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Soliloquio de un desahuciado por Felipe Ortiz Vanegas
from Nudo Gordiano #13
por Felipe Ortiz Vanegas.
—Que le digo que ya vienen, están muy cerca mi señor,—dijo Ignacio mientras se dirigía a la puerta.—Estese acá mejor, no vaya a ser que le echen mano mientras está de huida.
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El picaporte emitió un chillido al girar, y de nuevo quedé solo en aquella habitación que me resultaba estrecha. Un aire cálido y sofocante llenaba el espacio. Yo, Gabriel José, que tengo las nalgas aplanadas de tanto cabalgar por el dilatado territorio americano, y el cuerpo hecho jirones de tan accidentado trasegar, me hallo ahora recluido al confinamiento en estas cuatro paredes, tan cercanas unas de otras, ahogándome.
Los rumores de que Morillo, el canalla que tanta sangre vertió en Cartagena de 1815, había entrado en esta ciudad de Bogotá, nos hizo esconder como presas asustadizas ante su depredador. Algunos decidieron huir hacia el sur, a Popayán y los Pastos, sin saber o, tal vez sabiendo, pero tomando el riesgo, que en esas tierras pululan los bastiones realistas. Otros, como yo, se escondieron acá mismo en la ciudad con la esperanza de permanecer ocultos hasta que el ejército expedicionario se marchara. Ahora pienso que hubiese sido mejor huir en vez de padecer este terrible encierro. Ya es tarde, realmente es tarde. Están acá. Llegaron y nosotros… ¿qué nosotros? En estas tierras no ha habido jamás un nosotros, tan solo fragmentos, facciones. Si hubiésemos… ya para qué. Tuvimos la libertad en las manos, y no supimos qué hacer con ella. Pero ¿quién lo sabe? Poco sabían los franceses acerca de la libertad si junto a ella no pusieron lo volátil, lo efímero, la evanescencia. Y creer que todo empezó por ellos.
El chaparrito francés, como solía llamar mi buen amigo Carbonell a Napoleón mientras señalaba con su mano derecha un poco más abajo de su hombro izquierdo, invadió España y sometió a Fernando VII, deseado entonces, indeseado ahora. Fue en ese momento cuando salieron a la luz las desigualdades, y se nos trató como españoles de segunda categoría. He de agradecer también a los franceses que nos mostraran que una cabeza real luce igual a cualquier otra cuando se clava en una estaca. ¿Quién mejor que yo para decirlo? He sido rebelde desde que tengo memoria, y si no hablé antes, y si no abjuré del rey, y de España, fue porque me sabía solo en medio de esta caterva de esclavos que aman sus cadenas.
Nadie sabe cuánto sufrí con los viles asesinatos de José Gabriel Condorcanqui, José Antonio Galán, y de tantos otros hombres y mujeres, porque también las hubo, que murieron luchando por un ideal noble. ¿Habrán sentido este mismo miedo ante la cercanía de la exhalación final?
Antes, en ensoñaciones, me veía enfrentando la muerte con denuedo y vigor, pero ahora, reconozco que siento miedo. Y este sudor en mi ropa, y esta tétrica habitación. Mi temor viene en forma líquida, pegajosa, se me adhiere y no me suelta. La muerte está a la vuelta de la esquina y me… ¡Alguien está afuera, intentan abrir la puerta! Mi cuerpo arremete impulsivamente hacia la esquina más oscura de la habitación. ¡Cuán infeliz y cobarde me siento!
—Mi señor, soy yo. Vea a quién le traje.—Meneando la cola tan ágilmente como sus años se lo permiten se me acercó Panche. Aquel perro, tan mestizo como Ignacio y tan viejo y mustio como yo, me había acompañado durante los últimos años y, al parecer, lo haría hasta el final.
—¿Cómo pinta la cosa afuera Ignacio?— Digo, mientras acarició la cabeza de Panche.
—Ay mi señor, esa gente ta’ armada hasta los dientes y están hasta alzando la tierra buscando lo que quieren. Ya agarraron a Don Camilo Torres y al señor Caldas.
