al lector • Servid con leal servicio a estas palabras como lealmente os sirven. Poned sobre ellas vuestros ojos vuestra luz vuestro entendimiento, y ellas os harån ser vosotros mismos.
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Vulnerable lector
Anhelo Escalante
Aunque exista quien lo niegue, llega un momento en que, como seres humanos, empezamos a ponernos curiosos sobre las manías eróticas de nuestro prójimo. Las niñas, conforme crecemos, pasamos de la edad en la que nos interesa a quién le baja la regla y a quién todavía no, a la época de la duda sobre quién es virgen y quién se la come. Ya sea por novedad o para saber el kilometraje a practicar para entrar en competencia alguna, es difícil tanto evitar imaginarnos cómo fornican nuestras primas como, admitirlo. Aún con un par de ojos, algunos quisiéramos que la Genio en la botella nos concediera un tercero para ver más allá de lo evidente. Otros individuos gozan de la maravillosa falta de cruda moral, razón por la que hacen y deshacen en materias de ver o exhibir. Una mitad de los que se quedan en medio, en el limbo del me animo o no me animo, deshojando margaritas, se masturban fantaseando en el día en que una desgracia les dé motivo para ser degenerados, algo así como un divorcio a los cincuenta; la otra mitad todavía no acepta esa cosquilla que le da y se castiga con un rosario por cada empalme que le ponga la vecina de banca en la misa del sábado en la noche. Lo que sea de cada quién, a mí me gusta ser bien abierta en el tema; como el nivel de mi pasión por el placer ajeno está que hierve, no me puedo dar el lujo de seguirlo negando. Si lo piensan bien, es materia de reputación. Los psicoanalistas le llaman sublimación y se trata de ejercer el derecho a ser feliz. Mi profesión, como escritora de Sexo Ficción, es conectar a dos individuos: uno es un personaje chaqueteado y el otro un lector como usted. La idea es que el de carne y hueso estire la mano mental lo suficiente como para alcanzar al virtual y, de esa forma, se reconecten los placeres circuito por circuito para que, relato a relato,
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la gotera del curioseo del hispanohablante malaventurado promedio se convierta en una latosa filtración de deseos, hasta que se haga una mancha gris en el techo de su negra consciencia y se le abra una grieta tan grande y tan húmeda que tenga que buscar con qué detenerla, aunque al principio sólo se pueda con el dedo. Sin embargo, confieso que la meta no es una simple y molesta gotera, sino una dichosa aceptación de que llueve tanto que ya hasta se nos mojó la ropa del tendedero mental; de que estamos equipados con un laboratorio personal además histórico y universal donde, desde el principio de los tiempos, como sea que nos lo hayan contado, se creó el placer que nos trajo aquí. Así pues mi trabajo, señoras y señores, es sencillamente el de abogar por el placer; reconciliar las dos partes de un divorcio causado por el peor de los malentendidos, el drama de confundir la virtud con el vicio que a todos nos ha contagiado la señorita moral, esa incogible diosa ante la que todos nos arrodillamos, algunos hasta para averiguar lo que tiene debajo de la falda. Así es como por medio de vocablos, traigo imágenes sensuales a las mentes de la gente, pues si hay algo que no tolero es la mentira; incluido el enredo en el que se revuelcan la decencia y la honradez, sumergidas en los mares de lo recto. Comprendo a quienes niegan su libido y no critico sus fórmulas de vida; sin embargo, no es hasta que nos resulta obvio a todos, como sociedad, que vivimos infelices destejiendo el misterio de nuestro sexo sin llegar nunca a otro lado que no sea el mismo rincón de la vergüenza, que nos damos cuenta necesitamos inventarnos nuevas formas de honrar a nuestros cuerpos. Aunque exista quien lo niegue, llegó el momento en que, como vulnerable ser humano, usted ya empezó a ponerse curioso sobre las manías eróticas de las que le hablo.
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1999 Eleazar Martínez
Era el 99 y todavía había esperanza en las calles, en las banquetas, hasta en los botes de basura encontraba uno esperanza. Salíamos descalzos, pisando el asfalto caliente y podíamos encontrarla incluso en las latas de Jumex que había tiradas, en las piedritas que había en la calle, en los perros vagabundos que dormían bajo los tierrosos coches de los vecinos. Había esperanza en el carretón con cosas viejas que era manejado por un señor canoso y regañón, en los camiones de ruta que escupían esmog y chillaban al frenar, en la viejita con bolsas de Gigante que se bajaba de él. Pero sobre todo, me acuerdo bien, los sueños, el horizonte, se escondían en el carrito de las nieves y en el de los elotes que pasaban puntuales a las seis, en la papelería contigua a la escuela, en la farmacia de la esquina, en la estación del metro Alfonso Reyes, en la entrada a la fábrica textil. En cualquier lado hervía la esperanza y nos parecía normal. Hasta que cierto día llegaron las lluvias. Arreciaron por días. En los noticieros explicaban la magnitud del fenómeno con alarma y exaltación. Las calles se llenaron de agua y las casas también. Nos prohibieron salir por cuatro o cinco días consecutivos. Desde el interior de mi cuarto se escuchaba la violencia de las gotas al caer en los techos, en el pavimento, quebrantando incluso el agua de la misma lluvia ya encharcada. El desasosiego se acrecentaba cuando aquellas se violentaban contra las láminas que eran los techos de las lavanderías de las casas. Una suerte de balacera vertical. La lluvia era incisiva pero el viento lo era aún más. Zarandeaba los cristales de las ventanas como queriéndolos hacer entrar en razón, tratando de hacerles entender algo inalcanzable para sus conciencias de cristal, sus impolutas conciencias de cristal. 4
Y es que la lluvia era oscura. A través de las ventanas de la casa podíamos apreciar, mis hermanas y yo, que la lluvia no era una lluvia común y corriente, ni siquiera una tormenta como la que ya habíamos atestiguado por allá del 89. Era peor. Una lluvia oscura y rabiosa como la cara de un matón de bar. Por la euforia con la que caía, parecía estar decidida a llevarse todo, a acabar con lo que se encontrara. Mi abuela y yo pasábamos la tarde observando la calle prácticamente negra, como si fuese petróleo lo que circulaba por ahí. A ratos, con la luz del día, parecían dibujarse, entre la negrura del agua, finos hilos color rojo, como si la calle o los autos o los botes de basura que eran arrastrados por la corriente comenzaran a desangrarse gritando su final. Uno de esos días olvidé guardar mi balón de futbol y lo dejé en el porche junto a una silla mecedora. La corriente de agua era ya tan grande y fuerte que en cierto momento derribó el barandal que dividía la banqueta y la propiedad, arrastrándolo por la avenida. Inmediatamente después, comenzó a llevarse las macetas de la abuela, las dos mecedoras que había junto a la entrada, y mi balón, el balón que más quería y con el que había aprendido a tirar, un balón con la firma del Diablo Núñez. Abrí la puerta principal y salí corriendo al zaguán, tratando de alcanzar el esférico. El caudal fue más rápido que yo y se llevó el balón. Feroz e inclemente, la corriente de agua logró tumbarme y, de no ser porque logré asirme al medidor de luz que estaba bien afianzado en la banqueta, quizá me hubiera arrastrado como a los botes de basura y las sillas de plástico que desfilaban flotando por la calle. Aferrado al medidor, logré incorporarme de nuevo, no sin antes perder los tenis que llevaba mal anudados. La corriente se los llevó y entre pena y pánico los vi alejarse como dos cuerpos inertes en medio de un funeral. El funeral era la lluvia y el color de la lluvia era el color del luto. Volví a entrar a mi casa descalzo, empapado, con los dientes crujiéndome de frío. Días enteros me lamenté por el balón. Y por los tenis. Aunque más por el balón que por los tenis. Se trataba de un Voit 99 como el que se usaba en la primera división oficial.
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Los tenis eran unos Converse medianamente desgastados, pero fieles compañeros de días y días. Mi madre me dijo que en cuanto finalizaran las lluvias, me compraría un nuevo par. No así con el esférico, pues al ser el balón oficial de la liga de futbol, tenía un costo que no en cualquier circunstancia podíamos sufragar. Además, claro, de la invaluable firma del delantero de Tigres. Una semana después de que finalizaron las lluvias, seguíamos sin poder salir de casa, por recomendaciones de las autoridades. Algunas calles, banquetas y puentes peatonales habían sufrido daños considerables que podrían poner en peligro la seguridad de la gente. Aun con la advertencia, mis amigos me fueron a buscar un jueves por la tarde. Iban a ir al parque para ver cómo había quedado el kiosco de la colonia después de las lluvias. Se rumoraba que se había desplomado con todo y la pequeña biblioteca pública ubicada en su primer piso. Decían que entre charcos y charcos de agua negra y lodosa, se veían los libros abiertos de par en par, sucios, nadando de muertito. Al salir de casa advertí el violento cambio. Un cambio de esos que uno nota que son para siempre o que serán difíciles de revertir. La esperanza recién salida del quirófano convertida en lo irreconocible. Las calles, las banquetas, las esquinas, las alcantarillas, los techitos de las casas, no iban a volver a ser los mismos. Caminábamos y ya no había latas de Jumex tiradas ni piedritas en el camino, mucho menos perros dormidos bajo los coches vecinos. No había tampoco botes de basura. La papelería, la farmacia y la fábrica de textiles habían cerrado. Las calles quedaban desiertas de árboles. Seguimos caminando, atontados por la sorpresa. El pavimento aún estaba cubierto por lodo seco, lodo maloliente y oscuro y seco, como costra de cloaca. Un lodo que sería muy difícil de quitar, pensé. Un lodo que tardarían años en quitar. Un lodo que quizá nunca se podría quitar. Al doblar en la avenida Celulosa, por la cual debíamos andar hasta llegar al kiosco de la colonia, noté que en unos cables de luz que se erguían de un poste a otro estaban unos Converse idénticos a los míos, anudados de las agujetas, colgados, meciéndose lentamente, como el cuerpo
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de un ahorcado. No eran unos Converse cualquiera: eran mis Converse. Digamos que los reconocí. Recuerdo que al mirar hacia arriba, la luz del sol me cegó e hice una mueca involuntaria de dolor. Luego seguimos caminando. Los pasos hacían un crujido extraño al encontrarse los pies con la costra seca del asfalto.
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Cuando cambié de lentes Eleazar Martínez
Ese día fue extraño. Me di cuenta de que las pesadillas son las travesuras del sueño, que las olas son el pulso del mar, y que las pinzas en el tendedero sirven para entrecomillar lo que la ropa dice de la gente.
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Ruidos nocturnos
Eva María Medina Moreno
Me duermo. Los pensamientos flotando en una materia extraña, algo pegajosa, que va cerrando posibles salidas a nuevas ideas. La madera de los muebles se estira, se oye la carcoma, el cemento entre baldosas se dilata, las cucarachas salen de los desagües, aplastan su cuerpo, metiéndose por debajo de las puertas. La televisión, que parece dormir, hace el ruido del descanso, respirando lo trabajado. Algún papel se abre, desperezándose. Las bombillas se liberan del calor acumulado. Y una gota cayendo, el grifo mal cerrado de la cocina, se une a otra del lavabo. El ruido metálico del fregadero, junto con una caída más suave, algo más acuosa. Cerámica del lavabo, acero de la pila, cerámica lavabo, acero pila. Me levanto. Cierro grifos. Al acostarme, los ruidos cesan, hasta que ese papel que parecía desperezarse ahora cruje, liberándose de esa forma que le he dado.
