Ritmo 36, Imaginario Fantástico Mexicano Vol. 2

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Ritmo Núm. 36


Director

Benjamín Barajas Sánchez Director invitado

Édgar Mena Corrección de estilo

Alejandro García Dirección de Arte

Édgar Mena Formación

Karla Noemi Pineda Daza Ilustraciones

Mar Ross Diseño de Portada

Isaac Hernández a partir de la obra...

© Derechos reservados 2018 Universidad Nacional Autónoma de México. Ritmo es una publicación trimestral, editada por la Universidad Nacional Autónoma de México, Ciudad Universitaria, Delegación Coyoacán, C.P. 04510, Ciudad de México, a través del Colegio de Ciencias y Humanidades Plantel Naucalpan, Calzada de los Remedios 10, Colonia Los Remedios, Naucalpan, Edo. de México, CP 53400, teléfonos 53600324, 53600325, correo electrónico: naucalpan_hortensiaserra@yahoo.com.mx. Editor responsable: Édgar Roberto Mena López, correo: langenau@hotmail.com, Certificado de Reserva de Derechos al uso Exclusivo: 04-2016-122015302500-1002, ISSN: 2594-3022, Certificado de Licitud de Título y Contenido: 17035 otorgado por la Comisión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas de la Secretaría de Gobernación. Impresa por Gráfica Premier, Domicilio: 5 de febrero 2309, Colonia San Jerónimo Chicahualco, CP 52170, Estado de México; este número se terminó de imprimir el día 27 del mes de agosto de 2019, con un tiraje de 500 ejemplares, impresión tipo offset, con papel couché de 120 grs. para los interiores y cartulina sulfatada de 12 pts. para los forros. El contenido de los artículos es responsabilidad de los autores y no refleja necesariamente el punto de vista de los árbitros y del editor. Se autoriza la producción de los artículos (no así de las imágenes e ilustraciones) con la condición de citar la fuente y se respeten los derechos de autor.


El

primer volumen, en colaboración con el Seminario de Literatura Fantástica Hispanoamericana de la UNAM, estuvo enfocado en el ensayo y la crítica. En este segundo volumen, enfocado en la creación literaria, contamos con la colaboración de Lola Ancira, quien ha trabajado en otros proyectos similares, como una antología de cuento fantástico internacional de pronta publicación. Tenemos planificado un número más respecto a esta temática, con el título tentativo de Lo fantástico y la academia, en donde abriremos un espacio para la participación de profesores que trabajan con estudiantes de bachillerato.


Índice

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Editorial

No se trata del hambre II, Josué Sánchez

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Hasta el fondo, Andrea Ciria

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Cima, Guillermo Verduzco

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La Justice, Laura Baeza

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Vendrás con flores que les crecen de los brazos, Efraím Blanco El fumigador, Karla Gasca El último incidente, Julián Mitre

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Anomalía, Jimena Jurado

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Elementales, Enrique Urbina

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Asiento individual, Edna Montes

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Styx y Umene, Iliana Vargas

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Red Ram Grin, Gerardo Lima

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Shelley, Yesenia Cabrera

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Micrhohistorias, Aura García-Junco

55 60 66

El árbol, Miranda Guerrero

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Sed de negro, Alfonso Franco

73 80 86 91

Interludio, Aniela Rodríguez

Siete, Édgar Lacolz Mudanzas, Adrián “Pok” Manero Licantropias, Karla Barajas Eutimia, Beatriz Álvarez Klein

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El hombre embozado, Emiliano González

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Confesión, Lola Ancira

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¿Qué diría Lemmy?, Miguel Lupián

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Biblioteca Fantástica Mexicana

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Semblanzas


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editorial

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ace miles de años, las primeras historias (previas a las mitologías de las antiguas y grandes civilizaciones como la griega o la romana) se transmitieron por la oralidad, y después mediante la escritura. Un poco más de dos siglos atrás nació lo que conocemos como el cuento moderno gracias a E. T. A. Hoffmann, Edgar Allana Poe y Chéjov. En especial, el cuento fantástico (fundamentado en lo inexplicable) tuvo su apogeo en el siglo XX. En nuestro siglo, la tecnología, aunada a la literatura y a nuestros propios sueños y fantasías, nos sumerge continuamente en la ficción: películas, series televisivas, realidad virtual… Por un lado, la imaginación, aparte de significar un escape breve de la realidad, es un respiro necesario para repensarla y especular, para cuestionar lo conocido; por el otro, como apuntó Leonard Cline en su novela La estancia oscura, la imaginación es un “regreso a la realidad perdurable, es afirmación en lugar de negación, no se mueve en la bruma sino en la luz”. Como bien señaló la Dra. Alejandra Amatto, en su texto introductorio al primer volumen de este Imaginario Fantástico Mexicano, “en México, particularmente, existe una rica tradición fantástica que atraviesa al menos tres siglos” y que tiene entre sus filas a escritores tan importantes como


“José María Roa Bárcena, Alfonso Reyes, Amparo Dávila, Guadalupe Dueñas, Francisco Tario, Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco, Elena Garro, Emiliano González y Ana de Gómez Mayorga. Todos ellos no sólo han dejado marcas señeras para la literatura del continente, sino que inauguraron nuevos caminos estéticos del relato fantástico para nuestra propia tradición mexicana”. Precisamente, esta antología es una breve muestra de los nuevos caminos estéticos, de lo polifacético del cuento fantástico actual en nuestro país en la narrativa de autores jóvenes que, si bien no todos se especializan en el género (exceptuando a Beatriz Álvarez Klein y Emiliano González, pilares de nuestra tradición fantástica mexicana a quienes rendimos tributo), cuentan con obra que se inscribe, sin duda, en éste: el panorama postapocalíptico de Josué Sánchez; la irresistibilidad de los umbrales de Andrea Ciria; los hombres convertidos en sus propios dioses de Guillermo Verduzco; la armónica venganza de Laura Baeza; los posibles escenarios del inminente final de Efraím Blanco; los insectos primordiales de Kareve Gasca; los bebés-kamikaze de Julián Mitre; la poesía como catalizador de lo fantástico de Jimena Jurado y Enrique Urbina; la criatura repulsiva y mortal creada por Edna Montes; la elocuente esfinge de la muerte de Iliana Vargas; los peligros de hojear libros malditos de Gerardo Lima; el tributo a la increíble

Mary Shelley de Yesenia Cabrera; los microcosmos alienados de Aura García-Junco; la dualidad funesta en los días de Aniela Rodríguez; la transfiguración liberadora presentada por Miranda Guerrero; un apetito minúsculo, pero devastador, expuesto por Alfonso Franco; la palabra como materia experimental de Edgar Lacolz; lo siniestro de las mudanzas vividas por Pok Manero; las pequeñas historias que muerden de Karla Barajas; las pesadillas rojas, como la sangre, de Néstor Robles; los extraños rituales mortuorios de Beatriz Álvarez Klein; el cuento de fantasmas victoriano de Emiliano González; y nuestros propios aportes: un guiño personal a El perfume y esa otra forma de memoria que es el olfato y la extraña mezcla de lucha libre y terror có(s)mico. El común denominador en estas miradas o atisbos de lo fantástico es la atracción por lo excepcional. Las páginas vibran gracias a la creatividad de autores que encausan diversas experiencias y perspectivas sobre la existencia a través de su talento único al utilizar el lenguaje. Por último, agregamos la Biblioteca Fantástica Mexicana que, si bien por su propia naturaleza de ninguna manera es una guía definitva, es una buena y accesible forma de acercarse a la tradición fantástica de nuestro país. Lola Ancira Miguel Lupián


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No se trata del hambre II ✑ Josue Sánchez

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an pasado dos horas desde la infección. El grupo de rescate que lideraba me recluyó en la azotea del Teatro Carballido, el último refugio de Xalapa. No tuvieron la sangre fría para dejarme morir en la calle y ahora deciden qué hacer conmigo. Los sobrevivientes tienen miedo. Hay rumores de que el ejército, como sucedió en la península de Yucatán, la mayoría de los pueblos de Chiapas y el Puerto de Veracruz, incendiará la ciudad para olvidarse del asunto. En la frontera no fue así. Hace diez días un amigo me llamó desde Ciudad Juárez y me contó de los búnkeres en Samalayuca, Santa Teresa y Palomas. En cada pausa que hacía para explicarme cómo largarme del país sorbía algo. Imaginé que era whiskey cuando dijo la palabra “zombis”. Escucho pasos en la escalera. Es Diana, mi esposa, junto con MauRitmo | Imaginación y crítica

ricio, mi primo. Supongo que el grupo de rescate les pidió que se encargaran de mí. Llevan poco más de seis meses acostándose y cuando me enteré no supe cómo enfrentarlos. Ahora ni siquiera siento cólera o indignación, el virus te presenta el mundo como dentro de una de esas esferas de cristal que agitas para contemplar una diminuta nevada. Diana me contempla con una mezcla de incredulidad y tristeza, igual que cuando vio a nuestro hijo muerto en mis brazos. Algunos optaron por el suicidio. Han pasado menos de 72 horas desde que la pandemia llegó a Xalapa y por los videos de YouTube nos enteramos de que Ciudad Juárez fue la primera zona infectada: paredones de fuego devorando edificios y casas; gente con la mirada rabiosa en las calles. Yo sé de eso: a medida que el virus avanza tus recuerdos se revelan como


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un cúmulo de ruido, imágenes y palabras del mismo modo que escenas editadas de una película larga y aburrida. Por eso los zombis atacan, no hay hambre sino coágulos de memoria que te persiguen y suceden al mismo tiempo. Mi primo susurra algo al oído de mi esposa. Toma distancia, me apunta con la Beretta y el virus se aferra a mis neuronas. Hay dos Mauricios más frente a mí. Uno lleva en la mano un auto a control remoto que le regalaron por su cumpleaños, el otro es un adolescente con espinillas que sostiene una Victoria. Diana aguarda el disparo. Cierro los ojos, escucho la detonación, la película sigue: Diana de blanco, mi hijo en su triciclo Apache, Mauricio jugando videojuegos, mis padres con dientes filosos, mi esposa llorando al caer del triciclo… Me pregunto si así es la muerte de un zombi, pero vuelvo a mirar. Mi primo está tendido sobre el suelo. Diana se acerca y lo remata descerrajándole un tiro más entre los ojos. Entonces se acerca y aprieta el cañón de la pistola contra mi sien. El frío del metal es circular, perfecto, como en Il Grande Silenzio, donde la sangre de un solo cowboy mancha

un inmenso campo nevado. Respira hondo, su mano tiembla. Por un momento pienso en todas las veces que he visto zombis. Pienso en George Romero, en Bárbara cuando recorre senderos flanqueados por lápidas, en el estallido y el fulgor de las granadas y en la ayuda del ejército y los helicópteros repletos de mercenarios dispuestos a cercenar cabezas y Metal Slug y las gigantescas columnas de sangre que vomitan los personajes una vez que están infectados y George Romero otra vez y la casa en el campo rodeada de zombis y la velocidad con que la sangre se enfría y se cuaja y las comisuras de los labios y el sol naciendo más allá de un granero donde un montón de siluetas desgarbadas esperan y en los cartuchos parabellum y en los sonidos que te recortan el interior de la cabeza y en las llamas cubriendo los ojos y cuervos y perros y ratas sobre el pavimento con las vísceras expuestas y en una mujer que me acompañó a través de pasillos blancos donde la gente aullaba de dolor y en mandíbulas desencajadas y León repartiendo balas contra aquellos intentos de armas biológicas. Deja de apuntarme y me ofrece su cuello… Imaginación y crítica | Ritmo


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Hasta el fondo ✑ Andrea Ciria

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ende entró en la casa y deambuló entre cajas llenas de pertenencias suyas y de su esposa. La decoración de los propietarios anteriores se le antojó fría e impersonal. Sobre una mesa de madera, puesta en mitad de la sala, había una gran pecera rectangular vacía. Tenía una peculiaridad: un espejo que abarcaba tres de sus cuatro paredes, marcado por el nivel del agua. Suspiró apagado. El silencio no lo hacía sentir tan triste como la soledad. Timbró su teléfono móvil: —¿Sí? —Yende, ¿estás en la casa? —Sí, amor. —¿Y? —Está bonita, pero le hace falta tu toque femenino. —Pues deberá esperar a que regrese. Puedes empezar a limpiarla y, si te alcanza el tiempo, a desempacar las cosas y ordenarlas. —Lo haré... Te extraño, Minta. Ritmo | Imaginación y crítica

—Debo volver a la reunión. Te llamaré más tarde. Yende echó un rápido vistazo a las cajas de la mudanza y encontró una rotulada con la palabra “limpieza”. La abrió y sacó un trapo. Luego, desmotivado, comenzó a sacudir la capa de polvo que sepultaba los muebles. Al entrar en el baño de la recámara principal descubrió un espejo de cuerpo completo, empotrado en la pared. Tenía manchas de pátina y de gotas de agua. Sin mayor afán, comenzó a frotarlo de arriba abajo y viceversa. Cuando estaba por concluir, su mano se hundió en la superficie. Súbitamente alertado, Yende dejó caer el paño al suelo y retrocedió. Luego, sin entender qué acababa de suceder, volvió a acercarse al espejo preguntándose si estaba fisurado o roto. Lo revisó con esmero, centímetro a centímetro. No encontró nada distinto a los persistentes lunares ocasionados por el tiempo y


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el agua, que el trapo no pudo retirar. Intrigado, revisó la pared del pasillo. Tampoco encontró algo raro. De hecho estaba seca y tenía una gran solidez. Regresó al baño y, al acercar la mano a su reflejo, su azoro desapareció y sintió unas ganas irreprimibles de hacer el amor. Con una mueca de deleite y ojos vivos se percató de que su miembro había adquirido la rigidez, casi olvidada, de cuando Minta lo seducía hasta volverlo loco. Inspirado por ese gozo, palpó el espejo. Un placer aún mayor al de acostarse con su mujer recorrió su cuerpo. Se sintió liviano. El espejo pareció compartir la excitación del hombre y se empañó de súbito, dejando que le lamiera las gotitas adheridas a su superficie. Después se introdujo hasta el torso, en medio de jadeos y suspiros profundos. El gusto fue tal, que pasó la noche entera entregado a ese insólito placer, que le provocó un orgasmo tras otro. Entretanto, el nivel del agua en la pecera había subido considerablemente. Cuando el alba comenzó a despuntar, Yende, rendido, se separó del espejo y fue hacia la cama. Despertó al escuchar el móvil. Se incorporó y fue a responder: —¿Bueno? —le costaba trabajo respirar. —Yende, ¿por qué no contestabas? —Estaba ocupado. Dormido. —¿Dormido? ¿No irás a trabajar? ¿Has visto la hora? Imaginación y crítica | Ritmo


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Él guardó silencio, intentando ordenar sus pensamientos. Exasperada, Minta anunció: —Llegaré a casa hoy mismo, por la tarde —luego colgó. Yende se metió en la ducha y, al abrir las llaves de la regadera, lo invadió una atmósfera de confort y ligereza. Luego del baño, desnudo y con una sonrisa lasciva en la mirada, regresó al espejo. Volvió a meter la cabeza, dejándose abrazar por él. Pronto su respiración se aceleró y no pudo contener el impulso de introducirse por completo. Agitando las extremidades se adentró en ese entorno placentero donde nuevamente alcanzó el clímax. No le importaba que, allende el espejo, todo luciera emborronado y lejano. El tiempo pasó y la excitación cedió ante un cansancio delicioso. Sin tener conciencia de lo que estaba sucediendo, permaneció un rato más flotando, deslizándose a sus anchas en ese espacio. Minta, enfundada en un elegante coordinado negro, llegó al

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anochecer. Encendió las luces y la casa se iluminó de un llamativo color naranja que, al poco, se tornó amarillo. Paseó su oscura mirada por los alrededores y descubrió, con molestia, que Yende no había hecho nada para arreglar la casa. Respiró hondo para contener un estallido de ira y recorrió las habitaciones en busca de su esposo. No encontró un solo rastro de él. Entonces sí, enfurecida, lo telefoneó al móvil. El aparato timbró en la sala. Desconcertada, fue por él, lo cogió y revisó el historial de llamadas. Sólo aparecían las suyas. Se obligó a regresar a la calma y se sentó en un sofá. “¿Dónde carajos se metió mi marido?”, pensó con el ceño convertido en una violenta arruga. Miró de soslayo al pececito rojo, que desde la enorme pecera parecía mirarla fijamente. Con ánimo de derrota, Minta suspiró y se alejó apagando las luces. Yende no pudo distinguirla más desde la penumbra, vaga y placentera.


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Cima ✑ Guillermo Verduzco

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stá sentado en la cima de la montaña, rodeado por sus Máquinas oxidadas e inservibles, el cadáver putrefacto de su hermano en el suelo, a un lado. Afila sus truenos. Afila sus truenos hasta que sus truenos tienen sólo dos dimensiones. El horizonte parece la imagen de un cielo encapotado grabada en una cinta magnética rayada. Se levanta pesadamente (cómo le duelen las piernas, cómo rechina su espalda, hueso raspando contra hueso, carne flácida apuntalando apenas alrededor) y se acerca al borde de la cima. Observa a los hombres debajo, en el mundo. Corren, gritan. Se matan, fornican. Cada vez hay más, piensa. Apunta hacia donde se encuentra una buena concentración de cuerpos. Levanta un trueno afilado y lo suelta. Muerte y fuego. Los hombres que no han muerto al instante del impacto se retuercen y aúllan y segregan una solución de agua y sal y aceites desde sus ojos, una solución que tortura su carne quemada mientras desciende por lo que ya no se puede considerar rostros. Imaginación y crítica | Ritmo


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Otros hombres lloran por los cuerpos destruidos y por los cuerpos que aún se encuentran vivos en el sentido más estricto de la palabra, pero que serán sólo cuerpos destruidos en meros momentos. Los hombres (todos hombres, aunque entre esos cuerpos haya ellos y ellas) miran hacia la cima de la montaña y proyectan haces dirigidos de odio en su dirección. Los mira desde la cima, escucha sus aullidos. Regresa y se sienta entre sus Máquinas antiquísimas y rotas, al lado de su hermano postrado y roto. Afila otro trueno con otro trueno. Cada vez son más, le dice al cadáver de su hermano. El cadáver ha comenzado a emitir gases invisibles desde varios de sus orificios. Uno de sus ojos ha escapado de su órbita y se desliza por la mejilla azul y tumefacta como un enorme caracol sin concha. Las puntas de las costillas flotantes han comenzado a romper la piel del torso y sobresalen como cuernos blancos.

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Siempre iban a ser más que nosotros, dice el cadáver de su hermano. Siempre lo supimos y aún así seguimos adelante. Cállate, le dice a su hermano y toma otro trueno de entre las Máquinas y lo afila hasta que es unidimensional. Una de las pantallas en una de las Máquinas inservibles emite un quejido profundo y electrónico que remueve algo oscuro en un recoveco húmedo de su cerebro. Una pantalla quebrada y cubierta por una película lechosa (como la mirada del cadáver de su hermano) se enciende y vomita una serie de números que también son palabras. Año cien mil, grita la Máquina con voz de pistones, año cien mil. Detener proceso, regresar a casa, grita. Ritmo | Imaginación y crítica

Sobre la montaña, afila sus truenos. Se levanta (hueso quejido edad tormento) y se asoma sobre el borde. Cada vez más. Observa con frío terror que han empezado a construir máquinas. Ya no viven en cuevas: viven en cuevas que no son cuevas y que están hechas con sus asquerosas manos. Toma uno de los truenos más afilados, aquél que es casi un pensamiento, y lo dirige hacia una enorme concentración de cuerpos y máquinas que no son Máquinas y cuevas que no son Cuevas. Libera el trueno. El fuego casi lo hace sonreír, pero sabe que no puede tomar ningún placer de estas acciones. Abajo, un remedo de ciudad, una ciudad que no es Ciudad, arde entre fuego verde. Sus hombres, hombres-otros y


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hombres-larva mueren todos a un mismo tiempo. Esta vez no hay gritos, no hay tiempo. Pero mira más allá: cada vez son más. Regresa al lado de sus Máquinas y de su hermano, todos rotos. Cada vez son más, le dice a su hermano. El cadáver de su hermano ni siquiera mueve su boca llena de dientes rotos y lengua amoratada para responder: siempre lo supimos. Cállate, le dice al cadáver de su hermano. A fila un trueno hasta hacerlo desaparecer. Se levanta y mira el cadáver de su hermano que le sonríe y se dirige hacia el borde de la cima de la montaña y mira que cada vez hay más y que han construido máquinas que cada vez se parecen más a las Máquinas y que viven en cosas que ya no guardan ningún parecido con una cueva y que cada vez hay más y alista el trueno entre sus manos.

