Río Grande Review Spring 2011

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RÍO GRANDE REVIEW A Bilingual Journal of Contemporary Literature & Arts 30th anniversary edition Spring 2011 • Issue 37


RÍO GRANDE REVIEW

Masthead EDITORS-IN-CHIEF

Daniel Centeno Daniel Ríos Lopera guest editors

Celso José Garza Acuña Enrique Cortazar graphic concept

Ángel Valenzuela Layout and electronic assembly

Myriam Luque faculty advisor

Sasha Pimentel Chacón guest illustrator

César Chinchilla cesarchinchilla.com copy editors

Nick Rodriguez Miranda Smith board of readers

Sasha Pimentel Chacón, Alfonso Flores, Francisco Tedeschi, Rebekah Grado, Diego Murcia, Yasmin Ramirez, Omar Corral, Diego Bustos Deaza, Miranda Smith, Julio César Pérez Méndez, Blake Nemec, Tanya Robertson

A Bilingual Journal of Contemporary Literature & Arts Spring 2011 • Issue 37

Río Grande Review is a non-profit bilingual journal of contemporary literature and arts, published biannually by the Creative Writing Department of the University of Texas at El Paso. Río Grande Review is entirely edited by students of the Bilingual mfa program and is funded by utep Student Services Fees, in addition to advertising sales and private contributors. We welcome ad swaps. submissions We welcome submissions of original fiction, nonfiction, poetry, translations, fragments of scripts and plays and visual art, as well as digital audio and video for our online edition. Submissions are accepted either in English or Spanish. Río Grande Review no longer accepts mailed submissions and cannot take responsibility for the loss or damage of any printed material sent to us. Simultaneous submissions are accepted. All submitted work must be sent as an attached document to editors@riograndereview.com. The opinions expressed are exclusively those of the authors featured and do not necessarily represent the point of view of the Río Grande Review. Copyright © 2010 -2011 Permission to reprint material remains the decision of the author. In the event of a reprint, rgr requests that it be mentioned.

issn

747743

isbn

97774774340

For information about back issues or donating funds, please call our office at (915) 747-7012, or write to Río Grande Review. pmb 671. 500 W. University Ave. El Paso, Texas 79968 www.riograndereview.com

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Una nota de los editores

Hace unas semanas quisimos dar con el primer número de la Río Grande Review. El trabajo no fue fácil. Nadie conocía el paradero de esa edición, y tampoco era que existiera una inclinación real o manifiesta por saberlo. Una pista vaga afirmaba que la revista había arrancado hacía 30 años como una iniciativa del Departamento de Inglés de esta universidad, y que con el tiempo fue cedida al de Escritura Creativa. Hay que decir que de la búsqueda vino el fracaso, pero a medias: no existe un registro completo de la RGR en ninguna biblioteca de la ciudad. ¿Y el “a medias”? Pues, se asentó con el segundo número de una enorme publicación de papel periódico que nos cayó en las manos: se trataba de una revista en inglés de nombre Amphora Review, en blanco y negro, sin editorial y con la extraña facultad de ser la primera Río Grande Review que se conozca, algo así como su alter ego, su reflejo, su doppelgänger inanimado que nació en 1981 antes de cambiar de identidad. ¿Una casualidad para este dossier? El arroyo y el ánfora como anverso y reverso de una misma cosa… Y puestos a hablar de ánforas y otros recipientes éste que tiene en sus manos no lleva ni agua del Río Grande ni santos óleos ni tequila mexicano. Su contenido está a rebosar de apellidos de fuste como Vila-Matas, Chejfec, Quintero, Zapruder, Ramírez, Guerriero, Pardlo, Vegas, Sáenz, Wallraff, Gelman, Sandoval, Bonnett, Ibargoyen, Bryce Echenique, Chirinos, Pitol, Perillo, Monsiváis y Zambra, entre otros. El conteo de galardones reunidos lo certifican, y tampoco es cosa tonta para una revista universitaria: dos Premio Cervantes, un American Book Award, un Premio Rómulo Gallegos, etc. etc. etc. Para resumir: toda una edición aniversario. Celebre con nosotros. Abra esta revista, que es dos y una a la vez, y espere a ver si el cántaro se rompe.


Contents FICTION Alejandro Zambra Ian Denning Sergio Ramírez Sergio Chejfec Ednodio Quintero Hunter Liguore Michael J. Rosenbaum Alfredo Bryce Echenique

Formas de volver a casa (Fragmento) The stacks La puerta falsa Un dato menor (Fragmento) El árbol de la muerte Elder Leah Finding a book under the bureau you keep your keys on Las manías del primo Rodolfo

9 15 26 127 141 155

poetry Lucia Perillo Juan Gelman John Davis Lidia Díaz Ryan Sharp Benjamin Alire Sáenz Jago Molinet Saúl Ibargoyen Ruth Matlow Asher

Not housewives, not widows Arte poética Dumb things Los poetas The faithful son Reading novels La piedad se llama Dalila La peste azul Before I was born

38 39 40 41 42 133 135 137 139

NON-FICTION Carlos Monsiváis Leila Guerriero Enrique Vila-Matas

Todo está en todo Diálogo con Sergio Pitol Kurt Sonnenfeld: El perseguido Sobre Prochazka y otras cuestiones

162 166

45 114 173


DOSSIER Carlos Sandoval Que inventen los otros 54 Federico Vegas Marco Aurelio vuelve a casa 64 Matthew Zapruder The pajamaist 80 Cathy Barber The dead woman and her feet after Marvin Bell’s dead man 86 Piedad Bonnett Alter ego 88 Gregory Pardlo Landscape with intervention 89 Río Grande Review Entrevista a Gunter Wallraff Contra todos los enemigos 99 Juan Carlos El alfabeto del profesor Chomsky 106 Chirinos REVIEWs Anne Freeland Agustín Abreu Cornelio

Too bad: Sketches toward a self-portrait Robert Kroetsch. University of Alberta Press, 2010. Soledad al cubo Francisco Hernández. Colibrí, 2001.

VISUAL ARTISTS’ NOTES Thanks

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Kid Chocolate Alejandro PĂŠrez Cervantes


Fiction

Formas de volver a casa (Fragmento)

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Alejandro Zambra

Una vez me perdí. A los seis o siete años. Venía distraído y de repente ya no vi a mis padres. Me asusté, pero enseguida retomé el camino y llegué a casa antes que ellos –seguían buscándome, desesperados, pero esa tarde pensé que se habían perdido. Que yo sabía regresar a casa y ellos no. Tomaste otro camino, decía mi madre, después, con los ojos todavía llorosos. Son ustedes los que tomaron otro camino, pensaba yo, pero no lo decía. Mi papá miraba tranquilamente desde el sillón. A veces creo que siempre estuvo echado ahí, pensando. Pero tal vez no pensaba en nada. Tal vez sólo cerraba los ojos y recibía el presente con calma o resignación. Esa noche habló, sin embargo –esto es bueno, me dijo, superaste la adversidad. Mi madre lo miraba con recelo pero él seguía hilvanando un confuso discurso sobre la adversidad. Me recosté en el sillón de enfrente y me hice el dormido. Los escuché pelear, al estilo de siempre. Ella decía cinco frases y él respondía con una sola palabra. A veces decía, cortante: no. A veces decía, al borde de un grito: mentira. Y a veces, incluso, como los policías: negativo. Esa noche mi madre me cargó hasta la cama y me dijo, tal vez sabiendo que fingía dormir, que la escuchaba con atención, con curiosidad: tu papá tiene razón. Ahora sabemos que no te perderás. Que sabes andar solo por las calles. Pero deberías concentrarte más en el camino. Deberías caminar más rápido.

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Le hice caso. Desde entonces caminé más rápido. De hecho, un par de años más tarde, la primera vez que hablé con Claudia, ella me preguntó por qué caminaba tan rápido. Llevaba días siguiéndome, espiándome. Nos habíamos conocido hacía poco, la noche del terremoto, el 3 de marzo de 1985, pero entonces no habíamos hablado. Claudia tenía doce años y yo nueve, por lo que nuestra amistad era imposible. Pero fuimos amigos o algo así. Conversábamos mucho. A veces pienso que escribo este libro solamente para recordar esas conversaciones. § La noche del terremoto tenía miedo pero también me gustaba, de alguna forma, lo que estaba sucediendo. En el antejardín de una de las casas los adultos montaron dos carpas para que durmiéramos los niños. Al comienzo fue un lío, porque todos queríamos dormir en la de estilo iglú, que entonces era una novedad, pero se la dieron a las niñas. Nos encerramos a pelear en silencio, que era lo que hacíamos cuando estábamos solos: golpearnos alegre y furiosamente. Pero al pelirrojo le sangró la nariz cuando recién habíamos comenzado y tuvimos que buscar otro juego. A alguien se le ocurrió hacer testamentos y en principio nos pareció una buena idea, pero al rato descubrimos que no tenía sentido, pues si venía un terremoto más fuerte el mundo se acabaría y no habría nadie a quien dejar nuestras cosas. Luego imaginamos que la Tierra era como un perro sacudiéndose y que las personas caían como pulgas al espacio y pensamos tanto en esa imagen que nos dio risa y también nos dio sueño. Pero yo no quería dormir. Estaba, como nunca, cansado, pero era un cansancio nuevo que enardecía los ojos. Decidí que pasaría la noche en vela y traté de colarme en el iglú para seguir conversando con las niñas, pero la hija del carabinero me echó diciendo que quería violarlas. Entonces yo no sabía bien lo que era un violador y sin embargo prometí que no quería violarlas, que sólo quería mirarlas, y ella rió burlonamente y respondió que eso era lo que siempre decían los violadores. Tuve que quedarme fuera, escuchándolas jugar

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a que las muñecas eran las únicas sobrevivientes –remecían a sus dueñas y rompían en llanto al comprobar que estaban muertas, aunque una de ellas pensaba que era mejor porque la raza humana siempre le había parecido apestosa. Al final se disputaban el poder y aunque la discusión parecía larga la resolvieron rápidamente, pues de todas las muñecas sólo había una barbie original. Ésa ganó. Encontré una silla de playa entre los escombros y me acerqué con timidez a la fogata de los adultos. Me parecía extraño ver a los vecinos, acaso por primera vez, reunidos. Pasaban el miedo con unos tragos de vino y miradas largas de complicidad. Alguien trajo una vieja mesa de madera y la puso al fuego, como si nada –si quieres echo también la guitarra, dijo mi padre, y todos rieron, incluso yo, que estaba un poco desconcertado, porque no era habitual que mi papá dijera bromas. En eso volvió Raúl, el vecino, con Magali y Claudia. Ellas son mi hermana y mi sobrina, dijo. Después del terremoto había ido a buscarlas y regresaba ahora, visiblemente aliviado.