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Relaciones de protocolo Luiz Canedo
Muy bien, en esta escena: tú llegas cansado del trabajo, ella te espera con la comida hecha. Tú la saludas con un beso de labios cerrados, porque eso es lo que se hace cuando llegas cansado del trabajo y la energía no te alcanza para abrir la boca. Sonríes, porque eso es lo que tienes que hacer cuando ella te sonríe a ti. Hablan, porque no hay obra de teatro sin parlamentos. Se acuestan con un abismo de veinte centímetros de distancia entre ustedes, porque eso es lo que tienen que hacer en las noches después de cenar, y para eso se hicieron las camas matrimoniales: para dormir juntos, morir juntos sepultados bajo la misma sábana, y no, no abrazados, porque la última vez que despertaste con tu brazo en su cintura fue varias escenas atrás… acaso antes del prólogo de esta obra.
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El mantra correcto Brian Gray
Para mis amigos: Rubén, Paula, Joaquín y Belén. Entiendo de lo que me hablas. De hecho acabo de hacer una asociación en mi cabeza con otra experiencia. ¿Tienes tiempo? Perfecto, entonces pidamos otro café y otro cheesecake. Esto me lo contó Nicolás. Pasó un par de años atrás, antes de que yo lo conociera, y tengo la impresión de que fue algo que lo marcó, que lo transformó en algún aspecto de su identidad que no logro precisar. Nicolás es un tipo especial, músico, guitarrista, un compositor muy talentoso. Tiene una vibra tranquila, una mirada risueña y pensativa. Jamás se apura por nada y eso me desespera, pero en el fondo es bueno tenerlo cerca, porque su energía actúa como contrapeso de mi ansiedad. La mayoría lo encuentra una persona encantadora. Para Nicolás siempre fue importante la búsqueda del conocimiento y la realización espiritual. Estaba convencido de que el proceso mediante el cual un ser humano evoluciona está inevitablemente cruzado por la búsqueda del entendimiento y la puesta en práctica del amor y la bondad. Ascender a estados de conciencia más elevados, alcanzar la paz y la felicidad; en resumen, llegar a ser una mejor persona era algo que debía surgir no tanto de la reflexión teórica, sino más bien de las acciones y del modo en que uno se relaciona con el mundo en todo sentido. Él le asignaba el mismo peso a la forma en que uno enfrenta el trabajo, la vida sexual, el dinero o el cuidado del medio ambiente. Por ejemplo, en el ámbito de la comida: era vegetariano y aún lo es. ¡Qué bueno es ir a comer a su casa! Prepara unos platos increíbles. Él fue el que me enseñó a cocinar el humus y el baba ganoush. ¡Okay, ya sé que pierdo el hilo del relato! Entonces, ¿en qué estaba? Nicolás creía que el camino hacia la realización personal debe ser integral. Uno no solo debe atender los problemas del intelecto, sino también poner atención a las experiencias sensoriales. El cuerpo es nuestro templo. 11
¿Has escuchado esa expresión? Él se rige por ella. Eso explica por qué era tan cuidadoso con los alimentos que ingería. Por eso, se propuso aprender a cocinar y hacerlo con sabor. Pero como se trata de un proceso integral, cocinar implica también tomar conciencia del origen de los ingredientes y del proceso mediante el cual fueron producidos, distribuidos y comercializados hasta el momento en que se convierten en un plato sobre nuestra mesa. Nicolás tenía una huerta en el patio trasero de su casa y cultivaba varias especies de vegetales y hierbas medicinales. Cuando iba a comprar se esforzaba por hacerlo en tiendas que tuvieran productos naturales, pan de centeno y ese tipo de cosas. Una vez me dijo que no estaba en contra de consumir carne, pero no se sentía bien al comer el cuerpo de un animal anónimo, del cual desconocía prácticamente todo. Estaba en contra del sistema industrial de crianza y matanza de animales que provee de carne al mundo. Entonces, como te podrás dar cuenta, para Nicolás la comida era como una cuerda que conectaba a su organismo con todo lo demás. Otra cosa que hacía para mantener fuerte y robusto ese vínculo con el todo era practicar la meditación. Específicamente la meditación trascendental que propuso Maharishi Mahesh Yogi a mediados de los 50. Según me contó, se trata de un tipo de meditación que utiliza la visualización y la pronunciación silenciosa de una palabra poderosa, un mantra, que al ser repetido durante una cierta cantidad de tiempo hace que el cuerpo y la mente entren en un estado de re-alineación, orden y descanso. Se supone que ayuda a vivir sin tanta impaciencia, sin caer en la ira y sin depender tanto de las expectativas creadas o condicionadas por el medio. ¿Qué, te parece un típico hippie? Bueno, sí, se podría decir que era y que aún es un hippie. Pero ahora te voy a contar el problema. La cosa no era tan linda como se veía por fuera. Todas estas características que componían la personalidad de Nicolás… Mira, ahí vienen nuestro café y nuestro cheesecake. Como te decía, todos esos elementos que formaban la personalidad de Nicolás, en realidad no eran un conjunto. Le faltaba algo crucial, el elemento integrador. Nicolás sabía, en lo más profundo de su ser y aunque nadie lo notara, que estaba fingiendo, que se mentía a sí mismo y a los demás. Algo en su interior le hacía dudar de cada una de las cosas que hacía y que lo constituían como individuo. El deseo de hacerlas era real. 12
Nadie lo obligaba a irse al trabajo en bicicleta o a mantener una compostera de tierra orgánica. Pero no estaba seguro de si eso, al final del día, lo convertía en una mejor persona. Todos los días se lo cuestionaba y a veces llegaba a la conclusión de que era todo una pose y una manera de alcanzar cierto estatus social. Porque no es barato ser vegetariano, comprar ropa usada está de moda, ser guitarrista es siempre un imán de mujeres y andar todo el día en bicicleta puede ser bueno para el medio ambiente, pero también era cierto que Nicolás nunca aprendió a manejar un auto. En el fondo lo acosaba la contradicción de cada uno de sus actos. Por ejemplo, estaba muy consciente de lo rata que era. Siempre le dolía tener que desprenderse de su dinero para hacer regalos o invitaciones a otros. Tampoco le gustaba tener que pagar por ningún tipo de servicio profesional. Solo lo hacía cuando era estrictamente necesario. Por esa misma razón nunca asistió a ningún taller autorizado para impartir las técnicas de la meditación trascendental. Lo aprendió todo de manera autodidacta y construyó su propio mantra. Según leí en Internet, la idea es que un instructor te comunique ese mantra personalmente y en secreto. En cambio, Nicolás utilizaba una palabra que había aparecido en su mente una noche que estaba sentado en la oscuridad de su habitación bajo los efectos del ácido. Sí, LSD o ácido, es la misma cosa. Otro ejemplo de esta condición contradictoria tiene que ver con su adicción a la conquista y la seducción. Aunque no se lo decía a nadie, muchas de sus decisiones siempre tenían una segunda intención: la de conocer mujeres. Me confesó que una vez se inscribió en un curso gratuito de yoga y que tenía muchas ganas de aprender esa disciplina, pero también admitió haberlo hecho porque el curso lo organizaban las estudiantes de danza de su universidad y seguramente iba a estar repleto de chicas guapas. Y así sucedió. Es más, el curso superó todas sus expectativas porque allí conoció a una chica que lo enamoró. Ana María se llamaba. Desde la primera sesión quedó fascinado con su presencia. La vio entrar con su colchoneta enrollada bajo el brazo y no pudo quitarle la mirada de encima. Me la describió como una mujer hermosa, elegante pero al mismo tiempo descuidada en su manera de vestir, delgada, para nada voluptuosa, con un aura fantasmal y una expresión indescifrable en la mirada, mezcla de insatisfacción y risa contenida. Tenía veintidós años, cursaba el quinto semestre de psicología, era muy blanca y su piel tenía una leve tonalidad rosa, su nariz y 13
mejillas habían sido bombardeadas con pecas y su cabello era cobrizo incendiario. Ya sé que ese color no existe, pero así me lo contó él. Me dijo que al atardecer, cuando la luz del sol entraba por las ventanas de la sala donde practicaban, la melena de Ana María literalmente se encendía con fuego. Nicolás quedó perturbado con esa mujer. Soñaba con ella. No podía concentrarse en sus estudios, andaba a media máquina en el trabajo y dejó de componer música. En la mañana, cuando se disponía a meditar, solo conseguía visualizar la imagen de Ana María en la clase yoga, su cuerpo emergiendo desde la posición del niño hasta llegar a la cobra, con el cabello despeinado cubriendo la mitad de su rostro, con expresión de cansancio y placer. Sin darse cuenta, se obsesionó. Nunca cruzaron más palabras que un simple hola y adiós, hasta que un día, después de la clase, él la esperó y la siguió. Estaba decidido a hablarle. Estaba muy nervioso y mientras caminaba detrás de ella pensaba en lo que le iba a decir, pero descartaba todas las opciones, todo le parecía estúpido, ridículo, sin gracia u originalidad. Ana María cruzó la calle y se dirigió a una estación del tren subterráneo. Cuando llegó a la entrada sacó un billete de su bolso y compró una botella de agua a un vendedor ambulante. ¡Tenía que hablarle antes de que bajara las escaleras! Nicolás apuró el paso y cuando ya estaba a solo un metro de distancia sintió un aroma, el sudor de Ana María. Y se acobardó. Pero justo en ese momento, ella dio media vuelta y lo vio frente a frente. Su reacción fue de sorpresa. Tenía la botella de agua en la boca y al ver a Nicolás se atragantó y comenzó a toser. Él se acercó y la ayudó, le dio unas palmadas en la espalda. Una vez pasado el susto ambos se largaron a reír, se subieron juntos al tren y conversaron de muchísimas cosas, un montón de temas inconexos, desde la programación neurolingüística hasta las películas de Kim Ki-duk. Fue como un ejercicio para medir compatibilidades. Todo fluyó sorprendentemente bien. Nicolás vivía en el otro extremo de la ciudad, pero inventó una buena excusa para poder acompañar a Ana María hasta el final de su viaje. Se hicieron amigos y esto empeoró aún más las cosas, porque además de la falta de concentración, ahora Nicolás tenía que lidiar con la ansiedad. No estaba acostumbrado a dilatar una conquista. Cuando le gustaba una chica era directo y tomaba la iniciativa en la primera cita; pero con Ana María era distinto. Era incapaz de leer sus señales y por 14
esa razón no se atrevía a besarla. Se hizo evidente otra de sus flaquezas: era demasiado inseguro como para arriesgarse a ser rechazado. Pero un día pasó algo inesperado: después de la clase de yoga ambos caminaron hasta la estación del tren. En esa ocasión el tema de conversación giró en torno a los métodos y los beneficios de la meditación. Nicolás llevaba la batuta de la reflexión y Ana María lo escuchaba y de tanto en tanto entregaba alguna opinión. Él argumentaba sobre las ventajas de la visualización en comparación al control de la respiración, ya que ciertas técnicas se adaptaban mejor al estilo de vida de las personas comunes y corrientes de este mundo ruidoso y acelerado. Nicolás se escuchaba a sí mismo y se sentía un hombre interesante, bello y profundo. Por segundos llegó a olvidar el hecho de que no meditaba desde que se había inscrito en el curso de yoga. Poco antes de llegar a su estación, Ana María se detuvo y le dijo “Ven, acércate”. Nicolás quedó descolocado. No sabía que esperar. Se demoró un siglo en tomar la decisión pero Ana María lo hizo antes que él. Apoyó su mano en el hombro de Nicolás y ejerció un poco de presión para que este se inclinara hasta llegar a su misma altura y Ana María lo besó. Fue un pequeño, rápido y tierno beso en la boca. Entonces lo miró de frente y le dijo: “Eres lindo, un maestro con las palabras. Ven a mi casa mañana por la noche, estoy de cumpleaños e invité a unos pocos amigos a comer”. Después de que se despidió, Nicolás entró en un estado de euforia. El efecto narcótico de las endorfinas explotó en su ajna chakra y se expandió por todo su cuerpo. Durante el camino de regreso a casa se rió a carcajadas y gritó en repetidas ocasiones “¡Lo conseguí, lo conseguí!” sin ninguna vergüenza. Me dijo que la gente lo miraba como si fuera un loco, pero a él nada le importaba en ese momento, solo la exquisita sensación del triunfo. Al día siguiente se despertó muy temprano y no logró realizar ninguna de sus tareas pendientes. No tenía ganas de nada, solo quería que pasaran rápido las horas para poder ir a la casa de Ana María. Su ansiedad llegó a tal extremo que Nicolás hizo algo totalmente ajeno a su personalidad. Compró una cajetilla de cigarrillos. Al llegar la noche se los había fumado todos. Faltaba poco para que llegara el gran momento. “Esta noche me voy a acostar con ella” pensaba. Se bañó, se lavó los dientes y se puso una ropa sencilla, eligió las prendas que más le gustaban. Llegó a la casa de Ana María y tocó el timbre con el pecho apretado y un nudo en la garganta. Ella misma abrió la puerta. Lo hizo pasar y le presentó 15
