Rio Grande Review Fall 2017 * 50

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RGR • RIO GRANDE REVIEW A Bilingual Journal of Contemporary Literature & Arts Fall 2017 • Issue 50


RGR • RIO GRANDE REVIEW A Bilingual Journal of Contemporary Literature & Arts Fall 2017 • Issue 50

Senior Editor Carolina Dávila Editors Nicolás Rodríguez Sanabria Margarita Lucía Mejía Faculty Advisor Jeff Sirkin Art & Editorial Desing ma elena villar Illustrations Daniela Prado Cover Art Work Daniela Prado Board of Readers Jonathan Ayala Mariana Hernández Special Thanks to Allan Vorda Rosa Alcalá Carla González ISSN 747743 ISBN 97774774340

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For information about previous issues or donating funds, please call our office at (915)7477012, or write to Rio Grande Review. PMB 671.500 W. University Ave. El Paso, Texas 79902

Rio Grande Review is a nonprofit bilingual publication of literature and contemporary art. It is published twice a year under the supervision of the Creative Writing Department at the University of Texas at El Paso (UTEP). This project is edited in its entirety by students of the bilingual MFA in Creative Writing. RGR has been promoting literary creation in El Paso, on the US-Mexico border and worldwide for over 30 years. Its financial support is provided by the UTEP Student Commission Services, as well as advertising sales and private donors. We welcome ad exchanges. Rio Grande Review es una publicación bilingüe de Arte y Lite­ratura sin fines de lucro. Es publicada semestralmente bajo la supervisión del Departamento de Escritura Creativa de la Universidad de Texas en El Paso (UTEP). Este proyecto es editado en su totalidad por estudiantes del MFA en Escritura Creativa. RGR ha difundido la literatura en El Paso, en la Frontera México- Estados Unidos y a nivel mundial por más de treinta años. Su soporte financiero corre a cargo de los Servicios de Comisiones Estudiantiles de UTEP, además de ventas de publicidad y contribuyentes privados. Damos la bienvenida a intercambios de anuncios.

Nota de los editores

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ntregamos el número cincuenta de Rio Grande Review (RGR). Es esta una edición conmemorativa en la que queremos celebrar los procesos de resistencia, de diálogo entre diferentes, y de intercambio de ideas y saberes que hacen parte de la compleja realidad de la vida en la frontera. Es en esa realidad en la que esta revista es y ha sido imaginada, pensada y elaborada semestre a semestre, durante cincuenta números, por los estudiantes del programa de Escritura Creativa de la Universidad de Texas en El Paso. Además de las secciones habituales de poesía y narrativa, este número cuenta con el dossier Desdibujar el borde, compuesto por textos en español e inglés de autores que han indagado desde diferentes perspectivas formales y temáticas lo que significa estar en la frontera, habitar las zonas geográficas, literarias, corporales, en las que los límites se tornan difusos o inexistentes. Cerramos el número con la reedición de una entrevista hecha por Allan Vorda al escritor Kazuo Ishiguro, Premio Nobel de Literatura (2017). Agradecemos al profesor Jeff Sirkin, quien desde el Departamento de Escritura Creativa acompaña nuestro trabajo editorial, y a la profesora Rosa Alcalá por su permanente disposición para conversar sobre el devenir de la revista.

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contents

Poetry / Poesía Sarah Huizar These Hands.....................8 Carolina Bustos Lecciones de UrbEnidad...9 David Bobis Aproximaciones............. 11 Holly Day In Passing...................... 12 Victor Rivera Altamar........................ 13 Maria Villatoro Hamor (con h)............... 14 Sean Lause Bird in the Attic................ 15

Elizabeth Delgado Danaé........................... 16 Josué David García Castillo Objetividad.................... 17 Richard Krohn Mirador 2000............... 18 Omar Pimienta 7. ................................. 20 Eileen Myles Dos poemas................... 22

Elizabeth Vana Servicios de Inmigración y Naturalización: Reporte #5, 206........... 30 Craig Loomis A Death that Has Nothing to Do with Me......................... 34

Romina Reyes Los reinos...................... 35 Oscar Moreno She´s gone away............. 52 Nancy Prada Prada Alumbramiento............. 57 Javier Zamudio El hijo muerto del doctor Shamosh.............. 60

Cristina Rivera Garza II. Conjurar................... 74 Benjamin Alire Saenz Arriving at the Heart of the Tragedy............... 78 Marina Perezagua Piel Roja........................ 82 Jeannie Vanasco What´s in a Necronym?..................... 89 Frank Báez Tres poemas................. 103 Latasha N. Nevada Diggs Dos poemas................. 106

Juan Franco De las series "Culatas" y "Grúas".......................... 110 Carolina Navas De la serie "Vittorio"...... 114 Fabio Cuttica De la serie "Urbis"......... 115 Iván Castiblanco Ramírez De la serie "Zenit".......... 120

Interview / Entrevista Allan Vorda Stuck on the Margins: An Interview with Kazuo Ishiguro................128

índice

Fiction / Narrativa

Dossier



These Hands

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I came here to be free, but instead my hands are full of rice. I roll and roll, each day I roll, and each afternoon I curl in the corner with my bowl filled of this grain. Swollen and nourished, strangers approach. Do they see these hands?

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I came here to be me, but instead my nose is filled with a salty stench. Day in and day out this pink flesh stains my own. Hours pass and so do faces, but none look into my eyes. Do they see these hands? These hands work for a privilege they will never see, nor touch. I am digested such as what I produce is. Stuck in this kennel, I am able to see the ones who never see me. Their faces down and plates full, they only ever see these hands.

Sarah Huizar North American writer and graphic designer. She seeks to understand the world around her, relaying such observations through her writing, and finds value in understanding perspectives other than her own, allowing her to create work with an honest and genuine approach. She is currently a student at the University of Texas at El Paso.

Lecciones de UrbEnidad

Carolina Bustos Beltrán

Conversación con un poeta alejandrino sobre L A Tenaz Dijiste: “Iré a otra ciudad, iré a otro mar. Otra ciudad ha de hallarse mejor que ésta. Constantino Cavafis Escucharon bien eso dije: “La Tenaz, vil epopeya senil, rastrojo de Latiendo – América de arritmia mutada”. Ladro por La Tenaz socavando la vista desterrada en una piragua corroída por un río infecto tímido ladrillo. Al fondo Usme, Bosa, Soacha, hermanitas feas que arruinaron el camino florido a las orillas. Y desde la ventana el cielo anuncia la tormenta mis ojos calcinados por el sol agreste desconocen la ciudad donde me revuelvo contenta.

poesía

Sarah Huizar

Barriada donde descienden mis mares villana placidez acariciar hormigas contar escarabajos volátiles o deambular en reversa. Sepultarse en un laberinto borgiano con nombre de novedad y apellido de Fe. UrbE tenaz sin puerto para anclar velero allí donde se posan mimosos los recuerdos agarrados tercos a calcarias trochas áspera vitrina tropical sobre arenas movedizas.

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La ciudad me sigue, voy por sus calles numéricas donde me haré vieja, arrastrada en polvo. La estupidez de viejos amores taladrará la aurora igual voltearé la esquina al mes de julio.

poetry

No habrá otra cabañuela que anunciará cuatro estaciones en un solo día. La lluvia oscura abandonará el trigo los campos cubrirán de hongo las urbEnizaciones.

Aproximaciones [a] La luz es solamente luz en el recuerdo de esta noche: dime: tengo miedo de no saber nombrar lo que no existe. [b] Olvidar la palabra hasta que no diga nada. Vaciarla en el extraño [agujero de este cuerpo. A veces no pero dije un rostro que me negaba. A veces tú. Aunque no. Yo caigo, callo. En esta mano que surge sobre mi mano. Alguien me conjura desde adentro.

Las torres Blancas serán Blancas a pesar de los siglos las de Fenicia, las del Parque o las Gonzalo resistirán, me asustarán como si fueran el latido infame de mi corazón.

Me dice al oído, me reclamo. Siempre es mi rostro el que se esconde en el espejo.

Desubicado marasmo Ulises contemporáneo tejido humano persistente traiciones tatuadas en este rincón del planeta donde L A Tenaz habita me da sus lecciones vil epopeya senil de herencias helénicas.

[g] Escribo la palabra arena sobre la arena. Cómo escribir todo lo que no entiendo.

Escucharon bien eso dije: “Otra ciudad ha de hallarse mejor que ésta”.

Miedo de no ser lo que nunca fui. En la palabra alguien me devora, en la palabra alguien dice nada. Encerrado en mis ojos soy todo lo que no veo. Decir vida sobre vida: los ojos en blanco de la noche.

Carolina Bustos Beltrán Poeta y narradora colombiana. Maestra en Estudios de América Latina por la Universidad de La Sorbona. Autora de: Sueño Stereo (2014), Lecciones de UrbEnidad (2015) Tercer Premio Concurso Ediciones Embalaje Museo Rayo, Estación Tropical y otros poemas sinuosos (2016). Es docente de EspañolLengua Extranjera. Vive en París.

[d]

[f ] Quién vendrá en mi lugar cuando ya no esté. En esta habitación las sombras ocultan hasta el silencio.

Bogotá, junio de 2014

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[c]

David Bobis Poeta español. Titulado en Trabajo Social por la Universidad Complutense de Madrid. Finalista del Premio Nacional de Poesía de España 2013 con el libro La sed de la arena. Autor de los poemarios Puñales en la garganta y Notas a pie de E.T.A. Su poesía ha aparecido en diversas antologías y revistas. En la actualidad cursa la Maestría en Creación Literaria de la Universidad de Texas en El Paso.

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Ranas tuertas e indigestas Tunjuelito mío, gris envenenado. Sucias aguas del Arzobispo revueltas de cadáveres anónimos. Impunidad del Virrey.

David Bobis

[h]

[i] [j]

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In Passing

Altamar

If I could just make myself believe that all of the ants swarming on the sidewalk contained the souls of all of the people I’ve lost I would be happy to lie down right here and let them crawl all over me, whisper shared memories in [my ear tell me they’re still with me. If I could have some assurance that this was so, I would lie down right now.

Olvidamos en qué momento quedó atrás la orilla que por tanto tiempo sostuvo nuestros faros. Borde de tierra que no quiso unirse al mar.

And if I stayed still long enough, I imagine they would find some way to end my time here as well remove the bits of offending flesh one tiny piece at a time until I, too, am only a tiny insect scurrying out of my desiccated corpse, free to be with my friends, my family once again. I would be happy to let them take me completely apart, knowing that this was the only way I could be with them once again, but I would need some sort of proof first, some guarantee I wouldn’t emerge a frog or a spider, a great, furry anteater bent on destroying all of these people I loved all over again.

Víctor Rivera

Olvidamos cuando fuimos arrancados de esas cosas nuestras que gritaban por permanecer entre nosotros, lo inamovible de los compromisos terrestres. Debió estallar la tierra, hace muchos años, para que un bípedo volviera a su antigua procedencia:

poesía

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Holly Day

sin recordar en qué punto del mar se derramó el esperma, si de coral o pez ovalado, el sacrificio del padre por salvar una descendencia, hijos de Venus y el exilio.

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Holly Day North American professor, writer and editor. She has taught writing classes at the Loft Literary Center in Minneapolis, Minnesota, since 2000. Her poetry has recently appeared in Tampa Review, SLAB, and Gargoyle; and her published books include Walking Twin Cities, Music Theory for Dummies, and Ugly Girl.

Víctor Rivera Músico y violinista colombiano. Sus poemas aparecen en el libro Llama de piedra. Poesía contemporánea en Popayán (1970-2010) del Ministerio de Cultura. En el 2011 publicó con la Editorial Gamar su libro La montaña sumergida. Obtuvo el Premio de Poesía Editorial Praxis 2016 en Ciudad de México por su poemario Libro del origen.

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Hamor (con h)

Bird in the Attic

Hamor se escribe con H de hombre, de hembra, de hambre.

Her wings brush the pane as if she knows by instinct that confinement is a dream, from which wings may awaken. She flutters up and down the pane searching for answers in the light as if a mere entreaty could shatter an invisible wall. Now she weaves the huddled space and slams the pane till her beak turns red. She cries out in fear against this encroaching fate, this finite doom. I tug and pull and yank until the window opens with an ancient shriek, and she is free, while my heart flutters madly in its prison.

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Muda H. Como humano que naturalmente es hueco, vacío como hoyo al que no le cabe nada, ni una H de historia, de histeria, de tanta herida.

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Hamor con H. Se hace, se hereda, se habita. Homo. Hetero. Horma con o sin horario. Humo. Hurto. Que huye compartido con humedad. Hamor holocausto. Hamor homicida. Hazaña de hamar con H. Aunque muda. Aunque calle.

Maria Villatoro Poeta y performer mexicana. Ha recorrido diversos espacios urbanos y foros culturales en México, España, Canadá y Francia. Realiza en Mé­xi­co espectáculos de Cabaret Literario con temáticas de sátira política y crítica social con sus personajes de "La Textoservidora" y "Santa Castellana".

Sean Lause

Sean Lause North American professor. He teaches English at Rhodes State College in Lima, Ohio. His poems have appeared in The Minnesota Review, The Alaska Quarterly, The Beloit Poetry Journal, The Pedestal, European Judaism. His first book, Bestiary of Souls, was published in 2013 by FutureCycle Press. His second book, Wakeful Fathers and Dreaming Sons, will be published soon by Orchard Street Press.

poesía

Maria Villatoro

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Danaé

Objetividad

Danaé nombre de mi olvido, nombre aislado de mis tormentas.

Con el cuerpo Con los anteojos Con el telescopio Con el microscopio Con el satélite Contempló el cosmos

Danaé nombre caracol, invocado por sí mismo.

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Danaé el retorno de los mares que fui. Tu boca absorbe todo mi miedo, tu piel, por la que entra el indómito cazador de las certezas, es la esperanza de no acabarte. Cuando el mundo termine Danaé tus ojos seguirán mirándome.

Josué David García Castillo

Y al igual que Los anteojos El telescopio El microscopio El satélite Tiró el cuerpo a la basura Cuando acabó su vida útil. Y al igual que la coraza de los moluscos Cuando no pudo usar el cosmos como casa Lo exhibió en las vitrinas de los museos

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Elizabeth Delgado Nazario

Este mundo se desborda en su deseo: todos mueren; todos hablan sin paz. Y yo, cuando estoy cansada de escuchar regreso al silencio de tu cuerpo.

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Elizabeth Delgado Nazario Poeta y ensayista mexicana. Doctora en Literatura. Premio Nacional de Literatura y Bellas Artes en Ensayo “Luis Cardoza y Aragón” (2004) y Premio Nacional de Literatura en Poesía “Ignacio Manuel Altamirano” (2010). Ha publicado los poemarios Los nombres que caen (2003) y Artrópodos y otros cuerpos (2010), y el libro de ensayo Las palabras en la obra plástica de Cisco Jiménez (2010).

Josué David García Castillo Poeta y pintor mexicano. En 2015 publicó el libro de poesía titulado La Extranjera, con la editorial Acribus. Publicó en las revistas Revarena, Bistró, Aeroletras y Círculo de Poesía. Fue Becario del Festival Interfaz, dentro del programa Los signos en rotación, en Oaxaca 2016. Estudia Licenciatura en Filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.

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Richard Krohn

Mirador 2000 Jesus lizards sprint across the pond as monkeys howl the understory of buttress-root ceibas, Panama City’s forest refuge of iguanas and sloths dawning riots of tanagers and toucans.

Already here, a native couple nods, gazing again at their hills, the islands of Taboga, gulf and bay insisting against the land. Dress dancing to shoulders, her face is an oval of hope. His, the gleam of well-worn leather.

Past Ancon Hill’s abandoned U.S. post, alleys crumble into colonial Casco Viejo, El Chorillo’s sagging tenement balconies flapping laundry at the Causeway, the thin line of land built of isthmus guts

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Millennial resolutions and hang-overs have dragged us up to the look-out, the sun just up from its barrio bed, hovering over ruins of long-pirated coast, winking between high-rise clusters.

steam-shoveled and rail-hauled there a century before. The Canal is a bridge of water, Gatún Lake spilling containerstacked ships into the Culebra Cut and down through thousand-foot locks— Pedro Miguel, Miraflores—the highway from Alaska laboring over palmed boulevards, empty officers’ clubs, the Canal Zone’s long-leased hectares and dozen military bases all reverting back to Panama now.

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Richard Krohn North American poet. Has spent most of his life up and down the East Coast of the U.S., but he has also lived for extended, meaningful periods in Panama and Costa Rica. Much of his poetry is about those times. His recent work has appeared in Poet Lore, Southern Poetry Review, Arts & Letters, Rattle, Euphony and Common Ground, among others. He is always eager to exchange thoughts about poetry, history, Latin America and contemporary issues.

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7. Un agente sospecha de ella
 sospecha de él sospecha de mí
 sospecha de sí mismo y sobretodo sospecha del bebé su trabajo sospechar
 todo lo tuyo es sospechoso: tus lentes son sospechosos tus libros son sospechosos tu auto es sospechoso el día nublado es sospechoso la foto en tus documentos es sospechosa
 tu apellido es sospechoso
 tus orejas son particularmente sospechosas las huellas de tus dedos
 más que nada son muy sospechosas ella carga un recién nacido
 él ve los documentos
 no hay foto que sea fiel a un bebé
 no hay papel que asegure
 que tú eres tú a los 10 días de arrimado a la fiesta no hay padre o madre que no sospeche en los primeros 10 días
 de la procedencia de ese hijo la sospecha es parte del engrane
 que cruje cuando el mundo se mueve un sospechoso agente de inmigración sospecha le pide a ella que saque su pecho ella sospecha él sospecha de sus pechos le pide que lacte
 si ese hijo es de ella habrá leche
 si no la sospecha será certeza ella lo hace

él le pide que lo vuelva a hacer
 en el primer intento la cantidad de leche fue sospechosamente poca ella lo hace de nuevo
 él la deja pasar y la línea de sospechosos avanza.

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Omar Pimienta

Omar Pimienta Escritor y artista mexicano. Vive y trabaja en la frontera de Tijuana/San Diego. Su obra explora cuestionamientos de identidad, trans-nacionalidad, poéticas de emergencia, paisajes sociopolíticos y memoria. Recibió su maestría en Artes Visuales de la Universidad de California en San Diego en el 2010 y actualmente es candidato a Doctorado en Literatura en la misma institución.

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Dos poemas*

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acerca de maría

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Intuyo el infinito al ver un trozo de piel blanca contra tu camisa marina en la noche cuando prendiste el AC porque hacía calor se hizo el silencio en ese momento un poco de grasa ayuda a dormir mejor. Pensé que comiéndome un yogurt le armaría la escena al fotógrafo y ahora estoy instalada en ella tienes algo crocante como tu poema sobre bailar toda la noche en los 80s nunca bailé toda la noche en los ochenta eran rumores & nunca lo documentaste admítelo no aparezco en esa película Caso cerrado. Quizás tenían más plata funcionaba mejor Eran hombres * Poemas del libro Different Streets. Newer Poems (Wave Books, 2012).

o algo parecido. No he terminado c/ tigo todavía jugando c/ tu babero y sin delantal en la tienda cuando cambiaste de parecer pensé que me estabas tomando en cuenta. Cambia de vuelta. De donde sacaste esa idea. Un sistema es menos cerrado que siniestro o más bien conceptual un perro se forma la idea opuesta de regalarlo a la indulgencia. No necesito pagar 45 dólares la hora para enterarme de lo que sé. Tú prefieres una amistad con ella. No hay que un ser genio. Mis palabras son gordas y grandes por segunda vez en la semana. Lo considero mi error más grande. Tienes que ser valiente u otro término para no saber lo que viene. Ajustándose a ese momento o a todos los que lleguen. Me rehuso a hacer nada más. Ella lo escribió

Traducción de Paula Cucurella*

*Nota de la traductora Una versión inicial de estas traducciones fue creada en el contexto del seminario de traducción de Rosa Alcalá en el MFA en Escritura Creativa de la Universidad de Texas en El Paso. Agradezco a la profesora, poeta y traductora Rosa Alcalá por su instrucción y asistencia en la preparación de estas traducciones. En su última visita a El Paso, con ocasión de una lectura de su trabajo, la poeta Eileen Myles accedió a la publicación de estos poemas. Dejo testimonio de mi agradecimiento.

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Eileen Myles

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Todos lo pensamos. Las historias increíbles sobre traductores que hablan cruzan a personas a todas ellas. Dije voy a recomendar esto como lo más entretenido del mundo Para animar el camino otra vio focos o sonido, ver un patrón y entrar en su cuerpo. Soy galvanizante soy del tipo animante. Soy el monstruo debería llorar hasta el fin de mi vida.

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tan joven y tenía un acento gracioso nunca jamás vuelvo a demostrar mi punto de vista con un detalle de las fotos de Facebook de tu ex. Lo voy a dejar ahí diciendo lo siento y tacharlo todo. S tiene un bigote. Si yo temo que soy un fracaso digamos que uno no muy grande Yo era/Yo soy si no es para cierto futuro increíble el de todos & no el de tus hijos solamente porque son tuyos sobre todo si me los prestas de vez en cuando tantas veces como sea necesario si pongo más espacio alrededor de cada noche o día. O de todo lo minúsculo, y de otras cosas sillas muevo las sillas y hago espacio. Las palabras siguen vertiginosas alrededor y no en el terminal si no en la casa. Se devoró toda la noche. Te recuerdo en Irlanda. Pensé que eras perfecta.

mi caja en términos de diseño una caja es de color naranja la que tú querías vive en el baño de cualquiera porque esa es su preferencia al escogerlas las cosas

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me pregunté cuánto tardará todo lo que necesitaba y encontré aquí llegará como un aluvión no el remezón si no los efectos secundarios y esta caja te mencioné que había una manera de verla asolas July lo llamó cálculo lo que es viene en cajas lo que no es viene en oleadas los puntos entre montañas nos rodean y digo que son más maravillosos que el mar

que estoy en casa esos resaltos locos cuando conducíamos hacia ellos mañana no será un impedimento más bien una confirmación como trompo bailando al borde de una taza y si tú no me miras como un ave que caza no me asustaré quiero ser adorada como un rayo de sol que cruza la habitación o el océano ya sabes como conduzco quiero arrancarte el miedo cual sombrero y besar tu rostro vívido. Aquí éste te lo dejo yo. No me mal entiendas.

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despiertan

muchísimo más me gusta volar sobre ellas también pensando

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Eileen Myles es poeta, novelista y artista de performance. Sus veinte libros incluyen Afterglow (a dog memoir), una reedición reciente de Cool for You (2017), I Must Be Living Twice/new and selected poems y Chelsea Girls. Actualmente enseña en la Universidad de Nueva York y en la Universidad de Naropa, y vive en Marfa, Texas, y en Nueva York. Paula Cucurella es doctora en Literatura Comparada (SUNY at Buffalo), académica, poeta y traductora. Actualmente enseña creación literaria en el departamento de Creación Literaria de la Universidad de Texas en El Paso.

