Hanan, lo que hay detrás de la guerra

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Hanan, lo que hay detrĂĄs de la guerra

De la mano de Marc Falomir VilĂ


CAPÍTULO 1º Entonces Hanan… cuéntenos su historia. Un silencio incómodo inundó la sala, la periodista ajustó los equipos de audio. Todo estaba preparado. Hanan pensó durante unos instantes: no quería recordar su pasado, ya hace tiempo que intentó hacer el esfuerzo de olvidar, olvidar todo. Pero aquella era una oportunidad única, así que empezó a contar: Era septiembre en As-Suwayda, una ciudad al sur de Damasco. Tenía cinco años. El curso estaba a punto de empezar yo ya estaba preparada. La emoción era grande: ¡iba a empezar el primer curso de la primaria! Llegó el día y me subí al coche de mi padre para que me llevara al colegio. Por fin llegamos y pude ver a mis amigos con los cuales me abracé y empezamos a jugar a nuestros juegos. También estaban Jaiza y Mohamed mis mejores amigos. Jaiza era una niña de mi edad con la mitad de la familia europea; sus padres eran unas personas con estudios, amigos de mis padres, y aunque el padre fuera de familia europea, en Siria no había discriminaciones y todos nos aceptábamos tal y como éramos. La quería mucho porque habíamos estado toda la vida juntos y, gracias a eso, teníamos casi todo en común aunque fuéramos por aquel entonces pequeñas. En cuanto a Mohamed, lo conocí un poco más tarde, cuando empecé el preescolar. Nos hicimos amigos gracias a su talento para siempre hacerme reír. Mohamed era un niño de familia no rica, pero adinerada, y cien por cien de origen sirio. Todos en su familia eran extremadamente religiosos: recuerdo aún a su madre con con el burka por la calle cuando venía a recoger a Mohamed, que estaba jugando. Todas las tardes, salíamos los amigos a jugar por las calles, que hervían de vida y de actividad. Nuestros padres no ponían inconvenientes, ya que las calles eran seguras. De vez en cuando Amina, una viejecilla que quería mucho a los niños nos daba algunos roscos de pan de su tienda. Eran buenísimos: de los mejores que he probado; y por eso siempre íbamos a pedírselos. Hacia la tarde noche, niños y no tan niños de todas las edades nos reuníamos en mi barrio para que Amina, con la voz de la experiencia, nos contara las aventuras de su


juventud. Aún recuerdo aquellas últimas noches de septiembre en las que la brisa aún era cálida, cuando, al lado de Amina, charlábamos todos juntos y, poco a poco, los más pequeños nos íbamos durmiendo hasta que nuestros padres nos venían a recoger. Todo siguió igual de bien hasta más o menos diciembre. El viento ya empezaba a ser helado y los árboles ya habían perdido sus hojas. Un día mis padres no me dejaron salir a jugar, recuerdo bien lo que dijeron: -

Hanan, hija, hoy no es día para salir a jugar, no ves el viento que

hace? - dijo mi madre. -

Además, tienes que estudiar no? - añadió mi padre con voz

convincente. Pero yo sabía que hacía un buen día, y que no tenía nada que hacer. Me extrañé un poco, pero lo dejé pasar. Durante una semana más o menos se repitió todos los días lo mismo, incluso el fin de semana. Las excusas iban variando, aunque de mal en peor, y cada día se respiraba en casa más tensión, una tensión muy fuerte y extraña, que nunca antes había experimentado en mi casa desde que tuve memoria. Los días de esa semana fueron los peores de mi vida hasta entonces. Recuerdo bien el tono de voz de mis padres, las cada vez más fuertes discusiones entre ellos, a mi madre llorando y lamentándose, los castigos inexplicables sin cenar, o comer, o desayunar… Llegó el lunes y me levanté especialmente temprano para ir al cole. Me vestí y fui a la cocina con la intención de desayunar. No estaba la mesa puesta y vi a mi padre sentado leyendo el periódico. -

Hanan, hoy no irás al colegio - dijo con tono severo y serio.

-

Pero…

-

No me repliques - levantó el tono de voz

-

¿Y el desayuno?

-

¡A la cama!

Cogió el diario y volvió a sumergirse en él pasando de mi. Me fuí llorando, y lloré en mi cama como no había llorado nunca en mi vida, pero lloré en silencio, para no despertar a mi madre, que ya suficiente tenía; y para no molestar a mi padre, que ya estaba bastante enfadado.


No lo comprendía en aquel entonces, no había hecho nada malo, ¡no había razón para ponerse así! Los minutos de después los pasé meditando y entre lloro y lloro, un sinfín de razones horribles se me pasaron por la cabeza con tal de explicarme el estado de ánimo de mi padre, y de todos en general. Por suerte o por desgracia, no se me ocurrió la verdadera razón de todo aquello. La guerra. Minutos después, vi entrar a mi madre por la puerta de la habitación. Se sentó en la cama y en un principio le dí la espalda: estaba triste, enfadada, y frustrada a la vez. Me abrazó. Yo me giré y la abracé a ella también con todas mis fuerzas. Rompí a llorar y no en silencio. Pasado un rato me calmé y mi madre empezó: -

Hija, ya habrás notado que son momentos difíciles, y sobre todo para

tu padre - yo era todo oídos - pero hay que aguantarlos y superarlos con fuerza, y, sobre todo, comprender y perdonar a los que lo están pasando peor, como tu padre. Sobre todo perdonar. Y recuerda que todo lo que dice y lo que hace no lo hace queriendo, son los nervios. Y dándome un beso se despidió de mí: -

Y ahora duerme, que aún es muy temprano.

