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Una breve historia de ajusticiamiento
Mariano Sánchez
No hay ningún otro documento que asegure que esta fotografía fue tomada ni que la figura que ahí se encuentra es la del anarquista Antonio Soto más que la propia fotografía aquí reproducida.
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Según el novelista inglés Bruce Chatwin, todavía a fines de los años 70s, algunos gauchos y peones propagados por la Patagonia argentina recordaban a un “gallego pelirrojo” que vociferaba por las calles de los poblados de la provincia de Santa Cruz frases inspiradas en las lecciones de Bakunin y Kropotkin. Se decía que había aprendido las ideas básicas del anarquismo con José María Borrero, un conocido abogado y orador español de los puertos australes. Se dice que ambos se conocieron en enero de 1920 en la localidad de Río Gallegos. En ese entonces, Antonio Soto se desempeñaba como tramoyista de la compañía teatral itinerante López-García, una pequeña asociación andaluza que pululaba dentro del extremo sur argentino interpretando obras de Lope de Vega en teatros y salas de corte popular.
Cuando la compañía se encontraba montando El perro del hortelano en una hemeroteca de la Sociedad Obrera de Río Gallegos, uno de los focos que colgaban del escenario por poco cae encima de una de las actrices. Con el fin de esclarecer las causas que provocaron este incidente, buscaron al encargado de las luces para que respondiera unas cuantas preguntas de protocolo. Dicha supervisión fue interpretada por Antonio Soto como un ataque contra su persona perpetrado por los jefes de la compañía. El acusado se defendió diciendo que no era culpa suya que a los actores les gustara ponerse debajo de los focos.
Sentado en las butacas del fondo la sala, hundido en un abrigo de paño negro, se encontraba José María Borrero. El alboroto hizo emerger en sí una rara certeza. Estaba en ese momento de la vida en que la novedad es un animal poco común. Como resultado del paso del tiempo, su voz había perdido autoridad, su esqueleto postura y su mirada convencimiento. Además, una prominente barriga que le nacía a flor del estómago, acusaba su debilidad por la bebida y la buena mesa. En definitiva, estaba cada vez más lejos de la imagen que quería proyectar de sí mismo. Pensó, entonces, que Soto podía ser un buen soporte para vehiculizar sus ideas. Soto era la voz que podía interceptar los pensamientos que estaba escribiendo. Soto tenía la contextura suficiente para soportar y difundir las ideas subversivas que quería poner en marcha.
Los señores López-García aceptaron de buen modo la renuncia del gallego, que subió las escaleras del subterráneo a los gritos. Dicen que la compañía se disolvió en 1925 debido a un torpe accidente que involucraba una cuerda, un zapato y diez kilos de carbón.
Antonio Soto tenía una tendencia natural a persuadir. Había convencido a todos sus colegas de haber nacido con dientes, lo que le impidió ser amamantado por su madre. Decía que tuvo que rajarle las tetas a la responsable de haberlo traído a este valle de lágrimas. Al poco tiempo de reunirse con Borrego, aprendió lo que le faltaba saber de anarquismo. Si bien ambos nombres son vistos por muchos como una “mera curiosidad de la historia de la clase obrera argentina”, en los eriales yermos patagónicos al gallego Soto se le recuerda por ser el dirigente sindical que organizó a las proles rurales y las llevó a levantar las armas contra los “sucios explotadores”.
Sus discursos hacían énfasis en que la clase trabajadora debe ser “el primer testigo de la opresión”. A Soto se le hacía evidente la necesidad de dar un paso hacia atrás para distinguir “la prepotente verdad de la explotación” de “las falsas promesas del trabajo asalariado”. Durante su labor, reunió en un solo sindicato a los estancieros, los cargadores y los carreteros, los albañiles, los maquinistas y los petroleros. Todos estos gremios sufrían las precarias condiciones laborales que tanto la industria ganadera como la de los combustibles ponían en práctica. Al principio, el gallego Soto exhortaba a sus compañeros a dejar el trabajo y declarar la huelga con el motivo de subir los jornales que recibían al final de cada día; estrategia que no prosperó tal como él lo imaginaba. A medida que su figura política crecía, radicalizó sus tácticas y le declaró la guerra a la propiedad privada. Junto a un grupo que no tenía nada que perder, algunas fincas de importantes figuras del comercio ovejero y petrolero fueron tomadas por la fuerza. Así como la garganta que ha acumulado un grito demasiado estridente como para que salga por la boca no logra articular un sonido, también la expropiación de facto es demasiado contundente para el entorno desprovisto de preocupaciones que en el que vivía el capital.
La clase dirigente de Río Gallegos era el resultado de varios cruces generacionales entre las familias descendientes de colonos septentrionales del sec- tor y los capitales extranjeros que venían a explotar el espacio o las materias primas que ofrecía la Patagonia. A comienzos del siglo XX, los ingleses allegados se sentían profundamente argentinos y los argentinos de bien profundamente británicos.