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§ Raúl era el único en la villa que vivía solo. A mí me costaba entender que alguien viviera solo. Pensaba que estar solo era una especie de castigo o de enfermedad. La mañana en que llegó con un colchón amarrado al techo de su Fiat 500, le pregunté a mi mamá cuándo vendría el resto de la familia y ella me respondió, dulcemente, que no todo el mundo tenía familia. Entonces pensé que debíamos ayudarlo, pero al tiempo entendí, con sorpresa, que a mis padres no les interesaba ayudar a Raúl, que no creían que fuera necesario, que incluso sentían una cierta reticencia por ese hombre delgado y silencioso. Éramos vecinos, compartíamos un muro y una hilera de ligustrinas, pero nos separaba una distancia enorme. En la villa se decía que Raúl era democratacristiano y eso me parecía interesante. Es difícil explicar ahora por qué a un niño de nueve años podía entonces parecerle interesante que alguien fuera democratacristiano. Tal vez creía que había alguna conexión entre el hecho de ser democratacristiano y la situación triste de vivir solo. Nunca había visto

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a mi papá hablar con Raúl, por eso me impresionó que esa noche compartieran unos cigarros. Pensé que hablaban sobre la soledad, que mi padre le daba al vecino consejos para superar la soledad, aunque debía saber más bien poco sobre la soledad. Magali, en tanto, abrazaba a Claudia en un rincón alejado del grupo. Parecían incómodas. Por cortesía pero tal vez con algo de insidia una vecina le preguntó a Magali a qué se dedicaba y ella respondió de inmediato, como si esperara la pregunta, que era profesora de inglés. Era ya muy tarde y me mandaron a acostar. Tuve que hacerme un espacio, a desgana, en la carpa. Temía quedarme dormido, pero me distraje escuchando esas voces perdidas en la noche. Entendí que Raúl había ido a dejar a las mujeres, porque empezaron a hablar de ellas. Alguien dijo que la niña era rara. A mí no me había parecido rara. Me había parecido bella. Y la mujer, dijo mi madre, no tenía cara de profesora de inglés –tenía cara de dueña de casa nomás, agregó otro vecino, y alargaron el chiste por un rato. Yo pensé en la cara de una profesora de inglés, en cómo debía ser la cara de una profesora de inglés. Pensé en mi madre, en mi padre. Pensé: de qué tienen cara mis padres. Pero nuestros padres nunca tienen cara realmente. Nunca aprendemos a mirarlos bien. § Creía que pasaríamos semanas e incluso meses a la intemperie, a la espera de algún lejano camión con alimentos y frazadas, y hasta me imaginaba hablando por televisión, agradeciendo la ayuda a todos los chilenos, como en los temporales –pensaba en esas lluvias terribles de otros años, cuando no podía salir y era casi obligatorio quedarse frente a la pantalla mirando a la gente que lo había perdido todo. Pero no fue así. La calma volvió casi de inmediato. En ese rincón perdido al oeste de Santiago el terremoto había sido nada más que un enorme susto. Se derrumbaron unas cuantas panderetas, pero no hubo grandes daños ni heridos ni muertos. La tele mostraba el puerto de San Antonio destruido y algunas calles que yo había visto o creía haber visto

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en los escasos viajes al centro de Santiago. Confusamente intuía que ése era el dolor verdadero. Si había algo que aprender, no lo aprendimos. Ahora pienso que es bueno perder la confianza en el suelo, que es necesario saber que de un momento a otro todo puede venirse abajo. Pero entonces volvimos, sin más, a la vida de siempre. Papa comprobó, satisfecho, que los daños eran pocos: nada más que algunas grietas en las paredes y un ventanal trizado. Mi mamá solamente lamentó la pérdida de los vasos zodiacales. Se quebraron ocho, incluidos el de ella (piscis), el de mi papá (leo) y el que usaba la abuela cuando venía a vernos (escorpión) –no hay problema, tenemos otros vasos, no necesitamos más, dijo mi padre, y ella le respondió sin mirarlo, mirándome a mí: sólo el tuyo se salvó. Enseguida fue a buscar el vaso del signo libra, me lo dio con un gesto solemne y pasó los días siguientes un poco deprimida, pensando en regalar los demás vasos a gente géminis, a gente virgo, a gente acuario. La buena noticia era que no volveríamos pronto al colegio. El antiguo edificio había sufrido daños importantes y quienes lo habían visto decían que era un montón de ruinas. Me costaba imaginar el colegio destruido, aunque no era tristeza lo que sentía. Sentía simplemente curiosidad. Recordaba, en especial, el sitio baldío al final del terreno donde jugábamos en las horas libres y el muro que rayaban los alumnos de la media. Pensaba en todos esos mensajes volando en pedazos, esparcidos en la ceniza del suelo –recados burlescos, frases a favor o en contra de Colo-Colo o a favor o en contra de Pinochet. Me divertía mucho una frase en especial: A Pinochet le gusta el pico. Entonces yo estaba y siempre he estado y siempre estaré a favor de Colo-Colo. En cuanto a Pinochet, para mí era un personaje de la televisión que conducía un programa sin horario fijo, y lo odiaba por eso, por las aburridas cadenas nacionales que interrumpían la programación en las mejores partes. Tiempo después lo odié por hijo de puta, por asesino, pero entonces lo odiaba solamente por esos intempestivos shows que mi papá miraba sin decir palabra, sin regalar más gestos que una piteada más intensa al cigarro que llevaba siempre cosido a la boca.

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Formas de volver a casa


§ Alejandro Zambra. Nació en Santiago de Chile, en 1975. Ha publicado los libros de poesía Bahía inútil y Mudanza, la colección de ensayos No leer y las novelas Bonsái y La vida privada de los árboles, que han sido traducidas a diversos idiomas. Escribe sobre literatura en diversos medios de prensa chilenos. Ha colaborado también en las revistas Turia y Granta y en el suplemento Babelia de El País. Actualmente es profesor de literatura de la Universidad Diego Portales. Bonsái fue galardonada con el Premio de la Crítica como la mejor novela chilena de 2006. Formas de volver a casa es el título de su última novela, a punto de ser editada, de la cual adelantamos un fragmento.


Fiction

The stacks Ian Denning

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On our last weekend together before she left us, my mom and I saw the men in suits in the library. They were together, like always, the tall Japanese man and the short white one, standing at the counter and typing something into the library’s boxy Apple II computer. I pointed, but before I could speak Mom pushed my hand down to my side. “Kristen, that’s not polite.” The tall one saw us, and he smiled at the air above my head. This week’s suits were brown. Last week they had been gray. They always matched. “Why do you think they’re here all the time?” “You’re here all the time,” Mom said. “They’re probably just bookworms like you.” I picked out my books—more Judy Blume and a crumbling Agatha Christie paperback—and spent some time looking at the books in the science fiction section. They had the most interesting covers of anything in the library: miniature paintings of red and green landscapes full of spacemen and astronauts fighting, and too much going on. I picked up a collection of stories by some writer my sister Elizabeth liked, and went to look for Mom. I saw her near the reference desk with the heavy Oxford English Dictionary. She was talking to the short man in the suit, bobbing her curly blond head up and down. He was pudgy and his suit rumpled out at the corners like he kept it in a suitcase or on his floor. He wore his black hair long and messy, with big mutton chop sideburns, and except for his tired eyes and the scowl he wore while he

The stacks


typed, he wouldn’t have looked out of place on Happy Days. They leaned together, speaking quietly, then she handed him something, which he took, and she touched him on the shoulder. The short man’s scowl lifted for a moment, and he nodded, said something, and returned to his computer. In the car on the ride home, I balanced my books on my lap and thought about the men in suits. I saw them at the library often, and I couldn’t imagine them in any other context. In my mind, they ate lunch in the reference section and slept under the counter, spreading out books from the returns slot to make a bed. “You gave something to that man in the suit?” I asked Mom. “You saw that?” “Yes. What was it?” “Money. I gave him money because it’s the Christian thing to do.” She talked fast, and I knew to stop asking questions, but I wondered, as I stared out the car window, about that touch on the shoulder. That wasn’t something you did to somebody like the man in the library, somebody who needed money. It hadn’t been a pat, it had been a touch, a long contact. I didn’t understand it. When Mom left us two days later, she took nothing but her purse, her jewelry case, two library books, and a change of clothes. § For two weeks after she disappeared, I searched the house. It started on the third day, when I came home from my last day of school for the year. Elizabeth and Dad were gone, probably at the police station again, and I didn’t feel like reading or watching TV, so I sat on the stairs and waited for them to come home. After a few minutes I got bored and walked down the hall into my parents’ bedroom to stare at my mother’s bureau. She had stood here, put on her earrings, picked up her library books—one on seasonal plants and one about cake decorating—and left. What was she thinking? Why? Did she decide to leave all of a sudden, on a whim that occurred to her as she hooked an earring into her lobe, or had she planned it? Maybe she was thinking about it in the library on that last weekend. When they came home

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from the police station at five o’clock, Dad and Elizabeth found me asleep on Mom’s side of the bed. Things like this don’t just happen, I reasoned. They have to be planned or thought about, somehow anticipated. Maybe somewhere in this house, in all the stuff Mom left behind, there was a glimmer of information. I started in the shoebox Mom kept in the bureau’s bottom drawer. I read the faded receipts from Sears and the Bon Marché, and the letters from her college friend Martha, looking for a reference to anything odd: the slightest unhappiness, future plans, a desire I didn’t know about. While I read I fiddled with a broken silver bracelet I found under the papers and receipts, the one piece of jewelry she left behind. The bedrooms showed me nothing, nor did the hallways or bathrooms or stairs. I unscrewed a vent covering to investigate what I thought was a rolled-up piece of paper—it could have been a note—and found instead a fist-sized ball of dust. In the kitchen I looked between all the plates stacked in the cupboard, and under the plastic organizer in the silverware drawer. I removed everything from the closets and inspected them piece by piece: card games, Christmas decorations, shoes and coats, rolls of wrapping paper. In a junk drawer in the office I found a folded up review my sister wrote for her high school newspaper, lost, then retyped from memory the day before the deadline. She was happy to get it back, and when I told her where I found it she kissed the top of my head and said, “Keep looking, I guess.” I found old toys, and a book my Dad said he lost before I was born, and a half-empty photo album behind the croquet set. I found a picture I drew when I was six. I filled an empty pickle jar with pennies and buttons and loose screws and pieces from board games we no longer owned. When she caught me unscrewing the covers from her speakers, Elizabeth yelled at me and made me promise to stop looking. I never found anything worthwhile.

