Revista Ocio nº 2

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OCTUBRE 2014

Revista

Ocio Número 2

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Octubre 2014


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ÍNDICE

4 EN EL CAMINO DE LAS PALABRAS EDITORIAL

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FRAME

LA RESURRECCIÓN DE LA ABUELA

SHARET UBALDO

FERNANDO A. SIERRA

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JUNTOS ACABAMOS

CALAVERA 5 (TRISTE SEÑOR CABEZA DE

LÍA

SANDÍA)

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SR. ZURITA

POEMA X

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FERNANDO A. SIERRA

EL ENTE EN LA HABITACIÓN

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EL XASTLE

CUATRO POEMAS

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CARLOS ROJAS

VIVIR SU VIDA/ JEAN-LUC GODARD

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FERNANDO W AROTO LANDEO

ARLEQUÍN ENAMORADO

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HELSVI

A MIS RECUERDOS

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ALEXIS PÉREZ

JARDÍN DEL TIEMPO

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CREONTE ZAGHOLZ

PODER MARTÍN ANDÉN

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En el camino de las palabras Editorial

Las palabras buscan la confirmación de aquello que alguien por primera vez, llevado por una extraña inquietud, las formuló en algún momento del día o la noche. No están ahí simplemente como un cometa que surca el espacio, abandonadas abandonada a una trayectoria ctoria caprichosa que bien puede continuar indefinidamente antes de encontrarse con algún otro cuerpo celeste. Las palabras tienen un sentido, son pronunciadas desde nuestras propias entrañas con miras a llegar a otro lugar, distinto de aquel desde donde alguna vez fueron articuladas. Tienen la enorme ventaja de que su fuerza y alcance pueden ser mucho mayores incluso que aquello de lo cual provinieron, pues en la incertidumbre de su viaje se encuentran con otros cuerpos que las reciben con gusto o rechazo, rechazo dotándolas de una composición distinta, alterando su camino en múltiples direcciones. Ayuda el imaginar que cuando alguien dijo: La suave brisa que sopla está en llamas. Oh, rayo de luna, amigo, ardes como el sol. no solo estaba componiendo un verso dedicado a enaltecer a una deidad, sino que también estaba arriesgando algo de sí mismo para ofrecerlo al océano, como si hubiera decidido soltarlo en la inconmensurable superficie ondulante del tiempo, renunciando a su propia creación para que encontrara distintos caminos, que pueden ser los de cualquier lector que en la ingenuidad del momento haga sentido en sus palabras; y al mismo tiempo con la convicción de que aquel lugar íntimo a dónde él las dirigió, tendría finalmente mente noticia de su mensaje, comprendiéndolo. La pregunta no es si escribes poesía, cuento o ensayo porque un caudal de palabras en tu cabeza implore que las pronuncies. Si ves películas en busca de algo que te exalte el alma. Si al ir por la calle te asalta asalta una imagen que parece estar solo para ti, pidiéndote que la captures para siempre. Si el color blanco te es insoportable y por eso te lanzas a su superficie con ganas de escupirle formas y colores.

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La pregunta no es si el arte, extraviado de sus lugares lugares habituales, se encuentra contigo un día y te incita a sentir. Porque no hay tal cosa como el arte, un ser que te interpele por tus sentimientos sentimie y pensamientos más profundos, s, cual fantasma poseyendo cuerpos a su entero capricho. Personas que se arriesgan por expresar algo buscando otro algo. O mejor dicho: a alguien. Hay ocasiones en que llegan a perderse en el camino, ya sea porque quienes encuentran sus palabras consideran peligrosa su resonancia, por ser capaz de alterar el estado de cosas que por años se han ocupado por mantener, a su conveniencia. Palabras que vienen y van, aunque no nos percatemos de ello. Algunas permanecen más tiempo con nosotros, ocupan un lugar privilegiado, y nos preocupamos por llevarlas durante toda la vida, atadas a los huesos huesos como si con ellas quisiéramos obligarnos a recordar algo importante, aunque no sepamos exactamente el qué cosa.

Revista Ocio llega a su segundo número procurando, una vez más, que las palabras encuentren aquello que las haga sentido, en la experiencia cotidiana c de sus lectores. Cada uno de los trabajos de quienes participaron con sus textos o imágenes, refleja esa búsqueda, y si en buena medida al hacerlo devuelven los rostros de la fantasía o el asombro, es por el expreso deseo de evocar todas las dimensiones dimen que conforman la experiencia humana. Existe la gente, con sus rostros de ocasión, batallando contra sus horarios, deambulando de aquí para allá, desde que se despierta hasta que cae dormida. También los lugares donde gastan su vida: las calles, tapizadas zadas de asfalto y hierro, con su par de pisos o su inmensa colección de niveles superpuestos en imágenes que agotan con su infinidad de detalles las posibilidades del ojo más observador. Entre ellas andan los ociosos, trazando palabras e imágenes para enviarlas env en trayectorias complicadas. Algunas de esas fuerzas vivas se detienen en los ojos de jóvenes ansiosos por la novedad, otros tardan porque aquel a quien van dirigidas se encuentra ocupado en su lucha diaria por la sobrevivencia, pero cuando se detiene detie a contemplarlas también le producen un extraño extraño calor, algo parecido a la recuperación de una parte de sí mismo que quería comunicar a los demás sin saber cómo hacerlo. hacerlo

Dedicado a los 43 estudiantes de Ayotzinapa, Guerrero.

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La resurrección de la abuela Fernando A. Sierra (De “Los Los Cuentos del Capitán Mentiras”) Mentiras”

La abuela yacía cercada por docenas de blancas flores. Una sonrisa serena y una corona de gardenias le adornaban el semblante. El párroco señaló para consuelo de los deudos: “Seguramente se elevó elevó a la gloria, en la santa paz del sueño; como hacen los justos al ser er llamados a la presencia del Señor”. Señor”. Y continuó hincando el diente a una pierna de guajolote bañada en mole, mientras nuevamente llenaban su jarro de pulque. El señor doctor escanciaba el coñac de la abuela, declarando con una solemnidad soberbia e inquebrantable: “Aun no parece cierta su muerte, si ayer en este salón platicamos con su ahijado, don Porfirio Díaz, de sus veinte años gobernando con orden y progreso la República… Hasta bailaron una polka, muy contentos por el centenario de su natalicio. Tomamos unas cuantas copitas al calor de sus anécdotas. Y reímos hasta las lágrimas; al al contarnos, como solo ella sabía, sabí el tremendo par de bofetones que propinó al infortunado general general Santa Anna, cuando perdió la mitad del país. “¡Qué infortunado ni que que ocho cuartos!”, respondió r doña Cleofás aun muy enchilada por aquellas traiciones del pasado. “Y para que oyeran bien claro sus lameculos, le grite ¡Pinche cojo pendejo!” Tres días atrás, en la madrugada, madrugada la despertaron doscientas gargantas cantándole las mañanitas. La peonada de la hacienda andaba a las carreras en los preparativos de los manteles largos. Para la gran comilona mataron dos vacas, diez chivos, cuatro marranos y veintiún veintiún guajolotes. Y como no había por todo el rumbo quien tuviera mejor sazón que la abuela, le e rogaron para que ella misma preparara prepar el mole. Sin ayuda de nadie (por que ella no necesitaba vejigas para nadar) molió costales de chiles, chocolate y otras especias. especias. Ya encarrilada, cocinó doce cazuelones de arroz, ansina de grandototes, y preparó diez galones de tepache. En la fuente del patio se vaciaron varios toneles oneles de ron, brandy y tequila; se exprimieron veinte costales de naranjas, otros tantos de limones y toronjas. Cinco barriles de agua de Tehuacán, canela, pimienta y clavo, clavo y se adornó con pétalos de

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rosas rojas. Del mero Xochimilco se trajo una trajinera para que cinco mozos y un remero navegaran sirviendo las copas, y cada cada hora se cambiaba la tripulación tripula por intoxicación de vapores etílicos, hasta que la nave encalló. Se contrataron tres orquestas para el gran baile en el salón y dos grupos de músicos huarachudos para animar a la indiada. Se trajeron de España al renombrado matador Lagartijo para que lidiara unos toros os de la ganadería de la casa, y los mejores coheteros compitieron para asaltar los cielos y atraer las miradas celestiales hacia las artes fascinantes de su pirotecnia. No cabían exageraciones a la enorme lista de invitados. Al banquete se presentarían más de quinientos comensales, entre ellos se contaban obispos, gobernadores, artistas y hasta el ya mentado señor señor presidente con su gabinete; aparte a de su enorme prole, de la que q ya había perdido la cuenta, pues había dado veintiocho vástagos os a sus cuatro maridos, que en la gloria estén. Amén de los sesenta nietos, noventa y ocho bisnietos y quien sabe cuántos tataranietos. La abuela Cleofás gozaba de una salud de hierro. Eso, decía ufana, “es lo único que me deben envidiar”. envidiar Era enorme como mo una vaca, fuerte como un caballo y de inteligencia aguzada y mordaz de gato montuno. Nadie la hacía tonta, se s las sabía de todas, todas; al derecho y al revés, arriba y abajo y a los lados también. Manejaba Manej su hacienda con mano dura, sabía s mandar y hacerse rse respetar por todo mundo. Decían que su cuantiosa riqueza se debía a saber mantener los dineros bien lejos de las la manos voraces de la parentela, y esto lo corroboraban sus hijos, al lamentar lo tacaña que era con on todos. Aunque la mera verdad ayudó a mucha ha gente, no regalando dinero en dadivas, sino a su modo, obrando con bondad sapiente y cautelosa. En la gran puerta de la hacienda había muchas coronas florales aromatizando tres leguas a la redonda. La sala donde se instaló la cámara ardiente, era tan amplia a que cabían cien cristianos. Los jarros de café con canela pasaban de mano en mano, entre las letanías para el eterno descanso de su alma. No faltaba pariente, ya fuera auténtico o dudoso, que no soltara el llanto a moco tendido, disimulando su dicha por la herencia soñada.. Hasta ocurrió el milagro de la sanación de enfermos y la epidemia de fuereños que brotaron hasta de debajo de las piedras, piedras declarándose consanguíneos de la difunta por línea directa. Por la noche los restos mortales de la centenaria fueron velados en calma chicha. Algunos viejecillos cabeceaban soñolientos, mientras otros hablaban en susurros para no despertar a los vencidos del cansancio.