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Servicios de Inmigración y Naturalización: Reporte #5, 206

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espués de que se construyó La Pared, hubo lluvia por cuarenta días. Yo era nueva en la patrulla, pero todos éramos nuevos en La Pared. Mi unidad mantenía la frontera cada día y cada día había lluvia. Con nubes o sol, tormenta o calma, la lluvia cubría todo. Tanta lluvia. Después de una semana de lluvia, nada más patrullábamos las tierras a los lados de La Pared. El desierto se convirtió en un río. Un día pasó y luego habían peces en todas partes. Nadaban por el nuevo río, probablemente venían del golfo, y trataban de saltar encima de La Pared y nadar por nuestras cañerías. Sin mucho que hacer, empezamos a pescar. Comíamos muchísimo pescado para la cena mientras vivíamos en La Pared. Nadie venía a La Pared, sólo los peces. Bromeamos con que había más peces ilegales que humanos. Nada más poníamos nuestras botas a secar. No nos ayudaba en nada, siempre nuestros pies estaban mojados. Así era la vida en La Pared: mojada, y sola. La segunda semana de lluvia tuvimos el primer avistamiento de un hombre-pez. Jones vio a la criatura nadar y desaparecer bajo las olas: una figura con la forma de un hombre, pero con verdes aletas en vez de manos y cara como un bagre. Jones hizo un dibujo para ilustrar el hombre-pez. Nosotros nos reímos de él y le dijimos que miraba demasiado el agua al patrullar. “Loco como marinero” era la broma. Luego Johnson vio a la criatura saltar encima de La Pared. Campbell y Thompson vieron dos hombre-peces bailando lejos de La Pared, la luz de los Estados Unidos en sus escamas. Rápidamente el rumor se difundió como agua remojando suelos de madera: existían docenas de hombrepeces, más de los que podíamos contar. Hicimos más dibujos para pegarlos en nuestros casilleros. La administración no nos creía. Nos pedían que

paráramos de contar fantasías en nuestros reportes. No mandaron a nadie para ayudarnos a investigar. Más y más, los hombre-peces se nos aparecían. En sueños oímos sus cuerpos mojados contra nuestras ventanas. Nos despertábamos al sonido de la música que tocaban, los gritos de agua que pasaban por sus canciones. Ellos nadaban cada día por La Pared, sus ojos mirándonos y esperando a que cayéramos. Nos preocupaba que nos fueran a ahogar si la oportunidad se presentaba. Decidimos cazar hombre-peces. Después de todo, eran ilegales. Usamos las cañerías, pero ellos escapaban fácilmente de los anzuelos que instalábamos allí. Pusimos diferentes tipos de veneno en el agua, pero ninguno afectaba a los hombre-peces. Usamos redes y lanzas y aun nuestras pistolas, pero nada. Nunca pudimos capturarlos. Ellos corrían, culpables de que usáramos nuestras armas. A pesar de nuestros fracasos, todavía pensábamos en nuevos métodos para matarlos. Y todavía la lluvia venía a diario, lavando nuestra cordura hasta el mar. Después de otro mes de lluvia, la primera desaparición ocurrió. La danza de los hombre-peces había afectado mucho a Campbell y no había parado de hablar por días. Luego, silencio. Dejó de comer carne, pero trabajaba sin reclamo. Pensábamos que estaba perfectamente bien, hasta que, después de unos pocos días, desapareció. Nadie lo vio salir. Además, no había para dónde irse; el río afuera de La Pared era grandísimo para entonces y no había civilización por millas de agua oscura. La desaparición le afectó mucho a Thompson. Thompson y Campbell habían sido compañeros antes de La Pared y habían trabajado juntos por años. Thompson se sentaba al final de La Pared y miraba el sol. Nos hablaba constantemente de Campbell. Luego de repente, no nos habló más. Esa misma noche desapareció. Entonces grupos más grandes de hombre-peces aparecieron en el río. Todavía tratábamos de matarlos, pero eran demasiado rápidos. Comíamos más pescado para compensar.

narrativa

Elizabeth Vana

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impidió. La hombre-pez escapó y me senté en el suelo entera de tristeza. A una distancia oí las voces que me llamaban para pasar por el espejo. Pero no me fui. Al día siguiente, la lluvia finalmente terminó.

narrativa

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La administración nos decía que no podían mandar otros oficiales para mantener la patrulla. La lluvia nunca paraba. La vida en La Pared continuaba con normalidad. Lluvia, pescados, armas, hombre-peces. Pero algo empezó a cambiar. Dos más de nuestra patrulla desaparecieron. Y luego otros. Había silencio e inhabilidad para comer carne y a la mañana siguiente ya no estaban en sus camas: como una enfermedad. Eventualmente, quedé sola en La Pared. La administración no respondió a mis llamadas o reportes. Cada día, insistente como la lluvia, escribía sobre las dificultades. Pero nadie mandó una respuesta. Hombre-peces saltaban encima de La Pared en ambas direcciones, se reían en el frío aire libre. Los oía cada hora. Odié a los hombre-peces. Resolví hacer mi trabajo y prevenir que alguno volviera a cruzar la frontera sin documentación. Observé a los hombre-peces hasta el momento perfecto: una hombre-pez, una mujer de escamas y dientes, nadaba un poquito más lento que los otros hombre-peces. Saqué mi caña de pescar para capturar a la criatura. Pretendí estar pescando antes de que ella nadara cerca de mí. Luego puse el anzuelo en su espalda como una bala. La pobre hombre-pez gritó y trató de escapar, pero yo ya la tenía. Enrollé a la hombre-pez con el sedal y la tiré en los pasillos de La Pared. La llevé a los cuartos de interrogación. Allí golpeé su cara y le pregunté de dónde venía. Ella silbó y luchó con el sedal. Me di la vuelta para encontrar el papeleo de registro y empezar el proceso de deportación. Entonces oí un ¡snap! El sedal se rompió, una mitad quedó en el suelo y la otra se mezcló con su pelo delgado y sucio. Ella escapó y corrió hacia los baños. La seguí tan rápido. Entró al baño y fue directo hasta los lavamanos, saltó a un espejo y se movió como las olas para acordarse como pasar a través de él. Desde el otro lado del espejo, vio mi cara. Luego la imagen cambió para mostrar los rostros de los desaparecidos de mi unidad. Puse mi mano sobre el espejo: no me prohibía pasar. Pero no pude irme a través de él. Algo en mi corazón me lo

Elizabeth Vana North American writer and poet. She lives in Virginia. Recently, she graduated from George Mason University with a B.A. in English focused in Creative Writing, with minors in Spanish and Computer Game Design. Read more of her writings at elizabethvana.contently.com.

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A Death that Has Nothing to Do with Me

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er famous surgeon uncle in Mumbai, India has died, and her father, who is neither famous nor a surgeon, is taking it very hard. She calls to tell me there is much wailing and beating on the walls throughout the house; he has thrown himself to the floor twice. All of this from a big man with lung problems of his own. Of course the children are scared, screaming, “What’s wrong with Grandpa? What did we do? We didn’t mean it.” She says it will be impossible for her to come to work today, to sit behind a fancy desk and send emails, answer the telephone and smile Good Morning, all the while pretending that her famous uncle is not dead and that her father, who has now locked himself in the bedroom, is fine. And yet his death was no surprise, she whispers they knew it was coming, the slow but steady creep of lung cancer. She had met the uncle twice, ten and twelve years ago in Kerala; the first time for somebody’s wedding, the second time for somebody’s anniversary. An always-smiling man with strong square teeth, who everybody liked, praised, wanted around. “He had a fine bald head, I remember that.” But never mind, because all she knows for sure is that since her father has turned into somebody she doesn’t know she will need to stay with him. “Death can make people do and say strange things,” I announce. “I remember the time...” but she hangs up before I can finish.

Craig Loomis British writer. Associate professor of English at the American University of Kuwait. His short fiction has been published in such literary journals as The Iowa Review, The Five on the Fifth, Flash Fiction Magazine and others. His short story collection, A Softer Violence: Tales of Orient (1995), was published by the Minerva Press; Syracuse University Press published The Salmiya Collection: Stories of the Life and Times of Modern Day Kuwait (2013).

Romina Reyes

Reinos A Dadá

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oy se murió mi perra, digo como si tratara de convencerme. Me siento sobre la cama y me saco los zapatos. Pero eso es todo. Me siento y repito una y otra vez que hoy murió mi perra, como si fuera algo difícil de creer. La encontré hace varios meses tirada en la calle; cuando traté de ayudarla se lanzó sobre mí y me mordió el muslo. Yo agarré un palo y la ataqué de vuelta. Primero le pegué en la cara y luego en el cuerpo, debajo de las costillas. Solo así logré que me soltara. Podría haberla dejado tirada y se habría muerto ahí mismo, pero la tomé en brazos y me la llevé a mi casa. Yo cojeaba y pensaba que ella se había llevado una parte de mí, un pedacito. Pero siempre pensé que algún día me lo iba a devolver. Que lo escupiría entre su comida o yo se lo podría sacar de los dientes y entonces podría recogerlo y volver a ponérmelo. Pero no. Cuelgo el teléfono y miro las paredes como si creyera que de pronto se van a abrir. Toco la parte de la pierna donde tengo un hoyo. Y entonces pienso que hoy se murió mi perra, el mismo día en que murió la mamá de Sofía.

narrativa

Craig Loomis

*** ¿Te caíste de nuevo?, le preguntaron. Sofía cambió de tema. Siempre respondía lo mismo: que se había caído, que andaba distraída, que se tropezaba. La enfermera de la universidad le dijo que quizá tenía anemia, que se hiciera un examen de sangre. Cuando fue al hospital solo llevó el papel de la citación y la billetera. En la sala de espera vio el matinal hasta que anunciaron su nombre. Una enfermera delgada la hizo pasar. La sentó en una silla acolchada y le pidió que se descubriera el brazo.

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esa forma. Para Alejandra parecía fácil hacerlo. Había dicho que era un caballo, aunque bien podría ser un perro o un burro o cualquier animal con cuatro extremidades. –¿Cómo aprendiste a hacer eso? –Viendo tele –había dicho Alejandra antes de dejar el caballo sobre la mesa. –Disculpa el desorden. –Da lo mismo ¿Vives con alguien? –No –dijo Sofía. –¿Y qué te pasó ahí? Sofía se tocó la boca y sus dedos quedaron manchados de sangre. Se miró en un espejo y vio que el labio le estaba sangrando. Alejandra la siguió al baño y le preguntó si se había caído. No sé, dijo Sofía, y se limpió la boca, pero la sangre no dejaba de salir. –Quizá te mordiste –dijo Alejandra. –Quizá. –Ponte un parche o algo. –No, ¿para qué? –dijo Sofía mientras se limpiaba la sangre con un poco de papel higiénico–. Las heridas cierran solas. –Para que no se infecte– dijo Alejandra. Yo tengo una cicatriz. –¿Dónde? –En la pierna. Me mordió mi perra. –Deja ver. Alejandra se puso de lado y se levantó la falda. La cicatriz estaba en el muslo, un poco arriba de la rodilla. Tenía forma de país. La piel era más rosada y más suave en ese sector. –Es como un hoyo– dijo Sofía. Y sin preguntarle, le acercó uno de sus dedos y lo enterró en la cicatriz hasta que desapareció su uña. Alejandra se sobresaltó. –Disculpa –dijo Sofía. A Alejandra se le había erizado la piel. Iba a decir algo, pero entonces se escuchó un gruñido que venía desde algún lugar de la casa. El mismo gruñido se escuchó ahora. Sofía se puso de pie, botó el caballo de papel y fue hasta la cocina.

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–¿Qué te pasó ahí?– le preguntó. –Me caí– dijo Sofía. La enfermera preparó los tubos y sacó la jeringa de un estuche cerrado herméticamente. A Sofía nunca le habían sacado sangre, excepto una vez que era muy pequeña y no lo recordaba. Y si ella no lo recordaba, era como si no le hubiera pasado. Le pareció que la aguja era grande y que nunca terminaría de entrar en su vena. La enfermera la pinchó y Sofía sintió dolor, o lo que se supone que la gente identifica con el dolor. Pero el dolor verdadero era una sensación que consideraba alterada o al menos, suspendida momentáneamente. Su sangre comenzó a llenar el tubo y a ella le pareció más oscura de la que estaba acostumbrada a ver, un color que se asemejaba al rojo de la menstruación o al color que adquieren las heridas cuando cicatrizan. Recordó que una vez en el colegio la profesora de Biología les explicó qué eran las costras y cuál era su función. ¿Y qué pasa si se salen antes? Es que no se salen, dijo la profesora. ¿Pero y qué pasa si una se las saca? Es que no te la tienes que sacar, dijo y dio la clase por terminada. La enfermera le puso un parche color piel sobre la herida. Cuando salió, aún tenía el papel de la citación arrugado en la mano. Caminó hasta el paradero y volvió a su casa. Una vez ahí, Sofía saludó a su madre, le acomodó las almohadas y le botó la orina de la pelela. Fue al baño, se sacó el parche curita y se presionó el pequeño hoyo con el pulgar hasta que sintió dolor o algo similar al dolor verdadero. El departamento quedaba en el primer piso. Era un rectángulo con una pieza, una cocina estrecha, un baño amplio y un living comedor. En el living había una mesa de café con envases de yogurt, un cenicero y revistas. Junto a los diarios, había un caballo hecho de papel. Sofía tiró todo a la basura, excepto eso. Dejó al caballo sobre una planta y siguió limpiando. Era sábado, y los sábados Sofía limpiaba hasta quedarse dormida. Pero ahora era distinto, había un caballo en la habitación y ella no podía ignorarlo. Lo tomó entre sus manos y trató de adivinar qué dobleces lo habían llevado a

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Alejandra siempre llevaba una mochila llena de ropa para lavar. Se la ponía sobre las piernas y la abrazaba mientras dormía en el bus. No era que no pudiera lavar la ropa en Santiago, pero sentía que tenía que llegar a Rancagua a renovarse, a lavarse, a ponerse detergente. Las casas junto al camino le provocaban un sentimiento desolador. Decía: no debe haber nada peor que vivir al lado de un camino. Pensaba: siempre que veo buses tengo esa sensación de ser yo quien lleva horas viajando. Pienso en el cuerpo agarrotado por el viaje, en las horas que se acumulan viendo paisajes que se desvanecen. En el olor del baño que se percibe en los asientos de atrás, pero que no es olor a orina, sino que es el olor disfrazado de la orina, como un superhéroe que se pone un antifaz y simula ser otra persona, como Sailor Moon. Cuando no hay nada que hacer una piensa. A veces son horas de pensamientos que no van a ninguna parte, que se quedan en cada casa que aparece en el camino. Qué terrible debe ser no tener que hacer otra cosa que pensar. ¿En qué pienso yo ahora? Pienso: todos tienen distintas formas de querer. Pienso que está bien, que es cosa de acostumbrarse o de solo contemplar para tratar de entenderlo. Pienso que es eso, que todos tienen, todas tenemos distintas formas de querer. Pienso que el cariño es una elección, como la política, los amigos o el equipo de fútbol. En fin. *** Era la última habitación de la casa. Sofía llevó una bandeja y un par de bolsas para ordenar. Antes de abrir la puerta, tomó aire y lo guardó en su boca como si fuera a meter la cabeza bajo el agua. Hola mamá, dijo, pero no le respondieron. Sofía dejó la bandeja a un lado y comenzó a ordenar. Había un olor rancio que se le pegaba en la nariz, pero su madre no le permitió abrir la ventana. El olor y el ruido se le metieron en el cuerpo. La tele estaba encendida

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y la radio también. En ella daba vueltas por enésima vez un cassette. Sofía tenía dos bolsas, en una metió la ropa sucia, en otra la basura. Se agachó junto a la cama para sacar una pelela y la dejó a un lado. Entonces se sentó junto a su madre con la bandeja sobre las piernas. En el plato había puré con verduras y Sofía se lo dio a cucharadas. Abre, le dijo, y ella obedeció. –¿Qué te pasó? –le preguntó mirándole la costra en los labios. –Me caí –respondió Sofía. –¿Había alguien aquí anoche? –No. –No me mientas. –No había nadie. –¿Trajiste a alguien anoche? –No. Mientras le tomaba la mandíbula, Sofía sintió que el cuerpo se le ponía duro, pero decidió quedarse ahí hasta que el plato quedase vacío. Apenas sintió cuando la comida le salpicó sobre la cara, los brazos y la ropa. Vio que la boca de su madre se movía, se abría y chorreaba la comida que tenía dentro, y la comida caía y le chorreaba por el cuello hasta el camisón, pero no la limpió. En vez de limpiarla le sostuvo la mandíbula con fuerza y le enterró los dedos en las mejillas hasta que vio la lengua llena de puré y saliva. Le metió una, dos y tres cucharadas seguidas y luego le cerró la boca y la obligó a tragar. Y volvió a llenar la cuchara y volvió a enterrarla en su boca y volvió a enterrarle los dedos. Y volvió a llenar la cuchara hasta que no hubo nada más que meter. Entonces Sofía le puso una mano encima de la boca y otra sobre la garganta para asegurarse de que tragara y que no volviera a caerle una gota de puré. Le puso una mano sobre la boca y otra en la garganta y de pronto escuchó una canción de Miguel Bosé mezclada con las noticias. Su madre trató de mover la cabeza y todo el cuerpo le tiritó en el intento, pero Sofía estaba dura como una roca. Dijo: no la soltaré hasta que trague. Cuando trague, buscaré una

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Ésta es mi casa. En la casa hay una mamá, un papá y una perra. Un auto, una bicicleta y un árbol de limones. Ésta no es mi casa, nada es mío, no los echo de menos. Salvo quizá a la perra, pero no estoy segura. Pienso en ponerle un nombre, pero ¿de qué? ¿De persona, de cosa, o de perro? Nunca he sido buena para nombrar las cosas. La perra me pide que la acaricie cuando llego. Yo me agacho y paso la mano por su estómago y rozo sus tetillas. Mamá no quiere que la perra entre a la casa, entonces la perra se queda afuera y mira por la ventana. Antes de sentarme a almorzar, apago el celular. En mi casa de Santiago como sola, generalmente frente al computador o frente a la pared. En esta casa se ven noticias al almuerzo, también al tomar once. Y si hay que cenar, se buscan noticias donde sea que se encuentren. Más tarde salgo a darle cariño a la perra y a pasearla. En la plaza hay muchos viejos. Y niños. Y pacos a caballo. Y caca de caballo. Yo acaricio a la perra y se me viene Sofía como una tormenta tropical. Sofía no corresponde a este lugar, pero eso ella no lo sabe. Pienso específicamente en los pelos de su brazo. Unos pelos largos y delgados. La pelusa que le cubre el cuerpo. La perra le ladra a cosas que no veo ni entiendo. De pronto le digo: Sofía, vete. Y Sofía se va. Y solo queda la perra. Y me da un poco de rabia. El domingo me lo paso encerrada. Veo a la perra por la

ventana que corre todo lo que le permiten los muros. Pienso que esta casa es linda, pero ya no es mi casa y los retornos son ilusiones, pasos en falso. La mañana siguiente me despido con un beso y un café con leche. Llegaré a Santiago, a mi otra casa, dejaré mi mochila sobre mi otra cama y partiré a la universidad. De nuevo el bus y la desolación. La ropa colgada junto al camino, calzones y sostenes exhibidos al público. El terminal tampoco me gusta, ni el Metro, ni la gente. *** Son las nueve y llego temprano. El campus está lleno de perros. En el día no se percibe cuántos son realmente, pero de noche se multiplican como si fuera el mismo perro repetido cien veces en la oscuridad. Lo vimos una noche con Sofía cuando un guardia nos prestó fuego. Sofía sí corresponde a este lugar, a todo lo extenso de este campus. Pienso en el folclor de la universidad. Los lienzos eternos, los campeonatos de fútbol, la comida barata y el pasto. La comida de perro en los estacionamientos. Los perros. No sé si todas las universidades tendrán tantos perros. Entro por Las Palmeras y camino. Paso junto al kiosco de Ciencias donde siempre hay gente y un teléfono público que nunca ha dado el tono de marcar. La escuela está al fondo. Voy a la biblioteca. Ahí don Manuel escucha Radio Romántica y corea todas las canciones. Suena una de Miguel Bosé. Al principio es molesto, pero una se acostumbra y luego se las sabe todas. Como esta: amiiiga, amiiiga, qué dulce esa palabra suena hoy. En la biblioteca está La Niña, que no es una niña, sino una perra vieja. Sobre el mesón hay un tarrito que pide monedas para comprarle comida y para cuidarla. Pienso: podría llamar a mi perra Mujer, pero no. Supongo que cuando le pusieron niña a La Niña era una cachorra, ahora apenas camina para salir a hacer caca junto al busto de Ramón Cortez Ponce. Ese busto era importante cuando la escuela estaba en Belgrado, pero acá no significa

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servilleta y le limpiaré la cara, el cuello y la ropa. Luego le dejaré el vaso de agua en el velador y pondré la pajita sobre su pecho para que pueda alcanzarla. Después me llevaré las bolsas de basura, vaciaré la pelela y me llevaré la bandeja. La voy a limpiar, le dejaré el vaso de agua con la pajita, luego me llevaré las bolsas de basura, vaciaré la pelela y me llevaré la bandeja. La limpiaré y me llevaré la basura. La voy a limpiar con una servilleta y botaré a la basura. Luego me llevaré las bolsas y la pelela. Y la bandeja. Primero voy a limpiarla. Limpiar y sacar la basura. Limpiar y sacar la basura.

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–¿Quieres fumar? Bah, verdad que tú no fumas. –Hace rato que ya no. Estaban sentadas en el Cenicero, con los pies colgando sobre Calama. Ahí se jugaba un partido de fútbol cuyo resultado no impactaría ninguna tabla de posición. A lo lejos se veían las grúas que construían un mall donde antes había un supermercado, una ferretería y una vereda ancha. –¿Qué va a pasar con Calama? –Calama va a desaparecer. Mira –le dijo Sofía señalando el horizonte frente a ellas–, todo eso va a desaparecer, será un cementerio sobre el que se construirán otras cosas. –¿Y los pastos? –Fuera también. O sea, no todos, pero los árboles del uno al cinco los van a sacar. –¿Y el búnker, también? –Todo fuera –dijo Sofía y dejó caer las cenizas de su cigarro en la esquina de la estructura de cemento. Tomaban el sol como lagartijas mientras esperaban que empezaran las clases. Sofía no paraba de hablar, sentía que si se quedaba callada corría el peligro de caer en el silencio y no poder salir de ahí. Por eso le explicaba a Alejandra lo que sería el campus una vez que ellas no estuvieran. –¿Tú escribes, cierto?

–Un poco –dijo Alejandra. –Deberías escribir sobre esto. –¿El campus? –Los perros. ¿Sabías que el Caca afuera tiene otro nombre? –¿Cómo sabes? –Una vez me fui a comer un completo a la plaza que está frente a la salida de Sociales, y unos viejos le estaban dando pan y le decían de otra forma. Kayser, parece. –Tiene doble vida. –Sí –dijo Sofía. Luego sacó otro cigarro y Alejandra sintió que ella debía decir algo para no ponerla nerviosa. –Ahora estoy entrampada. –¿Qué escribes? –Un cuento. –¿De qué se trata? –De dos personas. –¿Y qué pasa? –Nada. Nada aún. Quiero una escena donde estén los dos conversando, tomándose un café. Que todavía no suceda nada entre ellos, pero que esté ahí, en el ambiente. –¿Y luego? –Luego, no sé. Primero tiene que pasar eso para saber qué pasa luego. –¿Lo puedo leer? –No sé, soy un poco enrollada con esas cosas. –Bueno, por qué no dices que no de una. –Pero si no he dicho que no. –Es igual. –¿Te enojaste? –No –dijo Sofía y apagó su cigarro. Luego sacudió las cenizas con la mano.– El Cenicero también va a desaparecer. En uno o dos años, acá habrá salas, o un jardín. O quizá otro casino. ¿Sabes por qué construyeron el cenicero en primer lugar? –No, ¿por qué? –Porque hubo una balacera entre los narcos. Y las

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nada. Como sea, Santiago es distinto. No sé cómo, pero es distinto. Incluso hago cosas distintas acá. Me siento y agarro un diario y lo leo de atrás hacia adelante. Y no me doy cuenta que Sofía está ahí también, detrás de la pantalla de un computador. Y no me doy cuenta hasta que prendo el celular y veo que hay llamadas perdidas. Y veo “Sofía” escrito en la pantalla con una letra que no es mía ni de nadie. Y la busco y la veo y ella levanta la vista para decirme “hola”. Y luego vuelve y yo vuelvo y ahí está, y ella es de aquí, estoy en su reino. Y no le puedo decir que se vaya.