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§ The men in suits had a routine. The tall one would start on the library’s computer, typing and referencing a mess of notes

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on a yellow legal pad, while the short one made more notes and occasionally retrieved a few books from the stacks. They would switch off, look at books, re-shelve, annotate, and leave every afternoon at three o’clock with an armful of new reading material. I made up my mind to ask Mrs. Loftin about them. Mrs. Loftin, the librarian, had the Dewey Decimal System memorized. When I’d ask for a book she would peer down the length of her long nose, smile, tell me the first three digits of the call number, then direct me toward the appropriate shelf. “Halfway down the second biography aisle, near the floor.” Sometimes I would only mention a book title and she would shake her head and say, “You’ll need a stool.” The day I first went to investigate the men in suits, I found Mrs. Loftin shelving books in the physics and mathematics section, in a musty corner I never visited. “Hello Kristen,” she said. She stepped down from her stool and smoothed her baggy paisley dress. “What are you looking for?” “Nothing in particular, just wandering.” “Let me know if I can help you find anything.” Mrs. Loftin knew my mom—had actually waved at her through the window as she deposited her two library books before she disappeared—and sometimes when she was checking out our books they would talk about people they both knew. I hoped she would talk to me. “Actually, I do have a question.” “What kind of question?” “I’m curious about those two men in suits who are always in here. I didn’t see them today. And my therapist says I need to interview some adults I know, and I know I don’t know them, but I really want to talk to them because I want to know about them, and I’m supposed to write down an interview. The basic facts are due tomorrow morning. Do you know anything about them?” “That sounds interesting,” Mrs. Loftin said. “I don’t know too much about them. Their names are Mr. Silver and Mr. Amano, and actually I think it might not be a good idea to interview them. You could interview me, if you’d like.” “Why would it not be a good idea? I want to know about them.”

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“Those two are very private. They don’t like to talk to many people.” Suspicious. “See, this is good—basic facts. Why not?” Mrs. Loftin glanced down the aisle and through the gaps between the tops of the books and the shelves, then leaned down toward me. “Kristen, do you know what a group home is?” “No.” “It’s a safe place for people to live when they can’t live by themselves. Mr. Silver and Mr. Amano need people to take care of them.” “Are they retarded?” “No, and don’t say that, Kristen, it’s rude. No they’re not. They’re war veterans.” “From Vietnam?” “Yes. And I don’t think you should talk to them. I’ve heard they get upset easily. Like I said, though, you can always interview me. Or if you want,” she added, tilting her glasses down, “we can always just talk, if you ever need to.” “Okay. I might interview you, but this will be okay for tomorrow’s assignment. Thanks Mrs. Loftin.” In the reference section I pulled down volume “V” of the Encyclopedia Brittanica and found the entry for the Vietnam war, 1959 to 1975. Next to the first column was a black and white photograph of a helicopter on a roof, and I smiled when I imagined how weird it would be to see Mr. Silver or Mr. Amano in a picture in the Encyclopedia Britannica. The article was long—thirty pages with references to other entries—so I settled down for the afternoon to read. I had a quarter for the bus in my pocket.

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§ One month after Mom disappeared, we got a postcard. Elizabeth and I were returning from the beach, where she read and I built rock towers. I liked building rock towers, laying the flat edges together, stacked and balanced. On the ride home we sang along with the Beatles song on the radio, and when we checked the mail at the bottom of the driveway, we found the postcard. “Greetings from Los Angeles!” read

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the front in bold letters over a collage of oranges, sunshine, and skyscrapers. The back was blank. The police took it, but I didn’t know what they would find on a blank postcard. I had looked at it, front and back, and couldn’t find anything. A few days later they called and told Dad that they had, in fact, found nothing, but we had already guessed who sent it. “But why?” I asked Elizabeth that night, while we lay in our beds. I had moved into her room the week before, and she didn’t complain. “Who knows, it’s blank.” “She’s telling us where she is,” I said. “But that’s it.” To cool off, I kicked my covers down around my ankles and spread-eagled on the bed. I thought about earlier, when the cops called Dad and apologized for finding nothing and pestered him with more questions, and he sighed and said that he didn’t understand, that she had been perfect, perfectly happy. “Greetings from Los Angeles!” was all she wanted to tell us. § Today’s suits were black. I sat at a table and pretended to read Highlights while Mr. Silver and Mr. Amano worked at the computer. When Mr. Silver typed, a deeper scowl settled on his face like a fog, and he almost never blinked. Mr. Amano would sometimes scribble on the legal pad and walk off into the stacks for books. On one of these trips, I decided to approach Mr. Silver. “Hi,” I said. “Could you teach me how to use that?” Mr. Silver didn’t stop glaring at the screen, which displayed a list of books, some sort of bibliography. “No. It’s complicated.” “Oh. Why are you making a list?” He shrugged. “Why?” I asked again, and his eyes flicked up to Mrs. Loftin behind the help desk, who bustled over to me. “Kristen, why don’t you leave Mr. Silver to his work? Do you need help finding anything?” I mumbled no thanks and returned to my magazine. Mr. Amano returned with two thin volumes and took over

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the typing duties. Mr. Silver cracked his neck and shook the sleeves of his jacket, then picked up the pen and legal pad. They worked and took notes for fifteen minutes, then Mr. Silver tore half a sheet of the legal pad off and went to look for books. I decided to see if Mr. Amano would talk to me. As I walked back to the front counter, Mrs. Loftin eyed me over her thick glasses. “Your friend said you’re working on a list of books. What is it for?” Mr. Amano looked down at me. I had never stood close enough to him to realize how thick his chest and shoulders were, or how his cheekbones stood out in his thin face. Even while he was sitting, his black suit towered over me like a long shadow. “He told you that?” “Why are you doing it?” He shrugged, in almost the same way as Mr. Silver. “We both like to catalog. We’re making a list of books that are important to us. It’s a kind of project.” “Oh. Can I do anything to help you?” “We would prefer to do it on our own.” “You don’t remember me, do you?” Mr. Amano stopped typing and stared down at the top of my head. “No.” “I was in here a little more than a month ago. You smiled at me, and your friend talked to my Mom. Helen Carter? Tall and blond, with big earrings?” “I think I remember.” “Well, my mom left a few days after that. She ran away. I was wondering what she said to your friend, because it might be important, but I don’t think he likes me too much.” Mr. Amano smiled. “I apologize. Mr. Silver can sometimes be that way. Please don’t take it personally. Your mother gave him a twenty dollar bill and apologized for your rudeness in pointing at us, then she said that we were in her prayers, and she left.” I blushed, remembering how Mom had pushed my arm down to my side, how Mr. Amano had smiled at the spot just above my head. “That’s it?” “That is it.” “Oh.”

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Mr. Amano returned to his bibliography, entering in notes from the yellow legal pad. Mr. Silver came back and deposited a few books on the counter and eyed me, but said nothing. “Hmm,” Mr. Amano said. “Would you still like to help.” “Sure, I guess.” “Just a moment,” he said, and flipped to a page of the legal pad covered in call numbers and titles and some full bibliographic entries. “These are the ‘possibles.’ Would you mind collecting these books for me?” “I can do that.” There was no pattern to the books on the list. They were from a dozen genres, from three different centuries, fiction, non-fiction, even poetry. H.G. Wells, Allen Ginsberg, Peter Pan, travel guides, Dr. Seuss, a naturalist’s impressions of the Okinawan Islands, a book of paintings by the French impressionists. I would bring Mr. Amano the books and, while Mr. Silver typed and took notes, he would sit at the table and flip through them, mumbling to himself. “When I was in Paris before the war I would drink wine and walk through the museums. I’m looking for a painting I saw there, one that struck me. Beautiful city, Paris.” Mr. Silver, listening to the explanation, would purse his lips and nod. There were two bibliographies, I learned, one for Mr. Silver and one for Mr. Amano. On Mondays and Thursdays they worked on Mr. Amano’s, and Mr. Silver got Tuesdays and Wednesdays. “I still don’t get it,” I told him after an hour of pulling random books from the shelves. “Are you making a list of books you’ve read?” “That’s part of it,” Mr. Silver said. “But there’s more. I’m looking for books that are part of me.” Some books, he said, included scenes, moments, passages of description that reminded him of something he had found in his own life. “We’re making a bibliography of connections,” Mr. Silver explained. “Peter Pan is on my list because I read it to my little sister when I was twelve. Once I met a waiter who reminded me of a character from David Copperfield, so that’s here too.” They combed the library, their memory, the card catalog, looking for ideas, compiling bibliographies, pulling possible books and either accepting and annotating them or

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placing them on the library’s to-be-shelved rack. “It keeps us busy. Busy and reflective. We like it.” Mr. Amano showed me some of their notes. “Catch-22: Morrie read it, thought it was the most accurate war story he had seen... Catcher: Description of the museum. Oranges: Grocery store in San Pedro.” They went on for pages and pages. “Mr. Silver has an entry regarding your mother,” Mr. Amano said while Silver dug through the reference section a few aisles over. “An O. Henry short story, ‘The Gift of the Magi.’” “Really? We read that every year on Christmas Eve, my family.” “Yes, but I think he picked it for the gift-giving. You would have to ask him, but I don’t think he would tell you.” On my fifth trip into the stacks, after pulling a collection of Greek myths and a book of poems by Walt Whitman, I looked down at my sheet and found a bibliographic entry torn from a sheet of white computer paper, taped into the handwritten notes:

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Gloeckner, Marcus. A Journey into the Heart of Los Angeles. New York: Verloren Books, 1977.

