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refugio, alejandra cabello

Por: Alejandra Cabello

Todo lo que pasa por el arte se transforma: los espacios, las personas, tu mirada… La tristeza se instala ahí —es su refugio— para después salir con las alas extendidas. Llorar riega la vida, las pequeñas muertes. Lo mismo ocurre con el arte: nos empapa todos los días, es nuestro resquicio. La abertura por la que drenamos lo que nos alegra y también lo que nos duele. Siempre está ahí mitigando el desvelo, lanzando un canto a la distancia —la acorta, la diluye—, versando el silencio. Viene a nuestro encuentro cuando suplicamos una esperanza: nos sostiene. En mi vida, ha sido una brújula. Un constante espejeo. La tertulia que colorea nudos —¿quién no tiene?— y propone reconciliaciones. Una búsqueda de voces cómplices, pese a venir de otros años —no se rige por tiempos—, aunque atraviesen otros cuerpos. Las almas se comunican al igual que los cuerpos. Aún me visito en los versos de Benedetti, Gabriel Celaya, Borges, que durante la adolescencia me rescataron, pero poco a poco fui a encontrarme en los poemas de Rosamaría Roffiel, Elvira Sastre, Wislawa Szymborska, Rosario Castellanos; en las novelas de Marcela Serrano… en mis amigas artistas. Diosas de la captura: en palabra, fotografía… También ha sido la certeza de que los mundos son mejores cuando habitamos sus expresiones: desarrolla mi sensibilidad. Delicadeza. Tan necesaria en esta época de inmediatez y consumo desechable. El arte se siembra. Crece. Aquí siguen floreciendo las lecturas en microbús camino al bachilleres, llorando a alguna de las mujeres sentipensantes que Serrano ha traído a mi vida: “Probablemente, en el camino he perdido muchas cosas por el miedo al riesgo y a posibles dolores futuros, seguro que a veces el presente se ha escapado”, dice Camila en Lo que está en mi corazón. Me sigue rondando en los latidos, recordando que esa lectura se grabó en la memoria de mi alma —piel—, en los pasos que daría después. En las puertas que toco hoy.

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Enciende diálogos, internos y con otras personas —seres—. No solo mueve la energía, también nos relata historias —quizá la nuestra—, le expresé a mi madre una tarde que recorríamos algunas unidades habitacionales de la alcaldía Iztapalapa en la Ciudad de México, mismas que ahora están impregnadas de rostros de mujeres: poetas, pintoras, arquitectas, escritoras, políticas. Mujeres que podemos ser nosotras: Soñamos. Creamos. ¡SOMOS! Se apellida como yo, respondió ella. Entonces, también es abastecimiento de referentes, reconocimiento, posibilidades de imaginarnos más allá del deber ser —madres—. Ser lo que nos plazca, pese a los intentos de mutilarnos a cada momento. Romper con las exigencias o las limitaciones. Tender puentes que permitan caminar hacia nosotras. Ser diosas creadoras. Es lo sublime, tu eco de regreso a casa. Alguien más lo sintió, plasmó con él una obra que hoy te sana mientras estallas. Me ha pasado con la música de Vanessa Martín: sus letras sudan el beso que nos quedó colgando. Me ha estremecido en concierto. Su voz desnuda, pero lo que su cuerpo hace en el escenario con las canciones llega a ser inefable.

¡Es una diosa! Me recuerdo allí, llorando Ya, como si estuviera en plena ruptura, aunque no fuese así. Mi cuerpo que reposaba en la butaca se transformó en una ola de sentimientos saliendo al hallazgo de matices. Es lo sublime. Me volvió a ocurrir en pleno apagón en el Foro del Tejedor, Pavel Núñez interpretaba “quiero despertar en otra parte, quiero convertir en arte estas ganas de llorar” y algún vestigio se sintió arropado. Trajo la luz a las paredes. Los espacios oscuros extendieron las entregas. Se sembraron en la noche a la que hoy vuelvo, sintiendo ese eco en el estómago como si fuera nuevo ese sentimiento en mi existir. Algo parecido experimenté con la puesta en escena Mi hijo solo camina un poco más lento, de la que salí llorando todas las actuaciones. Me trastocaron —lo consciente y mi inconsciente—. Con sus interpretaciones se destapó el derroche de caricias al alma. Retumbaron en lo profundo: todo lo que llegamos a callar —o queremos decir— encuentra salida en la expresión artística de alguien más. Está enraizado en nuestro ser. Somos bifurcaciones constantes. No salimos incólumes. El arte es refugio donde Diosas y Dioses calman la agonía o simplemente le proponen otras orillas para reposar. Tienen —desarrollan— los dones que nos permiten sentirnos en cercanía, porque todo lo que nos pasa por dentro se refleja afuera y sus voces lo han llevado a otro plano que sabe encontrarnos cuando menos lo imaginamos y más nos hace falta. Un ritual palpable que nos acompaña en todo momento. Fuegos que se multiplican en el acto de mirarse en medio de tanto ruido. Cada quien tiene su propio refugio. Sus diosas protección, sus dioses bálsamo. Aquí mencioné parte del mío. Te la comparto porque también es tuyo: somos bifurcaciones constantes.

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