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Y así hubiera continuado todo si no fuera porque que hijos y nietos, que andaban emborrachándose, irrumpieron ganosos de parranda larga, con el estruendo de unos músicos desarrapados que habían sacado de la cantina para amenizar su jolgorio. Por fin se había muerto la abuela, y el e duelo se convirtió en gozo ozo para repartirse la cuantiosa herencia. Detrás de los alegres deudos venían venían unos peones lanzando cohetes y un grupo de pirujas trepadas en una carreta tirada por una yunta de bueyes, repartiendo a diestra y siniestra las reservas de aguardiente de la cantina cantina del pueblo. Luego, se instalaron en el patio, prendieron fogatas para recalentar la pitanza y se dieron vuelo con la parranda. En la sala donde se velaba el cadáver de la abuela los cirios se consumían solitarios. Los deudos se habían ido a poner un un poco de alcohol a las canelas, canelas y calor al cuerpo al son de los filarmónicos. Por efecto de la prolongada quema de cohetes que estallaban bien arriba del cielo, comenzó a llegar gente de donde fuera, unos para saciar la curiosidad y otros para ver que pescaban. pescaban. Los que más, eran de la liga sempiterna de los gañotes aventureros. El escándalo era tal, que la abuela Cleofás abrió los ojos dentro de su sarcófago. Se enderezó un poco, aun aletargada por el profundo sueño. Se sentía tan ligera que se elevó como un suspiro hasta quedar sentada sobre su cajón. Esto sí que era bueno, ya no sentía las reumas carajas ni le estorbaban a la visión las cataratas. Que clarito veía las cosas y que orejas tan afinadas tenía para escuchar el borlote. “¡Jijos de la jijúrria!”, masculló rabiosa, rabiosa e intento asir el soporte del cirio para repartir guamazos a esos granujas, pero su mano pasó a través del candelabro como una bocanada de humo. Entonces se descubrió en las miradas de una docena de personas que estaban presentes. Le eran e muy aprendidos por la memoria y tan queridos de su corazón; por or supuesto eran todos sus muertos. Estaba rodeada por sus padres, abuelos, los cuatro maridos que tuvo el placer de querer y el dolor de sepultar, diez hijos suyos que se le adelantaron, sus su valientes hermanos que cuatro guerras le arrebataron, y hasta sus compadres, don Benito y su señora esposa doña Margarita Maza de Juárez. La abuela recordó que apenas unos escasos instantes estaba en una fiesta donde bailaba el vals “Dios Dios Nunca Muere” Muere con n todos sus muertos, quienes se encontraban muy contentos de recibirla por fin en los salones de la eternidad. ¡Qué Qué gran encuentro el reunirse con los seres seres más queridos de toda la vida! De su eterno reposo venían para acompañarla al otro mundo. Charlaron animosamente

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de los otros tiempos, y rieron de buena lid de viejas anécdotas. Don Benito pasó a explicarle el itinerario del viaje por realizar, cuando aparecieron del estallido de una nube de azufre e incienso un ángel y un diablo. Parecían personajes de pastorela por las malas fachas con que se presentaron. El ángel no era un muchachote forzudo y rubicundo con cara afeminada, por el contrario era ra un viejito prieto, calvo y enclenque. Vestía un camisón agujerado agujer color añil, y su u espalda sujetaba con unos mecates mecates unas alas de pluma de gallina pinta. Causaba cierta gracia verle acomodarse acomodarse la aureola marchita de oropel que le bailoteaba en la calva. Por su parte, el diablo presentaba por fisonomía la de un chaparro panzón de pellejo colorado, apenas vestido con con un calzón tiznado para taparse se las vergüenzas. Se rascaba con el rabo la cara granosa, granosa y cojeaba por efecto de tener una pata de gallo y otra de chivo, ambas llenas de excremento de puerco y lodo. Escupía chiles, ajos y cebollas mientras parloteaba con rapidez con una voz chillona y manoteaba exageradamente frente al ángel, enfatizando sus argumentos. El meollo de su disputa era por el alma de la difunta Cleofás. Tanto el paraíso como infierno argüían pruebas irrefutables del reclamo de sus derechos sobre el alma de la abuela. “Era una vieja tacaña y malvada”, decía el diablo sopesando un extenso pliego donde venían enumeradas todas sus faltas, pecados, omisiones y malas obras del alma en litigio. El ángel refutaba que no era cierto, porque ayudaba a viudas y huérfanos. Y solamente era severa para que la gente apreciara el tesón del trabajo. “Cierra la boca, incauto”, atajaba el diablejo, “¡Fue una vieja lujuriosa que tuvo cuatro maridos, y cuando la aburrían los mataba para quedarse con la herencia!” El ángel soltaba la risotada, diciendo: “Mentira, mentira, a cada uno lo amó y dio hartos chamacos”. Pero el canijo pingo gruñía, “Ja, mira que buenos hijos, bien briagos de contento por la herencia que dejó la vieja. Con su escándalo ya hasta la despertaron”. despertar La ponzoña de tales palabras le cayó a la abuela como una pedrada en el mero orgullo. Se le trepó el berrinche hasta la coronilla, coronilla y agarró del pescuezo al chamuco para darle una soberana zarandeada que lo dejó tan magullado como dolorido. Y si no fuera era porque los presentes le arrebataron la presa, ya lo hubiera devuelto en cachitos para el infierno. El diablo, medio repuesto, repuesto la asió bruscamente del brazo y la llevó al patio de la casa. Lo que vio la abuela casi la mataba por segunda vez. Los animales anim andaban fuera de los corrales y establos, estab destrozando los jardines; bandas andas de desconocidos se robaban las cosas de la casa, mientras que algunos escarbaban por todos lados y derribaban muros, buscando las ollas rebosantes de monedas de oro que

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seguramente mente la abuela enterró para no darles ni un centavo. Mientras esto sucedía, loss chiquillos apedreaban macetas, ventanas, y descuartizaban aban el enorme reloj de la sala sin que nadie los reprendiera. Toda su parentela alcoholizada protagonizaba el más triste de los desfiguros. Bailoteaban sin ningún pudor, rompían todo a su paso, se jugaban la herencia en juegos de azar, mientras otros se tupían tupían a trompadas y procaces insultos disputándose prendas y alhajas de la difunta. Para la abuela fue horrible horr entender que tantos años de educar a los suyos con una férrea disciplina no habían servido de nada. Maldijo su vientre, porque había parido cerdos. El maldito diablo se reía de ella sobándose los cachetes, mientras el ángel le daba unas palmaditas en el hombro. Sus finados trataban de animarla, pero ella estaba que se la llevaba el tren. Sabía que no podía hacer nada, pero si era necesario rogar por una licencia, lo haría. Agarró al diablo de las orejas y a empujones llevó al ángel junto a su sarcófago, y con una voz oz que no admitía excusas excusas les dijo: “Yo me voy con cualquiera de ustedes, les doy chance que se echen un volado por mi alma. Con esto, me da igual el purgatorio o condenarme toda la eternidad en el infierno. Solo permítanme volver a levantarme con mi cuerpo o pecador y darle a esta bola de zonzos un buen escarmiento. Nomás eso les pido: un par de minutos; después ya ustedes dirán”. El ángel y el diablo se apartaron para deliberar. Era muy arriesgado. Si se enteraban en sus respectivas jefaturas les andaba costando tando la chamba, que q por más mordidas y palancas as que movieran en el sindicato no la a librarían fácilmente. Aunque finalmente coincidieron que el espectáculo que iban a presenciar bien valía una eternidad de castigo, así que llamaron l a la muerte, quien también én andaba en la pachanga muy atenta para pescar algún imprudente. Acudió de prisa, como es su costumbre, y fue puesta al tanto de la situación. En contubernio, contubernio, los tres seres espectrales, sin disimular su agrado por la propuesta de la abuela, convinieron convinie (pero nomás por un ratito) resucitarla para que llevara a cabo la corrección de su descarriada familia. La abuela les es dio parcamente las gracias, prometiendo agasajarlos con un sabroso chocolate y unos churros que ella misma prepararía.. Se puso a disposición disposició del diablo, del ángel y de la muerte. Esta última sacó de sus costillas costillas un pequeño reloj de arena, al que le dio un golpecito para que la arena comenzara a caer, después de lo cual agarraron de las canillas el alma de la abuela entre los tres, para meterla meter

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REVISTA OCIO nuevamente a su antiguo cuerpo.

