Édgar Mena era poeta. Íntegro editor. Diligente diseñador. Agudo ensayista. Ejemplar docente que en sus exactos cuarenta y tres años de vida exploró las posibilidades de la existencia, la irisada palabra, los senderos de las letras: desde joven escritor que obtuvo la beca del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, el premio de la revista Punto de Partida de la UNAM, reportero encargado de redactar crónicas y artículos en el semanario Pulso del plantel Naucalpan. A la par sus poemas surgían en esos tiempos de aprendizaje, y se preocupó por dominar las tareas del noble tipógrafo, del moderno diseñador, del pulcro corrector de ediciones y la enseñanza de las letras en sus cursos de bachillerato. Años después, Mena era un editor que conocía la teoría y las praxis de oficio, un lector de tiempo completo, promotor de de las Colecciones Almendra, Naveluz y La Hormiga y director invitado de la revista Ritmo, a la cual le impregnó un celaje propio en sus páginas y secciones.