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La habitación estaba oscura y Alejandra estaba despierta. Estaba tan acostumbrada a ver con las luces apagadas que podía distinguirlo todo en la oscuridad. Veía la lámpara y las grietas del techo como si fuera de día. De pronto se escuchó un ruido dentro de la casa, un ruido que despertó a Sofía y la sacó del sillón cama. Alejandra podía escuchar claramente cada paso que daba y trataba de distinguir si eran pasos de ida, de vuelta o simplemente vagabundeos. Alejandra se sentó en el sillón donde dormían y tomó el vaso de agua que había junto a la mesa. Miró las sillas, la mesa, los ceniceros y los envases de yogur. Esa no era su casa. Sobre un mueble pegado a la pared había unas fotos en cuadros de plástico y madera, pero no quería pararse a mirar. Alejandra bebía agua porque la gente decía que tomar agua reducía la resaca y el dolor de cabeza. También decían que poner un pie en el suelo ayudaba a anclarse y que una cucharadita de aceite evitaba que el alcohol fuera absorbido por el estómago. Alejandra bebía agua y de vez en cuando giraba la cabeza para ver si Sofía aparecía en el umbral de la puerta. Habían pasado menos de diez minutos, pero a ella le parecían años sentada ahí sola. Alejandra se preguntaba qué debía hacer si de pronto había un incendio o un terremoto, si acaso lo correcto sería salir corriendo o esperar a que Sofía volviera para quedarse con ella. Pero Sofía no iba a volver, se decía, es obvio. Me castiga porque sabe que odio estar sola. Que odio

comer sola, que odio andar sola, que no me gusta. Que lo obvio sería que me acostumbrara, pero que no puedo, que entre más sola estoy, menos me gusta. Y que aunque pudiera salir, no tendría dónde ir sin preguntarle primero. Porque quizá ella no quería y yo la entendí mal. Quizá no lo decía en serio, sino que decía pégame, como si fuera un juego. Sofía volvió y actuó como si nunca se hubiera ido. Sacó un cigarro de sus pantalones y se puso a fumar. El humo se quedaba en su boca como una burbuja que no llegaba a la garganta. Eso le decía Alejandra, pero a ella le daba lo mismo. También le decía: hueles a humo, siempre. Y ella le respondía: es mejor que oler a nada. Cuando fumaba, Alejandra apoyaba su cabeza en su pecho. Un pecho de Sofía le cabía en una mano. Alejandra enterraba sus dedos sobre su sostén. Ella hacía todo lo que Sofía le pedía. Le tomaba el pelo muy cerca de la nuca y se lo tiraba, le enterraba cosas. Se dejaba las uñas largas y había descubierto que todo podía ser un objeto para hacerle daño mientras la masturbaba o le besaba la piel. Al comienzo, cuando le abría la ropa y se encontraba con marcas le daban ganas de llorar, pero Sofía le tomaba la cara y sonreía. Y no decía nada, solo le daba un beso. Al comienzo Alejandra no quería, pero luego se había dado cuenta de que golpear a Sofía era tan fácil como abrirle las piernas y apartar los pelos con los labios. Tan fácil como agarrarle un trozo de piel con los dientes. Tan fácil como doblarle la mano para hacerla caer. Cuando terminaban, Sofía prendía un cigarro y ella tomaba un vaso de agua. Escuchaban música hasta quedarse dormidas. En las mañanas, Alejandra le levantaba el camisón y ponía la cabeza sobre su espalda para tratar de captar el momento justo en que la piel roja se volvía morada o en que lo plano se volvía una hinchazón. Cuando Alejandra se fue, Sofía se miró al espejo y vio que en su brazo solo le quedaba una marca medio violeta, medio rosada. Salió al patio y de entre los escombros sacó la pata de una silla vieja que estaba tirada junto a otras cosas que de recuerdos habían pasado a ser basura. En su pieza prendió

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autoridades decidieron construir un espacio para el encuentro, como una especie de reconciliación. –No sabía eso. –Sí. En el fondo, El Cenicero es como una lápida. Pero cuando no exista, ni siquiera se va a poder contar esta historia. Sofía lanzó lejos la colilla del cigarro que estaba a su lado, y dijo en voz baja: chao, Cenicero. Abajo, el equipo verde metía su primer gol.

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*** Hay algo pudriéndose ahí dentro, pensaba Alejandra cada vez que miraba la última puerta del pasillo. Sabía que cuando Sofía desaparecía, entraba en esa habitación. Sabía que antes de salir, echaba llave y que cuando no estaba ahí, actuaba como si no existiera. Sabía también que no tenía sentido preguntarle. A veces, estar con Sofía era lo mismo que estar sola, como cuando Sofía no decía nada o lo que decía era igual a que dijera nada, o tan bueno como si guardara silencio. *** A veces creo que Sofía siempre está ahí, igual que los perros que siempre aparecen, no importa la hora o el día. Como es primavera, con Sofía almorzamos en los pastos o lo que queda de ellos. Sofía siempre habla mirando al pasado. ¿Te acuerdas cuando acá había pasto de verdad y no tierra? No, no me acuerdo, para mí siempre fue tierra con pasto y un poco de basura. Caminamos hasta Calama y nos sentamos en una de las bancas. Se ha vuelto un pasatiempo mirar los partidos de fútbol que se juegan ahí. Antes Calama se llamaba Calama porque era una cancha de pura tierra. Hoy es de cemento, pero supo conservar el nombre porque la sombra no se proyecta sobre ella a ninguna hora del día. El Caca nos sigue. El Caca siempre se acerca a la gente cuando come, incluso se roba la comida. Luego se va con su recompensa a echarse bajo la sombra de algún árbol. Yo trato de ahuyentar al Caca porque a Sofía no le gustan los perros. No lo dice, pero se le nota. El Caca de todas formas

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se queda a nuestro lado y yo le acaricio su pelo café. Sofía come fideos con vienesa y yo un taco vegetariano que le compré a uno de los hippies que andan por aquí. El calor y la comida nos dan sueño, y todo comienza a pasar en cámara lenta. Caminamos hasta los pastos y nos tiramos. El Caca nos sigue y se echa a mi lado. Entonces me pongo a mirar a Sofía y me detengo en su brazo. –¿Qué pasa? –me pregunta ella, a medio camino entre el sueño y la lucidez. –¿Qué te pasó? –le pregunto yo dándole vuelta el brazo para que pueda verlo. –No sé, me caí –dice ella. –¿Dónde? –No sé. Sofía intenta soltarse. Mi mano la presiona hasta que siento su hueso. Ella me mira con una cara que no le había visto nunca y me asusta. Entonces no me doy cuenta cuando me agarra con los dientes y me muerde hasta que me duele y ya no la puedo seguir presionando. –¿Qué te pasa, hueona imbécil? –le grito, pero Sofía se va sin decir nada, porque a ella le gustan ese tipo de escenas, esas salidas donde el silencio queda rebotando y una la queda mirando sin entender.

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la radio y subió el volumen. Se golpeó una vez suave con la pata de la silla. La segunda fue igual. La tercera produjo un sonido seco que se ahogó en su piel. La marca volvió a ponerse roja como una frambuesa. Con los ojos secos, se puso a fumar.

*** Alejandra llegó a Rancagua de noche. En su casa las luces estaban apagadas y las ventanas cerradas. Observó desde la reja y concluyó que la casa estaba vacía. Que no había nadie, que sus padres habían salido o estaban perdidos, incluso muertos. Y que nadie se había acordado de avisarle. Estaba bien, ella tampoco llamaba mucho por teléfono y esta debía ser la justicia divina de la que siempre le hablaban. Ni siquiera la perra había salido a ladrarle, quizá se la habrían llevado con ellos. Alejandra notó entonces que desde que se había ido de esa casa, sus padres estaban detenidos en una foto, como si sus vidas no hubieran avanzado.

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*** Sofía apareció un día como si no hubiera pasado nada. Salió de entre los árboles, los edificios a medio terminar y las máquinas retroexcavadoras. Alejandra sintió alegría pero también miedo, y no podía entender por qué. Pero Sofía no le permitió decir nada. Apenas pudo le acercó sus labios cubiertos con una costra de vino y la invitó a irse. Nada ha pasado entonces, se dijo Alejandra, pero eso no era cierto y ella en el fondo lo sabía. Esa noche caminaron a la casa de Sofía. No iban juntas, Alejandra iba ligeramente más atrás, como si le debiera cierto respeto. Entonces Sofía se tropezó de la nada y cayó con todo el cuerpo sobre el pavimento. –¿Estás bien? –le preguntó Alejandra y en vez de ayudarla se quedó mirándola como si estuviera en un foso. Sofía se paró lentamente, se miró las manos y vio que en una de ellas

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tenía una pequeña herida llena de tierra. Alejandra trató de ayudarla, pero ella la empujó. –¿Cuál es tu problema? –le gritó Alejandra entre la sorpresa y el enojo, o entre la ira y las ganas de llorar. Pero Sofía no dijo nada. Se acercó la palma de la mano a la boca, se chupó la herida con la lengua y siguió caminando hasta la puerta de su casa. Alejandra fue tras ella. Sofía la dejó entrar como si no la hubiera notado, como si solo fuera una brisa que cerraba la puerta. –¿Me vas a decir que te pasa? –le insistió Alejandra, con rabia. –Me caí, eso pasa –respondió Sofía con un tono infantil. –¿Hablamos en serio? –Estamos hablando en serio. –Me refiero a hablar en serio, como si fuera un idioma. –Estoy hablando en serio –respondió Sofía, quien había dejado caer su mano inerte a un costado. Ninguna de las dos volvió a decir nada. Alejandra trató de mirar algo que no fuera Sofía y sobre la mesa encontró un trozo de papel arrugado, lleno de dobleces. –¿Qué piensas? –dijo Sofía de repente. – Pienso… pienso que es una pena tener algo tan insípido. Un fuerte ruido las interrumpió. Como si hubiera caído una roca o varios muebles. O todos los libros y el televisor. Sofía corrió por el pasillo y Alejandra fue tras ella. Tras la última puerta del pasillo emergió un olor a comida y heces. El cuerpo doblado de una mujer llenaba el cuadro. De su boca caía un hilo de saliva que iba formando una posa junto a su cabeza. La escena era decorada por un montón de pastillas que aún no terminaban de caer y la comida derramada sobre las frazadas de la cama. Sofía se quedó paralizada, pero Alejandra retrocedió y salió de la casa. Luego comenzó a correr. Se dijo que correría hasta que ya no pudiera, hasta que las piernas la lanzaran al suelo o hasta que se estrellara contra el pavimento. Y así fue.

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Alejandra lanzó la mochila por encima de la reja, imaginó que no podía trepar cargando toda esa ropa. Una vez dentro pensaría cómo abrir la puerta. Una cosa a la vez, se dijo. El ruido alertó a la perra que comenzó a ladrar desde el fondo del patio. Alejandra no la tomó en cuenta y se paró sobre la parte más alta de la reja. Desde ahí pudo ver el techo de su casa y una parte de la casa vecina. Desde ahí solo le quedaba saltar. Alejandra se lanzó. Durante un segundo creyó que lograría mantenerse de pie, pero luego cayó y se aplastó el brazo derecho. La perra corrió hacia ella y antes de sentir su ladrido en la cara, Alejandra tomó su mochila y la golpeó. La perra retrocedió y ella, ya de pie, le lanzó otra vez la mochila sobre su estómago. La perra se alejó cojeando y Alejandra fue tras ella con la mochila a rastras. La miró mientras se escondía y se sintió gigante. La perra ya no ladraba, solo emitió un quejido agudo. Alejandra recogió la mochila y volvió a ponérsela en la espalda. Se paró frente a la puerta y la miró como si esperase que alguien apareciera de repente. Como si todo hubiese sido una prueba y ahora vinieran a darle la recompensa.

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Veo a Sofía sentada entre la gente. Ella usa un vestido como yo, uno azul marino que la hace ver más transparente de lo normal. Los moretones se le ven como tatuajes y por hoy nadie parece preguntarle nada. Hay algo que me perturba de los velorios. La manera en que todos hablan como si no hubiera un cadáver entre ellos. El olor a flores que se marchitan, el agua estancada y la gente llorando. Antes de salir, me puse el vestido más oscuro que tengo, uno color verde oliva. Sofía me ve pero eso es todo. No se acerca ni me habla. Ni siquiera me hace un gesto, me mira con la misma ternura que dedicaría a observar una pared. Sofía de pronto se levanta y sale. Pasa junto a mí como si nada. Yo voy tras ella y la encuentro en la calle, fumando o haciendo como que fuma. –Toma –le digo y le extiendo un pequeño piano hecho de papel. Sofía lo toma y lo mira mientras libera el humo de su boca. –Están mal hechas las octavas –dice. Yo pienso en decirle algo, pero no vale la pena. Me despido sin tocarla, levanto la mano en un gesto que es tanto un hola como un adiós. Y me voy y trato de imaginarme a Sofía mirándome mientras me alejo, debatiéndose entre la idea de seguirme o llamarme o impedir de alguna manera la distancia. Llego a mi casa y me saco los zapatos. Enciendo la tele y la radio. Trato de dormir pero no tengo sueño. El teléfono me despierta. Del otro lado escucho a mi madre diciendo que se murió mi perra, que ella tiene unas bolsas grandes, que si no encontramos la pala se la podemos pedir al vecino. Que sería ideal que fuera hoy, pero si no podía, lo comprendía. Yo le preguntó que cómo, que qué, cuando lo que quiero saber en realidad es por qué. Por qué murió, por qué las cosas se acaban. Y la idea me da vueltas. Me repito que hoy se murió mi perra como si tratara de convencerme. La gente

está y luego no. Todos desaparecen algún día, etc. Me bajo el cierre del vestido, pero eso es todo, me siento incapaz de hacer algo más. Y entonces pienso en la perra, en la rabia y en la muerte. Y luego en Sofía, en ese exacto orden. Luego tocan a la puerta y abro como si alguien más manejara mi cuerpo. Sofía aparece con el mismo vestido y el mismo piano de papel arrugado en la mano. Se ve terrible, pienso. Y se lo digo. Te ves terrible, Sofía, ¿qué haces aquí?. Pero Sofía no responde. Entra al departamento, pero solo lo suficiente. Se apoya en la pared y de pronto estamos frente a frente. Sofía abre la boca y dice que me quiere pedir disculpas. Pero eso no tiene sentido. Nada lo tiene. Ella da un paso hacia mí pero antes de que pueda tocarme, tomo su brazo y lo doblo. Sofía hace un pequeño gesto de dolor, y es lo último que veo en su cara antes de ponerla contra la pared. Entonces abro la boca y me lanzo sobre su hombro. Mis dientes se cierran en un trozo de su piel y presiono hasta no sentir la boca ni los dientes ni las encías. Sofía gime, pero su lamento me llega de lejos, como si no fuera aquí y no fuéramos nosotras. Cuando la suelto, ella cae de rodillas. Se cubre el hombro con una mano y con la otra se tapa los ojos. Mientras me limpio la boca, noto que Sofía está llorando. Llora con los ojos y los dientes apretados y respira como si se le estuviera acabando el aire. Entonces me doy cuenta que nunca antes la había visto llorar.

Romina Reyes Escritora chilena. Titulada en Periodismo por la Universidad de Chile. Con Reinos obtuvo el premio Mejores Obras Literarias del Consejo de la Cultura en la categoría de inéditos en 2013. En 2017 se estrenó en Bafici la adaptación cinematográfica del cuento “Reinos”, donde participó como guionista. Actualmente cursa la maestría en Literatura Española y Latinoamericana de la Universidad de Buenos Aires.

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She's gone away

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n those pictures, her hair was purple. Sometimes if I fix on a memory about the times Jo and I both went to the University, maybe I see her, but I don’t know if that’s my imagination coming into play, adding her after Alan told me she had been in the same school in my first two years. Sometimes I see myself, like in an out-of-body experience, which doesn’t happen to me when trying to remember other things. Not even when I dream. Her father died, so she and her family could no longer afford the tuition. Then, she only worked for two years before she was accepted at the University of Juarez. Around that time, Alan introduced us through Facebook. He was teaching me how to talk to girls. He said I was too nice, too anxious and that girls could see that and be repelled by it. She was single, having recently broken up with her boyfriend. So I had to play it cool and one way of doing that was to tease her a little. So, when she asked for book recommendations on a Facebook status, I, trying to be funny and taking into account that she was studying to be an illustrator, recommended a coloring book. Soon, Alan told me that she had complained about me being a jerk. As usual, I had screwed up. But she didn’t delete me off her Facebook and so I saw it as a good sign. I tried to talk to her after she would post these vague, depressed sounding Facebook posts. Turns out that the break-up hadn’t been easy. She was the one who had to do it and she wasn’t sure if it had been the right thing to do. “There are times when I’m with him that seem to make everything disappear.” she told me. “But then, there are times when I want to see him disappear.” Soon, she was the one who disappeared. She stopped posting. She wouldn’t answer messages. Her last messages were her saying that she was going to travel. I thought she would be back in time to start classes in Juarez, but she

wasn’t. No one had seen her or had any idea where she had gone. Then I heard rumors that she had been arrested for drug possession in Luna County, New Mexico. I searched through the inmate records and I found her name. No mugshot, no news story, but her full name among the records. I could haven given the benefit of a doubt that there was another woman with the exact same name as hers, but it all made sense to me. If it was possession, she probably wouldn’t be long in jail. But I couldn’t wait. I really wasn’t sure what would become of her. I lamented that she had gone through something like this. The whole deal seemed almost tragic: Genius student graduates high school early and goes to college, her father dies, has to drop out and then goes to jail for drugs? What the hell is that? Throughout all this, I was trying to remember those two years more clearly. I tried to find photographs and videos I had taken from that time, hoping to see that she was somewhere in the background. It just didn’t make sense to me how we couldn’t have met earlier despite having a common friend, sharing the same university, the same city. Why couldn’t there be a stronger coincidence that could’ve allowed us to meet earlier? I kept thinking I could’ve made her life better, saved her from these terrible things happening to her. Before sleeping, I tried to fix my mind on the memories of my first two years at the University. In those days she had her hair tinted purple so she should’ve been easy to identify. I tried to feed my dreams with images of her as I’d look at old pictures, artwork she had made, all in images she had collected in different websites over the years. But I could never see her. These memories came into my head like five-second video loops that would just repeat themselves. But with each repetition, I remembered less. I thought of Vines or .GIFs, degrading themselves into multi-colored pixels and glitches. But in my sleep, I tried to hold on to the thought, to focus. If anything, maybe I could dream of her. But I’d always fall asleep, not dreaming of anything. They

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sat down and the bartender approached, wearing a green cap and mantle. I ordered a Heineken. She asked for my ID. I gave her my driver’s license and after one look, she laughed. “Ha-ha, very funny. Sorry, can’t sell you beer.” she said handing me back the ID. “I’m over twenty-one.” I said, taking it back. Was she teasing or being a pain for some reason? “That ID has two-thousand and thirteen as the reception date. Five years from now. Can’t fool me. It’s fake. Maybe if you have a real ID, I can sell you beer.” I nodded. “Sorry, I thought it’d be funny.” “Oh, it was. Don’t worry but you better not play that in bars or they’ll bounce you off. So, what can I get for you?” I ordered a Coke and sipped it as I looked at the union, waiting for a sight of her. And just like in a lucid dream where things move quickly and you can conjure them up if you like, she appeared. There she was, exactly like in her pictures: Short, with a black, thin hoodie wrapped around her, with purple hair going down her pale face, almost poking at her honey eyes. She carried a giant sketchbook like I’d see so many graphic design students do. I got ready to stand up but just before I could, the bartender sat across from me. “Hey sorry, about that. Can I ask you something?” she asked. “Sorry, give me a second.” I said, panicking, machinegunning my words. I peeked and ran to get a good look. Jo was gone. I ran to look for her, not catching any other sight of her. I looked for her again at the art faculty. She was gone. I stayed in the art building, hoping for maybe a sight of her. My dinner was chips and tea from a vending machine. I tried to find a place to sleep in; maybe once I slept again, I’d wake up in the future. I found myself in the school’s theater and sat at the very front row and let myself sleep. When I woke up, I was still in the theater. I felt cold air build up from my

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say you don’t necessarily remember your dreams but I did. Every last one of them. Maybe not all of them, maybe not every detail, but enough to know when I’d dream or not. But one time, when it seemed like I had woken up, I was at the University at a time between classes or maybe summer, I really couldn’t tell at first. I felt the heat from a sunny, clear, El Paso day as I stood in the grass in front of the student union building. Was I dreaming? It felt too tangible, too slow to be a dream. Dreams don’t keep you waiting, they throw everything they have at you in seconds. I stood, waiting for something else to happen, for the scenery to change. It didn’t. Maybe I had traveled through time. Taking a page from the time travel movies I’d seen, I thought I should search for a newspaper that could tell me the date. If I actually made my way there and actually got to read the paper, I could prove to myself that I wasn’t dreaming. I walked down into the east wing of the union, surprised that I managed to go further. I reached a newspaper box filled with the school paper and pulled out a copy. The date: September 14, 2008. I could feel the paper in my hands. I could read the date on it. This was real. And so, I looked for her. I looked for her in the art faculty building. I enjoyed going there because there was always something that would catch my eyes or ears: Dancers practicing, singers bellowing inside piano rooms, metallurgy students banging away at steel with their hammers, you name it. Again, despite the time I would spend there, I never saw her and I couldn’t understand why. I walked through the halls, peeked into classrooms and, once again, she wasn’t anywhere to be found. I thought maybe I should look for her in the student union. I recalled pictures of her being in the lobby there. I made my way back into the union, looking everywhere to see if I could spot her but I didn’t see her anywhere. Thirsty, I thought I could grab a beer at the student bar. I

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Oscar Moreno Mexican writer and filmmaker. Born in Ciudad Juárez. He has written for blogs and magazines such as La Radio 3.0 and SineScreen among others. His scripts and short films have placed highly and won awards in festivals and contests around the world such as the Austin Film Festival and the Sundance Lab. He is currently in the second year of the Bilingual Creative Writing MFA at UTEP.

