PATRIMONIO PARA PEQUES: Marcelo, en el monasterio

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Marcelo

en el monasterio


Marcelo

en el monasterio



Marcelo

en el monasterio


Primera edición: julio 2009 CUENTA: Juan Sánchez Vargas TRADUCE: Jennifer Johnson ILUSTRA: Piedad Andrés González DISEÑA: Jesús Allende Valcuende EDITA: Fundación Santa María la Real www.santamarialareal.org IMPRIME: Gráficas Campher I.S.B.N.: 978-84-89483-60-6 DEPÓSITO LEGAL: P-293-2008


Marcelo

en el monasterio


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irar piedras al rĂ­o y hacer la rana es divertido, pero mucho mĂĄs si tienes amigos con los que jugar.

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Ese dĂ­a comenzaba el verano en su pueblo y llegaba a veranear su primo Enrique.

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Estaba impaciente porque le había preparado una gran sorpresa: las ruinas del Monasterio. En el pueblo de Marcelo, Aguilar de Campoo, había unas ruinas grandísimas. Las ruinas son montones de piedras que significan que antes había otra cosa: un edificio, una escalera... o como en su pueblo, un antiguo monasterio. Las ruinas del monasterio le contaban cosas más viejas que su abuelo Marcelino, más

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misteriosas que el culete de las luciérnagas o las casas de los caracoles y más divertidas que las cosquillas en los pies. Porque hay ruinas y ruinas, y las ruinas del monasterio estaban llenas de sorpresas: había piedras con dibujos, había figuras que se llaman esculturas, restos de puertas más grandes que un barco de los grandes, y cristales de colores.

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Sin darle tiempo a tragar el bocadillo, Marcelo llevó a Enrique en volandas hasta la ribera del río, y cuando estaban allí le dijo: —Cierra los ojos que te tengo preparada una gran sorpresa. Enrique cerró los ojos y siguió a Marcelo tropezando entre los pedruscos. Cuando llegaron cerca de las ruinas le dijo: —Ya puedes abrirlos. ¡Mira! Cuando Enrique abrió los ojos se quedó con el bocadillo colgando de la boca sin saber qué decir: ¡Qué cantidad de tesoros! ¡Cuántos escondites imposibles de encontrar! —¿Qué es esto? —preguntó Enrique. —Tendrás que adivinarlo tú solito.

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Pero la pregunta quedó en el aire como las alas de las mariposas porque Marcelo y Enrique comenzaron a correr entre arcos, subir tramos de escaleras de caracol... hasta que al final acabaron agotados en la orilla del río tirando piedras planas para hacer la ranita. —Bueno, me vas a decir qué es ese montón de piedras tan divertido. —Pues hace mucho, mucho tiempo era un monasterio. Pero vamos a hacer un juego que me han enseñado en el cole. Yo te digo unas palabras y unas pistas y tú tendrás que averiguar en qué parte del monasterio se encuentra. Marcelo cogió un palo del suelo y comenzó a arañar la arena.

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Lo primero que dibujó parecían dos círculos juntitos, y Enrique comenzó a intentarlo....

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—Aunque lo parezca, no son dos pacas de paja —dijo Marcelo.

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—Ni tampoco dos caracoles dåndose un beso.

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—Es un capitel. —Un capitel es como un cuento de piedra de los que cuentan a los niños que no saben leer. Cuando se construyó el monasterio, casi nadie podía ir al cole. Así que los mayores tampoco sabían leer y los capiteles les contaban historias en las que aparecían monstruos, personajes, plantas y seres fantásticos.

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Dibujando un triángulo, Marcelo dijo: —Vamos a por el siguiente. Verás cómo le coges el tranquillo enseguida. —No es una señal, pero indica muchas cosas.

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—Ni mucho menos el sombrero de un chino mandarín.

