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El fugitivo, Julio Zatarain

El Fugitivo

Julio Zatarain

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Sus tenis ya deben estar colgados en algún cable: uno de ellos pisa el acelerador de su auto, un Sentra 98 con tres choques y corrosión. Había salido de su casa dispuesto a recorrer la ciudad y no detenerse hasta que se vaciase el tanque de gasolina y encontrase, en la noche, el perdón, escondido en la frontera indómita entre la justicia y la venganza.

Lleva semanas sin descansar. Bebe hasta que su cuerpo aguante. Su sonrisa está muy distante. No se cae bien. Se siente en una canción mexicana. Espera en el primer semáforo, el que da salida a su colonia. Los autos pasan frente a él, veloces, y por un instante piensa en pisar el acelerador y terminar. Pero: luz verde. Las dos avenidas se le aparecen enfrente, una hacia el centro y otra a la zona hotelera. Elige adonde posiblemente no hay alcoholímetros.

Había subido al auto con dos latas de cerveza Pacífico. Yantes, durante la tarde, bebió al menos una docena. Leyó el mensaje en su celular y se puso los tenis más viejos y arrancó hacia no sabía dónde. ¿Sí fui yo? El diablo sabe bien a quién se le aparece, recuerda el refrán y avanza hasta la México 15 como un barco a la deriva, abandonado, solitario, sin viento ni puerto.

Trae difusas las últimas tres noches. La de anteayer fue su pecado. Demasiada cerveza y comida de la calle. Si no hubiera visto su foto en redes sociales (cuidado con este sujeto), jamás se habría enterado de lo que hizo. Sucedió en un toquín de rock, de cochera. Al querer recordar, sólo oyó su nombre y a alguien empujándolo. ¿Fue real? Veinte años bebiendo, cero errores como ese, y ahora, de pronto, recorre la ciudad sin poder huir.

Si tiras una piedra a un perro, ¿eres mataperros? Se pregunta, desconociéndose. Llega al bulevar donde venden camarones durante el día y le llega el tufo como una embestida. Ala vuelta hay una cantina. Compra cervezas y otro tufo le llega de golpe. Sale con seis latas y dos cigarros. Busca penitencia. Se dirige adonde sabe que hay alcoholímetros, rumbo al malecón.

El mar lo baña, en sonido y aroma. Quizá por ser martes no se topa con ningún retén. ¿Debe ir a la policía? La organizadora del toquín, la dueña de la

casa y del perro, aunque no iba a quitar su publicación viral de redes sociales, le aceptó nalmente las disculpas. «Pero Roberto quién sabe», leyó el último mensaje y se puso los tenis viejos, aquellos que ya debía colgar en algún cable de electricidad. dos. Pero: la luz verde se encendió. Detiene el Sentra 98 frente a su casa. Mira la camioneta gris, despreocupado. Baja con dos latas de cerveza y cigarro en boca, pensando lo que iba a publicar en redes sociales (de este sujeto no deben cuidar a sus mascotas).

¿Es realmente quien dice ser? ¿O es otro que no acepta que es? El punto rojo de la gasolina se enciende. Vuelve a la México 15. ¿Fue un asunto de briago o de violencia animal? Sacude la cabeza y se conoce un poco más. No se siente mataperros. Logra quitarse la grasa moral de la mente y ahora que la gasolina se le acaba, piensa en volver a casa y demostrárselo a todos. (Les cuento que me cuesta perdonarme a mí mismo).

Al entrar a su calle se encuentra con una camioneta negra y sucia, como el cielo, tapando su cochera. Había esperado un rato el último semáforo en rojo antes de entrar a su colonia y cuando vio los carros veloces frente a él, lo volvió a pensar: usar las últimas gotas del tanque para que algún camión lo partiera en Roberto lo ve acercándose y baja de su camioneta parecida al cielo. En su mano brilla una escuadra. Dos palabras, Lucas, y dispara el estruendo seco. Lo lleva hacia la inmensidad de la banqueta encharcada. ¿Debió buscar más alcoholímetros? ¿Debió esperar que su gasolina se terminase? ¿Debió provocar el cuarto choque de su auto y morir trenzado en el laminado? No tiene respuestas y ahora, viendo al fugitivo de la camioneta, parecida al cielo, sabe que pronto va a tener la mejor de todas. No cierra los ojos: ve sus tenis y sabe que ya debían estar colgados en algún cable de electricidad.

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