El trueno es tan afilado que un extremo, casi abstracto, lastima uno de sus dedos. De la herida brota una sola gota de roja sangre. La gota cae desde la cima de la montaña durante años enteros hasta estrellarse con un sonido subliminal en la tierra del mundo debajo. De la tierra humedecida de sangre se alzan manos. Las manos están adheridas a brazos y los brazos adheridos a cuerpos que también se alzan. De la gota absorbida por la tierra se levantan hombres: ellas y ellos, completamente formados. Desde la cima de la montaña mira la gota con expresión petrificada mientras la gota se derrama al aire en formas de hombres. Regresa y se sienta al lado del cadáver de su hermano, al lado de sus Máquinas. Siempre lo supiste, dice el cadáver de su hermano.

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La Justice ✑ Laura Baeza

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egresó a la ciudad antes de empezar la nueva temporada. Lucía fue por él al aeropuerto, quizás era la única persona feliz de verlo. Todo el trayecto Iván se quejó de su estancia en Marsella: pidió la beca para estudiar durante el verano con uno de los mejores percusionistas del sur de Francia, pero su motivo real era el estudio del tarot. Regresó desilusionado: los tres cursos a los que se inscribió estaban enfocados en embaucar incautos que no temieran derrochar el dinero. El tarot, como tal, no importaba. En cuanto a las percusiones le fue bien, aprendió lo suficiente. —¿Sabes qué voy a hacer? —le dijo a Lucía en el trayecto—. Voy a crear mi propio tarot. Si quisiera hacer pendeja a la gente, lo haría desde el inicio, con mis propias barajas. Ya lo planeé. Meticulosamente le explicó a Lucía su propósito: ochenta barajas sin espadas, bastos, copas u oros convencionales, sino momentos en las vidas de compositores famosos. Sería

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más un trabajo de síntesis histórica que de cartomancia, pero orientado a lo que la gente quiere escuchar. —Por ejemplo, la Luna —explicó Iván—, la carta puede referirse al Claro de luna de Beethoven, y explicaré algo de la dichosa historia de amor de la pieza. A Lucía le pareció divertido, casi fascinante, como todo lo que decía Iván, aunque fuesen estupideces. Llegaron a una cafetería y él sacó la lista de las ochenta bajaras y sus explicaciones. Parecía que en Marsella había tenido tiempo suficiente para pensar cada una. Mientras él se lavaba las manos, Lucía le tomó una foto a la hoja tamaño carta escrita por ambos lados. Iván le platicó del curso de percusiones y las clases que tendría que dar por las tardes para pagar la beca, igual que varios de sus compañeros de la orquesta que, como él, estudiaron algo en el verano. Pasaron dos semanas. Iván se incorporó a las actividades de la sinfónica. Lucía fue a uno de los ensayos,


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no se habían reencontrado desde que él volvió, así que lo sorprendería doblemente. Esperaba desde una de las últimas filas dentro del teatro. —Vine rápido porque debo regresar a la imprenta —le anticipó ella—, te traje esto. Iván destapó una cajita de cartón. Dentro había un montón de cartillas impresas, de unos quince centímetros por diez. Tardó en hallarles forma: el amor, la justicia, la luna, todas con sus nombres en francés. Las miró detenidamente y ahí estaban: escenas de la vida de Liszt, Beethoven, Dvorak; momentos especiales de ciertas composiciones que él esbozó a grandes rasgos para dar significado a cada una de las ochenta barajas. Iván quedó estupefacto. —Sé lo suficiente de grabado como para hacerlas, y en la imprenta, después de las nueve de la noche, nadie me decía nada. Lo que sí estuvo en chino fue la indagación de lo que querías; como no soy músico tuve que investigar muchísimo, ya me sé la historia completa de la música. Iván le agradeció mil veces. No dejaba de repetir lo obvio, que las cartas eran en sí una obra de arte. Lucía hubiera hecho eso y más. Crear lo imposible aunque fuese algo absurdo. Lo malo fue que él volvió a desaparecer. Inició la temporada y no la buscó, se concentró en sus

asuntos, contestaba escuetamente los mensajes y ni siquiera le dijo cómo iba el plan del tarot musical. Lucía le dio tiempo, pero ese lapso se prolongó dos semanas, tres, casi un mes. Fue a buscarlo a un ensayo, él la distinguió desde lejos y logró escabullirse para salir por otra puerta. Lucía se acordó del dolor de espalda por las horas que pasó inclinada sobre la mesa haciendo los grabados, y de sentir que se hinchaba su cerebro por tanta información de todos los músicos. Eso le dolía menos que el pecho ahora que lo veía correr como un niño asustado. El cuarto concierto de temporada estaba dedicado a Tchaikóvski: Obertura 1812, una suite y un concierto solista. Iván únicamente tocaría los timbales en la obertura, cedería su lugar a otra timbalista en lo demás, ése era el plan original antes del último ensayo, previo al concierto. En su atril vio la carta de La Justice, del tarot musical. Se le hizo extraño, él no había movido las cartas del lugar en el que las tenía guardadas, aunque ignoró el detalle, ensayarían la 1812 porque había pasajes que no salían. Comenzaron después del La de la madera. Iván contaba los compases para entrar, y en el primer golpe al parche, sintió un estruendo en el pecho y la cabeza. Quedó aturdido, Imaginación y crítica | Ritmo


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pensó que era un dolor ref lejo y pudo seguir contando para la siguiente intervención. Volvió a golpear el parche con la baqueta y fue como si hubiese golpeado de nuevo y con más fuerza sus sienes y el esternón. Ya no pudo contar ni seguir. Le hizo una seña a la percusionista para que lo relevara mientras el director daba indicaciones a la cuerda, y fue al camerino a tomar aire. No alcanzó a incorporarse, el director sólo quería leer unos cuantos compases con la cuerda y los alientos. Iván sintió un alivio, ya se podía ir a casa. Rumbo a su edificio en la Cuauhtémoc pasó a un consultorio a que le tomaran la presión y le checaran los signos: estaba perfecto. Pensó que tal vez era estrés. Llegando a su departamento dejó la carta de La Justice encima de la mesa y se acostó a dormir. Despertó con el tiempo medido para bañarse, sortear el tráfico y estar temprano en el teatro. Llegando, la percusionista le dijo que la dejara repasar unos compases de la suite. Se quedó cerca oyéndola tocar y no sintió nada, ninguna molestia. Dieron la tercera llamada, él empezaría con la obertura. Los chelos y las violas iniciaron el lento; Iván ya contaba los compases. Cambió la primera página del engargolado y ahí estaba otra vez la carta. No tuvo tiempo de pensar, Ritmo | Imaginación y crítica


entraría un par de compases adelante. Dio el primer golpe y el dolor que taladró sus sienes y su pecho fue más intenso que el del mediodía. Golpeó con las baquetas un par de veces más y sintió que el dolor era tan fuerte que se desmayaba. Le hizo una señal a la percusionista, sólo alcanzó a enseñarle en dónde iba la cuenta de compases y salió corriendo hacia los camerinos. Le palpitaba la cabeza y el pecho parecía que iba a reventarle. El ojo izquierdo le temblaba. Rogó encontrar a alguien en el camerino para que lo ayudaran a pedir una ambulancia, quizás era un infarto. Pensaba en eso cuando la vio: Lucía estaba a unos metros de él, con el brazo izquierdo sujetaba una tarola y en la mano derecha llevaba baquetas. Iván no pudo hablar porque ella dio el primer golpe al parche: el dolor en el pecho se volvió más fuerte; el de la cabeza, insoportable. Lucía dio tres golpes más y cada uno parecía peor que el anterior en el cuerpo de él, ya doblado de dolor. Lucía repartió una decena de baquetazos repitiendo el motivo de la obertura, el motivo conocidísimo que hasta había escuchado en películas, el que investigó para hacer el grabado de la carta del tarot: La Justice, el triunfo de la resistencia rusa contra una invasión. “La venganza”, pensó ella, “es la forma más rápida de justicia”.

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Vendrás con flores que les crecen de los brazos ✑ Efraím Blanco Y nadie sabrá de la guerra, nadie se preocupará cuando todo haya acabado. Sara Teasdale

¿Crees que vengan? s lo que todos queremos. Lo que esperamos. Vendrán en una gran nave plateada, dijo un señor. Debemos preparar un campo para su aterrizaje. Sembrar flores, las más bellas, las más raras de todo el planeta, y dejar que el césped crezca sano y el rocío mañanero atraiga abejas, colibríes, pequeñas hadas y todo ser fantástico que nos haga ver bien. Debemos rodear todo entrelazados de las manos, cantar nuestras mejores canciones y darles una bienvenida digna, porque vendrán, vendrán. No, llegarán en forma de humo, dijo una señora. Volarán sobre una nube de cenizas, con los recuerdos de épocas pasadas. Serán un espejismo, un nubarrón que flotará sobre las ciudades y se llevará las almas que crean en Su verdad. Un ser hecho de aire que reinará desde las montañas. Tendremos que ir a Él, a la cima del Monte Olimpo a rendir pleitesía al dios etéreo que sueña con vernos llegar.

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Escalaremos las rocas, el hielo, la tierra que se desprende hacia el abismo. Nuestros hijos nacerán en las alturas, viviremos en las pequeñas cuevas o colgados de cuerdas hechas de ilusiones. Seremos un hilillo de humo que recorre el universo entero, hasta la orilla del hoyo negro que nos consuma de una vez. No, serán como nosotros, dijo una muchacha. Vendrán con flores que les crecen de los brazos, les nacerán árboles en la espalda y se postrarán en el lodo para salvar al planeta. Serán Atlas, con el orbe a cuestas, que camina dando tumbos por un universo pleno de estrellas machacadas. Tendrán la forma de dos tortugas marinas; sus caparazones, como grandes oasis en el desierto, se extenderán en la noche del tiempo y viviremos en ellos todos los que creímos, los que tuvimos fe, los que dejamos limpia nuestra alma para recibir las buenas nuevas. Y viviremos al borde de nuestra propia melancolía, colmaremos la sed con la lluvia del


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espacio, con los pequeños brillos en la oscuridad, con las esquirlas de las explosiones eternas de viejas civilizaciones que no supieron creer. No, regresarán como nuestros seres queridos, dijo un muchacho. Ellos, los que se fueron con el fuego, consumidos en la tierra, en el fango, volverán. Traerán consigo tormentas en transparentes vasos de agua, huracanes atrapados en copas de vino tinto, bosques húmedos en servilletas dobladas una a una hasta la eternidad. Nos dirán qué hicimos mal, dónde nos equivocamos y cómo enderezar el rumbo. Traerán la guerra para hacer la paz. Pelearemos contra ellos, nuestros padres y hermanos; contra ellas, nuestras madres, nuestras hijas, nuestras viejas amistades y lejanos familiares de los que poco sabemos gracias al árbol genealógico. Será una guerra cruel, inevitable, que llenará de sangre los estanques y hará huir a los sapos, a los peces, a las golondrinas. Al final, todos estaremos muertos y nos daremos la mano. Dejaremos atrás lo que no supimos componer. El camino, lleno de adoquines amarillos, nos llevará hasta las faldas de las grandes montañas que flotan sobre el cielo. Desde ahí buscaremos la canción que nos vuelva eternos, sembraremos una semilla en alguna selva del planeta y veremos nacer a los nuevos pobladores del cosmos; ella y él, desnudos, enderezarán el camino y

sus dioses muertos rezarán por ellos desde un nuevo mundo. ¿Crees que vengan? Es lo que todos queremos. Lo que esperamos. Y vendrán como la noche, dijo un niño. Serán gatos gigantes, con los ojos brillantes, dispuestos a cazar. Tendremos que huir colgados de las alas de grandes cometas con forma de dragones. No lo lograremos todos, es triste. Pero saltaremos a la orilla del tiempo con ganas de empezar otra vez. Dejaremos atrás a los soldaditos de plástico, a los autos miniatura. Viajaremos en trenes de colores en vías hechas con nuestros sueños. Jugaremos a la pelota con la luna, con el sol. Los que lleguemos, entonces, conoceremos nuestra nueva casa. Sí, vendrán. Un señor y una señora descenderán de un coche color rojo. Dirán “hola”. Les diré “hola” sin abrir la boca, con la mirada. De mis ojos saldrá un par de lágrimas, y por ahí descenderán todos los barcos piratas que han peleado alguna vez en el mar. Alguien, papeles en mano, me dirá “adiós” y una nueva familia me llevará de la mano a la reluciente nave plateada. Una casa con un viejo letrero que dice “Orfanato” quedará atrás. Y yo me iré en el cohete. Seré humo, seré alguien que vuelve para quedarse, seré un niño con flores que le crecen de los brazos.

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El Fumigador ✑ Karla Gasca

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o soy honesto con las personas a las que les ofrezco mis servicios. Conozco mejor que nadie los beneficios de las blattarias, lepidópteros y otros insectos, es por eso que nunca los extermino. Desde hace años me consideran el mejor del mercado, y aunque soy celoso en revelar mis métodos, les contaré sobre mi trabajo con la única finalidad de que comprendan la complejidad del mismo y porque el mío es un caso de éxito sin precedentes. Cada vez que solicitan mi servicio les sugiero a las familias que vayan a tomar un helado o que disfruten de algún estreno en el cine mientras fumigo su hogar. Les digo que no Imaginación y crítica | Ritmo


es necesario sacar a las mascotas, ni guardar los alimentos de la alacena en recipientes o bolsas plásticas porque no hay toxicidad en mis productos. Les explico que el insecticida que utilizo no tiene efectos nocivos más que para los bichos en cuestión, pero la verdad es que no hay tales efectos porque la bomba está vacía. Lo único que utilizo para atrapar a los insectos es talento y mermelada de arándano. Después de untar jalea en trampas y colocarlas en lugares estratégicos, espero tranquilamente hasta que cada uno de los bichos se adhiere a la mermelada. Ninguno se resiste a la tentación del arándano. Los huevecillos también son parte de mi servicio y para ubicarlos utilizo mi intuición y ojo amaestrado. Me coloco una lupa para relojero, los tomo con suma delicadeza y los guardo en pequeños frascos de vidrio. El mío es un muy buen negocio, ¡uno excelente, en verdad!, pues cobro por deshacerme de sus insectos y también cuando los quieren recuperar. Por eso los guardo muy bien e intento que estén cómodos todo el tiempo. Incluso les ofrezco de mi refrigerio y les convido un poco de té cada tarde. ¿Cuánto será capaz de pagar para devolver la tranquilidad a su hogar? ¿Cuánto por el rescate de la palomilla que supervisa a sus invitados o de las termitas que custodian la estructura de su hogar? Todo comienza esa misma noche, cuando regresan a sus casas después Ritmo | Imaginación y crítica


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de un largo día y se dirigen cansados a la cama en donde un inquietante silencio los espera. Afuera se escucha el rechinar de las llantas de los autos sobre la acera y el ladrido del perro del vecino, pero adentro se hace un silencio alucinante, interrumpido únicamente por pensamientos, palabras entonadas por un eco inagotable que proviene de lo más profundo del inconsciente. Su cuerpo se retuerce sobre el colchón a causa de ese silencio que los sofoca y comienzan a transpirar sin parar, presas de un sentimiento insoportable. Es entonces cuando echan de menos al grillo que apacigua sus noches o a la cucaracha que los recibe con un par de silbidos apenas perceptibles. Esos ruidos extrañamente acogedores son reemplazados por un sonido que no proviene de las termitas, sino de las entrañas de su casa viva: gritos, arañazos, golpes y estampas inquietantes. Entonces recuerdan a las hormigas que desfilaban cada noche por las paredes para recoger sus pesadillas. Es en soledad cuando las personas más extrañan a sus bichos. Supongo

que el origen de esa añoranza proviene de los primeros años de vida, cuando nuestra madre nos arrullaba con su canto. Al terminar esos mimos encontramos en los insectos una melodía confortable. Aún recuerdo a aquel joven oficinista que vivía en un piso colmado de bichos. Me los llevé a todos y telefoneó casi de inmediato implorándolos de vuelta. Para su desgracia ofreció muy poco dinero y le tuve que colgar. Un par de días después leí en el periódico que se había quitado la vida y no tenía ni una chinche que lo velara. Hasta la fecha me pregunto si existen personas sensatas que entiendan lo indispensables que son los insectos para un buen matrimonio o una tediosa existencia aderezada con programas de televisión abierta y unas cuantas cervezas antes de dormir. De momento espero a que suene el teléfono recostado en un confortable sillón reclinable. Mientras eso sucede contemplo con orgullo mi sala, hermosamente decorada con miles de insectos palpitantes a la espera de regresar a su hogar.

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El último incidente ✑ Julián Mitre

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l primer bebé cayó un lunes sobre el parabrisas de un taxi. Era de mañana, muy temprano, a la hora en que todo mundo se dirige a sus escuelas o trabajos. Ambos carriles de la carretera se encontraban repletos. El pequeño cuerpo atravesó el cristal del auto y golpeó el rostro del conductor con tal fuerza que lo dejó inconsciente. El taxi viró sin control pegándole a la parte trasera de un Sedan en el carril contiguo antes de detenerse sobre el camellón. A causa del impacto, la conductora del Sedan también perdió el control y arroyó a un motociclista. La motocicleta derrapó varios metros, siendo golpeada junto con su dueño por tres automóviles y un camión de pasajeros cuyos neumáticos separaron las piernas del joven del resto de su cuerpo al pasar por encima de él. El chofer del camión frenó bruscamente, provocando una carambola que involucró a más de diez autos. Hubo una docena de heridos graves, varias personas más con heridas leves y junto a la muerte del bebé se contaban la del taxista, su

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pasajera y el chico de la moto. Para antes del mediodía las imágenes del accidente eran repetidas hasta el cansancio en todos los noticieros matutinos. Fue así como me enteré. Un reportero del canal 2 decía que probablemente el niño había sido arrojado contra el taxi desde un puente peatonal que se encontraba cerca. Pronto esa versión se manejó en el resto de los noticieros. Pero apenas tuve tiempo de sorprenderme. Por la tarde, durante un partido de futbol trasmitido en vivo por cadena nacional, otro recién nacido cayó del cielo sobre el balón, que había pateado el delantero estrella del equipo de casa hacia una descuidada portería rival, desviándolo y evitando el gol del empate. Para el miércoles, algunos medios ya empezaban a relacionar a los niños del puente y el estadio, con los reportes de seis bebés desaparecidos en diferentes puntos de la ciudad. Los pequeños aparecieron el jueves por la mañana, dos de ellos en la primaria donde yo había estudiado cuando era


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niña. Uno se estrelló en la azotea de la dirección, el otro sobre la cabeza de la alumna más sobresaliente de cuarto grado, mientras saltaba del número nueve al diez del bebeleche pintado en el centro del patio principal. Los otros cuatro cayeron por la noche. No recuerdo donde, sólo tengo presente al que se estrelló en el cofre de un auto estacionado frente a mi edificio y cuya alarma no dejó de sonar hasta el amanecer, manteniéndonos a mi nene y a mí en vela. Conforme pasaron los días, los niños que desaparecían como por arte de magia de sus casas y terminaban despanzurrados sobre el concreto, un auto o una persona, se contaban por decenas. La gente dejó de salir a la calle, ya fuera porque les daba miedo que un chamaco les aplastara el cráneo o para no quitarle la vista de encima a sus pequeños. Llegué a escuchar en la radio que cualquier precaución resultaba inútil, pues así los padres metieran a toda la familia en el cuarto del bebé y amarraran a éste a la cuna o no lo dejaran de sostener en sus brazos ni un momento, igual se esfumaba frente a sus ojos. Yo no cambié mi rutina. Dejaba al peque en su cuna y sólo lo cargaba cuando había que cambiarle el pañal, alimentarlo o si se ponía a llorar, justo como debía hacerlo si las desapariciones no se hubieran dado. El último de los “incidentes”, así decidió el gobierno referirse a los bebés que caían del cielo, sucedió

dos meses después de que comenzara todo. Fue entonces que el gobierno declaró que el problema ya había sido controlado. Pero eso en lugar de tranquilidad provocó indignación, pues muchos aseguraban que las caídas habían cesado porque no quedaba un solo bebé con vida en toda la ciudad. Me tomó algún tiempo darme cuenta. Fue hasta que leí un periódico y vi la larga lista de nombres de todos los nenes muertos, que comprendí que mi hijo era el único con vida. Corrí a su habitación y lo tomé entre mis brazos sin importarme que lo fuera a despertar. Lloró, como era de Imaginación y crítica | Ritmo


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esperarse, y mientras lo llenaba de besos y caricias, me pareció hermoso y lo amé. Lo amé como no lo había amado cuando estuvo en mi vientre y como tampoco lo hice desde que nació. Lo amé, de verdad lo amé y estuve a punto de darle gracias al Señor por haber mantenido a mi peque a salvo de aquella barbarie. Sí, estuve a punto de darle las gracias, pero recordé que me encontraba cansada de cambiarle los pañales y alimentar día y noche Ritmo | Imaginación y crítica

a ese mocoso que se encontraba a mi lado por culpa de un condón roto y una pastilla de emergencia que no tomé a tiempo, y que me arrebató no sólo mis horas de sueño, sino también mis planes de ser la mejor abogada de todo el país. Recordé también que su padre me abandonó apenas supo de su existencia y entonces, en lugar de darle las gracias a Dios, le menté la madre y me alisté para buscar el puente más alto de mi colonia.