Los Angeles, and Oranges, like on the postcard, and the O. Henry story—there were threads of connection here, after all my searching. Mr. Amano had changed his mind about remembering me and my mother pretty quickly. They were lying. I had looked for too long for them to know nothing. I found the last book on the page, Sideshow: Kissinger, Nixon, and the Destruction of Cambodia and hurried back to the two men at the computer. “What’s this,” I said, and showed them the scrap of white paper, which trembled in my fingers. “A Journey into the Heart of Los Angeles?” Mr. Amano looked up from his book and nodded. “My father grew up there. I’ve visited.” “You’re lying!” I yelled, and Mrs. Loftin looked up. Mr. Silver turned away from the computer, his scowl softening into something else. “My mom is in Los Angeles! Why is this on a separate sheet of paper? What did she say to you?” “I told you,” Mr. Amano said.

The stacks


I pounded the help desk with my fist. “What did she say to you?” Mr. Amano frowned and stood up straight, but Mr. Silver turned away from the computer and touched his friend’s arm, which seemed to calm him, then he reached into his pocket and placed a folded sheet of paper on the desk next to me. I snatched it up and read it. I Sing the Body Electric Emma The BFG To Kill a Mockingbird Oliver Twist “I lost a parent when I was a little older than you,” Mr. Silver said. “I thought this might help.” And then Mrs. Loftin had me. She grabbed my shoulder and steered me through the front doors of the library. We sat on the bench out front. I was breathing hard through my teeth; I felt I couldn’t breathe fast or hard enough. “Kristen, are you okay?” “I’m fine,” I snapped. “I think you’d better go home. I’m sure your family would like to talk to you.” “You’re the last person I know who saw my mom,” I said. “I know.” She paused and tapped her fingernails against the curb. “If you want we could talk about it.” I didn’t want to talk, so I didn’t say anything, I just stood up and left. “Kristen? Will I see you tomorrow?” Mrs. Loftin called after me, but I ignored her. I didn’t go home. I walked down the hill from the library, through Fairhaven to the bay, The sun had given up trying to burn through the morning crowds and a wind scudded along the shore, so the beach was almost empty. I found a rock tower I had built still standing, and I crouched next to it. The pebble came off the top, then the rough bit of sandstone, and the sea glass, and piece by piece I disassembled it, then I built it back exactly the way it was, stacked and balanced, flat edges touching.

río grande review fiction Denning


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§ Ian Denning. Is currently enrolled in the MFA program at the University of New Hampshire. He also holds a Master’s degree from Western Washington University. While there he acted as the fiction editor for The Bellingham Review, and received a scholarship from WWU and The Centrum Writers Exchange to attend the Port Townsend Writers’ Conference in July 2009. His fiction has appeared in A Cappella Zoo and 5x5, and his reviews have appeared online in The Bellingham Review and Cerise Magazine.


Fiction

La puerta falsa Sergio Ramírez

A Edgard Rodríguez Cuando Amado Gavilán subió al encordado del Staple Center en Los Ángeles la tarde del 28 de mayo del año 2005, iba a cumplir con una pelea de relleno pactada a ocho asaltos contra el filipino Arcadio Evangelista, invicto en la categoría de los pesos minimosca. Era el tercer match de una larga velada que culminaría a las diez de la noche con el estelar en que Julio César Chávez, el más famoso de los boxeadores mexicanos, ganador de 5 títulos mundiales en 3 categorías diferentes, se enfrentaría al welter Ivan “Mighty” Robinson en lo que sería su histórica despedida del boxeo. Muy pocos habían oído hablar de Amado Gavilán, mexicano igual que Chávez pero lejano a la fama que cubría con su cálido manto a su compatriota. A los 42 años, y a pocos pasos de su retiro de las cuerdas, el pentacampeón Chávez era dueño de un impresionante record de 108 combates ganados, 87 de ellos por nocaut, y por eso mismo aún era capaz de colocarse como preferido en las quinielas de los apostadores, y recibir los dorados frutos de un contrato de televisión pay-per-view costa a costa, como esa noche. Por el contrario, el magro manto que cubría a Gavilán era el anonimato. Apenas un año menor que Chávez, su record enseñaba que había subido 41 veces al cuadrilátero para perder en 32 ocasiones, 14 de ellas por nocaut. No tenía nombre de guerra, y nunca se le ocurrió adoptar uno,

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digamos Kid Gavilán, como alguna vez le propuso su entrenador ad honorem Frank Petrocelli. Su apellido le daba pleno derecho a algo semejante, pero hubiera sido una especie de sacrilegio porque ya había un Kid Gavilán en la historia del boxeo, el legendario campeón cubano de los pesos welter que en verdad se llamaba Gerardo González. Para despreciar un nombre de guerra y brillar igual, se necesitaba ser Julio César Chávez. Alguna vez un cronista deportivo de El Sol de Tijuana había llamado a Gavilán “el caballero del ring”, porque su carácter apacible fuera de las cuerdas, suave de trato y de modales, parecía acompañarlo cuando subía a la tarima, lo que hacía de él un peleador comedido, de ninguna manera un matador dispuesto a cobrar la victoria con sangre. Pero nadie iba a ponerlo en el cartel de una pelea como “el caballero del ring”. Otra de sus desventajas era pertenecer a la división de los pesos minimosca, apenas 108 libras, donde por naturaleza escasean las luminarias y hay poco heroísmo en los combates. Si ya el mismo nombre de mosca es degradante, minimosca viene a ser aún peor. Conviene ofrecer un poco más de su historia. Amado Gavilán había nacido en Hermosillo pero desde niño se trasladó con sus padres a Tijuana donde sigue viviendo en compañía de su hijo Rosendo Gavilán, un muchacho locuaz y despierto que aspira a ser comentarista de boxeo en la radio. La suya es una de esas casas de ripios, coronadas con llantas viejas para que el viento que sopla del mar no se lleve los techos de hojalata, que van ascendiendo por las alturas calvas de los cerros pedregosos al borde mismo de los barrancos usados como vertederos de basura, y se halla propiamente detrás del cañón de los Laureles, al lado de la delegación Playas de Tijuana. El lugar se llama Vista Encantada, y la calle, calle de la Natividad. Preguntado acerca de su madre, el joven Gavilán dice: “ambos somos solos en la vida y no sé nada de mi madre Lupe más que un cuento vago de mi padre acerca de que un día tomó su petaca y se regresó para Ensenada, de donde había venido, y que ese día que se marchó de madrugada llevaba puesto un vestido de crespón chino estampado con hartas azaleas”. Amado Gavilán fue por algunos años oficial de carpintería en la fábrica de cunas Bebé Feliz de la avenida Nuevo

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Milenio, a cargo de una sierra eléctrica, pero era un trabajo que no le convenía según consejo de su entrenador Petrocelli, por el asunto de que cualquier desvío de la sierra al pasar el listón de madera bajo la rueda dentada podía volverlo inútil de las manos, y entonces se empleó como hornero en la pizzería Peter Piper de la plaza Carrusel, que tampoco le convenía por los cambios de temperatura capaces de arruinarle los pulmones, y luego como lavaplatos en el restaurante Kalúa del boulevard Lázaro Cárdenas, pero otra vez Petrocelli le advirtió que seguía corriendo riesgos al mantener las manos metidas en el agua caliente aún con los guantes de hule puestos, riesgos de artritis que lo dejaría lisiado de los puños. Encontró entonces lugar en un conjunto de mariachis que buscaba clientes a la medianoche en la plaza Santa Cecilia, a cargo de la vihuela que había aprendido a tocar de oídas, pero de nuevo había una objeción, los desvelos. De manera que su hijo Rosendo estuvo decidido a dejar la preparatoria y aceptar el puesto que le ofrecían en una carnicería para que Gavilán pudiera entrenar sin preocupaciones, pero todo se saldó cuando Kid Melo, un boxeador retirado, le ofreció trabajo como sparring en su gimnasio de la colonia Mariano Matamoros, donde de todos modos entrenaba. “Petrocelli vive en San Diego, y por muchos años se fajó al lado de mi padre sin pensar en fortuna, viniéndose cada noche en su bicicleta por el paso fronterizo de San Ysidro hasta el gimnasio de Kid Melo para las sesiones de entrenamiento”, afirma el muchacho. “Kid Melo no le cobraba a mi padre el uso del gimnasio desde antes de emplearlo de sparring, ni tampoco Petrocelli le cobraba nada por sus servicios. Tenían fe en él. Creían que simplemente no le había llegado su oportunidad, y que la tendría, a pesar de los años”. Rosendo es capaz de responder con la frialdad profesional del comentarista que quiere ser, acerca de las cualidades de Gavilán como boxeador: “mi padre era de aquellos a los que un promotor llama a última hora para llenar un hueco en el programa, sabiendo que se trata de alguien en buena forma física, pero incapaz de amenazar a un oponente de categoría. Sonreír caballerosamente al chocar guantes con

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el adversario cuando va a empezar la pelea, no ayuda para nada en la fiesta infernal del cambio de golpes que se viene apenas suena la primera campanada”. Menudo y fibroso, Gavilán parecería un niño de primera comunión si no fuera por el rostro que acusa la intemperancia de años de castigo, mientras el hijo lo dobla en peso y estatura. Empezó a pelear ya tarde en los cuadriláteros de barrio de Tijuana en 1993, y perdió cuatro peleas de manera consecutiva, dos veces noqueado en el primer round. Dos años después recibió sus primeros contratos en San Diego y otras ciudades fronterizas de Estados Unidos, y perdió cinco veces en fila, tres por nocaut, o por nocaut técnico. Pero lo seguían contratando. Un hombre decente, esforzado y sin vicios, siempre tiene algún lugar en ese negocio, según el criterio de Rosendo. Por lo regular recibía 2.000 dólares por cada compromiso, que se veían sustancialmente mermados tras el descuento de comisiones e impuestos. Con una bolsa tan reducida no era posible que Gavilán contara con un representante para arreglar sus peleas, y lo hacía él mismo. Petrocelli lo acompañaba cuando la contienda iba a celebrarse en San Diego o en algún sitio cercano, pero cuando había que montarse a un avión, o a un tren, no había para pagar el boleto adicional, ni los días de hotel, de modo que subía al ring con un asistente ocasional, contratado allí mismo. En medio de las estrecheces, Gavilán prefería pagar los gastos de viaje de su hijo a los del entrenador. “Empecé a acompañarlo desde los doce años”, dice Rosendo. “Al principio se me ponía el alma encogida sentado allí en el ringside pensando que iban a causarle algún daño severo, que fueran a dejarlo sordo o ciego, y más bien cerraba los ojos al no más sonar la campana, el golpe de los guantes más fuerte que el griterío en mis orejas, y solamente los abría cuando sonaba otra vez la campana anunciando que el round había terminado y yo me consolaba entonces con ver que había vuelto a su esquina por sus propios pies, y ya sentado en el banquito, mientras le quitaban el protector bucal y lo rociaban con agua, nunca dejaba él de buscarme con la mirada, y me sonreía para darme confianza, aunque tuviera la boca hinchada.