OCTUBRE 2014 Eso sí, la la sacudieron un poquito para que se

acomodara. El diablo le sopló en la cara a la abuela y esta resucitó con una tremenda tr tos que le provocó las náuseas. ¡Qué tufo tan terrible ible tenía el condenado! Luego la ayudaron ron a salir del cajón, y ya incorporada cogió su bastón, para frunciendo frunciend el seño llegarse hasta la puerta que daba al patio. Sus ojos echaban chispas. Los desmanes de la borrachera continuaban haciendo estragos; el e hermoso patio de la hacienda era un campo campo de guerra, devastado por la locura. Para darle sabor al caldo, el ángel sopló y resopló, haciendo que un viento helado atrajera las miradas de la chusma hacia la abuela. Entonces, al verla, verla se quedaron paralizados de puro espanto, con los ojos a punto de saltarles de la cara y con la boca abierta. Si el diablo se les hubiera aparecido no hubiesen hecho tanta alharaca. Comenzó una estampida en todas direcciones. direcciones. Por lo borrachos que andaban tropezaban unos con otros. Algunas mujeres arrodilladas se santiguaban, pidiendo clemencia a todos los santos del cielo. Después vino lo mero bueno. La abuela se les fue e encima repartiendo bastonazos; con la vitalidad talidad recobrada descalabro a éste,, le voló los dientes a aquel, a fulanita la desgreñó y a esa otra le puso el ojo de cotorra. a. Más acá y también por acullá volaban patadas, guamazos y cachetadas. A los músicos les propinó guitarrazos, acordeonazos y tamborazo y medio. A su paso despertaba a los dormidos a patadones y hacia volar por los aires sillas, macetas, s, jarros, platos y botellas que siempre encontraban un blanco preciso, poniendo chipote ipote con sangre tanto a chicos como a los grandes. La abuela era un completo huracán de chingadazos chingadazos que arrasaba todo a su paso, su u furia era la erupción del mismísimo averno. No perdonaba a nadie, pues tupía t parejo: viejos, mujeres, escuincles, chaparros y grandotes recibían su merecido. Con decir que hasta al señor ñor cura que quiso meter la paz le tocó ó su tanda de coscorrones. Sobre obre todo con sus parientes era con quien se ensañaba con mayor y desmedido desparpajo. La abuela no cejó en su orgía de mandarriazos hasta que se le cansó la mano. Se detuvo por fin, y entonces dos gruesas lágrimas se deslizaron por sus mejillas. Tiró el bastón y se dejó caer sobre su sofá preferido, preferido, ahora despanzurrado. Las víctimas, reponiéndose del susto y de la soba, se conmovieron de la amargura de la pobre vieja y lloraron con ella, suplicándole su perdón. Fue a la sazón cuando les dio una arenga de la moral y las buenas costumbres, que la verdad ni ella misma se creía, pero que sonaba más impresionante que un sermón dominguero.

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Hizo una pausa al terminar su arenga, la la cual los lesionados aprovecharon para arrollar con un estallido de porras y aplausos. Pidió dulcemente su bastón y se puso en pie. Todos esperaban otra perorata; sin embargo la abuela mudó su semblante pacifico en un rostro severo y les ordenó tronando sus dedos arreglar aquel aqu desorden. Todos en tropel, más rápido que inmediatamente, inmediatamente corrieron a darle manos a la obra. Después de todo su raza no tenía sangre de gente mala. Finalmente, sin in más pendientes, pendientes fuese donde la aguardaba su muerte interrumpida. Olían deliciosas las flores, leyó la cinta de las coronas. Hasta el obispo y el gobernador habían enviado las suyas. Le pareció ió bonito su funeral, incluso le hubiese gustado ver cuando la llevaran hasta el camposanto, pero ni modo, ahí iba a estar sin poder verlo.. En torno a su cajón de palo estaban sus muertos, esperándola con orgullo. El ángel, la calaca y el diablo la recibieron recibie aun riéndose del gran espectáculo que les había dado. Le soltaron un nutrido y sincero aplauso. “Ta’ bueno,, ya es hora; échense el volado que definirá mi eterno destino. ¡Qué más da! En el infierno también habré de encontrar algunos viejos amigos.” Entre ntre risueño y dolorido, el diablo hizo guiños al ángel y a la muerte, luego de lo cual dijo: “No doña Cleofás, ándese a descansar con los suyos; en el infierno no hay cabida para alguien como usted. Ni quisiera imaginarme como nos iría a todos los diablos.” Entre las risas de los presentes, le ayudaron a entrar a su féretro. Olió por última vez el delicioso aroma de las flores y cerró los ojos para siempre.

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Calavera 5 (Triste señor cabeza de sandía) Sr. Zurita

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2014. Acrílico. 21.5 x 14 cm.


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Ante luz de luna su silueta es terrible Una forma de esqueleto descarnado Biológicamente resulta increíble Un absurdo para la poesía creado.

Nótese el detalle de esta contrariedad Que siendo carente de órgano diario Resulta lucido y entrado en edad De amar sin corazón necesario.

Su inmortalidad no resulta sinónimo De opulencia y riqueza en amores Es por siempre un solitario anónimo El dueño de nuestros llantos y flores.

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Es la triste calavera enamorada De todo aquello que no puede alcanzar El oscuro de la noche es la nada Como azul del universo es la mar.

Y es que infinita es la eternidad Que hasta el más torpe termina sabio Mas el tiempo no concede felicidad De la belleza de un beso extraordinario.

Y es por eso que yo te pido mujer Dejes la entrada de tu corazón abierta No seas orgullosa y ya déjate coger Antes de que me vengan a tocar la puerta.

Para ver más de la obra de Sr. Zurita, puedes visitar: flickr.com/photos/romanzurita/ facebook.com/senorzurita behance.net/srzurita issuu.com/romanzurita/docs/carpeta_rom___n_zurita_2014


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El ente en la habitación El Xastle

Jimy se quedó viendo el contoneo de d la mesera cuando esta se marchó, luego volvió a Carlos, que sin decirle nada seguía mirando a la mesa. Reflejándose en las gotas de sudor que corren por los rostros de todos, las luces neón sólo disfrazan la obscuridad dentro del putero. Se siguen anunciando los nombres de las chicas que van a salir a bailar. - También la nuestra va a subir, ahorita hasta me va a aventar la tangatanga exclamó Jimy, que se refería a la mesera. - ¿Cuánto varo le e metiste? - Un tostón; ostón; lo único que me quedaba. Ella regresó con la cubeta de cervezas. Se inclinó un poco para colocarla sobre la mesa a y destapar un par de botellas; entonces Carlos colocó un billete de cincuenta entre sus senos y el escote, luego Luna se le acercó un poco más y dejó que le diera un beso en la teta a que él quisiera, dio la vuelta y se alejó contoneándose. - Ahorita que esté encuerada encuer de seguro baja con nosotros- dijo ijo Jimy, Jimy y agregó Ya ves lo que hace falta es varo pa’ ir a buenos puteros, y no como este. este - Pero el varo va y viene. En esa camisa entallada a Luna se le contorneaban an bien las lonjas y la barriga. La L minifalda, de cuadros rojos y negros, apenas cubría hasta la mitad de unas nalgas grandes que eran seguidas por piernas gruesas, morenas. - Además ahorita en ningún lado me darían trabajo, ni yéndome a otro lado, nomás pal gabacho ho y para eso se necesita varo. - Tu hermana se preocupó mucho por ti estos años; ya ves como estuvo ahí cuando fue la pelea en el reclu. reclu

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- Yo estaba con los que empezaron a repartir vergazos, la neta los custodios nos dejaron hacer nuestro desmadre desm por un rato; al final la Federal ederal nos regresó a las celdas a balazos. Nomás empezamos a madrear “mexicles” y los que se atravesaran, no sé bien porque. No recuerdo bien ese día. día - No pus… si debió haber sido un desmadre. - Desde que salí, de eso hay una parte que sueño todas las noches, siempre es la misma, es cuando me metí a uno de los talleres buscando no sé qué ni bien en que momento, adentro encontré un charco de sangre, era bastante grande, y no se veían manchas de que lo hubieran arrastrado. - ¿A quién? - No sé,, a quién hubieran matado allí. Jimy ya no dijo más,, quedándose callado por un rato se dedicó a ver a las meseras. meseras Ninguna inguna de ellas subió a la pista, ni siquiera cuando llego el “cubas”. Había sido un sujeto alto y fornido, de unos cuarenta, güero y con brazos llenos de tatuajes; tatuaje al entrar fue directo a sentarse con Jimy y Carlos. Parecían conocerse de toda la vida, le platicaron lo de la mesera, y él también se quejó de ellas. - Vamos a los del Centro, allí tenemos unos que están mejor, sirve que conoces al patrón. Jimy le había pedido que aquí viniera, viniera pues esto era lo que habían podido pagar. Por los trabajos de antes y por la cárcel, cárcel es que le tenía confianza. Bebieron las últimas cervezas de la orden y se marcharon. Al salir,, Carlos se despidió de ellos; el taxi que conducía estaba estacionado junto a la entrada. - ¡Vamos! ¿O qué haces guardado los viernes? viernes - No pus’… tengo que ir a ver a la familia. - Unos tragos y te vas. Carlos quería irse, y mientras se negaba subía a su taxi.. No deseaba escuchar de lo que fueran a hablar, ni estar con ellos, sobre todo por la pena que empezaba a sentir por su cuñado, al que le llevaba varios años y podría haberle tratado de decirle algo como antes. Aunque Jimyy ya debía saber lo que hacía.