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Anomalía ✑ Jimena Jurado

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ensemos en un mundo, en un mundo baldío.

Hay una cosmonauta que siembra su silencio entre los surcos,

se echa bajo la noche, se vuelve centinela y siente cómo crecen sus preguntas sobre la hierba que ha brotado de pronto. Pensemos otra vez en la astronauta. Algo relumbra y surge en la distancia, agigantado: una montaña sobre el iris. Ahora, hay una montaña por destino.

Entonces, se aproxima, se abre brecha. Atrás la hierba sube, todavía. Y entretanto, se abrevia la tierra prodigiosa. Imaginación y crítica | Ritmo


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• Ahí es donde se ciernen sus ojos boquiabiertos: apenas un raudal de arena, apenas nada. ¿Qué impreca detrás de la escafandra? ¿Qué enuncian sus labios maldicientes? A las faldas del monte, al temblor de sus pasos, la estructura se parte. Pensemos entonces en sonidos: el crujir de un terrón, un grito, un deslizarse entre submundos, la

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sus piernas se han hundido en tierras malvas (ese musgo que recubría la turgencia), como si la montaña antes montaña

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desdoblara su punta para tornarse caverna o súbito cimiento.

Pensemos: una montaña que es una cueva (¿qué es una montaña que es una cueva?).

Ahora, ella yace al fondo.

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Elementales ✑ Enrique Urbina

Se meten corriendo al jardín Y chocan con sus muros y se espinan Con las rosas y se pierden y se transforman Y juegan con los nuevos bichos que a golpes se [engendran y Se mezclan con ellos y se olvidan de su pasado y [construyen nuevos sueños Odian el laberinto y no saben cómo escapar Y olvidan sus nombres Y se pelean entre ellos y se destrozan y se comen y Se convierten en piedra en pasto y esperan A los siguientes danzantes

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Asiento individual ✑ Edna Montes

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bre los ojos de golpe, una queja escapa de su garganta mientras lucha por tomar aire. Tarda un poco en ubicarse, la carretera avanza tras la ventanilla. Las pequeñas luces de las poblaciones lejanas dejan una estela brillante al quedar atrás. El compañero de asiento ronca. Lo ve fijo un rato para estar segura de que duerme. Párpados cerrados. “Te imaginas cosas”, la impresión de que alguien la miraba con insistencia ha sido tan potente que logra sacarla de su habitual sueño pesado. Suspira. Odia dormir junto a desconocidos. Si no tuviera urgencia de viajar a la Ciudad de México jamás se habría resignado a pasar siete horas junto a un extraño. La lotería de los compañeros de asiento es una en la que se entra sabiéndose perdedor. Sus ojos recorren el vehículo. El reloj del camión marca la una de la mañana. Su cuerpo da la sensación de ser espagueti, no tiene fuerzas, su cerebro se niega a descansar. El reposabrazos no parece ser contención suficiente para la grasa del vecino,

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aquel cuerpo transgrede los límites sanos de convivencia como si tuviese vida propia. Cada lonja parece un tentáculo. Deduce que la malicia del hombre es voluntaria por la forma en la cual su brazo pasa la barrera establecida. Le da un codazo. Bastante tiene con que la obligue a replegarse en SU propio asiento. Él despierta de golpe. Ella gira la cabeza y finge que duerme. Está por conciliar el sueño de nuevo cuando su cuerpo se pone tenso, los párpados se le separan de golpe mientras logra enfocar la mirada. Descubre que la observo. En vez de globos oculares se trata de un hueco negro, cuencas sin relleno. Parpadea rápido hasta lograr una imagen más clara. Gotas de sudor danzan en su rostro, bajan en cámara lenta por su piel. Un cuadro mórbido desplegándose frente a ella. Él sonríe. Un tufo a grasa mezclada con algo podrido flota en el ambiente. Escucha la puerta del baño posterior al cerrar. “Genial”. El peor compañero de asiento del mundo y una fila tan cerca de los baños que no puede evitar olerlos. El tipo se acomoda invadiendo su espacio de nuevo, sin borrar esa mueca de felicidad boba de su cara. Aún con los párpados cerrados sigue sintiendo una mirada clavada en ella. Se yergue en el asiento oteando el resto del camión. Todo lleno. Ni una sola butaca libre a la cual cambiarse. Calcula. Al menos cinco horas más de camino. Derrotada, se

acomoda en el espacio no invadido, cierra los ojos, lucha por dormir. Su último pensamiento es sobre las jovencitas inocentes y desprotegidas en las películas de Taboada. Una casa heredada de la tía, un internado femenino o un camión en la autopista, todos lugares anodinos, seguros, hasta que… ojos abiertos. Humedad. El sudor se siente viscoso, denso. No es suyo. Percibe una gota aceitosa deslizándose por su brazo, ahoga un grito. La miro, a través de los párpados cerrados. “Cálmate, ridícula”. El sujeto se acomoda despacio emulando a un bebé regordete en la cuna. Saca un pañuelo y se limpia. Puede ver como un hilito de baba escapa de la boca del hombre. Luce verdoso, espeso. Sus tripas se ahorcan las unas a las otras. Desiste de ir al baño, en el mejor de los casos tendría que sacudirlo para que se levantara y la dejara pasar, en el peor, saltarlo. Se refugia en la mitad libre de asiento que todavía puede reclamar como suya. El agotamiento gana la partida. ¡TRAS! El impacto contra la ventanilla la devuelve a la conciencia. Se soba la frente. Mis ojos clavados en ella, sin disimulo alguno. —Si gustas puedes recargarte —él apunta con la mirada al reposabrazos, pero se palmea el hombro con la mano a modo de invitación. —¿Perdón? —Que si quieres, te recargues — repite levantando el hombro, la baba Imaginación y crítica | Ritmo


verdosa se columpia por la comisura de sus labios. —¿Sabes qué? Respeta tu espacio o… —lo hace sonar tan intimidante como la modorra se lo permite. —Órale pues, amiga, no te pongas loca. Revisa su bolsa. Echa en falta el spray pimienta. “¡Mensa!, no lo pude subir al camión”. Repasa opciones, son pocas. No quiere ser la histérica del cuento. Mira por la ventanilla y se identifica con la desolada autopista. La pantalla de su celular se ilumina: las tres de la mañana. No hay cobertura. Gritar. Gritar hasta que se quite y la deje levantarse para hablar con el chófer es la mejor estrategia si intenta algo de nuevo. Bosteza. Él duerme como si nada. “Maldito”. Párpados pesados. Negro. Las gotas se deslizan por su piel, pesadas, lentas, aceitosas. Se obliga a permanecer calmada. Temblando, Ritmo | Imaginación y crítica

abre un ojo. Nada. Él ha retrocedido y ahora sólo ocupa su espacio. Ella sigue pegada a la ventana. “La cabeza me está jugando malas pasadas”. Respira profundo, el olor a rancio y cebo le llena la nariz. Tose. Se sienta derecha, gira la vista. El baño está cerrado. El aroma aumenta. Siente la acidez de sus jugos gástricos subir por el esófago y bajar de golpe. Se pone la chamarra, a pesar de la calefacción siente frío. Piel de gallina. Su aliento forma una nubecilla al exhalar. Estira su mano para sacudir al vecino. NECESITA pararse, alejarse de él unos minutos. El pestilente sanitario pudiera ser ahora el lugar más seguro del mundo. Convulsiones. Él se sacude y retuerce como si en vez de carne tuviese gelatina. “Tengo que ayudarlo”. Trata de gritar, su garganta no emite sonido. Cierra los ojos, los abre de nuevo. “Es una pesadilla”. Se levanta, salta hacia el pasillo. Mira alrededor, todos


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duermen, ajenos a la realidad. Da un paso hacia el baño. Va por el segundo cuando enrosco uno de mis apéndices en su tobillo. CRACK. Termino de desgarrar la asquerosa carne humana que me contiene. “No puedes huir, también estoy en tu mente”. “¡NO! no es cierto”. La arrastro a su asiento. Sus uñas chocan contra el cristal mientras mis extremidades se cierran rodeándola, cegando las luces neón del pasillo. Empuja su mano entre mis tentáculos, saboreo su desesperación. Sus pulmones luchan por expandirse, el aire como lava. Su mano aferra la palanca de escape. El corazón late fuerte, esperanzado. Delicioso final. Ya necesitaba un nuevo cuerpo.

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Styx y Umene ✑ Iliana Vargas

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ecesitaba protegerse del frío que empezaba a hacerle perder consistencia en las alas. Estaba cerca de la Planicie Oceánida, donde debía reunirse con los nuevos miembros del Consejo para discutir la eficacia con que solía aplicar sus artes. Ante breves e intensos remolinos, Styx decidió esperar a que amainara la ventisca de aguanieve para que no se dañaran otras partes de su cuerpo. El impulso eólico la arrojó al patio de una casona en la que se percibía cierto movimiento de habitantes, pero que ofrecía múltiples resguardos. Antes de que algún humano notara su presencia, se dirigió al cuarto que parecía más oscuro y abandonado. Sabía que si la veían, la alteración sería inevitable: histéricas exclamaciones acompañarían desesperados golpeteos con cualquier cosa que se tuviera a la mano para aniquilarla o expulsarla de ahí. Esta vez, aunque iba preparada para hacer frente a la situación, no quería dar un espectáculo que aumentara el irreflexivo temor que su especie provocaba entre esa otra especie.


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* La tarde persistía en su frialdad, y Umene, la nueva archivista de Argumentos Espaciales, no lograba adaptarse al ambiente. Bebía tazas de té de ajenjo para calentarse y a los pocos minutos debía ir al baño para desechar lo bebido. En el trayecto, largo y enredoso, su cuerpo se enfriaba de nuevo. La única solución, pensaba mientras se apresuraba a llegar al oscuro y frío recinto por octava vez, será elaborar un memorándum solicitando la instalación de un calefactor eléctrico, aunque lograr que los compañeros lo firmen será complicado… Deberé pedir primero una audiencia con su representante técnico para preguntarle si la instalación del calefactor podría dañar en lo más mínimo el ánimo de los empleados para que continúen con el efectivo desempeño de sus labores… Sabemos lo terrible que sería provocar sentimientos encontrados que interrumpan la armonía de esta dependencia… Su soliloquio se detuvo cuando al entrar y encender la luz, una enorme polilla —seguramente sorprendida por la irrupción— se alebrestó en revoloteos, buscando, de un lado a otro del techo, la esquina más alejada y

oscura del baño. Al principio, Umene no le prestó la mínima atención, pues su urgencia por desaguar creció de golpe, a punto de volverse incontenible. Pero al salir del retrete, ya más tranquila y dispuesta a continuar con sus cavilaciones mientras se lavaba las manos, la presencia del extraño bicho le causó una enorme sorpresa que enseguida se convirtió en fascinación: era de tamaño considerable —casi o igual de grande que el foco—; sus alas, de un oscuro pardo con algunas motitas un poco más claras, contrastaban, severas, con la claridad de su tórax… Y además, ¡increíble!… ¡Sobre su tórax se dibujaba una calavera! Umene, dedicada de por vida al archivo de papeles en distintas oficinas, estaba habituada a polillas, tijerillas, cochinillas y cucarachas, pero nunca había visto algo así. Claro que tampoco se había esforzado mucho por documentarse sobre las variantes de lepidópteros que se alimentan no sólo del papel, sino de algunas otras cosas de relevancia para los humanos.

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* Y aunque no era el caso de Styx — cuyo trabajo nada tenía que ver con papeles ni situaciones mundanas—, algo en su organismo la hacía sentirse nerviosa por la forma en que esa joven la miraba. Por lo general, el temor a la destrucción de preciados documentos era el principal motivo por el que empezaba el alboroto en torno suyo, y en cuanto alguien se percataba de la hermosa insigniacalavera que había ganado con tanto esfuerzo y que portaba con dignidad, todo desembocaba en caos e histeria, aludiendo a maldiciones o nefastos designios. Pobres, si supieran que sólo estoy verificando el grado de descomposición en sus inmundas carnes para saber cuándo podré enviar al equipo pertinente que devorará sus restos, pensaba Styx siempre que esto sucedía, antes de escapar por cualquier resquicio hacia la noche. Sin embargo, el comportamiento del espécimen al que ahora se enfrentaba era distinto: esa humana no hacía nada de lo esperado: ni gritaba, ni aullaba, ni buscaba cualquier objeto volátil para hacerla desaparecer…

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* Umene solía quedarse mirando largo rato las cosas que la sorprendían, sea cual fuere su naturaleza. Su error, señalado varias veces por quienes acudían en su auxilio cuando aquello que miraba resultaba tóxico o peligroso, era que siempre quería tocar eso cuya extrañeza le resultaba tan atractiva. Y ésta no fue la excepción. ¿Qué puede hacerme una polilla? —se preguntó, como se preguntaba siempre sobre aquello que buscaba tener en la mano—, y sin pensar mucho en lo que le costaría si resbalaba, subió como pudo a la mampara que sostenía los lavabos. Ahí estaba, sólo tenía que acercarse un poco más y tomarla con delicadeza del tórax, para no lastimar sus alas…

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* Styx no comprendía la intención de la joven que había rebasado todo límite de convivencia entre las especies. ¿Y si su plan era tomarla y estrujarla hasta que no quedara ni el polvo de sus sedosas extremidades? ¡No, no permitiría que esta rara especie humana se acercara más! Umene, asegurándose de no caer antes de estirarse al máximo para alcanzarla, contuvo la respiración cuando se percató de que el tórax empezaba a inflarse dando a cada rasgo cadavérico cierta profundidad… y la boca… ¿Se está entreabriendo la boca de la calavera?… alcanzó a pensar. En vez de asustarse, bajar de ahí y salir deprisa, Umene abrió los ojos todavía más para no perderse ni un detalle de lo que no terminaría de atestiguar: Styx pensó por un breve instante en el castigo que le sería impuesto por el nuevo Consejo de la Planicie Oceánida, y sin darle mucha importancia, abrió las fauces de su insignia y dejó salir el polvo de nutrientes ácidos que aceleraría, en segundos, la putrefacción de ese organismo humano que, ajeno a toda ley comprensible, la acosaba con tan horrible insistencia.

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Red Ram Grin ✑ Gerardo Lima

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o encuentro el libro que necesito. Lo he buscado hasta en las librerías más pequeñas y ruinosas de la ciudad. Es un tomo maldito. Hablan de él en el aparato crítico de mis libros de referencia. No podría considerarme un verdadero experto en la materia si no leo, estudio y cito esta obra. Conozco las citaciones que tanto se han utilizado, una y otra vez, al igual que las paráfrasis más exquisitas y sesudas. Tampoco nadie ha querido prestármelo. No los culpo, saben que si lo tuviera en mis manos jamás lo devolvería. Soy doctor en historia del arte. Estudio la estética, los motivos, la filosofía de la literatura de terror. Estudio los personajes, los finales, las motivaciones, las tramas que subyacen en cada obra del género. ¿Por qué literatura de terror? Podría haber elegido cualquier cosa, cualquier otro tema. Tengo amigos que estudian el western, el diálogo interior en Joyce (sí, aún los hay) o la sci-fi feminista. Los temas son tan vastos que bien se puede hablar de la muerte en la literatura

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sin jamás tocar el género de terror. Pero, y al menos eso pienso, no es uno quien elige sus campos de batalla. Esto no es una guerra, ni tampoco somos generales que debemos golpear en los puntos medulares. Es el género el que nos toca, el que nos elige. Cuando era niño me asustaban las películas de terror. Era el más pequeño de tres hermanos y, como en toda relación familiar sana, yo era el conejillo de indias. Querían saber si era posible que alguien se desmayara viendo una película. Las odiaba, por supuesto. Sin embargo, el visionado de una tras otra, tras otra, tras otra, logró cierta inmunidad en mí. Y también algo que ni mis hermanos ni yo pudimos prever: el gusto por ellas. Claro que yo no quería admitirlo, hacerlo sería provocar a mis hermanos. Así que fingía. Fingía estar aterrorizado ante la presencia de Freddy Krueger, Jason, Leatherface, Pennywise o hasta los Gremlins, pero también sentía un efecto cálido y placentero que me inundaba cuando me sentaba en la oscuridad, acompañado por los


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monstruos… y mis hermanos. Hubo una excepción, una película tan brutal que me hizo perder el sentido al verla. No es un filme comercial. En realidad, pocos la conocen. Está basada en un libro, uno que fue retirado del mercado a las pocas semanas de haber sido publicado. Nadie sabe la identidad verdadera del autor. Su seudónimo, The King Ram, parecía una poco imaginativa forma de homenajear a Ramsey Campbell y a Stephen King. Pero la novela, según cuentan los pocos estudiosos que han conseguido una copia y que resguardan como el Santo Grial en sus casas, aseguran que la historia de ese libro, la única obra del tal “The King Ram”, tenía una trama con tintes muy cercanos a los de Clive Barker. Red Ram Grin es el título, y fue editado en ese entonces por Doubleday, aunque fue retirado casi de inmediato, gracias a los alegatos de grupos católicos y de otras índoles menos conservadoras. El libro no era sólo sangriento y satánico, también tenía un aura tan perversa y retorcida que parecía escrita por un engendro. En el libro de Grady Hendrix, How the Horror Explained the World in the Middle 80’s, se explica que tal vez los alegatos fueran exagerados, y que fue el miedo de quienes lo atacaron lo que realmente pudo sacarlo de circulación. ¿Miedo a qué? Tal vez al desconocimiento del verdadero autor, cosa que hasta el mismo Hendrix acepta como causa disparatada, pues