Cerró la puerta y me quedé otra vez sola, aunque ya más tranquila. Me dormí. Pasaron los días y todo iba empeorando, sin prisa pero sin pausa. Ya no había casi comida en la despensa, pero yo no me atreví a preguntar por qué. No salía de casa nunca, y mis padres muy pocas veces. Mi miedo empeoraba. Me pasaba días enteros en la habitación jugando una y otra vez con los juguetes ya aborrecidos a causa de mis grandes ratos libres, con el único sonido de fondo de la tele encendida dando las noticias una y otra vez, o mi padre gritando y mi madre llorando. Aquellas navidades no hubo ni regalos, ni fiesta, ni amigos, ni nada. Solo una pequeña cena con mis padres y mi tía, vecina nuestra. Al menos, esos días no hubo discusiones.


CAPÍTULO 2º Poco a poco, pareció que la cosa amainara. Empecé a quedar con mis dos mejores amigos otra vez y, aunque ya nada fuera lo mismo, llegué a pensar que aquella pesadilla ya había acabado. Sin embargo, el problema no había hecho más que empezar y aquello solo fue una pequeña tregua, como la calma antes de la tormenta, pero yo era pequeña y no entendía nada. En la tele ya no hacían los dibujos animados que a mí tanto me gustaban y que mataban tantas horas de mi tiempo. Ahora, todo eran noticias que se repetían una y otra vez en las que aparecían hombres con armas disparando, ciudades arrasadas, y tanques desfilando. Estaba muy confusa. Un día como otros, mis padres llamaron a Jaiza para quedar con ella como hacíamos de vez en cuando, pero los padres de Jaiza no respondían. Llamamos varias veces pero sin éxito. Al final, mi padre decidió ir a casa de Jaiza a ver qué había pasado: aquello era muy extraño. Una hora más tarde, mi padre volvió a casa. Parecía triste y cansado. -

Nos han abandonado.

Llevaba una nota escrita a ordenador en la mano, arrugada por el correr de un lado a otro escapando de los manifestantes y de los policías que tan agresivos estaban. Empezó a leer: “Para Hanan y su familia. Queridos amigos, cuando leáis esto nosotros ya estaremos lejos de aquí. En vista de lo ocurrido decidimos que lo mejor para nuestra familia era viajar hacia Europa antes de que fuera demasiado tarde, ya que tenemos familiares allí y un lugar donde vivir. Vosotros deberíais de hacer lo mismo. Ya eran demasiadas tensiones para arriesgarnos a quedarnos. Aquí no nos quedaba nada más que amargos recuerdos: supongo que ya os habréis enterado de lo de mi hermano -mi madre se extrañó- Ya no intentéis llamarnos o contactar con nosotros, ya que nos hemos deshecho de toda comunicación y pista con este país que ahora, al menos para nosotros, es hostil; por eso también os rogamos que queméis el papel al acabar de leer esto. Aún así, no penséis que os hemos dejado, porque os recordaremos para siempre. Os quiere Dalia”


Mi madre se desplomó en los brazos de mi padre y empezó a llorar, ella había sido amiga de Dalia durante toda la vida y, seguramente, estaría triste por aquella despedida repentina, aunque era de esperar. Aquella noche todo estuvo en silencio. Intenté dormir pero no pude. Me quedé meditando a solas en la habitación intentando asimilar lo ocurrido: había perdido a Jaiza pero, mirándolo del lado positivo, aún le quedaba Mohamed para jugar. Unos días más tarde, murió mi tío. Se ve que lo habían capturado ese grupo de los rebeldes y, como mi tío estaba en las fuerzas del gobierno, decidieron matarlo. Pero no se quedaron ahí, grabaron su asesinato en un vídeo y se lo pasaron a mi padre por el móvil. Así nos enteramos. Nunca llegué a ver el vídeo, y a eso doy gracias, pero oí fuertes amenazas por parte de los asesinos dirigidas a mi padre. Decían entre otras cosas, que lo iban a matar, que en este país no había sitio para partidarios del gobierno como mi padre. Amenazaron a toda la familia de muerte. Para empeorarlo todo, dijeron que sabían dónde vivíamos, y que, por tanto, teníamos que huír o por lo contrario, sufriríamos. Sin embargo, mi padre no se inmutó por las amenazas: -

Esos payasos rebeldes no me intimidan, las fuerzas del gobierno los

aplastarán en un santiamén. Han conseguido coger a mi hermano, pero subestiman nuestro poder. -

Por favor hazles caso y vámonos. -mi madre le suplicaba- Piensa en

nuestra família. Ya se que es duro lo de tu hermano, lo es para todos -mi madre me señaló desesperada- pero no hagamos que esto empeore, por favor, ¡Escúchame! Mi padre había empujado a mi madre y ahora ella lloraba a una cierta distancia de él, aún suplicándole que le escuchara. Pero mi padre, lleno de furia y arrogancia, no lo hizo. Yo estaba asustada, muy asustada, así que me fui corriendo hacia mi habitación y me encerré allí. Al día siguiente, la situación en casa ya se había tranquilizado y yo me levanté con ánimos de hacer algo, así que pregunté a mis padres si podía quedar con Mohamed. Mis padres se lo pensaron un rato y, después de hablarlo seriamente me dijeron que sí, pero con una condición, que él viniera a mi casa, no yo a la suya. -

¡Sin ningún problema! -dije emocionada.