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- … la saludas, le dices que me viste y que no se preocupe por mí.mí. Se despidió Jimy. El carro se echó a andar, saliendo a la carretera de enfrente. A punto de subir a la camioneta, sin advertirlo, en un instante un solo tiro tir sin ningún ruido tumbó a El Cubas, que en un movimiento fue jalado al suelo y cayó recostado mirando a la calle por donde se acercaban corriendo esos hombres. Jimy, que nada más por la salpicadura roja en la lámina de la carrocería se hizo idea de lo que qu sucedía, alzó las manos y se dejó caer de rodillas. Los franeleros del tugurio que estaban en el estacionamiento se refugiaron dentro del local cerrando las puertas. No iban por ellos sino por Jimy. Por un par de kilómetros le acompañaron las luces luces neón de los puteros y las luces de los carros que llegaban a pararse en cualquiera de estos. Las luces de las torretas se

aproximaron

desde enfrente, el convoy de patrullas a prisa pasó junto al taxi, después regreso la penumbra. Era el camino más rápido do para llegar a la colonia Anapra. Entre el desierto nada más se escuchaba el ruido del motor, hasta que fue golpeado a un lado de la cajuela. Soltó un grito. Después de la sacudida buscó en el espejo lateral que venía detrás, sin encontrar nada en la oscuridad; hasta esforzarse durante unos segundos que le parecieron bastantes

largos,

distinguió que los faros traseros iluminaron quizá una camioneta. Un

golpe más y perdió el control

chocando contra el muro lateral. El frío dejo de calar desde hace rato, se mantuvo con los ojos cerrados por no saber dónde estaba, también sentía dolor dándose cuenta de que podía podía moverse. Dejó pasar el tiempo, parecía estar sólo, entonces reaccionó para levantarse del piso a donde había sido arrojado. Era de día y por las ventanas entanas irradiaba la habitación; abre la única puerta que hay, en la sala reconoce el lugar. - ¡Jimy! - Nadie para contestar.

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Los zumbidos que vienen del patio siguen, es lo único que se oye a ratos. Es un patio pequeño de algunos metros, de muros grises deslumbrados y piso de cemento encharcado charcado con sangre escurriendo desde cinco lados. Las moscas se alzaron, a eran muchas, y revoloteaban por todos lados. Da la vuelta, los nervios pueden apoderarse de él; antes intenta escapar, casi corriendo hacia la puerta, ta, y por ella aparecen los rostros encapuchados de tres sujetos. Figuras negras con pecheras del mismo color le apuntan con los cañones de las “Cuerno de Chivo”,, excepto el que sostiene un hacha aún sucia. Entraron junto con el amarillento destello del día día que rodeó a Carlos entre el desorden y las incontables moscas. Cuando ese destello tocó su rostro la presión tapo sus oídos, nada se escucha, intuye lo que le están ordenado al agitar los cañones señalando el piso, de rodillas antes de bajar la cabeza abeza cree c que continúan hablando. Viendo las sombras que pasan, pasan sabe que dos de ellos se han ido. No puede evitar buscar de reojo al que ha quedado, lo encuentra sentado en el piso a un lado, llega el momento en que decide de alzar la mirada: lo ve contener espasmos os por la dificultad de respirar, el color pálido bajo la capucha, el hilo de sangre asomándose desde desd sus ropas… sigue igue hablándole mientras le apunta. Volvió a bajar la cabeza. No supo cuánto tiempo pasó, sólo permaneció de la misma manera viendo caer las gotas de sudor, deseando que terminara de un balazo. balazo Creyó reyó que en este momento lloraría, pero en cambio temblaba cada vez más. El hilo de sangre se hace más largo llegando al reflejo de la luz, luz alcanzando una de sus rodillas. Se levantó, quería pensar que aquel era un cadáver o que por lo menos no haría algo para evitar que se fuera. Saliendo a la calle el ruido de un Torton Torton y la arena en el aire llegan a Carlos en un golpe. Agita un poco la cabeza queriendo reaccionar; creyendo que nadie lo ve corre hacia su casa, son unos cuantos metros. Vio a su mujer yendo otra vez al mercado, ahora con el último dinero que le quedaba, llevaba varios días sin salir de casa. Lo dejo con su hija, y mientras ella no tenía de otra más que estar frente de la televisión, Carlos Carlos permanecía en la recamara, sentado al borde de la cama.

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Respiró hondo, pensó ó en decirle algo cuándo llegara, en hacer algo para borrar de estos días todos los gritos y golpes, era que sentía miedo acompañado acompañado de calor en la cabeza; era sin darse cuenta. cuenta Pero había presente algo más. Carlos no se movió del mismo lugar con la mirada en la nada. Anocheció. - He estado soñando casi lo mismo… abro la puerta y veo la sangre rodeada por un brillo muy fuerte… no sé en qué termina, sólo es de lo que me acuerdo. La mujer lo miró,, revisaba en su rostro los gestos por la angustia con que la atraparon cuando le contaba del sueño. En esta ocasión el recuerdo del sueño fue más lejos. Rodeado por la luz escucha nítidamente palabras desconocidas, vienen de a un lado, del que le apunta. No pudo evitar haberle gritado tanto después de que ella insistió en querer buscar a su hermano. Se ha marchado Clara llevándose a la niña, eso llega a ser lo mejor. Ya no estarían allí cuando lo encuentren quienes fueran aquellos que lo retuvieron. Observa la calle entre las cortinas, todo es igual con la arena y el sol a plomo cayendo sobre el gris de las casas. Se vuelve imposible una manera de escapar, escapar pues en la salida de la colonia es donde se ponen a levantar gente, hacía el desierto tendría que caminar varias cuadras antes de llegar, llegar y una vez allí serían bastantes los kilómetros para llegar al Periférico, eriférico, pudiendo ser avistado por los tantos que andan “de “ dedos”. Apretando la cabeza entre sus manos, manos espera que lleguen. No o habría de otra, no tardarían en averiguar donde vivía para venir a cualquier hora del día a matarlo con toda su familia. a. Allá en las calles andan en este instante interrogando al vecino o a cualquier otro. Llegarían en cualquier rato. Era el mismo sueño, mostrándole el charco de sangre bajo el sol, la voz que no entiende del sujeto encapuchado apuntándole, exudando algo negro, negro, algo que agujera el espacio donde se encuentra, haciéndole perder su forma, extendiéndose ocupando todo. Abrió los ojos, la voz continuaba, ahora llegando de algún lugar de la habitación. De algún lugar que no podía ver, porque no podía girar el cuello cuello o tan siquiera mover los ojos. En la mente trató con todas sus ganas agitar los brazos, levantarse de la cama, ver de dónde viene esa voz.

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Enfrente de él fue quemándose aquella imagen de la habitación a oscuras, oscuras abriéndose en ella una flama negra, que que parecía hincharse tomando todo, desfigurando el espacio, constriñéndose, hinchándose. Es la flama de donde proviene la voz. Tieso e inmóvil escucha. Han abierto la puerta, lo han encontrado, llevan hachas y cirios encendidos, la oscuridad es tanta que no iluminan. Si tan solo pudiera gritar, soltar un sollozo, sollozo dejarlo ir para aliviar iviar el inevitable sufrimiento; si tan solo pudiera saber si está llorando, si pudiera expresar el terror ante la muerte y viendo cómo se dirige el primer hachazo espera la muerte. mue . La L voz del ente se convierte en una aguja en los oídos al golpear el hacha contra el cuello desprendiendo la cabeza. Sigue viendo aquello negro. El dolor no borra la habitación, llega demasiado lejos con cada hachazo desmembrando, arrancando las piernas, pier terminando con los brazos. Sobre el charco de sangre entre los cinco picos acomodan el torso, los brazos y las piernas, con la cabeza en medio. medio. Alzaron los cirios y comenzaron la invocación. Clara consiguió que un tío suyo se prestara a ayudar a Carlos Carlos salir de Anapra e irse de la ciudad. Al llegar a la casa encontró la puerta abierta, entró primero dejando un fuera a Alice. Las moscas scas no tardaron en acercársele. Agita Agita las manos, son tantas que alcanzan a llegar a su rostro, camina con la niña detrás detrás de ella sin darse cuenta. A excepción del zumbido lo demás era silencio. Desde el pasillo distinguió la sangre regada en el piso, no quiso mirar más de lo que había dentro de la habitación, el impulso de salir corriendo se controló por un instante cuando sintió que apretaban su s mano. Era Alice. Tomándola omándola fuerte se deja libre a la ansiedad y el miedo.

