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Tinta

Justo Pastor Mellado

No dejó nada en el tintero. Roberto Merino terminó la columna que debía entregar y cerró el computador. El Tavelli, nuestra oficina complementaria, volvió a convertirse en el lugar de un seminario permanente. Ahí tienes el tema, señaló: no dejar nada en el tintero. Hacer el duelo por la infancia perdida y recobrada en el trabajo de una escritura que se va por las ramas. Ya fui acusado por estudiantes de no ajustarme a pasar el programa. Resultaba curioso que estudiantes de arte contemporáneo fuesen absolutamente ignorantes en historia contemporánea. Me preguntaba yo, ¿cómo podrían comprender el efecto del premio de Rauschenberg en la Bienal de Venecia sin saber de la segunda guerra y de la guerra fría en su primera fase? Algunos de ellos pensaban que debía proporcionarles recetas para hacer obras que se parecieran a las obras que unas señoras y señores, artistas-profesores, les enseñaban de acuerdo a un protocolo estricto. A veces, enviados por otros colegas, los estudiantes hacían de la delación una parte constitutiva de su formación. Se esforzaban para ser vistos haciendo trabajo de vigilancia, sin saber todavía cual era el tronco del árbol. Solo debían proporcionar la prueba de que nos íbamos por las ramas, porque esta ya estaba escrita por anticipado.

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En otra ocasión he señalado que lo central de la crítica chilena tiene lugar en los consejos académicos, en que se arrebatan cursos para demostrar que el individuo señalado no es necesario para el desarrollo de la escuela. El programa pre-escrito corresponde a la neurosis de inscripción fallida que resulta de la frustración docente. ¿Y en qué consistiría el programa sino en un pacto de gobernanza académica? No hay que buscar un desafío epistemológico, sino reconstruir un acuerdo de administración para conservar condiciones de sobrevivencia laboral.

No dejar nada en el tintero es practicar la ilusión de haber empleado toda la tinta posible; es decir, haberla hecho correr a destajo. Pero eso es imposible, a menos que se dé vuelta el tintero y se derrame toda la tinta sobre la cubierta del escritorio. Los artistas chilenos lloran sobre la tinta derramada. Se escribe, a veces, de acuerdo con este fantasma, sabiendo que la metáfora se basa en una experiencia inexacta, porque ya no se tiene conciencia de lo que significa agotar la tinta de tanto poner la pluma, y tocar con ella el borde para dejar caer la gota de sobrecarga. Ya nadie usa pluma con porta-pluma, a menos que sea para dejar en evidencia los tropiezos gráficos elementales. Se escribe teniendo en mente la amenaza del papel secante. Hay quienes escriben con estilográfica y descubren que están determinados por la capacidad de retención del pequeño cilindro de émbolo (o de goma). Finalmente, la ciencia moderna ha resuelto el problema, haciendo fabricar unos cartuchos que igualan la posesión de una lapicera a la de un arma de fuego. Benjamin

Peret acusaba a David Alfaro Siqueiros de haber cambiado el pincel por el revólver. Eso, mis estudiantes no querían saberlo. Y no lo supieron.

No dejar nada en el tintero no quiere decir que se ha escrito todo lo que se debía decir. No existe el todo-decir. Pero se refiere, más bien, a que se está en posesión de un arma cargada. El temor que produce no reside tanto en lo escrito como en lo que amenaza con ser escrito. De este modo, seríamos portadores de dispositivos de carga que podrían ser activados mediante un mecanismo cercano a la acción pentecostal. La escritura automática sería, más bien, cercana a la eyaculación precoz. No dejar nada en el tintero tendría una nueva acepción. En cambio, la escritura retentiva sería propia del cálculo que determinaría el destino de la última gota. La corrección de escritura está animada por una condena de la masturbación, con el consiguiente encubrimiento del efecto gráfico de la polución nocturna. En un antiquísimo filme de Bertrand Tavernier –“Et que la fête commence”hay una escena que causa revuelo en la corte. El futuro Luis XV ha dejado una mancha en la sábana. Las damas de cámara advierten jocosamente que el delfín ha hecho un mapa de Francia. Esta ha sido la más exacta definición de poder absoluto que he encontrado. La sabana ha recogido el escurrimiento crítico de un cuerpo cuyo enunciado seminal es homologado con la producción del cuerpo (político) del reino. Eso lo entendió perfectamente Lenin, que definió las condiciones de eficacia de la escritura en todas las insurrecciones del último siglo: no dejar nada en el tintero.

En la portada del primer número del pan- fleto político “Réplica” (octubre 2021) he reproducido en grano grueso una fotografía de Lenin, sentado sobre un soporte de fortuna, escribiendo en unos papeles dispuestos sobre un escritorio portátil, lo que debiera ser un ejemplar de la ciencia de la consigna. Él no dejaba nada en el tintero, porque todo efecto de tinta se traducía en acción programática. Hoy día, nuestras autoridades políticas no escriben; ya están escritas. Estoy siendo lo más estructuralista que hay.