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es sabido que hasta Stephen King usaba el mote de Richard Bachman. Había, pues, otra cosa, y se debía a las insinuaciones que pululaban en el libro. Hendrix es uno de los mayores estudiosos de Red Ram Grin (también de su adaptación), y en How the Horror… hace una acotación que me parece más que adecuada: “la película, que se basó parcialmente (y luego fue censurada y recortada hasta la saciedad) en Red Ram Grin, no exhibe en su totalidad la perversidad del libro, pero sí basta para provocar alguno que otro desmayo”. La película se tituló simplemente Ram, Grin (en español la tradujeron como Carnero verde, tal vez jugando con el parecido sonoro entre “grin”, carcajada, y “green”, verde), y en ella se utilizaba, quizás en exceso, la figura del carnero junto Imaginación y crítica | Ritmo


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con escenarios cargados de tonos rojos y verdes. La ambientación no es tan buena, pero logra transmitir la esencia de lo errado, de lo perverso a niveles cósmicos, de lo profundamente inquietante. Como dije, logró que me desmayara la primera, la segunda y hasta la tercera vez que la vi con mis hermanos. No lo sabría hasta muchos años después, pero uno de ellos, el mayor, no pudo aguantarse y se orinó en los pantalones, cosa que disimuló derramándose un vaso grande de refresco. Durante un tiempo me olvidé de la película y, conforme fui creciendo, el terror se convirtió en un género disfrutable. No pasó mucho para que me hiciera con los libros de Stephen King, de Poe o Lovecraft, y poco a poco fui accediendo al terror de la era dorada de los ochenta. Mucho Ramsey Ritmo | Imaginación y crítica

Campbell, mucho Dean Koontz y bastante Richard Laymon, pero quizás el único que logró recordarme la naturaleza aberrante de Ram, Grin fue Clive Barker. Después de leer al autor de Los libros de sangre, volví a recordar el filme que había logrado hacerme perder el sentido. Según recordaba, se había basado en un libro. Y así empezó todo. No lo encontré, por supuesto, ni en su idioma original ni en cualquier posible traducción. Hasta donde se sabe, se tradujo al japonés, el alemán, el francés y al polaco, aunque todas estas versiones estaban censuradas de tal manera que casi podría hablarse de libros distintos. No me desanimé. Sabía que, en algún punto, encontraría esa obra. Y mientras tanto, seguí leyendo otros libros y otros autores, hasta que terminé la licenciatura en historia del arte y supe que tenía que seguir con el terror, en casi todas sus vertientes. Tardé bastante poco en alcanzar el grado de doctor. Hice una estancia en Japón, preparando un extenso estudio sobre el cine de horror japonés. Cuando regresé, ya sabía que tenía que escribir un libro sobre el género, un tratado que me consagrara como el más grande experto en terror en el mundo. La tarea, por supuesto, no era nada sencilla. ¿Cómo podía alcanzar un nivel tan alto? No lo sabía, pero si el mismo Grady Hendrix ya había estudiado, aunque someramente, el libro más extraño y


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difícil de encontrar de todos, el Santo Grial de los aficionados del género, yo no podía quedarme atrás. ¿Cómo conseguiría entonces superarlo? No he hallado el grimorio que me permita acceder a los escaños de los estudiosos infernales, pero he hallado una guía muy oscura, oculta en uno de los estantes de una universidad pequeña del bajío mexicano. Podría decirse que es una especie de guía espuria, de juego macabro. Pero no tengo opción. Existe la leyenda de que el libro de Red Ram Grin, supuestamente escrito por The King Ram, el Rey Carnero, no existe, y no es más que un juego literario entre los listillos que estudian (¿acaparan?) el género. De ser cierto,

la única forma de acceder a la lectura de esta obra maldita es… escribiéndola. Ya he empezado los preparativos. Y aquí consta mi declaración. ¿Qué es el Carnero Rojo, y por qué debería sonreír? He empezado ya, sin saber si haría un simple relato, una colección de cuentos o una novela. Después de cincuenta páginas, me he dado cuenta de que es una novela. ¿De qué va? De un estudioso del género de terror, quien busca un libro prohibido, demasiado sangriento, demasiado aberrante, llamado Red Ram Grin, y para hallarlo debe ensayar la más grande injuria cometida contra sí mismo: rendir su naturaleza humana y transformarla en la de un animal,

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un carnero para ser más específico, y una vez que logre la metamorfosis, el hombre, ya satisfecho, no hará otra cosa más que sonreír. Mi pluma avanza como el cuchillo de un carnicero. Hace tajos en la hoja y pronto termina una, dos libretas. Sigue con la tercera y la novela cobra forma. Escribo y recuerdo la película: el protagonista, iluminado por tonos rojos y verdes, se parecía mucho a alguien que conozco bastante bien. En la escena final, el protagonista se arranca las uñas, se quita la piel con una cuchilla barata y termina por abrirse el torso, arrancándose algunas costillas para construirse un par de cuernos improvisados. Pero lo que

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ocurre en los últimos segundos es tan perturbador, tan imposible, que yo… nunca he aguantado a ver lo que sucede. Me apena confesarlo: aún después de tantos años, en los últimos segundos de la película me desmayo. Ahora seré yo quien termine la historia, quien voltee la pluma hacia mi pecho y me abra en canal, quien me haga un par de cuernos con mis costillas para después quitarme la piel y exhibir mi naturaleza animal, negra y roja y verde. Sólo entonces podré conocer lo que pasa en los últimos segundos, pues yo seré el carnero rojo y será mi sonrisa la que difumine las sombras.


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Shelley ✑ Yesenia Cabrera

¡M

ary Wollstonecraft Shelley está curada!, anunció el doctor con su voz estentórea. La fanfarria, el circo de hospital, exhibió a la paciente. La paciente estaba aún atemorizada. No podía acceder a sus pertenecías todavía, iba vestida con la bata del hospital. Pronto podría ponerse su sombrero de enormes alas, como una mariposa posada en una violeta o una nomeolvides. Extrañaba ya sus zapatos, hechos por las manos de un hábil artesano. Suaves pero fuertes para caminar por la ciudad, coquetos pero útiles. Un equilibrio maravilloso entre un artefacto y una pieza de arte. Mary Wollstonecraft Shelley casi no podía creer la frase del doctor. ¿De verdad estaba curada? ¿Alguna vez había estado enferma? Mary creyó que nunca la dejarían salir. Eso sí, y tenía que decírselo a su amigo, Mary no podía acercarse a la literatura. No recomendaba, bajo ningún motivo, la lectura de un libro que no fuera la Biblia. Mucho menos podía dejar que Mary volviera a escribir.

Ya se había hecho suficiente daño a sí misma, y eso sin contar las mentes desbocadas que habían perdido toda razón al leer las obras de la pobre y maldita Mary Shelley. —Mi niña, alégrate, pronto llegarán tus cosas, podrás irte, ya está todo arreglado. Le he enviado una carta a tu esposo. Percy aún no me ha contestado, pero sé que, en cuanto lea la carta, estallará de felicidad y vendrá a recogerte tan rápido como una centella a lomos del Diablo. Oh, mi niña, ya estás curada —le dijo el Dr. Polidori a Mary mientras sostenía sus manos, acariciándolas tiernamente. En su rostro se percibía la esperanza en la resurrección, en la vida después de la locura. Mary Shelley estaba casi en trance. Sus párpados se abrían y cerraban intermitentemente. Aún no podía creer la noticia. Los recuerdos llegaban y se iban también. Recordaba haber estado postrada sobre una plancha de fría piedra, estaba el doctor con ella y sus ayudantes se movían inquietos. Conectaban aparatos, cables y tubos Imaginación y crítica | Ritmo


en su cuerpo. Ya no sentía dolor. La morfina hacía su efecto. Estaba tan concentrada que casi podía dejarse ir. Y lo hizo. Tan pronto sintió la descarga, tan pronto sus músculos se crisparon y temblaron enloquecidamente, lo vio, esas habitaciones de blancura y negrura intermitentes. Shelley vio los castillos y los palacios, y vio al Constructor Primigenio. Y él habló con ella. Le dio la bienvenida. La villa se alegró con la presencia de la bellísima esposa del poeta. Después de aquel tenebrista “año del no verano” la villa volvía a recibirla. Las salas se llenaron del jolgorio de la juventud. Las velas anunciaban la llegada de veladas e historias, de cuentos relatados con los estertores de una voz macabra, con la fina declamación de una voz bien afinada. Ritmo | Imaginación y crítica

Llegaría la música y la letra y la poesía… pero no, la servidumbre debió calmar sus ímpetus. Nada de poesía, nada de historias al anochecer, nada de cuentos de espantos ni monstruos ni fantasmas ni licántropos acechando a pobres corderitas de pechos turgentes asomándose por el corpiño. Nada de eso. La señorita venía a descansar, nada más. Las órdenes del Lord, quien había puesto a disposición de los esposos la villa, había sido tajante: nada de literatura para Mary, pues se halla en un estado frágil y cualquier emoción fuerte podría turbar su salud. ¡Al menos habría música!, y el premio de consolación brotó de los labios de los sirvientes, al menos habrá música, al menos la escucharemos tocar el piano, cantar sencillas coplas, al menos tendremos eso. Y así fue,


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porque Mary, al verse obligada a abandonar las letras, la lectura y cualquier composición del lenguaje, por más sutil que ésta fuera, se acercó a la música con vehemencia. Aporreó el piano, cantó hasta desgañitarse y hasta desbarató un sinfín de instrumentos. Pero pronto pasó el maremágnum. La ex poetisa entornó los dedos frente al piano y tocó delicadas serenatas, arreglos suaves y bellos. La pasión, el ruido y la furia se apaciguaron en lo profundo de su alma nocturna. No quedaba otra cosa más que acercarse a la música y a su marido. Shelley, además, ofreció un trato carnal para ella: podía ser tomada por sus amigos. Por Byron, si quería, por el mismísimo Dr. Polidori… ¡Pero la mención del doctor convirtió el semblante relajado, aunque dolido, de Mary en una turba de explosiones volcánicas, su temperamento explosivo derrumbó su apacibilidad, la ligereza con la que recibió las noticias! —¡No, a ese maldito doctor no me entregarás! ¡No, jamás! Sobrevinieron los gritos y después la morfina, los sedantes, la visita de Polidori, sí, y un tratamiento calmante para ella. Mary no estaba loca, no se sentía así, su mente no estaba desatada. La tormenta, fuera, parecía presagiar lo peor. Ella, sin embargo, desde la cama, observó los nubarrones grises que se agitaban y desfilaban por la

ventana. Una súbita corriente abrió los postigos y dejó que el frío penetrara en los huesos de Mary, quien, acostada, sintió un enorme placer al saberse una con los elementos. Entonces llegaron los truenos. Y Mary los observó. “Aléjate de los libros, Mary, no te hacen nada bien”. Y recordó con la caída de uno los dibujos de su padre, William, cuando preparaba el manuscrito de su novela Caleb Williams. Después llegaron los rugidos de los truenos y también las voces de su madre, hablando furiosa ante una congregación de estúpidos hombres sobre la naturaleza del derecho y las necesidades de la mujer. Mary vio las letras, las vio caer como veía la lluvia descender desde los cielos hasta empapar la tierra. Los aromas, el de la tierra húmeda y el de la tinta secándose, llegaron hasta ella. Con un trueno, gritó y anunció y volvió a gritar a la tormenta: “¡Si yo no puedo crear más, si no puedo leer ni escribir ni garabatear una frase siquiera, entonces seré lo que ya he creado, seré un monstruo, una de mis criaturas!”. El cielo rugió una vez más y desde las nubes un relámpago zigzagueó por el éter hasta golpear a la escritora. Del humo y del fuego brotó, en un hálito, un gruñido terrible. La poeta levantó los brazos y, furiosa, emergió de su habitación como una tromba de muerte y llanto, de poesía y sangre.

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Microhistorias ✑ Aura García-Junco

Problemas domésticos —¡Ya se acabó el gas! —No puede ser, lo llenaron esta semana. Saltando escalones de dos en dos, llegó a la azotea. Desplegó habilidades de plomera amateur detecta fugas: el tanque, el regulador, los tubos, todo parecía normal. Ningún olor a gas. Cuando bajaba rascándose la cabeza, lo vio. Medía apenas 20 centímetros: un hombrecillo panzón, con una pierna más corta que otra. Tirado en la escalera, eructaba fuego.

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Espacio personal

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e volví a ver después de dos años. Un mensaje opaco —¿vamos por café?— fue la invitación al evento. Iba esperando recibir de nuevo los puñetazos verbales con los que cada vez me habías reprochado mis errores. Antes de salir de casa, mi hermano me advirtió entre risas: cuidado, que en una de ésas te mata, ¿ya llevas antídoto contra el toloache? Quedamos en un parque en la Condesa. La primera parada para lo que debía ser una tarde como todas las anteriores: la plática, después los regaños, después la cama, después el silencio, luego los años. Cada vez hasta ese día. Cuando te vi parada ahí, vestida como una especie de adolescente nerviosa, con los flequillos arriba de los ojos, trenzas y trenzas en el cabello, con una sonrisa de alegría contenida, fue claro para mí que debajo de los remolinos de tela escondías algún secreto. Y luego, dos horas de evitar el contacto. Tres horas sin apenas tocarnos, hablando con dos metros reglamentarios de distancia entre las bocas. De repente el aire se siente: la distancia hace el vínculo vibrar y vibran también los cuerpos. Una separación paralela al tiempo transcurrido desde la última vez que nos vimos. Los lazos tensos que unen dos cuerpos que intentan ignorarlos, que se aferran a creer que los ignoran. Compartimos una banca en el parque, en medio de perros felices y de la vaporosa espera de motivo. Dilo ya, ¿qué hacemos aquí? Porque algo debemos de estar haciendo. No podemos estar en esta banca tan sólo navegando en la banalidad del tiempo que se escurre; que se escurrió ya por dos años. Imaginación y crítica | Ritmo


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Sin nada en el rostro dices al final las palabras que ahora lamento: me enamoré de ti, me enamoré durísimo, tanto que no supe qué hacer. Tanto como para olvidar la cordura y el decoro. Tanto como para desgarrarme el cuerpo como tela. Más aún: tanto como para volatilizar tu imagen en humores inaprensibles. Te convoco ahora para hacerte tangible de nuevo y revivir la forma del recuerdo que no he dejado de soñar. Algo denso en el aire me hizo notar mi corporalidad: primero en los ojos, luego en los labios. Luego en el latido que atraviesa el cuerpo y se detiene entre las piernas. Vi tu rostro cada vez más cerca, a un metro, a medio, a diez centímetros. La violencia del calor ajeno me inundó por un momento. Pusiste tus labios sobre los míos, y en unos segundos noté que ya no los sentía. Antes tibios, mis labios estaban duros e inmóviles. El cuerpo completo se notaba pesado. Un rigor me confirmó lo que intuía: mis miembros paralizados; mis ojos, para siempre abiertos; mi boca, de piedra. Era sólo una estatua en la banca de un parque lleno de perros y parejas que se reencuentran.

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Alado Piensas que puedes abrir las alas y volar al mundo. Piensas que puedes huir, huir lejos. Piensas, también, que el mundo es tuyo porque eres sabio, que eres un rebelde, un forajido. Al diablo, partamos. Te decides a emprender el camino difícil. Al salir, todo te parece posible; es más, parece que la libertad es aquello para lo que naciste. Te llenas los pulmones de aire de un respiro y ríes. Te hiperventilas de tanto espacio y luz. Y entonces, caes, de golpe, al suelo. O mejor, al mar.

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Interludio ✑ Aniela Rodríguez

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alita no conoce las ojeras, y lo peor del asunto es que ya nadie está cansado. Así lo aprendimos: a golpes, tras dos años de matrimonio. Ella dice que las pesadillas no son cosa de juego; Dalita, mujer obstinada, joven y caprichosa es ese montón de huesos que mis dedos escogieron de entre todas las desabridas muchachas de este pueblo que apenas nos cubre las cabezas. Hemos aprendido, con el tiempo, a vivir a expensas de un horario resquebrajado y poco constante: que, si Dalita despierta con ganas de tomarse un té en mitad de la madrugada, la mujer imagina que uno va a estar ahí para llenarle la tetera una vez y las que vengan; que si mañana descubre un coágulo resplandecerle en el pie izquierdo, uno va a tomar la carretera y a llevarla al sanatorio. Lo difícil del asunto, por supuesto, es que ya nadie está cansado. Dalita y sus obsesivas manos han aprendido a romper el tiempo para no demorar al mundo. Duerme poco tras las noches de juerga y habla mucho cuando no

hay nada qué decir: hay días en que ya no la soporto y quisiera aventarla a un pozo lejano a ver qué hará cuando esté así del precipicio. Eso es, Dalita: aventarte a un risco de matorrales con espinas y cortarte los pies para toda la vida, ahogarte en un río donde las


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palabras se te vuelvan peces y los peces renacuajos. Entonces, mi mente se vuelve un tornado cuando escucho tu voz desde el jardín, Dalita. A veces intentas cocinar, pero los recuerdos terminan traicionándote siempre. Siempre la misma olla, siempre ragú para la cena. Siempre el mismo sabor agridulce del teflón quemado. Y entonces te miro, Dalita, sonriéndome con ese desengaño, como si por dentro supieras bien cuántas veces he rezado y he pedido y me he arrodillado porque un día desaparezcas, pero siempre vuelves, tú y tu pasito sordo haciendo clic clac por toda la casa y no me quedan más ganas que de

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cortar de tajo toda esta broma. Pero claro, señores: Dalita insiste en llamarla ‘mi Dalita’ desde el momento en que llené sus inexpertas manos con las mías. Entonces éramos jóvenes, aunque sabíamos que estábamos cometiendo el error más grande de nuestras vidas. Pobre mujer: tener que anticiparle dos letras a su nombre para saberse querida y única y viva… qué asco sentirte desdichado, Dalita. Mi Dalita sube a los autobuses sólo para encontrarse con las mismas caras de siempre (cansadas, Dalita: el mundo siempre está cansado): el mismo conductor de la mirada perdida en el parabús, los paraguas


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abiertos, los pedazos de periódico desperdigados debajo de un puñado de vagabundos que dan tumbos por las banquetas, embravecidos por la tristeza y el alcohol, perdidos, insomnes. Pero tú no entiendes, Dalita: tú no conoces el miedo, la calentura, las ojeras. La necesidad de quitarte de encima el recuerdo de estar mutilado. Caminas, Dalita, las rutinas se te van desdoblando por debajo del vestido escocés y en la calle, lo de siempre: atraviesas el semáforo, caminas por Reforma. Todo en el mismo sitio. Ni una ventana rota. Allá en la esquina, encuentras un parque dónde sentarte. Te detienes, por un momento, al borde de una fuente (qué manía la tuya por ese atajo de cursilerías), y dejas que el viento haga lo suyo con los tablones de tu vestido. Notas de repente que un cucú baña sus alas alegremente a un lado tuyo, hasta que el agua se convierte en una suerte de espuma que tiembla y vuelve a quebrarse. Tú lo miras, y ésa será la primera vez, pero en el fondo crees que ya lo has visto antes en un boceto a mitad de un libro usado, en tal azucarera de tu abuela o pescado por el cuello en una película a la medianoche. Pareciera una broma, Dalita. Y sin embargo, para ti es suficiente creer que ese cínico pájaro es el mismo de aquellos otros días. Repites entre dientes esas dos palabras: “otros días” … ¿sabe tan bien decirlo así? Te acercas con timidez a observarlo, con la intuición de que otros días te ha Ritmo | Imaginación y crítica

mordido un dedo. La herida está ahí, aunque no la veas. Pero el cucú, que por momentos había estado inmóvil, lanza el picotazo hacia ti, y cierras los ojos lo más fuerte que puedes, pero sabes que ya ha sido lo mismo tantas otras veces: sientes en la barriga cómo la bilis se te va arremolinando y vuelve aquella punzada en el dedo. El mismo dolor sordo, seco, que has sentido hace tiempo atrás. La misma mordida voraz, como si hubiera sido dibujada con una segueta. ¿Qué otros días, Dalita? El pájaro no deja de mirarte y tú, crédula, empiezas a sentir por primera vez el miedo. No lo dudas, Dalita, y echas a correr, como en las películas, como quizás en alguno de tantos otros momentos y miras las baldosas asimétricas del suelo que probablemente hoy serán triangulares y no de cinco aristas, como los otros días, y te das cuenta de que no hay más vagabundos durmiendo sobre retazos inmundos de periódico ni hay más paraguas abiertos y tu vestido ya no baila a merced de los ventarrones. Y ya sólo queda mirarte la mano, Dalita, ésa que el ave pincha siempre que lo miras —sí: como los otros días—, y el miedo comienza a paralizarte por dentro y sientes que las piernas se te vuelven dos pedazos de trapo inservibles. Con los ojos hechos una sopa te buscas los pies, a sabiendas que esos sí seguirán en el mismo sitio aunque hayan dejado de funcionar, recuerdas, como ya lo habías vivido