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Vivir su vida/ Jean-Luc Godard Fernando Waroto Landeo

Vivre sa vie: Film en douze tableaux 1962, 83 min., Francia Dir. Jean-Luc Godard

21 - ¿Es una mujer de mundo o cursi? - Insúltala. Si es una cursi, se enfadará. Si es una mujer de mundo sonreirá.

Nana Kleinfrankenheim: irremediablemente podríamos afirmar que el infierno se hizo carne y el destino se fracturó en los vértices del origen de sus ojos. Hace más de una temporada que resumía entre imágenes la presencia de esta película, Vivir su vida. Godard es un prestidigitador dor de la fotografía, de las secuencias de imágenes, de jugar con ese negro y blanco, de ser origen y catalogarse en contraste. De construirse de tan solo dos colores y demostrarnos demostrarnos que los seres humanos no estamos hechos a imagen y semejanza a Dios. No. N Nosotros osotros como simples sombras, hemos fracturado nuestro lenguaje por inhalar el humo más pesado, y encontrar la palabra necesaria necesaria que nos conduzca a Nana Klein; queremos un poco del barro de sus labios, de las navajas de sus cabellos, de la fruta


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de sus piernas, y esos agujeros gujeros negros que hermanados hermanados nos dirigen la palabra: sus ojos. El azar no podría juzgar de manera exacta ¿cómo la tempestad primero fue niña y luego furiosa se encuentra hecha mujer? Dividida en doce actos, doce arcanos o capítulos que se extienden como un malabarista sobre el universo. Pero abajo, muy abajo tratando de encontrar algún dios, observamos a Juana de Arco, que carga una cruz tan pesada evitando que la violencia haga temblar los labios de cualquier ser sobre la tierra. Cada uno juega con las barajas que su estrella le dispone. No se puede evadir ninguna responsabilidad. Mientras el azar lo construya uno mismo, el destino será solo una carretera para manejar bajo los signos de la sociedad Y todos los hijos de Hades podrían decir solo colores oscuros, como Nana, un color pretérito a todos los tiempos; o colores origen como Dimitri, arcano de la resurrección de algún cuervo de Poe. Calvario Calvario o Gólgota, llámelo usted como desee, desee pero al final de esta película solo gobierna la muerte antes que cualquier mujer. Nana Klein, Klein reposa en el suelo, mientras todas las estrellas sembradas en su cuerpo se alzan incendiándose, iluminando toda la noche.

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A mis recuerdos Alexis Pérez

Habría de perder la memoria en una tarde de otoño, otoño de acuerdo a lo que leo en mi expediente clínico psiquiátrico. En E un invierno, cinco años después según la fecha de esta carta, se apareció en mi habitación ha de reclusión una mujer. No o logre recordarle, no recuerdo si la amo o la amé. amé No recuerdo tampoco su físico, aunque solo haya pasado do un par de horas de que la vi. Lo único que me dejó fue su esencia, esencia la cual siento dentro de mí. Cuando me dijo su nombre, nombre he de decir que sentí un aire frío, estremecedor, estremecedor y una sensación extraña en mi pecho. Fue F como si sintiera que tal vez sí la conocía, conocía como si en verdad la recordara; pero no apareció ninguna imagen en mi cabeza que me hiciera saber de su existencia.. Después de eso me quedé en rotundo silencio mientras ella me miraba y seguía preguntando, yo no respondía a nada, me levanté aterrado de aquella silla donde me encontraba sentado frente a ella, ella y fui directo al escritorio donde solía escribir cada noche tratando de buscar algún escrito que me hiciese recordarle. Tras buscar aquellos escritos, escritos encontré varios en n los cuales escribía su nombre. No N recuerdo si eran viejos o eran recientes, recientes ya que al día siguiente de cada escrito olvidaba lo que escribía ía y cuando lo había hecho. Miré por un par de minutos aquellas hojas y noté que estaban escritas en primera persona y en forma de diario, diario como si fuese algo redactada de mi vida. Según egún por lo escrito en esa y varias hojas, hojas, ella era el amor de mi vida. Describía D su belleza como si fuera lo más hermoso del mundo; lo increíble fue que me percaté de que escribía más sobre su alma y su ser que de otra cosa. Por lo que entendí yo la amaba, y sentía un inmenso amor por ella, ella y dándome e cuenta por todo lo que observé, a todo, absolutamente a todo le ponía su nombre, nombre como si su nombre fuera el único ú que existiese. Sin embargo no logré recordarle; siguió sin aparecer ningún recuerdo, recuerdo y lo único que tenía a con ella eran miles de escritos, ese aire estremecedor e inexistente y esa extraña sensación en mi pecho.

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Ella no pudo contener más el llanto después de comunicárselo, y me di cuenta cu que trató de disfrazarlo como alergia al polvo cuando le le pregunte del porque su llanto. Con C un pañuelo elo de seda blanca limpió sus lágrimas, lá y me dijo que no tendría de que preocuparme, que con el tiempo la recordaría, y posiblemente podríamos seguir con co ese amor que según gún ella y mis escritos nos hacían hací tan felices. Después de oír eso me alejé de ella dándole la espalda, diciéndole que era imposible, imposible que lo único posible era que mañana no la recordara ni a ella ni mucho menos la plática. En un intento de aferramiento afer de su parte me contestó que vendría todos los días a recordarme quién era yo y quién era ella. Hice ice una burla sarcástica al escuchar escuch aquel disparate, y le mencioné que así fuera diario, diario la olvidaría, olvidaría que me podría amar como ella tanto decía o por lo que había escrito yo mismo; solo era cuestión de tiempo para que se aburriera y saliera huyendo. Ella recalcó que el tiempo no importaba, importaba y yo seguí con mi negación, con el argumento de que el tiempo era un factor externo e interno que todo todo lo deteriora, deteriora sobre todo al amor. Incluso si ella no se aburría, aburría tarde o temprano se cruzaría la muerte por nuestros caminos, y yo moriría sin saber quién era a pesar de sus esfuerzos. Pasado un rato volteé a verla a la cara, cara y después de haberle dado la a espalda e por un buen rato me miró a los ojos, ojos asegurándome que dijera lo que dijera ella vendría y me amaría siempre. En n un acto por sucumbir su criterio le dije que sinceramente en estos tiempos del amor ya no había “para siempre”, siempre” que era una frase muy larga, larga pues ni la vida duraba tanto. Le mencioné de buena manera que no perdiera su tiempo, tiempo que yo ya era un caso perdido no por mi falta de memoria,, sino porque mi pérdida pé de recuerdos me había bía hecho perder el corazón. Le recalqué que no podía amarle amarle si no la recordaba; si no la extrañaba no podía amarla a ella ni a nadie más. Ya Y por último la tomé de las manos, pidiéndole de favor que me dejara morir con las únicas tres cosas que podía recordar: recordar: mi soledad, el silencio y la noche. Ella me soltó enseguida,, cogió su bolso y salió de la habitación corriendo. Se fue, fue y yo sigo sin saber quién era. Ahora Ahora me encuentro aterrado porque llevo escribiendo lo mismo durante cinco años y no lo he olvidado, como tampoco he olvidado esa sensación en mi pecho y ese aire frio; cinco años sintiendo su presencia en esta habitación, cinco años de no poder recordar su físico; cinco años de tener otras dos cosas más que recordar: su esencia ese y esta tristeza que me dejó al marcharse… marcharse por culpa mía.

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Poder Martín Andén

Soy todos los hombres posibles, y de ellos elijo uno con el cual moldearte. Tu nombre es poca cosa: muevo más allá de tu mente, escribo tu destino, conozco tu muerte. Consumo cuanto objeto llega hasta mis manos; para concebirme dueño de mi mismo necesariamente e tengo que ser dueño de otros, más allá de mi propio cuerpo. En verdad la posesión del dinero me resulta algo ridículo, al grado de provocarme risa enferma, pues si con tal cosa me conformara sería en el fondo un mero acumulador de objetos, un vulgar coleccionista. ccionista. Yo quiero ser lo que encierran ese y otros símbolos; quiero ser el más grande Señor. Trastorno voluntades, persigo todos los sueños que caben en la noche humana hasta su entero cumplimiento. Me introduzco de manera sutil en un resquicio del pensamiento, amiento, como infección, y desde ahí me propago por toda la conciencia. Subyugo todo espacio y escondrijo de la memoria: antes de mí no habrá ya nada, presente y futuro serán caminos construidos en función de mi continua presencia. Nada de cuanto suceda será será capaz de perturbar mi marcha: ni sentimiento, argumento, ley o súplica. Incluso desafío a la muerte a que me venza, pues mientras exista en el género humano no habrá fuerza fuerza capaz de destruirme. Mis atributos son los de la divinidad: infinito tiempo e inconmensurable espacio. Termino siendo el alimento, la medicina, el aliento necesario para que puedas continuar tu camino. Someto a mi entera voluntad todos los deseos que se presentan en el corazón humano, que tú podrías considerar (¡ingenuo!) totalmente libres, ajenos a mi reino. Incluso a esos que parecen rebelárseme no los destruyo, al contrario les doy cobijo, situándolos como un engranaje más en una eterna maquinaria que no cesa de moverse. Cuando la tormenta se desata furiosa, se oyen truenos en el cielo, y solo yo comprendo su naturaleza: ecos de una voz terrible que anida en todas las gargantas, posible por el solo hecho de que puede expresar la angustia consustancial al hecho de haber nacido y no poder cesar en su interminable angustia. Soy la llama llama insignificante dentro del alma que busca convertirse en hoguera donde quemar el universo.

