudé en proseguir con mis propósitos. Arribar a la entrevista en el ministerio del interior con el cabello sudado y hediendo a ajo me sonó como un mal plan. Sin embargo, requerir una nueva cita podía tomarme seis meses; no concebí pasar ese tiempo en compañía de la molesta visitante de mis bajos fondos. Tomé aire y me sumé a la muchedumbre que se dejaba engullir por las bocas del subte.

Un par de policías custodiaba el andén. Carecían de la actitud intimidatoria propia de sus colegas. Me detuve un instante. Ella tenía orejas de jirafa, él, un pico naranja. Entendí que había sufrimientos peores que el mío; ¿cómo se decía «alto o disparo» a un delincuente cuando la voz debía salir del pico de un tucán? Quizá fueran peores pero yo tenía el mío; suficiente empatía, había obtenido el privilegio de ser entrevistado para el programa de curación diseñado por los científicos del gobierno, no fuera que por compadecerme llegara tarde y perdiera la oportunidad. Colocando el pulgar en una serie de terminales atravesé puertas hasta hallarme delante del despacho del encargado de admisiones al plan experimental. Esta vez coloqué el pulgar sobre lo que parecía un interruptor; las puertas se abrieron y pasé. Detrás de un escritorio normal, un hombre obeso, de cabello cano, manos peludas y trompa. Una trompa más de oso hormiguero que de elefante. El hombre la apartó, se la colocó en torno al cuello como si fuera una bufanda. No dejaba de tener utilidad, a diferencia de mi cola prensil. Igual, de elegir, elegiría mi cola, al menos la podía esconder.

—Debe haber un error, usted está sano.

—Ningún error.

Ruborizado, me quité el saco y, sin más ayuda de mi parte, la cola saltó, buscado un asidero para aferrarse. La dejé unos segundos para que el funcionario comprobara que estaba infectado, y volví a cubrirla con el saco. Recién entonces me senté. Del bolsillo interno saqué las órdenes selladas y el ticket para acceder al tratamiento. El hombre las cogió con las manos, las leyó y emitió un suspiro; con él, la trompa se desató y vi como los papeles se perdían dentro de ella.

El funcionario se puso de pie, se agitó, tosió y estornudó con fuerza. Sobre mi cara pasaron papeles, el capuchón de una lapicera, un sacapuntas, un abrochador y un preservativo —usado—; todo bañado en abundante moco verde. Con el estornudo la silla a mi derecha fue a dar contra la puerta y un par de certificados enmarcados cayeron al piso. Al señor no pareció molestarle el desbarajuste; por el contrario, volvió a sentarse, el semblante recuperado y la trompa otra vez cumpliendo funciones de boa.

Con la punta de los dedos recogió los papeles y los guardó en una carpeta foliada. De un cajón extrajo otra orden sobre la que estampó tres sellos y dibujó tres firmas distintas. Sin más explicaciones, me pasó la admisión y señaló la puerta. Leí rápido: debía presentarme al día siguiente a las ocho de la mañana en la granja Pittman. Estaba todo correcto. Saludé y me retiré, caminado hacia atrás no fuera cosa que me sorprendiera otra descarga de la trompa.

Por la noche me acosté ansioso, sin por ello olvidar la precaución de sujetar la cola con un precinto al armazón de la cama. La primera vez que me fui al lecho con mi flamante extremidad, pensé que sería mejor dejarla libre tras un día de mantenerla sofocada por el saco. Grave error. A la medianoche me despertó un beso cariñoso de mi mujer en la mejilla; al regalo, añadió una frase «jamás me hiciste vivir un orgasmo tan intenso». Le duró poco el cariño. Cuando comprendió lo sucedido, saltó de la cama y regresó a los pocos segundos con la cuchilla grande, dispuesta a acabar de raíz el problema. Aterrado, le expliqué que no podía aplicar un método tan arcaico en el siglo tecnológico que vivíamos, le conté del programa del gobierno y ahí nomás me anoté en el programa que me depositaría en la granja Pittman. Tras una noche desasosegada, partí temprano. Arribar a la famosa granja me costó un dineral. Me resultaba imposible conducir con la cola, la única vez que lo intenté acabé estrolado contra la columna de alumbrado ubicada en la vereda del vecino. El ruido del motor la enloquecía; de hecho pasé el trayecto a los saltos en el asiento trasero del taxi. Ella pugnaba por elevarse y yo por aplastarla. El taxista no hizo comentarios, aunque me pareció que sus branquias aceleraban los lapsos de cierre y apertura. Me dejó en la puerta del edificio brilloso, bajó la maleta del baúl a la explanada de acceso y se alejó a más velocidad que la que traía conmigo en el coche.