Alumbramiento

Nancy Prada Prada

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as tres hermanas vivían juntas desde siempre, en la casa de La Jagua que había sido de su madre y sólo de ella. Ninguna se había casado y se daba por sentado, hacía muchos años, que nadie más alteraría la desabrida pero sólida convivencia a la que el destino las había confinado. Corría el año de 1966. Amelia, la menor, tenía 46 años, y pese a sus modales toscos, su prematura alopecia y su manía de andar escupiendo, incluso dentro de la casa, era la más agradable de las tres. La noche del 6 de marzo, mientras ponía sobre la mesa las tazas de avena que acostumbraban antes de dormir, Amelia anunció, con el mismo desinterés con que habría comentado que era necesario comprar otro litro de leche: –En tres meses nacerá el crío que llevo adentro. –¿De qué hablas? –interrogó la hermana mayor, con más asco que sorpresa. –Pues eso, que hace seis meses que estoy preñada – respondió Amelia, con la boca llena de avena. –¿Y cómo pudo ser? –inquirió la hermana del medio. –Como son esas cosas… Se los digo porque voy a cortar el ajuar de la mamita para hacer pañales. Ustedes podrían dejar para después ese mantel de ganchillo y comenzar a tejer un juego de mitones y un par de saquitos de lana. La hermana mayor exhaló muy fuerte, con el sonido atormentado por el tabaco en el que se habían convertido sus suspiros. Terminaron de comer en silencio y se retiraron al dormitorio que compartían. Como si hubiera estado esperando que la noticia se anunciara para permitírselo, la barriga de Amelia comenzó a inflarse. Al domingo siguiente, en el mercado, la gente empezó a murmurar “Mírala, por fin ha sucedido”, “¡Que las benditas ánimas del purgatorio nos protejan!”, “¡La maldición de los jagüeros!”. Las hermanas se habían acostumbrado hacía tiempo a esas habladurías, al juego de

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guts, rising to my throat, as if my body was preparing me for a wave of nausea. The stale air in the theater felt harder to breathe, almost making me reach for my throat to puncture so air would come in. There wasn’t any air in the theater, but there could be air outside, so I ran. I reached the grassy center of the school, collapsing on my knees as I tried to catch my breath. The heat from the sun seemed to sear through my skin while waves of chills creeped all over my back and chest. I closed my eyes and tried to breathe, thick spit sticking to the roof of my mouth. Once I felt the cold sweat subside and my breathing normalize, I opened my eyes and I saw her: Jo with the purple hair. And not so far away, I saw myself as I looked nine years ago. I realized that I had never really dreamed that memory. My mind had never faked anything. I wanted to scream but couldn’t. Despite my panic, I knew I’d only draw attention to myself. So I ran away from both her sight and mine, from anyone’s, and I haven’t stopped, hoping I wake up some time in the next nine years. Hoping that I never find myself, but hoping she does find me. I’m counting that if I’m still here in the next couple of years, maybe I’ll travel to Luna County and talk to her, pretending to try to score some drugs. Still, I just have to wait. And if I wake up before any of that happens, and find myself back in 2017, I’ll keep waiting and dreaming.

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–¡Puja! –insistieron las hermanas, en coro, apoyadas sobre un charco de sangre. –Ya ha salido –dijo Amelia, volviendo a sostenerse sobre los codos y levantando la cabeza para mirar a sus hermanas, que esperaban con las manos extendidas y vacías al otro extremo de la cama. –No –respondieron, con terror infinito en la mirada. El último resoplido que emanó de entre las piernas de Amelia apagó los cirios. La negrura de la noche les heló el pensamiento. Las dos que seguían de pie sólo acataron a llegar a tientas hasta donde la hermana menor y recostarse junto a ella, una a cada lado. Sintieron las lágrimas resbalar copiosas por todas las mejillas. –Tenían razón –dijo la hermana mayor. –Todos tenían razón –afirmó la hermana del medio. Luego se durmieron. Había que reponer fuerzas para el nuevo día vacío que tenían por delante.

Nancy Prada Prada Filósofa y escritora colombiana. Realizó posgrados en Estudios Culturales, Estudios de Género y Creación Narrativa. Es autora y coautora de artículos y libros en las líneas de biopolítica, sexualidades y memoria histórica, como: A mí me sacaron volada de allá (2012), Placeres Peligrosos (2013), Aniquilar la Diferencia (2015), entre otros. Autora de los libros El Sexo de Sofía (2007) y Secretos Húmedos (2008). Actualmente prepara una colección de crónicas sobre la violencia sexual en el marco del conflicto armado colombiano.

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los niños que apostaban su valentía jalándoles las enaguas por detrás y huían despavoridos cuando ellas se volteaban a encararlos, a las otras mujeres que se cubrían media cara con el rebozo al pasar a su lado. Algunas se santiguaban. Aunque nunca volvían sobre ello, las hermanas sabían lo que se decía, habían ido armando la historia a fuerza de escuchar retazos durante tantos años. Los siguientes tres meses pasaron, igual de vacíos que los últimos cuarenta años. Los ronquidos de las hermanas, acostadas poco después del último rayo de sol, ya se habían acompasado cuando Amelia sintió que los huesos de la cadera se le aflojaban y el dolor la dejó sentada en la cama. –Levántense, ya va a nacer –exclamó. Las otras dos abrieron los ojos, se incorporaron y, en medio de la penumbra, comenzaron a preparar todo para el alumbramiento. Amelia esperaba recostada en su cama, con las piernas abiertas y las rodillas flexionadas, sostenida sobre los codos. Como si fuera una rutina conocida, la mayor encendió los seis cirios del altar sin imágenes que había en el cuarto, mientras la hermana del medio calentaba el agua y disponía una sábana gastada debajo de la parturienta. Las campanas dieron las doce menos cuarto cuando la mayor ordenó: –Puja. La llama de los cirios dibujaba más espesa la neblina que bajaba cada noche sobre el pueblo y que no lograban atajar las puertas ni las ventadas cerradas. De la boca de Amelia también parecía salir neblina, en cada uno de sus quejidos, quedos al comienzo, más fuertes cada vez, hasta que la mujer estalló en un grito agudo que coincidió con el primer campanazo que anunciaba la media noche. Empapada en sudor, exhausta, estiró por fin los brazos y dejó caer su espalda sobre la cama. Entonces, las tres lo escucharon. A medida que el zumbido invadía la habitación la barriga de la hermana menor se fue aplanando y los huesos volvieron a juntársele.

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El hijo muerto del doctor Shamosh

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o que más me gustaba de los domingos era la visita del doctor Shamosh, porque mi padre aseguraba que en su maleta negra llevaba los restos de su hijo, quien había muerto durante la Segunda Guerra Mundial. Él llegaba, después del mediodía, para jugar con mi padre a las cartas, en la calle, bajo un árbol de mango que nos bendecía con una sombra ancha. Yo me quedaba cerca y miraba con curiosidad su maleta de piel de serpiente, sujeta por sus dedos largos y cadavéricos. Vestía siempre con pantalones de lino blanco; camisas de manga larga del mismo color, con su apellido bordado sobre un bolsillo en el lado del corazón; zapatos negros lustrados y un sombrero de fieltro donde exhibía la pluma de un gallinazo como un trofeo. Llegaba sonriendo y hablando un español descalabrado, acompañado de gestos con las manos para dejarnos saber lo que estaba diciendo. Mi madre corría a servirle jugo, y mi padre sacaba la mesa y extendía las cartas. Yo me ponía mi ropa de domingo y, aunque mamá decía que éramos creyentes, mientras duraba la visita fingíamos que no lo éramos para no insultar la inteligencia de nuestro invitado o para no quedar como estúpidos, por creer en algo que no podíamos ver, ni tocar, ni sentir, y cuya prueba de existencia a veces parecía bastante dudosa. Shamosh era judío y profesaba la ciencia como religión. Estuvo en el campo de exterminio de Treblinka hasta 1943, y salió con el cadáver de su hijo en aquella maleta negra, después de que muriera de hambre. El niño había nacido dentro del campo y había vivido escondido por mucho tiempo. Sin embargo, no había tenido tanta suerte como otros que lograron sobrevivir al Holocausto. Mi padre solía repetirlo, cuando el doctor Shamosh se marchaba, sentado en el sofá, con las piernas estiradas y mientras bebía su

café en señal de victoria. La visita del doctor con su hijo muerto equivalía, a los ojos de mi padre, a la visita de un rey destronado, pero rey al fin. Papá trabó amistad con él en la oficina de correos, donde trabajaba despachando mercancía y donde llegaba Shamosh cada semana para enviar una carta a Alemania. No estaba casado y vivía en el barrio San Fernando en una casa de dos plantas que tenía las paredes de granito, los techos de barro y un enorme zaguán, donde descansaba la escultura de un poeta. Su familia había muerto en el Holocausto y él era la última gota de un río que terminó secándose. Mis padres se esforzaban por satisfacer los caprichos del doctor: un día antes, es decir el sábado, lavábamos los pisos con una fragancia de limón comprada por mamá en el mercado. Mi padre decía que aquel olor transportaba al doctor Shamosh a su infancia, la época más dulce de su vida; bajábamos todos los crucifijos y escondíamos la virgen de Guadalupe, que permanecía durante la semana en un altar pequeño en una esquina de la sala, y en su lugar colocábamos un retrato de Ernest Hemingway. El mantel de la mesa debía ser blanco impoluto, por lo que papá compraba uno nuevo cada semana para asegurarse de que no tuviera ningún rastro de suciedad: era un gasto que nos permitíamos con mucha dificultad, pero según papá valía la pena. Mientras jugaban a las cartas, papá intentaba impresionar al doctor con citas que sacaba de los libros que leía y que iba memorizando para repetir como un loro. A veces, en la semana, lo veíamos en el comedor diciendo en voz alta las frases aprendidas. En las mañanas, antes de salir a trabajar, se quedaba un rato frente al espejo tratando de pronunciar palabras en alemán que sacaba de un viejo diccionario que había pertenecido al abuelo y, después en el comedor, cuando desayunaba, se ponía a hablar de aquel domingo en que celebró el cumpleaños del doctor. Aquel día jugaron de la manera habitual con la diferencia de que el jugo que

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Javier Zamudio

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Había llegado a la casa del doctor Shamosh y golpeado la puerta una y otra vez, pero nadie contestó. Nadie abrió la puerta. Yo suspiré aliviado; eso era preferible a haberlo hallado muerto. Mi padre dijo que seguramente el doctor Shamosh no había llegado a su cita aquel domingo porque había preferido jugar a las cartas con otra persona; con esa frase se fue al cuarto, se quitó la ropa y se tiró en la cama hasta la mañana. Durante varias semanas papá estuvo regresando tarde del trabajo. Según mamá, estaba investigando con quién jugaba a las cartas el doctor Shamosh desde ese domingo en que no llegó a nuestra casa. La tragedia se había instalado de tal manera en nuestras vidas, que mi madre olvidó regresar los crucifijos y la virgen a su lugar. Papá, aunque juzgaba traidores a sus compañeros de trabajo, no lograba demostrar su culpabilidad. En las noches lo veíamos junto al comedor trazando mapas de la ciudad, apuntando cosas en una pequeña libreta que mantenía en el bolsillo derecho de su pantalón, siempre a la mano; discutiendo en el aire y, a veces, cuando era muy tarde, llorando con la cabeza apoyada en la madera y los brazos alrededor. A mamá la llamaron de la oficina de correos y le dijeron que papá había enloquecido: perseguía a sus compañeros de trabajo al terminar la jornada y los interrogaba con violencia; muchos días no se presentaba a trabajar y lo veían sentado en el zaguán de la casa del doctor. Estaba convencido de que Shamosh lo había abandonado para no cumplir su promesa. Lo inevitable sucedió: papá fue despedido y en vez de buscar otro trabajo, continuó con su investigación. Visitó el consulado alemán, la morgue, algunos hospitales cercanos a la casa del doctor, la policía y, cuando ya no creyó posible encontrar a Shamosh, se encerró en su cuarto y se dedicó a escribir en su libreta o a trazar líneas en sus mapas. Mamá y yo intentábamos convencerlo de abandonar aquella obsesión que nos había conducido a la ruina, pero cada una

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servía mi madre iba aderezado con una botella de whisky. Papá había escuchado la historia de Shamosh como si fuese un cura en un confesionario, arropado por el silencio del que presencia un horror desde lejos, y al final de la noche, cuando no quedaba más que los ladridos de algunos perros y los ojos de mamá en la ventana, el doctor lo abrazó. Papá decía: —Cada vez que cierro los ojos se me viene la misma imagen a la cabeza: el abrazo del doctor, su mano sosteniendo la maleta mientras su brazo me rodea, y su voz que me dice, bien cerquita, que yo le recuerdo a su padre y que cuando se muera me va a dejar su propiedad más valiosa. Papá estaba convencido de que el doctor le dejaría su casa al morir. Un domingo el doctor no llegó a la casa y mi padre dijo que había muerto. Nadie se lo contó, pero él estaba convencido de que Shamosh no hubiese faltado a su cita sagrada por simple capricho y sin una excusa. Se quitó el pantalón de lino y la camisa de manga corta que usaba para recibir al doctor, y se vistió con un traje negro de luto. Besó a mi madre en la mejilla y salió para el barrio San Fernando, con las lágrimas cayendo de sus ojos. Regresó varias horas después, sumido en un silencio que pronosticaba lo peor. Entró, se sentó y nos miró un par de segundos, como si no nos conociera. Cuando mi madre fue a la cocina a preparar una valeriana, él volteó el rostro hacia donde yo estaba, pero no se fijó en mi pelo rojizo enredado en mis orejas, ni en mis pecas o en mis ojos verdosos. Papá no estaba afuera sino adentro, tratando de descifrar un misterio del que, al parecer, no tenía todas las piezas. Mamá trajo la valeriana y se acomodó junto a él para interrogarlo. Papá abría la boca, pero cuando llegaba el momento de soltar los pensamientos, salía un suspiro y no alcanzaba a decir nada. Luego de beber la taza, dijo: —No había nadie.

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enviado a la capital para un tratamiento médico imposible de realizar en Cali. El resto no estaba escrito, pero lo contó el abogado: Shamosh murió tras dos semanas de incapacidad –en las que pasó la mayoría del tiempo inconsciente–, y luego de unas horas de lucidez que usó para redactar la carta entregada por el abogado a mi padre y otra enviada a Alemania, dicen que a un amigo de infancia. Su deseo era que papá conservara la maleta o, si lo prefería, que la sepultara, pero que en ningún momento la abriera, pues el recuerdo de su hijo debía permanecer intacto. La maleta no era lo deseado con tanto anhelo, pero era mejor que nada. Mi padre la guardó en la alacena, donde también descansaban una cristalería jamás utilizada, el cuadro de Ernest Hemingway –regresado a su lugar por mamá– y algunos libros de mi abuelo que papá guardaba con celo, y después de dejarme en claro el castigo que recibiría si me atrevía a abrir la maleta, pegó un letrero de NO TOCAR, escrito en letras mayúsculas, sobre el cristal. Sus palabras aumentaron mi deseo de ver al hijo del doctor. Los primeros días, llegaba del colegio, me quitaba el uniforme, servía el almuerzo, que mamá había preparado antes de salir a trabajar, y me sentaba cerca de la alacena. Almorzaba, mientras acariciaba el cristal con los ojos, y permanecía en el mismo sitio hasta las cinco, hora en que mamá llegaba del trabajo. En las noches me dormía pensando en la maleta y algunas veces soñaba que la abría y veía al hijo del doctor: era un niño diminuto, casi como un enano, con la piel suave, resplandeciente; en su cuerpo no había rastro de la muerte, ni siquiera del hambre que había padecido. Sus ojos eran azules, como el cielo en una mañana sin nubes, y en su mirada podía sentirse un reproche. Lo único acabado era la ropa, usaba una camisa de rayas grises llena de agujeros y un pantalón verde deshilachado. Su presencia estaba rodeada por un aura celestial; no tenía cabello y, luego de mirarlo un

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de nuestras palabras, en vez de mermar su locura, aumentaba sus deseos de saber dónde estaba el doctor. Mamá consiguió trabajo en una farmacia, donde además de vender medicamentos, aplicaba inyecciones y hacía buen uso de su fama de sobandera. Quitaba todo tipo de dolores con las manos –sus dedos eran milagrosos– y había quienes preferían solicitar sus servicios a pasar tres o cuatro horas en la sala de espera de un hospital. La visitaba toda la ciudad, incluso el doctor Misael, un amigo de infancia de papá que era psiquiatra y que en cada visita, trataba de convencerla de que papá tenía que ser internado con urgencia. Era un hombre barrigón que había quedado calvo y que usaba unas gafas redondas con cristales tan gruesos, que parecía siempre en el fondo del océano, con los ojos a punto de estallar. Trataba de enamorar a mi madre aprovechándose de la crisis de papá. Le decía que papá ya no podía distinguir la realidad de su fantasía y que a la larga sería una carga para nosotros. Repetía sus palabras en cada una de sus visitas y mamá hubiese caído en aquel juego, de no haberse presentado un abogado en casa para informar a mi padre que el doctor Shamosh había muerto y, que en su testamento, le había dejado su propiedad más preciada, que no era la casa –pues esta no le pertenecía–, sino la maleta con los restos de su hijo. La noticia cambió el ánimo de todos, especialmente el de papá, quien abandonó la habitación y regresó a la vida cotidiana. Recuperó su trabajo en la oficina de correos y a pesar de no haber heredado la casa, le reconfortó saber que el doctor no lo había traicionado. La maleta iba acompañada de una carta escrita por el doctor en sus últimas horas de vida, donde se detallaban las circunstancias de su desaparición y sus últimas voluntades. Dos días antes de aquel domingo en que no apareció por casa, cayó enfermo del corazón. Fue trasladado a un hospital del norte de la ciudad y, luego de varios exámenes, fue

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movimiento lento, giraba el broche y levantaba la solapa, metía su mano tímida, temblando, en el interior, la movía en varias direcciones, la sacaba, cerraba la maleta y decía en voz alta que no había más que un pantalón despedazado, huesos y el polvo mortecino de un cadáver descompuesto. Papá luego puso la maleta en el hueco y empezó a tirar paladas de tierra. Mi madre se encerró en casa. La multitud comenzó a dispersarse. Yo me quedé con papá, que sonreía para disimular la rabia.

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rato, acariciaba su cabeza. Aquí me despertaba. Pensé que si mi padre había sido elegido para guardar la maleta, quizá yo había sido elegido para conocer su interior. Fue esto lo que terminó por convencerme y una tarde abrí la alacena, acaricié el cuero de serpiente, la manija, los bordes en forma de luna menguante y el broche de oro que brillaba en el centro como un sol. Luego lo giré, subí la solapa –que cayó como una lengua seca– y abrí la maleta. Metí la mano derecha y pasé los dedos por las esquinas y me los llevé a la nariz con la esperanza de sentir el olor de la muerte, pero sólo sentí un olor a madera mojada que se mezclaba con el aroma del limón. Después la cerré con desconcierto, porque en su interior no había nada. No me atreví a decirles a mis padres de mi hallazgo por miedo a ser castigado. Luego de varias semanas, mamá, quien no se sentía cómoda con un muerto en casa, le dijo a papá que lo mejor era enterrar la maleta, para que el hijo muerto del doctor Shamosh volviese a la tierra y continuase su ciclo. Papá aceptó y se decidió a enterrarlo bajo el árbol de mango, en el mismo lugar donde él y el doctor jugaban a las cartas. El domingo en que se llevó a cabo la ceremonia, casi todos nuestros vecinos estaban enterados de la historia del doctor Shamosh y rodearon a mi padre mientras cavaba un hueco lo suficientemente hondo como para que nadie jamás intentase llevarse la maleta. La gente llegaba, saludaba a mi padre y se acomodaba a mirarlo. Misael, que no podía faltar, trató de convencerlo de abrir la maleta: –Yo de usted la abro –le dijo–, no vaya a ser que entierre algo de valor, como joyas de oro o un reloj, y con la situación económica como está... Cuando el hueco estuvo listo ya todo el mundo murmuraba lo mismo que el psiquiatra, y mi padre, animado por la multitud, decidió abrir la maleta. Mi madre se ubicó a su lado y miró cómo papá, en un

Javier Zamudio Traductor y escritor colombiano. Ha publicado los libros Hemingway en Santa Marta (Lugar Común, 2015), Espiar a los felices, (Editorial Eafit, 2016) y El hotel de los difíciles (Lugar Común, 2017). Ha colaborado con revistas como El Malpensante, Literal Magazine, Luvina, entre otras; sus cuentos han sido traducidos al inglés e italiano.

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ivir en la frontera Ciudad Juárez–El Paso implica pensar constantemente en los límites territoriales y culturales que de manera artificial y natural separan dos países, también permite ser testigos y protagonistas de los procesos de hibridación, del diálogo entre culturas, idiomas, creencias y modos de vida. En esta edición de aniversario de Rio Grande Review queremos presentar un dossier que reúne diversos textos que se aproximan desde diferentes perspectivas formales y temáticas a lo significa estar al borde, habitar las zonas geográficas, literarias, corporales, en las que los límites se tornan difusos o inexistentes. Las fronteras, sobre todo las físicas, nos remarcan las diferencias, nos recuerdan la realidad de la inmigración, de la trata de personas, la violencia. La literatura no es ajena a estas realidades como tampoco lo es a la difuminación de los límites, a su porosidad. En el presente dossier encontraremos textos cuya escritura transita entre distintos géneros literarios; es el caso de “Conjurar”, ensayo sobre el color en forma de poema donde la voz de la autora se traslapa indistintamente con otras, como las de el poeta José Carlos Becerra y la del artista Sir Edward Burne-Jones. Los géneros también se entremezclan en el cuento de Marina Perezagua, una exploración de la piel, frontera del cuerpo, en la que se recurre a los versos en la medida en que estos contribuyen a la construcción de la atmósfera y del ritmo. Benjamin Alire Saenz propone una lectura de los referentes culturales del norte (representados principalmente por Inglaterra) y del sur (La Llorona y Quetzalcóatl) a través de la exploración de la tragedia: "See, Mexicans/Are like the English: They are in love with tragedy". También es el caso de los poemas de Frank Báez, en los que la cultura de Nueva York se encuentra con la de Santo Domingo y produce nuevas figuras, como aquella

del escuálido y negro Santa Claus que empuja su carrito de mercado por la Independencia. Un tipo de diálogo similar ocurre en los poemas de LaTasha N. Nevada Diggs, en los cuales se presenta una mezcolanza cultural por medio de la conversación entre varias lenguas y lenguajes. Este es un dossier en el que las fronteras se transgreden y terminan por desaparecer, algo parecido a lo que le sucede a Jeannie Vanasco cuando sus padres la bautizan con el mismo nombre de su hermana fallecida y provocan un quiebre en la barrera que separa su identidad de la de su hermana. El ensayo “What’s in a Necronym?” explora este evento, además de desdibujar los bordes entre el dolor y la locura. Hemos incluido también cuatro miradas que desde la fotografía abordan o exploran fronteras y límites a partir de diferentes búsquedas visuales, documentales y conceptuales. Grúas y Culatas, el trabajo de Juan Franco, parte del registro urbano directo de Bogotá, para luego intervenir digitalmente las imágenes. Borra y rellena sobre lo real, empleando la fotografía original como un escultor usaría la piedra, hasta encontrar lo que busca; de tal manera que los límites del realismo se subvierten. Carolina Navas, por su lado, acude a lo documental para narrar la fragilidad de un encuentro fugaz, lo transitorio en medio de la permanencia de la naturaleza; el escenario es la playa desértica de Cariló, Provincia de Buenos Aires. Urbis, de Fabio Cuttica, señala los proyectos de vivienda a las afuera de Tijuana destinados a trabajadores de maquilas. Estos fraccionamientos irrumpen en parajes desolados con su geometría moderna y separan lo aparente —conjuntos coloridos como cuadros de Modrian— de la realidad: 30 a 40 metros cuadrados sin acceso vial ni de transporte público. Por último, Iván Castiblanco realiza su búsqueda entre la luz y la sombra por las calles de Buenos Aires. La penumbra es rayada por destellos que iluminan tan sólo fragmentos, recortes de historias urbanas. Una pared, un pedazo de cuerpo o un anuncio, son resaltados de a dos en una sola foto.