—Prontamente a mí también Ignacio. Sé que voy a morir.—No dijo nada, tan solo agachó la cabeza. Siempre había sido malísimo para mentir, y sabía que la muerte era inminente esta vez. Como tratando de sacar esperanzas de donde no la había, dijo: — Puede que po’ aquí no vengan, ¿Por qué se arrimarían a esta casucha?
—No te esfuerces, bien sabes que sí lo harán.—Del bolsillo de mi chaleco tomo un puro y lo enciendo. Este será el último.
—Me cuesta creer que esto sea todo. Tanta guerra, tanta tinta gastada, tantos muertos, ¿para qué, Ignacio? ¿Para que un monarca qué ni conoce estas tierras vuelva a mandar en ellas?
—Pues señor, no soy entendido en esas materias, pero pa’ mí, hasta Panche podría ser el rey. Además, ¿qué ha mejorado? No soy malagradecido mi señor, porque a sumercé le debo muchas cosas, pero pa’ mí la vida siempre ha sido dura, con rey o sin, con emperador o sin.
Guardo silencio, finalmente Ignacio tiene razón. Esa igualdad que en algún momento pedimos a los españoles ni siquiera fue posible entre los mismos americanos, siempre hubo quien estuviera mejor que otros, sostenido por la miseria de los muchos. Incluso yo fui un símbolo de la desigualdad. Me pregunto qué pasará con esos nombres que apenas comienzan a despuntar en América. San Martín, Bolívar, Sucre, Manuel Ascencio, Juana Azurduy… ¿Sus nombres serán borrados de la historia y sus vidas sacrificadas, como lo será la mía, al monarca español?
El miedo se fue. La sensación de que todas mis luchas fueron en vano hizo que se disipara.
—El destino de América fue, es y será oscuro. Esta tierra es fértil debido a la ingente sangre que se ha derramado sobre ella. Son ríos de sangre, Ignacio, los que se han vertido en este suelo, y en la posteridad serán mares y luego…—Calle la boca, no ve que hasta miedo me está dando. No es momento pa’ andar de ave de mal agüero.
Además, sumercé qué sabe, no ve que…Golpes en la puerta. Silencio en la habitación. De nuevo golpes, más fuertes. Silencio más profundo.
—¡Abran la puerta o la echamos abajo!
—Abra Ignacio, el momento ha llegado.—Pálido, trémulo, lentamente se aproxima a la puerta, como creyendo que se cansarán de esperar.—Ah, Ignacio, y muchas gracias, por todo.— Enmudecido tan solo pudo asentir.
Cuando me llevaban a la plazuela de San Francisco, después de haber sido juzgado por el Consejo de Guerra, la gente se agolpaba en las calles de la capital del Virreinato. ¿Qué pensará toda esta muchedumbre? ¿Acaso sentirán lástima? ¿Tal vez tristeza? ¿La rabia hervirá en sus pechos o se regocijarán ante el espectáculo de una muerte que había sido publicitada como un gran evento? Ahora era yo Tupac Amarú, José Antonio Galán. Esa figura que servía como símbolo de lo qué podía sucederle a quien osara oponerse ante lo establecido. Cuando llegamos ahí estaba Francisco José de Caldas con las manos atadas y las ropas harapientas. A pesar del lamentable estado en que se encontraba, puesto que hacía ya varios días que lo habían atrapado, aún resplandecía en su rostro aquel brillo juvenil, pero también sapiente que años atrás había percibido en él. Alcancé a escuchar cuando Morillo dijo: — España no necesita sabios.
Me pusieron al lado de Caldas. Ordenaron que nos diéramos la vuelta. Me miró, y con una sonrisa amarga que apenas se advertía en sus labios dijo: —América no necesita monarcas.
Comprendí, entonces, que la lucha continuaba, que nosotros tan solo éramos dos vidas entre las muchas que se habrían de perder para lograr la Independencia, primero de los españoles, y luego de los mismos americanos que quisieran meter en sus bolsillos esta tierra feraz.
Las palomas volaron, azoradas por el estallido de la pólvora.