Permití que mis ojos se extasiaran por unos minutos. El edificio de tres plantas, moderno a más no poder, estaba instalado en un parque gigantesco, rodeado por floridos canteros y cercos con dibujos. Me pregunté dónde guardarían los animales de la granja en sí, no vi establos ni corrales. Como eran casi las ocho, dejé de preocuparme y pulsé en el identificador de acceso. Ningún sonido me dio la bienvenida. Se abrieron las puertas y enfrenté un monitor.

Allí estaba mi nombre. Luego, una flecha, el número de un consultorio y una cuenta regresiva; debajo una leyenda decía límite para aprovechar su oportunidad. La cuenta iba en seis. Segundos. Corrí desesperado con la maleta a la rastra y empujé la puerta batiente. En un cubículo blanco con espejos por doquier, sobre una silla ergonómica, descansaba una mujer joven, casaca blanca y pantalones ajustados.

Me asombró no ver en ella signos ostensibles de la plaga. Al instante lo consideré lógico, una granja de tratamiento y curación debía contar con profesionales ya curados. Aliento a ajo no tenía, el personal del gobierno no seguía los consejos del gobierno para mantener la enfermedad lejos de sus cuerpos.

—Desnúdese.

—No es necesario, basta con bajar el pantalón un centímetro y...

—O se desnuda, o se marcha.

¿Para eso me había preocupado por colocarme la ropa más fina que poseía? Ruborizado, me quité todo; me vinieron ganas de cubrirme las partes con la maleta, pero la actitud de nazi entusiasta de mi terapeuta decía que no era una buena idea. Dejó la silla, se acercó y me obligó a girar. Mi cola dormía, caía laxa entre los glúteos. Sentí cuando la terapeuta la alzó, como sopesándola. Al soltarla, me golpeó como un látigo las nalgas.

—¿Tanto le molesta andar con esta pavada? Que ganas de dilapidar recursos, habiendo tanta gente con problemas severos. ¿Se imaginan cómo deben estar pasándolo las mujeres con barbas de chivo colgando de sus pezones? ¿O los hombres a los cuales les brotó una bolsa de canguro justo delante del pene? Insensible, privar a la gente que de verdad quiere aliviar su dolor.

Me indigné, lo demostré de la manera más suave que se me ocurrió.

—¿Qué sufría usted, doctora?

Un idiota compitiendo el viejo juego de «a ver quién la tiene más grande»; para peor, con una mujer.

—Una verga de burro justo delante de la vulva.

La vista se me fue directa a la zona mencionada, no cubierta por la casaca. Ningún indicio de pene, diría que hasta la hendidura era remarcada por la ajustada tela azul marino.

—Mala suerte, Huberto, debió conocerme antes. Estoy curada, ya no puedo complacerlo.

Enrojecí. Quise rugir de furia, jurar sobre la tumba de mi madre viva y gritarle al mundo lo macho que era; no soy tan imbécil, comprendí que sería inútil, ella me había vencido, no cambiaría su apresurado y erróneo diagnóstico. La cola pareció disfrutar mi embarazo, se movió igual que la de un perro amigable. Para peor, como si su especialidad fuera escarbar en las heridas, la terapeuta agregó:

—Dadas sus inclinaciones, le concederé un gusto. Lo acompañará Igor, en lugar de las azafatas.