a cada uno de sus invitados. Nicolás quería hablar con ella, pero Ana María le pidió disculpas y muy cálidamente le explicó que estaba muy ocupada en la cocina preparando la cena para sus amigos. Él se sentó en un sillón y entabló conversación con otras personas, pero estaba distraído. Miraba a la cocina a cada momento. De pronto una mujer se acercó y lo saludó. Su nombre era Camila. “¿Tu eres Nicolás? -le preguntó- Ana María me ha hablado de ti”. Nicolás se sintió nuevamente entusiasmado y exorcizó todos sus miedos e inseguridades. Incluso se relajó, dejó de mirar hacia la cocina y se concentró en el diálogo que acababa de iniciar. Camila también era una mujer muy bella. Era artista, pintora y grabadista. Le faltaba un par de meses para cumplir treinta años. Tenía el pelo negro azabache, largo hasta la cintura. Era imposible no mirar su boca cuando sonreía, pues tenía unos dientes grandes y blancos que a Nicolás le parecieron perfectos. Su piel era color mate, ojos grandes y oscuros, curvas pronunciadas. Gesticulaba mucho y al hacerlo hacía sonar permanentemente las pulseras que llevaba en ambas manos. La conversación giraba en torno a la Cumbre Iberoamericana de Gestores Culturales, cuando de repente Ana María entró en el salón y anunció que la cena estaba lista. Los invitados se levantaron y fueron hasta la mesa para buscar una ubicación. Nicolás se sentó deliberadamente en el extremo opuesto de Ana María. Ella pronunció algunas palabras de agradecimiento y luego dio el vamos para que todos pudieran comer. Y entonces Camila se levantó y dijo “Un momento, por favor. Antes de empezar, quiero entregarle mi regalo a Anita: mi vida, mi amor. Después de mucho buscar, por fin pude conseguir el libro póstumo La cocina de Carlos Monje. Y es para ti, delicia”. Todos aplaudieron y ellas se besaron apasionadamente y sin pudor. Nicolás no podía creerlo, estaba en shock. Se sintió infinitamente idiota. No podía pensar con claridad, se sumió en la confusión más absoluta y por poco pierde el control ahí mismo en la mesa, pero logró controlarse y activó el piloto automático. Comió callado y evitó cruzar la mirada con Ana María o Camila. Una vez que terminaron, los amigos de Ana María organizaron una colecta de dinero para ir a comprar más alcohol. Nicolás aprovechó la pausa para anunciar que debía irse. Fue una situación incómoda y no pudo disimular su disgusto. Se apresuró en la despedida, tropezó con la alfombra y casi se cae. Salió de la casa y comenzó a llorar desconsola16
damente. No era solo por la decepción amorosa, era todo. Nicolás descendió al paroxismo. Nunca antes se había sentido tan feo, vicioso y falso. La escena del día anterior volvía una y otra vez a su memoria. Aquello que le había dicho Ana María ahora tenía un siniestro significado “eres un maestro con las palabras”. Llegó hasta la parada del autobús y ahí volvió a llorar. No quería volver a casa, no sabía dónde podría volver a sentirse en casa. Estaba avergonzado. Se cubrió el rostro con las manos y entonces escuchó una voz que lo llamaba por su nombre. Era Camila, lo había seguido hasta la parada. Al principio Nicolás quiso levantarse y huir, pero increíblemente Camila logró tranquilizarlo. Cuando Nicolás pudo al fin esbozar una sonrisa, Camila lo tomó de la mano y le dijo que se levantara, que caminara con ella hasta la Plaza Irlanda y que se sentarían por unos minutos en el pasto. “Después de eso te puedes ir si quieres. También te puedes quedar”. Fueron hasta la plaza y se sentaron cerca de un árbol muy grande, no sé si lo has visto, un gomero que tiene unas raíces gruesas que emergen desde la tierra. Camila le dijo que se relajara y que cerrara los ojos. Y ahí estuvieron en silencio, por aproximadamente veinte minutos. Luego volvieron a la fiesta ¿Y qué pasó? Ah, o sea que ahora quedaste intrigada. Bueno, eso es todo lo que pasó. Se sentaron y después volvieron. Ah, pero hay algo más. Casi lo olvido. Ahí sentados junto al árbol, Camila se le acercó, Nicolás sintió como ella respiraba a pocos centímetros de su oreja. Y entonces ella le susurró una palabra al oído. Una palabra secreta. Le regaló el mantra correcto.
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Caminata Pamela Ovalle
Eduardo salió un día a caminar para olvidar su dolor: le habían contando que cuando uno camina los pies van dejado una estela en la tierra, como la de un barco en el mar, y que ahí se quedaba estampada toda la tristeza. Eduardo salió a caminar… y nadie lo volvió a ver.
Cocina
Pamela Ovalle
Hoy preparaba un pastel. Lo puse en el horno con mucho cuidado y me di a la tarea de vigilarlo para que no le pasara nada, pero luego me acordé de ti… es por eso que ahora guardo en mi bolso el recibo de una pastelería.
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El mar Katia Jasso
“ich warte hier, stirb nicht von mir” —RAMMSTEIN
I. Te llamaban Leviatán porque eras un monstruo marino. Eras feo, feo, tan feo que, como dice el chiste, cuando naciste el doctor prefirió pegarle a tu mamá. Eras tan feo, pero tan feo que, como te dicen a veces, parece que Dios —porque existe, aunque no te haya tocado con su gracia— te hubiera escupido las facciones en el rostro. Naciste en el mar. Al sentir los dolores de parto, mamá cayó de rodillas sobre la arena. De hecho te ofende mucho que repitan broma tan sandia, porque no hubo tal doctor. Mamá estaba sola y tú te deslizaste sobre la espumosa y salada agua. Eras pequeño y frágil, de siete meses, y ya casi te morías. Tu madre trozó el cordón umbilical que los unía con las yemas de los dedos. II. Margarita se repitió dos veces que esto no podía estar pasando. La primera fue del corredor al pasillo. La segunda fue de la taza del baño a la regadera. Un dedo del pie sangrando profusamente, por olvidar ese escalón hendido en el cual su hermano se había tropezado tantas veces. Estaba embarazada. La segunda prueba de embarazo — la definitiva— fue que el periodo se le hubiera retrasado dos meses y que el abdomen empezara a
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hinchársele. Se puso una faja, pero le pareció la más terrible de las injusticias privar a esta cosa, que ya se movía por sí misma, de la libertad que ella hubiera deseado. Después de arrepentirse por segunda vez de abortarlo, después de la segunda semana, del segundo mes, cuando estaba acostada en esa clínica en donde creía escuchar el goteo de las lágrimas contra el linóleo de estos niños que jamás habrían de conocer ni el amor, ni la tierra negra tras la lluvia, ni el sufrimiento, ni los corazones rotos; lo decidió con una sensación en la garganta que casi le impide negársele, en el momento que el doctor se le acercó con intenciones de examinarle la vagina. No pudo con la conciencia de la muerte. No pudo contra las lágrimas al ver la indefensión de esta niña que había traído al mundo. De esta niña que habría de sufrir. Por eso regresó cuando Marina tenía doce años. La edad que nunca olvidaría. Margarita había empacado y había dejado a Marina esperando en la costa, viendo como se alejaba entre la turbieza de las algas y de las olas. Después de haberse convertido en un pequeño punto en esa inmensidad, no había vuelto jamás. III. El libro lo había leído el padre y a pesar de las protestas de la abuela lo llamaron Irving. Pero si es nombre de gringo, le estás jodiendo la vida, mejor que se llame Juan, como mi papá; y después venía la réplica infinita del padre sobre el peso del nombre y el destino de pescador que le estaban depositando sobre los hombros. A pesar de los esfuerzos del padre, Leviatán hilvanó su vida con las redes y jamás abandonó la desportillada barcaza que tenía esa inscripción bíblica, ilegible, en el costado y que habría de pertenecer por lo menos a cinco generaciones más, fruto de sus entrañas, e invariablemente des20
tinadas a ser habitantes de la costa y esclavas del mar. IV. Marina fue para Irving la barca que los niños esperan encontrar encallada una madrugada sobre la arena: podrida y negra, sobreviviente milagrosa de un naufragio. Ese objeto con el que siempre soñaban, cuyos tesoros, en realidad desperdicios, ya no pertenecen a nadie. Sólo la muerte podría alimentar una ilusión tan grande como la que provocaban estos obsequios de las olas. Sólo la muerte y sólo el mar. Marina tenía los ojos claros de virgen de porcelana y el cabello quemado, siempre rígido por el agua salina. Con la misma impasibilidad con la que examinaba sus tejidos, aquel día alzó la cabeza sobre el bolso que terminaba y miró con fijeza el rostro de Irving. Él, desacostumbrado a que ojos curiosos lo estudiaran, ya fuera por lástima o repulsión, se sintió intrigado por la iris de lince que seguramente era herencia de algún gringo borracho que se había bebido en un viaje de spring break la virginidad de la que era en aquel entonces la tierna y crédula Margarita, cuya dramática desaparición con el paso del tiempo se había convertido en una leyenda y, según decían algunas rancias madres del pueblo, durante los crepúsculos aún podía verse la silueta decrépita de la mujer antes de entregarse a la sombría eternidad de las aguas del golfo. V. Marina, a pesar de esperar horas en ese mismo peñasco, hasta en la misma posición de aquél día, nunca pudo ver nada más que agua batiéndose con violencia. Envidiaba los sustos de los pescadores borrachos, de los niños traviesos y de las viejas seniles. Y envidiaba, sobre todo, la libertad con que podían interpretar el suceso. Porque sólo ella sabía que el vestido de su madre antes de hundirse no era negro, sino floreado. Sólo ella recordaba, hebra por hebra castaña, la trenza con que se había recogido el cabello y el broche, de plástico fluorescente y en forma de estrella, que había comprado el domingo. Sólo Marina podía saber sobre su espalda erguida y la mirada que jamás quitó del horizonte por el que se escondía el sol. Y sólo Marina tenía certeza de las lágrimas que nunca
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derramó y de esa mirada triste que no dirigió al borde en donde se unen de manera obscena el agua y la tierra, ni siquiera para mirarla a ella, su hija amada, o para sentir una última nostalgia por la vida que había desperdiciado y que jamás regresaría. VI. Donde Leviatán y Marina se encontraron fue el primer lugar y el último. Él ya había escuchado sobre la belleza mórbida de ella, pero Marina nunca había escuchado sobre la deformación facial de él. Fue por eso que en su primer encuentro lo examinó inocuamente, sin que el pudor de la costumbre o la vergüenza de la cortesía opacaran su curiosidad. Él estaba de pie, casi en el lugar donde había sido parido y Marina sobre la roca en donde su madre la había dejado sentada aquella ocasión hacía casi once años. Él se sabía el relato del suicidio de memoria, porque la abuela solía repetirlo con la habilidad que tenía de contar eventos como si hubieran ocurrido cientos de años atrás. Irving sintió el escalofrío de los ojos de Marina como agua helada en la espalda. Esa noche soñaría con sus labios, sus senos pequeños y su cadera que imaginó suave. Y sus manos inertes, tan inmóviles y desapasionadas como sus ojos. Ella, esa noche, antes de dormir, pensaría en sus bolsos pendientes por tejer, recordaría las cosas que tendría que comprar y tras decir unas cuantas oraciones de rutina por el alma de su madre, no soñaría con nada. VII. Irving la buscó varias ocasiones en la playa, pero sus intentos fueron inútiles. Visitó también el puerto al que llegaban los gringos, porque le habían dicho que ahí vendía sus rústicos bolsos y pulseras. Se enteró que, además de las salidas que hacía para comprar cosas, no se aparecía mucho por el pueblo y que se dedicaba mayoritariamente a cuidar a sus abuelos. La idea de la bella y hermética Marina le obsesionó. Malgastó sus días de descanso pensando en ella, ayunando diariamente por la tristeza. Vagó por los lugares donde las lenguas agrias de los del pueblo murmuraban que ella pasaba. Una tarde que fue por un encargo de su madre, la verdulera que lo atendió le comentó con sorna perversa que si hubiera llegado unos minutos antes hubiera coincidido con la muchacha.