Pasada una hora, Mohamed ya estaba en mi casa. Vino solo, y eso me extrañó a mis padres y a mí, pero no me importó, lo bueno era que él estaba conmigo, y ya está. Le invité a jugar en la habitación con los juguetes y aceptó con un movimiento de cabeza, no dijo nada. Empezamos a jugar. Ese día Mohamed estaba muy extraño. Normalmente, él era siempre muy activo y hablador, pero ese día estaba depresivo y callado. -

¿Qué te pasa? -pregunté en un tono amigable.

-

¿Que qué me pasa? -levantó la voz, estaba enfadado- ¿Preguntas que

qué me pasa? Yo me alejé un poco de él: estaba muy enfadado, como nunca lo había estado, ahora era pura rabia. -

Mohamed por favor…

-

¡Déjame! Tus padres y su gente del gobierno nos han oprimido y

ridiculizado, permitiendo violar las leyes que impuso el mismísimo Alá, ¿y preguntas que qué me pasa? -el que hablaba no era él- Pero esto ya no durará mucho tiempo, no, porque nosotros restauraremos el Islam y exterminaremos a los infieles, empezando por los cristianos esos, y después tomaremos el gobierno y haremos de este lugar un estado puro, no como ahora, lleno de pecadores y cristianos -dijo escupiendo las palabras-. ¡Nadie podrá frenar a Daesh! Se levantó bruscamente y se fue de la habitación dando un portazo. Cruzó la casa y salió sin decir nada. Fuera, unos hombres con armas le estaban esperando y lo escoltaron hasta su casa seguramente. Acto seguido, vinieron mis padres, que habían visto salir a Mohamed, y me preguntaron qué había pasado. Se lo conté todo llorando desconsolada y mis padres me escucharon y consolaron los dos. Cuando paré de llorar, mis padres se fueron de mi habitación con una apariencia preocupada. Me volví a quedar sola. Más o menos una semana más tarde, sucedieron los acontecimientos que marcarían el comienzo de la guerra. Era ya febrero, y resulta que los manifestantes salieron a la calle como todos los días a hacer sus protestas “pacíficas” según la tele. Iban armados. Aquella vez se reunieron más rebeldes de lo normal y los policías del gobierno salieron a la calle a controlar la situación. También iban


armados. Era ya mediodía cuando los manifestantes pasaron por al lado de mi casa, ya llevaban dos horas moviéndose por las calles de la ciudad y la cosa no pintaba nada bien. Cuando llegaron a mi calle, los policías consideraron que ya era suficiente y formaron con los escudos antidisturbios una barrera a través de esta. A continuación, uno de ellos cogió un megáfono y amenazó de muerte a quien intentara pasar, y aconsejó a los manifestantes que se rindieran, pero ellos no quisieron hacer caso y cargaron contra la barrera. Lo que pasó después fué muy incierto: uno de los dos bandos disparó un arma, y entonces empezó un tiroteo donde casi todos los que estaban allí murieron, policías y manifestantes. Cuando todo aquello empezó a suceder, mis padres me cogieron y me llevaron al sótano hasta que cesaron los tiros, lo que fueron unos diez minutos. Nada más los disparos pararon de sonar, salimos todos a la calle a ver qué había pasado. Cientos de cuerpos se amontonaban en la ancha calle, y aún se oía algunos quejidos de los moribundos agonizando. Era aterrador. Mis padres, al igual que todos los vecinos, corrieron a ver a quién podían ayudar. Yo me quedé en la puerta de mi casa en estado de shock. Pero poco se pudo hacer por aquella gente, porque en apenas unos minutos, pasaron unos camiones con palas que recogieron a los muertos y no tan muertos, de modo que sólo unos cuantos afortunados se pudieron salvar. Una hora más tarde, la calle estaba igual que esa misma mañana, como si nada hubiera sucedido allí. Ese día estalló la guerra. Los días siguientes no fueron muy distintos a lo ya contado: tiroteos en las calles, ocultados por los camiones que lo limpiaban todo; manifestaciones, y numerosos mensajes en el móvil de mi padre o de mi madre con vídeos de asesinatos de gente a veces conocida, con sus correspondientes amenazas a nuestra familia. Pero nosotros no hicimos nada. Al final ocurrió lo que tenía que ocurrir. Creo que estábamos a mediados de febrero. Era viernes por la mañana, el día del señor para los musulmanes, y estábamos rezando en nuestra casa la oración de la mañana, como era de costumbre, sobre todo los viernes. De repente, se oyó el timbre varias veces de una forma insistente y nerviosa. Mis padres dejaron lo que estaban haciendo y mi madre me cogió por el brazo.


-

¡Corred, escondeos! -dijo mi padre susurrando y empujándonos a mi

madre y a mí. -

Pero… ¿y tú qué vas a hacer? -dijo mi madre preocupada.

-

Corre y no me repliques, o será peor para todos.

Des de la calle seguían llamando a la puerta y ahora, el llamar al timbre se había transformado en portazos cada vez más fuertes. Mi padre abrió. Unos hombres de negro entraron corriendo y fueron hasta dónde estaba mi padre. Iban armados. Lo sé porque lo vi por una ranura desde mi escondite. Los hombres de negro empezaron a gritar. -

¿Dónde está tu mujer?, ¿y tu hija?

-

No lo sé, han salido fuera hacia no sé dónde

-

¡Mientes!