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Frame Sharet Ubaldo

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Hubo muchos lugares que adoraba por sus bellos cuadros de casas, retratos y relojes, en los cuales me perdía e inventaba que podía ir allí dentro, desplazarme y seguramente nunca salir de ahí. Había algo tétrico y triste en ese pensamiento que me producía un nudo en la garganta y me hacía sudar las manos, pero aún así no podía dejar de desear pertenecer ahí.

Puedes ver más de la autora en:

sharetubaldoposts.tumblr.com


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Juntos Acabamos Lía

Tendría muchos motivos para rendirme

Tus ojos, jos, tus labios que saben besar,

desde hace bastante tiempo, pero pe cada

tus manos, tu lengua, que ni la seda

vez que puedo verte los olvido todos.

podría igualar. Tus miedos, tus sueños

Y es que no eres perfecto, pero si eres lo que más me gusta. Me gusta verte

y todo lo que algún día espero descubrir.

jugar con tu barba, cuando hablas

Y cuando me explicas las cosas que

mucho y cuando ndo te desconcentras,

aún no logro entender, no me queda

cuando olvidas lo que ibas a decir y

más que aceptar que aunque la edad

cuando haces pausas.

es lo que menos importa, me llevas una

Me gusta esa forma en la que tocas mi cabello y hasta verte molesto. Cuando no quieres nada y también cuando no me necesitas. Ver tus pies descalzos caminar por el pasillo y tu colección de historias interesantes, cuando me cuentas tus hazañas y hasta los chistes de cada mañana. En ti encuentro la paz y la calma que ni tú mismo encuentras aún, disfruto tus

ventaja enorme en cuanto a historias y recuerdos, y eso no me importa. ¿Sabes?, quiero que estés en las mías, esas que tal vez algún día otra persona pueda escuchar; es ahí cuando llego a dos pequeñas o grandes conclusiones, concl según sea tu punto de vista. La primera: que te quiero, como no creo

que

seas

capaz

de

poder

imaginar.

respuestas a todo lo que me embrutece

Y la segunda: que quiero complicarme

y tus muletillas al hablar.

la vida contigo.

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Poema X Fernando A. Sierra

La lluvia: el llanto del cielo.

Los ríos: la risa de la tierra.

Un trueno que estalla del polvo hacia las nubes: el sino de un hombre.

El duende ebrio habitante del valle negro de los bosques del cerebro... ríe dentro de nosotros.

Mi infancia un oscuro callejón pestilente a sexo, sangre y marihuana. Al fondo mi miedo entreabre la puerta falsa para asomarme a un negro porvenir jugar poker con la inocencia de mi alma.

Esta noche he vuelto ahí y no encontré rastro ninguno de aquel chiquillo c que fui.

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Cuatro Poemas Carlos Rojas

I Antes pensaba que comenzar un poema era cosa fácil sin embargo uno puede estar sentado dos, tres, cuatro, cinco horas tener un calambre justo detrás de los testículos y no escribir sino cojudeces y cojudeces sensiblerías de mal gusto groserías poco contundentes ego/onanismo/eyaculaciones de pronto harto de todo ese mutismo comenzar a leer recordar sus responsabilidades embarcarse en la 10E, en la 50 y de pronto la palabra de inicio y toda la trama y el camino abriéndose como una flor como una vulva mojada bajo el sol o hundida-devorada devorada por la niebla y no hay un cuaderno cerca un lápiz o una aguja comienzas a hacer memoria pero la calle puede más la muchacha que espera en aquel paradero

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mientras que el viento le hace guerra y greñas y su falda vive más que toda la fauna de la tierra mientras la polución se pega a sus piernas no hay nada más que hacer que dejar de parpadear por más que ardan los ojos no hay nada más que hacer que dejar de respirar e ignorar norar el sudor de los pasajeros ya que nada pide más compasión que la mueca de una muchacha asediada por esta ciudad de mierda.

30 II El amor se cansa querida todo se cansa la tierra que de puro ardor da la vuelta y esconde al sol el joven sobre la barra empina el codo y sorbe, sudoroso porque está cansado luego el sol será otro sol el joven otro joven la barra, otra años y años ¡Oh, se me acabaron las monedas! lo ves... también el bolsillo.


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III

Es destino de la roca desvanecerse contra el viento agujerearse por la gotera pequeño muchacho dudando que mañana salga el sol o deje de girar la tierra torso desnudo vientre al firmamento mata de hierbabuena esperando lóbrego un alba nueva un alma nueva un viento nuevo barrio ciudad cercada por cerros aguardando la nueva llegada del mar resucitando acá calcina acá exuda acá conduce la noche a las nubes tan lentamente tristísimo y calmo y quedo los borrachos todavía no alcanzan tregua siguen cantando y resoplando allá abajo donde se eleva el polvo y la alegría, legría, la melancólica alegría.

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IV

porque estoy muerto y en mi sombra vagan esperpentos criaturas dulces, vagas que se consumen en lo que demora el sol en alcanzar su cenit nadie llama a la puerta el jardín se hace extenso conforme los paseantes se aproximan estoy condenado al aislamiento con mi sonrisa de peatón perdido y ni la amabilidad de mis ademanes me llevarán a una mesa amiga a una tertulia sincera ya no me alcanza el sueño viajando agotado por ciudades/ruinas/centurias rodeado por libros que se van haciendo polvo por gente que se va haciendo vieja cosas que postergo Babeles derribadas antes de los cimientos y tengo miedo de que sea cierto: que esto sea el futuro.

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Arlequín Enamorado Helsvi

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“Veo desaparecer mi corazón en el interior de su boca. Mi pequeña broma de San Valentín ya no me parece tan graciosa." Neil Gaiman, “Arlequín enamorado” en Objetos frágiles.

Puedes ver más de la obra de Helsvi en:

pinterest.com/helsvi/helsvis-drawings/#


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Jardín del tiempo Creonte Zagholz

Mermado por las oscuras cavilaciones que guiaban su desplazamiento, el anciano Sr. Cendejas se tumbó a descansar un momento en un banco del Parque de los Venados, la frente empapada de un sudor que nacía de su calva augusta y caía en caminos irregulares por sus mejillas, sorteando el sensible espacio de las cejas y párpados. Contempló en silencio los hechos cotidianos que en otro tiempo lo llenaban de asombro, pero que ahora habían perdido, repentinamente, repentinamente, su cándida aura de espontaneidad. Se percató de que en su lugar surgía la indiferencia, madre de toda desdicha, pero sin desear apartarla de su actitud, pues a pesar de los múltiples pensamientos que lo asediaban, conservaba esa sensibilidad propia propia de los espíritus observadores. Crítico pero también soñador en su juventud, podía pasar con rapidez de la razón al sentimiento, no obstante que el correr de los años lo había dotado con esa sabiduría natural en que prima el pragmatismo por sobre lo abstracto. abstracto. No recordaba, eso sí, el por qué de la elección de aquel maldito lugar, a todas luces asediado por el calor seco del mediodía que ni la sombra de los árboles de vasto follaje puede mitigar, y su desánimo creció conforme en la espesura de la tarde sus pensamientos se hicieron más y más difusos, como si estuviera al borde de caer presa del sueño. Así, no tardó en cerrar los ojos por completo mientras su conciencia extraviada ignoraba que el cuerpo, acusado por la fatiga de su reciente andar, envuelto envuelt en el traje deslavado y polvoso de casimir azul marino que no se quitaba ni durante el verano, se ladeaba peligrosamente hacia su lado izquierdo, con la cabeza suspendida en el vacío en un gesto de liberación, mientras los brazos permanecían entrecruzados entrecruzado sobre el pecho, otorgándole en conjunto un aspecto de estatua oficial luchando por no derrumbarse. En ese estado pendular se mantuvo por unos cuantos minutos, hasta que la fuerza de gravedad, que reclama sus derechos de propiedad sobre los cuerpos que se elevan a las alturas con gran rapidez, hizo caer ahora en el plano de lo físico al Sr. Cendejas,