Un año después de iniciadas las huelgas, las principales fortunas del medio vieron sus ganancias reducidas. El alguacil y el cuerpo de seguridad de Río Gallegos se vieron sobrepasados en su intento por recuperar y mantener el orden público. Fue el propio Hipólito Yrigoyen quien tomó la decisión de enviar las tropas del 10º Regimiento de Caballería con el propósito de pacificar la zona. El presidente designó al mismísimo teniente coronel Héctor Benigno Varela, un hombre descrito por sus compañeros como un militar de radical patriotismo, la misión de “ir a la Patagonia, ver lo que estaba ocurriendo y tomar las medidas que su deber le sugiriera”. Diversos cronistas de la época de todas las tendencias políticas describen al teniente coronel Varela como un hombre de baja estatura. Algunos historiadores actuales especulan, a partir de la medición de los trajes que se encuentran en el Museo Histórico del Ejército Argentino, que Varela no superaba el metro cincuenta y cinco de estatura. Sin embargo, de lo que también dan cuenta las crónicas y el desenvolvimiento que tuvo en la campaña de pacificación, es del profundo terror que inspiraba dentro del 10º Regimiento de Caballería.
Doscientos soldados y ciento cincuenta caballos zarparon desde Buenos Aires en el transporte de la Guardia Nacional rumbo a Santa Cruz. Cuando llegaron a Río Gallegos, los hombres de Varela consiguieron romper la huelga y desarmar a los rebeldes en poco tiempo. En pocas ocasiones fue necesario recurrir a las armas de fuego. Sin embargo, a las pocas semanas, un segundo estallido se gestaba con mayor fuerza y convicción. El comercio cerró sus puertas y los latifundistas tapiaron las ven- tanas de sus casas. La desobediencia de los obreros hizo irritar al teniente coronel Varela. Se prometió a sí mismo que no volvería a ser tan indulgente y que se haría de todos los medios posibles a su alcance para ponerle fin a este asunto.
Los anhelos de Antonio Soto fueron sepultados en la estancia La Anita. Una cortina de militares rodeó a la última escuadra que se mantenía fiel a sus ideales. Seiscientos camaradas argentinos y chilenos, todos parias, obreros y campesinos, se enfrentaban a un ejército profesional armados con guadañas, palos y unas pocas escopetas que habían sacado de la casa patronal. Dos jóvenes chilotes se acercaron a parlamentar la rendición flameando una polera que hacía de bandera blanca a modo de súplica. Cuatro balas les atravesaron el estómago, haciendo estallar la sangre y los pálidos huesos de sus costillas. El resto de los amotinados, levantaron la vista en búsqueda del gallego Soto para ver qué se le ocurría. Pero éste, al saber que se encontraban a merced de sus verdugos, junto con otros doce muchachos, ensillaron unos caballos que pastaban en el establo y escaparon de la inminente masacre. Algunos dicen que llevaba un rosario entre los dedos y que se puso a rezar a pesar de su ateísmo recalcitrante.
Una vez terminada su labor, Varela y los oficiales fueron celebrados por la comunidad argento-británica en el salón principal del Hotel Progreso de Santa Cruz. Los ensombrerados señores, vestidos para la ocasión con su mejor traje de etiqueta, agradecían al teniente coronel por haber extirpado el cáncer anarquista de sus vastas llanuras. Inspirados en la vestimenta decimonónica (el glamour llegaba siempre con un desfase de dos décadas a la Patagonia), estaban metidos dentro de hermosos sacos grises. Desde los hombros, bajando por las costillas, las chaquetas se iban estrechando hacia atrás a partir de la cintura, formando un par de faldones que les tapaban las posaderas. Con la mano izquierda, sostenían un ancho vaso de cristal servido hasta el tope con un whisky espeso como el petróleo. Con la mano derecha, se llevaban a la boca, entre trago y trago, un ancho y alargado puro de contrabando. A medida que avanzaba la noche brotaban, en la nariz de un estanciero gordo y prepotente, los rojizos y dilatados vasos capitales que se ramificaban desde las mejillas como una frutilla venérea. Esa noche a los patrones no les importaba manchar la camisa blanca de lino recién planchada o derramar gruesas cenizas sobre el pantalón de franela a rayas comprado para la ocasión. Incluso uno de los estancieros más sofisticados, que al comienzo de la noche llevaba una corbata negra de cachemira abrochada a la camisa con un sujetador de plata traído directamente desde Potosí, ahora discutía con los botones de su chaleco para que no dejaran al descubierto sus prominente barriga. Sin distinción alguna, todos los magnates mantenían los ojos como dos ranuras arqueadas por la felicidad. Este despilfarro nocturno incomodaba a Varela, acostumbrado a las austeras formas del ejército. Algunos camareros que sirvieron las bebidas esa noche, cuentan que se limitó a beber jugo de grosella y se retiró a sus aposentos antes de la media noche.