-

No, lo juro, lo juro

-

Juralo por Alá

-

Lo juro lo juro -la voz de mi padre, que siempre había sido tan valiente,

ahora estaba quebrada. -

Vámonos, ya volveremos más tarde a por esas dos, y entonces sabrán

lo que es bueno. -

Por favor no les hagáis nada, por fav...

Silencio. Los hombres rompieron todo lo que pudieron y se fueron llevándose a mi padre. Aquel día fue la última vez que lo vi.


CAPÍTULO 3º Pasado todo aquello, mi madre y yo salimos del escondite. Todo estaba destrozado pero a mi madre no le pareció importar. -

Coge cuatro de tus cosas favoritas y metelas en la mochila del cole.

Nos vamos. -

Pero…

-

Ya has visto lo que ha pasado, este sitio no es seguro. Nos llevaremos

solo lo más importante para sobrevivir cuando estemos fuera, así que andando. Fuí a mi habitación y empecé a meditar cuáles eran mis cosas favoritas. Me quedé con mi peluche favorito, mi cerdito-hucha, los colores para dibujar, y el joyero que mi abuela me regaló. Lo puse todo dentro de la mochila y me fuí al salón a esperar a mi madre. Una hora después, salió mi madre con una mochila de excursionista no muy cargada. -

¿Qué llevas? -le pregunté.

-

Lo más importante: el dinero, la documentación, unas mantas, ropa y

algo para la supervivencia; nada más. -

Mamá, ¿y qué le pasará a nuestra casa?

-

Sólo Alá sabe lo que será de ella. Pero adonde vamos, no creo que

vaya a hacer falta. Y sin perder ni un segundo salí de casa, sin un lugar exacto al que ir, dejando atrás todo aquello que había conocido hasta entonces sin un simple adiós. Me fui sin mirar atrás, sin volver la vista, y con la única compañía de mi madre, que era lo último que me quedaba. Caminamos hacia el norte, hacia Turquía, alojándonos en casitas abandonadas y refugios excavados en la roca de la montaña, evitando los pueblos y las aglomeraciones de gente a toda costa. Llevábamos solamente la comida y el agua que metimos en la mochila el día de la huida y, aunque el dinero no nos faltaba, no podíamos gastarlo por miedo a que fuéramos descubiertas; así que tuvimos que racionar la comida muy estrictamente.


-

Míralo por el lado positivo -decía mi madre -al menos adelgazaremos

un poco. Yo me la miraba sin decir nada y seguía con la vista fija en el horizonte. Durante el viaje, tuvimos tiempo de hablar de mil y una cosas, de las que, con el ajetreo de la ciudad, nunca se nos había ocurrido comentar. Por el camino, mi madre me enseñó lo que pudo sobre las matemáticas y la lengua, porque decía que, en nuestra nueva vida, me harían mucha falta, así que yo la escuché entusiasmada. Además, esas lecciones ayudaban a pasar ese tiempo infinito que, ahora más que nunca, me sobraba. También me explicó, aunque de una manera suavizada para una niña de mi edad, la situación en la que en aquel entonces vivíamos con tal de que comprendiera lo que estaba pasando. Durante aquel mes de viaje, pasamos por muchas aventuras: todas similares pero a la vez diferentes, y que ahora no voy a enumerar, porque la verdad es que no acabaríamos. Sin embargo, aún recuerdo la que fue, sin duda, la más peligrosa, divertida, y en la que pasé más miedo de todas. “Eran ya mediados de febrero y ya llevábamos, al menos, dos semanas viajando por las montañas de Siria. Estábamos pasando en ese momento por un camino entre barrancos, el típico de las películas de bandoleros y, justamente hablando de ese tema, cuatro hombres vestidos de negro nos rodearon. Tenían el mismo símbolo que los hombres que apresaron a mi padre pero, por lo que de momento, parecía que no se hubieran dado cuenta de quién éramos. Nos cogieron y nos llevaron hasta un refugio en la roca con pequeñas tiendas de campaña esparcidas por su suelo. Estábamos las dos asustadas, muy asustadas, pero no nos resistimos ni protestamos. Simplemente nos limitamos a obedecer. El campamento estaba vacío, sólo se habían quedado dos de los hombres que nos apresaron vigilando, y los demás habían partido y estarían fuera dos días según escuchó mi madre. Nos ataron a un poste en la oscuridad con una cuerda roída y un nudo mal hecho, y los dos hombres fueron a la entrada de la cueva y, sentados alrededor de un fuego, empezaron a beber como si no hubiera un mañana. Mi madre, aprovechando ese momento de descontrol me contó el plan. Esperamos a que los hombres hubieran perdido el sentido para actuar. Cuando se dio la ocasión pusimos el plan en marcha.


