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BRAMADERO
Claudia Donoso
Ninguna otra concursante la supera en la monta del toro. Con los senos al descubierto y acoplada al animal salvaje, la joven circunvala la pista en aterrante carrera. Gira sobre sí misma como una peonza rematando sus destrezas con brincos de un costado al otro del animal.
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La multitud ovaciona a la hija del tabernero reclamando para ella la gran corona de laurel mientras en los palcos las damas minoicas especulan con risillas soeces sobre las malas artes empleadas por la joven para que el toro le obedezca.
Un muchacho de nombre Catreo, corre galerías abajo para acercarse a la campeona. Advierte un raro promontorio en su tabique nasal y distingue inmediatamente en esa imperfección la particularidad que hace que la belleza supere a la belleza.
Encargado de ejecutar los murales de Cnosos y Heraklion, el joven Catreo decide seguir a la joven donde quiera que vaya para dibujarla y perpetuar su nariz fabulosa. Helo ahí sentado en la taberna donde los viejos cretenses se reúnen con sus flautas y mandolinas a tocar melodías anteriores a la letra escrita. El joven espía a la atleta con ojos ávidos, ella lo advierte identificándolo como el artesano más connotado de la isla. A medida que avanza el día hacia la noche, los músicos se alternan variando ritmos y cantos para encender los ánimos de la concurrencia. Los hombres inician las danzas a las que luego se suman las mujeres abrazadas hombro con hombro, enfrentándolos.
Secundada por sus primos y primas, la hija del tabernero escancia el vino circulando de un lado a otro de la sala atenta a los pedidos. Ubicado sobre una tarima, su padre vigila y espabila a los encargados de las mesas y la cocina.
De pronto los bailarines la rodean envolviéndola en una trenza a la que Catreo se suma. Una vez finalizada la ronda, los músicos descansan y en uno de esos momentos de inesperado silencio, a lo lejos se escucha un lamento desgarrado. La joven se agita y sale por una puerta lateral hacia la calle. Seguida por Catreo enrumba hacia las lindes de la ciudad donde se emplaza el bramadero y se deleita con el sigilo del hombre que se ha convertido en su sombra.
Bajo la límpida atmósfera de luna clara, las súplicas del toro reverberan bajo el parpadeo de las estrellas en el suelo.
Catreo se detiene cuando la muchacha traspone las puertas de la empalizada. Le parece sacrílego seguirla hacia el interior del recinto en el que se aparean los vacunos. La luna moldea el contorno de los cuerpos sobre un fondo de oscuridad donde se distinguen las figuras proyectadas la atleta y el animal que con la cabeza gacha golpea el suelo con la pezuña. En el reproche de la bestia no hay enojo ni rabia. Hay sufrimiento.
Su dueña se le abraza al cuello, le habla al oído, le acaricia el hocico y lo vuelve a abrazar. Robusta es la espalda del hombruno animal ahora erguido sobre sus patas traseras.
Su aliento es cálido, áspera su lengua y el vacuno desciende con sus rizos negros a lamerle el humedal. Catreo avanza por el laberinto y asiste al apareo mientras la joven le entrega su perfil inmortal.