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Intentando reavivar la casi desfalleciente imagen virginal de Marina mientras tejía en el peñasco, preguntó a su abuela una y otra vez la historia de la mujer que se abandonaba al mar. Un día especialmente gris en que no había logrado pescar nada y se sentía con ánimos de maldecir a Dios por su mala suerte, la abuela, harta de escucharle, le preguntó qué haría si la hallaba. Qué le diría. Él guardó silencio, como desconcertado. —Le preguntaría si se quiere casar conmigo —aseguró con gravedad. La abuela se rió y le dijo que era un estúpido. Irving tenía en aquel entonces diecisiete años, pero le contestó a la anciana con la suavidad condescendiente que usan los adultos con los niños para reventar sus sueños como pompas de jabón, que pedirle matrimonio sería lo más natural del mundo. Le explicó que después de todo lo que le habría costado hallarla, no le gustaría volver a perderla. VIII. Se vieron una vez más antes de que Irving se presentara en su casa para pedirle matrimonio. Sólo cruzaron una mirada de reconocimiento, pero el muchacho sintió que esto había sido un hallazgo monumental. Había pasado medio año desde su primer encuentro e Irving acababa de cumplir los dieciocho. El hermano de Margarita, tío de Marina, lo recibió sin tener idea de sus intenciones y pensando que le pediría un favor, le preguntó de manera afable sobre los negocios y el bienestar general de su familia. Irving dijo una o dos tonterías que hicieron sonreír al hombre y después confesó sin miramientos que quería casarse con Marina. El hombre pareció extrañado, pero sin cuestionar ni un momento su convicción llamó inmediatamente a su sobrina. —¿Lo conoces? —le preguntó con seriedad—. Es pescador. Ella miró a Irving y asintió. —Dice que quiere casarse contigo. Marina no pareció sorprendida ni conmocionada por la revelación. El señor continuó: —¿Tú quieres casarte con él?
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Leviatán sintió en ese momento el peso de su fealdad y consideró el suicidio. Teniendo ese rostro y esa suerte, teniendo a Dios en contra, ¿cómo había concebido esta aberración, esta burla? Sin embargo, al final Marina había asentido de nuevo. El tío, casi ignorándolo, comenzó a hablar diplomáticamente sobre una audiencia con los padres de Irving para comenzar con los planes de la boda. IX. Compraron una casita pequeña que Marina adornó con colores cálidos, marcos floreados y cortinas traslúcidas de colores estridentes. Consiguió una jaula de más de un metro de alto en donde puso canarios que suplían sus palabras. Irving la escuchaba rezar por las noches y disfrutaba su voz y su timbre sincero como si fueran una melodía. Después la besaba y le prometía que la haría feliz. A veces se sentía el hombre más afortunado del mundo y en otras ocasiones pensaba que no la merecía. Él nunca lo sabría, pero ella ya era feliz. Marina lo amaba por medio de los detalles. Su amor era doméstico, sin sobresaltos, sutil y reposado. El de él era efervescente, loco, juvenil. Ninguno pedía más del otro, ni algo diferente. Quizás tenían justo lo que necesitaban. X. No creas, Marina, que dejas la infancia atrás y la casa de los abuelos en donde siempre te mintieron, a pesar de tus certezas, diciéndote que Margarita se había ido pero que algún día regresaría. Has aprendido a detectar la mentira en el temblor más sutil de la voz y en el gesto más menudo en la esquina de los ojos. Ese día asentiste a Leviatán, teniendo el presentimiento de que sería la última ocasión en que pisaría el puerto. Sólo regresó la barca, los regalos fúnebres que despertaron en los niños una ilusión navideña y el collar que le habías tejido como recordatorio de que lo esperarías en el peñasco donde se habían visto por vez primera: él de pie justo en el lugar donde su madre había caído de rodillas mientras que la arena
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blanda le daba una primera probada de mundo, de sufrimiento; ella mirando con álgida indiferencia el lugar donde su madre había partido el agua en dos mitades y lo había cortado como un dedo travieso en una fruta madura, con los ardientes tonos primaverales en el vestido. Pero el agua que le rozaba los talones no era la misma, nunca era la misma. Y Marina, hubieras esperado la aparición de Irving de no ser por su barca vacía: la prueba de que el pedazo de mar que se lo había llevado nunca lo devolvería. Hasta entonces la duda sobre su regreso era lo que te enraizaba a la costa y tenías como la certidumbre más dolorosa de todas. Renunciaste a Irving completamente cuando abortaste a su segundo hijo sobre la arena. Sin embargo, ya lo habías hecho en parte. Sabías que no podrías conservar nada de él, ni siquiera su descendencia, cuando decidió llamar Juan a su primer hijo y enseñarle el oficio de pescador.
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Tan frágil como una hormiga seca Eva María Medina Moreno
La puerta de la habitación se abrió. «El desayuno», gritaron. Daniel, tumbado sobre la cama deshecha; sábanas y colcha en desorden. Se levantó con dolor de huesos y arrastró los pies hasta el comedor. Tenía el vaso de leche sobre la mesa. Una enfermera le dio las pastillas. Mientras se las tomaba, clavó los ojos en el hule azul claro. Recordó la primera vez que vio el mar; un niño frente a ese azul impenetrable. Por la noche, soñaba que su cuerpo y el de sus padres chocaban contra las rocas, despedazándose. La madre se quedaba con él hasta que se volvía a dormir; regustillo a melocotón entre las sábanas. En el desayuno ella le guiñaba el ojo, como si lo ocurrido durante la noche fuera su secreto. Por la tarde, la luz era tersa, acogedora. La madre le contaba historias en el porche. El aire, con olor a mar, impregnando su piel, y el cuento del gato con botas mientras lo acariciaba. «Mi señor el Marqués de Carabás», oía desde una distancia de treinta y cinco años. Tras el desayuno, iba a la consulta del psiquiatra. Era un hombre pequeño, serio, ordenado. Le pedía que recordase. Daniel lo miraba desde unos ojos grandes en una cara consumida. Le costaba articular palabra, como si algo en su interior se lo impidiese, una voz que le decía «no lo cuentes, si lo haces nunca saldrás de aquí». Aquella tarde salió al jardín. Se sentó en un banco de madera y fijó la vista en el suelo. Había hojas secas, piedras de distintos colores, unas grises, otras azules. Detrás de las hojas, distinguió una hilera de hormigas. En la fila, una de ellas arrastraba una hormiga muerta. Miró hacia la izquierda y vio el cadáver de otra. Lo cogió. La hormiga estaba seca y al tocarla se deshizo como si fuera polvo. Un olor extraño se apoderó de
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él; era una mezcla de aguas estancadas, árboles frutales y salitre. Olor que abrió una herida que supuraba. Aunque las horas se detuvieran, el tiempo pasaba rápido. Daniel fue al comedor y se sentó a la mesa. El blanco de la leche lo repugnó. Fijó la vista en el cristal de una de las ventanas. Las esquinas de abajo tenían vaho. La imagen de una noche muy fría. Nadie probó bocado. El padre gritaba a la madre. Ella intentaba calmarlo, pero él no quería escuchar. Se levantó bruscamente y dio un portazo al marcharse. «A la taberna», dijo la madre, «eso es, vete a la taberna», y salió de la cocina llorando. Pasaron minutos hasta que Daniel subió las escaleras. Se quedó junto a la puerta del dormitorio de los padres, y, tras su respiración entrecortada, oyó sollozos. Vio la figura de una mujer que en ese momento se le hacía pequeña, indefensa. Un cuerpo encogido sobre la cama. Se acercó, le acarició el pelo y le dijo «no te preocupes mamá, es un borracho». Ella se irguió mostrando un rostro severo. «¡Hablar así de tu padre!». Él se quedó inmóvil. Cuando salió, no sentía el peso de los zapatos. Parecía un personaje de ficción desdibujado. Entró en su cuarto y clavó los ojos en la fotografía que estaba frente al cabecero: la madre con un vestido de lino azul claro. Su estómago comenzó a girar y girar. «¿Por qué me haces esto?», le dijo. Notó pinchazos y olor a peces muertos; como si tuviera larvas de insectos en los intestinos y segregasen un líquido ácido. Los pinchazos eran agudos, su cuerpo se retorcía formando un ovillo. «¿Por qué me tratas así?», decía mientras se acunaba. Cuando los mordiscos de la tripa cesaron, se acercó a la ventana. Apoyó la cara en el cristal helado y sintió que su piel quemaba. «Las peleas eran cada vez más frecuentes», se escuchó decirle al psiquiatra, «él estaba menos en casa, y mi madre empezó a beber. No quería verme, como si mis ojos la delataran». ¿A quién llamaría?, pensó. Siempre que la madre hablaba por teléfono, sentada en el sofá del salón, él vigilaba receloso detrás de la puerta. ¡Cómo le dolía ese tono de voz tan falso, tan ingrato! Cuando salía, ella se inquietaba, ruborizándose como si la hubiera descubierto. «¡Déjame en paz! ¡Déjame!», y esas palabras, cuñas en el cerebro.
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«Algunas noches iban juntos a la taberna y volvían a casa borrachos», le dijo al psiquiatra. Él veía, desde la ventana del cuarto, como los padres se tambaleaban. Luego, las risas al subir las escaleras; latigazos en su piel desnuda. Al terminar la consulta fue a la habitación y cayó en la cama. El sueño lo abrazó. Ahora se encuentra en un lugar árido. Está en el suelo, boca abajo. Arrastra un cuerpo roto. Las piedras rasgan su piel, pero no siente nada. Sigue adelante. Las vértebras dibujan el camino como anillos de gusano. «No te pares», le dice una voz débil, ahogada. Trozos de arena se incrustan entre las uñas. El polvo se mete en sus ojos; una capa fina los nubla. Sigue recto. Se adentra en unos arbustos. Avanza despacio. Los pantalones quedan enganchados en unas ramas. Tira de ellos con fuerza, pero no logra desprenderse. Impulsa el cuerpo hacia delante. «Inútil, es inútil». Huele a sudor y sangre. Las ramas lo oprimen. «Quiero salir», grita. Al abrir los ojos, dos enfermeras lo sujetaban. Notó un pinchazo dulce. Sala de televisión. Imágenes en la pantalla. Daniel miraba al techo. El sol se filtraba a través de la cortina. Como aquel día, pensó. Se vio tumbado en el sofá, apoyando la cabeza en las piernas de la madre. Notó la calidez de los muslos. Ella lo empujó irritada. Daniel se levantó con brusquedad. Subió las escaleras con gangrena en la boca y mordeduras en la tripa. Los insectos lo invadían. Sintió que las hormigas se apoderaban del hígado, recubriéndolo de una capa negra. Las chinches despedazaban los intestinos. Tarántulas venenosas sobre los pulmones. Le costaba respirar. Las patas de un ciempiés salían por la nariz. Supuraba los olores fétidos de la putrefacción. Llevaba tres días sin dormir. La cabeza le pesaba como si las distintas partes del cerebro fuesen de acero y no se comunicaran. Ansiaba el vacío, la nada. Las palabras «a levantarse, el desayuno» lo violentaron. No quería desayunar, pero le obligarían. Tardó en incorporarse; los músculos se aferraban a la cama, como si estuvieran atados al colchón con cuerdas transparentes. Se levantó a coger la ropa, que estaba encima de una silla, junto a la ventana. Miró tras el cristal. El jardín estaba sereno. Su vista empezó a nublarse.