Lo primero fue desatar los nudos, lo cual fue fácil, ya que estaban aflojados por el movimiento de las manos. Silenciosamente nos levantamos y cogimos nuestras cosas, que no las habíamos perdido de vista durante todo el rato, y nos dirigimos hacia los guardias, ya dormidos por el alcohol. Mi madre se paró un momento para examinar la situación y acto seguido se puso manos a la obra. Le dí la soga con la que nos habían atado a nosotras y ella los ató y tapó la cabeza. Cuando acabó cogimos toda la comida y el agua que pudimos cargar y algunas herramientas. Nos fuimos al amanecer, con aún los guardias dormidos. Aquella vez tuvimos suerte y logramos sobrevivir”. Otras dos semanas más tarde, nos encontramos a las puertas de Turquía. Por fín, después de tanto esfuerzo, habíamos llegado. Pero los problemas no se acabaron aquí, ni mucho menos, porque al llegar a la frontera nos encontramos con mil y una personas más que, como nosotros, solo querían entrar pero los policías les echaban a palos. Al cabo de un día y medio infructuoso de esperar bajo el sol, mi madre decidió recurrir al paso de las montañas, que usaban los contrabandistas para atravesar sin dar explicaciones. Fue dicho y hecho, y al día siguiente ya estábamos en el paso por la montaña que nos llevaría al otro lado de la frontera. Pero, tal y como estaba la situación, aquello parecía especialmente fácil y, efectivamente, pasó lo que nos temíamos. A mitad camino, ya bajando por la ladera de la montaña, nos salieron al paso unos policías con cara de pocos amigos. -

Señoritas, esto es una inspección rutinaria, si todo está en regla, les

dejaremos marchar en paz. Mi madre intentó disimular sus nervios. -

La documentación por favor -dijo el policía extendiendo la mano.

-

Cla… claro.

Después de lo que pareció una eternidad mirando los papeles, el policía levantó la cabeza y se guardó los papeles. -

Son sirias, ¿verdad? -continuó el policía ahora con voz más seria.

-

Sí, señor

-

Y por el equipaje que llevan, juraría que son contrabandistas.


-

No caballero, pasábamos por aquí porque en la frontera hay algún

problema y pensamos que… -

Tiene derecho a permanecer en silencio -la cortó el policía, ya contará

su historia en comisaría. Mi madre bajó la cabeza, ahora lloraba silenciosamente. Yo la intenté consolar. En comisaría todo fue muy rápido. Era ya tarde y la jornada de trabajo estaba ya a punto de acabar cuando entramos nosotras. El comisario, un hombre gordo y con cara de asco, no se atendió a razones y no quiso escuchar ni la historia, ni las súplicas de mi madre. Solamente dijo “lleváosla”. Nos quitaron el dinero y los papeles y nos metieron en una furgoneta y allí pasamos la noche. Mi madre no paró de llorar, pero siempre en silencio, para no molestar. Aquella noche fue una de las peores que recuerdo de mi vida. A primera hora del día siguiente, unos policías llegaron a la furgoneta y nos fuimos de aquel lugar con rumbo hacia el sur. Todo el viaje hecho hasta entonces no sirvió de nada. Nos pasamos todo el día viajando por carreteras y caminos, y sólo nos dejaron salir dos veces del coche. Aquella noche también dormimos en la furgoneta. Todo siguió igual hasta que al llegar la tercera noche pasó algo horrible: serían sobre las once de la noche. Los policías estaban alrededor del fuego bebiendo y jugando a las cartas mientras nosotras intentábamos descansar, pero era imposible debido al ruido que hacían. Entonces un policía abrió la puerta del compartimento donde estábamos y sacó a mi madre fuera. Cerró la puerta. Se oyeron gritos, llantos y golpes por parte de mi madre; y risas por parte de los policías. Tres horas más tarde, un policía abrió de nuevo la puerta y arrojó a mi madre dentro otra vez, pero ahora despeinada, sucia, y con la ropa aparentemente rota. Estaba llorando otra vez. Al siguiente día llegamos a nuestro destino. Estábamos en Jordania. Nos llevaban al campamento de Mafraq. Cuando llegamos al campo de refugiados, nuestros portadores nos dejaron en manos de otros policías y se fueron tan rápido como vinieron. Los nuevos policías nos asignaron un número y nos dejaron a nuestra suerte. Nos dedicamos a preguntar y después de un largo rato, finalmente descubrimos que aquel era el número de nuestra tienda y nos dijeron dónde podíamos encontrarla. Aquello era


enorme, gigantesco, y a primera vista nos parecía que no se acabara, así que nos tuvimos que pasar al menos una hora buscando nuestra tienda basándonos en la poca información que nos habían dado. Durante esa hora, tuve tiempo suficiente para examinar bien el lugar: todo estaba lleno de fango y tierra sucia, olía mal, la gente deambulaba por el campamento como almas en pena con las ropas roídas y los zapatos rotos; habían niños y mayores pidiendo en cada esquina, en cada rincón, hambrientos, sucios y enfermizos, con tal de encontrar algo de comer proveniente de algún alma caritativa, muy, muy caritativa. Cuando y habíamos caminado unos trescientos metros desde la entrada, nos topamos con la enfermería, una tienda blanca y grande comparada con las demás, de dónde no paraban de salir y entrar médicos que por lo visto, no daban abasto a la gran multitud que se abarrotaba ante ellos pidiendo todos lo mismo: un poco de atención. Al fin llegamos a nuestra tienda y al verla, mi madre poco se desmaya. No se lo creía. Nos había tocado una tiendecilla, de las peores, y, además, el inconveniente de que aquel sitio ya estaba habitado por dos hombres más, sucios y aparentemente drogados, que en ese momento se encontraban a las puertas de la que, durante unos dos meses, tendría que ser nuestra casa. Después de dialogar un poco con los dos hombres y comprobar con seguridad que aquella era nuestra tienda, procedimos a ver el interior. Solamente poner un pie dentro, a mi madre por poco le coge un ataque de ansiedad, y con razón, porque aquel era, sin duda, el sitio más sucio que supongo que las dos habíamos visto jamás. Ropa rota y tirada, barro por todas partes, trozos de bolsas de plástico amarillentas apegadas al suelo por a saber qué sustancia y, para colmo, olía fatal. Pero eso no fue lo peor, lo peor aún estaba por llegar, pero de momento decidimos dejarlo pasar hasta que fuera hora de afrontarlo. Y como todo, aquel momento tan temido por nosotras llegó. Y ahora puede que esté dramatizando un poco, pero para nosotras, aquello fue el castigo supremo. Resulta que aquel momento que nosotras tanto temíamos, era la hora de ir a dormir dentro de aquella asquerosa tienda, con aquellos dos asquerosos drogatas. Pero lo tuvimos que afrontar. Horrible. Todos apretados en una tienda tan pequeña… Pero la que lo pasó peor fue sin duda mi madre, la que al día siguiente me contó que aquellos dos drogados la habían estado tocando toda la noche.


