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CUIDADORAS DEL ARTE

Lola Larra

Las dificultades que han tenido las mujeres para poder ser creadoras en el arte y la literatura han sido siempre muchas y variadas: la censura, la burla, el trabajo doméstico, la crianza, el cuidado de otros, la prohibición de firmar sus obras, la invisibilización. Pero entre muchos ejemplos desasosegantes que ilustran esos obstáculos, hay también historias un poco más luminosas. Como la de Lavinia Fontana, una de las más importantes y prolíficas pintoras del Renacimiento. En 2020 el Museo del Prado de Madrid inauguró una muy completa retrospectiva suya, y no es frecuente que se coserven tantas obras de una pintora de esa época —en su caso, más de un centenar.

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Lavinia Fontana tuvo la suerte de nacer en Bolonia, una ciudad tolerante y culta desde la Edad Media. Ese entorno más liberal, así como un padre que apoyaba su carrera, permitió que Lavinia pudiera trabajar, tener encargos y, sobre todo, firmar sus cuadros y llegar a ser reconocida. Fue la primera mujer que tuvo su propio taller, y la primera (que se sepa) en pintar desnudos, aunque fueran mitos, que era lo único permitido entonces, como en su atrevida pintura de Marte y Venus, en la que el dios de la guerra posa la mano en el culo de la diosa.

Se dice que el mayor obstáculo en el reconocimiento de las mujeres artistas a lo largo de la historia es que nunca tuvieron a una esposa que cuidara de ellas. Pero Lavinia encontró algo parecido. Gian Paolo Zappi, su marido, dejó su carrera como pintor para ocuparse de la de su mujer. Era como su manager, su representante. Además, la ayudaba a pintar los marcos y los fondos de los lienzos.

A principios de los años 2000 trabajé en un “portal” de internet, que era como se llamaban entonces las webs. Al alero del departamento de comunicación de la FNAC, dirigido entonces por Miguel Barroso y Cristina Alovisetti (que lograron infiltrar cultura en una tienda por departamentos), una redacción entera de siete personas nos dedicábamos a hacer “páginas oficiales” de reconocidos directores de cine, escritores, dibujantes, fotógrafos y músicos, hombres en su mayoría. Nuestra labor era convencer a los artistas de que teníamos la capacidad de poner en línea su vida y obra. Todos los redactores éramos muy amables, cultos, leídos, pulcros, jovencitos con mucho ánimo y curiosidad, y estábamos a su entera disposición. Listos para bucear en sus archivos, catalogar sus libros y sus discos y sus películas, elegir fotografías e ilustraciones, programar y diseñar una casa virtual que los complaciera y a través de la cual pudieran comunicarse con sus lectores, sus espectadores, su público, de manera inmediata y directa. El cineasta Pedro Almodóvar lo destacaba en una nota al principio de su web: el agrado de no tener que verse obligado a tratar con mediadores (es decir, con periodistas, entrevistadores) para difundir y promocionar su trabajo. Ahora suena normal, porque cualquier celebridad se entiende a través de las redes, pero entonces era completamente novedoso y revolucionario llegar directamente al público, a esos que ahora se llaman seguidores.

“Tener una página web en la red no es lo mismo que tener una calle en tu pueblo, pero también por la página web, como por la calle de tu pueblo, se pasea la gente y comenta la calidad del empedrado, la belleza de las fachadas, la originalidad del mobiliario urbano”, decía el escritor Juan José Millás en la bienvenida a su web.

Aunque esos artistas no usaran internet, ni mail, o ni siquiera tuvieran computadora (Carlos Fuentes nos enviaba faxes con instrucciones escritas a mano, en una hermosa caligrafía decimonónica), nosotros les asegurábamos esa interacción, esa interactividad, ese nicho de bits y ese despliegue de vanidad. Éramos más o menos como los community managers de ahora, pero éramos sobre todo archivistas que además de sobar egos intentábamos descubrirle a los lectores facetas desconocidas de los creadores. Autorretratos que Roberto Bolaño dibujaba con paint brush en su vieja computadora, unas caricaturas de Eduardo Mendoza, diarios de rodaje de Almodóvar o diarios de viaje de Bigas Luna, recomendaciones literarias de Fernando Trueba, críticas de cine de Vargas Llosa, relatos inéditos de Gonzalo Suárez, la buena noticia del día de Alejandro Jodorowsky, story-boards de Álex de la Iglesia hermosos y abigarrados cuadernos de dibujos de Guillermo del Toro, una novela por entregas de Jesús Ferrero, las ediciones más curiosas de Quino, puzzles de Maitena, crónicas de Isabel Coixet, un tablón de denuncias de Rosa Montero. En esa labor de archivo tuvimos acceso a cosas extraordinarias y pudimos escuchar a mentes brillantes. Como intrusos, nos adentramos en las casas, en los estudios, en los archivos y en las bibliotecas de muchos de nuestros escritores favoritos y de cineastas que admirábamos. Vivos o muertos. También hacíamos páginas post mortem. Recuerdo con estremecimiento un viaje a Blanes para desenterrar cajas y hasta el disco duro de la computadora de Bolaño. Hacía dos años que había muerto y Carolina López, su viuda, nos permitió hojear decenas de libretas, tocar y leer sus diarios, sus cuadernos de apuntes, sus manuscritos, sus fotografías. De una de sus libretas copié un poema suyo: “No te mires en el espejo / de la muerte. /Mírate en el espejo de / los hombres y las mujeres. /Esto es lo que eres, / esto es lo que dejarás de ser. / ¡Y qué! / A todos nos llega la hora. / Todos tenemos que salir algún día. / ¡Y qué! / Tú no te mires / en el espejo de la muerte. /Mírate en el espejo de tu cuarto / de baño. / Ese eres tú. El que baila /y mira el Mediterráneo. /Fantástico. / Sin miedo. / Sin miedo”. (El poema, “La muerte”, aparece en algunas revistas pero no en su Poesía reunida). En ese trabajo, que también tenía mucho de relaciones públicas, debíamos entendernos con varias esposas de artistas. Aquellas que velaban por sus carreras, las cuidadoras que permitían a sus maridos crear (y las que a veces lo tiranizaban para que no pararan de hacerlo). Algunas eran oficialmente sus managers, como Alicia Colombo, la esposa de Quino. Otras muchas eran representantes sin título, y creo que el papel no las hacía demasiado felices. La caricaturista argentina Maitena era la excepción: como Lavinia, tenía un marido que había sido manager de bandas de rock y que así mismo manejaba y animaba la carrera de su mujer, como la rock star que era en esos días. Algunos pocos, los menos, se hacían cargo de ellos mismos; pero la mayoría de esos hombres notables necesitabande cuidadoras. Incluso los que ya habían muerto. Inclusomuertos los artistas dan trabajo a sus mujeres (o ex mujeres, oviudas). Aurora Bernárdez era menuda y sumamente elegante, con trajes de chaqueta y falda corta muy Chanel. La visité en un hermoso y sombrío departamento en París para recabar documentos para la web de Julio Cortázar. Traductora, secas ó con Cortázar en 1954 y aunque se separaron, ella lo cuidó cuando enfermó y él le encargó su legado literario. No podría decir que estuviera complacida de llevar aquel peso.

