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Pedazos de amor, Diego Sañudo

Pedazos de amor

Diego Sañudo

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Abelardo ni siquiera se dio cuenta hasta que le rozó la pernera del pantalón. Miró sorprendido hacia el suelo apartando la mirada del retrato de su amada y vio, sin llegar a reconocerlo, cómo algo se escabullía y rodaba bajo la cama.

Se agachó esperando ver al gato de la vecina del cuarto, una ancianita que era bastante quejica pero a la que trataba como si fuera su propia madre, porque así era Abelardo, bueno e inocente. Algo chocó contra su zapato e interrumpió el levantamiento de colcha pero no pudo ver que era. Para cuando continuó no había gato, solo una pelusa que se apresuró a barrer.

Cantaba, cómo no, una de Perales, sosteniendo delicadamente la escoba entre los brazos y girando al ritmo de su melodía cuando algo se le posó en la cabeza. Primero miró hacia arriba, no era la primera vez que anidaban en su coronilla. Luego delicadamente palpó la supercie de su cráneo con cuidado para no lastimar al posible huésped pero sus dedos solo hallaron un pelo tan manso como él mismo.

La foto de Rosalinda le llamaba. Necesitaba contemplar esa estampa, aquella larga melena castaña que ondeaba y se perdía tras los hombros, esos ojos que le hacían tartamudear cada vez que le miraban, y su deleite llegaba ya a la boca cuando Abelardo sintió que algo llenaba la suya obligándole a abrirla y ¡plop!, como un rayo, una sombra salió de ella y se metió en el baño. Abelardo fue detrás y cerró la puerta para evitar que se escapara.

No hacía falta ser un Sherlock para saber que se escondía tras la cortina de la ducha, además de apreciarse una silueta menuda, la tela plástica se movía como una hoja. La descorrió suavemente mientras sonreía, lo vio y supo qué era: ¿quién no distinguiría el amor cuando lo ve frente a él?

No era fácil de describir, de colores cambiantes y a veces inclasicables, parecía voluble, medio gaseoso y medio líquido, metamórco, contradictorio, caprichoso y ante todo hermoso. Sin duda era amor.

Acercó la mano y sintió un cosquilleó cálido y reconfortante. De sus dedos otro poquito de amor salió serpeando con gracia y comenzó a correr alrededor del baño. Abelardo abrió la puerta. Allí había, cinco, seis... ocho de ellos, y se sintió dichoso de que allí estuvieran.

La verdad de todo aquel misterio es que era tanto lo que amaba a Rosalinda que el amor ya no le cabía dentro del cuerpo así que no había tenido otro remedio que salir.

Metió los pedacitos de amor entre las sábanas de la cama para que no les pasara nada, quería cuidarlos, verlos crecer pero el amor es travieso. Enseguida echaron a correr y a revolotear por toda la casa dejando estelas de colores como si fueran pinturas pastel deslizándose por un lienzo. Abelardo sonreía y pensaba en Rosalinda, y de pronto se dio cuenta de que había tantos pedacitos de amor les era imposible no ya correr sino apenas moverse.

Abelardo empezó a preocuparse por tanto gasto, ¿no sería mejor dosicarlo? pero su mente volvía a esa sonrisa, al recuerdo de sus dedos jugando con su pelo o subiéndose las gafas, y más y más aparecían.

Cinco minutos antes de que le llamara Rosalinda aquello ya se había convertido en un problema. De cintura para abajo todos aquellos pedacitos de amor conformaban una especie de masa que se expandía por todo el piso. Había conseguido controlarse entonces, pero la llamada desbordó toda barrera autoimpuesta y para cuando discutía meloso con Rosalinda a quién le tocaba colgar primero, aquel mar ya le llegaba a la altura de los hombros.

De hecho fue él el que colgó cuando se le resbaló el móvil y se hundió en un hermosísimo lago de variados colores, despertando en la cara de Abelardo un gesto de bobalicona complacencia. Pensó en que podía abrir la puerta, repartir todo aquel amor que le sobraba y que a algún otro tendría que hacerle falta, pero no había manera. Haría falta mucho más que su fuerza para poder abrirla. Con esfuerzo habría podido abrir una ventana o romper el cristal para desalojar tanto amor pero temía que pudiera pasarle algo. Lo veía tan puro, tan bello y grácil… y nada menos que proveniente de la evocadora Rosalinda. No podía deshacerse de él. Y aquello le puso en un aprieto. Se tuvo que poner de puntillas y levantar la cabeza para poder respirar. Abelardo era tan meloso que aquella situación le recordó a la escena de Titanic en la que el protagonista se ahogaba, y esa emotividad terminó por hacer que el amor le cubriera por completo.

La dicha más absoluta premió a Abelardo, siendo hasta la fecha el ser humano que ha experimentado un mayor grado de felicidad. Aquello, por supuesto, tuvo sus funestas consecuencias. Murió de amor.

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