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Ya más grandecito entendí que debía quitarme ese miedo que de alguna manera nos separaba, que debía estar siempre con él, con los ojos bien abiertos, aún para verlo caer de rodillas sobre la lona, la mano del referee marcando de manera implacable el conteo de diez sobre su cabeza, como si fuera a decapitarlo. Y aprendiendo a soportar yo los golpes que él recibía, me entró la afición por el boxeo como deporte, y así también teníamos mucho de que hablar durante los viajes, los récords y las hazañas de los campeones universales, quien había noqueado a quién en que año y dónde, la vez que Rocky Marciano había llorado frente a su ídolo Joe Luis en el hospital adonde lo había mandado tras demolerlo en ocho asaltos, quitándole el cinturón de todos los pesos”. De modo que cuando Amado Gavilán subió al ring en el Staple Center la tarde del 28 de mayo del año 2005, su hijo Rosendo ocupaba un asiento de ringside, con el compromiso de desocuparlo cuando fuera a comenzar la pelea estelar porque el coliseo estaba totalmente vendido, aunque a esas horas la inmensa mayoría de las localidades lucieran vacías. Rosendo también explica cómo surgió el contrato para esa pelea del Staple Center contra Arcadio Evangelista. En el último año y medio la fortuna de su padre pareció haber dado un modesto vuelco, empezando con la victoria contra Freddy “el Ñato” Moreno en el Paso, Texas, en noviembre de 2005, que se decidió por mayoría de una tarjeta de los jueces. Luego le ganó por nocaut técnico en el tercer round a Marvin “El Martillo” Posadas en Yuma, perdió apretadamente contra Orlando “El Huracán” Revueltas en Amarillo, empató con Mauro “La Bestia” Aguilar en San Antonio, y perdió por decisión contra Fabián “El Vengador” Padilla en Tucson, un boxeador que ganaría luego la corona de la FMB de los pesos ligeros. Evangelista, de 24 años, y con un récord impecable de 16-0, se hallaba previsto para disputar la corona de la WBC en la categoría minimosca en septiembre de ese mismo año al mexicano Eric Ortiz, y necesitaba una pelea de afinamiento. Primero pensaron en Alejandro Moreno, otro mexicano, pero Evangelista lo había derrotado fácilmente hacía dos años, y querían un mejor rival. Entonces el arreglador de

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peleas de la empresa Top Rank Inc, Brad Goodman, pensó en Gavilán, que se había convertido en un oponente creíble. Fuera de la mejoría mostrada en sus números entrenaba rigurosamente, mantenía su peso con disciplina, y, ya se sabe, no probaba licor. Además, encontrar un buen candidato en una división escasamente poblada no es tarea fácil. Era la primera vez en su vida que Gavilán aparecía en el Staple Center, todo un premio en sí mismo. Además, iba a recibir una bolsa de cuatro mil dólares, el doble de lo que había ganado siempre, más el hospedaje en un hotel de cuatro estrellas y los boletos de tren desde San Diego. Desde que firmó el contrato se desveló pensando en lo que haría con aquellos cuatro mil dólares. “Una de las opciones era comprar un coche usado”, dice Rosendo. Faltaba, sin embargo, la aprobación de la Comisión de Atletismo de California, y Rosendo cuenta cómo se dio aquello. “Dean Lohuis, director ejecutivo de la Comisión, tiene una experiencia de más de dos décadas en evaluar contendientes, y mantiene los datos de todos los boxeadores apuntados de su propia mano en unas tarjetas que guarda en una caja de zapatos. Ése es su archivo, que él afirma no cambiaría por ninguna computadora. Echó un vistazo a las tarjetas de Gavilán y de Evangelista, y resolvió que se trataba de una pelea justa”. Su método consiste en marcar con una letra mayúscula la tarjeta de cada boxeador, de la A a la E, y no autoriza ninguna pelea si uno de los contendientes aventaja al otro por más de dos letras. Un A no puede enfrentar a un D, porque el de la D no tiene ningún chance, y simplemente lo están utilizando. Para su calificación toma en cuenta cuántas veces un boxeador ha sido noqueado, o cuántas veces ha noqueado, si ha tenido cortaduras serias o cualquier otro daño grave. De acuerdo al sistema de Lohuis, Evangelista era una B, y Contreras una C, y aprobó la pelea sin pensarlo dos veces. Amado Gavilán hizo el viaje en tren en compañía de su hijo un día antes de la pelea. Esa vez la Top Rank hubiera pagado los gastos de Petrocelli pero, fumador empedernido, se lo estaba comiendo vivo un enfisema pulmonar que lo obligaba a recurrir constantemente a la mascarilla de oxígeno. Cuando bajaron al mediodía en Union Station no había

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ningún representante de la Top Rank esperando por ellos, de modo que tomaron un taxi para dirigirse al hotel que les había sido asignado, el Ramada en De Soto Avenue. Una hora después estaba fijada la sesión de pesaje, y Gavilán dio en la balanza 106 libras, mientras que Evangelista ajustó las 108. Luego vino el examen neurológico. Este examen toma media hora, durante la cual el boxeador debe responder preguntas sencillas: ¿quién eres? ¿de dónde eres?; rendir una prueba de aritmética básica, y pasar otra prueba de memoria, muy sencilla también, que consiste en recordar los nombres de tres objetos diferentes que le han sido mostrados minutos atrás. También el neurólogo comprueba sus reflejos de piernas y brazos, y el movimiento de sus ojos. Si no encuentra nada anormal, lo que hace es certificar que el boxeador está en condiciones de llevar adelante una pelea de manera razonable. Pero no hay manera de detectar un potencial derrame subdural o epidural por efecto acumulativo a través de los años, porque un contendiente buscará siempre golpear al otro en la cabeza, y provocarle una contusión. Estos derrames son los causantes de muchos daños irreversibles, capaces de disminuir, o anular, las facultades mentales y de locomoción, lo mismo que otras de carácter fisiológico, incluida la contención del esfínter y de las vías urinarias. Ningún test puede hacerlo, y es un asunto que entra ya en el campo de la fatalidad. Al día siguiente, 28 de mayo, padre e hijo se presentaron en el Staple Center a las dos y media de la tarde, Amado Gavilán cargando un maletín nuevo donde llevaba sus pertenencias, la calzoneta negra listada de rojo en los costados, los zapatos, y la bata de seda azul con su nombre estampado a la espalda que lo acompañaba en todas las peleas, antiguo regalo de la cerveza Tecate. Las inmensas playas de estacionamiento se hallaban todavía desiertas, y apenas empezaban los vendedores callejeros a armar los tenderetes donde ofrecerían banderas mexicanas, estandartes y estampas de la Virgen de Guadalupe, y suvenires de Chávez, tazas, vasos, banderines y camisetas con su imagen. Tampoco estaban todavía los porteros y acomodadores, y necesitaron pasar muchos trabajos para que

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alguien les indicara la puerta de ingreso a los camerinos, donde Gavilán tuvo que identificarse delante de un guardia que hizo consultas por un teléfono interno antes de dejarlos pasar. Sólo rato más tarde se presentaron los asistentes profesionales provistos por la Top Rank, que iniciaron con toda lentitud su trabajo de vendaje de las manos. Dos horas después llegó para Gavilán el turno de su pelea frente a un auditorio casi por completo vacío. Los dos boxeadores se acercaron al centro del ring desde sus esquinas, y Rosendo vio una vez más como su padre escuchaba la letanía de reglas recitada en inglés por el referee, asintiendo en cada momento, con sumisión entusiasta, a pesar de desconocer el idioma. Entonces sonó la campana electrónica, mientras desde las tribunas llegaban ecos de voces desperdigadas, y para Rosendo fue como contemplar una vieja película. No esperaba ni sorpresas, ni emociones, y todo terminaría otra vez en las cuentas rutinarias de las tarjetas de los jueces. “Mi padre conocía el arte de fintear, pero siempre había tenido el problema de la falta de imaginación en sus golpes, que el oponente podía prever, porque nunca tuvo sentido de la aventura, muy adherido siempre al manual. Se movía bien, con agilidad, pero eso no sirve de nada si no hay pegada certera”, afirma. Así se fueron cumpliendo cinco rounds, sin pena ni gloria. Nada sucedió en el ring que atrajera la atención de la rala concurrencia. Los técnicos de la televisión chequeaban los audífonos y la posición de las cámaras, y sólo usaban a los dos boxeadores que se movían en el ring como maniquíes para las pruebas de imagen de lo que sería la trasmisión pay-per-view de la pelea estelar entre Chávez y Robinson. Ben Gittelsohn, el manager de Evangelista, sentado al lado de Rosendo, estaba disgustado con la actuación de su pupilo, y así lo expresaba sin cuidarse de que lo estuvieran oyendo, y sin saber quién era Rosendo. Decía que a Evangelista le faltaba el instinto del que sale de su esquina a destruir cada vez que suena la campana, y que si tuviera ese instinto ya hacía ratos habría liquidado a aquel mexicano achacoso. Sin embargo, Lohuis, el presidente de la Comisión, sentado también en el ringside, escribió en una