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Se vio con catorce años en la cocina. No estaba solo. La madre, sentada en una silla, con la cabeza hacia delante, dormía. En el suelo, botellas vacías. Daniel la miraba con desprecio, con odio. Fue hacia la llave del gas, la abrió y cerró la puerta al salir. El golpe de la puerta se unió al silbido de alas de insectos. Se tapó la cabeza con los brazos, pero el ruido era cada vez más fuerte. Abejas y hormigas voladoras zumbaban en sus oídos. El crujido de alas se adentró en el tímpano hasta llegar al cerebro. Olía a pantano, melocotón y mar. Olor que hizo brotar esas olas que engullían unos cuerpos descuartizados. «No me dejes aquí, no me dejes aquí», gritó golpeando la puerta hasta caer al suelo. «Ese olor nos separó, mamá, ese olor nos separó».
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“Aquí no hay nada” dijo el hombre después de buscar por muchos años.
El Desierto Nadie
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Hombr e
Denise Longoria
Hombre en tu cuerpo hombre en tus ojos lobo malherido que aúlla por el manto colorido del calor convulso de mi nombre. Hombre que me amas con el frío de la mente que te piensa y que te esconde te amo con tristeza que se rompe cuando veo los ojos de tu rostro como míos. Tu carne satisfecha brilla en día como brillan mis labios por la noche cuando besan tu pecho que no existe y resuena masculina sintonía al compás de mis caderas fugitivas que te piensan anhelantes cada noche.
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De un Martes Josele Garza
“Al fusionarse los pronúcleos en una agregación diploide sencilla de cromosomas, la ovótida se convierte en un cigoto”, eso fue lo último que leí antes de que la comezón me detuviera; escuchaba al jefe Bruce en una habitación que apestaba a tabaco y ceniza. Miré hacia abajo y examiné mis piernas, las estaba comenzando a ver de otro modo. Hace días que estaba paranoico y tenía que salir de casa, así que caminé colina arriba a casa de Georgie. Hablamos un rato, le conté de mis hongos, “escucha, estos cabrones simplemente no se van, al principio era sólo uno y me reía de él, me parecía indefenso pero el cabrón penetró y escarbó y se escondió y escarbó tan profundo como pudo, tanto así que ya no puedo alcanzarlo. Después de eso, creo que se aburrió de mi pie derecho y decidió conquistar el izquierdo; es como una guerra. El cabrón está ahí escondido; escarbando más, tomando mis pies como si fuera un maldito pedazo de tierra, así que lo mejor que puedo hacer es darle nombre de un verdadero hijo de puta”. Decidí llamarle Mussolini. Un minuto después me olvidé del asunto y me quedé hasta tarde en casa de Georgie. Comencé a dormitar, así que salí de aquel sitio, bajé la colinita, y llegué a mi casa. Quién sabe qué estaría pensando el cabrón de Mussolini, pero sabía que ese pedacito de píe no le bastaría. La mañana siguiente me levantó la comezón, volví a ver y ahora el dorso de mi pie estaba cubierto por ese maldito salpullido. Recuerdo cuando Mussolini era sólo una turba iracunda en forma de una descamación o al revés, o algo así. Solía reírme y rascarlo hasta casi sangrar, reía de placer. “Te mostraré quien es el jefe aquí” pensaba. Ese mismo día, ya más cuerdo que loco (cosa que desbalancea todo el asunto) fui a ver a un doctor. Llegué a su consultorio y en la sala de espera había una horda de señoras que parecían estar solteronamente agripadas, o quizás quiero
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decir agrupadas, una tía bien caliente y al final de la sala se encontraba una abuelita con cabecita de coliflor y ojos como pasitas, parecía hecha de legumbres. Finalmente, llegó mi momento para brillar, así que entré al consultorio y pude ver a un viejecillo canoso, regordete, con mejillas ruborizadas, ojos grises y abatidos y un bigote bastante procurado. Sin embargo, por algún motivo me dio la impresión de que el doctor estaba bajo una resaca infernal o, simplemente, muy desconsolado. Escupía al hablar: —¿Nombre? —preguntó el doctor. —Leo Lombardi —dije. —¿Qué le pasa, Lombardi? —Tengo un hongo en los pies, se llama Mussolini, y creo que tiene un plan. —¿Usted también le puso nombre, eh? —carcajeó y se paró de su asiento de piel para poder observar el salpullido. Pude ver su humanidad acercarse, sin duda más fofa de lo que creí al principio. Cuando entré solo podía ver su gran cabeza detrás de un escritorio lleno de imágenes y figurines, una gran cabeza humeante y endiablada, lista para conceder un deseo o dos. —Mire doctor, no me importa lo que le pase, solo aléjelo de mi ingle —dije. El Doctor se puso sus anteojos y observó el espécimen. —Mh, esto no me gusta nada nada. ¡Mire aquí! ¡Mire aquí! —dijo mientras señalaba y escupía —Escuche Lombardi esto va en serio, le recetare una pomada y unas pastillas. Tómese estas pastillas cada veinticuatro horas, son antimicóticos, ¿usted sabe qué es un antimicótico, Lombardi? —Bueno… no. —Tomará uno cada semana, ¿usted bebe, Lombardi? —Pues, si... —Pues ya no lo hará, déle esta nota a Margarita mi secretaria, ella le dirá que hacer, gracias señor Lombardi. Salí de aquel sitio, Margarita no me dijo qué hacer. Llegué a mi casa y la comezón no paraba, me rascaba las manos, las piernas, los muslos,
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las bolas, la barriga, las manos, las piernas… después volteaba a ver y observaba resequedad y salpullido. “Es sólo mi imaginación” pensé. Tomé un baño mientras escuchaba un poco de Cake. Salí de la ducha y fui a arrancar una mandarina de un árbol que se asomaba desde la casa del vecino hasta mi patio trasero. Sólo tenía la toalla amarrada a mi cintura, estaba fresco y quería secarme naturalmente para poder untarme aquella pomada y tomarme aquellas pastillas. Podía ver el cielo a través de algunos árboles muertos, alguna estrella más brillante que las rezagadas, más gordita. Había olvidado apagar el estéreo, Cake aún sonaba en mi recámara y podía oírle desde donde estaba; fue un momento. Después vi el cielo como si pensase en algo, pero no pensaba en nada, quizás sólo en las más rezagadas. “Es hora de untarme esa pomada endiablada y acabar con el fascismo” pensé. Me desenrollé la toalla y después me unté ese bálsamo bendito; luego me despaché un pedazo de pastel y el antimicótico. Desnudo, volví a mi recámara. Comencé a recordar a las mujeres que casi terminan conmigo, por fin era agradable estar en paz, lejos de todas ellas. Al principio no lo fue así, pero las cosas siguen y siguen y no cambian; todos formábamos parte del mismo juego. Así que lo olvidé y también olvidé mis pocas chances y también olvidé mis manías. De repente, éramos sólo él y yo, el hongo y yo en mi habitación de noche, ambos desnudos y en guerra constante; no éramos tan diferentes él y yo. Él sólo quería un pedacito de mi pie, yo sólo quería un pedacito del pastel. Así que, en paz con él y en paz por fin, supe que dormiría y despertaría temprano al día siguiente, y al día siguiente, y al día siguiente.
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Abrahamor Absurdidad
Zoo sueño Ibas de leopardo. Tenías toda su sensualidad y pasión. Sabía que le habías robado el alma a una de estas majestuosas bestias. Eras todita tú, completita en toda materia, en piel, en color, en tacto, eras la misma ninfa con cabellos negros como el abismo y tus ojitos conservaban el color de la laguna virgen a la cual íbamos a perdernos. Tenías las manchas del animal por todas partes, de pies a cabeza, totalmente hermosa, como una bestia cargada de lujuria. Ibas desnuda y arribita de tu delicioso y blanco trasero te salía una larga y sensual cola felina, ensalzando a tu perfecta y curvilínea cadera. Fuiste libido andante, mostrando tu cuerpo sereno como lienzo, con lo pardo de las manchas, sensual e indeleble como una gran fiera. Caliente y húmeda, casi incorpórea para mi tacto. Ibas con mirada penetrante y ardiente, como de Fénix reencarnado. Ávidamente gesticulabas tu deliciosa y carnosa boca de fresa haciéndome tambalear. Ibas celestial como las nubes y yo empezaba a vibrar con los cosquilleos del amor. Corrías, brincabas, escupías, sangrabas, jugabas. Me olfateabas cada rincón. Me lamías en caricias mientras agitabas frenética la cola. Me tirabas al suelo y te ibas, me mordías el cuello, las orejas, la espalda. Te parabas frente a mí, te tocabas los perfectos senos y los hacías bailar en vibración, los lamías y mordías, los amabas hasta las ansias. Yo estaba sulfurando. Lo único que anhelaba era volver a poner mis labios entre los labios de entre tus piernas, comerte todita desde allí, ansiaba chuparte, lamerte, escupirte, tocarte, cogerte, magullarte, odiarte, amarte y todo a la vez. Dabas vueltas a mi alrededor, mirándome, pensando en la manera de acabar con mi ser, con mi falo, con la dignidad que nunca tuve. Querías drenar mi semen, veía tus ganas de extasiarme frenéticamente. 37
Nunca estuviste quieta. Me sometiste y caí rendido de espaldas, sentado sobre el suelo. Embriagado de placer me incliné hacia atrás, entonces me dijiste, Cierra los ojos y así mantente, con la cabeza inclinada, llena de saliva tu lengua, llénala de mucha saliva y sácala. Obecedí y esperé. Esperé y esperé hasta que una gota de Dios cayó en mi lengua, gritaste, Beber de mi lluvia. Seguía con los ojos cerrados y bebía lo que caía dentro de mi boca, gotitas sabor a caos, gotas tempestuosas del fruto prohibido, lágrimas del último asceta. Me llené de espuma vaginal hasta el desborde. Sentía las gotas eróticas recorrerme la piel, cayendo como cascada que lame al suelo fértil, gota tras gota hasta llenar al Pacífico. Con mi lengua me mojo mis labios, con tu lluvia vuela mi ser. Abre los ojos, me ordenó. Hice caso y vi sus piernas llenas de danzantes serpientes que besaban la planta de sus pies, eran ríos y caudales de amor escurriéndose entre sí. Estabas agachada, de espaldas hacia mí, con el culo y la vagina goteando delicioso néctar por todo mi rostro, recorriéndome gotas de ti que iban a desembocar hasta mi falo maniaco. Te sentaste en mi cara y te empezaste a restregar. Despacito primero, como un murmullo, para después aumentar la intensidad hasta emitir el más fuerte de todos los gritos. Te subías y bajabas por mi rostro hasta casi asfixiarme. Dejaste una obra maestra en toda mi cara, el más rico de los recuerdos. Fuiste arte, y como gran arte, engaño. Bebí de tus néctares hasta el desmayo. Cuando recuperé la consciencia me vi envuelto en estelas de poder color oro, mi fragilidad estaba esfumándose. Torné felino a causa de tus jugos cósmicos. Me convertí en la bestia que deseabas en tus adentros. Me levanté del embriagador estado y te miré fíjamente a los ojos, Ven acá, te ordené, sabiendo que ya nada tenía que temer. Mi cabeza trepidante se había puesto violenta, digna de desmoronar como un castillo de arena la dignidad de cualquier prejuicioso moralista. Y empezamos a follar como lo que fuimos, bestias insaciables. 38
Te pude cortejar como el gran mamífero, olerte el culo, darte vueltas por todo el espacio, nos montábamos una y otra vez. Ya felino, pude lamerte toditito el cuerpo, morderte, azuzarte, acariciarte, anestesiarte y eyacularte una y otra vez hasta el fin del amor. Penetrar, salir, moverse, gritar, morder, pellizcar, lamer, escupir, acariciar. Como animales, como ascetas, como vírgenes, como si el cosmos fuese a colapsar. Y sonó la puta alarma. Desperté, luego, el mundo se desmoronó hasta el crac.