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alguna vez. Recuérdalo, Dalita: es siempre la mano, siempre ese nudillo descarnado en el pico del ave. Te miras las manos, como todos los días a la misma hora, entregada a la esperanza de que esta vez el cielo se te venga a pedacitos y te salve de la mirada de aquel demonio. Suspiras, Dalita. Finalmente, hoy no es ayer ni la semana pasada, y esta vez quizás no habrá ragú para la cena. Esta vez no tomarás el autobús, y esta vez dejarás de ser mía y serás un poco más de aquellos otros días. Mirarás tus manos y desearás que no haya mordida ni pájaro que agite las alas en el agua sucia de la fuente ni días pasados en la revoltura de tu memoria. En cambio, mirarás tus manos, Dalita, y habrá mordida, y habrá cucú, y hoy será ayer y también la semana pasada. Pero de este lado del mundo, Dalita, una moneda de cinco pesos se estrella en la loseta de nuestra recámara: habrá quien entienda, igual que tú, que todos los días siempre serán los otros. Abrirás los ojos de golpe, con la pesadez de las cobijas todavía encima, pero sabes que son más pesadas las ojeras que conoces a fuerza de correr entre sueños. Querrás levantarte cuanto antes, buscando olvidar el rechinar de un sueño que no para de repetirse; a final de cuentas, el mundo no se ha apagado allá afuera, y seguramente volverás a encender la estufa y a preparar el café como todas las mañanas; a calentar la olla del ragú y a triturar las hierbas de Imaginación y crítica | Ritmo


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siempre. Tirarás de la sábana en un solo movimiento, como todas las mañanas del mundo. Pero sabrás, entonces, que algo ha cambiado de una vez y para siempre, porque la sábana no se moverá un centímetro. Empecinada en salir de la cama, jalarás con mucho más cuidado que la primera vez, sólo para darte cuenta de que no hay forma humana que pueda ayudarte a mover la sábana. Apenas el aire que se cuela entre la ventana levantará uno de los bordes de la franela. El frío comenzará a incomodarte, Dalita. Te culparás haber dormido sobre tu brazo: no sientes, siquiera, aquella terrible sensación del cosquilleo que llega con los miembros adormilados. Olvidarás el ritual de la sábana y te levantarás, sin más, de la cama. Sólo entonces, Dalita, sabrás lo que es tener el corazón en el suelo, como si recordaras que uno necesita sentirse a veces lastimado para recordar que sigue vivo. Mirarás tus manos, Dalita, pero, ¿cuáles manos? Horrorizada, buscarás acomodar el broche de metal de la ventana con esos dos trozos de miembros ausentes. Pensarás que esto es un sueño dentro de otro, una ilusión óptica, una broma Ritmo | Imaginación y crítica

que se ha salido de control. Con un esfuerzo sobrehumano mirarás la higuera apostada en el jardín. Tratarás entonces de imaginar la textura de los frutos entre tus dedos, que ya no sabes si siguen ahí como los otros días. Del otro lado del vidrio, Dalita, distinguirás una silueta que ya creías haber visto antes. Un pájaro blande con desesperación sus alas azules, como si estuviera marcando una cuenta regresiva. Tú mirarás tus manos: dos montículos de carne que ya no están en su sitio, dos clavículas de sangre y coágulos, y un dedo ausente que aún brama el dolor de haber sido arrancado. Con la poca fuerza que aún te queda, miras bien hacia la cornisa. El demonio te clavará sus ojos, como si fuera aquel de tantas otras noches arrebatadas a las ojeras y a las mordidas. En el pico, notarás, le escurre un diminuto hilo de sangre todavía fresca. Y atinarás, finalmente, a descubrir en su cara una especie de sonrisa pacífica, que recordarás con la misma insistencia de todos los otros días.


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El Árbol ✑ Miranda Guerrero

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ecir que era un árbol habría sido grosero, pero decir que estaba casada hubiera sido peor. —Tendré nietos, tendrás hijos, ¿a qué más puedes aspirar? —dijo Soledad, mientras estaba tejiendo bajo la luz de primavera. La noticia golpeó su pecho y Dafne quiso esconderse entre las ramas del árbol que vivía frente a su casa, volverse una entre sus luminiscencias, pero no podía. Ya tenía quince años y, en palabras de Soledad, había llegado el momento de “echar raíces”. Y aunque Dafne no encontraba otro objetivo en la vida más que ése; ella y su madre habrían discrepado si hubieran estado decididas a hablar francamente de aquel dicho. La boda habría sido en invierno y, cuando menos se lo esperaron, la primavera ya había recogido sus luces y el verano ya estaba frente a su ventana, junto al árbol que la había observado desde pequeña y no parecía juzgarla. Sólo un susurro provenía de aquel coloso, un canto que sólo los insectos comprendían y tal vez una que otra Imaginación y crítica | Ritmo


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estrella, pero Dafne era sorda y al no poder entender el susurro del árbol, decidía arrullarse con las palabras que escribía cada noche. “Árbol de quinientas palmas / el invierno se acerca / y te destrozará la piel”. Detrás de la ventana, el verano persistía. Los niños salían a jugar, a columpiarse entre las ramas del árbol, a renunciar al mundo cuando decidían esconderse tras su tronco. Entonces Dafne abandonaba sus poemas, los intentos de escapar entre sus palabras, y veía a través de la ventana a los niños que acompañaban al árbol. Había los que se acostaban bajo su sombra y fingían indiferencia para poder descansar; otros observaban su corteza y realizaban una conversación en silencio, deseando saber cuántos años tenía; aunque, en ese momento, lo que más le llamó la atención fue una niña que estaba desafiando al árbol y se trepaba en sus hombros, con la esperanza de llegar a su cima. Las hojas eran un abanico de sensaciones en su rostro, una corona que sus cabellos alzaban sin el peso de los broches o Ritmo | Imaginación y crítica


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coletas que luego las madres obligan a usar. Nunca se había sentido más liviana y refulgente en la vida. El sol penetraba cada uno de sus poros, como si se tratase de cada una de las hojas del árbol, y sus pies, tan gruesos e inamovibles, bien los podrían haber confundido con alguna raíz. No podía haber otro lugar, aquel era su destino, estar sobre todas las cosas, mirar desde arriba lo que una vez fue muy grande para darse cuenta de que sólo era algo pequeño. —¡Niña estúpida, bájate de ese árbol! —gritó Soledad. Y Dafne cayó sobre un diván, con las manos cruzadas sobre su pecho, observando ahora cómo su madre continuaba tejiendo mamelucos y frazadas para sus hijos. —Tendrá nietos, tendré hijos, ¿a qué más puedo aspirar? —dijo Dafne para sí, mientras trataba de convertirse en una mujer de ramas endebles y vista baja. Pero era imposible, por más que le hubiesen torcido los brazos o las piernas, su forma no habría cambiado. Sus raíces ya se estaban plantando en la tierra y su mirada cada vez iba más allá de las nubes. En cualquier momento ya no estaría ahí, lo estaba sintiendo, lo escuchaba del árbol que perdía el follaje para volverse un sol en su jardín. No faltaron palabras para expresar Imaginación y crítica | Ritmo


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su fuerza y antes de que Soledad tuviese la oportunidad, las manos de Dafne le arrebataron los mamelucos y las frazadas y los tiró al piso. Los pies de Dafne se plantaron sobre las prendas y los tejidos de su madre se hicieron garabatos. Soledad golpeó la cara de Dafne y una de las mejillas de la joven se había vuelto tan roja que era imposible negar que el otoño había llegado. “Árbol con las llamas blancas / llévame a tus memorias / a tu cima colosal”. Y si antes los poemas de Dafne eran un escape, ahora eran un laberinto que trepaba las paredes de su cuarto, entre constelaciones de sombras y la luz dorada que atravesaba su ventana. Ya no hay salida, decía para sí Dafne, mientras observaba cómo el follaje del árbol se iba empequeñeciendo, sustituido por un aura anaranjada que crecía a las faldas del coloso. Era cuestión de días para que la última hoja cayera y el invierno la desposara. Sólo el árbol junto a su ventana parecía tenerle solidaridad y, cuando menos se lo esperaba, logró escucharlo. Había sido tan obvio, sólo tenía que abrir la ventana y mecer su cuerpo en el aire. Antes de que Soledad se diera cuenta, el cuerpo de Dafne ya era una estrella roja sobre el césped, una semilla que se convertiría en árbol.

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Sed de negro ✑ Alfonso Franco Toda obra de arte es la realización de una profecía. Oscar Wilde. De profundis

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hí estaba, mirándolo con los ojos abiertos desde la orilla del escritorio, con las pupilas secas, sin parpadeos y la boca cerrada, con los labios pintados de negro. Uno de los seminaristas lo había traído desde el norte de China y se lo regaló el día anterior, con un único fin ornamental. Esa noche, Joaquín permaneció despierto hasta que un grito en la calle anunció las cuatro de la mañana. Comprender, tratar de abrir un surco en la mente divina y dormir con la certeza de haber comprendido las meditaciones del Creador. La vela se apagó con el aliento del monje, la figurita peluda que descansaba sobre la mesa comenzó a moverse y el sueño de Joaquín se unía al compás del sonido de la tinta pasando por la garganta del homínido. Esa noche, Joaquín soñó con Dios. En la mañana, el sol parecía entrar más brillante por la ventana de la celda en la que el religioso abrió los ojos, o por lo menos eso parecía. Joaquín se levantó, con las

únicas ropas que poseía arrugadas por la intranquila inconsciencia de las visiones oníricas. El hombre se acercó al escritorio, temeroso de que las revelaciones donadas por la Providencia se diluyeran en los bostezos de la mañana. Todo parecía estar en orden, de no ser por las gotitas de tinta que formaban un camino de puntos negros, desde el tintero vacío hasta donde reposaba la figura del changuito felpudo sumido en un sueño de catatonia expectante. Joaquín se extrañó, pero la emoción que sentía después de una noche llena de sueños reveladores hizo que no le importara nada más que salir en busca de una nueva carga de color. Para el atardecer, el nuevo parque de tinta negra había descargado su batería sobre un buen campo de papel blanco, en forma de letras y sublimación de imágenes, de palabras divinas. Un único testimonio se presentaba como un pedacito de eternidad revelada: ciudades divinas, ir y venir de ángeles cargados de pesadillas y una Imaginación y crítica | Ritmo


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estrella que tiritaba ante la mirada atónita del huésped del cielo, como si Joaquín fuera un nuevo Dante, una nueva santa Teresa mirando las Moradas sublimes. —Todo está consumado —las palabras surgieron en los labios de Joaquín marcando el punto final de la filosofía humana, como el precipicio que marca el término de una carrera trascendental. Un clímax de conciencia. El monje se tiró en la cama y se quedó dormido. Los papeles del nuevo evangelio se quedaron bajo la custodia de la vela encendida junto al tintero vacío de tanto bombardear. La respiración tranquila del pecho de Joaquín despertó al changuito. Era

la campanada susurrante que llamaba a la cena. Las gotas sobrantes del tintero no saciaron la avidez del mico, que comenzó a desesperar en silencio, con la angustia de un náufrago en medio de un maná salado puesto ahí sólo para tentar y hacer mofa. Sed de negro y sólo un montón de papeles estriados de tinta para calmarla.En la mañana, el sueño había lavado los recuerdos visionarios de la memoria de Joaquín: en la vida, sólo hay una oportunidad de tocar el cielo. El monje fue hasta el escritorio y halló un camino de trocitos de papel, desde el tintero vacío, hasta el cuerpo sin vida y regordete del changuito.

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Siete ✑ Édgar Lacolz

CUENTO CANTADO (¿PELÍCULA FRUSTRADA?) O CORRIDO TECLEADO #3

É

stos eran tres hermanos, que vivían por Wapimí. Ash, el Word, que no sabe nada afuera de lo que la Real Academia Española le dice, no entiende que sí, escribí Wapimí y no está mal. Pero ése no es el punto. El punto es que estos hermanos eran tiatres. Ay, otra vez. Dice Word que si no quise decir teatros. Y no, es tiatres. Ya saben, como los gemelos, pero en vez de dos, son tres. Pinche Word. Pero, retomemos: estos hermanos se llamaban Guirindán, Estopiñán y Gramoñof. Les cuento que cuando los conocí me pareció muy curioso porque ninguno de los tres sabía hablar. Bueno, sí. Pero sólo hablaban con una sola palabra: la de sus nombres. Como si fueran pokemones. ¿Han escuchado la canción de “Tangananica” que sale en el programa 31 Minutos? Pienso que a lo mejor, en un futuro, estos tiatres pudieran ser protagonistas de una canción como ésa. Pero mientras tanto, no. Por ahora sólo son unos tristes y pobres tiatres en este párrafo que están leyendo. Que ni a cuento llega. ¿Vale esto como un microrrelato? Bueno, les decía que iba llegando a Wapimí y vi a un niño más o menos fornido decir: Guirindán, guirindán guirindán. Le hablaba a otro niño, con ojos rasgados, que de inmediato le respondió: Estopiñán estopiñán, estopiñán. Y cuando iba a continuar con su parloteo, ajá, el tercero, uno regordete,

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lo interrumpió: ¿Gramoñof?, gramoñof. Sin acercarme a ellos, continué escuchando. Me parecieron encantadores. De inmediato los imaginé como protagonistas de alguna serie infantil tipo Plaza Sésamo, con peluches antropomorfizados que nos enseñaran a contar números en estopiñán y distancias en gramoñof y colores en guirindán. Pero no. Sólo eran tres niños de un pueblo norteño y alejado de la mano de Google y Facebook y Word. Ay, si tan sólo tuviera yo algo de imaginación, ¡palabra que les haría un cuento fregón! Cómo no nací siendo Gianni Rodari o Cri-cri o Roald Dahl. Ni a pinche Barney llego. ¿Ubican esa cosa llamada “Canción basura” del grupo Yucatán A Go-Go? Así me pasa con este párrafo. Con esta idea. Es que estas líneas no llegan a nada. No dicen nada. Ni siquiera saben a guion de algo. Pobres tiatres. Si hubieran sido vistos por un Karel Capek, una Nellie Campobello, un Hayao Miyazaki o un Luis Pescetti: otro destino tendrían. Pero no, me tocó verlos a mí. Para el Tripitas de Oro, alias Joshua Ramírez

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¿CON MELÓN O CON SANDÍA?

oy, mientras esperaba el camión, se acercó un tipo con una bata en la cabeza. Yo hacía como que no lo miraba, pero sí lo miraba. Por lo general, el camión pasa al quince para las ocho. Faltan cinco. ¿Cinco para las ocho o cinco para las quince para las ocho?, le pregunto al tipo con la bala en la cabeza. Disculpe, ¿faltan cinco para qué? El tipo con la vara en la cabeza me mira como si le hablara en otra lengua. Me pregunto si habla español y se lo pregunto. Responde que sí, que obvio, que naturalmente habla español. Le pregunto si sabe cuánto falta para las ocho. ¿De la mañana o de la noche? De la mañana. El tipo con la bolsa en la cabeza mira alrededor nuestro y luego se encoge de hombros. ¿No sabe o no me quiere decir? De vuelta los hombros arriba y abajo seguidos de su indiferencia. Pienso en que el típico: “Con quién te vas, ¿con melón o con sandía?” bien podría ser la versión mexicana del clásico: “To be or not to be, that’s the question”. Veo que, dos calles más allá, da vuelta el camión. Faltaban cinco para las quince para las ocho, pienso en voz alta. Confirmo viendo mi reloj. Qué torpe, le digo al hombre con la balsa en la cabeza, como disculpándome por las molestias. Y levanto mi mano derecha y le muestro mi muñeca presa del tiempo. Loco, me dice el hombre con la bandera en la cabeza y da uno, dos, tres pasitos hacia atrás. ¿Se aleja de mí?, le pregunto mientras el camión está por llegar a nosotros. No, no, claro que no, me dice el hombre con la banda en la cabeza mientras da otro y otro paso para atrás. Y al mismo tiempo que frena el camión frente a nosotros,


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y abre las puertas, el tipo con la venda en la cabeza se echa a correr en medio de la calle. De un salto, subo al camión. Si esto no es un ejemplo de locura, le digo al chofer que tiene un ábaco en la cabeza, entonces los ejemplos de locura no existen. Y me siento, con un verso en la cabeza, junto a una chica con acentuadas ojeras, uñas descuidadas y con un beso en la cabeza.

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LOW BATT odo el 2010 le insistieron: “Ponte las pilas, Eberardo.” Todos los días, todas las semanas, cada mes lo mismo: “Anda, ponte las pilas, Eberardo.” Todos sus conocidos, sus amigos, sus familiares le repetían lo mismo: “Ya va siendo hora de que te pongas las pilas, Eberardo.” Por las mañanas: “Ponte las pilas, Eberardo.” Por las tardes: “¿Y por qué no te pones las pilas, Eberardo?” Por las noches: “Si tan sólo te pusieras las pilas, Eberardo.” Era imposible soñar y que un árbol o una lechuza o una voz sin origen reconocible no le dijera: “Ponte las pilas, Eberardo.” Tanto lo escuchó que el primero de enero del 2011 decidió ponerse las pilas. Al menos todas las que estuvieran a su alcance. Al día siguiente despertó muerto. Bueno, más bien ni siquiera despertó. Se había puesto tantas pilas que sus restos además de comenzar a descomponerse al instante, resultaron tóxicos. Lo tuvieron que enterrar en un depósito especial, en uno de esos que se encuentran en los supermercados. Obvio, hubo mucho café y muchas galletas. Toda la semana, en todo momento, todos decían: “Un jovencito tan encantador, tan emprendedor, siempre haciendo tantas cosas, ¿verdad?” Todos sus conocidos, sus amigos, sus familiares: “Siempre tan literario, nada litigioso, siempre tan literal.” A finales del mes nadie se acordaba de Eberardo. En febrero comenzaron a aconsejar a un tal Edgardo: “Ya va siendo hora de que te pongas las pilas, ¿no crees, Edgardo?” En todo momento, tantas veces, todos sus conocidos: “Por favor, Edgardo, ponte las pilas.” “Ponte las pilas, Edgardo.” “Si tan sólo te pusieras las pilas, Edgardo.” “¿Y por qué no te pones las pilas, Edgardo?”

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INFELIZ CUMPLEAÑOS

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l día de su cumpleaños, su padre le regaló un libro tan gracioso, tan ficticio, tan fantasioso, que al leerlo su imaginación detonó. “Tú y tus hijos —dijo enfurecida la madre— sólo hacen tiradero”. Y se puso a limpiar los sesos que escurrían por la pared.

VERDAD Y MENTIRA Y CURIOSIDAD ace mucho, mucho tiempo, nacieron unos gemelos. Uno se llamaba Verdad y el otro Mentira. Con el paso de los años, los hermanos crecieron. Un día, una niña llamada Curiosidad los vio y se acercó a ellos. Al verlos idénticos, les preguntó quién había nacido primero de los dos. —Yo nací primero —dijo uno. —No, yo nací primero —dijo el otro. —¿Y tú quién eres? —le preguntó la niña al primero de ellos. —Yo soy Verdad. Y el otro refutó de inmediato: —No, tú eres Mentira, yo soy Verdad. —No, eso no es cierto. Tú eres Mentira, yo soy Verdad. Y empezaron a gritarse y a estrujarse y a golpearse. En eso pasó una mariposa negra volando y Curiosidad se fue corriendo tras ella. Ha pasado el tiempo y los gemelos actualmente siguen discutiendo quién es quién en el mismo lugar donde empezó la disputa. Por otro lado, Curiosidad aún no ha crecido y se dedica a matar gatos.