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quien presa de su repentino estupor apenas tuvo tiempo de reaccionar unos milímetros antes de darse de lleno en el rostro sobre el metal oxidado con reverberaciones ciones de verde bandera de la banca del parque. “¿Qué me dieron?”, atinó a decir en el momento en que se incorporaba, sorbiendo el hilillo de saliva que goteaba por su barbilla, vuelto en sí a ese mundo de las sensaciones que más bien parecía estar cosido a retazos desiguales y cuyo centro parecía estar hueco, lugar privilegiado en que habita la más profunda incertidumbre. En pocos minutos se vio nuevamente en posición perpendicular con respecto respe al camino de adoquines que pasaba frente a sus ojos, recobrado recobrado en su digna posición de profesor jubilado a la espera de una cita importante con un viejo conocido, aunque demasiado inquieto como para sacar de debajo del hombro el periódico comprado a primera hora de la mañana. Para distraerse posó su atención en un área cercana a donde se hallaba cómodamente sentado, surcada por hileras de pequeños árboles recién plantados, cuyas frágiles ramas luchaban todavía por desprenderse del tronco para aventurarse por sí solas. Imaginó como omo sería aquel lugar dentro de veinte años, preguntándose cuántos de aquellos organismos permanecerían clavados todavía a la tierra en su continuo intento por perseverar en su ser, extendiendo sin cesar sus raíces sobre las oscuras profundidades. Un joven n desarrapado y con la cara tostada por el sol se acercó de improviso para anunciar la nutrida mercancía que acostumbraba a vender todos los días por las mañanas, de una forma tan maquinal que no albergaba esperanzas de llamar la atención de su posible comprador, comprador, quien distraído de sus especulaciones se volvió hacia el muchacho. “Es solo un niño”, pensó al verlo, y aquél ni siquiera esperó la respuesta del anciano, pues ya estaba en marcha otra vez en su eterno deambular por los bancos del parque, en espera de que algún visitante le comprara por lo menos un cigarro, producto que le dejaba más ganancias y era lo que más acostumbraban a solicitarle. Turbado por la visión, que le rondó todavía varios segundos por la cabeza, trató de reanudar su pensamiento anterior, anterior, conectando ambos contenidos mentales en uno solo. En ese lapso de los veinte años futuros ¿estaría también aquel vendedor ambulante, paseando su canastilla repleta de dulces y cajetillas de cigarros por entre los visitantes que acudían al parque a distraerse distraerse y escapar del ajetreo de la ciudad, mismos que ya en esos días eran escasos?

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Y a él… ¿cuánto tiempo le quedaría? Había pensado en algún momento de semejante meditación recreativa cuando rondaba los cuarenta años de edad que no llegaría al medio siglo iglo de vida, hipótesis guiada más por su habitual carácter neurasténico que por su estado de salud, pues desde adolescente había adquirido una complexión robusta que sobresalía de la media, lo que incluso le había granjeado el tipo de respeto silencioso entre ntre sus colegas de oficio que cortaban con el rasero de la inteligencia y la presencia. A unas cuadras de donde se hallaba sentado, un edificio de departamentos sobresalía por entre las copas de los árboles más altas, mostrando su rostro de gigante de concreto oncreto surcado por numerosos ventanales, asemejando un enorme avispero suspendido en el cielo azul. Si algo tan grande había sido erigido en tan breve lapso de tiempo sin causar el más mínimo impacto en las cientos de personas que transitaban por ahí diariamente, riamente, que como él apenas descubrían su presencia de manera casi accidental, ¿qué podía esperarse de los seres minúsculos, destinados a deteriorarse paulatinamente hasta llegar a desaparecer por completo? El mismo pañuelo con el cual se había limpiar el mentón después del bochornoso episodio del sueño, se extendió sobre su frente, ahora para quitarse las gotas de sudor que amenazaban con caerle en los ojos. A su mente vino un día similar, cuando adolescente, después de una carrera atlética en Ciudad Universitaria. Universitaria. Todavía vivía su madre, pero no su padre, quien había procurado en vano despertar las ansias por el deporte en su hijo cuando niño. El olor de su ropa, empapada de un sudor distinto al de ahora, permanecía grabado con fuerza en su memoria, así como como la escena de la llegada a la meta en la grama del Estadio Olímpico. Días lejanos marcados por una actitud de poseerlo todo, y si alguien hubiera extendido frente a él la historia de sus acontecimientos futuros cual un mantel en donde habría de comer, seguro eguro hubiera preferido primero morir de hambre antes que presenciar el espectáculo de aquello que estaría por sucederle. Por fin las nubes habían ocultado el sol, inundando de un clima de frescura la totalidad de las veredas del parque. Fue quizás esto lo que incitó al Sr. Cendejas a levantarse y caminar nuevamente, convencido de que podría seguir meditando más a gusto con las insólitas palmeras plantadas del lado sur, cuyo desfachatado penacho de robustas hojas en la cima parecía alejarlo de sentimientos sombríos que amenazaban con encontrarlo pronto.

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Para llegar hasta ese lugar, el camino se desviaba de manera diagonal, trazando un amplio triángulo de forma bastante irregular cubierto de césped donde algunas parejas solían tumbarse a retozar. Con un sentido sentido del pudor bastante elemental, el Sr. Cendejas dudó si pasar junto a aquella superficie, en la cual un hombre y una mujer yacían vueltos el uno al otro en apasionado abrazo, ignorantes de la presencia del anciano en particular y de cualquier otro paseante paseant en lo general. Por fin se decidió a andar por otro camino, que se anunciaba como bifurcación al que pretendiera tomar en un principio, mismo por el cual se llegaba a la fuente central del parque y preferido de los propietarios de perros que gustaban de traerlos a pasear por las mañanas.. El cambio de la senda le pareció más provechoso, pues al ser más largo, le permitiría distraerse con la contemplación de las distintas especies de viejos árboles que se anunciaban a su paso antes de llegar a las palmeras. Fue entonces que lo descubrió. Cada una de las isletas que componían el parque, algunas en forma circular y otras de caprichosos polígonos, estaban protegidas por pequeñas rejas instaladas por la autoridad local, más por una noción de orden que para evitar evitar el traspaso, pues su reducida altura era incluso vencida fácilmente por los niños. Algunas de estas isletas, de diferentes tamaños entre sí, estaban llenas de vegetación: arbustos, árboles y pasto formaban la flora habitual de los espacios silvestres citadinos. cit El Sr. Cendejas sabía esto como cualquier habitante que ha visitado uno de estos parques por lo menos una vez en su vida: existe un cierto clasicismo en el diseño y la composición de especies, cuya variedad está acotada dentro de términos concretos no por una ley de la arquitectura urbana, sino por convenciones intuitivas del sentido común que a la larga adquieren una fuerza mayor y se arraigan en una costumbre, prefijando así la educación estética de los habitantes mediante la cual se crece y se es educado desde los primeros paseos cuando niño, desterrando así ideas novedosas no por prejuicio sino porque el mero planteamiento carece de referente en la experiencia cotidiana. A pocos metros de distancia, enclavada en una isla cuya única función era la de contener la pequeña bodega de mantenimiento de la administración del parque, la extraña disposición de un matojo de flores llamó la atención del Sr. Cendejas. El muro blanco de la bodega resaltaba el arriate casi contiguo, dispuesto en forma circular y cuyo diámetro no sería mayor a unos dos metros. El que a alguien se le hubiera ocurrido sembrar ahí, en un lugar tan apartado de cualquier sendero fue lo que atrajo

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la curiosidad del anciano, pues pronto se anunció como un capricho cuya explicación estaba fuera de comprenderse con facilidad, pues además de la impecable manutención y disposición de las diferentes especies del vergel, no había alguna valla que protegiera el armónico conjunto de peligros externos como pudiera ser el maltrato o el hurto. Avanzó nzó por entre aquel extraño jardín, formado por flores de colores cuya existencia en organismos vegetales nunca antes hubiera siquiera sospechado. Había esas campanillas que se agitaban sobre delgados tallos, flores de tan exquisito porte que parecían fabricadas icadas por un maestro orfebre, aves del paraíso con pétalos casi transparentes, girasoles que en lugar de buscar al dios Apolo se movían de acuerdo a astros

imperceptibles,

en

una

anárquica

disposición

cuya

rareza

hubiera

escandalizado al jardinero más avisado. avisado. Estaban todas esas especies con las que uno siente haber soñado alguna vez, o cuyas descripciones parece haber leído en algún lugar de Las Mil y Una Noches, pero cuyos nombres y procedencias se desconocen por completo. El reino vegetal había traído la la más fina selección de sus tesoros hasta este lugar en apariencia tan rudimentario, decidiendo así que el más vulgar de los hombres pudiera contemplarla de cerca, sin siquiera tener que franquear un palacio o vencer la rígida protección de celosos centinelas centinelas apostados alrededor de una lujosa mampostería de varios metros de ancho. “Tal vez sean ese tipo de visiones que anuncian el final”, pensó para sí conforme se acercaba, “y en mi caso se presenta en forma de un bello jardín”, pues verdaderamente aquel conjunto njunto constituía una rareza por juntar dos naturalezas tan discordantes entre sí: por un lado la exquisitez estética de la naturaleza y por el otro cierto descuido del ambiente que cobijaba dicho tesoro. El corazón le comenzó a latir de forma vertiginosa, y ante la tregua que otorgaba el calor seco del mediodía, trató de acercarse para cerciorarse de esa misteriosa realidad representada por el brillo de los pétalos, antes de que todo a su alrededor se disolviera en oscuridad y silencio. No fue sino hasta después después de realizar un número de pasos que le parecieron infinitos que llegó finalmente al borde de aquel huerto, cuyas dimensiones, no obstante, podían ser abarcados con la mirada. Los tallos distaban de ser las columnas ornamentales sobre cuyas cimas se encontraran esculturas curvilíneas, sino que ellas mismas se lanzaban hacia las alturas, gallardas como cuellos de bestias en cuyo interior se agita la corriente

