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LoS poetaS caminan entre tumbaS y muraLLaS, Luna Salomé garcía
Por: Luna Salomé García
Comencé a escribir con la intención de cavar, hundir mis dedos en el fondo de esa brea oscura que Dios me había encomendado remover; juro que recé todas las noches, nunca desistí, solo hasta que la baldosa terminó por engullir mis rodillas. Limé las asperezas con cantos santos, me embriagué con sangre revoltosa, mientras le aplaudía al niño que juró convertirse en hombre a través del sacrificio. Antes de nacer, envuelta en tinta, revoloteaba como un animal marino por las fauces de mi madre. Me revestí con sudor y me acogí con polvo. Siendo otra nunca tuve la necesidad de mentir, yo misma me arrullaba, y silenciosa, entrecerraba mis ojos con sumo cuidado, para que las pisadas del coco no me advirtieran sobre sus colmillos. Otras veces soñaba con gatos, tan finos como el filo de un hacha, los escuchaba ronronear por Hawái, donde me contaban que un forastero vendía las botellas más baratas del mundo. Me gustaba coserme las partes rotas y acobijarme con la nieve blanca de Ingolstadt. Bailaba por los enormes salones de terciopelo, mientras el príncipe Próspero se protegía con los brazos gangrenados de sus tan excéntricos invitados. Al final no me quedó más remedio que creer en otros dioses, ante la tentativa de un mal presagio. He oído que la adversidad nos hace más productivos. Nos otorgaron el don de la creación, la imaginación, entre otros, pero nunca he conocido a ningún compañero que se llame Hermes, Afrodita o Apolo, seguramente algún Camilo, Daniel o Lina. Sospecho que las flechas de Cupido se derritieron en el núcleo mielero de la tierra, junto con los tréboles de cuatro hojas, y el dinero nos lo gastamos en unas copitas de Don Julio. No me arrepiento de estar maldita, me consuela pensar que soy parte de un gremio, que no recibe regalos en navidad, pero que colecciona preciosos pedazos de carbón y los guarda junto con sus separadores y los billetes de dos mil. Temo admitir que durante el proceso nunca he sido demasiado excéntrica, conservo mis dos orejas, nunca he probado el opio, las escaletas me aborrecen a un punto irreversible y creo que escribir es más que el susurro hueco de un ángel con suerte de erudito. Las rosas me fastidian y prefiero contemplar el cielo desde otros sentidos. Ya saben, empaparme la lengua con el agua fétida que, en Bogotá, suele condensarse más rápido que en cualquier otra parte de Colombia. Aunque el olor a humedad es tan dulce... No me obsesiona el humo, el asma me atrofio bastante los pulmones, prefiero el tinto con leche, y solo una vez presencié el armonioso proceso de mezclarlo con esencias frutales. Eso sí, y esto es muy importante, en nuestro nicho, los chismes literarios son lo que para los matemáticos las ecuaciones. Antes de aprender un soneto, debiste leer las correspondencias dolorosas entre Artaud y Rimbaud. Si me permito contar una anécdota en relación, me gustaría describir la sensación de leer por primera vez a Baudelaire. Todos los que alguna vez hemos tenido un libro entre nuestras manos, conocemos lo que yo denomino “fase de luna de miel”, en la que estás tan fascinado con un autor o una historia, que lo demás parece irrelevante. Recuerdo estar mirando la lámina de un escritorio cuando las palabras flotaron sobre mi cabeza “y el cielo contemplaba la osamenta soberbia lo mismo que una flor al abrirse. Tan fuerte era el hedor que creíste que fueras sobre la hierba a desmayarte. Los insectos zumbaban sobre este vientre pútrido, del que salían negras tropas de larvas, que a lo largo de estos vivos jirones —espeso líquido— fluían.” Me dije a mí misma que jamás había escuchado algo tan bello. En la siguiente navidad, cambié las piedras por hojas, me dormí con las Flores del mal bajo mi regazo
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y alguna vez le leí a un viejo amor algunos versos, intentando trasmitirle lo que, para mí, fue una primera vez. Probablemente, eso fue lo que me terminó de convencer, dejar a rienda suelta esas conexiones foráneas entre mis palabras y los sentimientos de otro. Darme el lujo o, tal vez, el atrevimiento de crear algo que lograra alguna correspondencia, volverlo tan sencillo como compartir una anécdota de tu infancia, un vínculo entre sábanas, la inocencia de algún sueño que fue consumido por el tiempo. Si me lo preguntan, no hay mejor refugio que las páginas de un libro.