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La Literatura: un eSpejo de tinta, mauricio palomo riaño
Por: Mauricio Palomo Riaño
Pocos tenemos la fortuna de conocer a nuestros iniciadores en las artes a las que les hemos apostado como proyecto de vida. Tal es mi caso: en una habitación humilde de un barrio marginal al suroccidente de Bogotá, cuando afuera eran el hampa y la noche, a mis quince años empecé una travesía por la tinta, teniendo a la imaginación como único soldado en mi frente de batalla; fue una novela la que enmarcó esa senda a la que un día me adentré como sino: Los últimos sueños, prosa transparente del autor boyacense Fernando Soto Aparicio, que se constituyó en esa novela que me incrustó en el alma este amor por el arte de las palabras, hoy tan ensanchado que ya no es difícil reconocerlo como la metáfora de mi motor vibrante, mi impulso vital. Por eso, hablar de Fernando Soto Aparicio es para mí hablar del que, con sus pases mágicos, sus renglones atiborrados de historias y su prosa impetuosa, me abrió la carne para dejarme sembrado en las vísceras un amor por este arte errante de minorías denominado literatura. Si algo en definitiva podemos admirar en la obra de Soto Aparicio es la concepción profunda de la mujer; las mujeres son la fuerza protagónica que se pasea por todas las novelas que escribió. Sus vicisitudes, sus miedos, sus angustias y también sus profundos amores son la materia prima siempre fundamental en la tinta del boyacense. Recordarlo hoy, cuando es prematura la distancia que nos aleja del tiempo de su muerte, es evocar todos esos espíritus femeninos que habitan en su narrativa, que se mueven por las bibliotecas y por las librerías del centro de la ciudad, en los colegios, en cualquier escenario donde se reúna el libro. Un escritor no muere jamás cuando ha dejado un testimonio de la vida en las páginas que ha escrito. Tuve la maravillosa oportunidad de compartir con él en algunos eventos, tuve la fortuna de poder escucharlo, de aprenderle, de sumergirme en su humanidad desde sus palabras. Cuando se trabaja con la literatura, se trabaja con el otro, es la alteridad, es la vida la que está jugándose en las páginas. No hay ningún arte distinto a la literatura que sea tan semejante a la vida. Mis primeros amores y los más fuertes entrañablemente habitan en las páginas de los libros, y un personaje en particular se me robó el corazón a los quince años de edad, cuando en mi exterior la ley era el puñal y el bazuco, yo hice que mi escenario cambiara y me enamoré de Lorena Madrigal, una antropóloga maravillosa parida por la tinta de Soto Aparicio. Él, sin conocerme, usando como vehículo la tinta diáfana, porque otro de sus elementos mágicos está en el tratamiento con el lenguaje, posibilitó como plataforma ese salto hacia un abismo de paisajes y de ensueños, y de vida, al cual no he llegado aún a tocarle los fondos. Un libro sí cambia la vida cuando sabe llegar en el momento propicio, una historia envuelta en páginas sí nos puede cambiar el rumbo si llega cuando la vida del sujeto se conecta con los renglones; no estoy hablando con esto de la literatura de superación personal, no es ese el concepto de salvación de la vida el que aquí abordo, es más bien ese brusco bofetón que te saca de la zona de confort y te hace pensar que los amores y los dolores (si es que son distintos), los miedos y los sucesos, las dichas y los desencantos de los hombres a través de los tiempos también son los míos, los nuestros. El egoísmo se anula entonces y empieza uno a sentir la vida de otras maneras. La buena literatura se parece por eso tanto a la vida misma. Supongo que algún día, cuando los fondos del abismo en el que estoy suspendido me reciban, tendré la oportunidad otra vez de hablar con el maestro para decirle que ese tránsito precioso y efímero entre las dos oscuridades valió la pena por ese amor que cuando yo más lo necesitaba tocó a mi puerta entre solapas con ese nombre escrito en tinta de eternidad.
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Junio 22 de 2022