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V

TÍPICO

es un ovni y no trae placas ni ningún engomado pero en la parte trasera trae una calca con forma de pececito y el que lo maneja está clavado a una cruz y va cantando: “Hare Krishna/ Hare Krishna/ Hare hare/ Krishna hare…”, y su copiloto es un tipo vestido todo de rojo y en el hombro lleva una paloma y al mismo tiempo le hacen coritos al chofer y los asientos tienen grabado en el respaldo un árbol y una mona y un mono desnudos y si les haces una seña de que se detengan o diciéndoles adiós, te tiran dedo y se ríen y más pronto se van y dejan una estela como de polvos de oro o de plata y no los vuelves a ver hasta que los vuelves a ver.

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Mudanzas ✑ Adrián “Pok” Manero

Creo que soy el nómada más sedentario del mundo. ¿O será al revés, el sedentario más nómada? En mis casi cuarenta años de edad, me he mudado diecinueve veces. En promedio, no he pasado más de dos años en cada hogar. Me pregunto qué dice eso de mí. El punto es que tras dos matrimonios fallidos, con una hija entrando a la adolescencia (que vive con mi primera esposa) y un bebé en camino (con mi actual novia, la cual no es mucho mayor que mi hija), me dispuse a mudarme por vigésima vez. Por azares del destino, ocuparía el departamento en que vivió mi abuela materna y en el cual yo mismo residí por un tiempo cuando era chico. Cuando supe que estaba en venta dicho espacio no dudé ni por un momento en ir a verlo. Está en medio de la colonia Nápoles, en un edificio con aura vieja, aunque no puede tener más de cincuenta años. En cuanto entré al departamento, me invadió un sentimiento de nostalgia aderezado con melancolía al verlo así: desnudo, carente de los muebles que poblaban mis vagas memorias Imaginación y crítica | Ritmo


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del lugar. Las manchas en la pared revelaban la antigua ubicación de cuadros y armarios. Un rechinido en el piso de la entrada al otrora estudio me hizo recordar mi breve estancia ahí. Recorriendo sus habitaciones, mi mente se vio inundada por vivencias olvidadas, así como por un desasosiego peculiar, como si temiera recordarlo todo. No imaginaba que el precio estuviera dentro de mis posibilidades, sólo acordé la cita por mera curiosidad de ver nuevamente uno de mis antiguos hogares. Soy de esas personas que siempre se quedan con la duda de qué habrá pasado con las cosas y las personas después de que salen de mi vida. Me llevé una gran sorpresa al saber lo que pedían por el departamento, mucho menos de la mitad del costo de cualquier otro en la zona. Revisé cada cuarto a profundidad y no encontré fallas ni desperfectos, así que supuse que el actual dueño sólo tendría prisa por conseguir el dinero. Tomé las medidas necesarias y firmé los papeles para la compra. Comencé los preparativos para mudarme cuanto antes. Ritmo | Imaginación y crítica

La primera semana estuve solo, ya que Mariana todavía se estaba quedando en casa de su familia. Entre su embarazo avanzado, su corta edad y el disgusto de su madre hacia mí, de ninguna manera la dejarían salir hasta que tuviera un lugar establecido al cual llegar. La razón de la mudanza era precisamente que dejara mi departamento de soltero por un espacio en el que pudiera irse a vivir conmigo y ya no sólo quedarse a dormir de vez en cuando. Esas primeras noches las pasé rodeado de paredes a medio tapizar, cajas a medio vaciar, muebles a medio llenar y pesadillas a medio recordar. A mi padre nunca le cayó bien la vieja. A mi propia madre tampoco le simpatizaba mucho su progenitora y siempre intentó mantenerme alejado. Yo no sé por qué, pero cada vez que la veía me moría de miedo. Era una mujer muy seria y elegante, siempre usaba vestidos negros, de cuello alto, con falda y mangas largas, muy anticuados. A pesar de su edad, no tenía canas, su cabello era negro como la noche. Su cara parecía de piedra, gris y surcada por grietas profundas. Tenía las uñas


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largas y siempre pintadas de blanco: daban la impresión de ser garras afiladas. Casi nunca me tocaba, pero cuando lo hacía me helaba con su tacto. Tampoco sonreía muy a menudo, mas cuando llegaba a hacerlo la mueca en su cara me helaba por dentro. Cuando mi papá perdió su empleo y su familia le dio la espalda, no tuvimos más opción que aceptar la invitación de la vieja para vivir con ella. No pasamos ahí más que unos meses (fue mi tercera mudanza). Ocupábamos el mismo cuarto mis papás y yo, mi madre casi nunca se apartaba de mí ni me dejaba solo con la abuela. Siempre la miraba con desconfianza y no me dejaba meterme en su habitación ni en el estudio, el cual estaba lleno de libros viejos y veladoras. Si intentaba entrar a dicho cuarto, el rechinido del umbral me delataba y mi madre corría a reprenderme. Yo era muy pequeño, estaba por entrar a la primaria. No recuerdo cuándo dejamos ese departamento, sólo que pasamos algunos días sin domicilio alguno, durmiendo en hoteles y casas de conocidos y, llegado septiembre, con el pretexto de estar más cerca de la escuela, mi padre pidió un préstamo al banco y tuve mi cuarta mudanza. No volví a ver a la anciana ni se volvió a hablar de ella. Muchos años más tarde (y cuatro mudanzas después), le pregunté a mi madre qué había sido de ella. Desapareció sin dejar rastro, dijo, bajo circunstancias extrañas. Nunca supe cuáles fueron esas circunstancias,

ni quise averiguar más: cada vez que la recordaba mi cuerpo era invadido por escalofríos. Seguí con los arreglos de mi nuevo hogar, contento al redescubrir los recovecos donde me metía cuando niño y pensando en cómo ahora mi hijo los exploraría. Pero también estaba incómodo, como si hubiera olvidado algo importante sin saber qué era, o como cuando uno tiene una palabra en la punta de la lengua sin poder recordarla. Estaba por terminar de acondicionar el departamento cuando recibí la llamada de Mariana:

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fuente rota, contracciones constantes: la llegada del pequeño Diego era inminente. Corrí al hospital para presenciar su nacimiento, dejando los últimos detalles pendientes. Diego nació saludable, hoy es su primer día en la casa. La mamá de Mariana insistió en acompañarnos, pero como no tenemos una cama extra no se quedará a dormir. Por fortuna. Su mirada escrutiñadora es insoportable. Transformé el antiguo estudio en la habitación principal por ser la más amplia, es la única en la que pude meter la cuna y la cama dejando suficiente espacio para moverse. No pude arreglar el rechinido del parqué Ritmo | Imaginación y crítica

al pie de la puerta, cada que entramos o salimos del cuarto el mentado ruido anuncia nuestra presencia. Llega la noche y se va mi suegra, un intercambio más que aceptable. Nos disponemos a pasar nuestra primera noche juntos. La recámara tiene un calor sofocante que nos obliga a abrir la ventana del balcón para refrescarla un poco. Por más que le explico a Mariana que toda la semana anterior nunca fue tan calurosa ella no deja de acusar mi supuesto descuido, pero el agotamiento es tanto que deja el asunto por la paz. No sé si han pasado minutos u horas cuando un sonido me despierta. Un sonido que hace clac-clac-clac sobre el piso. Es un sonido que he escuchado en dos ocasiones antes: una de ellas fue cuando en mi adolescencia visitamos el rancho de mi tío Gervasio y, queriendo jugar una broma pesada a mis padres, metí a una de las cabras a la casa. Sus pezuñas hacían clac-clac-clac en el suelo de madera. Pero la otra vez en que lo escuché fue años antes, la última noche que estuvimos con mi abuela en este mismo departamento. Esa noche dormía solo, no sé dónde estaban mis padres. Entre sueños escuchaba el sonido de voces y otros ruidos, como balidos y cacareos de animales. Desperté y me pareció seguir escuchándolos. Me levanté y, adormilado, me dirigí hacia el lugar de donde parecían provenir: el estudio de mi abuela. Una luz temblorosa crepitaba desde su interior, al tiempo que un aroma


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pestilente salía del recinto e inundaba el pasillo. Escuché la voz de ella, pero no hablaba en español. En ese entonces no conocía ningún otro idioma, pero al recordarlo ahora con claridad no creo que se tratara de ningún idioma existente. Mas no eran balbuceos, eran palabras definidas y concisas. Los ruidos animales, en lugar de desvanecerse, se hacían cada vez más fuertes. Y luego escuché otra voz, muy grave, que sonaba como varias voces al unísono y que respondían en el mismo lenguaje profano. Entonces fue que oí ese sonido de pezuñas, dando pasos hacia el exterior del estudio. El rechinar del umbral me hizo saber que el dueño de esos pies estaba por salir del cuarto, pero antes de poder verlo mi madre entró intempestivamente a la casa, me sujetó con ambos brazos y me cargó, extrayéndome del departamento a mitad de la noche. Mi padre esperaba con el coche en marcha, ya tenían las maletas en él y lo único que faltaba para poder irnos de ahí era yo. Conforme

nos alejamos avanzando por la calle Magdalena pude ver a la distancia, por la ventana de atrás, el resplandor rojizo que salía de casa de la abuela y dos siluetas asomadas al balcón. Esta noche, al escuchar esos mismos pasos, no me puedo mover. Estoy tendido sobre la cama, con los ojos abiertos como platos, pero sin poder mover un solo músculo. Alcanzo a percibir que desde el pasillo viene esa misma luz crepitante que vi en mi infancia, como de una hoguera. Y aunque no puedo voltear hacia la puerta, sé lo que entrará por ella sin tener que mirarlo. En lo más hondo de mí, sé que hay seres que cambian de cuerpo como nosotros cambiamos de casa, y que éste ser en particular lleva años aquí esperando su nuevo hogar. Sé que me estuvo observando desde que entré al departamento, y que me reconoció, y que ahora está listo para ocupar sus nuevos aposentos. Escucho el rechinido. Sólo puedo cerrar los ojos. Imaginación y crítica | Ritmo



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Licantropías ✑ Karla Barajas

MIEMBRO FANTASMA

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esde que perdió a su brazo derecho en un accidente, el mecánico siente movimientos dolorosos en ese lado de su cuerpo. Consultó a sacerdotes y curanderas, no quitaron sus malestares; la sensación de que le aprietan y retuercen el brazo hasta hacerlo confesar: —¡Antonio, fue un accidente! No quería matarte: hice lo que pude, pero el auto te arrolló porque no tenía frenos. Eras mi brazo derecho, mi mejor amigo, ¿cómo crees que te iba a pasar encima adrede? El dolor del hombre cesa, pero Antonio, el miembro fantasma, regresa de vez en cuando para torturarlo.

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LAS HORMIGAS

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as Hopis ancestrales son asociadas con la guerra o la caza, las negras conectan con la brujería y las rojas con la curación, ¿estás segura de entrar? —explicó La Roja a la mujer que esperaba su turno para ser sanada de la enfermedad terminal. La mujer temblaba al caminar, entró por la puerta rogando que debajo de la máscara con agujeros de ojos abiertos y boca grande, de la enorme cabeza calva y frente protuberante, pies largos como antebrazo, que bajo la manta… hubiera un cuerpo rojo. Era una hormiga gris, pero de todas formas la Hopi la devoró.

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LUNÁTICA

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na vez al mes mi novio se va por las noches. A la mañana siguiente lo busco, llevo una mochila con su ropa. Antes recorría la misma noche los parques y las perreras para que nada le pasara. Sonaba el silbato y era difícil saber si me había escuchado porque aullaban los perros y me seguían en jaurías. Lo encontraba desnudo en los parques, sin saber qué pasó en su vida la noche anterior, pero con una que otra garrapata pegada a su peluda pierna. Amar a (codepender de) un hombre lobo… es una locura.

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COLMILLUDO

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e fue en busca de carne por la noche. Es cierto, cuando lo conocí me dijo que tenía un problema, una especie de psicosis: antropofagia. Busqué el significado y éste se relacionaba con el deseo de carne humana o el deseo sexual sin censura. Lo segundo no me produjo problemas, hasta pensé que podía sacar provecho del asunto. Lo primero, mientras no fuera mi, carne estaba bien. ¡Ah, pero el colmilludo le metió una mordida a mi pierna y se fue a buscar lobas! Ahora que me convierta en una, ¡ya verá el desgraciado licántropo!

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Eutimia ✑ Beatriz Álvarez Klein

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uando Eutimia acababa de morir, su padre le vendó los ojos con una pañoleta gruesa y oscura. Sus hermanas (mucho menores que ella) y yo nos miramos desconcertados, sin entender el extraño ritual que se llevaba a cabo ante nosotros. El velorio, como era costumbre, duró la tarde entera y toda la noche. El padre impidió que los escasos parientes que asistieron se aproximaran al cuerpo, y pasó diez horas seguidas murmurándole al oído. A la mañana siguiente, le pregunté si le iba a dejar puesta la pañoleta; me dio una respuesta esquiva: —Es necesario que no vea. El pensamiento de que Eutimia yacía sepultada con los ojos vendados me causó inquietud por muchos meses. A Eutimia yo la amaba toda, pero lo que más amaba en ella eran sus ojos, de color violeta: ojos de tardes mustias, que parecían mirar siempre al Más Allá. Eutimia guardaba secretos, incluso de mí. Algunas tardes se perdía con su padre en el bosque, y era vano ir a Ritmo | Imaginación y crítica

buscarla antes del amanecer. Nunca me dijo adónde iban. Esos paseos me turbaban, de modo que adquirí un terreno en el otro extremo del poblado y comencé a edificar una casita donde habríamos vivido juntos, lejos de su padre y de su bosque. Ella también deseaba esa vida nueva, pero, sin saber ella misma por qué, iba aplazando el momento de reunirse conmigo a vivir. Al grado de que la casa estuvo terminada varios meses antes de su muerte. Ella nunca llegó a visitarla siquiera. Sus hermanas la respetaban y obedecían como a una madre, pero nunca le hicieron confidencias. Apartadas del resto de la familia, jugaban o hacían bordados y dibujos que sólo a mí mostraban. Me parecía que temían a su padre y a Eutimia. No es que me lo hubieran insinuado; era un temor que, si vago, se hacía palpable, por ejemplo, durante las comidas. Eutimia


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Eutimia guardaba secretos, incluso de mí. Algunas tardes se perdía con su padre en el bosque, y era vano ir a buscarla antes del amanecer. Nunca me dijo adónde iban. Esos paseos me turbaban, de modo que adquirí un terreno en el otro extremo del poblado y comencé a edificar una casita donde habríamos vivido juntos, lejos de su padre y de su bosque. Ella también deseaba esa vida nueva, pero, sin saber ella misma por qué, iba aplazando el momento de reunirse conmigo a vivir. Al grado de que la casa estuvo terminada varios meses antes de su muerte. Ella nunca llegó a visitarla siquiera. Sus hermanas la respetaban y obedecían como a una madre, pero nunca le hicieron confidencias. Apartadas del resto de la familia, jugaban o hacían bordados y dibujos que sólo a mí mostraban. Me parecía que temían a su padre y a Eutimia. No es que me lo hubieran insinuado; era un temor que, si vago, se hacía palpable, por ejemplo, durante las comidas. Eutimia servía los platos a todos y conversaba conmigo. El padre, ensimismado, comía lentamente. Las hermanas, en cambio, engullían los alimentos a gran velocidad, mirándose furtivas, y luego de terminar corrían a la cocina a lavar la loza. Había siempre dos tipos de comida: asados y sopa para mí y las hermanas, hierbajos y raíces para Eutimia y su padre. —Prueba el asado, Eutimia, está muy bueno —le decía yo. Imaginación y crítica | Ritmo


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Ella, sonriente, meneaba la cabeza de un lado al otro y seguía ingiriendo sus hierbajos. —Mira, Eutimia, que te vas a desnutrir —insistía yo. Pero jamás cedió a mis ruegos. Por mucho tiempo pensé que acaso esa alimentación extraña la había debilitado hasta acabar con ella. Ahora sé que no fue así. Dos meses después del sepelio cerré la casa, en la que me había ya resignado a vivir solo; hice maletas y partí en un largo viaje. Recorrí mares y tierras, viendo siempre paisajes distintos; pero en países tan diversos no hallé más que una cosa: la ausencia de Eutimia. Nuestro pueblo natal me llamaba; sólo en él hallaría yo un consuelo, mirando los muebles y objetos que había yo adquirido para que fueran nuestros. A mi regreso encontré a las hermanas cambiadas. Más taciturnas que antes, habían aprendido a prescindir casi del todo de la presencia del padre. Una de ellas, la menor, me entregó una cajita de sándalo. —Era de Eutimia —me dijo. Lo usaba por las noches; una vez se lo vi, a escondidas. Tomé la cajita y me encaminé a casa para examinar con detenimiento su contenido. Al abrirla inhalé el singular perfume de Eutimia, de sus larguísimas crenchas negras y espesas. Pero de ellas no había sino un rizo. Hallé además un pendiente y un pequeño cilindro metálico. El primero mostraba una Ritmo | Imaginación y crítica


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talla extraordinaria. Bajo mi lente de aumento se distinguía apenas una rara figura, como un rostro deformado, infinitesimal. Su brillo era extraño, y el joyero a quien se lo llevé a examinar no pudo identificar ese metal violeta y más luminoso que el oro. El cilindro contenía un minúsculo rollo de papiro con breves inscripciones en un alfabeto que no era griego ni rúnico, aunque sugería ambos. Guardé los objetos con cuidado y me ausenté de la casa de los familiares. Intenté rehacer mi vida, hacer nuevas amistades, cambiar de trabajo. Una tarde me encontraba en la taberna del poblado, tomando una copa del licor local, cuando advertí que un anciano se aproximaba a mi mesa. Era el padre de Eutimia. —La pequeña le ha dado una caja. Es necesario que usted no la abra. Sería muy riesgoso. Le ruego me la devuelva de inmediato. Olvidé sepultarla junto con Eutimia. Lo invité a beber conmigo, pero sólo aceptó un vaso de agua. Le expliqué que había abierto la caja y examinado el contenido, y que no sabía qué pensar de los objetos. —Acompáñeme —respondió solemnemente. Pagué y enfilamos hacia la vieja casona. No entramos en ella, sino que penetramos el bosque. El viejo me pidió que levantara una roca, y abajo hallé una escalera. La bajamos en silencio, alumbrados por una lamparilla que el viejo traía consigo.