San Isidoro de Sevilla consideraba que la pluma era masculina y femenina a la vez. Al ser cargada sobre el papel dejaba una huella seminal, al mismo tiempo que al abrir sus partes como si fueran dos piernas, dejaba caer la tinta inscriptiva, atribuyendo a la escritura una procedencia menstrual. Pero esto conduce invariablemente a los versos de Georges Bataille, “Bebo en tu desgarradura / Separo tus piernas desnudas / Las abro como a un libro, / donde leo lo que me mata”.

Beber en la desgarradura es como dejar nada en el tintero. Algunas traducciones de esos versos emplean la palabra hendidura. No es lo mismo. La hendidura viene con el cuerpo. El desgarro es infligido desde fuera. La tasa de poeticidad estaría determinada por la conversión de la hendidura en desgarradura. No dejar nada en el tintero nos remite, en la escena interna de arte, a los efectos de lectura del famoso capítulo de Ronald Kay escrito para anticipar la obra de Eugenio Dittborn, “el cuerpo que mancha” (1979), en que homologa el color rosa pálido nacarado de las encías con el color del pliego de papel secante, disponible para eliminar los excesos de tinta. Es decir, activar la aparición del fantasma absorbente que ha procedido a la desertificación en pintura.

Toda la pintura chilena, desde 1970 a la fecha, ha vivido una guerra entre la tinta seca convertida en grumo portador del sentido de la Historia y la higienización de una performatividad de servicio que introduce el detergente como acelerador de limpieza. En este sentido, nunca ha habido una guerra más encubierta que esta, entre las obras de Eugenio Dittborn y Gonzalo Díaz. La tinta no ha escurrido. Se trata de una guerra de aniquilación frustrada. Ninguna de las dos fuerzas beligerantes posee el poder suficiente para aniquilar a la otra.

Sin embargo, los referentes de cada portador están semánticamente cargados. Gonzalo Díaz considera que los impresos de Dittborn regulan la distribución simbólica del piñén en el imaginario facial chileno. En 1982, Díaz no soporta la depresión cromática animista de Dittborn. El piñén, sin ir más lejos, es una materia que ha adquirido derecho de ciudadanía en el ejercicio de una representación, en la que diversos elementos de aglutinación protegen la costra que da forma a la pose del desfallecimiento.

He abandonado, buscando mi estricta conveniencia, el campo de las ensoñaciones estilográficas, para deslizarme hacia el campo de las tinturas. A Dittborn se le ha preguntado por el procedimiento en su obra y ha respondido “yo no pinto, imprimo”. Lo cual no es estrictamente así, porque partió entintando. Toda su obra de dibujo de entre 1973 y 1977 es realizada en tinta, con rapidograph. Lo que representa un trabajo de chino. Sin embargo, la polisemia china conduce hacia una trampa semántica. Dittborn sería como el gran maoísta del arte chileno. En ese sentido, estaría determinado por la ruralidad. Pienso en los grabados de estampas populares de la guerra revolucionaria que estaban impresos en un libro que Siqueiros tenía en su biblioteca y que los estudiantes a los que me he referido nunca pudieron conocer. De ahí que el maoísmo dittborniano fuera un destilado de la vanguardia política vinculada al grupo Ranquil. Deseaba convertir a la plástica chilena en una pradera de la vieja China, pero tuvo que rendirse a la videncia de la gráfica alemana postindustrial y someterse al conceptualismo implícito en los insumos del gabinete de dibujo técnico, sometido a la ideología del normógrafo. Es curioso: su punto de partida es un dibujo deudor del surrealismo caricatural, para terminar, haciendo retratos gracias a la combinación de tramas, obtenidas de su férrea observación de los trabajos de diseño en una mesa de arquitectura. No hay que olvidar que el proto-conceptualismo chileno, en Leppe y en Dittborn y en Dávila, es de procedencia surrealista. Debería darles vergüenza por haber ocultado tanto tiempo sus procedencias. Lo importante no es saber hacia donde se va, sino de done se viene. Solo después de 1977, el dispositivo de interpretación se modifica, gracias a los resúmenes didácticos que la crítica canónica hace de los textos canónicos de Kristeva.

No ha corrido tinta suficiente respecto de la subordinación de la visualidad de Leppe y de Dittborn a los resúmenes y apuntes que hacen unos operadores de signos cuya filiación omiten. He estado estudiando el fenómeno de la marxistización acelerada de los becarios chilenos que van a París y Lovaina en los años 1965-1968.