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—Es una espadaña. —La espadaña es el triángulo de piedra que se asoma a lo alto del monasterio. Es lo primero que se ve desde lejos, así que servía a los caminantes para no perderse y llegar hasta su destino. Además tiene huecos para colocar campanas. Como no había televisión ni teléfono, las campanas sonaban desde lo alto y llamaban a los monjes como te llama mamá cuando se hace tarde.

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El siguiente acertijo te va a encantar. —No es la televisión, pero te transporta a muchos sitios.

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—Tampoco es un libro, pero sirve para leer.

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—Es un claustro. —El claustro es como el patio del colegio de los monjes. Los monjes se dedicaban a rezar y a trabajar y llevaban una vida muy ocupada. Y como el monasterio era un lugar bastante silencioso, en el claustro los monjes paseaban y aprovechaban para charlar cuando se encontraban. Daban vueltas y vueltas como jugando a pillar y algunos se sentaban allí a leer. En el claustro coincidían todos, porque no había manera de ir de un sitio a otro sin atravesarlo. Así que todo lo que sucedía en el monasterio pasaba alrededor del claustro.

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—Ya falta poco Enrique, ¡a ver si espabilas! —No, no es tu cara mirándote en el espejo.

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—Ni es tu amiga Lola saltando a la comba.

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—Es un arco. —Un arco es como el sombrero de las puertas y las ventanas. Se llama abocinado porque cada vez es más pequeño, como el tubo de una trompeta o la boca de una bocina. Si sabes mirar verás arcos por todo el monasterio: algunos tienen muchas figuras y otros sólo piedras del mismo tamaño, como las piezas de un rompecabezas.

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—Bueno Enrique, esta es tu última oportunidad... —...deja de pensar en las fiestas, no son fuegos artificiales.

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—Sí que lo parece, pero no es una araña tejedora.

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—Es la bóveda. —La bóveda es el sombrero del centro de la iglesia, es un paraguas de piedra, es un techo redondo entre naves. —¿De verdad, naves? —Sí, pero las naves son dos habitaciones que se cruzan para formar la iglesia. La iglesia tiene forma de cruz y justo en el centro, está la bóveda. Muchas veces se hacían dibujos y pinturas en la bóveda, y cuando los monjes estaban en la iglesia y la miraban les parecía que estaban viendo el cielo.

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Aquellos acertijos imposibles de adivinar, habían despertado la curiosidad en Enrique. Pero Marcelo estaba entonces más interesado en correr y disfrazarse. Así que, desde lo alto de un muro, con un palo y un trozo de metal, hizo de campana y de espadaña (ese triángulo como el sombrero mandarín), llamando a Enrique al claustro. Entre las ruinas, paseando como monjes chiquititos, Marcelo le contó que cuando se venían a vivir al monasterio, los monjes formaban algo así como una nueva familia muy grande donde todos se llamaban hermanos. A Enrique le pareció muy bien la idea de sólo tener hermanos y que nadie dijera qué había que hacer.

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Por eso se disgustó un poco cuando, tumbado bajo lo que fue la bóveda, Marcelo le explicó que los monjes tenían montones de normas. Normas para rezar, comer, dormir, trabajar, estudiar..., y que además había un abad (algo así como un hermano mayor) que se encargaba de que se cumplieran. — ¡Qué pena! —resopló tumbándose boca arriba—. Mira Marcelo, ahora estamos en la bóveda ¿no?, la que parecía una araña. —Sí, pero nosotros no vemos pinturas, vemos el cielo de verdad ¿te has fijado cuántas estrellas se ven en el pueblo?

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—Es verdad, hay montones y montones... pero si hay estrellas... ¡es que se ha hecho tardísimo! — ¡Suerte que nuestras madres no tienen una campana, ni una espadaña, si no, todo el pueblo nos estaría buscando! Tal y como vinieron, los dos niños se fueron corriendo a casa, llevándose su parloteo y dejando tras de sí el silencio de las ruinas del monasterio, donde se lo pasaron en grande el resto del verano.

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