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de aquellas tarjetas que iban a dar a su caja de zapatos la palabra “competitiva” para describir la pelea, como Rosendo pudo verlo con el rabillo del ojo. Era ya una ganancia, pues una pelea pareja abría la posibilidad de más contratos arriba de los dos mil dólares en el futuro . Los colores grises empezaron a cambiar sin embargo en el quinto asalto, cuando Evangelista logró varios uppercuts efectivos que hicieron tambalear a Gavilán. “Había abierto demasiado la defensa, y había dejado de moverse con agilidad para capear los golpes que iban a dar en su mayoría a la cabeza. No me gustaba lo que Gittelsohn estaba diciendo acerca de la vejez de mi padre, pero era la verdad, la edad no perdona, y después de cinco rounds, la fatiga se vuelve un fardo para quien ha atravesado la guardarraya de los cuarenta”, dice Rosendo. Cuando terminó el quinto round, y Gavilán fue a sentarse en el banquito de su esquina, Rosendo pudo ver que tenía la boca lacerada y unos hilos de sangre le bajaban por los orificios de la nariz. Le volvieron a meter el protector en la boca, lo rociaron con agua, le restañaron la sangre, y cuando se levantó para empezar el sexto round, todo parecía de nuevo en orden como para que el combate siguiera mereciendo la calificación de competitivo. Sólo faltaban tres rounds. Gavilán iba a perder en las tarjetas sostenido sobre sus piernas. Pero un minuto después de iniciada la acción, Gavilán le dio de manera sorpresiva la espalda a Evangelista para regresar a su esquina, indicando al referee por señas de los brazos que abandonaba la pelea. El filipino, sorprendido por la repentina capitulación de su contrincante, retrocedió, bajo la suposición de que lo había golpeado muy fuerte en la nariz y por eso se le hacía difícil respirar, según explicó luego. Rosendo se acercó al entarimado, y oyó a su padre quejarse de que le dolía mucho la cabeza. Uno de los asistentes se lo tradujo al doctor Paul Wallace, el médico de guardia en el ringside, quien le examinó las pupilas con una lamparilla de mano. Le pidió que respirara hondo, y ordenó que le pusieran una bolsa de hielo en la frente. Gavilán se quedó sentado en el banquito por unos minutos, y mientras tanto podía oírse a Gittelsohn diciéndole a voz en cuello a Evangelista: “la próxima vez tienes que mantenerte lanzando

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golpes hasta que el referee venga a detenerte, tuviste que haberlo acorralado aunque te diera la espalda, esto no es ningún paseo”. Luego, mientras Evangelista estaba ya recibiendo las felicitaciones de sus ayudantes y algunos aplausos dispersos del público, Gavilán se puso de pie, y tambaleante, abrió las cuerdas para bajar del ring, sin acordarse de reclamar su bata azul. Rosendo lo recibió en el piso. “Siento que voy a desmayarme”, le dijo. Lo ayudó a caminar de regreso al camerino, pero apenas había dado unos pasos cuando se dobló de rodillas, presa de severas convulsiones como si tuviera un ataque de epilepsia. El doctor Wallace preparó una inyección y reclamó la camilla, y antes de que se presentaran los paramédicos, las convulsiones habían cesado. Ya no regresó al camerino, y fue llevado directamente al Centro de Traumatología del California Hospital Medical Center, no lejos de allí. Bajo las reglas de la Comisión, ninguna pelea puede tener lugar sin la disponibilidad de una ambulancia y su tripulación de paramédicos; cuando el anunciador Barry LeBrock informó a la concurrencia que por esa razón habría un retraso de la siguiente pelea, se escucharon abucheos desde las tribunas donde se desplegaban ya algunas banderas mexicanas, y desde los pasillos donde los fans de Chávez entraban llevando sombreros de charro en la cabeza. Un examen preliminar por resonancia magnética reveló que se estaba formando un coágulo sanguíneo en la corteza del cerebro, y Gavilán fue trasladado de inmediato al quirófano para una operación que duró tres horas y media. Luego fue puesto en coma artificial en la unidad de cuidados intensivos para reducir los movimientos corporales y permitir que rebajara la inflamación cerebral, y quedó conectado a un ventilador. Evangelista se presentó esa misma noche al hospital, con un ramo de flores envueltas en celofán. “Se me ha pasmado la alegría de la victoria”, le dijo a Rosendo, “toda mi familia en Filipinas está rezando por él”. Unos tíos de Gavilán que viven en Compton ni siquiera se habían enterado de que se hallaba en la ciudad hasta que no vieron las noticias de la noche en la televisión, y también se presentaron al hospital.

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En los días siguientes se recibieron mensajes de aliento para el paciente, entre ellos uno del presidente de México, Vicente Fox. A Rosendo le tocó responder la llamada del asistente presidencial. “De pronto mi padre existía”, dice Rosendo, “había salido del anonimato por aquella puerta falsa”. Después de ser dado de alta, volvió a Tijuana a su casa de la calle Natividad en Vista Encantada. Meses más tarde, el 10 de septiembre del año 2005, Arcadio Evangelista arrebató la corona de la WBC a Eric Ortiz en el primer round del combate estelar celebrado en el Staple Center, mandándolo a la lona con un demoledor derechazo a la barbilla que le hizo saltar el protector fuera de la boca. Antes del choque protocolario de guantes, al presentar a los boxeadores, el anunciador LeBrock había dado a conocer que Evangelista dedicaba la pelea a Amado Gavilán, “el caballero del ring”, su invitado especial de esa noche, quien se hallaba sentado en el ringside al lado de su hijo. Ofrecía el mismo aspecto infantil de siempre, menudo y fibroso, y llevaba una gorra de jockey, porque aún no le crecía lo suficiente el pelo que le habían rapado para la operación, una camisa blanca manga larga en la que estaban marcados los dobleces del empaque, y una corbata de tejido acrílico con el mapa del estado de California. Rosendo lo ayudó a ponerse de pie cuando mencionaron su nombre, pero tuvo que apresurarse en detenerlo porque empezó a andar por el pasillo a paso lerdo, como si le pesaran los zapatos deportivos que llevaba puestos, el trasero abultado por el pañal que usaba debido a la incontinencia urinaria, la mirada vacía y sin saber adonde iba.

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§ SERGIO RAMÍREZ. Nació en Masatepe, Nicaragua, en 1942. Es parte de la generación de escritores latinoamericanos que surgió después del boom, y tras un largo exilio voluntario en Costa Rica y Alemania abandonó por un tiempo su carrera literaria para incorporase a la revolución sandinista que derrocó a la dictadura del último Somoza, hecho que lo hizo aceptar la vicepresidencia de su país en 1984. Sus relatos, novelas, ensayos y memorias abarcan títulos como Cuentos completos, Castigo divino, Mentiras verdaderas,Un baile de máscaras, Catalina y Catalina, El reino animal, Sombras nada más, Adiós muchachos, Margarita, está linda la mar, Tambor olvidado y El cielo llora por mí, entre muchos otros. Ha sido galardonado con el Premio Dashiel Hammet en España, el Premio Laure Bataillon a la mejor novela extranjera aparecida en Francia en 1998, el Premio Latinoamericano de novela José María Arguedas en Cuba y el Premio Internacional Alfaguara de Novela.


Poetry

Lucia Perillo

Not housewives, not widows Bad luck to enter the houses of old women, a commandment broken when I entered their stone cottage, two streets over, covered in vines that twirled around a rusted swing set though they had no child. That they were witches: a logical conclusion, given that they wore the clothes of men, their wool caps covering their secret hair, their house so wrapped in green it was continuous with the woods and its nettles and the nickel in my pocket, which they paid for bee-balm I tore out of their yard and sold back to them, the dirt-wads dangling. “Don’t let the birds out,” they said while I slipped into the room with its stone walls, the backdrop for a wounded jay who lived in a tin tub rattling with seeds. Birdfeed, newspapers, feathers, guano—I saw one substance splattering into the next in the life undivided, windows open, birds flying in and out. They worked their conjurations by feeding chopped meat through a dropper, and wiped their hands onto their jeans so you could see their long black fingers streaking up the whole length of their thighs.

río grande review poetry Perillo


Juan Gelman

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Entre tantos oficios ejerzo éste que no es mío, como un amo implacable me obliga a trabajar de día, de noche, con dolor, con amor, bajo la lluvia, en la catástrofe, cuando se abren los brazos de la ternura o del alma, cuando la enfermedad hunde las manos. A este oficio me obligan los dolores ajenos, las lágrimas, los pañuelos saludadores, las promesas en medio del otoño o del fuego, los besos del encuentro, los besos del adiós, todo me obliga a trabajar con las palabras, con la sangre. Nunca fui el dueño de mis cenizas, mis versos, rostros oscuros los escriben como tirar contra la muerte.

Arte poética


John Davis

Dumb things

You don’t. You don’t. You don’t grope the nurse who’s helping your wife with the birth of your son, but a man in Bountiful, Utah thought there was bounty to be had, so he squeezed the cheeks and bell-shaped breasts of the maternity nurse only to be handcuffed, arrested for groping. He missed the birth and did not cut the cord. Such dumb things—either gender—shaving your bikini line while driving a Ford Thunderbird and ramming into a Mazda making a left turn, or burglarizing a house when you’re naked, cooking scrambled eggs and bacon, showering, combing your hair before fleeing, all caught on security video. You will do dumb things and do them with enthusiasm. Maybe you will be arrested Halloween night while wearing a breathalyzer suit, your blood-alcohol twice the legal limit. And thrown into the drunk tank, you will be beaten by an inmate with his prosthetic arm.

río grande review poetry Davis


Lidia Díaz

Los poetas 41

todo el tiempo las palabras copulan a mi espalda camufladas de silencio se sientan a mi mesa para que yo las pinte quizá para que algo sea dicho haya algo imposible de decir así piensan los poetas con esa fragilidad que les da la ternura la noche se ilusiona tanteando el verbo a veces tiene miedo de perder su nombre de tanto ser nombrada la cuestión es sabe dónde hallarla descubrirle el escondite cuando empieza a amanecer y cegarla de luz así puede oir el rumor de nuestros versos tal vez por eso porque sabe burlarnos los poetas todavía buscan ese algo imposible de decir Los poetas


Ryan Sharp

The faithful son

Meanwhile, the older son was in the field. When he came near the house, he heard music and dancing. So he called one of the servants and asked him what was going on. ‘Your brother has come,’ he replied, ‘and your father has killed the fattened calf because he has him back safe and sound.’ – Luke 15:25-27

Oh to be prodigal. To be so dreadfully lost that no one could find me: a sheep or a rolling coin. To take the gold and funnel it down my gullet. I would have let its excess sluice through my beard. I would have ravaged the world like a screaming woman, burned the candle down and let its hot wax run where it may, and I would not have cared. I would have shaken the tree for all it was worth and never have stopped to plant a seed. But I was faithful. I fathered my sons. I tended the flock and turned over the fields. And as you, Father, ran out to that staggering deviant, robe synched thigh high and flailing, I knew Cain. I felt his bones trembling in my tired shoulders. Where is my fatted calf? Give me your ring! I demand your favor! Give me your face in my two filthy hands!