Por fin llegó el día siguiente y solo pudimos, recogimos nuestras cosas y empezamos a buscar un centro de atención especial o algo para poder abandonar aquella apestosa tienda. Después de medio día de búsqueda, al fin dimos con el lugar adecuado unos barracones no muy grandes con una inscripción en la puerta que ponía “Atención especial”. Tuvimos que esperar durante una larga cola hasta que nos tocara nuestro turno, al menos cuatro horas bajo el sol, pero el turno llegó y empezamos a hablar con el encargado de atender estos casos. -

Hola señor… Quería comentarle el caso en el que estamos mi hija y

yo. Resulta que... -pero el encargado la cortó en seco. -

Los casos relacionados con los niños deben de ir al departamento de

al lado. -

Pero…

-

Siguiente -dijo el encargado levantando la voz y cortando de nuevo a

mi madre. Mi madre salió bien enfadada de allí: -

Pero, qué maleducado, qué se habrá creído, ya le vale...

Y así fue maldiciendo hasta llegar al departamento adecuado. Dos horas más de cola. Entramos a la oficina acaloradas, sudadas y asqueadas de tanta cola. Mi madre empezó a hablar: -

Verá, señor, yo y mi hija llegamos ayer al campamento y nos ha tocado

dormir con dos drogadictos en una de las tiendas más pequeñas y sucias del campamento. Me pregunto si habría alguna opción de poder cambiar de tienda o algo semejante… -

Señora lo siento pero tendrá que hablar con el departamento de

“Atención especial”, justo al lado de este. -

Pero señor, vengo desde ese departamento y me han mandado aquí.

He hecho cuatro horas de cola en ese departamento y dos más aquí. -ahora mi madre estaba ya suplicando- Por favor, ¿no hay nada que ustedes puedan hacer al respecto? -ya se le empezaban a salir las lágrimas ante el rostro impasible del encargado. -

Bueno… -su boca dibujó una amplia sonrisa- ¿Y qué obtengo yo a

cambio? -dijo con voz interesada.


Mi madre giró la cabeza y se dispuso a irse asumiendo la derrota, ya que los policías turcos le habían quitado todo el dinero que llevaba encima. Pero yo la cogí fuertemente por el brazo. -

Espera, mamá.

Ella se giró y entonces yo saqué las joyas de mi abuela, que al empezar el viaje había depositado en la mochila escondiéndolas todo lo que pude para que nadie las robara y, efectivamente, seguían ahí. -

¿Esto valdrá?

Mi madre las miró y le brillaron los ojos y, guardándome la más valiosa de nuevo en la mochila, le ofreció las piezas al encargado. -

¿Será suficiente? -preguntó mi madre, ahora con un tono de voz más

serio. Al encargado se le dilataron las pupilas e intentó disimular la felicidad producida por el oro que en aquellos momentos se encontraba sobre la mesa. -

Supongo, pero no nos quedan tiendas libres, así que tendrá que

dormir conmigo -dijo haciéndose el interesante mientras cogía un papel y le escribía dónde era. Mi madre bien sabía a qué se refería con eso, pero como no le quedaba otra opción, se resignó a aceptar. Aquella noche, y durante una semana, pudimos dormir en un sitio limpio y con una cama más o menos decente. Pero al final mi madre se hartó y pidió al encargado otro sitio donde dormir. El encargado no se hizo mucho de rogar, ya que, durante la semana que estuvimos con él, le cogió cariño a mi madre. Los dos meses y medio siguientes no los pasamos mal, pero tampoco fueron muy bién que digamos… Intenté relacionarme con los demás niños, e incluso llegué a hacer buenas amistades con los niños y niñas de mi edad; pero duraban poco, porque, de un día a otro, los niños y niñas desaparecían sin ninguna explicación, y parecía que a nadie le importara. A todo eso, se le sumaron las enfermedades el desorden público, el riesgo de violación, la higiene, el hedor, y las lluvias; que traían frío, más enfermedades, más desorden y más hedor. Todo junto, aquello formaba el infierno en vida. Así que cuando vimos la oportunidad, nos largamos. Todo fue de la siguiente manera:


Eran ya mediados de Junio, y la fiesta del Lailat al Miraj estaba a la vuelta de la esquina. Los directores del campamento mandaron traer un cargamento de alcohol para celebrar la fiesta porque, aunque las leyes del Islam prohíben el consumo de alcohol y drogas, aquella gente eran unos hipócritas. En ese día, mi madre vio la oportunidad, aunque no le saldría barato el plan pero, mirándolo bien, todo beneficio necesitaba su esfuerzo. El plan funcionó así: Mediante contactos que mi madre había hecho en el campamento durante nuestra estancia en aquel antro abandonado de la mano de Alá, logró enterarse de que el día del Lailat al Miraj, los altos cargos del campamento darían una fiesta, y que en ella estaba el encargado con el que tuvieron relaciones, para ella forzadas, durante el principio de su estancia. Fué a la fiesta y, efectivamente, allí encontró al encargado, al que sedujo con sus encantos. El encargado aceptó encantado y, entre trago y algo más, mi madre logró emborracharlo como nunca. Cuando estuvo bien frito, aprovechó para robarle hasta la última moneda que le quedaba, incluso joyas de mi abuela que empleamos al principio para sobornarle, y se fue corriendo a encontrarse conmigo en un punto determinado que habíamos acordado. Sortear la puerta no fue nada difícil, ya que todos los guardias estaban aún en la fiesta y, los que se habían quedado de guardia, estaban dormidos y medio borrachos en sus puestos. Sorteamos la puerta y nos fuimos, con los bolsillos llenos, y sin dejar rastro. -

Dejemos atrás todo lo pasado en estos dos últimos meses. Hija, tuve

que hacerlo, no me lo tengas en cuenta -empezó mi madre a la mañana siguiente- ya lejos del campamento- Fue por nosotras y por nuestra supervivencia -bajó la vista. -

No pasa nada, mamá, vamos a empezar de nuevo -la consolé.

Después de un breve instante con la mirada baja y pensativa, mi madre levantó la cabeza y dijo ahora más animada: -

Huiremos por mar, con alguna de las embarcaciones que ahora tanto

se usan. No me hace gracia, pero es la única alternativa, y, si tenemos suerte, llegaremos a las costas griegas sanas y salvas. Caminamos durante dos días sin apenas descanso. Siempre hacia el oeste, hacia el mar.


CAPÍTULO 4º Estábamos a principios de julio cuando zarpamos de noche, a escondidas, desde una playa al norte de Jordania, y con rumbo a las islas griegas. Habíamos conseguido una embarcación dos días antes tratando con unos hombres en el puerto. La plaza en el barco, si se podía llamar así, no fué muy difícil de conseguir. Bastó presentar el dinero que habíamos cogido prestado del campamento de Mafraq y algunas joyas para que aquel hombre, como todos, aceptara cegado por el oro. Así que allí estábamos, en medio del mar, en aquella embarcación pésima abarrotada de gente, forcejeando por seguir encima de la barca, sin comida, sin agua. Aunque en teoría no nos haría falta, ya que el viaje duraría sólo doce horas, de las cuales cinco estaríamos durmiendo. Cinco horas… ¡Tres días nos pasamos en aquella embarcación! Todo empezó a ir mal a partir de la mitad primer día, cuando se suponía que ya era hora de llegar al destino. El hilo fino que nos separaba al borde del desastre era la esperanza de llegar a tierra. Pero la realidad era que estábamos abandonados todos en el mar a nuestra suerte, así que al pasar el mediodía del primer día, veinticuatro horas después de la supuesta hora de llegada, la esperanza empezó a perderse y todo se desmadró. Un barullo enorme se formó, la barca se balanceaba de lado a lado, unos se discutían, otros lloraban, otros se lamentaban… Desde aquel instante todo fue de mal en peor: cada vez la gente chillaba más, se daban empujones, se peleaban, y todo sin razón. Entonces, de un momento a otro, algunos empezaron a saltar de la barca desesperados, haciendo que el caos aún fuera más grande. Pudimos rescatar a cuatro de los que saltaron pero dejamos atrás al menos a cinco personas, que se fueron nadando con la esperanza de encontrar tierra. Pudimos ver cómo se ahogaban en la distancia. Fueron unos días muy intensos, pero a la mañana del tercer día, nos despertamos en tierra firme, en una playa desierta concretamente. No sabíamos dónde estábamos, ni si nos acogerían, ni qué nos esperaba. Además, estábamos desnutridas por los tres días sin comida, y extremadamente cansadas; pero lo


importante era que habíamos llegado vivas, toda una suerte, y que aún nos quedaba mucho por hacer, así que nos despedimos silenciosamente de la barca ya medio vacía, revisamos el equipaje, y nos adentramos en aquel sitio. Cuando llevábamos al menos unos trescientos metros caminando, encontramos una casita abandonada y decidimos quedarnos allí y, cuando viniera el propietario, pedírsela prestada. Por el camino encontramos una fuente y allí pudimos beber. La casita no estaba nada mal, una habitación, un salón, y lo que habría sido en un pasado una cocina. Planta baja. Todo estaba en un relativo buen estado: techo completo, suelo resistente, sólo la puerta estaba un poco rota, y por ahí pudimos entrar. Nos instalamos en la habitación con una cama de matrimonio un poco vieja. Lo limpiamos todo un poco para no ser mutiladas por los bichos, y nos echamos a dormir dejando el asunto de la comida para más tarde. Estábamos agotadas. Unos pasos nos despertaron. -

Hola, ha… ¿hay alguien ahí? -preguntó mi madre asustada.

-

¿Quién anda ahí? -preguntó una voz proveniente del exterior-

¿Ladrones? ¡Ya estoy harto! -

No, no señor. Por favor, no nos haga daño, solo queremos hablar.

-

¿Quiénes sois? -dijo con un tono entre asustado y enfadado.

-

Solo queremos hablar con usted...

Apareció por la puerta un hombre de una avanzada edad, medio calvo, con panza, y vestido con camisa a cuadros y vaqueros. Llevaba una barra de metal en la mano, y tenía la cara roja como un tomate. -

¿Qué queréis? -dijo ahora con un tono exigente.