Todas esas esposas, viudas, hermanas, hijas, han sido calificadas por algunos biógrafos como “hembras valiosas en la sombra”, “mujeres dedicadas, devotas, entregadas, sacrificadas”. Personas que abandonan sus propias pasiones para acompañar, mecanografiar, traducir, editar textos, cocinar, llevar las cuentas, hacer malabares con el dinero, cobrar las regalías, hacer de chofer y decenas de otras tareas que Zenobia Camprubí, feminista y traductora, casada con Juan Ramón Jiménez, se preocupó de anotar pulcramente en una lista antes de morir, para así orientar a quien tuviera que cuidar del poeta cuando ella no estuviera. Sería interminable hacer una lista de las “abnegadas esposas” de escritores, de Véra Nabokov a Sofía Behrs, esposade Tolstói, quien después de copiar siete veces a mano Guerray pazescribió en su diario: “Tengo que empezar a hacer algo para mí misma si no quiero que se me marchite el alma”. Resultaría más corto enumerar aquellas esposas que se quejaron de hacer de ghost writers para sus maridos, como Colette o Zelda Fitzgerald. Y breve también las que escribieron su propia versión de los hechos, como Kathryn Chetkovich, esposa de Jonathan Franzen, que desplegó su descontento en un ensayo titulado Envidia. En 2017, con el hashtag #ThanksforTyping, Bruce Holsinger, un académico norteamericano, comenzó a compartir en twitter fotos de agradecimientos y dedicatorias en las que escritores reconocían a sus esposas (sin siquiera poner sus nombres propios) por mecanografiar sus trabajos. La ola de respuestas engrosando la lista de ejemplos no se hizo esperar.

Como decía un amigo poeta, “con los años uno aprende algunas cosas: escribir dedicatorias y agradecimientos es un oficio muy imprudente”. Cuando en 2010 Mario Vargas Llosa recibió el Premio Nobel de Literatura, al final de un nutrido discurso dedicó unas palabras a la que entonces era su mujer: “El Perú es Patricia, la prima de naricita respingada y carácter indomable con la que tuve la fortuna de casarme hace 45 años y que todavía soporta las manías, neurosis y rabietas que me ayudan a escribir. (...) Ella hace todo y todo lo hace bien. Resuelve los problemas, administra la economía, pone orden en el caos, mantiene a raya a los periodistas y a los intrusos, defiende mi tiempo, decide las citas y los viajes, hace y deshace las maletas, y es tan generosa que, hasta cuando cree que me riñe, me hace el mejor de los elogios: Mario, para lo único que tú sirves es para escribir”. Suponemos que, tras dejarla, su nueva mujer se hace cargo del peruano laureado y que Patricia al fin descansa. Poco más de una década después, a nadie se le ocurriría agradecer en público a su pareja por hacerle las maletas. La percepción del artista como una persona con características especiales que no le permiten estar en el mundo y lidiar con el mundo, como debemos hacer todos, ya no convive bien con los tiempos. Se celebran parejas de autores, ambos aplaudidos, ambos amables, sonrientes con los niños en los brazos entre viajes y ponencias compartidas. De todas formas, aún no aparece claro un horizonte sin mujeres que se hagan cargo. O maridos, como Gian Paolo. Sin duda que los Fontana deben haber tenido criadas, eran una familia burguesa, acomodada. Así que, en el fondo, no solo a Gian Paolo, es también a ellas, a las criadas, a las que habría que agradecer las pinturas de Lavinia. No nos han llegado sus nombres. Nadie registró los nombres de esas cuidadoras que fregaban los suelos, cocinaban y criaban a once hijos para que Lavinia pudiera pintar. Cuando el artista necesita que otra se ocupe de él y sus circunstancias mundanas para poder crear, el arte puede trepar por torcidas ramas de opresión.

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