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Un hoyo negro es una regi贸n finita del espaciotiempo, Debajo de tu falda el resultaextravi茅 las manos do final los ojos de la acel aliento ci贸n de la y mi cartera. gravedad extrema llevada hasta el l铆mite posible Javier Tinajero
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Entrañable Javier Tinajero
el corazón el hígado los intestinos el estómago los testículos se hinchan con razón por ser abnegado por hablar sin tino por hacerla de mago y por tocarte el culo.
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Sobre la rótula L. Kincaid
Si había algo de lo que Tania se sentía muy orgullosa, eran sus piernas. No sólo eran muy largas, sino también tenían buena forma –resultado de años de practicar tennis-, tenían un buen color y siempre estuvieron suaves. Tania las presumía: usaba con frecuencia shorts y minifaldas, y siempre sonreía con orgullo cuando notaba que alguien, hombre o mujer, las miraba. Sus piernas eran su mayor atractivo, aunque también tenía un rostro agradable y el cabello largo y sedoso. Para exaltar su rostro, estaba siempre impecablemente maquillada: además del polvo base, las sombras, al igual que su labial, sobre sus párpados combinaba perfectamente con lo que trajera puesto. Al caminar por los pasillos de la universidad a la que atendía, Tania siempre se sentía aplaudida, y, aunque no sacara excelentes notas, le iba bastante bien. No es que le preocupara mucho su carrera, pero debía aparentar ser sumamente inteligente para atraer a algún hombre guapo y rico, sobre todo rico, para casarse con él y tener tres hermosos hijos, de dientes perfectos y que olieran a rosas. No entendía a sus compañeras feministas, que buscaban trabajar y que veían al matrimonio como un limitante para sus carreras. Si una mujer tenía que trabajar después de casarse, pensaba, era enteramente su culpa por no haber elegido un buen marido que la mantuviera. Para ignorar las críticas de las demás cada que se le pedía su opinión, mandaba mensajes a través de Twitter, criticándolas de vuelta frente a más de 8,000 seguidores. Aunque ya había tenido un buen número de novios, ninguno alcanzaba su ideal de hombre rico, alto y apuesto. Con cada día que pasaba,
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Tania se preocupaba no encontrarlo: sentía que el punto máximo de su belleza se acercaba y debía asegurarse de tener los anillos correspondientes antes de que su belleza natural empezara a decaer y tener que recurrir a cirugías y al Botox para alargar su buena imagen. Una mañana de domingo, después de una noche de antro con sus amigas, Tania sintió algo extraño sobre su pierna. Todavía medio dormida, sacudió su pierna con su mano. Sintió un abultamiento sobre su pierna, y se seguía sintiendo extraña. Se levantó, quitó las sábanas de su regazo, y lanzó un alarido. Cerró los ojos, se pellizcó el brazo, volvió a ver su pierna, y volvió a gritar. Sobre su pierna derecha, justo al lado de la rodilla, estaba una cucaracha que parecía estar incrustada sobre su piel. Sus padres entraron a la habitación, y al ver su pierna, simplemente le dijeron que no exagerara, que el bicho ese tenía tanto miedo como ella, y que con una simple sacudida se quitaría. Tania le imploró a su padre que se la quitara, él le pegó a la cucaracha con su sandalia, y no sólo el bicho no se movió, sino Tania también gritó de dolor. La llevaron a la clínica, donde causó entre los demás pacientes, enfermeras y doctores horror y admiración. Una vez que el médico la atendió, se confirmó que, en efecto, tenía una cucaracha, de aproximadamente un pulgar de longitud, incrustada sobre su pierna. Sus patas atravesaban la suave piel de Tania, y pareciera como si las patas fueran parte de su misma piel. La piel de Tania no se veía lastimada ni dañada, como si el insecto hubiera sido implantado hace muchos años. Ella rogó que le quitaran al parásito, pero el médico aconsejó que la llevaran con un dermatólogo antes de hacerle cualquier cosa. El dermatólogo le dijo exactamente lo mismo que le había dicho el médico de la clínica: la cucaracha estaba firmemente adherida e incrustada sobre su piel, y, fuera de cortarle la piel que se encontraba sobre la rótula por completo para quitar al insecto, así como reemplazar la piel quitada, no se les ocurría alguna manera de cómo quitarla. Tania se horrorizó ante la posibilidad de arruinar su pierna de ese modo, y salió del hospital, resignada a tener al insecto ahí. Al día siguiente, no fue a la universidad. Ni el día que le siguió. Después de una semana, su padre la escarmentó por irresponsable, y ella
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argumentó que no podía salir con la cucaracha en la pierna, ante lo que su madre le recordó que tenía muchos vestidos largos que le cubrirían la pierna por completo. Tania no tuvo más remedio que aceptar la solución de los vestidos largos, y volver a salir. Cuando alguien le preguntaba por qué ocultaba sus piernas, o qué era lo que se había cambiado, Tania inventó que se había ido a la playa el fin de semana anterior, y que se había quemado mal las piernas, tanto que se las cubría mientras volvían a un color aceptable. Con el paso del tiempo, Tania se sentía ignorada e humillada, ya que se daba cuenta de que no resaltaba como antes. Moría por usar sus minifaldas de nuevo, pero temía la respuesta de quienes la vieran, además de que le daba asco ver su pierna. Se negaba a utilizar pantalones de mezclilla –no hay nada menos femenino que usar algo que los hombres también pueden usar, pensaba- y ya estaba cansada de que nadie le dirigiera una mirada, llena de envidia, admiración o lascivia. Estaba cansada de no ser el centro de atención, y que incluso sus amigas, las muy perras, la hicieran a un lado. Se sentía rechazada, y sentía rabia ante los rumores que corrían, diciendo que ella, Tania, había renunciado a su belleza por completo. Un día, se hartó. Se sentó sobre su cama, levantó su falda hasta más de medio muslo, y miró al insecto. Se asustó un poco, ya que lo recordaba más pequeño. Observó con detenimiento a la cucaracha, sus largas antenas acariciando su rodilla. Tocó su lomo con la punta del dedo, y un escalofrío subió por su espalda lentamente. “Qué asco”, pensó. Tomó su lima para uñas y, tratando de cortar las patas, sintió una punzada de dolor por cada pata que tocaba. La cucaracha estaba más pegada de lo que creyó. Respiró profundamente, se mordió el labio, y deslizó su lima de uñas bajo el insecto. Tomó su lápiz delineador de ojos, lo puso entre sus dientes, y jaló de la lima de uñas contra el parásito para arrancarlo. Nunca nada le había dolido tanto. La cucaracha, poco a poco, se fue soltando. Tania gritaba sobre el lápiz con cada esfuerzo; con horror vio que, con cada pata que se fuera desprendiendo, un cordón de sangre borboteaba de su pierna. Las antenas del bicho se movían incontrolablemente, y cada pata buscaba
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con firmeza algo sobre qué adherirse de nuevo. Tania respiró hondo, cerró los ojos y gritó antes de dar un último tirón a la lima de uñas. La cucaracha, ahora de un color mucho más oscuro, cayó de espaldas sobre el piso, y Tania la aplastó con uno de sus zapatos de tacón. Salió de su habitación, extenuada, y al ver a su madre sonrió y se desmayó. Despertó en el hospital, con el sonido de la máquina conectada a la intravenosa. Quitó la sábana, vio el parche sobre su piel, justo donde el insecto había estado por varias semanas incalculables, y se sintió aliviada. Rió de felicidad, y miró largamente a sus piernas, contenta de que todo hubiera acabado y de que pronto podría volver a lucirlas. Su alegría, sin embargo, duró poco: vio algo cerca de su talón izquierdo y comenzó a gritar. Las enfermeras llegaron rápido –era un caso que había llamado mucho la atención- y trataron de tranquilizarla. Tania estaba histérica. Llegó el médico de turno, le administró un sedante, y le dijo que todo estaba bien, que no debía de alarmarse de esa manera. Tania, calmada gracias a la droga, le dijo que mirara bien su tobillo izquierdo, que una cucaracha, idéntica a la que se arrancó, estaba firmemente adherida. El médico suspiró, le dijo que todo estaba bien, y se acercó a su tobillo. Pasó su mano sobre él, y Tania vio, horrorizada, cómo los dedos del médico atravesaban por completo al insecto.
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Sórdido Paulina García Rueda
A la Doctora².
Los trastes sucios se van apilando en el fregadero uno a uno “mañana los lavo” “mejor mañana” “mejor pasado” “He estado muy ocupada” Sí he estado muy ocupada, dándole F5 a la computadora esperando que algo pase. No recuerdo cuándo fue la última vez que estuvo tendida la cama, le quité las pilas al reloj porque aquí dentro hay tanto silencio que retumban los tic tacs en sonido estéreo contra las paredes. Desde aquí sentada puedo escuchar que zumba mi refri zumba el refri del vecino de al lado el refri del vecino de arriba zumban los carros en la avenida La ingesta de mi día se puede medir sin esfuerzo en calorías y en los contenidos nutrimentales de las etiquetas de lo que comí, La cerveza se entibió en mi mano, y espero, espero, que el día llegue.
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La Deuda
Andrés Augusto Klingberg
Para facilitarse las cosas, Atómico pretende que tiene enfrente a Rey Cobra, su acérrimo rival. Imagina que se sube a la tercera cuerda y se lanza para una plancha espectacular. Cae sobre una camioneta estacionada frente a un casino. Muchos se acercan, pero ninguno lo reconoce. No trae puesta su máscara.
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La muerte y la carta Antonio Vásquez
Mis párpados me pesan. Necesito dormir, pero tengo miedo de hacerlo. La última vez amanecí y todos estaban muertos. Estaba solo en mi cuarto; un mono me miraba desde mi escritorio, un pequeño ídolo con un gran penacho hecho de piedra, con ojos de búho. Una deidad de la muerte, quizás un presagio. Lo compré en las ruinas cuando recién había llegado a esta ciudad y todas las noches le pedía que me dejara morir. A su lado, cinco botellas de vino vacías. En mi saco guardaba una carta incompleta que ya nunca iba a enviar. La saqué y también la puse sobre la mesa. ¿Para qué terminarla? Tenía ganas de dar uno de mis paseos, pero desde hace una semana los he abandonado. Es el olor de la calle, me marea, me repugna; olor a queso rancio cubierto por bacterias. Los extraño: mis paseos en la tarde por la ciudad me ayudaban a pensar, “¿cómo terminar la carta?”, “nunca me quiso”. Si me daba sed, cogía una botella de vino de la tienda y el periódico de hace dos semanas, me sentaba en una banca en el parque y leía las noticias viejas. El aire tenía ya cierto hedor a huevo podrido, pero lo toleraba. Cuando el sol negro comenzaba a descender, deslizándose por entre los árboles y edificios, yo entraba en cualquier casa, abría los refrigeradores y preparaba la cena. Vine al sur con el pretexto de conocer las ruinas. Mi tesis iba a ser sobre los rituales de muerte en la cultura zapoteca. Todos mis apuntes están regados en la habitación del hotel: ya no tienen importancia. La verdad es que vine al sur a buscar a una antigua amiga. No la encontré y decidí escribirle una carta. Luego ocurrió la desgracia.
