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Román livas Lardo, Martín Morales

Me mandaste mensaje en Grindr, no hubo majaderías entre nosotros, sólo tomaste la iniciativa de que nos conociéramos pronto, porque te resultaba atractivo y te ofreciste a encontrarme en un punto intermedio, luego iríamos a tu casa, merendaríamos café y escucharíamos lo que tuviéramos en común. Acepté. Cuando me permitiste el paso, aguardé en tu sala, preguntaste qué tipo de música y cuáles cantantes me agradaban, coincidimos en varios géneros y tres intérpretes. Mientras se calentaba el agua, te acercaste, averiguaste qué hacía en la aplicación y por qué vestía formal; en el caso de mis motivos, estaba con la disponibilidad de que sucediese un encuentro casual o una simple cita, que derivase en amistad con derechos o simple compañero para sobrellevar la soledad; sin habértelo confesado, lo había hecho por ti, para lucir atractivo, pero mentí que tenía una cena con ex compañeros de la facultad, en dado caso de que tuviera que irme de improviso por no habernos agradado. Tras dos horas de conversar sobre experiencias previas en el amor, la vida, la profesión e ideologías, caí en la cuenta que no habría nada entre nosotros, pedí permiso para usar tu baño y me señalaste que estaba a un lado de tu cuarto en el segundo piso; al término, lavaba mis manos y decidí que te diría era la hora de irme al compromiso, había preferido quedarme con lo vivido hasta ese momento a que me hirieras diciéndome que no te agradaba para cualquiera de mis aspiraciones en la aplicación; cuando salí, estabas sentado al lo de tu cama, te levantaste y me diste a elegir si quería que nos quedáramos ahí o siguiéramos abajo conversando. Sin haberlo previsto, me besaste después de que asentí, armaste que habías pensado cómo robarme un beso al poco tiempo de haberme conocido. Al término del acto, en el que nos devoramos y pospusimos el nal en repetidas ocasiones, llegando a las tres horas, te aferraste a mi cuerpo, deseaste que jamás me fuera y nos quedáramos en esa posición, en ese momento que, con el tiempo, uno de los dos conservaría con cariño; como no deseábamos terminar con el día, me invitaste a cenar. Tras una segunda ronda de besos, orales y embestidas, la medianoche llegó, te ofreciste a llevarme de regreso a la casa y antes de bajarme, prometiste que seguiríamos viéndonos. Cuando llegaste a tu casa, mandaste un mensaje por WhatsApp, deseándome buenas noches y que platicaríamos dentro de unas horas. Ese sería el inicio de una rutina que sigo atesorando: nos veíamos cuando salías del trabajo cada tercer día, íbamos al cine, me sentaba de tu lado derecho, porque no escuchabas del izquierdo, me tomabas de la mano durante la función y durante el trayecto. A veces, cenábamos en nuestros lugares favoritos antes o después de haber hecho el amor, acciones que, cada que se repetían, me atenazaba a ti, pero me frenaba, no podía permitirme alguien como tú. El día que decidiste confrontarme, como casualidad literaria o cinematográca, estaba lloviendo, me habías dejado a una cuadra de la casa, preguntaste si me había hecho pruebas para detectar enfermedades venéreas o VIH, respondí que estaba al tanto de mi salud y que estaba «limpio», pero insististe, porque me habías visto en otras aplicaciones mientras salíamos.

—Fui a consultar al día siguiente de haber tenido sexo contigo y me dijeron que tenía una infección urinaria, como cándida. ¿Te estás metiendo con otros? —Pues los otros no se han quejado de enfermarse, sólo tú. Te despediste con un beso en mi mejilla, nos miramos por un rato y te besé los labios, luego te alejaste. Hubo más citas, pero había logrado mi objetivo. Aniquilé tus intenciones de formalizar conmigo, porque no podía desistir de frecuentar a otros, fuese con uno, trío o más.

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Un día, vi que agregaste al ex de mi mejor amigo, supuse que él, de algún modo, te pondría al tanto de mi condición. Al poco tiempo, ya no podía contactarte por ninguna red social, tan sólo por Instagram, pero cuando daba corazóna tus fotos, no respondiste como creí que lo harías. Me preguntó por ti, porque nos tenemos en Facebook,platicamos y salió el tema tuyo y el de nuestro amiguito. Me contó la versión de los hechos que preferiste creer, la cercana a lo sucedió: antes de nuestro conocido en común, tuve una relación de cinco años con alguien que me contagió de sílis, terminamos cuando no quiso aceptarlo y seguí el tratamiento, también mi vida sexual siguió, siempre utilicé preservativo. Mi vecino, el cual era mi mejor amigo, me contó que fuéramos a COMAC para una prueba de VIH, que obsequiaban condones y lubricante, lo acompañé, nos hicimos pasar por una pareja y ambos resultamos positivo. Como si lo vivido hubiese sido el visionado de una serie o una película, no pude creerlo, pero estaba ligeramente anclado a la realidad que, aquel diagnóstico, lo interpreté como una reacción hipocondríaca, sentí que la sub trama del personaje de ese programa pudo haberme pasado y agendé una cita para la prueba Superior a la de ELISA, la que me atendió, cuando le di mi correo de Outlook, ngió equivocarse y puso «puto», lo borró y escribió correctamente el programa de la plataforma de Windows. De nueva cuenta, el resultado me conrmó el inicio de una nueva rutina, un disfraz que debía mantener, a menos que la persona tuviese la fortaleza de afrontarlo conmigo.

Por desgracia, Marcos, tú no eras ni serías la persona que debía amar ni amarme, no porque no lo mereciera por mi condición, sino porque ambos adolecíamos de algo: padecías enfermedades crónicas y existía en ti esa versión que, por comodidad y como buen gesto de amor, he optado que la creas.

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