El tal Igor resultó un oso parlante. Literal. Era inmenso y lo cubría una mata de pelo, de la cabeza a los pies descalzos. Apenas un slip atigrado ocultaba —es una manera de decir— el gigantesco miembro que calzaba.

Igor señaló las escaleras; fui tras él. La terapeuta me obligó a que dejara ropas y maletas en el consultorio, ni loco caminaba delante de ese energúmeno. Avancé por un pasillo inmaculado y subí al primer escalón. La escalera era eléctrica. Allí todo brillaba, me dio seguridad hallarme en un ambiente tan aséptico y moderno.

Igor metió el dedo en otro identificador y una puerta se abrió delante de nosotros. Vi una máquina que poseía un recipiente grande, de la que salía un tubo largo cuyo extremo continuaba fuera de mi alcance. Ganó mi atención el líquido rojo que caía de otra tubería sobre el recipiente mencionado.

—Perdón, es la planta de procesamiento de desperdicios, aquí todo se recicla. El reciclado me había parecido siempre un concepto interesante, quise saber más.

— ¿Qué producen?

—Morcillas —respondió, lacónico, mi cicerone.

La seguridad comenzó a abandonarme. Igor dio dos vueltas por los mismos pasillos, conmigo casi a cuestas; lo noté perdido. Pasamos bajo un arco y desembocamos ante otra puerta, que Igor abrió en un instante. Aquí había cientos de serruchos colgando de las paredes.

—Otra vez me equivoqué, estos son los repuestos.

— ¿Repuestos de qué?

—De los quirófanos.

Dijo la palabra y halló la orientación. Sin dejarme averiguar más sobre los quirófanos, me metió en uno. Camilla, luces, aparatos, vendas y un cubo, todo lo que alcancé a distinguir antes que cerrara la puerta y me dejara solo. Luego no hubo tiempo.

De un agujero salió gas, me adormecí. Acerté a la camilla y me tendí sobre ella.

Antes de perder la conciencia, vi llegar a un hombre con delantal de carnicero; sostenía en la mano un serrucho como los que había visto antes. Logré verle la cara; en efecto, era un carnicero, el que me atendía cuando vivía en el barrio Lourdes. Abrí la boca para protestar, me salió un bostezo.

Nunca supe el tiempo que pasó hasta que desperté. Me hallaba en una cama cómoda, en posición lateral, casi fetal. Mi primera reacción fue llevarme la mano a la espalda; bajé y llegué a la raya del culo sin toparme con la maldita cola. Apenas había unos puntos de sutura; el carnicero conocía su oficio, nunca comí chuletas tan buenas como las del barrio Lourdes. Antes que pudiera festejar, sentí urgencia por ir al baño.

Caminé sin dolor y delante del inodoro encontré la sorpresa; al buscar el aparato para hacer pis, no estaba. Solo había unos puntos de sutura arriba de una vulva artificial.

—¿Ya descubrió el regalo que le hice? Ah, los discriminados son mi debilidad, le hubiera incluido tetas pero ya me excedí con la ablación del pene y la construcción de la vagina. Que la disfrute mucho, Huberto, o como vaya a llamarse ahora. No la oí entrar ni la oí salir, concentrado como estaba en esa realidad surreal. ¿Cómo le explicaba a mi mujer que se trataba de un error? Anestesiado por el cuerpo que me entregaba el espejo, no me moví hasta que ingresó un enfermero para control. Asustado por mis ojos en blanco y las piernas bañadas en orina, convocó al médico de guardia. Logré reaccionar, le hablé de mi esposa, de la confusión de la terapeuta, del problema insoluble que podía significar el fin de mi vida. El médico pensó un rato.

—Se me ocurre una sola solución.

Y así fue como mi mujer viene gozando orgasmos múltiples cada noche de su vida, mientras yo sigo sin acostumbrarme a orinar sentado, luchando cada vez porque la cola no me viole. Y sin saber si soy Huberto, o si Huberto fue el sueño de una lesbiana sin tetas.

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