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Desdibujar los bordes

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iving on the Ciudad Juarez-El Paso border implies being permanently aware of the territorial and cultural limits that artificially and naturally separate two countries, but it also obliges us to be witnesses and protagonists of the processes of hybridization, of permanent dialogue between cultures, languages, beliefs and ways of life. In this anniversary edition of Rio Grande Review we want to present a dossier that gathers diverse texts, which, from different formal and thematic perspectives, tackle what it means to be on the edge, to inhabit the geographical, literary and corporal zones in which the limits become diffuse or non-existent. Borders, especially physical ones, highlight differences; they remind us of the phenomenons of immigration, human trafficking and violence. Literature is not alien to these realities, in fact, the writing process tends to show that the borders are porous, permeable. In this dossier you will find texts that transit between different literary genres, such as "Conjurar", an essay on color in the form of a poem where the author's voice overlaps indistinctly with others, such as those of the poet José Carlos Becerra and the artist Sir Edward Burne-Jones. Genres are also intermingled in the short story of Marina Perezagua, an exploration of the skin, the frontier of the body, in which verses are used to contribute to the construction of atmosphere and rhythm. The texts included also explore the dialogue between cultures, as is the case of Benjamin Alire Saenz, who proposes a reading of cultural references from the north (represented mainly by England) and the south (La Llorona and Quetzalcóatl) through the exploration of the tragedy: "See, Mexicans / Are like the English: They are in love with tragedy". It is also the case of the poems of Frank Báez, where the culture of New York is intermingled with that of Santo Domingo and produces new figures,

such as the squalid and black Santa Claus who pushes his shopping cart through Independencia Street. A similar type of dialogue occurs in the poems of LaTasha N. Nevada Diggs, in which a cultural mishmash is presented through the conversation between several tongues and languages. This is a dossier in which borders are transgressed and end up disappearing, something similar to what happens to Jeannie Vanasco when her parents baptize her with the name of her deceased sister and cause a break in the barrier that separates her identity of her sister's. The essay "What's in a Necronym?" explores this event, in addition to blurring the edges between pain and madness. We have also included four perspectives from the field of photography to explore borders and limits through different visual, documentary and conceptual approaches. Grúas y Culatas, the work of Juan Franco, departs from the urban register of Bogotá to, then, digitally intervene the images. It erases and fills reality using the original photograph as a sculptor would use the block of marble, in such a way that the limits of realism are subverted. Meanwhile, Carolina Navas uses documentary tools in order to narrate the fragility of a fleeting encounter, the transitory instance in the middle of permanent nature; the setting is the desert beach of Cariló, Province of Buenos Aires. Urbis, by Fabio Cuttica, points out housing projects for maquila workers in the outskirts of Tijuana. These projects, also called "Fraccionamientos", burst into desolate landscapes with their modern geometry, separating the appearances — colorful sets like Modrian paintings— from reality: 300 to 400 square feet of space without road access or public transport. Finally, Iván Castiblanco searches between light and shadow on the streets of Buenos Aires. The penumbra is marked by flashes of light, which illuminate only fragments, clippings of urban stories. A wall, a piece of body or a sign are highlighted in pairs on a single photo.

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Blurred Edges

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II. Conjurar* Había algo de humano en todo aquello. Alguien caminaba o se arrastraba entre la maleza y se detenía, de cuando en cuando, para tomar aire. Con el tiempo se sabría que la persona que caminaba o se arrastraba era un hombre. Es del todo posible que la primera imagen haya sido el sueño de un pájaro.

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La maleza es una acumulación despavorida de plantas carnívoras y de espinas y de violentas humedades celestes y de frondas. Los pintores recomiendan el uso de los cadmios y el siena natural para los verdes más intensos, y las combinaciones de cobalto con cadmio oscuro, siena tostado o naranja cálido para conseguir otras tonalidades de verde. Despertar es como ver entre la maleza un claro donde yace una mujer con los ojos cerrados. En el poema “La bella durmiente”, José Carlos Becerra escribe: “Y nos reímos un poco torpes, un poco avergonzados de nuestra creación, como los niños que habíamos matado, aquellos dos por donde pasamos para llegar hasta esta mirada hermosa y vacilante de ahora”. En el centro de todo está, desde luego, el asesinato. La muerte no es nunca una vacilación. Vi por primera vez las cuatro pinturas de la serie Briar Rose de Sir Edward Burne-Jones en un pequeño museo del Caribe, un día de mucho sol.

¿Cuántos sueños caben en un sueño de cien años? Los niños, se entiende, suelen ser asesinados por los adultos. “Juntos los dos, a punto de tomar el misterio, a punto de que la desnudez nos invadiera con toda la fuerza de sus extensiones, a punto de que la princesa dormida por siglos abriera los ojos, a punto de que el joven viajero encontrara la entrada al castillo encantado, a punto de que hubiera una posibilidad de existencia para ese castillo, a punto de darle vida al maleficio, y por esta medida conjurarlo, a punto de que hubiera una capa, una espada y una posibilidad de principado... a punto solamente, a punto de algo”. Y cuando miras hacia atrás y ves sus cuerpos destrozados, cuidadosa, quirúrgicamente desmembrados, ¿sientes algo? La mano de un niño, trémula. La Caja Verde de Duchamp representa todavía un enigma para mí.

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Cristina Rivera Garza

Despertar constituye uno de los momentos más difíciles del día. La culpa es, a veces, una emoción. Para conseguir un verde muy brillante, los pintores sugieren utilizar el viridian. Las pinturas de gran formato nos hacen creer a momentos que podemos introducirnos en ellas sin dificultad alguna. En el bosque de Briar, frente a los cinco soldados dormidos, pensé: “En mi voluntad arde un pájaro oscuro, las palabras de pronto han adquirido el peso de los hechos desconocidos, han tomado el aire verduzco de las estatuas”. Briar Rose es la versión de La Bella Durmiente escrita por los Hermanos Grimm. Siempre hay algo mórbido en el acto de soñar.

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*El poema seleccionado es parte del libro El disco de Newton (2011).

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¿Sabe el niño que va a desfallecer bajo el finísimo filo de una espada furiosa? No sé qué es lo que sabe la niña. Se exagera cuando se describe un patio doméstico como “una maleza”. Pero, repito, cuando miras hacia atrás y te es posible ver sus rostros todavía ardientes y sus menudos cuerpos diseminados con geométrico rigor sobre la tierra húmeda y verde, ¿sientes algo?

¿Sientes algo? Y cuando llega el sueño, antes de cerrar los ojos pero justo cuando la voluntad cede. Suele haber, en los sueños de cien años, algo humano y maléfico, algo de un verde con mucho cobalto, algo de un rojo todavía roto y espeso.

Al pronunciar las palabras maleza y maleficio el hablante puede tener la impresión de estar diciendo lo mismo.

En el Jardín de la Corte, frente a las seis mujeres dormidas sobre antebrazos y mesas, lánguidas todas ellas, pacíficas, pensé: “tal vez no sepamos con exactitud si fuimos palpados por una vida que no acertamos a conocer”.

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Sentir es un verde demasiado amplio.

Pocas cosas son más terribles que ser testigo de la muerte de los niños. Palpar. Pálpito. Púlpito. Pupilo. Y en la Cámara del Consejo, ahí, frente al rey de hombros inclinados, avanzando entre espinas y telas inmóviles, dije: Yo tampoco sé ya quiénes somos, José Carlos. La única cosa más terrible que ser testigo de la muerte de los niños es caminar muy lentamente por entre sus huesos livianos. Con frecuencia mirar al cielo no tiene caso. Es del todo posible que la imagen de un hombre y una mujer que caminan a paso lento sobre una súbita acumulación de huesos livianos sea también la alucinación de un pájaro.

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Cristina Rivera Garza (Matamoros, Tamaulipas, 1964) Is the award-winning author of six novels, three collections of short stories, five collections of poetry and three non-fiction books. Originally written in Spanish, these works have been translated into multiple languages, including English, French, Italian, Portuguese, and Korean. The recipient of the Roger Caillois Award for Latin American Literature (Paris, 2013); as well as the Anna Seghers (Berlin, 2005), she is the only author who has won the International Sor Juana Inés de la Cruz Prize twice, in 2001 for her novel Nadie me verá llorar and again in 2009 for her novel La muerte me da.

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Arriving at the Heart of the Tragedy* No medicine in the world can do thee good.--Laertes

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There are certain things that cannot be Undone. Lot's wife glanced back at Sodom as she was Fleeing--and just like that she became a pillar of salt. Who knows, maybe she adored her beloved city More than life itself and only wanted to say adiรณs. Maybe she was thinking I can't believe that God is doing this.

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Or maybe she wanted to see if she could escape With one little transgression in her pocket-Like cheating on your diet. I wonder if she had time To curse herself for her arrogant stupidity or curse God For being such a stickler? Him and his fastidious conditions For salvation. I wonder if there was one last moment Of terror and wonder, too, how one last moment of terror Would feel. Lightning and thunder in the heart. That's what I think. One of my wife's ancestors lost Everything--his cows, his horses, his barn, his house, His property. Everything lost in a lousy game of poker. What in the hell was he thinking? I picture him walking Home, grumbling at his great misfortune, shaking His head, cursing his life and wondering what words To use when he made the sad and solemn announcement To his wife, Corazon, I have lost everything we have ever Worked for. Would he add: I had a full house, a good hand But --I think he must have talked himself into believing That it was meant to be, that it was fate, that it was all A part of a grand scheme--that he was nothing more Than heaven's pawn. He kept his wife's glare in the darkest Corner of his heart till the day he died. He would never Be sure if she had truly forgiven him. You can't take back A poker hand. Another thing you can't take back: the words

*Published in The Book of What Remains (2010).

You speak. Everyone knows that. Somehow it doesn't stop us From saying inane, insipid, hurtful things. Family courts Are teeming with women and men who couldn't take Back all the mean things they said to one another. At a certain point I'm sorry becomes a hollow phrase. I want A divorce. You can't take back those words. Hell, you just drown in them. * The whole world is littered With what ifs. What if Eve hadn't tasted of the fruit From the tree of good and evil. If she hadn't done that, Then everyone would adore snakes and none of us would Have to work. Imagine, hanging around naked all day, not Having to go to work. You know, if we had to hang around Naked all day, maybe we would take better care of our bodies Instead of covering them up with designer clothes. No Work would mean we wouldn't have to worry About illegal immigration (and we would have to invent Another reason to hate poor Mexicans). What if Othello Hadn't believed that low-life, manipulative, lying bastard, Iago? He and Desdemona would have had a nice life And beautiful biracial children. What if Orpheus Had not doubted, had not looked back to make sure Eurydice was following him out of the underworld? If Only he hadn't doubted. Instead, his promise broken, Eurydice descended back to live at the side of Hades And Persephone, and he, Orpheus, drowned himself. All that work for nothing. Sometimes, I think we look For ways to be unhappy. And more than that, we want To elevate our unhappiness into the realm of tragedy As if we were all auditioning for a leading role In the Royal Shakespeare Company. But why Does everything have to be so tragic? Who can stand To watch the dysfunction of the Macbeths? It's all

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Benjamin Alire Saenz

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* I hide keys in the garage So I don't have to worry when I lock myself out. I have spare glasses everywhere so that I will always Be able to see. I have more than taken Elizabeth Bishop's advice to lose something every day. But None of this qualifies as tragedy. I keep thinking of the man Who forgot his infant child in the car as he rushed off To work. He was in a hurry, running late, preoccupied. His wife called in the middle of the afternoon, wanting To know why their son was not at daycare. In a panic, He rushed out of the building. I keep seeing this man As he reaches the place where he parked the car, knowing That the heat of the day must have--no, please, God, how Could I have forgotten, no, God, no I see him as he flings Open the back door to the car. He is inconsolable As he holds his limp son in his arms. How could I have Done this? What have I done? What have I done?

He, too, is inconsolable. Tenochtitlan has been razed To the ground. Cortez has won the day. Quetzalcoatl alone Has escaped to tell the others: Mexico has fallen. He is Floating out to sea, holding in his hands an image of a world With a cross firmly planted into its core. The Christianized world has arrived With an army that cannot be turned back. The Aztec World has been destroyed by fire. For Tenochtitlan There will be no resurrections--and for Quetzalcoatl There is only this eternal and solitary travel in a sea Of endless sorrows. I try to imagine what it is like to feel The weight of that kind of grief. Lightning and thunder In the heart. I keep seeing the man, a dead son In his arms why should a dog, a horse, a rat, have life, And thou no breath at all? The world is in ruins. We are left cursing and clutching at our bitter hearts, Wondering, wondering why we are not dead.

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Such a bloody mess and what's so original about Ambition? And what if La Llorona hadn't drowned Her children in the river? What story would we tell To scare our children into behaving? And what Kind of solution was this, anyway? See, Mexicans Are like the English: They are in love with tragedy. Only Mexicans take their tragedy home every night-The English leave it at the theater. All of this has something to do With Catholicism and Protestantism and history.

* Many years ago, my wife gave me A sculpture as a gift: Quetzalcoatl is lying down On a small and lonely boat. He is in mourning.

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Benjamin Alire Sรกenz (Old Picacho, 1954) is an American poet, novelist and writer of children's books. His first collection of poetry, Calendar of Dust, was honored with an American Book Award in 1991. The following year he was awarded a Lannan Literary Poetry Fellowship. His second collection of poems, Dark and Perfect Angels, won a Southwest Book Award from the Border Librarians Association. In 2002, his third book of poems, Elegies in Blue was published by Cinco Puntos Press and was nominated for an L.A. Times Book Prize. His poetry has been widely anthologized and he has been included in Twentieth Century American Poetry edited by Dana Gioia.

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Piel roja La niña de fuego te llama la gente, Y te están dejando que mueras de sed Ay, niña de fuego (Quintero-León-Quiroga)

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E

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s verano. Pero verano no en un lugar cualquiera, sino allí, donde late el núcleo de todos los veranos. El sol comienza, silencioso, a lastimar con su calor las células, andamios invisibles, ancestrales de toda piel. Los hombros son los primeros en enrojecerse. Pero ella no se da cuenta, entretenida en las explicaciones de un señor que sostiene en la mano una hoja de nopal, un cactus que –también lo ha probado en los últimos días–, sabe delicioso. El señor le pide que se fije en unos puntitos blancos de la hoja. Ella acerca la cara y escucha: Estos son los huevos de un insecto, la grana cochinilla, que se reproduce en las hojas de este cactus. Con un palo muy fino, el hombre toma cuidadosamente un huevo y lo pone sobre un papel. Al pincharlo, una mancha roja aparece sobre el blanco. Extiende luego con el mismo palito la mancha, formando un círculo granate. Después pincha la hoja del cactus y extrae una especie de baba, con la que cubre la mancha. Y ahora, dice, para proteger el color, se utiliza esto, el jugo del mismo nopal, que le sirve a la sangre como fijador y secador. Ella toca con el dedo índice el círculo. Efectivamente, está seco. Retira el dedo como asustada. Quizá vea en el dibujo un espejo que le devuelve su imagen deshidratándose, porque es mediodía, y la temperatura sigue subiendo. Las colitas de los ácidos grasos comienzan a derretirse, las células se mueven con mayor fluidez, espermatozoides escapados, liberados de la carga reproductiva. Pero otras cosas menos amables suceden también. Debido al calor, las membranas

se están dañando, y se desmiembran en partes minúsculas, partes que son réplicas de partes de ella misma, multiplicadas y reducidas, infinitesimalmente, y así, sus múltiples senos, sus rodillas, sus tobillos, sólo visibles al microscopio, le corren por dentro como rabos de lagartija que coletean sin encontrar el cuerpo. Es la muerte de la proteína. Y ella no lo sabe, pero apetece el contacto con otra carne, porque el cuerpo encuentra siempre su manera de comunicarse. El señor saca otra planta, como un cardo. Se llama chicalote, escucha ella, y el hombre comienza también a desangrarlo. La savia es amarilla, y con ésta dibuja, alrededor del círculo grana, los rayos que le faltaban al astro. Sangre animal y sangre vegetal. Ella mira el círculo, los rayos, y sube un poco la mirada para observar, escondida tras sus gafas de sol, a J., que está enfrente. Les habían presentado el día anterior, y él se ofreció para acompañarla. J. también mira el círculo pintado y, así, no advierte que ella le está mirando, y que le piensa. Pero no le piensa como piensa en todo lo demás, sino con ese tipo pensamiento que no es lineal como la avenida de los muertos, sino vivo, circular, recorriendo una y otra vez el perímetro de esa circunferencia que enlaza la cola de los ojos con que ella le mira, con la boca de los ojos con que él la esquiva.

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Marina Perezagua

Dejan al señor repitiendo el mismo dibujo, sentado en una silla a pleno sol. El calor parece no afectar a aquel hombre, carne ignífuga que proyecta en la tierra una sombra alargada como una aguja de reloj que, menos para él, se mueve para todos. Para todos, pero especialmente para ella,

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El sol sigue apretando, y cada vez más fuerte, y el sistema inmune sigue enunciando su respuesta biológica mediante el enrojecimiento. Pero es ésta una cadena de sordos: J. no la oye a ella, como tampoco ella oye ese proceso que les destruye por dentro, ese fatal chasquido que sufre el ARN de sus células. Nadie oye nada. Están demasiado cerca. No le resulta tan duro subir los escalones de la pirámide más alta. Mucho menos duro de lo que le habían advertido. En algunos tramos la gente descansa, acaso no todos por falta de fuerzas, sino por ese desánimo que cada vez que ellos o sus padres o los padres de sus padres han nombrado en sus largas o cortas vidas se ha ido acumulando como el polvo, y transmite, de generación en generación esa genética del desaliento, un boca en boca que va pasando esa desgana que afloja las piernas, la voluntad, la palabra. Subir no le ha sido difícil, pero sí lo es ver que en la cúspide no puede extender la mirada más allá de la gente. Un grupo de muchas personas levanta los brazos en torno a un predicador. El rojo que antes le marcaba sólo los hombros ha comenzado a bajar hacia arriba, a subir hacia abajo, ya nada tiene orden, como un incendio que se propaga a capricho del viento. Ella, todavía, despreocupada, se mueve ajena al hecho de que, por la radiación ultravioleta, las células están liberando su material alterado, haciendo que las células vecinas y sanas inicien una respuesta inflamatoria para deshacerse de aquéllas dañadas por el sol. Aunque aún no siente las lesiones, está visiblemente desconcertada y, por un proceso semejante, también ella quiere liberarse de la gente dañada. Y así le dice a J. que salten una valla. Una valla puesta allí

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que sabe que sólo un día les ha sido dado, y siente el tiempo pasando en el tic tac de un reloj de sol cuya manecilla, esa sombra inasible, no puede agarrar. Es el horror de la sombra, ese contorno que no sabe interpretar los brazos que se abren para acoger a alguien, y en su equivocación proyecta en el muro una cruz por donde nunca pasó, ni pasará, el cuerpo que la salve. Tengo sed, dice ella. Le pide agua a J. Para entonces ya hace rato que su cuerpo regula el calor mediante la evaporación. Suda, pierde sales, electrolitos. Bebe menos de lo que necesita, pensando (deseando) que aún les queda mucho recorrido. Y ella, que no ha reparado aún en las quemaduras que el sol le va extendiendo, mucho menos podría saber lo que le ocurre por dentro, esos vasos sanguíneos que se comienzan a dilatar, intentando el riego en las partes más superficiales para devolver la sangre enfriada a los tejidos corporales más profundos. Se pasa la mano por la frente. Quizá esté notando las pisadas marciales de ese ejército de mecanismos microscópicos que se organiza para aliviarle la carga de calor. J. la lleva a un lugar desde donde, dice, sin tener que subir la voz, pueden ser escuchados desde muy lejos. Desde allí se habría dirigido el jefe emplumado a la masa de súbditos. Para comprobar esa acústica extraordinaria, ella susurra algo a J.: ¿Puedes oírme? Nada. J. no la oye. Pero una silueta lejana que camina en el mismo instante hacia el horizonte del valle parece girarse. Extraño es aquel lugar, donde la cercanía se protege de sí misma con ese opérculo (puerta orgánica) tras el cual se retrae la caracola marina; esa tapa que, teniendo forma de oreja, es sorda, y ciega los oídos del molusco en su concha. Y lo aísla.

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final. Y el pensamiento de ella sigue siendo circular como el viento interno de un tornado, que se desplaza sin necesidad de romper la redondez de ese deseo que atrae todo hacia él. Tristemente, el tiempo insiste en su forma, el tiempo sigue siendo lineal como el Miccaohtli, esa calzada de los muertos que apenas hace unas horas los dos han caminado juntos sin saber, o quizá sabiendo, que se llevaban a sí mismos. Dos kilómetros caminando, acalorados, con algo mucho más pesado que un muerto: el peso de la renuncia, el rechazo a un regalo que no se volverá a ofrecer. Antes de regresar al hotel donde ella se hospeda, beben algo en una lata sin vaso ni mesa ni sillas. Solos ellos dos y dos latas en el banco de una plaza que cierra su perímetro en la primera iglesia de la Nueva España. La única luz del círculo es una farola muy débil, como un cigarrito en la boca de un gigante que se apiada y les abraza. Se acurrucan sin tocarse en el pecho del coloso. Es cálido. Pero ya ha comenzado el silencio, no incómodo por la falta de palabra, sino por el presagio de la glaciación que sucede a toda una era (todo un día) de calor. Llegan al hotel cabizbajos, como protegiéndose, a destiempo, de un sol en la noche. La inflamación desencadenada duele. El calor ha propagado el deseo hacia aquellas partes que el sol no vio, no tocó, que tampoco ellos se han visto ni acariciado. El calor lo ha calado todo como un líquido en las espaldas, en los labios, en la garganta. Ella pide agua de nuevo. Agua. Agua para enfriar las quemaduras. Agua para dividir las aguas de los pechos rojos. Agua para ahogar la palabra dulce (quédate) que no ha de ser pronunciada, porque sólo un día, o eso creen, les ha sido dado. Y tanto duele la piel (o el deseo, que es lo mismo) que a la entrada del hotel se abrazan superficialmente, como dos

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para que los turistas no salgan del redil, de las fronteras de lo seguro, del decorado, de la historia muerta que les han contado. Una valla que insolente separa lo transitable de aquello que puede transitar sobre la carne. Ella insiste: Saltemos. Y saltan. Y ya no tienen que caminar, porque otras cosas caminan sobre ellos. No es gente, porque la gente ha desaparecido tras el salto. Son otras vidas. Son los enormes bloques de piedra pero livianos, son esas plantitas que se agarran discretas a sus zapatos como se agarran, pidiendo tan poco, a la piedra desértica. Es el vértigo de lo verdadero. Es la paz. Es la soledad compartida. Y después del silencio es la risa. Ella se pinta algo en la palma de la mano: “M. y J. se estuvieron riendo aquí, y descansaron”. Montan en el coche. Ahora sí. Las quemaduras comienzan a escocer, a ambos, aunque a ella, siendo tan blanca, mucho más. En ese espacio cerrado, el calor, la excitación, la sequedad de la piel que urge una crema, o saliva ajena, o tan siquiera una caricia… todo eso, tanta carencia, va sobre ruedas, en un coche torpe que no entiende que debe detenerlos ahí mismo, hidratarlos de urgencia. En una parada tan sólo se miran y se advierten uno a otro sobre las quemaduras: Te has quemado, dice J. Tú también, responde ella. Cierto que él es moreno prieto, y ella es muy blanca, pero el paso del sol, la masacre celular, la regeneración, no entienden de pigmentación, de género, de la genética individual y, por esta ignorancia, las quemaduras pueden asegurar a cualquier desconocido que se cruce con ellos la bonita coincidencia: Los dos vienen del mismo sitio, los dos han estado expuestos, los dos han andado juntos y desprotegidos. Pero un solo día les ha sido dado. Ahora se acerca el

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Marina Perezagua (Sevilla, 1978) is raved by readers and critics for her powerfully visual and mindbending narrative, making her truly unique on the Spanish literary scene. This began in 2011 with her first story collection Creatures of the Abyss, followed by Milk in 2013, which was book of the year according to Librería Sintagma. Her first novel titled Yoro was published in 2015 to enormous critical acclaim, leaving no reader indifferent and bringing further depth to the themes and the aesthetic present in her stories. It also won the prestigious Sor Juana 2016. She has her degree in Art History and is now finishing her PhD in New York, where she has lived since 2001, teaching at New York University and other institutions. She has also lived in Lyon, where she taught at the Instituto Cervantes.