Nos detuvimos ante una puerta herrumbrada, cuajada de símbolos como los del pergamino. —Antes de entrar, jure por las fuerzas del vacío que jamás revelará lo que le diga, lo que vea, la ubicación de esta sala subterránea. Jure o muera. Francamente asustado, juré. El viejo extrajo una llave del bolsillo e hizo girar la cerradura. Con un rechinido escalofriante se abrió la puerta, y accedimos a lo que a primera vista parecía un estudio, con varios libros antiguos, lámparas de querosén y una mesa cuadrada, inscrita también con los extraños símbolos. —Habrá notado usted que Eutimia y

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yo compartíamos costumbres distintas de las de mis otras dos hijas. Eso se debe a que Eutimia era la mayor. He intentado compartirlas con Lisseta, pero ella parece temerme y no se aparta un instante de su hermana. He creído prudente no hablar a nadie de lo nuestro, pero ya que usted ha visto las insignias, me resulta inevitable hacerlo partícipe. Acéptelo. Por Eutimia. —¿Qué es lo que quiere que acepte? —Haga usted el juramento. Por Eutimia. —Lo hice antes de entrar, ¿recuerda? —Era sólo un preliminar indispensable. Pero lo importante viene ahora. Debe usted conocer los rituales. Yo soy viejo y pronto seguiré la senda de mi

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Eutimia. Prométame primero que cuando yo parta, usted me vendará los ojos, como hice yo con ella. Es necesario, entienda. —Lo haré, si es su deseo. Pero ¿cómo pedir que lo entienda? Todo esto me tiene desconcertadísimo, y no sé qué pensar de usted. Hace unos instantes me amenazó de muerte. Por eso accedí a su juramento. Pero ignoro por completo qué significa todo esto: los símbolos, la venda, el pendiente, el pergamino. —Todo ello son insignias de nuestro culto ancestral. ¿Ve usted esa puerta de roca sellada? Es la morada del Dios, y esta mesa es su altar. Aquí rendimos culto al que no debe ser visto. Él rige sobre los vientos de la noche y sobre el aullido de los perros. A través de la roca, Él escucha nuestras plegarias; aquí se le rinde culto dos veces al mes. Y con Él habremos de encontrarnos el día de la partida. Pero, óigalo bien, nunca debe ser visto. De lo contrario, perderíamos la razón, y es necesario conservarla en esa vida, más viva que la nuestra: porque allí, en las cavernas del Olvido, pasaremos las pruebas más duras, y sólo la mirada interior debe guiarnos. Ahora comprende el porqué de la venda. Repita conmigo. Y me hizo repetir palabras en un idioma extraño, medio griego y medio celta, incomprensible para mí. Y, sin embargo, repetí. Y así juré sabe Dios –¿Dios? – qué. Al salir hice preparativos para un


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nuevo viaje. Quería evitar cualquier encuentro con el viejo. Lo que me había dicho era vago, pero sonaba horrible, y yo deseaba apartarme de ese culto maldito. Y, sin embargo, había jurado. Viajé durante varios meses. A mi regreso, encontré una carta, echada por debajo de la puerta. Tenía la fecha de ese día (¿cómo se habrían enterado de que estaba yo de vuelta? A nadie había avisado. Y, de hecho, no deseaba regresar, pero había algo indefinible y más fuerte que mi voluntad que me había obligado a hacerlo). La carta era de la hermana menor. El padre agonizaba. Debía ir de inmediato a la casona. Cuando llegué a ésta, el padre había muerto ya. Las hermanas, atemorizadas, no habían querido velarlo y lo habían enterrado sin demora. Supe que no le habían vendado los ojos, y me sentí incómodo por no haber guardado mi promesa. Esa noche, por Eutimia, visité su sepulcro. Al lado había una fosa recién cubierta de tierra. Medité un rato

sobre la brevedad de la vida, sobre los misterios del Más Allá, sobre el extraño culto de Eutimia y su padre. De pronto mis meditaciones fueron interrumpidas por un grito –un grito atroz, un grito capaz de espantar a los muertos. Y luego, una risa que erizó mis cabellos y toda mi piel. El grito y las risas provenían del nuevo sepulcro. Aterrado, me alejé del cementerio. Corrí hasta mi casa y cerré puerta y postigos. El eco de la risa infernal resonaba en mi cabeza: nunca la podré olvidar. He sellado el acceso a la escalera subterránea. Ahora vivo encerrado en mi casa. Una vieja del pueblo me trae los alimentos (hierbajos y raíces). Y desde el crepúsculo aseguro la puerta y los postigos y me entrego a lecturas piadosas. Sólo en las mañanas me vence el sueño, pues toda la noche los vientos azotan furiosos los árboles contra la casa y los perros aúllan enloquecidos. A veces, si aguzo el oído, llego a escuchar, distante y cercana, una risa infernal que me eriza los cabellos.


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El hombre embozado ✑ Emiliano González A Victorian Ghost Story

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a voz de un espíritu llamado Anna dictó al médium Bayrolles el siguiente relato: Mi primer encuentro con aquel que llamaré el Hombre Embozado ocurrió en 1897, cuando todavía era yo una niña. Pasaba el verano con mi familia, en una casa junto al mar. Mimada y lánguida, fingía dividir mi tiempo entre las lecciones de la mañana y la casa de muñecas por la tarde. Mi governess era una inglesa delgada y puritana que oficiaba distraídamente. Como yo la veía siempre en otro mundo hacía cuanto quería, y me escapaba sin mayor esfuerzo, al amparo de su sueño, a acostarme bajo un matorral cuajado de retoños violáceos que florecía en los linderos del bosque de pinos. Aquella enramada estaba llena de fantasmas y duendes: los de mi cabeza. Una especie de esencia de adormidera emergía de ese ámbito, tan propicio a las fantasías y a los miedos inexplicables. Cuando mi nana caía dormida ante el tablero de ajedrez en que jugaba consigo misma, yo me alejaba sin ruido, dejando atrás en pocos minutos el

jardín y la casa, y al llegar a lo que yo llamaba mi cueva me tendía entre el musgo, sacaba una tarta de zarzamoras y cantaba, pensaba y hablaba con mis hadas madrinas. Fue en una de esas tardes particulares, mientras me partía la cabeza resolviendo un crucigrama onírico, cuando una mano enguantada

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me tapó la boca y otra los ojos y una voz extraordinaria, más bien ronca, me preguntó con sorna: “¿Quién soy?” El chiste me lo habían hecho antes, y lo odiaba particularmente. Pero esta vez, ante la violencia con que fui abordada, el tono de la voz y la fuerza presentida de ese cuerpo inclinado sobre mí en un lugar que hasta entonces sólo yo creía conocer, el pánico me llenó y, como no viera en mi agresor intención alguna de soltarme, nada me pareció mejor apropiado que desmayarme en sus brazos... pero antes tuve tiempo de voltear la cabeza: el hombre (pues tal cosa parecía) estaba cubierto por un paño negro con dos agujeros practicados a la altura de los ojos.

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Desperté dos horas después, con la noche adueñada del bosque, y a tientas me las arreglé para volver a casa. En ella había revuelo de platos y preocupación por mi tardanza: papá y mamá, como de costumbre, aprovechaban una de mis escapadas para “decirse sus verdades”, y gracias a esa circunstancia recibí menos pleito y me ahorré explicaciones que, de cualquier manera, habrían sido absolutamente inútiles. Mi primer encuentro con el Hombre Embozado pasó, pues, inadvertido, y nunca volvió a colación sino diez años después cuando, al borde de un risco empinadísimo de los Himalayas, el Hombre Embozado me salvó la vida.


La cosa ocurrió así: había yo, confiada excesivamente en mis habilidades como alpinista, decidido escalar el Mustio, siniestro picacho azul de pésima fama entre los aficionados. Por su altura no habría podido competir con el Everest, pero lo superaba en peligrosidad: los tramos erosionados a un grado letal y los deslaves eran frecuentes; clavar el piolet entre dos rocas podía significar la muerte pues, como noté a las pocas horas de ascensión, ninguna grieta brindaba el apoyo que prometía. Mis compañeros, a causa del terror supersticioso de los coolies, eran solamente dos, ambos europeos. A esas inconveniencias se sumaban una cuerda de resistencia dudosa y piolets casi de juguete. No sirvieron de nada

mis vacaciones en los Alpes ni mi estadía entre los Cárpatos: el pico Mustio se mostraba implacablemente reacio a mis afanes aventurescos, y mi romanticismo varias veces estuvo a punto de irse abajo conmigo durante la primera jornada... y con mi marido, rubio mozalbete que, a pesar de ser fuerte, no era docto en montañas. Los tres formábamos una hilera sostenida por la cuerda, que iba del garfio proverbial a mi marido, pasando por el cinturón del experto que nos guiaba y por el mío, dependiendo así la vida del pobre muchacho de los manejos de un desconocido y de una amateur de las alturas que a cada paso dado se arrepentía y que avanzaba dolorosamente, atreviendo una ojeada entre sus piernas de vez Imaginación y crítica | Ritmo


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en cuando... y gimiendo al subir. No sin vergüenza ocupé su lugar, pasados ciertos incidentes, y en esas condiciones alcanzamos los primeros (y últimos) tres mil metros sobre el suelo, hasta que por fin resbalé sobre una roca húmeda, donde mantuve milagrosamente el equilibrio con un pie en el vacío y el resto de mi cuerpo aferrado a la nada. El temblor que me recorrió de la cabeza a los pies no hizo más que acelerar mi lenta caída. Sin coraje para gritar, confiaba en que mis compañeros notaran mi tardanza (pues la espesura de la niebla, más que la distancia, nos separaba) y pronto me hallé, no queriendo rectificar si la cuerda se había roto, con la mitad del cuerpo en el aire mientras con mis dos brazos procuraba sostenerme, clavando Ritmo | Imaginación y crítica

las uñas en la tersa y nevada piedra. Cuando, a punto de caer, sentí cómo una mano enguantada me halaba con fuerza sobrehumana y me levantaba en vilo, los latidos de mi corazón se redoblaron. Ahí estaba otra vez, como en los días de mi infancia, el Hombre Embozado, el mismo, atrayéndome poderosamente hacia la vida. ¿Por qué? Primero me había asustado y ahora me salvaba... ¿Por qué? No cejó en su ayuda hasta que me encontré en un lugar seguro (una especie de plataforma cavada en la montaña). Por supuesto, me desmayé antes de darle las gracias: la seguridad de hallarme en tierra firme y la inseguridad de encontrarme de nuevo con un viejo fantasma, y en tales circunstancias, hicieron inevitable el vértigo. Al día siguiente emprendimos el descenso: argumenté y fingí una tosferina. El tercer encuentro ocurrió en mi vejez. Quiso el destino que me persigue inmiscuirme en un crimen pasional en el que tuve una participación indirecta, tan indirecta que ninguna culpabilidad puede imputárseme realmente. No abundaré mucho. Creo, además, que los detalles forman parte ya del dominio público: se trata del famoso “enigma de las tres botellas de salsa” resuelto por Spandrell, detective certero, tan certero que hizo recaer todas las sospechas sobre mí, cómplice relativo y a fin de cuentas inocente. A falta de pruebas para sostenerlo, fui a dar ante un jurado


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cruel, inmisericorde, que me condenó a morir decapitada. Haber regalado a la víctima días antes del crimen unas botellas de salsa condimentadora, dos de las cuales fueron insufladas de veneno por sabrá Dios quién, es la prueba concluyente de mi culpabilidad, por absurdo que parezca. Ignoro los motivos del crimen y desconozco al asesino... pero no a la víctima que, por su peculiar inclinación erótica, era dado a merodear barrios de mala muerte y compañías dudosas; adjudico a alguna de ellas el trágico suceso. Spandrell, agobiado seguramente por otros casos, resbaló hacia la opción más cercana, y gracias a él... ¿gracias a él? ¡A estas alturas no puedo estar segura de nada! El caso es que de pronto me vi sentada en el banquillo de los acusados, escuchando mi sentencia con la cabeza hecha un lío, mirando

al juez y mirando su sombra, que por algún juego de luces o una alucinación mía fue tomando el aspecto de un Hombre Embozado que se agazapaba... Volví a perder el conocimiento, y cuando lo recobré en mi celda, llorando, sólo tuve una pregunta, una última pregunta que plantear: “¿Volveremos a encontrarnos?” A ésta se sumaban otras dos, y mientras, cabizbaja, era conducida al cadalso, me daban vueltas en la cabeza. “¿Quién soy?”, me había preguntado el Hombre la primera vez. “¿Por qué me salvaste la vida?”, pregunté yo, al borde del abismo. “¿Volveremos a encontrarnos?”, preguntaba ahora, nuevamente. Antes de que pudiera formularle otra, el Hombre Embozado respondió a todas las preguntas posibles haciendo caer el filo de la guillotina. •

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Confesión ✑ Lola Ancira

T

ras varios minutos de estar frente al aparador lleno de frascos de diversos tamaños, observando detenidamente el interior del establecimiento, reconoce a otro hombre con la misma ocupación, pero cuya atención se centra ahora en él. Ambos, a una distancia comprometedora, empiezan a realizar movimientos que delatan su incomodidad. Es el del abrigo negro y raído quien inicia la breve conversación: —El aroma particular de esta calle atrae a cualquiera, a cualquiera que haya perdido a alguien de por vida, quiero decir. A alguien que por más que se quiera o por lo profundo que llegue a ser el sufrimiento, no volverá a aparecerse jamás, al menos no más allá de los recuerdos. Esa esencia es la de la melancolía, ¿no la reconoces? Tenso, el hombre de la gabardina café carraspea un poco para contestar: —Durante meses se lo atribuí a mi alucinación, a esa necesidad de encontrar señales por doquier para constatar que en realidad no

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ha desaparecido, que mi soledad es momentánea y sólo basta mirar hacia el sitio indicado en el instante preciso para reafirmarlo. —Décadas atrás, cuando el visionario padre de Jean-Baptiste Grenouille la inauguró, su finalidad era luchar contra la nostalgia al duplicar las notas aromáticas de los difuntos, crear lo más parecido a una copia fiel y conmovedora de los que ya no están. La única razón por la que no he requerido de sus servicios es porque el aroma que necesito permanece únicamente en mi memoria y, a pesar de múltiples intentos, no he encontrado la forma de extraerlo, así que me conforto buscando algo similar al consuelo en los rostros de sus clientes. —No creerías por todo lo que he pasado para llegar hasta aquí, y siento que dar algunos pasos y empujar una puerta es el acto más irrealizable. —Te sorprendería más saber

cuántas personas pretenden vivir con tranquilidad hasta que dejan de ignorar la pesadumbre y se quiebran. Hay quienes incluso afirman que esto sólo es un engaño, pero es una mentira que los acerca poco o mucho a la felicidad. Seguramente en esa bolsa de tu gabardina, de la que no sacas la mano ni por error, traes alguna joya o prenda pequeña que ha quedado impregnada por la mezcla precisa del perfume y la esencia natural de alguien en particular, pero no estás seguro aún de querer ser dueño de esa presencia invisible y penetrante, de saber que con un dedo podrás invocarla y esparcirla por la sala, en tu habitación o donde lo creas irremediable o necesario. —¿Crees que sea posible imitar el aroma de un hogar fulminado por las llamas de una catástrofe deliberada, alimentadas también por el cuerpo de uno de sus dos habitantes?

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¿Qué diría Lemmy? ✑ Miguel Lupián It´s time to play the game! Motörhead

Entré a la Arena México sintiéndome el Brazo de Plata. Del ídem izquierdo colgaba Lupita, la pasante veinteañera de la agencia. Un cliente me regaló boletos para el concierto de From Beyond y no dudé un sólo instante en invitarla. Mis compañeros de trabajo, otros treintañeros panzones, se retorcieron de la envidia. Pero esto, al igual que mi matrimonio, las dietas y la caída inminente de mi cabello, no tenía futuro. Lo supe desde que en el túnel de acceso me llegó el olor dulzón del perfume de moda que las adolescentes usaban. ¿Qué diría Lemmy? ¡Sé un hombre, carajo! Aguántate. Y luego te la coges. Probablemente. ¡Y vaya que quería cogerme a Lupita! Mentira. Supe que esto no funcionaría desde que me aferré en utilizar mi playera de Motörhead de los conciertos y al final terminé cubriéndola con una chamarra de piel. Con el cierre hasta arriba. Sin contar que me amarré el cabello en un chongo y remojé mis cachetes y axilas con Old Spice. Soy un cerdo. Los boletos eran zona A, de los que Imaginación y crítica | Ritmo


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se agotaron en treinta minutos, por lo que Lupita acomodó su pequeño seno en mi brazo. No les mentiré: sonreí como un pinche escuincle calenturiento. El cuadrilátero estaba cubierto con una cortina negra y habían retirado las butacas. Le conté que Motörhead, la banda de mi amado (y finado) Lemmy, le había compuesto la rola “The Game” al luchador gringo Triple H, pero Lupita se mantuvo callada, mirando para todos lados. Llegó el momento en que yo también me quedé callado. Tenía que hacer algo antes de que todo se fuera a la mierda. ¿Qué diría Lemmy? ¡Sé un hombre, carajo! Bésala. Y luego te la coges. Probablemente. Así que apliqué la infalible técnica de hablar más rápido y quedito para que no me escuchara y tuviera que acercarse. Cuando estuvo a una distancia donde le sería imposible reaccionar, le planté un besote en los labios. Lupita se quedó inmóvil, como cada vez que la fotocopiadora se trababa. Después de unos segundos, donde literalmente envejecí cinco años, sonrió y comenzó a jugar con Ritmo | Imaginación y crítica

su cabello. ¡A güevo! Sumí la panza, saqué el pecho y me acerqué otro paso para comérmela. Pero las pinches luces se apagaron y Lupita salió disparada hacia el escenario. Suspiré como un hombre sólo puede hacerlo (sin que me vieran) y me alejé, intentando no ser derribado por la manada de escuinclas gritonas. Junto al túnel de salida, donde nos refugiamos (casi) todos los patéticos pretendientes, maldecí a los viejos y a los nuevos dioses. Tenía ganas de irme, de pasarme la noche entera (otra vez) viendo películas del Santo. ¿Qué diría Lemmy? ¡Sé un hombre, carajo! Espérala. Y luego te la coges. Probablemente. Apañé a un vendedor y me chingué una cerveza estúpidamente cara. Todavía no le daba el primer sorbo cuando… ¡Lucharán de dos a tres caídas sin límite de tiempo! No mames, era el presentador oficial de la Arena. ¡En esta esquina: la ciudad de México! ¡Y en esta otra: From Beyond! La cortina negra cayó, dejando a la vista a los cinco integrantes, que se paseaban con el torso desnudo utilizando máscaras


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de El Santo, Blue Demon, Tinieblas, Místico y Rey Misterio Jr. El griterío no se hizo esperar y por un momento temí por la integridad de mis tímpanos. Me chingué la cerveza, compré otra y me quedé con los brazos cruzados, maldiciendo a cada rato. Todo iba igual de pinche hasta que se le ocurrió a uno de ellos, El Santo, agarrar una guitarra y aventarse un solo. ¡Puta madre! Hasta Fred Durst tocaba mejor. Luego, Blue Demon subió a una chica al escenario. Imaginarán mi sorpresa cuando distinguí que se trataba de Lupita. La sentaron en una silla y le hicieron un striptease. ¡Cerdos!