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sanguínea. Embelesado por el fenómeno, el Sr. Cendejas distrajo un poco su primordial curiosidad ad para atender mejor el movimiento, incitado por las miles vellosidades que brotaban de las luengas, translucidas estructuras capilares que brotaban de las profundidades de una tierra enigmática, cual cabezas de un dragón largo tiempo adormecido pero ahora ahora repentinamente despierto por la voluntad desconocida de una divinidad ctónica. Sin poderse resistir, extendió los dedos de unas manos que trepidantes, acudían al llamado. Y ocurrió. Las sensaciones no tenían semejanza con ninguna otra cosa hasta ese momento mo vivida por él, si acaso lo más parecido era un zambullirse en algo, pero ese algo no tuviera una sola profundidad, sino que lo jalara en todas direcciones sin que primara una en particular, y a la vez él no parecía cambiar de posición sino adaptarse a una que siempre hubiera sido. Se ha discutido hasta el cansancio la naturaleza del tiempo y su relación con el espacio en vastos tratados de ciencia, transformándose en un concepto cuyo acceso solo está en manos de físicos teóricos y filósofos, verdaderos verdaderos prestidigitadores de las especulaciones, incapaces por su propio arte de modelar más allá de las abstracciones, cual si reinventaran los textos esotéricos en oscuros cónclaves donde las mismas estructuras de aquello que es real y posible está en juego. Pocos experimentaran, como ese día el Sr. Cendejas lo hizo, la revelación de la compleja vida interior que fluye dentro de nosotros a cada paso para luego abandonarnos e irse a ninguna parte, para dejarnos en la confusión de nuestra memoria. Lo dirigía una presencia, que en cada tacto a diferente especie del jardín rescataba ese universo personal, reactualizándolo en su inasible magnificencia. Porque al final de cada sensación estaba nuevamente en algún momento de su pasado, plenamente identificado y recortado recortado en el tiempo, constituido hasta su más mínimo detalle por corpúsculos en la más bella armonía, que era la del presente. Si se agitaba en los brazos de su madre cuando lo cargaba cierto día de su primera infancia, era solo él lo que se agitaba, y alrededor alrededor suyo el cuerpo cálido de esa mujer poseedor de todos los atributos, incluso aquellos que había creído olvidar por completo se levantaban ahora como una idea plena e irrebatible. Y pasado el instante, en que otra vez volvía a ser conciencia en fuga, esos es universos de sensaciones se separaban tal y como habían venido, sin que nada de él se destrozara, sino que era como un salto en trampolín en cuya caída era la quemazón en la fogata del campamento de la escuela primaria, cuando asando malvaviscos no

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se percató ercató de que la ramita de madera aún estaba encendida, y con él otra vez el grupo de niños sentados junto a él, iluminados por el fuego, rodeados por una noche cuya tonalidad de oscuridad era irrepetible de cuantas había penetrado en su vida. Para aliviarr el dolor se metía el dedo en la boca, pero ese gesto se reconfiguraba otra vez como una sustancia al mismo tiempo sólida y de la espesura del aire, para ser la agitación despreocupada de su cuerpo en el momento siguiente de la descarga, en una de esas tardes rdes somnolientas cuando Ana yacía recostada junto a él dentro del cuartucho de esa sucia pensión donde pasó sus años de universidad, y el olor del cuerpo tibio de ella una mezcla de sudor, sexo y jabón barato que nunca dejó de anhelar pero que tampoco volvió volvió a encontrar, a pesar de fatigar todas sus conquistas subsecuentes en busca de algo que se acercara aunque fuera un poco a ese aroma. Y la liberación de endorfinas postcoital se disolvía, y él era ya un profesor recién levantado de la cama que se abrochaba abroch la a camisa frente al espejo una mañana antes de salir a dar clase en una preparatoria de niños privilegiados, desganado y con reverberaciones a sardinas enlatadas de la cena anterior todavía en su esófago y garganta; la lectura del periódico en el metro metro que se detuvo en el instante (después lo sabría) durante el cual la ciudad se desbarataba allá arriba cual castillo de naipes producto del terremoto más mortífero, página y noticia que nunca olvidaría jamás a pesar de ser ambas intrascendentes; Se trataba ba de dos aspectos de una misma conciencia: aquella que se ahogaba en las cientos de imágenes, protagonista de sus propios recuerdos, imitadora de universos completamente desvanecidos hacía mucho tiempo, testigo presencial en torno al cual un poder exteriorr reconstruía los hechos tal y como habían sucedido. Por otro lado esa que pertenecía al hombre que aguardaba de pie mientras con sus manos transgredía un inofensivo jardín del Parque de los Venados un día caluroso del 201…, fundido en extraño trance, ajeno o por completo al ritmo perecedero que gobernaba en ese momento a los otros hombres en la continua inconsciencia de que aquel instante era del todo irrepetible. ¿Cuántos eventos revivió, por cuántos lugares volvió a caminar y sentir, al lado de qué presencias ias largo tiempo excluidas de su trato diario, arrastradas por la muerte o la toma de distintos caminos había vuelto a escuchar sus voces, contemplar sus cuerpos…? Al llegar a un cuarto de cocina, por el cual entraba la luz del atardecer, creyó reconocer la alacena de su primer departamento de soltero, apilada de comida

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enlatada y cubiertos de plástico, con sus entrepaños polvosos y aire de descuido. Era sábado por la tarde, calentaba la comida mientras en la mesa había exámenes de sus alumnos todavía por calificar, trabajo pendiente que le le llevaría todo el día terminar. Mientras buscaba en la parte superior, donde guardaba varios recipientes de diversos contenidos, tocó con las manos el fío vidrio de uno que en particular había olvidado. Curioso, volvió la vista que hasta ese momento permaneciera atenta al hornillo de la estufa donde calentaba unas sincronizadas, encontró un frasco de tapa roja que al reverso tenía trazada con plumón indeleble la leyenda “café” en letras cursivas minúsculas. Su madre se lo o había llevado apenas medio año atrás, recordando que su hijo le comentara que tenía problemas para encontrar una mezcla que bebiera en un viaje de universidad a un poblado cuyo nombre olvidara. Nunca supo como diera ella con ese tesoro, de textura granulada ada inconfundible, totalmente distinta en relación a otras que hubiera probado antes, pero había aceptado el misterio con la resignación que tienen los placeres recuperados cuando solo se debe hacer la única cosa posible con ella: disfrutarlos. a, consumido a la mitad, con el rótulo que hiciera su madre ahí mismo, Y ahí seguía, bromeando con la necesidad de marcar los contenidos comestibles para que él, desde niño distraído, no confundiera la sal con la azúcar e hiciera un “muladar en la cocina”. Estaba ese objeto jeto cuya historia propia era menos que insignificante, perdida entre el conjunto de cosas cotidianas que agobiaban su vida, a medio camino entre realizaciones medianamente llevadas a cabo y metas postergadas. Con la única salvedad de que, hacia menos de dos d meses, su madre había muerto. Y otra vez permaneció absorto en el frasco como aquel día que era este mismo instante, objeto resignificado en la conciencia simultánea de lo que evocaba. Aquella mujer se había ido para siempre, a pesar de que estaba otra vez junto a él, en esa misma habitación. El recuerdo fatuo impulsaba la misma esencia de dolor y ausencia que se empeñaba por ocultar en algún rincón de sí mismo, cual si los resortes ahora no pudieran mantenerse detenidos y saltaran por encima de la caja. “No quiero… no quiero”, se dijo. E impulsado por su confusión, se vio saltando nuevamente entre vacíos de luz, dispuesto a llegar hasta el otro extremo, que quizás estaría disponible en ese inefable jardín del tiempo. Quiso saltar por todo lo vivido, llegarse arse hasta lo que estaba más allá de su presente, el lugar donde todo cae hacia ninguna parte. Oscuridad y silencio. El último momento de su vida. Su propia muerte.

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Las flores, junto con los tallos que las sostenían, se precipitaron en un temblor tanto oscilatorio ilatorio como trepidatorio. Liberadas de su forma armónica, donde solo eran una y distinta de las demás, arrojaron sus colores hacia el vórtice que surgía en las alturas, un espectro luminoso parecido a una boca majestuosa de rugidos sordos, atrayente como un orgasmo, repelente como la negra oscuridad del sueño más profundo donde ya no somos nada y ensayamos la disolución del ser. Con ellas se fueron luego las formas sinuosas, que rompieron la tierra y los árboles, cielo, adoquines, personas, animales, edificios, icios, vehículo. El mundo entero se arremolinó en las entrañas del hombre, que incapaz de ordenar sus pensamientos se fue sintiendo un delgado aliento, una voz que quisiera enunciar una sola palabra capaz de encapsular la revelación, trágica y hermosa de un u sentido que no terminaría de comprenderse a sí mismo hasta dejar de ser. Un obrero que de regreso a casa pasaba por el Parque de los Venados para tomar la estación del metro cercana descubrió el cuerpo del Sr. Cendejas alrededor de las seis de la tarde. Lo encontró en posición fetal, sobre la tierra yerma, al lado de un montón de restos chamuscados, con el rostro satisfecho y sosteniendo entre las manos una flor de extraño aroma y color que nadie supo identificar.

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