What's in a Necronym?* THE I + THE NOT TRULY I “’Tis but thy name that is my enemy.”

—William Shakespeare, Romeo and Juliet

I.

I am named after the daughter my father lost.

I remember the day I first learned about her. I was eight. My father was in his chair, holding a small white box. As my mother explained that he had a dead daughter named Jeanne, pronounced the same as my name, “without an i,” he opened the box and looked away. Inside was a medal Jeanne had received from a church “for being a good person,” my mother said. My father said nothing. I said nothing. I stared at the medal. Later that day, in the basement, my mother told me Jeanne died in a car accident in New York when she was sixteen, many years before I was born. Two other girls were in the car. Jeanne sat between the driver and the other passenger in the front seat. The driver tried to pass a car, hesitated, then tried to pull back into her lane. She lost control and Jeanne was thrown from the car and killed instantly. “Your father blames himself,” my mother said. “He can’t talk about it.” “Why?” I asked. “He gave her permission to go out that night.” After Jeanne died, my father bought two burial plots next to one another, one for Jeanne and one for himself. When he and his first wife divorced, she stipulated that he forfeit his plot, and he agreed. Soon after the divorce, he went to court again, this time for beating up a bum on the street. “Why should you be alive?” my father had asked him.

*This essay is printed with the permission of The Believer magazine.

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fiction

irresponsables, como si no escucharan el grito de las células, que cojas, mancas, ciegas, les piden, les ruegan, un flujo que vuelva a juntar todos los miembros que se despeñaron por los 238 peldaños del sol. Ya se alejan, anticipando con tristeza cómo las heridas se irán cerrando. Ninguno de los dos utilizará compresas frías, corticoides, antinflamatorios. Para qué. La muerte celular es irreversible. Saben que cuando cicatricen, cuando salgan las ampollas y luego revienten y luego se sequen y luego la piel retome su color de invierno (muy blanco para ella, muy moreno para él), todavía seguirán escociendo.

Jeannie Vanasco

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My mother said she had never seen a photo. That spring I painted portraits of Jeanne in watercolor. I titled them Jeanne. My art teacher told me she was disappointed that such a good student could misspell her own name. From then on, I included an i.

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II. Federico García Lorca insisted that a heightened awareness of death is a requirement for the artist. In his 1933 lecture “Theory and Play of the Duende,” Lorca attempted to define artistic inspiration, and argued that an artist must acknowledge mortality in order to produce art with duende, or intense feeling. “The duende,” he wrote, “won’t appear if he can’t see the possibility of death, if he doesn’t know he can haunt death’s house, if he’s not certain to shake those branches we all carry, that do not bring, can never bring, consolation.” The medal, her age, and the car accident were all I knew of Jeanne, but those details were enough to supply my imagination. At a state writing competition in junior high, I wrote a story about three girls standing in line for a movie that they have no intention of seeing. They want to be seen. They choose to stand next to a movie poster that shows a car crashed into a tree. Two of them chew gum and talk about boys. The other girl is thinking about her sister who died in a car accident. “Anne wants to lose herself in a movie” is the

only sentence I remember. Her sister’s name was Annie. I titled the story “i.” I received first place. I told myself Jeanne won. III. Parsed from the Greek, necronym literally translates as “death name.” It usually means a name shared with a dead sibling. Until the late nineteenth century, necronyms were not uncommon among Americans and Europeans. If a child died in infancy, his or her name was often given to the next child, a natural consequence of high birth rates and high infant mortality rates. Ludwig van Beethoven, for example, had a brother named Ludwig Maria who was born in April 1769 and lived for only six days. The composer was baptized on December 17 of the following year and was likely born the day prior, given church customs in the Catholic Rhine country where he lived (no official record of his birth date exists). Marketed as a musical prodigy, Beethoven often felt it necessary to prove his age. In an 1809 letter to his friend Wegeler, he asked for his baptismal certificate: “…take note of the fact that I had a brother born before me, who was also called Ludwig, but with the additional name of ‘Maria,’ and who died. In order to determine my true age, you should, therefore, first find this Ludwig. For I know that other people, by giving out that I am older than I really am, have been responsible for this error—Unfortunately I lived for a while without knowing how old I was.” “When your dad was a boy,” my mother told me, “and this was long ago—you have to remember he lived through the Great Depression—it wasn’t unheard of to name a child after a dead relative, especially a dead child.” In their 1989 Dictionary of Superstitions, folklorists Iona Opie and Moira Tatum offer one reason for the necronym’s decline: many parents feared it was a murderous curse. Another possible curse: the name haunts the child for life.

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“You’re not working and my daughter’s dead.” The judge remembered my father and let him go. “Did you know his first wife?” I asked my mother. “No, he was divorced long before I met him. All this happened in New York.” I lived in Ohio, where my father and mother met. In my mind, New York was made of skyscrapers, taxicabs, and car accidents. “What did Jeanne look like?”

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Every Sunday as he entered the church where his father, Theodorus, preached, Vincent van Gogh passed a gravestone marked VINCENT VAN GOGH. The artist’s brother Vincent was born, and died, March 30, 1852. The artist was born March 30, 1853. I remember being sixteen years old in the Toledo Museum of Art, staring at his painting Houses at Auvers, when I heard a museum guide say this. Whether the knowledge affected van Gogh— that he shared both his name and birthday with a dead sibling—remains unknown, the guide said. “Does anyone have any questions?” he asked. My mind filled with loud, hurried thoughts and just as suddenly emptied, like a flock of birds scattering from a field. I was sixteen, the age Jeanne would always be. “No questions?” he said, and the tour followed him into another gallery. I stayed behind with Houses at Auvers. In the center of the canvas stands a white house with a blue-tiled roof. A long stone wall climbs the canvas from left to right in loose brushstrokes. I remember the gray-blue sky looked numb to me. I reminded myself that I was looking at the representation of a white house. I could not open its door and step inside. But when I reminded myself that van Gogh was named after a dead sibling, Houses at Auvers appeared almost three-dimensional. Thinking of Jeanne, I left the painting and carefully drove home. V. My father was eighty and dying in what used to be the living room. His bed was underneath my painting of a tree, a bad imitation of van Gogh—a high-school assignment that my parents had insisted on framing. I was eighteen and quietly reading beside his bed. I was

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supposed to write a paper about Hamlet for my Shakespeare seminar at college. “He was a man, take him for all in all,” Hamlet says of his dead father. “I shall not look upon his like again.” I would write about grief and the question of madness. I knew that my father “had really lost it” after Jeanne died, and I already felt myself “really losing it,” too. At night I tied nooses, scratched the soles of my feet. I heard voices that told me I needed to die. I told no one, because it all seemed rational: my father was dying and so of course pieces of my mind would die, too. He and I were extremely close. Shortly after I was born, he retired from his painting job at the hospital where he and my mother met. As a child I told him, “I’m going to be a painter like you.” “I was just a maintenance painter,” he explained. “But you can be a great painter.” When I was a small girl, he and I played a game called “Art Museum.” I painted dozens of pictures (nothing spectacular: tall, rectangular houses with triangle roofs, trees, our dogs and birds and ducks) that I then displayed throughout the house. He would walk from room to room, contemplate my paintings, and always say, “I want them all.” As I sat there at his deathbed, annoyed by its irony (what was a deathbed doing in a living room?), my father opened his eyes and gasped at some vision hovering above his bed. I stood before the vision, trying to block whatever it was that was frightening him, but he looked through me as if I didn’t exist. “Dad?” I said. “Do you see me?” I called for a hospice nurse. She and my mother appeared in the doorway. “He saw something,” I told them. The nurse said that sometimes happens. “They see the dead,” she explained. “Someone from their past comes to them.” Jeanne.

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IV.

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VI.

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I recently combed through van Gogh’s letters and was surprised to find that he mentions his dead brother in a condolence note to a former employer. In the letter, dated August 3, 1877, van Gogh tried to comfort Herman Tersteeg, whose three-month-old daughter had died: “My Father has also felt what you will have been feeling these past days. I recently stood early one morning in the cemetery at Zundert next to the little grave on which is written: ‘Suffer the little children to come unto Me, for of such is the kingdom of God.’ More than 25 years have passed since he buried his first little boy there, in those days he was moved by a book by Bungener, which I sent to you yesterday, thinking it would be a book after your own heart.” The book he refers to is likely Laurence Louis Félix Bungener’s Keeping Vigil Over the Body of My Child: Three Days in the Life of a Father. There Bungener describes, in the form of a diary, how religion helped him through the death and burial of his daughter. First published in 1863, when van Gogh was ten, it is Bungener’s only book devoted to his daughter. For van Gogh to remember his father reading it, and then to mention his own recent visit to the child’s grave, at the age of twenty-four, shows his overwhelming sympathy for his parents’ grief. That he quoted the gravestone word for word, paired with his repeated use of little, I find heartbreaking. He ends the letter, “Do not think ill of me for writing to you as I have done, I felt the need to do it.” As far as I can tell, nowhere else in the recovered family correspondence is the dead child acknowledged. An awareness of his father’s grief clearly persisted in van Gogh. With that in mind, I researched the dates of his self-portraits and found that the first surviving one was painted after his father’s death—as if only then could van Gogh become his own person. Van Gogh went on to paint more than thirty self-portraits, which reveal his changing technique and psychological decline. In September 1889,

while hospitalized in Arles for what his doctors called “acute mania with generalized delirium,” he simultaneously painted two versions of himself. In one, he is thin and pale against a dark violet-blue background. In the other, he appears healthy against a light background. Of the portraits, van Gogh wrote to his brother Theo: “People say—and I’m quite willing to believe it—that it’s difficult to know oneself—but it’s not easy to paint oneself either.” That same September, van Gogh painted himself one last time, and gave the work, Self-Portrait Without Beard, to his mother for her birthday. Then came another Vincent van Gogh. In January of 1890, Theo’s wife, Jo, gave birth to a boy whom Theo named Vincent. He chose van Gogh, the boy’s uncle, to be godfather. “I’m making the wish,” Theo wrote to his brother, “that he may be as determined and as courageous as you.” (A letter from Jo to her family, dated the previous June, reveals that the name had been chosen shortly after she became pregnant: “Theo would like ‘Vincent,’ but I don’t attach much importance to names.”) In a long, congratulatory reply, van Gogh suggested they call the child Theo in memory of their father, Theodorus. “That would certainly give me so much pleasure,” van Gogh explained. He then wrote to his mother: “I’d much rather that he’d called his boy after Pa, whom I’ve thought about so often these days, than after me, but anyway, as it’s been done now I started right away to make a painting for him, to hang in their bedroom. Large branches of white almond blossom against a blue sky.” Less than six months later, at thirty-seven, van Gogh died from a gunshot wound to the chest. According to Theo, who remained at his brother’s bedside until the end, the artist’s last words were “La tristesse durera toujours” (“The sadness will last forever”). Theo suffered from syphilis, and after his brother’s death his health declined rapidly. Six months later, Theo died. He is buried next to van Gogh in an Auvers cemetery. When I think about Jeanne, I see Houses at Auvers, painted the last year of van Gogh’s life.

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My father is buried underneath a tree that looks like the one I painted. When I was a child, his ex-wife offered him the plot next to Jeanne; he refused. “I have a family here,” he had said. The last time I visited his grave, I told the dirt that as much as I thought about Jeanne and how much I wanted to be like Jeanne, I spent more time not thinking about Jeanne. In 1964, the psychologists Albert C. Cain and Barbara S. Cain coined the term replacement child to refer to a child conceived shortly after the parents have lost another child. Their article “On Replacing a Child” describes replacement children as suffering from neurosis or psychosis in psychiatric settings. Born into an atmosphere of grief, the new child is “virtually smothered by the image of the lost child,” the authors observe. “These children’s identity problems [were such that] they could barely breathe as individuals with their own characteristics and identity.” Fifteen years later, the clinicians Robert Krell and Leslie Rabkin identified three types of replacement children: bound, resurrected, and haunted. The parents of a “bound” child may be overprotective physically, but remain emotionally distant in preparation for another loss. A “resurrected” child is treated as a reincarnation of the dead sibling. A “haunted” child lives in a family overwhelmed by guilt, which imposes “a conspiracy of silence.” I am not a replacement child, according to the precise definition of the term. Nor did my father make me feel like one. He never mentioned my half sister. If anything, I was left half-haunted. My senior year of college, when I was hospitalized for a “mixed episode” of mania and depression (racing thoughts, hallucinations, overdose), I told doctors that my father was dead. I told them that my father had lost a daughter named Jeanne. “He added the letter i to my name,” I said. I tried to explain that her death at sixteen almost

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destroyed him, and that his death was destroying me. “This is grief,” I said. The doctors said grief operates differently. My father died and I was not in the room with him. Would Jeanne have stayed in the room? Was she the vision he saw? VIII. After I graduated from college, I moved to New York. I remember often thinking in those days: I live not far from where Jeanne died. But I didn’t know where she died, exactly. One Sunday afternoon, in the office of the literary magazine where I worked, I was editing an essay about the history of dissection. The essayist wrote that the English physician William Harvey dissected the bodies of his father and sister. At that moment I felt as if a gust of wind had opened a heavy door. I thought of my father and Jeanne. What did his body look like inside his coffin? What had Jeanne ever looked like? I went online and searched for “Jeanne Vanasco.” The page of results asked, “Did you mean Jeannie Vanasco?” I scrolled down to a link for her highschool memorial page and clicked. Someone had posted Jeanne’s photograph. For the first time, I could see her face. I tried to enlarge it, but she only became more difficult to see: dark, wavy hair cut above her shoulders, head turned slightly to the left, a pearl necklace. I stared at the photograph as if looking at her for long enough might allow me to enter the mind and body of the girl whose death almost destroyed my father. A week later I was hospitalized again, for a “mixed dysphoric state.” Was it possible that I was grieving Jeanne? But how do you grieve someone you have never met? “He didn’t even want you to know about Jeanne,” my mother told me. “He thought you might think he compared you with her, and he didn’t. He simply saw the name as a sign of respect. He spoke to a priest about the matter, and the priest encouraged him to name you after her, provided

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VII.

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IX.

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Salvador Dalí died from gastroenteritis at the age of one year and nine months. Nine months and ten days later, the artist Salvador Dalí was born. “I deeply experienced the persistence of his presence as both a trauma—a kind of alienation of affections—and a sense of being outdone,” Dalí writes in his memoir, Maniac Eyeball: The Unspeakable Confessions of Salvador Dalí. Dalí famously exaggerated the facts of his life, and yet as someone named after a dead child, I believe him when he says, “I lived through my death before living my life.” He often recalled a childhood visit to his older brother’s grave, where his parents allegedly told him that he was their first son’s reincarnation. They kept in their bedroom, he claimed, a retouched photograph of the dead child. The “majestic picture,” he said, hung next to a reproduction of Velázquez’s painting of Christ’s crucifixion: “the Saviour whom Salvador had without question gone to in his angelic ascension conditioned in me an archetype born of four Salvadors who cadaverized me.” The four Salvadors: Dalí’s father, Dalí’s brother, Dalí, and Jesus (“savior” in Spanish translates to salvador). “The more so I turned into a mirror image of my dead brother.” Dalí felt his name transformed him into a lifeless skeleton.

In his 1963 painting Portrait of My Dead Brother, Dalí constructed a composite portrait of himself and his brother with a matrix of dark and light cherries, where the dark cherries form the dead Salvador and the light cherries the living one. His decision to merge his face with his brother’s reflects his father’s grief: “When he looked at me, he was seeing my double as much as myself. I was in his eyes but half of my person, one being too much.” Dalí depicted his brother as seven years old, an age his brother never reached. In his memoir, Dalí writes, “At the age of seven my brother died of meningitis, three years before I was born.” Maybe he lied unintentionally at first, but later he still refused to admit that he was born nine months after his brother died. Even after Luis Romero published a book about Dalí, with Dalí’s help, that revealed when Dalí’s brother was born and died, Dalí maintained that his namesake had lived seven years. I can understand the psychological need for that distance. And I can understand Dalí’s need to merge the image of his face with that of his brother’s. When I painted myself in grade school, I pretended that I was painting Jeanne. I wanted to make myself Jeanne. I wanted to be her for my father. Of course Dalí needed to paint Portrait of My Dead Brother. In the lower left corner of the painting, he reproduced the scene from Jean-François Millet’s painting The Angelus, in which a man and a woman recite a prayer over a basket of potatoes. A potato fork, sacks, and a wheelbarrow are strewn around them. In The Tragic Myth of Millet’s Angelus, his 1934 book devoted solely to The Angelus, Dalí argues that the peasant mother killed her son and anticipates being sodomized by her husband before she cannibalizes him. When Millet completed the painting, in 1857, he painted a man and woman praying over a dark coffin-like shape. In 1859, after the American who commissioned the painting declined to take it, Millet painted a basket of potatoes over what Dalí insisted was a small coffin (a 1963 X-ray of the painting vaguely supports his argument).

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he never compared you. ‘I would never do that,’ your father replied. I thought you should know. I didn’t want you to learn about her some other way. I thought you should hear about her from us.” I hope my father never knew why I studied as hard as I did, why I researched the lives of the saints (I wanted a medal from a church), why I sat before my bedroom mirror with a notebook and documented my appearance and what exactly I needed to fix. I needed to be a smart, kind, beautiful daughter. I tried not to hear her name when he said my own.

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X.

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Surrounding the ten-year anniversary of my father’s death, I stopped researching necronyms and started searching for details about Jeanne. I found her childhood address and toured what had been her home. I interviewed one of her classmates and neighbors. I met one of her high-school friends. “You look so much like Jeanne it takes my breath away,” her friend told me. I learned that she had died March 2, 1961, twenty-three years and seven days before I was born. The more I found out about Jeanne, the more I found myself slipping into some strange state. I lost control of my neck and arms and voice. I repeated, “Jeannie’s going to die. Jeanne’s dead.” I contacted the cemetery where she was buried. I asked about the plot next to hers, if it still belonged to my father. “Your father bought it, so it belongs to him,” the cemetery worker said. “If he’s dead—” I began. I said that my father chose to be buried in Ohio. “Did he leave it to anyone in his will?” “Not specifically,” I said. “He wanted everything of his to go to me.” “Then it belongs to you.”

Next I visited her grave. There, on the gray granite headstone, was an engraved image of the Virgin Mary. The Virgin’s eyes looked down toward Jeanne’s name, which was almost obscured by leaves. The shadow of two blank maple trunks cut across the empty patch of land beside the grave— land that I now owned. I called my mother. Without mentioning my trip to Jeanne’s hometown, I asked if my father had ever said anything more about Jeanne. “When you were a little girl just learning to walk,” she said, “our neighbor Sheila calls me at the hospital. I was still working there, in medical records. Your father was at home with you. ‘Barbara,’ Sheila says, ‘you better get home. Terry is pacing around the backyard, weeping and holding Jeannie. He won’t put her down.’ So I went home and gently asked your dad what was happening. ‘It’s just a hard day,’ he said. That was in April or May. I took that to mean it was Jeanne’s birthday. You kept crying, but your father refused to put you down. He was terrified you would hurt yourself.” The morning after that phone call, I was hospitalized for a “mixed dysphoric state with psychotic features.” “Get into the ground, Jeannie” is what I heard. “Stop,” I told the voices. But to those around me, I was talking to air. “My father died,” I explained to my doctors in the hospital. Like the doctors before them, they asked: “When?” “Ten years ago,” I said, “and I visited Jeanne’s grave on the ten-year anniversary of his death.” “Jeanne?” they asked. I tried to explain that I was named after a dead half sister. I tried to explain the letter i in my name. I felt hot tears running down my face. I was held at the hospital for a month. Before my release, my doctors insisted I had to stop researching Jeanne, but stopping felt impossible. I returned to the hospital three more times.

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Not all art historians agree about the coffin’s presence, but they do agree that Dalí’s inclusion of The Angelus in his own painting acts as a metaphor for his parents’ overwhelming grief for their firstborn. “That painting by Millet,” van Gogh wrote to Theo about The Angelus, “that’s magnificent, that’s poetry.” Van Gogh reproduced the work in 1880 and titled the result The Angelus (after Millet). Did he see a connection between the incarnation and his own birth? Did he see a child’s coffin? Neither van Gogh nor Dalí had children.

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For now, I am done with Jeanne. Kristina Schellinski, a Jungian analyst and self-declared “replacement child,” writes in her 2009 article “Life After Death: The Replacement Child’s Search for Self ” that guilt may arise from “the fact that the ‘I’ is not truly ‘I,’ that the replacement child is not free to live his or her own life, and may therefore feel a sense of guilt towards his or her own self realization.” Is that why my father added an i to my name? To remind me that I was my own person?

Tres Poemas*

Frank Báez

Nuestro Santa Claus Afuera no para de llover y nuestro negro y escuálido Santa Claus empuja un carrito de supermercado por toda la Independencia.

fiction

Hasta el final de la Independencia como si no supiera que ya casi estamos en marzo.

narrativa

Deja atrás repuestos, liquor stores, bancas de apuestas, iglesias evangélicas.

Milkyway

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Jeannie Vanasco is the author of The Glass Eye: A Memoir. Featured by Poets & Writers as one of the five best literary nonfiction debuts of 2017, The Glass Eye was also selected as a Barnes & Noble Discover Great New Writers Pick, an Indies Introduce Pick, and an Indie Next Pick. Her nonfiction has appeared in The Believer, NewYorker.com, the New York Times, the Times Literary Supplement, Tin House, and elsewhere, and her essays have twice been named notable selections in Best American Essays. She lives in Baltimore and is an Assistant Professor of English at Towson University.

La primera vez fue cuando mi papá vino de Nueva York con la maleta llena de milky ways y yo probé uno y me sentí como en esa escena de Charlie y la fábrica de chocolates en que el protagonista se esconde para ver si su chocolate está premiado aunque yo me escondía más bien para que mi mamá no me quitara los chocolates y les llevé a Pascual y al Seba quienes se engancharon tanto al punto que cada vez que me veían acercarme con los bolsillos llenos de milky way babeaban como el perro de Pavlov y después que probé los milky way los rocky kid llenos de almendra no me sabían a nada

*Poemas de los libros Postales y Este es el futuro que estabas esperando.