Aunque lo que realmente me caló fue saber que nunca lograría ese éxtasis en ninguna mujer. Después del baile, se desanudaron las máscaras. Gritos y más gritos. Blue Demon fue el primero en quitársela. Era Robbie, el favorito de Lupita. Nosotros venir del más allá, dijo señalando el cielo en un terrible español. Uno de sus asistentes le acercó una planta pequeña, que de lejos se veía como un cardosanto. ¡Y las inseminaremos!, concluyó besando la flor violeta de la planta. Las demás máscaras cayeron. Sudaban como puercos. Robbie se subió a la tercera cuerda y, en una escena digna de Un


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hombre lobo americano en Londres, los huesos de su cráneo se alargaron, destrozando su rosada piel, que caía en trozos sanguinolentos sobre las chicas más cercanas. Una trompa emergió donde antes estaba su nariz y su boca. Los dientes rodaron por la lona hasta los pies de Lupita, que seguía clavada en la silla, tiritando de miedo. El resto de la cara se desprendió y quedó a la vista una cabeza de puerco. Blanca y viscosa. Su abdomen suave y plano comenzó a colgarse y endurecerse. Sus muslos se inflamaron, haciendo trizas las mallas de luchador. De sus manos y pies brotaron pezuñas. Y su pene se convirtió en un tentáculo enorme que se agitaba en el aire, escurriendo semen. Ritmo | Imaginación y crítica

Los otros cuatro integrantes repitieron la transformación y brincaron a la pista. Reaccioné cuando el rostro de Lupita se proyectó en las pantallas gigantes. ¿Qué diría Lemmy? ¡Sé un hombre, carajo! Rescátala. Y luego te la coges. Probablemente. Me acerqué al cuadrilátero, esquivando charcos de semen. Subir fue toda una proeza. Tuve que tirar unas bocinas y colgarme de una bandera de México (con las siglas FB bordadas en dorado) que terminó enredada en mi chamarra. Los ventiladores empotrados en las esquinas hicieron ondear la bandera y les aseguro que me veía más machín que cualquier superhéroe de Marvel. Lo que anteriormente era Robbie,


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que de cerca se veía estúpidamente más horrible, mantuvo quieto a su pito todo ese tiempo. Lo miré a sus pequeños ojos y luego miré a Lupita. Robbie hizo lo mismo y asintió. Al parecer, a los marranos les gustaba jugar limpio. Apenas Lupita abandonó el cuadrilátero, ¡cuiii!, un vergazo en la frente me tiró de nalgas. Sangre, semen y dolor escurrieron por mi rostro. Me limpié con la bandera y dejé que el viento se la llevara. Me acerqué a Robbie, ejecutando mi mejor posición de agarre. ¡Cuiii!, otro vergazo. Ahora en el hombro. Apreté los dientes y le lancé una patada voladora, pero me agarró por los tobillos y me zangoloteó por todo el cuadrilátero. Cuando me soltó, me sentía como el costal de carne con el que entrenaba Rocky. No podía levantarme. No quería levantarme. ¿Qué diría Lemmy? It’s time to play the game! ¡Ay, cabrón! La voz aguardientosa de Lemmy retumbó en toda la Arena. Era el tono de llamada de mi celular, que había caído junto a uno de los micrófonos. Me levanté con la energía renovada. Me desamarré el chongo y me quité la chamarra. El cerdo de batalla impreso en mi playera de Motörhead de los conciertos centelleó. Agarré la base del micrófono y, gritando a todo pulmón ¡Es hora

de jugar!, me lancé sobre Robbie. La base perforó su corazón purulento, haciéndolo estallar en mil pedazos. Al mismo tiempo, los cuerpos de los otros cuatro integrantes, que seguían inseminando chavitas y destazando a sus pretendientes, se incendiaron, como si fueran vampiros alcanzados por el sol. Recogí mi celular y bajé del cuadrilátero en busca de Lupita. Esa misma noche, Maussan mostró un video donde una nave espacial emergía del cráter del Popocatépetl y desaparecía entre las nubes. Todo regresó a la normalidad y llevo dos meses cogiéndome a Lupita. ¿Qué diría Lemmy? Que todo es una pinche mentira. Nunca tuve la mínima oportunidad de acabar con Robbie. La base del micrófono se dobló como acordeón al tocar su pecho. Su pito se enredó en mi cuello y su morro quedó tan cerca de mi cabeza que pensé que me tragaría. Sin embargo, decidió mantenerme vivo. Como su roadie. Para siempre. Afinando la guitarra para el solo de El Santo, atrancando los accesos de salida, lavando y planchando sus trajes de humano, llevando la contabilidad de chicas preñadas, ordeñándolos para tener siempre material de reserva, sembrando esa pequeña planta parecida al cardosanto… ¿Qué diría Lemmy? Imaginación y crítica | Ritmo


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b i b l i o g r a f í a

A

n t o n i o

l u p i á n

BIBLIOTECA fantástica mexicana VV.AA. México fantástico. Antología del relato fantástico mexicano. El primer siglo. Comp: Morales, Ana María. Oro de la noche Ediciones, 2008. VV.AA. Paisajes del limbo. Una antología de la narrativa mexicana del siglo XX. Comp: González Suárez, Mario. Tusquets Editores, 2001. VV.AA. El hilo del minotauro. Cuentistas mexicanos inclasificables. Comp: Toledo, Alejandro. FCE, 2006. VV.AA. Estancias nocturnas. Antología de cuentos mexicanos. Comp: Rábago Palafox, Gabriela. IPN, 1987. VV.AA. La tienda de los sueños: un siglo de cuento fantástico mexicano. Comp: Chimal, Alberto. Ediciones SM, 2015.

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VV.AA. El libro de la imaginación. Comp: Valadés, Edmundo. FCE, 1970. Libros Ancira, Lola. El vals de los monstruos. FETA, 2018. Arreola, Juan José. Varia invención. Tezontle, 1949. Arredondo, Inés. Río subterráneo. Editorial Joaquín Mortiz, 1979. Avilés, Édgar Omar. Cabalgata en duermevela. FETA, 2011. Bernal, Ricardo. Lady Clic. Taller de Dziberchuén, 2001. Blanco, Efraím. La nave eterna. Acá las Letras, 2017.


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Carrancá, Víctor Roberto. Tratado de las espirales. Atrasalante, 2015. Ciria, Andrea. Conjeturas imposibles. Lengua de Diablo Editorial, 2018. Chantaca, Valentín. Narraciones para leerse con la luz apagada. Pearson, 2016. Chimal, Alberto. Estos son los días. Ediciones ERA, 2004. Dávila, Amparo. Cuentos reunidos. FCE, 2009. Díaz Enciso, Adriana. Cuentos de fantasmas y otras mentiras. Editorial Aldus, 2005. Dueñas, Guadalupe. Tiene la noche un árbol. FCE, 1958. Esquinca, Bernardo. Demonia. Almadía Ediciones, 2011. Eudave, Cecilia. Bestiaria vida. Ficticia Editorial, 2008. Fernández, Adela. Duermevelas. Aliento, 2003. Fonseca, Gabriela. Los diablos de Teresa y otros relatos. Editorial Jus, 2008. Fuentes, Carlos. Aura. Libros del zorro rojo, 2017.

Gámez, Alejandra y Eneas, Axur. Más allá de las ciudades. Editorial Océano, 2018. García Bergua, Jordi. Karpus Minthej seguido de Fortuna Imperatrix Mundi. FCE, 2014. Garro, Elena. La semana de colores. Editorial Porrúa, 2006. González, Emiliano. Los sueños de la bella durmiente. Editorial Joaquín Mortiz, 1978. Gómez Mayorga, Ana de. Nostalgia de lo recóndito. UNAM, 2011. Jurado, Jimena. Confín de nadie. FEDEM, 2019. León, Lorenzo. La realidad envenenada o la arquitectura del horror. Editorial Almadía, 2007. Lima, Gerardo. Cosmos nocturno. FETA, 2018. Lupián, Miguel. Anímula. Historias diminutas soñadas por Madame Vulpes. Ediciones BUAP, 2018. Mergruen, Erika. Todos los vientos. Cal y arena, 2015. Miret, Pedro F. Prostíbulos. INBA, 1987. Molina, Mauricio. La trama secreta. Ficciones, 1991-2011. FCE, 2012. Imaginación y crítica | Ritmo


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Montes, Edna. Pequeños lujos. Editorial Paraíso Perdido, 2016. Navarrete, Raúl. El oscuro señor y la señora. Editorial Novaro, 1973. Padilla, Ignacio. El androide y las quimeras. Páginas de Espuma, 2008. Solares, Ignacio. La instrucción y otros cuentos. Alfaguara, 2012. Reyes, Alfonso. La cena. La Caja de Cerillos Ediciones, 2013. Robles, Néstor. Réquiem por Tijuana. Editorial Paraíso Perdido, 2018. Tario, Francisco. Obra completa. Tomo I. FCE, 2015. Urbina, Enrique. Aquí el silencio no descansa. Dharma Books + Publishing, 2018. Vargas, Iliana. Habitantes del aire caníbal. Editorial Resistencia, 2017. Verduzco, Guillermo. Cuento infinito. Ediciones B, 2008. Villegas, Rafael y Martín, Diana. Juan Peregrino no salva al mundo. Editorial Paraíso Perdido, 2012. Zárate, José Luis. La ruta del hielo y la sal. Grupo Editorial VID, 1998. Ritmo | Imaginación y crítica


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Semblanzas Josué Sánchez Veracruz, 1989. Estudió la Maestría en Literatura Hispanoamericana en El Colegio de San Luis. Ha publicado el libro de cuentos En el pabellón de las dieciséis cuerdas (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2015) y diversos relatos en revistas nacionales como Tierra Adentro y Luvina. Ha obtenido la beca Jóvenes Creadores del Fonca (2014-2015) y la de la Fundación para las Letras Mexicanas (2017-2018). En 2018, la Feria Internacional del Libro de Guadalajara lo eligió como parte de su programa ¡Al ruedo: Ocho talentos mexicanos!, una muestra de la literatura joven que comienza a forjarse un camino en las letras. En 2019, Ediciones de Punto de Partida de la UNAM incluyó una muestra de su obra en Sin mayoría de edad, una antología que reúne escritores hispanoamericanos nacidos entre 1983 y 1993. Este año ganó la XXIX Edición del Premio Internacional Tiflos de Cuento celebrado en España. El libro premiado será publicado por Edhasa/Castalia. Andrea Ciria Escritora, correctora de estilo y traductora. Mención honorífica por “Su único ojo” en el Primer Premio Nacional de Cuento Fantástico Amparo Dávila 2015, y el primer lugar por Conjeturas imposibles en la Primera Convocatoria para Publicación

de Obra Inédita de Lengua de Diablo Editorial 2017. Es autora de las novelas La sonrisa ajena y El arquitecto del caos, así como de varios cuentos fantásticos que aparecen en diversas revisas y antologías. Guillermo Verduzco Nació en Orizaba, Veracruz, en 1986. Traductor y editor. Es autor de Cuento infinito (Ediciones B, 2008) y sus cuentos han aparecido en publicaciones digitales como Penumbria, Punto en Línea, Vozed y Revista Axxón. Laura Baeza Campeche, 1988. Es narradora ocasional. Estudió Literatura y escribe desde que aprendió la importancia de los libros. Ha publicado los libros de cuento Margaritas en la boca (Simiente, 2012) y Ensayo de orquesta (FETA, 2017), Premio Nacional de Cuento Breve Julio Torri, así como el poemario Al fondo se ve el mar (UAC, 2014). En 2017 obtuvo el Premio Nacional de Narrativa Gerardo Cornejo con el libro Época de cerezos. Varios de sus trabajos circulan en revistas y antologías dentro y fuera de México. Efraím Blanco Egresado de la Escuela de Escritores “Ricardo Garibay” del estado de Morelos. Fundador y director de la editorial independiente Lengua de Diablo y de Imaginación y crítica | Ritmo


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Abismo, Festival de Literatura Fantástica. Premio Nacional de Cuento Juan José Arreola con el libro Dios en un Volkswagen amarillo (U. de G., 2012). Su más reciente libro de cuentos, La nave eterna (AcáLasLetras, 2017), obtuvo mención de honor en el Premio Bellas Artes de Cuento Hispanoamericano Nellie Campobello 2018. Karla Gasca León, Guanajuato, 1988. Estudió la licenciatura en Cultura y Arte en la Universidad de Guanajuato. Ha tomado cursos de escritura creativa con Guillermo Samperio y Alberto Laiseca, este último en el Centro Cultural Rector Ricardo Rojas de la Universidad de Buenos Aires. Ha publicado cuentos, artículos y poemas en varios medios digitales e impresos y forma parte de las antologías de microcuento Para leerlos todos (2009) y Poquito porque es bendito (2012). Julián Mitre Ha sido técnico en un taller de computadoras, dependiente de un depósito de cervezas, almacenista y obrero. Fue integrante del taller Miguel Donoso Pareja. Ganador del Segundo Premio Nacional de Cuento Fantástico Amparo Dávila. Jimena Jurado Ha escrito en medios como Tierra Adentro, Círculo de Poesía, Penumbria, Hýbris Magazine, Revista Himen, entre otros. Ganadora del certamen de publicación de obra inédita del FEDEM 2018, con un poemario de próxima publicación. Estudia la licenciatura en escritura creativa en el Ritmo | Imaginación y crítica

Centro Morelense de las Artes y es egresada del diplomado en creación literaria de la EERG. Redes: The Poemtube (Youtube) / Colectivo Libros before tipos. Enrique Urbina Ciudad de México, 1993. Es licenciado en Literatura Latinoamericana por la Universidad Iberoamericana. Publicó Aquí el silencio no descansa con Dharma Books + Publishing y la instantánea Raíces con la editorial Paraíso Perdido. Textos suyos han aparecido en diversos medios electrónicos e impresos como Tierra Adentro, el Centro de Cultura Digital, Penumbria, Axxón, etcétera. Actualmente es becario del programa PECDA-EM 2019 y es editor de la sección #Intervenciones de la revista Vozed. Edna Montes Ciudad de México, 1985. Es licenciada en periodismo por la UNAM. Lectora, escritora y friki irredenta. Se ha desempeñado como reportera, profesora, editora web y community manager. Escribe principalmente dentro de los géneros fantástico, ciencia ficción y terror. Publicó Pequeños lujos con la editorial Paraíso Perdido (2016). Colabora en la revista digital Penumbria y en el blog de Editorial Paraíso Perdido. Iliana Vargas Ciudad de México, 1978. Estudió Letras Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, donde también cursó un Diplomado en Literatura Fantástica. Narradora de la imaginación fantástica,


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es autora de Joni Munn y otras alteraciones del psicosoma (Conaculta/FETA, 2012); Magnetofónica (Ediciones y Punto, 2015) y Habitantes del aire caníbal (Resistencia, 2017). Su obra forma parte de antologías y publicaciones que pueden consultarse en alteracionesdelpsicosoma.wordpress.com. Gerardo Lima Tlaxcala, 1988. Es licenciado en Relaciones Internacionales por la UPAEP. Ha colaborado en Ágora COLMEX, Playboy México, LETRARTE, Penumbria y Momento. Ha sido becario del FONCA (2016), PECDA (2013, 2018) e INTERFAZ (2018). Asimismo, ha ganado el Premio Estatal Dolores Castro de Poesía con el poemario Ya no hay tokiotas (ITC, 2016), el Premio Tlaxcala de Narrativa 2017, obtuvo Mención Honorífica en el XXXIV Premio Nacional de Cuento Fantástico y de Ciencia Ficción y fue merecedor del Premio Nacional de Cuento Breve “Julio Torri” 2018 con Cosmos nocturno (Tierra Adentro, 2018). Yesenia Cabrera Nació en octubre de 1996. Ha participado en talleres, como los impartidos por Ricardo Chávez Castañeda (ITC 20142015), y también ha sido ponente en instituciones como la UATx y la UNAM, en el marco de su Congreso de Literatura Gótica. Además, fue becaria del programa INTERFAZ (ISSSTE, 2018) y actualmente del FONCA en su programa Jóvenes Creadores con su proyecto Malleus Malleficarum. Entre sus aficiones se encuentra la escultura y la Imaginación y crítica | Ritmo


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pintura, además de la literatura. Obra suya puede apreciarse en la portada del libro Ya no hay tokiotas (ITC, 2016). También ha ganado el Premio Estatal de Cuento “Beatriz Espejo” 2018. Aura García-Junco Escribe narrativa (cuento y novela) y ensayo, y también es o intenta ser traductora. Ha colaborado en revistas como Este País, Punto de Partida, Revista de la Universidad de México y Tierra Adentro. En el año 2014, fue becaria del Fonca; en el 2016, de la Fundación para las Letras Mexicanas y en el 2017 de nuevo en el Fonca. En 2019 saldrá su primera novela, Anticitera, mecanismo dentado, en el Fondo Editorial Tierra Adentro. Aniela Rodríguez Chihuahua, 1992. Tiene estudios de Maestría en Letras Modernas por la Universidad Iberoamericana. Obtuvo el Premio Chihuahua de Literatura 2013 con El confeccionador de deseos (Ficticia, 2015) y el Premio Nacional de Cuento Joven Comala 2016 con El problema de los tres cuerpos (FETA, 2016). Fue beneficiaria del programa Jóvenes Creadores del Fonca y de Creadores con Trayectoria del PECDA Chihuahua, ambos en el área de cuento. Ha publicado, además, el poemario Insurgencia (ICM Chihuahua, 2014). Miranda Guerrero Nació el 27 de abril de 1993 en la Ciudad de México. Estudió la carrera de Letras Hispánicas en la UAM Iztapalapa. Su Ritmo | Imaginación y crítica


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carrera artística involucra narrativa, poesía y elaboración de collages.

literarios y de fanzín, trabaja como corrector de contenidos en CDMX.

Alfonso Franco Nació en la Ciudad de México. Estudió Biología Experimental en la UAM (casi con éxito). Siempre atraído por las letras, decidió cambiar de giro y estudió la licenciatura de Letras y Literatura Hispánicas en la UNAM (ésa sí, con éxito). La vida lo llevó hacia el periodismo, específicamente, el gastronómico, y se desempeñó durante 5 años como jefe de redacción de la revista elgourmet, publicada por la editorial Playboy México. Durante ese periodo, se certificó como sommelier en el Colegio Superior de Gastronomía. Desde hace varios años, redirigió su camino, de vuelta a los libros, como editor.

Adrián “Pok” Manero Ciudad de México, 1982. Ha publicado cuentos en la Segunda antología Caligrama de cuentos de Horror, Fantasía y Ciencia Ficción, El séptimo círculo (resultado del taller “La escena narrativa de la escritura: Un trazo subjetivo de la violencia”, impartido por Eduardo Antonio Parra) y en la revista electrónica Entre cronopios. Forma parte del consejo editorial de la revista Penumbria y colabora en el canal de YouTube de Los Comicólogos.

Édgar Lacolz Torreón, Coahuila, 1987. Estudió la licenciatura en Filosofía en la Universidad Autónoma de Chihuahua. Realizó dos diplomados en creación literaria. Fue becario en la categoría Jóvenes Creadores PECDA Coahuila. Ha escrito dos libros: Esto no es un Lacolz y Retrato Esperpento. Actualmente, además de impartir talleres

Karla Barajas Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, 1982. Publicó Valentina y su amigo pegacuandopuedes y La noche de los muertitos malvivientes (Editorial Imaginoteca, 2016), así como Neurosis de los bichos (Colección Minitauro, La Tinta del Silencio, 2017), Esta es mi naturaleza (Editorial Surdavoz, 2018) y Cuentos desde la Ceiba (Colección Bocanada, La Tinta del Silencio, 2019). Beatriz Álvarez Klein Nació en la Ciudad de México en 1957. Imaginación y crítica | Ritmo


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En 1977 le fue otorgada la beca “Salvador Novo” del Centro Mexicano de Escritores en la rama de cuento. Estudió Lengua y Literatura Hispánicas en la UNAM. Ha publicado traducciones literarias, así como cuentos y ensayos, en las revistas Cartapacios, Gaceta del Fondo de Cultura Económica, Universidad de México, ¡Siempre!, Plural, Penumbria, Anaïs: An International Journal y Ruptures. Es coautora, junto con Emiliano González, de El libro de lo insólito (FCE, 1989 y 1994). Emiliano González Autor de Miedo en castellano (1973), Los sueños de la bella durmiente (1978, ganador del premio Xavier Villaurrutia), La inocencia hereditaria (1986), Almas visionarias (1987), La h a b i t a ció n se cre t a ( 1 9 8 8 ) , Casa de horror y de magia (1989), El libro de lo insólito (1989), Orquidáceas (1991), Neon City Blues (2000), Historia mágica de la literatura I (2007) y Ensayos (2009). La mayoría de sus ensayos ha sido publicada en Revista de la Universidad de México y Penumbria. Lola Ancira Querétaro, 1987. Licenciada en Letras Modernas en Español por la Universidad Ritmo | Imaginación y crítica

Autónoma de Querétaro. Ha escrito ensayos, cuentos y reseñas literarias para medios electrónicos e impresos. Es autora de Tusitala de óbitos (Pictographia Editorial, 2013) y El vals de los monstruos (Fondo Editorial Tierra Adentro, 2018). Fue becaria del Fonca y de la Fundación para las Letras Mexicanas. Sus cuentos han sido publicados en diversas antologías, la última de ellas Ruta 80 (Selector, 2019). Miguel Lupián Cursó el diplomado de “Literatura fantástica y ciencia ficción” en la Universidad del Claustro de Sor Juana. Exalumno de Sogem, de la EME y de la Universidad de Edimburgo. Autor de una docena de libros; el más reciente se titula Anímula, historias diminutas soñadas por Madame Vulpes (BUAP, 2018). Ha sido jurado en concursos literarios, prologado antologías y participado en coloquios internacionales de literatura fantástica. Es miembro del Seminario de Literatura Fantástica Hispanoamericana de la UNAM y director de Penumbria, revista fantástica para leer en el ocaso.



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