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Primero pensé que alguien había envenenado a todos los del hotel. Busqué auxilio en las calles, pero las encontré desoladas. Hablé por teléfono pero nadie contestó. La ciudad había muerto. No tardé en intuir que el mundo también. Me agobian los cuerpos sin enterrar, la falta de música y una idea: no pude decirle a mi amiga cuánto la amaba, cuánto la apreciaba; nunca le conté sobre el enorme cariño que sentía. Un día tuve suficiente y salté desde mi ventana: no pasó nada. Toqué mi cuerpo y estaba sin una sola fisura. Entré a un supermercado y cogí una pistola que portaba un guardia y “BANG”, sonó el arma pero no salió la bala. “¿Por qué yo? ¿Por qué soy el único?”, me pregunto tirado sobre la cama en las noches de insomnio, hasta que el silencio humano interrumpe mis pensamientos. Soy capaz de escuchar cómo mis pulmones se expanden, cómo los alvéolos se van llenando de aire mientras afuera las calles siguen vacías. Intenté ahorcarme. Lo único que conseguí fue estar colgado dos días de un poste de luz hasta que pude desatarme. Vivía en un mundo sin otra voz más que el pasar del viento por entre las ramas de los árboles marchitos. Sin electricidad, con cafés llenos de maquinas inútiles que ya no pueden preparar los expresos que se me hacen tan necesarios en estos días. Y con un sol miserable, negro, seco: un cadáver de luz. Hace un año sufrí un accidente: los doctores dijeron que tenía pocas probabilidades de sobrevivir, que la operación era riesgosa y que si no quería la presencia de un cura para que preparara los Santos Óleos. Yo no pensé en Dios, pensé en mi amiga. No hay nada más terrible que morir sin haber pronunciado las palabras más sagradas que nacen del corazón. Uno no debe morir así, es algo peor que irse al infierno. Sobra decir que sobreviví –gracias a la vida (o la muerte) –. Cuando me dieron de alta estaba decidido; “Ahora sí, le voy a decir todo”. No se lo dije.
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En Japón, los monjes zen y los poetas de haiku solían percibir cuándo les iba a llegar su hora. Antes de partir, escribían un poema, su último poema, un poema de muerte. Las últimas palabras son las más importantes. Miré el papel que yacía sobre el escritorio, cogí una pluma y pensé. Recordé otros días, otros soles, otras calles. Recordé una gran amistad. “Quiero que conserves mis sentimientos en esta carta, una memoria de lo que fui. No sé a dónde nos lleven ahora nuestros caminos separados, pero espero que nunca me olvides. Yo nunca lo haré”. Le di las gracias al ídolo de piedra y dormí.
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El patio de los naranjos Fabián Solano
Elías recuerda un viaje en tren. Está sentado en una mesa de la cafetería junto a la ventana. Abre apenas el periódico ya releído por otras soledades y amaga con darle el primer sorbo al espresso que humea en la taza, pero el relato que se suscita a su espalda le roba toda la atención, cuando una aguardientosa voz cuenta, casi en secreto, sobre una misteriosa puerta perdida en algún callejón de Córdoba. El tren sigue su súbita marcha mientras aquella voz, proveniente de una acerba garganta amalgamada en un decrépito cuerpo vagabundo, hace que el niño perdido, cuya madre recorre los pasillos de los vagones gritando angustiosamente “Elías” a cada paso, no pueda abrir los ojos. Sólo escucha y mira, muy en sus adentros, cómo su pequeña mano va hacia la madera de una puerta creada por los grandes maestros, bajo el incienso de un conjuro, un pacto entre romanos, árabes, un alquimista y la luna más hermosa de octubre. Elías no parpadea, el humo del café sube y se mezcla con su inquieta respiración, mira al frente: hay una familia desayunando, dos niñas devorando unas hojaldras, un par de señores en la barra bebiendo vino entre una crucial conversación y una linda mujer fumando mientras recuerda el amor que no se subió a ese tren en Lugano. Ahí se imaginó de viejo, quizá contándole a alguien su más preciado secreto mientras su tren regresaba otra vez en una tarde lluviosa. En su memoria está todavía su primer viaje, fue un retorno angustioso después de la primera guerra, su madre volvía con un niño a casa; era la primera vez que comía el pan de sus abuelos, que corría por los patios árabes y jugaba en los portales con azulejos de una Andalucía quieta y recelosa de sus mujeres y danzas.
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Éste también era un regreso. El tren llegó a Córdoba todavía de tarde. Elías miró el reloj, se suponía que la noche llegaría pasadas las siete, pero esta nunca llegó. Ahora camina por un laberinto de calles estrechas con esa nauseabunda sensación de estar bien perdido y sin ninguna posibilidad de mirar atrás. Se fue siguiendo un rico aroma a lavanda, a incienso mozárabe. La gente habla por la calle, una mujer baila en el tablao y canta al ritmo de la guitarra tocada por un cantaor asfixiado entre el calor de cientos de palmas y vino. Sigue recordando una tarde lluviosa en un día de invierno andaluz. Bajo ese manto de ligeras gotas, atravesando el Patio de los Naranjos, una gitana lo hace verla a los ojos mientras, con una miserable sonrisa, enseña su corroída dentadura, augurando un incierto futuro, un regreso. Elías buscó ese resquicio y lo encontró en la Calleja de las Flores, que daba a lo que conocía como su casa. Nadie lo esperaba, sólo una sensación de querer salir o entrar por ahí. Caminó despacio, sintiendo que alguien pasaba calle arriba. Apenas y miró una sombra conocida, pero no tuvo miedo. Hubo un pálpito en su pecho y muchas, muchas ganas de no entender ni saber a dónde iba. Caminando por ese estrecho pasillo de arcos repleto de macetas con flores, cerró los ojos y estiró la mano hasta sentir la raída puerta que se fue abriendo a su paso. La madera apenas y rechinó, muy poco, casi nada. Elías salió despacio, cauteloso. Seguía jugando a perderse entre la gente y seguir inspeccionando cada recóndito lugar del tren. Sentía que iba hacia un territorio desconocido, lleno de grandes aventuras y que cumplía con una ancestral misión. Y así era. Apareció de repente en el vagón cafetería donde la gente ocupaba las mesas, no había muchas personas, sólo un par de familias desayunando mientras admiraban el paisaje llano de una Iberia rasguñada por la guerra. Faltaban muchos años para entender todo aquello. Pudo mirar la espalda de un posible escritor apenas abriendo el periódico bajo la danza cautiva del vapor que expira su típico café italiano y enfrente la figura de un viejo errante que clavó su intensa mirada en Elías de 7 años, quien supo que era el mensajero que debía decirle cómo regresar después de la complicada misión.
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Agujero
Eugenio Polisky
hubo un agujero un hueco en lo continuo en la expectativa lógica del hilo un quiebre en la evanescencia de la palabra tiempo algo que martilló inevitable la permanencia del paréntesis (sin forzar sin prepararlo) como una estaca en la cólera del canto hubo un agujero un cráter el bostezo del abismo en la intemperie una garganta en la impavidez del viaje el resplandor espanto de pedir que algo (si es) ocurra lo imposible se asoma en ese caminar acuático de alas en ese brillo de incisión de la locura hay voracidad en el agujero en el silencio del guijarro y se relame el blanco sin recuerdos
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Chifla
josé nadie fabián estrada
Para que salgo siya ni bamos ala escuela. Esque me inbito a la feria y como mis papas no me dejaban salir con ella ni con los de la cuadra me sali por la bentana porque sabia que en una desas nos ibamos aquedar solos. – ¡T-t-to-to-t-toques!. grito el señor. – Aca unos. porfabor. Nos apretamos las manos para el juego y todo sudaba un batidero. Ella tibia y el frio tullido de la noche que deseguro me regañarian por salirme sin abisar. Y los otros aullaban: Uuuuuuuuy la Chapis y el Quique u uuuuuuuu uu. Daba igual. Nos perdimos entre la cola de las tacitas locas y nos pasamos del lado del corral. – ¡ Sueeeeelten suuus ga llos ! – ¿Quieres ser mi novia Chapis? – ¿Que. Asi nadamas? mmmmmmm para eso me gustabas. ya ves. de que te la pasas encerrado y ni sales a orearte eres bien putito. – ¿Entonces no? – pusi menso. me rebolvio el nido de pelo y saco su gran sonrisa perforada con ollitos en las esquinas. Ya nunca solto mi mano acalambrada por los toques. Me jalo ala colcha calientita de su pelo, me abraso y dijo que penso que jamas le iba a desir mas nada. 54
los gallos cantaban. la gente gritaba. la música sonaba y los cuetes (nunca mean gustado) tanbien tronaban. Escondidos entrel pajar. Sonido la changa a todo lo que daba y un largo silvido que se paseaba por todo el lugar: iííi fsh i i í í
iii
ii i ii iiii ii iiii iií
í iii iii iii ii
iii i i iii i
i iii i ii íííí ii i ii
iíi iii iiii
iii iiííii
íí íí íí í
con el jalon de sus brasos caímos al suelo y ese largo chillido se apago* en un beso que me quemaba el osico. A mis diciseis años nunca abia besado y no pense que doliera tanto, ni tan caliente que fuera pero segi con los ojos bien apretados. Ya no tengo nobia perosi el labio inchado por el asar endiablado de un colorido chiflador que quiso cruzarse y apagar su mecha en nuestras bocas, en mi primer beso que aora me arde como chile tostado bien floreadito y el espejo ni lo veo porque me remira explosibo. Como ella.
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Sacos de ca r ne
Carlos Chávez
Sacos de mierda envueltos en sacos de carne envueltos en sacos de cuero envueltos en sacos de tela. Eso es todo lo que la gente es para Don Fermín. Nada de milagros, nada de maravillas. En la oscuridad de la avenida, del auto que acaba de cerrársele se baja un muchacho con pelo a rapa y un objeto en la mano, que Don Fermín adivinó desde antes de que lo levantara y lo apuntara en su contra. Sin prisa y sin ser excesivamente grosero, de manera casi casual, practicada, el muchacho informa a don Fermín que va a arrebatarle o el viejo automóvil que ahora maneja o la vida. Para su fortuna, lo dejaría elegir cual. Sólo le toma a don Fermín mirar los ojos rojos de aquel malandro para saber cómo iba a terminar todo. En ese momento lo sabe como sabe que el sol saldrá al día siguiente, como si se precipitara en caída libre, como si se hubiera saltado al final de este mismo relato. Ya siente la pólvora quemada en su nariz. Imaginará, lector, que don Fermín no es un sujeto que se deja nublar por lo que una pistola significa, esa fractura temporal, esa fugaz mordida de serpiente, ese matar o morir y ese matar y morir. Para él la solución es sencilla, tan sencilla que ni siquiera responde a un problema, solamente es en este momento en que el conductor del auto que acaba de cerrársele llama al muchacho de pelo a rapa quien, por un único segundo, voltea a mirar. El tiempo se dilata le n t a
m
e
56
n
t
e
.