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Poema 4 Tu verdadero nombre es Santo Domingo pero respondes cuando te llaman Nueva York Chiquito y hasta te empinas con tus edificios. Tus brazos y tus piernas son las avenidas y los puentes que se extienden como ríos. Pego el oído en la noche y oigo tus rabietas de niño. Me asomo al balcón y desde aquí parado noto cuanto has crecido. Algún día conocerás a Nueva York. Nueva York es tu padre del que todo el mundo habla pero al que nunca has visto. Nueva York te envía la manutención porque quiere que crezcas grande y fuerte como tu hermano San Juan de Puerto Rico. Pero tú no entiendes esto y solo quieres berrear hasta dejarnos sordos. A veces el humo de las fábricas y las industrias se te mete por las narices y los ojos y te pones a toser y a gritar. Cuanto quisiera arrullarte y dormirte cantándote New York New York a la manera de Frank Sinatra. Pero no soy ese Frank y apenas tengo estas palabras para apaciguarte. Por lo que sigue llorando, ponte de pie y sacude estos barrotes. Ninguno de los dos puede evitarlo: Yo tus gritos y tú esos barrotes que forma el mar y que te impiden escapar. Frank Báez Escritor dominicano. Autor de Postales, Anoche soñé que era un DJ y Llegó el fin del mundo a mi barrio. Ha publicado un volumen de cuentos, Págales tú a los psicoanalistas, tres libros de crónica reunidos en La trilogía de los festivales y una recopilación de ensayos Lo que trajo el mar. Recientemente publicó Este es el Futuro que estabas esperando. Fue seleccionado por el Hay Festival dentro de la lista de autores del Bogotá 39-2017.

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los crachi los más más los chocolates embajador todos habían perdido su magia y recuerdo que cuando en la clase de religión el cura hablaba del éxodo de los judíos por el desierto y del maná que Dios lanzaba desde el cielo para que se alimentaran y no se murieran de hambre antes de llegar a la tierra prometida yo imaginaba que el maná eran pedacitos de milky way que caían sobre la arena y sobre las piedras y la analogía cobró más fuerza cuando supe que milky way significaba Vía Láctea así que piensen en esos publicistas buscándole nombre a ese producto e imaginando que no hay nada más sublime que comerse una estrella y bueno ya han pasado dos décadas tenía años que no probaba un milky way la verdad hoy en día prefiero los snickers Pascual y el Seba se fueron al norte no sé bien en que ciudad vive Pascual pero sé que el Seba vive en Nueva York específicamente en el Bronx la semana pasada nos vimos y paseamos por Manhattan en un momento Seba entró a un seven eleven para usar el baño y yo compré un milky way y le pregunté al Seba si le apetecía recordar los viejos tiempos pero el Seba me dijo que ya no comía dulces que era propenso a la diabetes así que yo me comí el milky way solo andando con el Seba por las calles de Manhattan mirando de vez en cuando hacia arriba donde había tanta niebla y tantas luces que no se alcanzaban a ver las estrellas y mucho menos la vía láctea.

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Two poems

my suspended distortion shall know when to arise n eviscerate.

Black herman’s last asrah levitation at magic city, Atlanta 2010*

Now you see me. Now you don’t. Sign up for the joy cruise Shorty. Mars is the Republic of New Afrika.

This exclusive shit I don’t share with the world.

I am the Cyrano of Calvin Cadorzar’s drawl. A straight-laced shoe herbalist; colon cleaner than a chlorophyllian Dappa Don. Wanna ride coach to Blue Flame w/ me?

50 Cent

I, Herman, made medicinal — concocted potions in ways my former’s was hearsay; Turned palomas christened Zora on to formulas husbands roll over n mitzvah.

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I, a black lad, proud Virginian, selling out Liberty Hall n pinched w/ stickpins in Woodlawn, do bequeath my next-to-last oratory:

My roots subverted the man, honeys n dog voyagers to Neptune, who dared interfere w/ your melodious saccharine midsection. My cluster of tricks made chaps seek out connotation.

Look at my magic stick. Not my clavicles, but my magic stick.

Ain’t no lightness of hand but of bounce player. Constraints imposed by a corvid named Jim could not interpret my remedies.

T-Bone hit it straight for 2.50 (even caught a little change on the box), cause the planets were so aligned. Sho’nuf heard these arcane words precise. I am the other.

Now ain’t you a pretty saltshaker.

Sing Sing couldn’t hold me down: I compliment n shatter upstate. The roots I baked allowed communion w/ God n the dead In Kentucky I formulated polar bear toe gazpacho — an elixir for ATLiens — no need to name drop; just informing you of the origins.

Jim wasn’t much of a MacGyver: not one skill in therapeutic thaumaturgy. He prescribed cowlicks for the heartsick: I mean, really.

But let me tell you something: Since I am that laconic brother who knows how to zone in matter untouched n unseen. When a honey wails “St. James Infirmary” for my bones that were laid on the fiftieth funeral,

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In 1918, I told Quanah Parker, “Jack, Jesus is Peyote! Said so in the cards — say it ain’t so?”

* Poem published in the book TwERK

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Latasha N. Nevada Diggs

Comes in Georgia Peach flavor. Too much will turn your guts like Entheogen.

I patented ‘Poo Tang’ every morning for AC Powell’s breakfast: 18-ounce glass, ½ Tang & ½ Vodka. It’s good for clairvoyance. That one on the house.

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Ehécatl quieted and waited for the dolphin to understand the meaning behind her words.

Dare to transpose any other energy drink, sookie? This exhumation bears no map fore the next internment there shall be no other.

Little dolphin looked towards Ehécatl, and dazzled at the turtles and seabirds that took shape in Ehécatl’s clouds.

I AM on some other shit. How delightful you could clap to the procession. I come with black cat bones, Van Van oil n goofer dust. Lucky numbers. Banjo. Torches. Shells. Dice. Florida water. Do-re-me bush. Bush meat. Rhino balls. Palo Santo. Duppy Basil. Hoodoo muthafucka.

as Ehécatl’s words echoed in a bubble ring little dolphin clicked, “Pero es un beibi un Pokoliko?”

Always to arise on the fourth day: every seven years.

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No. You see me.

what the wind whispered to the little dolphin for Mendi + Keith One night, the little dolphin was singing to her lunch when Ehécatl – the wind – began to whisper; “Un usdii es una killa. Un sanggól es un tochtli. Ákókó es un bayi.” Alarmed, the little dolphin whistled, “Pero es un beibi un Pokoliko?” The wind continued; “La kámya es un keiki, un omo-owó es un xochitl; qholla wawa es takipsílim. Un us-dii es ame-quo-hi, es quiauitl, ga-lv-lo-i, es udara, a-ma anqas y tsi-gi-li-li nv-da-e-ge-hi. un q’ente sumaq, un tremenda k’uychi; even la nuna de una batata dushi!”

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Realizing how strong and gusty it became, Ehécatl calmed down. “Even una kamama wesq’o.”

LaTasha N. Nevada Diggs A writer, vocalist and sound artist, LaTasha N. Nevada Diggs is the author of TwERK (Belladonna, 2013). Her interdisciplinary work has been featured at the Brooklyn Museum, the Poesiefestival Berlin, Museum of Modern Art, the QOW conference in Slovakia, the International Poetry Festival in Bucharest, the Whitney Museum of American Art, the Walker Art Center and the 2015 Venice Biennale. As a curator and director, she has staged events at BAM Café, Lincoln Center Out of Doors, The David Rubenstein Atrium, The Highline, Poets House and El Museo del Barrio. LaTasha is the recipient of numerous awards; of them include New York Foundation for the Arts, Barbara Deming Memorial Grant, the National Endowment for the Arts, the Jerome Foundation, the Japan-US Friendship Commission, Creative Capital and the Whiting Literary Award. Co-founder and co-editor of Coon Bidness/SO4 magazine, she lives in Harlem.

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Juan Franco

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De las series Culatas y GrĂşas



Carolina Navas

De las serie Vittorio


Fabio Cuttica

De la serie Urbis



IvĂĄn Castiblanco RamĂ­rez

De la serie Zenit



Fabio Cuttica Fotógrafo documental nacido en Roma. Desde 2001 hace parte del equipo de fotógrafos de la prestigiosa agencia foto-periodística italiana Contrasto. Su trabajo se ha enfocado en Latinoamérica, donde documenta las dimensiones sociales, culturales y de derechos humanos de la región. Sus imágenes han sido publicadas en revistas internacionales como Stern Magazine, The New Yorker, Geo Italia, L’Espresso, Il Corriere della Sera, International, Sunday Time Magazine, Le Monde, y Gatopardo, entre otras.

Carolina Navas Fotógrafa y realizadora audiovisual colombiana. Egresada de la Escuela de Comunicación Social de la Universidad del Valle en Cali. Ha trabajado como fotofija de las películas colombianas “Calicalabozo”, “La Sirga”, “Los Hongos”. Finaliza su primera película documental “Fullhachede” en 2017. Su proyecto fotográfico “Los habitantes” fue ganador del Estímulo para las Artes plásticas y Visuales de la Secretaría de Cultura de la Alcaldía de Cali, y fue nominada por Colombia, junto a otros fotógrafos, al 6x6 Global Talent Program del World Press Photo.

Iván Castiblanco Ramírez Docente, fotógrafo, poeta e investigador colombiano. Diseñador Gráfico y Magíster en Educación. Actualmente es coordinador académico del diploma superior en "Pedagogías de las diferencias” y director académico del curso de posgrado “Entre cuerpos y miradas: artes, poéticas y políticas de la mirada en educación” de FLACSO-Argentina. Es fundador del Colectivo OctoActo (www.octoacto. org). Ha expuesto su obra en Bogotá, Nueva York, Buenos Aires y Mendoza (Argentina), Tlaxcala (México) y Porto. Reside en Buenos Aires desde 2007.

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Juan Franco Fotógrafo y documentalista colombiano. Estudió Aguafuerte y Punta Seca con el maestro Fabio Daza en Atelier de Grabado, Cali. Exposiciones destacadas: Sobreexpuestos en Bogotá 2010, Luvina; Urbanidades, Nueva York 2014, New Artists Gallery; Cali 2016, sala Proartes, Universidad Autónoma, entre otras. Hace parte del Colectivo OctoActo, con el cual expuso No es lo mismo, Portugal en 2017, Festival iNstantes de Avintes. Nominado al premio B/N Spider Award 2017 en la categoría Abstractos.

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Stuck on the Margins: An Interview with Kazuo Ishiguro*

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he interview with Kazuo Ishiguro occurred on April 2, 1990, in Houston, where the author was a guest of the Houston International Festival. (Additional questions were provided by Kim Herzinger of the Mississippi Review.) Originally, we were to conduct the interview in his hotel downtown, but when I arrived Ishiguro seemed restless. Courteously, he asked if the interview could be conducted somewhere else, since he had been cooped up in his hotel for three days. We drove to my house in Sugarland, a sprawling suburb southwest of Houston, and conducted the interview in the kitchen, with Ishiguro talking and sipping ice water. As we talked, I studied his face with its broad Oriental planes and features and listened to his very clipped British accent, a startling juxtaposition—at first. During the course of the interview, I came to realize that this was an extraordinary young writer with a tremendous understanding of his craft. At the end of the interview, Ishiguro asked if we could have a late lunch of Mexican food since he never could find it in England. Allan Vorda: You stated in the New York Times Book Review that, "Publicity for me has to a large extent been fighting the urge to be stereotyped by people." Do you think the stereotyping is due to your ethnicity and to the fact that your first two novels were set in Japan? Kazuo Ishiguro: There is a kind of paradox about my books being set in Japan and whether this stereotypes me or not. In Britain, around the time when I published my first novel, the climate had actually turned toward a great deal of interest in writers who wrote books set in that particular setting. I think there was a very peculiar thing going on in Great Britain at that time. I tend to think if I didn't have a *This interview is printed with the permission of Mississippi Review and Rice University Press.

Japanese name and if I hadn't written books at that stage set in Japan, it would have taken me years longer to get the kind of attention and sales that I got in England with my first two books. What happened in Britain, certainly during the time when I was at university, contemporary fiction was, I won't say dead, but it seemed to be the preserve of a very small strata of a very small British society. We all had this image of contemporary British novels being written by middle-aged women for middle-aged middle-class women. Some of them are good and some of them are appalling, but that wasn't one of the exciting things that was happening when I was growing up. Anyone interested in the creative arts was interested in theater. There was a whole explosion with a kind of radical theater. Rock music, cinema, and even television—because we have quite serious arts television in Great Britain—were the kind of things that everyone was talking about while the novel had a kind of sleepy, provincial, cozy, inward-looking kind of image and no one was interested in it. Around 1979 and 1980 things changed very rapidly. There was a whole new generation of publishers and a whole new generation of journalists who came of age at that time, and they desperately wanted to find a new generation of writers to rediscover the British novel. I think there was something wider going on in English society at that time, too. There was an awareness that Britain was a more international place, a more cosmopolitan place, but it wasn't the center of the world. It was kind of a slightly peripheral, albeit still quite wealthy, country. It started to be aware of its place within the context of the whole international scene. In the early 1980s there was an explosion of tremendous interest in literature that suddenly appeared almost overnight. This occurred in foreign-language literature with people like García Márquez, Milan Kundera, and Mario Vargas Llosa, who became very trendy people. At the same time, there was a whole generation of younger British writers who often had

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Allan Vorda

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from the English, Irish, Scottish, and Welsh. I'm thinking of V.S. Naipaul, Salman Rushdie, William Boyd, Lisa St. Aubin de Teran, Doris Lessing, Ruth Prawer Jhabvala, and even Americans like Paul Theroux, David Plante, and Russell Hoban. Do you find yourself grouped with them often? Do you mind it? Do you resist it? Do you think such a grouping is of any use in coming to grips with your work? KI: Like any writer, I resist being put in a group. The group you mentioned there is quite an eclectic one. I'm usually put in a much more narrow group—usually with Rushdie and a writer called Timothy Mo, who probably isn't that well known in America. He's a Chinese-British writer who is quite prominent in Britain and has been nominated for the Booker Prize twice. He hasn't won it yet. I write so differently than someone like Rushdie. My style is almost the antithesis of Rushdie's or Mo's. Their writing tends to have these quirks where it explodes in all kinds of directions. Rushdie's language always seems to be reaching out—to express meaning that can't usually be expressed through normal language. Just structurally his books have this terrific energy. They just grow in every direction at once, and he doesn't particularly care if the branches lead nowhere. He'll let it grow anyway and leave it there, and that's the way he writes. I think he is a powerful and considerable writer. I respect Rushdie's writing enormously, but as a writer I think I'm almost the antithesis. The language I use tends to be the sort that actually suppresses meaning and tries to hide away meaning rather than chase after something just beyond the reach of words. I'm interested in the way words hide meaning. I suppose I like to have a spare, tight structure because I don't like to have this improvised feeling remain in my work. From a literary point of view, I can't see anything that links me with someone like Salman Rushdie or Timothy Mo. If we can generalize at all about these writers, I think there is something that unites most of the writers that you

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racial backgrounds that were not the typical white AngloSaxon. Even some of the "straight" English writers were also using settings or themes that tend to be international or historical. So there definitely was this atmosphere where people were looking for this young, exotic—although exotic may be somewhat of an unkind word—writer with an international flavor. I was very fortunate to have come along at exactly the right time. It was one of the few times in the recent history of British arts in which it was an actual plus to have a funny foreign name and to be writing about funny foreign places. The British were suddenly congratulating themselves for having lost their provincialism at last. The big, milestone was the Booker Prize going to Salman Rushdie in 1981 for Midnight's Children. He previously had been a completely unknown writer. That was a real symbolic moment, and then everyone was suddenly looking for other Rushdies. It so happened that around this time I brought out A Pale View of Hills. Usually first novels disappear, as you know, without a trace. Yet I received a lot of attention, got lots of coverage, and did a lot of interviews. I know why this was. It was because I had this Japanese face and this Japanese name and it was what was being covered at the time. I tend to think I got a very easy ride from the critics. I subsequently have won literary prizes with each book, which is very important in Britain, career-wise. It's one of the things that help you climb the ladder. All these things sort of happened to me, and I think it greatly helped that I was identified as this kind of person. Yet, after a while, this became very restricting, and the very things that helped me in the first place started to frustrate me as an artist and as a serious writer. I don't want to be confined by these things even though they were quite helpful publicity-wise. Kim Herzinger: In Britain there is a rather large community of extremely important and active writers who come from, or often write about, cultures quite different

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and Paul Theroux did, or you have to use your imagination. It's much more normal for the younger generation of British writers, and, apart from the people you mentioned, I would also include Julian Barnes and Ian McEwan, that they will very often not write books in the contemporary British setting they live in. They will search far and wide in their imaginations for mythical settings or historical settings. For example, McEwan's novel The Innocent is set in the Cold War period of Berlin. This is not atypical of the differences that separate the younger generation from the older generation of writers. KH: Americans like to believe that English language literature somehow became theirs after World War II. We pay some lip service to Greene, Golding, Lessing, Amis, Fowles, Larkin, Heaney, Hughes, Powell, Murdoch, and the rest, but not much. In fact, I would say that Americans half feel that English literature never quite recovered from the deaths of Joyce and Woolf and the war itself. How do you see yourself, and other young contemporary British writers, in terms of the twentieth-century tradition of British writing? KI: What I just said previously raises questions about style and technique as well as setting and theme. If you happen to actually live in a country that you think won't actually provide a broad enough setting to address what you see as the really crucial issues of the age, that inevitably means you start moving away from straight realism. If you happen to be, let's say, living in East Germany at the moment, perhaps there's no overwhelming reason to not write realism. I think there's a natural instinct to write realism. It takes much more to start thinking of other ways to write. It's when you are actually stuck on the margins. Then you start to become conscious that you are stuck on the margins and the things that you know intimately on that concrete, documentary level just won't do. Yet, on the other hand, you realize you won't have the same authority as someone who lives in Eastern Europe, or someone who lives in Africa, or the Soviet Union, or America to write about

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have mentioned, especially the younger writers of Britain at the moment. There is something different about them, if you compare that group with the older generation of writers of Britain. The one possible, valid thing that unites the younger group is the consciousness that Britain is not the center of the universe. There was a time when Britain thought it had this dominant role in the world for a long time, that Britain thought it was the head of this huge empire. I think for a long time it was supposed you could just write about British issues and about British life and it would automatically be of global significance, since people all around the world would be interested. British writers didn't have to consciously start thinking about the interests of people outside Britain, because whatever concerned them was, by definition, of international interest. I think there was this gray period—because literary habits take a long time to die—before the British finally, both intellectually and consciously, had accepted that the empire had gone. No longer did they have this dominant, central place in the world to go to anymore. I think perhaps the styles of writing and the assumptions of writing took a while to catch up with that, and I think this was rather a dull period in English writing. The writers were writing things in which nobody was interested, since it meant nothing to anyone outside of Britain; yet, they carried on with the assumption that Britain was the center of the world. In fact, it was this that turned it into this provincial little country. I think the younger generation of writers not only realized that, but are now suffering from a kind of inferiority complex. There's a great sense that the front line where the great clashes of ideologies were happening was elsewhere. So whether you are looking at communism and capitalism clashing or the Third World and the industrialized world clashing or whatever it is—people have this idea if you're actually based in Britain and British life is what you know— then you have to make some sort of leap. Either you go out there physically and start searching around as V.S. Naipaul

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they're so inward-looking and unconscious of the world beyond, and they reveal so much about where a lot of these influences are coming from. I think there was a time when British writers were in this position. Perhaps American writers need to be aware of a time when it will no longer be the case for them. AV: Do you see your prose as participating in the more traditional, twentieth-century style of such writers as W. Somerset Maugham, E.M. Forster, Evelyn Waugh, and Joyce Cary? KI: Not really. Most of them I haven't even read. With The Remains of the Day it's like a pastiche where I've tried to create a mythical England. Sometimes it looks like or has the tone of a very English book, but actually I'm using that as a kind of shock tactic: this relatively young person with a Japanese name and a Japanese face who produces this extra-English novel or, perhaps I should say, a super-English novel. It's more English than English. Yet I think there's a big difference from the tones of the world in The Remains of the Day and the worlds created by those writers you mentioned because in my case there is an ironic distance. AV: Maybe I misread you somewhat. Are you saying that readers have to get past the realism in order to reach—as Barth or Borges or García Márquez have termed it—the irrealistic or fabulist world? This is more of your intent with The Remains of the Day than just writing a traditional British novel? KI: Absolutely. I think it's almost impossible now to write a kind of traditional British novel without being aware of the various ironies. The kind of England that I create in The Remains of the Day is not an England that I believe ever existed. I've not attempted to reproduce, in a historically accurate way, some past period. What I'm trying to do there, and I think this is perhaps much easier for British people to understand than perhaps people abroad, is to actually rework a particular myth about a certain kind of England. I think there is this very strong idea that exists in

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the places that you think are rather central to the things you would like to talk about. What can you do? You know about English life and the texture of English society, but it's something you feel you can't use that well. So you start to actually move away from realism. You have to start looking for other ways in which to work. I think here you start to move, not so much into out-and-out fantasy, but you start to create a slightly more fabulous world. You start to use the landscape that you do know in a metaphorical way. Or you start to create out-and-out fantastic landscapes. Perhaps Doris Lessing got caught up in that when she went off on her science fiction venture. It may well be that Americans are going through some of the stages that British writers once went through because American society is today so central to the world community. What are the international themes that are of interest to everybody? In America there is no need to ask this question consciously. Americans are almost exempt from having to ask that question. Perhaps they shouldn't be. In any case, at this moment, I think people can write about American society and American life and it will be of interest to people in Kuala Lumpur or the Philippines because American culture has a broad appeal. It has gotten to the point that some people say American culture is invading or taking over everywhere you go in the world. Thus, a lot of people are trying to stop it, but a lot of people are bringing it in. It's very difficult to think of any point on the globe—or any society in the world today—where people shouldn't have a valued interest in American culture. For the time being, just because of the way things are, I think American writers find themselves in this position— that they can write in a way that at other times might seem very inward-looking and parochial. Just by virtue of America's cultural position in the context of international culture, American writers are going to be relevant. So writers who haven't tried to be of great interest to people all over the world end up being so, sometimes precisely because

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to offer many serious literary works that go into that area. To a certain extent, I suppose I was trying to do a similar thing with the English myth. I'd have to say that my overall aim wasn't confined to British lessons for British people because it's a mythical landscape which is supposed to work at a metaphorical level. The Remains of the Day is a kind of parable. Yet this is a problem I've always had as a writer throughout my three books. I think if there is something I really struggle with as a writer, whenever I try to think of a new book, it is this whole question about how to make a particular setting actually take off into the realm of metaphor so that people don't think it is just about Japan or Britain. Because ultimately I'm not that interested in saying things about specific societies; and, if I were, I think I'd prefer to do it through nonfiction and follow all the proper disciplines such as to actually produce evidence and argument. I wouldn't do it by emotional manipulation. AV: Perhaps it is less interesting to do it through nonfiction because it is less imaginative. I guess that is one of the joys of writing fiction. KI: I think one of the joys of fiction is that you are actually saying things that are universal and not just about Great Britain or America or whatever. It can be about America or Britain, but I think when fiction really takes off it is because you can actually start to see how it is relevant to all other kinds of contexts and how there is a universal streak to these things. I always have this real problem because, on the one hand, you have to create the setting in your novel that feels firm enough, concrete enough, for people to be able to find their way around it. On the other hand, if you make it too concrete and too tied down to something that might exist in reality, that fictional work doesn't take off at that metaphorical level and people start saying, "Oh, that's what it was like in Japan at a certain time," or, "He's saying something about Britain in the 1930s." So, for me, it is something that I feel I haven't quite come to terms with yet, but I'm trying to find some territory, somewhere between