-

Verá...

Mi madre le contó primero nuestra situación actual, y luego nuestra historia de todo lo que habíamos pasado hasta entonces, sin atender a los detalles. -

Ya veo… - pensó en voz alta el hombre cuando mi madre acabó la

historia- Últimamente, mi mujer y yo estamos muy involucrados en este tema de los refugiados y la guerra, y ya hacía tiempo que habíamos pensado en acoger a algunos, ya que la guerra nos pilla muy de cerca aquí en las islas Griegas. Nosotros tenemos otra casita de campo cerca de aquí, y en buenas


condiciones, no como esta. Podríais quedaros allí el tiempo que hiciera falta, no nos importa. -

¡Muchísimas gracias! -a mi madre casi se le saltaba una lágrima.

-

No hay de qué. ¿Tenéis hambre? Venid a casa y os daremos algo de

comer, y de paso os presento a mi mujer, Helen. ¡Por cierto!, yo me llamo Myles. Las dos nos miramos a los ojos mutuamente, y le seguimos. La suya era una casa grande de campo a las afueras del pueblo, con dos pisos y patio interior. El interior estaba muy bien decorado y la luz entraba por todos lados. Conocimos a su mujer, Helen, que nos recibió de muy buen grado y que enseguida nos preparó algo para comer. Mientras comíamos, les contamos nuestra historia, la misma que le contamos a Myles. Cuando acabamos, Helen estaba llorando, seguramente de tristeza, y Myles tenía la cabeza gacha y la mirada perdida. Momentos después, Myles se levantó para dispuesto a ir a enseñarnos nuestra nueva casa. Les dimos las gracias por toda aquella hospitalidad incondicional y dos dispusimos a irnos. -

Gracias a vosotras, que nos habéis hecho abrir aún más los ojos,

¡gracias! -se nos despidió Helen. Myles nos enseñó nuestra nueva casa, nos dijo dónde se encontraba cada cosa, y nos dio algunas instrucciones éticas para cuidarla. Cuando acabó, Myles se fue dejándonos solas. Mi madre no se lo creía. Las dos estábamos desbordadas de alegría. Parecía que todo se había acabado, que ya estaba. Una semana después, no sé cómo ni dónde, mi madre conoció a un chico y se enamoró de él. El “chico” tendría ya unos cuarenta años y se llamaba Moses. En casa, mi madre no hacía más que hablar de él: que si Moses por aquí, que si Moses por allá; y yo ya me estaba hartando. Un día lo invitó a tomar algo a casa. Fue horrible. Cuando mi madre estaba delante, él se comportaba como un auténtico galán, pero cuando ella no miraba o estaba en otro sitio, él me amenazaba, me pegaba, y me vacilaba e insultaba. Yo se lo intenté decir a mi madre, pero ella, cegada por el amor y el dinero que poseía aquel tal Moses, me decía que callara, e incluso me regañó. Aquel maldito hombre nos estaba distanciando, pero si a ella le hacía feliz, yo no quería meterme por medio.


Se acercaban las fiestas del pueblo y Moses invitó a mi madre a salir con él y sus amigos hasta tarde. -

No me esperes despierta cariño -dijo despidiéndose de mí con un

beso. -

Mamá por favor no te vayas -respondí entre sollozos.

-

Estaré aquí por la mañana.

Cerró la puerta. A la mañana siguiente no me desperté con mi madre al lado como era habitual. La busqué por toda la casa pero no estaba. Enseguida llamé a Myles que vino corriendo a por mí. -

¿Qué ha pasado hija? -preguntó preocupado.

-

Mi madre dijo que volvería, pero aún no ha vuelto -contesté entre

sollozos. -

Tranquila, ven a casa y cuéntanoslo todo.

Fuimos a su casa. Yo me fiaba mucho de él y no le puse inconvenientes. Cuando llegamos, les conté llorando todo lo sucedido, lo de Moses, lo de la fiesta… Cuando acabé, los dos se miraron a los ojos, sabían muy bien, demasiado, lo que había pasado, pero se inventaron otra historia y empezaron a contar: -

Tu madre se ha ido… -empezó Myles.

-

… a un lugar… - continuó Helen.

-

… en Europa…

No paraban de mirarse entre ellos. -

… para buscar una vida mejor…

-

… y así traer dinero para cuando seas mayor -acabó Myles.

Me lo creí. No tuve otro remedio. Después fuimos a la otra casa y recogimos todas nuestras cosas para llevarlas conmigo a casa de Myles y Helen. Me quedé a vivir con ellos, y ellos me aceptaron como si fuera su hija. Una semana después, mis abuelos adoptivos ya me habían hecho los papeles y ya formaba parte de la unión europea. Estaba salvada.


Empecé el nuevo curso sin problemas. Enseguida me incorporé e hice amigos en el colegio, me esforcé mucho y logré ponerme al nivel de los demás alumnos, e incluso superé a algunos. Hasta días de hoy, he estado estudiando y trabajando duro para llegar a conseguir lo que tanta gente no puede, para aprovechar esa oportunidad única que me dió la vida, y para hacer honor a mi nombre, a mi nación, y a todas aquellas personas que luchan por poder lograr un objetivo, un sueño, o una meta; porque yo he podido lograr la mía y por eso, ahora la aprovecho.

Novela escrita por Marc Falomir Vilà, de 3ºB Castellón, 13 de mayo de 2016


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