Resulta conmovedor constatar que la precariedad de las transferencias del marxismo no comunista local de entre 1969 y 1973 proviene de resúmenes y tomas de apuntes de textos que inevitablemente omiten sus contextos de producción. Es lo que ocurre con la sobrecarga de información recolectada en tan poco tiempo. Situación, por lo demás, normal, que define el universo becario del marxismo marmicoc.

En las artes visuales ocurre un fenómeno dogmático bastante curioso. Operadores textuales que provienen del campo literario, habiendo tenido estudios formales e informales, escogen las artes visuales como terreno de caza porque se presenta como el campo más desguarnecido de las ciencias sociales. Se arma, de este modo, un repertorio de temas y de formas que atravesará la década, demostrando de qué modo el imaginario chileno depende de la réplica determinante, con el agravante que se avergüenza de ello. En este terreno, falta tinta para encubrir los relatos de blanqueo de las operaciones de vitalismo fundacional. En relación al CADA, la vulgaridad teórica es solo comparable a la dimensión que adquiere el chamanismo ejemplarizante que sustituye el dolor de la derrota. Cuando falla la política, la izquierda recurre a la poesía. Al menos, se ha instalado la idea de que la historia comienza con nosotros. Es decir, corregiremos los errores e inconsecuencias de las generaciones precedentes, que pactaron lo in/pactable, deslegitimando la transición democrática. Me fui por las ramas. Para regresar será preciso pasar por la tintorería.

Habrá que pensar en la fascinación pictórica por los servicios domésticos. Lo curioso es que se trata de servicios que involucran la apostura de los caballeros: costura, lavado, planchado, limpieza al vapor, tintorería. Hay unas pinturas de Berni y de Spilimbergo que son clásicas, en que la madre cosiendo a máquina ocupa el primer lugar de la escena, así como una planchadora, haciendo su trabajo sobre las arrugas en la superficie, marcando los pliegues. Pero son pintores argentinos. En la pintura chilena no tenemos costureras ni planchadoras. No deja de ser curioso. Cuando se trata de interiores, la tendencia es a la depresión clase-mediana. Hay que pensar en los interiores de interiores de Couve, con esos platos de ribetes azules y una palta bastante pasada, dispuesto sobre una mesa oceánica. Puede ser, también, un huevo cocido, flotando sobre una nata cromática desfalleciente.

Regreso a la tintura. Es decir, al manto sagrado con que se encubren las citas. Lo primero que hay que esconder en el arte chileno es de donde vienen las cosas. Esto proviene de la costumbre de cubrir las imágenes en las iglesias durante la semana santa. El arte chileno es un asunto de iglesias, por no decir, de sectas catecúmenas. Pero mejor queda la palabra tribu. Imagínense ustedes la escena chilena como yanomami. Imposible. No existe semejante ductilidad arquitectónica para exhibir las condiciones de recomposición ecológica de un shabono, que era la utopía que buscaba Juan Downey. Recientemente, he trabajado sobre unas aguafuertes de Downey, realizadas entre 1963 y 1972. Todas ellas pertenecen a la Colección Pedro Montes. En éstas, Downey expone sus diversas concepciones de la corporalidad. En verdad, es una sola concepción relativa a diversas enso- ñaciones. Cuando Downey viaja a Paris en 1961 piensa en la intestinalidad de los sentimientos, y en ese sentido es un fiel seguidor de la volcanicidad eyaculatoria de Matta. ¿Será posible hablar de este modo? ¿Sentimientos? Habría que pensar, más bien, en las percepciones. En la imaginación percipiente. En la existenciaridad. Lo que supondría atribuir a los arquitectos una sabiduría que no poseerían. Digamos: sabiduría dominante para diseñar un ministerio de la vivienda. Siempre he sostenido que se puede admirar la cerámica popular después de regresar de la cerámica inglesa. Es la rama de pensamiento que permite pensar que es solo desde la completud europea que se puede valorizar la máscara africana, como faltante predeterminado de las vanguardias que se sabe, Downey, en cambio, adquiere dicha sabiduría en el momento en que se traslada desde París a Nueva York. Sin embargo, permanece en él, el sentido impresivo aprendido en el Atelier 17. Lo lleva consigo como una marca, porque jamás abandona la determinación significante de las tintas.

Hay algo en lo que no había pensado al estudiar a Downey. Todo se refiere a Matta, en demasía. Matta es magmático. Está convencido de la homologación entre eyaculatividad y eruptividad de lava volcánica. Downey recupera los residuos ya enfriados de la lava del mismo volcán y con ellos inventa el universo intestinal que complementa la frase sartreana que leía en el curso de mis primeros estudios: “el la comía con los ojos”. Lo cual explica su fascinación por el valor del alquitrán para la ejecución del bloqueo a nivel de la placa mordida. La excavación sígnica va a depender de la acción del ácido. La tinta se alojará en el fondo de dicha trinchera generadora de trazo. En eso consiste la tecnología de la marca reparatoria que se hace portadora de un inconsciente sismográfico. Downey será la reversión de Matta. En cambio, Eugenio Téllez será su devolución, al revisar la dialéctica viscosa de las tintas.

