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papeL en bLanco, david cleves guarnizo
Por: David Cleves Guarnizo
Me encontraba en medio de un bosque en el cual difícilmente entraba la luz debido a su follaje frondoso. Sombras enmarañadas se extendían por el suelo haciendo imposible ver donde ponía mis pasos. Entrecerré mis ojos para intentar ver algo en medio de aquella negrura, a la vez que intentaba escudriñar las tenebrosas opacidades que me rodeaban y que me llenaban de un sentimiento de infinita incomodidad. Cuando, de repente vi un pequeño resplandor blanquecino que sobresalía entre las penumbras. Contrariamente a lo que usted como lector pueda pensar, este pequeño brillo no me calmó los ánimos, por el contrario, comencé a frustrarme y pequeñas gotas de sudor empezaron a coronar mis sienes. Podía percibir el ritmo de mi corazón acelerarse en mi garganta y un dolor punzante que empezaba en la frente y se irradiaba por toda mi cabeza hasta la base de la columna vertebral. Respiré profundamente, busqué entre mis bolsillos para asir cualquier herramienta que en ellos pudiera encontrar... Quizás con algo de suerte encontraría aquella pequeña navaja que compré en un mercado de baratijas hace un par de semanas o quizás las llaves de mi casa, para ponerlas en mis nudillos como si fuera una manopla. Pero no, solo pude encontrar un triste lápiz pequeño con la punta casi completamente chata. Me aferré fuertemente a él y, armándome de valor, me acerqué sigilosamente hasta que pude hacer contacto visual con la fuente de esa luz. Y allí entre los matorrales me miraba fijamente, con unos estremecedores ojos blanquecinos, el papel en blanco, agazapado como un leopardo esperando su ataque. Yo languidecí al ver como su frívola inmovilidad me paralizaba desde lo más profundo de mis entrañas... Miré hacia el cielo como buscando alguna señal, un simple gesto para que me indicara que todo estaría bien. Sentía cómo la sequedad de mi boca sellaba mis labios formando una mueca lastimera y graciosa. No es un adversario desconocido, he tenido épicas contiendas con él desde hace varios lustros, pero esperaba que después de nuestra milésima batalla pudiera al fin recuperar el valor para poder vernos frente a frente. Golpeé suavemente mi pecho en busca de valor. La bestia parecía alimentarse de mis frustraciones y de mis temores, que aumentaba su tamaño con cada respiración entrecortada que se escapaba de mis labios; y tras un suspiro profundo, hice el primer movimiento. Empecé blandiendo mi arma y llenando de garabatos su lomo. La bestia rugía mientras gruesas gotas de sudor empapaban su faz. Podía sentir su gesto penetrante hurgar en mis entrañas. Veía como poco a poco su lomo iba adquiriendo otros aspecto. Ya su blancura era menos penetrante, podía empezar a distinguir las primeras formas que empezaban a aparecer sobre mi adversario, sentía como si su fuerza inmóvil estuviera lentamente cediendo. El forcejeo fue intenso hasta que finalmente y con una gran estocada, tembló ante mi ataque y cayó rendida a mis pies.
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Espero que como lector usted no haya creído en esta historia, solo es uno más de los millones de mitos creados en torno al oficio de la creación. No recuerdo cuál fue la primera vez que una persona usó la palabra “creativo” para describirme, pero es una palabra recurrente, sobre todo desde que empecé a ejercer mi carrera como artista, ilustrador y escritor. Desde entonces me he enfrentado a la curiosidad de las personas que constantemente asocian el oficio de “crear” con algo divino, como algo que roza la mística. Pero si cuestionamos a otras personas cuyas profesiones se catalogan como creativas, esta idea da un giro de ciento ochenta grados. Yo no considero que el acto de crear sea un privilegio de unos cuantos bendecidos por un talento. Al contrario, creo que dicha habilidad es inherente al ser humano y sobre todo a su capacidad transformadora. Es la comunión entre las ideas y los hechos, entre la fantasía y la realidad. Es una zona gris donde todos tenemos acceso y que vemos como inexequible. Se nos ha enseñado a ver de forma mitificada a la creación cuando es la esencia misma de nuestra humanidad y vive en cada una de nuestras acciones. La creación no es una acción que toca forzar. Al contrario, cuando se desarrolla bajo su propio curso y tiempo, es mucho más poderosa. Empecé este texto con un pequeño relato del papel en blanco porque es uno de los mitos más recurrentes para intentar dar explicación al proceso creativo. Siempre he escuchado historias sobre el miedo desbordante al papel en blanco y de cómo la inspiración desciende del cielo para arremeter contra este adversario. Se ve en el artista una especie de semidiós capaz de transformar la nada y hacer la inmateralidad tangible, visible y disfrutable para otros, pero ¿realmente es así? Hice el ejercicio de preguntar a otros colegas artistas (dibujantes, escritores, compositores) respecto a sus procesos creativos y a este llamado miedo al papel en blanco. Muchos de ellos me miraron con extrañeza, otros solo se rieron burlonamente mientras me preguntaban porque repetía viejos clichés sobre artistas. Una respuesta en particular me llamó la atención. Esta persona me decía que nunca sentía miedo, que la sensación que tenía al empezar un dibujo era más parecida al entusiasmo, ya que a pesar de no conocer el resultado, le fascinaba la idea de ver como el famoso papel en blanco poco a poco se iba transformando a su antojo. Empecé a decantar todas estas ideas y después de mucho reflexionar al respecto, puedo decir que dicho miedo al papel en blanco y que los creativos como semidioses no existen. El papel jamás está totalmente en blanco, ni siquiera antes de siquiera ser tocado. El papel, lienzo, partitura o documento en blanco ya está repleto de las experiencias, ideas y el universo mismo de la persona que lo está usando. Nada puede surgir de la nada, solo puede transformarse. El ser humano es un agente transformador y, solamente por el hecho de tener dicha capacidad, todos poseemos el don de crear, lo que nos convierte en seres creativos. Sin mitos, sin expectativas, sin superpoderes, sin ser semidioses. Creamos porque tenemos la capacidad en nuestras venas, creamos porque el universo mismo reside en un papel en blanco.