río grande review poetry Sharp


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Lucia Perillo. Grew up in the suburbs of New York City in the 1960s. She graduated from McGill University in Montreal in 1979 with a major in wildlife management and subsequently worked for the US Fish and Wildlife Service. She completed her MA in English at Syracuse University while working seasonally at Mount Rainer National Park, and moved to Olympia in 1987, where she taught at Saint Martin’s College. For most of the 1990s Perillo taught in the creative writing program at Southern Illinois University. She currently resides in Olympia with her husband and their dog. JUAN GELMAN. Es un poeta y periodista argentino nacido en Buenos Aires en 1930. Para muchos es el poeta vivo más importante de su país. En 1955 fue fundador del grupo literario El pan duro, integrado por jóvenes militantes comunistas que proponían una poesía comprometida y popular, y 12 años después formó parte de las Fuerzas Armadas Revolucionarias para combatir la dictadura militar de su país. Su vasta obra ha recibido varios premios entre los que sobresalen el Boris Vian, el Nacional de Poesía argentino, el de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo, el Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda, el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana y el Premio Cervantes, el más prestigioso de la literatura en español. Decir que para la Río Grande Review es un honor publicar algunos de sus versos es un acto de manifiesta redundancia. John Davis. Is the author of a full collection, Gigs and a chapbook, The Reservist. His work has appeared or is forthcoming in The North American Review, Passages North, Poetry Northwest, Red Rock Review and Sycamore Review. He lives on an island west of Seattle, teaches high school and performs in rock and roll bands. Lidia Díaz. Nació en Argentina y actualmente es profesora de Lengua y Literatura en el Departamento de Lenguas Modernas de la Universidad de Texas en Brownsville. Sus poemas han sido premiados en diversos certámenes regionales, nacionales e internacionales y publicados en numerosas antologías. Ryan Sharp. Lives in Portland, OR with his beautiful wife and son. He is an MFA candidate at Pacific University and teaches English at a charter high school. His work has appeared or is forthcoming in The Pedestal, Magma (UK), dirtcakes, M Review,and Sleet.


Bicentenario Alejandro PĂŠrez Cervantes


Non-Fiction

Todo está en todo Diálogo de Sergio Pitol con Carlos Monsiváis

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Sergio Pitol: Apenas me encuentras, Carlos, porque voy a salir a España, Madrid, Barcelona y Valencia a presentar dos libros, uno nuevo, El mago de Viena, publicado por Pre-Textos, y otro de cuentos, una antología, por Anagrama; tengo poco tiempo y estoy muy nervioso. Me cuesta mucho esfuerzo articular el lenguaje. ¿Qué me quieres preguntar? ¿De Cervantes? Los dos últimos años casi no he leído más que a él. Carlos Monsiváis: En los años recientes, en Argentina desde luego, y en el resto de América Latina, citar a Borges es una obligación de lector y también, incluso, de articulistas deseosos de revestirse de sabiduría instantánea. Sin necesidad de encuestas, Borges es el escritor más citado (no más leído, por si la obviedad funciona) en América Latina. Pero hay autores que, además de sus frases definitivas, le agradecen a Borges su don de síntesis, la prosa clásica y las interminables lecciones de inteligencia. Tú eres uno de ellos. s. p.: Sí, lo cito a cada rato y por todas partes. Cuando me estanco en un texto y no logro continuarlo se me viene a la mente una frase de Borges y cierro el párrafo con una dignidad y elegancia que levanta el ensayo entero. Yo descubrí en 1952 a Borges en un suplemento cultural, donde se publicó La casa de Asterión. Creo que el mayor descubrimiento de una prosa fue ése. Parecía otro idioma. Nunca había conocido tal maravilla. ¿Te acuerdas que en los años cincuenta llegaba a las librerías la revista Sur, donde escribía frecuentemente Borges? Compraba la revista casi sólo por leer sus cuentos, sus reseñas de cine y sus ensayos. En Todo está en todo


México sólo tenía un puñado de lectores. La revista Sur me acercó a la literatura argentina casi más que a la mexicana. Ahora si abro algunas novelas de entonces me asombro de qué malos eran, qué solemnes, qué huecos. Sólo logro admirar a Güiraldes, W. H. Hudson, los ensayos y las novelas cortas de Bianco, los cuentos de Silvina Ocampo, y una o dos de las novelas de Bioy Casares, sobre todo La aventura de un fotógrafo en La Plata. Hace unos años estuve en Buenos Aires y coincidí con la salida de sus Memorias. Un libro grande, escrito con soberbia para no decir nada más que estupideces. En cambio Borges está extraordinariamente vivo. Es ya un clásico. Los jóvenes lo leen con asombro. Borges es por sí mismo un Universo. c. m.: Para nuestra generación, anterior a las ventajas y devastaciones del Mercado, el mexicano Alfonso Reyes, el poeta, el humanista, el ensayista, el traductor, fue la oportunidad de tomar como modelo la vocación perfecta. Borges lo exalta: “Reyes, la indescifrable providencia / que administra lo pródigo y lo parco. / Nos dio a los unos el sector o el arco, / pero a ti la total circunferencia.” Hoy suele vérsele como un es todavía Reyes nuestro contemporáneo? s. p.: Para nuestra generación, como antes para los Contemporáneos a principios de los treinta, Reyes fue el que nos libera de un nacionalismo cerrado, y es nuestro maestro. En una época de ventanas y puertas cerradas él nos incitaba a emprender todos los viajes; el mundo helénico, la literatura española medieval, la de los Siglos de Oro, Sterne, Mallarmé, Borges, Francisco Delicado, la novela policial, muchos más. Su prosa es espléndida, es el maestro de la levedad. Entre sus primeros cuentos, los de España, hay algunos excelentes. Hoy se lee poco en México; es más, podría decir que Reyes por ahora no es nuestro contemporáneo. La sociedad mexicana es diferente de la que era hace cuarenta o cincuenta años. Los grupos literarios también. No sé qué escritores del pasado reverencian los jóvenes, cuáles estimulen sus trabajos... Por cierto, al grupo de la revista Contemporáneos (José Gorostiza, Carlos Pellicer, Xavier Villaurrutia, Salvador Novo, Jorge Cuesta, Gilberto Owen) se le desconoce casi por entero fuera de México y esto es una gran injusticia.

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c. m.: Entre otros textos, El mago de Viena contiene la síntesis de la novela del mismo título, que narra la conspiración delincuencial que localiza herederas amnésicas y las pone a la disposición de gigolós internacionales, de nacionalidad estrictamente priápica. Y, sin embargo, esta novela dentro del libro es sólo una sinopsis. Me gustaría leer la novela en su jubilosa integridad, y debo resignarme a enterarme de fragmentos o rumores. ¿Por qué esa invención de tramas tan delirantes que al quedarse en bosquejo frustran al lector? s. p.: El mago de Viena iba a ser un conjunto de artículos, de prólogos y textos de conferencias. Pero al ordenarlos en un índice me pareció muy fastidioso. Comencé a retocarlos, buscar una estructura narrativa, hacer de esos materiales algo como una novela o una narración autobiográfica, con un tono celebratorio y levemente extravagante. Mis viajes, mis lecturas, mi escritura, mis amigos y aun personas que conozco casualmente se me convierten en personajes. Y anunciar una novela es también, y con humildad, un ejercicio borgiano. c. m.: Nadie como Pitol –que pone a Bajtín a investigar la desaparición de Agatha Christie– en la tarea de desenmascarar a sus personajes. Recuerdo ahora lo que me refirió Margo Glantz de un viaje que hicieron a Cadaqués: Sergio la convenció de que dos dulces viejecitas que administraban un hotel eran una pareja de monjas húngaras que habían huido del convento por el temor a amanecer un día convertidas en santas. Y en ese mismo viaje Pitol concluyó del trajín de los meseros de un restaurante decadente su pertenencia a una organización secreta que a la medianoche le rendía homenajes poéticos a la comida indigerible, la que le preparaban a los clientes ya tan perdidamente adictos que se quedaban a vivir en Cadaqués para siempre. Evocado lo anterior, pregunto: ¿qué son para ti los excéntricos? s. p.: En mis libros abundan los excéntricos, quizás en demasía, pero es natural. Recuerda, Carlos, nuestra adolescencia y verás que nos movimos entre ellos. Nuestro amigo Luis Prieto, el rey de los excéntricos, nos condujo a ese mundo. Hablábamos un lenguaje que poca gente entendía. Y en mis largos años en Europa, sobre todo en Polonia y la Unión Soviética, mi mundo era ése. Las dictaduras y la opresión los producían; ser raro era un camino a la libertad. La Inglaterra

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e Irlanda victorianas produjeron un ejército de ellos; quizás por eso tienen una literatura espléndida, Sterne, Swift, Wilde y sus sucesores. Cuando viví en Barcelona, a final de los sesenta y los setenta, me movía en círculos literarios que rozaban la excentricidad, el juego, el reto individual; ahora cuando los veo son otros, normales, almidonados, convencionales, salvo Cristina Fernández Cubas y Enrique VilaMatas. En Madrid, Álvaro Pombo es un excéntrico genial. c. m.: ¿Hasta qué grado la mezcla de ensayo y narración en tus textos es una aproximación a la idea de la novela como un género habitado por los personajes que ocurren al lado de los Cuatro Jinetes de tu Apocalipsis: la solemnidad, el decoro de venera académica y cubículo, el respeto al respeto y la vanguardia a como dé lugar? s. p.: La novela es un género que acepta todo. En el Quijote hay discursos de diversas clases. Uno, el de Las letras y las armas, otro las lecciones del Quijote a Sancho Panza antes de salir a gobernar la Ínsula Barataria son teoría del Estado, y también el discurso a los cabreros sobre un mundo desaparecido de felicidad, arrasado por los intereses mezquinos del poder y del dinero, es una versión de La Ciudad del Sol de Campanella, la utopía más importante del Renacimiento. En el siglo xx, La montaña mágica y, sobre todo, el Doctor Fausto de Thomas Mann, y Los sonámbulos de Hermann Broch, son novelas prodigiosas en las que el ensayo interviene en su estructura de forma espectacular. Pero es raro que un ensayista al escribir un texto incorpore elementos narrativos, con tramas y personajes novelescos. Puede haberlos, pero yo no recuerdo más que a Magris y Sebald. Como mis ensayos eran bastante aburridos y tristones, comencé a interpolar una que otra pequeña trama, un sueño, unos juegos y varios personajes. c. m.: ¿Qué significa hoy para ti el cuento, un género apreciado por los lectores y minimizado por la crítica? s. p.: Me inicié con el cuento y durante quince años seguí escribiéndolos. En el cuento hice mi aprendizaje. Tardé mucho en sentirme seguro. En los cuatro relatos que están en mi libro Vals de Mefisto la narración y el ensayo se reúnen, aún leve pero firmemente. En estos días Anagrama publica mis mejores cuentos.