La venganza disfruta de la simetría. Un año después de finalizada la campaña, el 27 de enero de 1923, Kurt Gustav Wilckens, un anarquista alemán de Bad Bramstead, asesinó al teniente coronel Varela en la intersección de las calles Fritz Roy y Santa Fe, en Buenos Aires. Los relatos varían, pero la mayoría coincide en que Wilckens lanzó una bomba al interior del auto de Varela y luego le descargó cuatro balazos a quema ropa. Cinco meses después, una vez apresado y trasladado a la cárcel metropolitana, el entonces famoso reivindicador fue, a su vez, asesinado por Jorge Ernesto Pérez Millán, un miembro fanático de la Liga Patriótica de Argentina que consiguió infiltrar al interior del recinto un revólver cargado.
Pérez Millán, buscando evadir la cárcel, fingió ciertos signos de desequilibrio metal y fue declarado interdicto. En el juicio se dictaminó que fuese trasladado al Hospicio Vieytes, un hospital psiquiátrico ubicado a las afueras del conurbano. Una vez instalado en el pabellón destinado al tratamiento de pacientes con primer brote, gozaba del privilegio de mantener correspondencia con otros miembros de la Liga.
En el ala norte del mismo edificio, en el pabellón de internos psicóticos, el yugoslavo Esteban Lulich entablaba amistad con el profesor Boris Vladimirovich, un anarquista soviético recién trasladado al hospital desde la cárcel más austral del mundo. Nunca se han aclarado del todo las razones por las cuales Vladimirovich pasó de ser un convicto a un paciente psiquiátrico. Algunos especulan que fue algo tan trivial y afortunado como un alcance de nombres lo que originó el traspaso. Lo cierto es que, a lo largo de una semana, Vladimirovich le fue narrando, poco a poco, a su compañero de habitación Lulich, la trágica historia de sus compañeros de lucha en la Patagonia. “Un asesino abandona el sistema moral de valores. Un revolucionario lo exacerba” solía decir Vladimirovich. Para una fracción de la izquierda, el rigor moral del revolucionario, que puede alcanzar una arrogancia subjetiva, incluso presuntuosa, es a la vez la condición previa que tiene el izquierdista para superar los escrúpulos que emergen cuando se trata de matar a una persona. “Uno ve la perversión moral del sistema capitalista”, dictaminaba Vladimirovich. “Uno ve las personas que actúan perversamente en este sistema y tiene el deber de juzgarlas, condenarlas. Sólo esa condena moral es la que puede poner en marcha la imagen del capitalista como la personificación del mal. Nadie ignora de que hay personas que deben pagar por lo que le hicieron al pueblo. La culpa personal y personificada juega un papel importante en esa materia. Y si la muerte del capitalista es necesaria para la liberación, es por ende justificable aniquilar ese mal, esté donde esté personificado. Es necesario aniquilar personas. ¿Por qué crees que existen tantos obreros, tantos campesinos que apoyan nuestra causa, Lilich? Yo te diré por qué: porque hay un punto de partida común, y ese es la indignación general sobre la actual situación social que cruzamos… es la rabia de haber sido perseguidos, de que el Estado haya asesinado, de que haya exterminado a obreros y campesinos. Todo esto tiene causas sociales que todavía están presentes y que aún no se ven reflejadas en acciones políticas de ningún bando”. Paulatinamente, como un aljibe que destila gota a gota una botella de ginebra, Vladimirovich logró convencer a Lilich que asesinar a Pérez Millán era un acto de justicia.
La mañana del 9 de noviembre de 1925 Lilich, impulsado por el fulgor que inyecta la sangre de certeza, caminó por los oscuros recovecos que llevaban al pabellón de primer brote. Al interior de una hogaza de pan, escondió una pistola de 9mm cargada hasta el tope. El pulso errático de Lulich, síntoma no poco recurrente en los primeros pacientes con tratamiento de neurolépticos, provocó que la mitad de las balas no dieran con su objetivo. Las últimas cuatro municiones le atravesaron el pecho a Pérez Millán. Sin embargo, debido a la gruesa contextura que había adquirido en el Hospicio, el plomo no alcanzó a dar con ningún órgano vital. Al parecer era tan pequeño el corazón del reaccionario que dicha mezquindad fisiológica le salvó de una muerte expedita. La larga agonía por la que tuvo que atravesar le permitió ser titular de la prensa oficialista por casi una semana de corrido. El día de su fallecimiento, el Estado rindió los homenajes que están reservados a los soldados caídos en el campo de batalla. Dicen los diarios de la época que detrás de la pompa fúnebre, venía un camión de mudanzas en el que se podía leer “las pertenencias de Jorge Ernesto Pérez Millán”.