Siente el tramado de rayas en la fría culata, diseñado para evitar que la mano resbale alrededor de ella. Puede no ser un mecanismo de seguridad muy sofisticado, pero durante el diseño de estas herramientas se sobrentendía que el usuario las emplearía con decisión y firmeza. El instante de distracción es más que suficiente para llevar aquel cañón corto, cargado con media docena de disparables, de la bolsa de su cinturón pantalón hacia arriba, y extender completamente el brazo izquierdo, con su codo apoyado contra la parte inferior del hueco que deja la ventana abierta. Su dedo comienza a apretar suavemente el pesado gatillo que se resiste a ser accionado, como queriendo evitar la tragedia. Su ojo se alinea con la mira que apunta ligeramente por debajo de su objetivo, para compensar el pequeño levantamiento en la pistola que producirá su dedo contrayéndose con el gatillo hacia su puño, cerrado sobre la culata. Detrás de la mira, observa como el martillo se levanta más con temor que con pereza y, en segundo plano, ve cómo rota el cilindro que dispone el proyectil que el destino ha seleccionado para llevar a cabo esa tarea. Entonces el mecanismo cruza la frontera y consuma la acción. Sobre el seco estruendo de la detonación, la única consciencia que hubiera sido capaz de registrar el crujido tan sólido que produjo el cráneo de aquel muchacho de pelo a rapa al quebrarse habría sido la suya propia. Sin embargo, lo más probable es que el proceso humano natural de recolección de información se haya visto interrumpido por la extinción de esa misma consciencia mientras cerca de 125 gramos de plomo ingresaban al endocráneo (entre el hueso occipital y el temporal derecho) a más de cuatrocientos metros por segundo, realizando un violento reacomodo de la masa encefálica que ahí suele alojarse. Sintió cómo una gota diminuta de sangre le alcanzó la mano mientras el ahora saco de carne, envuelto en un saco de cuero, envuelto en un saco de tela que solía ser aquel muchacho (nótese que debido al relajamiento muscular, la mierda ya no estaba contenida) se desplomaba sin gracia, en búsqueda inmediata del suelo, como continuación a su último movimiento anímico, acelerado no solo por la fuerza de gravedad, sino por el Cronos que exhalaba de terror y recobraba su tempo habitual. Don Fermín no contempla este breve espectáculo, pero lo adivina en la mirada de horror y desamparo de sus compañeros, a quienes inmediata57
mente encañona a través de la oscura noche. Mientras el auto que acaba de cerrársele quema sus llantas en desesperada maniobra de huida, repite un par de veces más el ciclo de accionamiento del revolver, pero esta vez apuntando a la carrocería. En realidad, no sabe si la impacta o no, pero ya va demasiado lejos el vehículo como para que le importe. Aún desde la ventana de su coche, don Fermín mira a su alrededor. De las casas cercanas comienzan a asomarse algunas caras más curiosas que valientes. A esa distancia, alguien podría ver sus placas, pero tampoco le importa eso. Múltiples capas de autoridades acudirán al lugar más tarde, acordonarán el área, y procederán al oficio del novelista de inventar la verdad, claro, siempre con la silenciosa asistencia de la población civil. Don Fermín no corre riesgo, porque la gente nunca habla. Con pólvora quemada en la nariz, arranca su coche y continúa el camino a casa. Mientras llega, decide que, solo por seguridad, evitará esa misma ruta por algunos días y que, tal vez, si quiere ser precavido en extremo, dejará el coche en casa y tomará el autobús. No será la primera vez y no será por mucho tiempo. Solo el suficiente para que la noticia permee el pequeño rincón del periódico en que sería expuesto, hacia las sedimentadas y compactas costras negras de desinterés en que estas tragedias van acumulándose en el corazón del ciudadano común.
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Clases de gramática para enamorados
Zeltzin Alvarado
Entonces, los verbos en español se sienten de manera diferente que en inglés, por decir. Un claro ejemplo es el verbo gustar. Yo digo tú me gustas, y en inglés I like you. Analicemos gramaticalmente: En la oración Tú me gustas el sujeto es (eres) Tú, el verbo principal es gustas y me vendría siendo un pronombre dativo que indica objeto indirecto. Ahora, en la oración I like you el sujeto es I, el verbo principal es like y you representa al objeto directo. Por lo tanto, en la oración Tú me gustas, tenemos que Tú, segunda persona del singular, es (eres) la (el) que realiza la acción; gustar es una acción que tiene un efecto en (mí) el objeto indirecto. En cambio, en la oración del inglés I like you, I (yo), primera persona del singular, es (soy) quien tiene (tengo) el control de la acción like y you (tú) no es (eres) más que un complemento, directo, en este caso. Lo anterior explica por qué la oración en español es mucho más útil a los fines que persigo. ¿Quieres ser mi objeto indirecto?
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autores • Abrahamor Absurdidad • Nació del cálido vientre de la nada y murió en el insípido frío del vacío. http://abrahamor.blogspot.com • Andrés Augusto Klingberg • Mi nombre es Andrés Augusto Klingberg, nací en 1987 en Salamanca y me gradué en Psicología Social por la Universidad Autónoma de Querétaro. Soy escritor ocasional y lector constante. También fumo, con mayor frecuencia de la que debería. • Anhelo Escalante • Anhelo Escalante es bloguera, escribe Sexo Ficción, ilustra, es músico, teje; originaria de Monterrey pero reside en Austin. También es antropóloga de clóset, practicante de magia, lee el tarot y estudia para doula (asistetente de parto). http://eleroticario.net • Antonio Vasquez • Nació hace tiempo en medio del desierto. Dejó su vida de gringo por una de mexicano, dejó su vida de estudiante por una de vago. Ahora intenta escribir algo bueno para que no tenga que presentarse sólo como lector desempleado. La suerte no es algo que se le dé. Vive en alguna parte. http://blog.lahojadearena.com/au-
tores/antonio-vasquez/ http://twiiter.com/elbarcoebrio • brian gray • Soy chileno, soy Leo y tengo a la Luna en Escorpio. Mi título profesional también dice que soy antropólogo. Me gusta escribir porque es como una terapia. Algo se destapa en las cañerías del espíritu cuando se organiza un relato de aquello que nos obsesiona. http://es-la.facebook.com/people/ Brian-Gray/1045860085 • Carlos Chávez • Carlos Chávez no es un compositor mexicano de principios de siglo. http://twiiter.com/ cchaveze • josé nadie fabián estrada • éste imbécil. http:// desvisible.tumblr.com • denise longoria • Estudiante; persona que gusta saborear los colores del existir. http://rallenhas.blogspot.com • eleazar martÍNEZ • Monterrey, México, 1983. Publicista e hiperrealista pop. Cursi de clóset. Rockstar de regadera. Actualmente reside en la Ciudad de México, donde cursa el Diplomado en Creación Literaria Xavier Villau-
rrutia, del INBA. A veces escribe en comoquierano.wordpress.com. A veces no. http://twitter.com/soybienviernes http://comoquierano.wordpress.com • Eugenio Polisky • Nació en EE.UU. y creció en la República Argentina. Fue miembro del Grupo de Escritores de los Malos Ayres. Participa activamente de encuentros literarios y emisiones de radio a lo largo del país. En 2011, publicó el libro en coautoría “Ángulos de la Locura”, como miembro fundador del grupo del mismo nombre. http://identidad-alteridad.blogspot. com • Eva María Medina Moreno • Nació y vive en España. Licenciada en Filología Inglesa y Diplomada en Profesorado de E.G.B. Investigadora de la Literatura Inglesa del siglo XX y Contemporánea. Sus relatos, premiados en diversos concursos, han sido publicados en libros y en revistas literarias. Actualmente escribe su primera novela. • fabiÁn solano • Nació en la Ciudad de México un 2 de Octubre. Es escritor, guionista, pambolero, cinéfilo, rockandroller, cuentacuentos por las noches y piedra rodante... http://twitter.com/fabasolano
• JAVIER TINAJERO • (nuberrante) México, Distrito Federal, 1982. Poeta y artista visual en baños públicos, estudió y desertó de la filosofía en la Universidad del Claustro de Sor Juana. Era un monstruo que bostezaba prófugas disertaciones y que, hasta hace poco, hacía disparates en un mundo apartado del sentido. Hoy tan sólo se dedica fervientemente a recuperar la risa y el buen ojo. http://nubesolamente.com • JOSELE GARZA • Hombrecillo que adora la literatura de alcantarilla. Solía ser un chiflado pero ahora está bien. Gusta de recordar lo antiguo y gritar cosas como “te rajare” y “no eres mi padre”. El mundo no gira a su modo y vive en la melancolía, sin embargo es un tío feliz, quizás. • katia jasso • Estudiante. Entre más tiempo pasa en la escuela sabe menos. Le gusta leer historias tristes y a veces escribir cuentos de amor. http://katia-kao.livejournal.com • L. Kincaid • (Sobre)vive de café, champiñones, palomitas y algo de amor. No es una chica Almódovar ni la musa de nadie, pero quiere ser etérea, fumar como baronesa y tener un funeral vikingo. Gusta del frío, rock, buen cine y de la Literatura, y hacer una que otra travesura.
• nadie • Nadie lo sabe. • Luiz Canedo • No había espacio en el taller de dibujo y terminé en el taller de cuento “Juan Rulfo” (donde leímos más a Cortázar y Borges). Me dijeron que podía escribir y yo les creí. http://twitter.com/ luizcanedo • pamela ovalle • Estudiante de la carrera de Letras Mexicanas, integrante del proyecto Biblionautas para la difusión de la lectura. • MARINA RODRÍGUEZ • Entusiasta del Braille y los helados de yoghurt. Nunca sale de la cama y se la pasa viéndose las manos. Desde que se ahogó, le aterran las piscinas.
• Paulina García Rueda • Paulina estudia una carrera en filosofía en la Universidad de Londres, un diplomado en bioética, trabaja en el área de sistemas y enseña portugués. En sus tiempos libres le gusta ver ensayar a los estudiantes de danza contemporánea. http://twitter.com/ sordeada • zeltzin alvarado • Niña monstruo, traductora y teacher. Fan de Lost. Estudió Ciencias del Lenguaje con Acentuación en Traducción e Interpretación en la Facultad de Filosofía y Letras de la UANL y antes de eso, la prepa. Le gusta Shakespeare. Abusa de los diminutivos y es tímida. http://fillemonstre.blogspot.com
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índice Al lector......................................................................................... p.1 Vulnerable Lector............................................ Anhelo Escalante 1999................................................................. Eleazar Martínez Cuando cambié de lentes................................ Eleazar Martínez Ruidos Nocturnos............................ Eva María Medina Moreno Relaciones de Protocolo......................................... Luiz Canedo El mantra correcto..................................................... Brian Gray Caminata............................................................. Pamela Ovalle Cocina................................................................. Pamela Ovalle El Mar...................................................................... Katia Kasso Tan frágil como una hormiga seca............. Eva Medina Moreno Hombre............................................................ Denise Longoria De un martes......................................................... Josele Garza Braile.............................................................. Marina Rodríguez El Desierto........................................................................ Nadie Zoo Sueño............................................. Abrahamor Absurdidad Un hoyo negro..................................................... Javier Tinajero Entrañable........................................................... Javier Tinajero Sobre la rótula............................................................. L. Kincaid Sórdido...................................................... Paulina García Rueda La deuda.......................................... Andrés Augusto Klingberg La muerte y la carta......................................... Antonio Vásquez El patio de los naranjos........................................ Fabián Solano Agujero.............................................................. Eugenio Polisky Chifla....................................................................... José Fabián Sacos de carne.................................................... Carlos Chávez Clases de gramática para enamorados............. Zeltzin Alvarado
p.2 p.4 p.8 p.9 p.10 p.11 p.18 p.18 p.19 p.26 p.30 p.31 p.32 p.34 p.37 p.40 p.41 p.42 p.46 p.47 p.48 p.51 p.53 p.54 p.56 p.59
Índice de Autores......................................................................... p.60
del equipo El concepto gráfico del noveno número de Puño y Letra nace de una figura pequeña, simple; el punto. Es la unidad mínima de representación; es el silencio expresado de manera gráfica; es elemento unificador entre literatura y pintura. Así, nos parece que el punto es, visualmente, el gran factor común entre aquello que se pinta y dibuja con lo que se lee y escribe. Encontramos en el emblema la oportunidad perfecta para representar este concepto, para celebrar la sinergia artística entre figura y palabra que nos caracteriza. Encontramos en el emblema la oportunidad perfecta para ser nosotros mismos; para ser Puño y Letra. Nosotros mismos al servicio de las letras aquí presentadas; todo es para ellas. Id, hermanos, leedlas. Hacen bien.
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