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England at the moment, about an England where people lived in the not-so-distant past, that conformed to various stereotypical images. That is to say, an England with sleepy, beautiful villages with very polite people and butlers and people taking tea on the lawn. Now, at the moment, particularly in Britain, there is an enormous nostalgia industry going on with coffee table books, television programs, and even some tour agencies who are trying to recapture this kind of old England. The mythical landscape of this sort of England, to a large degree, is harmless nostalgia for a time that didn't exist. The other side of this, however, is that it is used as a political tool— much as the American Western myth is used here. It's used as a way of bashing anybody who tries to spoil this Garden of Eden. This can be brought out by the left or right, but usually it is the political right who say England was this beautiful place before the trade unions tried to make it more egalitarian or before the immigrants started to come or before the promiscuous age of the '60s came and ruined everything. I actually think it is one of the important jobs of the novelist to actually tackle and rework myths. I think it's a very valid ground on which a novelist should do his work. I've deliberately created a world which at first resembles that of those writers such as P.G. Wodehouse. I then start to undermine this myth and use it in a slightly twisted and different way. I was asking you earlier on, and this is a question I ask a lot of American people who know American literature, about the genre of the Western myth. It's always puzzled me that serious writers have not to a greater extent tried to rework that myth because it seems to me a nation's myth is the way a country dreams. It is part of the country's fabulized memory, and it seems to me to be a very valid task for the artist to try to figure out what that myth is and if they should actually rework or undermine that myth. It has happened in the cinema as far as the Western is concerned, but when I ask this question people don't seem to be able

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that was the first time I started to become very conscious of my own style. And, of course, quite rightly, these references that Stevens makes are also a reference to my own style. I think what happened was this. My first two novels I just wrote these sentences without really thinking about style. I was just writing in what I thought was the clearest way possible. Then I started to read review after review which talked about my understated or clipped style. It was the reviewers and the critics who actually pointed this out to me—where my style seemed to be unusually calm with all this kind of strange turmoil expressed underneath the calm. I actually started to ask myself, "Where does this style come from then?" It's not something I consciously manufactured. I had to face the possibility that this was actually indeed something to do with me. It's my natural voice. In The Remains of the Day, for the first time, I started to question to what extent that was a good or bad thing from the human point of view regarding this whole business about the suppression of emotion. Perhaps this was actually revealed by this style, by this inner voice, that I produced in my first two books. To a certain extent, The Remains of the Day actually tackles on a thematic level the implications of that kind of style. Of course, Stevens' first-person narrative is written in that style, but of course his whole life is led in that style. And in the book I try to explore to what extent it is indeed dignified and to what extent it is a form of cowardice—a way of actually hiding from what is perhaps the scariest arena in life, which is the emotional arena. It is the first book I've written in which I was actually conscious of my own style and to a certain extent tried to figure out what it is and why it's like that and where it's coming from. KH: Despite a comparatively paltry audience in the United States, there is a feeling that you, along with Ian McEwan, William Boyd, Martin Amis, Salman Rushdie, Julian Barnes, Graham Swift, and a few others—plus the international success of Granta—are leading an energetic

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straight realism and that kind of out-and-out fabulism, where I can create a world that isn't going to alienate or baffle readers in a way that a completely fantastic world would— but a world which, at the same time, can actually prompt readers to say that this isn't documentary or this isn't history or this isn't journalism. I'm asking you to look at this world that I've created as a reflection of a world that all kinds of people live in. It's the movement away from straight realism that is actually the real challenge. You get that wrong and you could lose everything, whereby no one identifies with your characters or they don't care what happens in this funny, weird, bizarre world. I just wanted to somehow move it away so it's just a couple of stages from straight realism in order to let it take off with that metaphorical level. I think I've come closer to doing that in The Remains of the Day than I did with the two Japanese novels, but I still feel this is a challenge I have to meet. AV: Your prose is a joy to read. For example, on page twenty-seven of The Remains of the Day you write: "I was then brought up to this room, in which, at that point of the day, the sun was lighting up the floral pattern of the wallpaper quite agreeably." And shortly thereafter, the butler Stevens thinks that the "greatness" of Britain paradoxically comes from "the lack of obvious drama or spectacle that sets the beauty of our land apart." Can the same analogy be made to your writing style? KI: When Stevens says that about the British landscape he is also saying something about himself. He thinks beauty and greatness lie in being able to be this kind of cold, frozen butler who isn't demonstrative and who hides emotions in much the way he's saying that the British landscape does with its surface calm: the ability to actually keep down turmoil and emotion. He thinks this is what gives both butlers and the British landscape beauty and dignity. And, of course, that viewpoint is the one that actually crumbles during the course of Stevens' journey. To a large extent, when I wrote The Remains of the Day,

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were there any American writers who influenced your work? I hear that you think Hemingway, for instance, wrote great titles, but that perhaps the books that followed were a bit of a letdown. KI: I think Hemingway did write marvelous titles. I like Hemingway's early work, but I find some of his later stuff pretty mediocre, almost embarrassingly so, but his standard of title writing remained high right to the end. I think Across the River and Into the Trees is a marvelous title, but the discrepancy between the quality of the title and the book is one of the greatest discrepancies I've come across in world literature. It is staggering someone who could write a title like that could write such an appalling book, but he did write some fine stuff early on. With American writers I tend to like the older guys from the nineteenth century, such as Mark Twain. I think Huckleberry Finn is a very beautiful book with a real liveliness to the language and the vernacular is very exciting. Moby Dick is a crazy book, yet very interesting. I like Edgar Allan Poe, who raises some very interesting questions about literature as a whole. AV: What about contemporary American writers such as Pynchon, Gass, and Barth? KI: These are all people that I should say that we don't really read in England. Pynchon is read... well, I don't know... he is bought. Usually the only book of his that anyone has read is The Crying of Lot 49, because it's short. A lot of people possess Gravity's Rainbow and V, but I know very few people who have gotten over one-third of the way through. It remains to be seen if people will finish Vineland in England, but people are buying him. Pynchon may very well be a very important writer, but I've only read The Crying of Lot 49, so I'm not in a position to say. From what I've read, it is a little too over-intellectualized for me. I suppose one of these days I should tackle his big novels. AV: I can't think of one writer in America who gets more critical attention than Pynchon.

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new wave in English fiction. How does it seem to you? KI: It is very hard for me to assess what is going on in America because I have just visited, but it does surprise me the extent to which the Atlantic does seem to be this huge gap between the two literary cultures. There are household names here that aren't even available on the bookshelves in Britain and vice versa. When I came over here to do my tour with Knopf in November, I discovered that there were these people who are literary giants here. For instance, consider Ann Beattie, who I don't think is readily available on the bookshelves in England. You might be able to track down a copy of an Ann Beattie book, but you could talk to a lot of literary journalists in London and they would not have heard of her. Quite likely they would not have heard of Russell Banks. On the other hand, Raymond Carver has become very well respected in England, as has Richard Ford. I would say these two writers have broken through to significant respect and readership in Britain. All the time I'm coming across books here that I realize are very well known over here, but quite often these names mean very little to me. I've been given a book by Pete Dexter called Paris Trout, which I think is quite a well-known book here and I've noticed he's won the National Book Award. Personally, I had a hell of a time breaking through here. I don't know why there should be this huge gap, but I think it just points to the fact that—even though we share the same language—the literary cultures are so different. The other factor has to do with the actual publishing industries, because so much of publishing has to do with contacts and literary politics. I think one of the real weaknesses of the system as it operates at the moment is that there is a tendency toward insularity. If you start operating any contact games then the mediocre domestic talent is always going to get promoted over more interesting stuff from abroad. KH: Since you studied American literature at university,

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thoughts on the subject? Is there anything like minimalism and the subsequent outcry from the critics in contemporary British writing? KI: No. There isn't a compatible movement or phenomenon in British writing at all. Minimalism isn't a word that you hear very often in British literary debate. I should say in relation to the previous question that Richard Ford and Raymond Carver are two American writers that I admire enormously. Raymond Carver is a profoundly moving writer while Richard Ford has written two or three short stories that are amongst the finest short stories I've ever read. Perhaps it is the influence of the creative writing industry that somehow led to that sort of style, but if that's the case, then that is an aspect that I'll be quite well disposed toward because I think those two writers write with great emotional honesty about things that strike me as being genuinely deep at the human level. The thing I fear from the creative writing industry and universities in general is that people elevate priorities that I would not consider to be terrifically important. They'll elevate to some special status issues like the nature of fiction or some rather cerebral intellectual ideas. Such issues become esteemed in that kind of environment because, after all, that is what that kind of environment celebrates. But, for me, while the nature of fiction or fictionality are things that writers might need to be concerned with to get on with their work, I don't believe that the nature of fiction is one of the burning issues of the late twentieth century. It's not one of the things I want to turn to novels and art to find out about. I think reading Ford and Carver for me is a kind of an antidote really to those over-intellectualized or selfconscious literary creations that almost seem to be created for the professor down the corridor to decipher. Carver and Ford seem to write about life in a way that is profound. Also, at the technical level, I think they are in a different league from a lot of these people who are just trying to show off or make comments about their literary techniques. The

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KI: Perhaps he is a great writer, or it could be because there will always be a certain kind of writer who is good for academics. AV: Can you name one thing that separates American literature from British literature? KI: One feature of your literary scene here that we don't have in Britain and generally in Europe is the creative writing industry. I think that is one of the enormous differences in the two literary cultures. It's probably true to say, and I've heard it often said, that you can't find a single American writer today of any significance who hasn't in some way been directly touched by the creative writing world, either as teacher or student. Even someone who kept away from it is going to be affected by it indirectly, because so much of the criticism and so much of the opinions of his fellow writers are going to be touched by it. I think this is something that would certainly make me nervous if I were living in a literary culture where the role of the universities and faculties who taught creative writing began to have that sort of dominant influence. I'm not actually suggesting that the Thomas Pynchon phenomenon is something closely related to this, because I'm not in a position to comment on him. All I would say is that I would want to assess quite carefully what the role of the creative writing faculties actually is within the whole literary culture because, whether you like it or not, American literature is going a certain direction because of this and I would want to determine if the influence were benign or whether it was actually leading us up a garden path. KH: Lately in this country there has been some debate over the virtues of fictional "minimalism" (Granta called it "dirty realism")—Raymond Carver, Ann Beattie, Frederick Barthelme, Max Apple, Mary Robison, Richard Ford, Tobias Wolff, and a number of others have been called "minimalists." Readers seem to like the work, but it has sent critics into spasms of concern over the death of the novel, the end of American fiction, and so on. Do you have any

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him on is a particular head that has a nose missing. So when he becomes a powerful lord later on, he has a real sexual craving for severed heads with missing noses. It gets really funny because there is a particular guy that he takes a liking to and he really wants to see this guy without a nose and so he keeps trying to arrange it so that his nose will get cut off, but it never quite works. This poor guy doesn't know what the hell is going on. Every few weeks he loses an ear or something happens to him, or somebody is after him, but he doesn't know why. There is this weird scene where the lord gets his servant to impersonate a severed head without a nose while he is making love to one of his concubines. I mean, this is real Tanizaki territory, and this is where Tanizaki is really interesting. And there are a few other books like that. This is, by way of saying, that there is this tendency, just because I have a Japanese name, to pull out one or two other Japanese writers somebody else has heard of and say there is a similarity to my writing. Yet the critic perhaps is basing this comparison to a Japanese writer whose book is not typical of others he has written. For example, Tanizaki wrote in a lot of different styles and he wrote for a long, long time. Tanizaki actually went into his eighties, and he produced an enormous amount of books as he went through lots of different stages. I can't really see that anybody would particularly compare me to any Japanese writer if it weren't for the fact that I have this Japanese name. Now if I wrote under a pseudonym and got somebody else to pose for my jacket photographs, I'm sure nobody would think of saying, "This guy reminds me of that Japanese writer." I often have to battle and to speak up for my own individual territory against this kind of stereotyping. I wouldn't say it's wildly unfair, but then I can think of a dozen other writers with whom I could just as easily be compared. I would say I am not wildly dissimilar to the Tanizaki of The Makioka Sisters, but then someone could equally say that for anybody almost—whether it was George Eliot or Henry James or the Brontë sisters.

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technique applied by Ford or Carver is one at the highest level and to the point that perhaps it's not that obvious. I think they say great things about the emotional experience of life. Minimalism is not something that is discussed very much in Britain. Short stories haven't really caught on in Britain recently. You can bring out a volume of short stories and you know that only about one-third of the people read it, as opposed to the number of people who read a novel that you have written. For some reason the British don't get into short stories. KH: To what extent has Japanese fiction influenced your work? If we look around for writers who sound a bit like Ishiguro, it would seem that Tanizaki—especially his cool precision and delicate touch—is closer to you than anybody else. KI: Tanizaki wrote in various different styles, and a lot of his books I wouldn't describe as cool or delicate. I think the book that is best known in the West is one called The Makioka Sisters. It is really like a Western family saga. It is one of those stately, long books like Henry James, Edith Wharton, Theodore Dreiser, or George Eliot would have written. It's about this rich merchant family where nothing terribly dramatic ever happens, but it follows the different family members through a period of social change. I think a lot of people think that Tanizaki always writes like that, but he also writes kind of weird, kinky, perverted stuff. AV: What book would you be referring to? KI: The Secret History of the Lord of Musashi, which is about a medieval lord who, the first time he gets sexually turned on, is wandering around a battlefield shortly after a battle and he sees these severed heads. I think that night he peeks through a hole and sees some women dressing the severed heads of fallen clan members and he starts to get sexually turned on. AV: I'm sure Freud would have had a good time with this. KI: It gets even weirder because the thing that really turns

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to write a screenplay or books on how to keep the narrative drive going, yet reading Chekhov or some of these Japanese writers has indicated that you don't have to worry about that very much. I've really started to get into this idea of slowness with things almost stopping. AV: This seems evident in The Remains of the Day where the plot is loosely based; yet, you are able to piece things together. For example, Miss Kenton disappears for much of the novel, but she is always there when you need her to pull things together. The use of Miss Kenton's character seems to allow you to intermingle different elements. KI: I don't structure my books around plots, and I find it a great liberation. If you have to worry about making a plot work, you often have to sacrifice other priorities to the mechanical workings of the plot, and you start to distort characters and all kinds of psychological insights. I find a great deal of freedom in not having plot, but that does actually mean you have to face lots of new challenges about not boring the reader and how to structure your work. These are some of the things in Chekhov which I find a continual revelation. How does he keep you absorbed when all the people are doing is just sitting around a field and asking whether or not they are going back to Moscow? He should be crushingly boring. In fact, one or two of those great plays are boring, but some of his short stories are masterpieces. AV: Which ones in particular? KI: It's probably not that well known, but I like "Ionych." Other stories that come to mind are "A Boring Story," "Lady with Lapdog," and "The Kiss." AV: You stated after you wrote A Pale View of Hills that, "If you really want to write something, you shouldn't bring things into your book lightly. It's a bit like taking in lodgers. They're going to be with you a long time. I think the most important thing I learned between writing the first and second novels is the element of thematic discipline." Do you now feel you have control of your thematic discipline after having written The Remains of the Day?

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KH: How about Chekhov? He would seem to be the one overwhelming influence on American writing over the past ten to fifteen years. KI: Chekhov is a writer that I always acknowledge as one of my influences. When people ask me about the writers I really like, I always say Chekhov and Dostoyevsky. To backtrack just slightly on my refuting any affiliation with Japanese literature, there are some things I have learned from the Japanese tradition, if you like, but perhaps more from the Japanese movies. I think it is the same thing that perhaps I've taken from Chekhov, and that's from reading these people and seeing movies by film makers like Ozu and watching the plays of Chekhov and reading Chekhov's short stories. I think it's given me the courage and conviction to have a very slow pace and not worry if there isn't a strong plot. I think there is an overwhelmingly strong tradition in Western literature—at least I should say British literature and American literature since I think the French have a slightly different thing going—in which plot is pretty important. By fiction I also mean movies and the way television stories are told and so on. It is almost assumed that plot has to be the central spine around which the story is fleshed, and that is almost the definition these days. When you actually think about Chekhov, it is really rather hard to actually see his pieces as plots with flesh on it. What is interesting is in Japan, until very recently, this kind of plot-with-flesh model just didn't exist in Japanese fiction. There are writers like Kawabata, whom I find quite baffling and alienating, because he's from such a different tradition, but at the same time fascinating because he writes kind of long short stories. I believe he is the only Japanese Nobel Prize winner for literature. Kawabata's stories are often completely plotless. They are not only plotless, but the pace goes so slowly sometimes it almost stops. These things seem to break all the rules people teach about how to write screenplays for Hollywood. This business about pace, you read these books on how

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healthy thing to remind oneself that you shouldn't assume every reader's assumption is going to be the same as a British reader's assumption. There are going to be very obvious reasons why some people see it in a completely different way. And usually the further I get from Britain the happier I am with the readings, because the people are less obsessed with the idea of it just being about Britain. In Britain, I suppose I'm still slightly locked into this realist reader and I recognize that a part of that is my own responsibility. I hate to use the word "fantastic," but the book is still too realistic for the metaphorical intentions to be obvious if the people actually come from the society which the book superficially resembles. I've been very happy about the way the American reviewers, on the whole, have read The Remains of the Day. One or two have thought it was specifically about British history, but, by and large, most people read it the way that I intended them to. As I say, I think I had more trouble in Britain, where some people thought it was about the Suez Crisis or it was about British appeasement of Nazi Germany. KH: The Remains of the Day and An Artist of a Floating World both seem to be about men who have an extraordinary capacity to lie to themselves while presenting themselves as very precise and cautious truthtellers. Should we imagine that this is going to be the central obsession in your work? So far, the central notions in your work would seem to demand first-person narration. Are you planning to work in any other forms? KI: I think this is always a difficult question about how you're going to develop as a writer. I find it rather difficult to plan more than one book at a time, and I can't really say now which other themes I'm going to be obsessed about in two or three books from now. I think, certainly, what happened with my first three books is that I was actually trying to refine what I did over and over again, and, with The Remains of the Day, I feel that I came to the end of that process. That is why the three books seem to have a kind of

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KI: I'll never say I've got control, but I think I've gotten more and more control with each book. When I read reviews, I've always read the opening and closing paragraphs to see if they're saying this is good or not so good, but then after that the next thing that concerns me is the summary. Have they actually summarized the book in the way that I wanted the book to come over? For a long time, at the beginning of my career, I would actually get favorable reviews that praised me for a book that I didn't wish to write. They were emphasizing all the wrong things and praising me for things I didn't intend to do. So I could keep quiet about it and accept unwarranted praise. Of course, this isn't very satisfying, and the question of thematic discipline comes in here. There is a real satisfaction to be gotten from being praised for exactly the right things you wanted to be praised for and not for some accidental effect you created. Because that is what you're trying to do. You're not just trying to get people to like your book—you're trying to communicate a vision. This is why thematic discipline is so important to me. I used to read all these reviews recommending that people should read my first book for the weirdest reasons, but it had nothing to do with what I was wanting to do. I was pleased because they were favorable reviews, but that was a very frustrating experience for me. The one point I still feel an element of frustration about, and I mentioned this before, is that people have a tendency to say that The Remains of the Day is a book about a certain historical period in England or that it is about the fall of the British empire or something like that. They don't quite read it as a parable or see it take off into a metaphorical role. Now, a lot of reviewers have understood my intent and said this is not just a book about a butler living in the 1930s. It is interesting that reviews vary from country to country. It tells you something about that country, but it also reminds you that as a writer you're going to be read by lots of different people in lots of different social contexts coming at the book from lots of different directions. I think it's always a

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out of something that is unresolved somewhere deep down and, in fact, it's probably too late ever to resolve it. Writing is kind of a consolation or a therapy. Quite often, bad writing comes out of this kind of therapy. The best writing comes out of a situation where I think the artist or writer has to some extent come to terms with the fact that it is too late. The wound has come, and it hasn't healed, but it's not going to get any worse; yet, the wound is there. It's a kind of consolation that the world isn't quite the way you wanted it but you can somehow reorder it or try and come to terms with it by actually creating your own world and own version of it. Otherwise, I can't see any other explanation for why people should actually do this time-consuming, antisocial activity of locking themselves away and obsessively writing. I think serious writers have to try, in some way or the other, to keep moving in a direction that moves them toward this area of irresolution and lack of balance. I think that's where the really interesting, deep writing comes from. This is partly why I'm very wary of the creative writing industry. I think it could actually deflect potentially very profound individual voices away from what their muses are trying to tell them.

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similarity. It's not a similarity for which I can apologize; I have no other way of working. I don't actually think of my writing as being an attempt to cover this territory and finish it and then move over to a different territory altogether and have a go at that. I don't see it like that. I feel like I'm closing in on some strange, weird territory that for some reason obsesses me, and I'm not sure what the nature of that territory is, but with every book I'm kind of closing in on this strange territory. And that's the way I see my development as a writer. Quite often I will have an idea for a story which is intrinsically quite interesting, but I know immediately that I can't use it because I know it's not going to help me close in on this territory. It has gotten to the point now that I recognize this. I know the things that apply to this territory which will be relevant or might be relevant from the ones that are quite diverting and therefore irrelevant. If I'm reading a newspaper and I come across an item, occasionally something will hit me, something that is perhaps quite banal, but it rings some kind of strange bell. The item doesn't necessarily have to be some kind of weird human interest story, because quite often some ordinary situation will just spring out from the page at me and I'll think that's something I could use. I don't intend to write about old men looking back over their lives all the time because I think I've come to the end of that, but I think the real challenge that always faces writers is what to keep and what to cast off from their previous concerns and previous books. I think it is important to try to identify those things that still mean something to you, that still feel unfathomed in some way, and that is the way that you close in further and further on this territory. I think most writers do write out of some part of themselves—that is, I wouldn't say "unbalanced," but where there is a kind of lack of equilibrium. I'm not suggesting that writers are usually unbalanced people. I know many, many writers, and I would say that most of them are more than averagely sane and responsible people, but I think a lot of them do write

Kazuo Ishiguro (Nagasaki, 1954) English novelist, screenwriter and short story writer. His book The Remains of the Day (1989) won the Man Booker Prize and his novel Never Let Me Go (2005) was named Time's best novel of the year. He won the Nobel Prize in Literature in 2017 for his "novels of great emotional force" that have "uncovered the abyss beneath our illusory sense of connection with the world". Allan Vorda received degrees in English from Creighton University (B.A.) and the University of Nebraska (M.A.). Some of the numerous interviews he has conducted with novelists and musicians were published in two books: Face to Face: Interviews with Contemporary Novelists (Rice University Press, 1994) and Psychedelic Psounds: Interviews with 60s Psychedelic and Garage Bands (Borderline Productions, U.K., 1994). He lives in Sugar Land, TX.

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Daniela Prado Cali, Colombia (1994). Estudiante de Licenciatura en Literatura de la Universidad del Valle. Fundadora y editora de la revista y marca creativa Bebé Dinamita. Autora del libro Big Bang (2015). Su trabajo aparece en las antologías 90 revoluciones (Editoral Mecánica Giratoria, Ecuador, Palabras que Emigran (Programa editorial de la Universidad del Valle), Hot Babes (Editorial Ojo de Pez, México) y en la antología virtual El ojo del huracán. Escribe y publica sus poemas y collages en la fan page de Facebook Sublingual-blog.

Esta revista se imprimió en febrero de 2018 en PDX Printing, El Paso, Texas, Estados Unidos. Texto tipografía Garamond Pro 11 puntos. 400 ejemplares


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