Roberto Merino me obsequió un ejemplar de Por las ramas y cuando leí el prefacio pensé que había sido escrito para hablar de mi trabajo. ¿De qué se trata? De un problema literario al que me introdujo la invención pictórica del “tema mínimo”, del que siempre me habló Gracia Barrios. Toda su pintura no es más que una sucesión de temas mínimos, hilvanados por unas hilachas que se amarraban como significantes flotantes. La portada me resultaba familiar. Sobre las ramas, había pájaros, distribuidos como sílabas negras. Eso viene de una canción que cantaba Eduardo Falú (Las golondrinas). La familiaridad me conducía a reconocer el dibujo del “hombre de los lobos”.

En términos estrictos, ese debía ser el árbol de referencia que sostenía mi atención flotante.

Una vez llevé a una modista al curso para que enseñara a tomar medidas, a dibujar unos moldes, a recortar unas telas, para coser lo más parecido a un jumper. Recién, en el 2021, pude colgar un jumper en una exposición. Había que recuperar el hilo. Debía ser el homenaje a un cierto espíritu de época escondido en el diseño de los bloques de edificios 1010 y 1020, que era la denominación con que se conoce un tipo de vivienda social de fines de los años sesenta. Esa prenda era un molde que definía la tolerancia escolar de los cuerpos. La inducción uniforme del contorno hacía que la silueta reprodujera la sombra fugitiva del deseo. Era lo más próximo a unos seres de tinta que se autorizaban para ejercer su dominio en la frontera de la tintorería, que conducía, por lo demás, hacia la leve sustitución letrista –duchampiana– que solo en francés permite pasar de teinture a peinture. De ahí que, la verdadera vocación de no pocos pintores chilenos proviniera del oficio del tintureros, en la medida que ponía de manifiesto la vieja premisa de la escuela de bellas artes, donde lo que primero que se aprendía era que los blancos se empastan y que los negros se entintan. La pintura desfalleciente adquirió su certificado de pintura materialista fijando el remanente sedimentario de la costra ontológica.

Semejante mecanismo de conservación de la tradición pictórica debía ser rebatido por una fregona, declarada madonna de la pintura chilena, a título de sustituto de lo que la virgen del Carmen es para las fuerzas armadas. Será bajada del altar para realizar labores de limpieza como una servidora que, trapo en mano, aplicará el detergente a toda la tradición corta del grumo impreso. La travesura consistirá en limpiar la acumulación de aceite quemado de auto, atribuyendo a la pintura una función sanitaria.

Sin embargo, el empeño puesto en obtener resultados reparatorios de la la figura de la sirvienta impresa en el envase de KLENZO, no fue suficiente. La madonna proviene de una pintura en cuyo centro había un espejo convexo que reproducía en miniatura la amplificación de la habitación en la que posaba una pareja. Durante los últimos setenta años se ha pensado que era el retrato de unos esposos y que la pin- tura en cuestión era como un certificado de matrimonio. La firma del pintor acreditaba su condición de testigo. Sin embargo, últimos estudios han permitido validar otras hipótesis. Al parecer, se trataría del homenaje de un personaje a su mujer fallecida en el parto.

En el empleo de la figura impresa en el paquete de detergente, que sostiene en su mano la imagen de una mujer vestida con la misma ropa, exhibiendo la imagen de una mujer vestida con la misma ropa, y así sucesivamente, se levanta el recurso de la puesta en abismo, sugerida por el espejo convexo pintado en la obra del primitivo flamenco en 1434. Esto quiere decir que un recurso de esta naturaleza busca constituirse en un momento reflexivo radical en el seno de la pintura chilena.

Más aún, cuando la imagen de la sirvienta aparece impresa bajo una franja en que dos vacas pastan en un campo dividido de color. Lo cierto es que la asociación inmediata con la vaca holandesa parece fortalecer, tanto una búsqueda de limpieza de origen como de dependencia materna, nuevamente convertida en una ofensiva parodia. Pero sin duda es, también, una mención a los Países Bajos, lugar originario del óleo en pintura y que será el médium empleado principalmente por los primitivos flamencos, entre 1430 y 1560, a lo menos.

No dejar nada en el tintero implica redoblar la exhaustividad iconológica e iconográfica sobre un episodio, en que la degradación del carácter marial de la pintura chilena es puesto en evidencia mediante una operación crítica ejercida sobre las determinaciones católicas de un debate sin fin.

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