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c. m.: Hablas de autores muertos y uno de ellos es Giovanni Papini. ¿Eso habla de la necesidad de un Museo de las Sensibilidades Fechadas, en donde habría víctimas para Papini, Axel Munthe, para ni hablar de José María Pemán, Gabriel y Galán, etcétera? A propósito de esos autores de mausoleos que la alegría del olvido preserva, en El mago de Viena te refieres así a una de las glorias de la cultura de México, don Jaime Torres Bodet, cuatro veces secretario de Estado, director de la unesco, sinónimo del prestigio multicondecorado, etcétera: “Si alguien me conminara hoy en día, pistola en mano, a releer (la novela) Proserpina rescatada de Torres Bodet, probablemente preferiría caer abatido por las balas que sumergirme en aquel mar de estulticia.” ¿Qué piensas de esos comentarios del arrobo que fueron en su día homenajes sucesivos? s. p.: La relación de un escritor con la sociedad puede ser conflictiva por cuestiones morales, políticas, familiares. Pero en eso hay casos casi inexplicables. Papini en los años veinte y treinta del siglo pasado era leído inmensamente en todas partes. Su fama era universal. Borges lo admiró hasta su muerte. Al final de la Segunda Guerra, a su muerte, declinó su fama. En Italia nadie lo lee, ni se publica en ninguna parte. Blasco Ibáñez fue famosísimo universalmente; así pasó con Axel Munthe, Aldous Huxley, Pearl S. Buck, que fue premio Nobel, el mexicano José Rubén Romero, que fue traducido a varias lenguas, Eduardo Mallea, Ciro Alegría y muchos otros más. En cambio hay un renacimiento de algunas novelas latinoamericanas del xix. c. m.: A propósito de una convicción que compartimos (la máscara es el espejo del alma), recuerdo un viaje que hicimos a San Cristóbal de las Casas, Chiapas, en febrero de 1994, cuando los diálogos de paz entre el gobierno y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Había agentes policiacos cerca de la catedral, cinturones de seguridad de la sociedad civil, periodistas que se entrevistaban unos a otros, curiosos que recorrían los cafés y hacían recordar la fábula chestertoniana de El hombre que fue jueves. La situación en San Cristóbal era tensa. En el desayuno en el hotel, advertimos a dos señores con aspecto de ya no soportar la cercanía de su jubilación, que tomaban notas interminablemente. A lo largo del día los vimos sujetos a la grafomanía. Pitol deci-

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dió: “No son agentes policiacos, sino la versión chiapaneca de Bouvard y Pécuchet, los gloriosos personajes de Flaubert, que redactan un diccionario de voces apócrifas.” En la noche, en la cena, los saludó muy amables y aseguró haberlos visto hacía tiempo: «¿No son ustedes los abogados Bouvard y Pécuchet, que tienen un despacho en la avenida Madero?» Los recién titulados, aturdidos, murmuraron su identidad, pero Pitol desdeñó su confesión, y los presentó a un grupo amplio como los abogados que llevaban la defensa de los intereses del rey Carol de Rumania que reclamaba la posesión de San Cristóbal, suya por un convenio con el dictador Porfirio Díaz. Un tradicionalista de la ciudad, no muy versado en fechas, se enfureció y les gritó que se largaran, San Cristóbal no estaba en venta. Los falsos o verdaderos espías negaban todo sin convicción y, vencidos, le dieron la razón a Sergio cuando éste les aseguró que amor era la palabra más apócrifa de todas. En los días siguientes Bouvard y Pécuchet no reclamaron sus nombres originales. Ya por irnos, se reveló la verdad, ese género tan anticlimático. Eran dos antropólogos de Tuxtla Gutiérrez que escribían pequeña causadas por la presencia masiva de extranjeros en ocasión de un acontecimiento. Los escritores europeos de las novelas-río son uno de tus pilares del entendimiento del mundo, porque su punto de partida es muy justo: un gran mérito en la vida es saberse rodear de personajes más que de personas. ¿Qué encuentras hoy comparable al mundo de Dickens, Virginia Woolf o Conrad, Balzac, Pérez Galdós, Tolstói, Victor Hugo, George Eliot, o el de Thomas Mann y Musil? ¿Ya pasó el tiempo de los escritores que demandaban de sus lectores el mayor tiempo disponible? s. p.: Dickens está en un lugar preferente del altar de mis héroes. Probablemente lo leí de niño, en algunas ediciones simplificadas. En sus libros se mueve un ejército de niños parias, niños huérfanos perdidos o abandonados, niños maltratados por padrastros o parientes inhumanos, niños encarcelados, niños obligados por verdugos a llevar una vida criminal, rescatados por unos ancianos o ancianas encantadores, que son por lo común personajes maravillosos, generosos, cargados de rarezas y manías afectuosas. Yo era un niño que a los cuatro años perdió a sus padres, casi siempre enfermo, cuidado por una abuela magnífica, y

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aunque estuviera muy bien tratado, me sentía muy ligado a aquellos niños desesperados creados por Dickens. Ya en la adolescencia leí de nuevo las novelas en las ediciones de Aguilar, la primera que leí hace cincuenta y tantos años fue Grandes esperanzas, y desde entonces no la olvido. ¿Qué existe hoy comparable al mundo de Dickens o Balzac, o de Mann y Musil...? Desde luego, cada época tiene su literatura, y sobre todo la novela, ya que es el género que recoge el aliento de la sociedad y acompaña sus cambios. Los nombres que me das son enormes, no sólo por la extraordinaria factura lingüística, la imaginación e inteligencia, sino también porque han visto el movimiento del mundo, su época, sus derivaciones, los movimientos que mueren y los que se han incorporado: el mundo, la ciencia, las artes, las formas religiosas, los miedos, y eso no por descripciones sino por detalles, elipsis y sugerencias. Para que se pueda decir que los novelistas lleguen a esa altura, los que van a ser los clásicos del presente y el futuro, se necesita la muerte, unos meses, un par de años. Los autores que creo serán permanentes, los que ya están pasando la prueba, me parecen: Andrzej Ku´sniewicz, polaco; Antonio Tabucchi, italiano; E. M. Forster, Ford Madox Ford y John Banville, ingleses; Thomas Bernhard, austriaco; Juan José Saer, Ricardo Piglia y César Aira, argentinos; Roberto Bolaño, chileno; William Faulkner y Saul Bellow, norteamericanos; Julián Gracq, francés, que aunque no se ha muerto tiene más de noventa y cinco años y desde hace varias décadas no escribe. c. m.: Dice Pellicer en uno de sus sonetos: “Del bosque entero harás carpintería.” En El mago de Viena, más que en ningún otro de tus libros, localizo las referencias a tu carpintería, al modo en que observas, memorizas, inventas, borras. ¿Por qué acercar a los lectores a las entrañas de tu trabajo? s. p.: Por lealtad a los textos y los lectores, la carpintería es absolutamente indispensable en mi obra, especialmente en este Mago de Viena. Su escritura es su construcción. Es un libro que nace bajo la sombra de un lema primordial de los alquimistas: “Todo está en todo.” En El mago de Viena todo está en todo, pero en un orden distinto, y los tonos tendrían que estar en una colocación especial para potenciarse y potenciar la unidad.

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§ SERGIO PITOL. Escritor nacido en la ciudad de Puebla en 1933. Cursó sus estudios de Derecho y Filosofía en la Ciudad de México. Es reconocido por su trayectoria intelectual, tanto en el campo de la creación literaria como en el de la difusión de la cultura, especialmente en la preservación y promoción del patrimonio artístico e histórico mexicano en el exterior. Ha vivido perpetuamente en fuga: fue estudiante en Roma, traductor en Pekín y en Barcelona, profesor universitario en Xalapa y en Bristol, y diplomático en Varsovia, Budapest, París, Moscú y Praga. Fue galardonado con el Premio Juan Rulfo en 1999 y el Premio Cervantes en 2005, por el conjunto de su obra. Entre sus múltiples libros se cuentan El desfile del amor, Domar a la divina garza, El arte de la fuga y Autobiografía soterrada, de la cual reproducimos un fragmento. Carlos Monsiváis. Nació en México DF en 1938 y murió en la misma ciudad en 2010. Fue uno de los intelectuales latinoamericanos de mayor prestigio, uno de los investigadores que conoció más a fondo las manifestaciones de la cultura popular y un punto de referencia ineludible en su país. Doctor honoris causa en varias universidades, obtuvo numerosos galardones, desde el Premio Nacional de Periodismo 1978 hasta los Premios Mazatlán y Xavier Villaurrutia. Entre su vasta obra figuran sus crónicas Días de guardar, Escenas de pudor y liviandad, Los rituales del caos y Aires de familia; las fábulas contenidas en Nuevo catecismo para indios remisos y las antologías La poesía mexicana del siglo XX y A ustedes les consta. Antología de la crónica en México.


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0. A los escritores es habitual identificarlos con la impostura: se pasan la vida deseando ser otros, fingiendo dolores u ocultándolos con el fin de gestionarse afectos o cualquier tipo de prebenda. Por ello, inundan sus cuartillas con personajes escindidos, con voces que claman por una señal que les indique la vía hacia un saber más pleno: aquel donde es posible encontrar el doble de sí mismos hecho de palabras o versos. Ser otro es una alta manifestación de la impostura, como comprobó Pessoa. Con todo, siempre será una sutil añagaza. La literatura es artificio, un trabajo de artesanía que requiere un esfuerzo pesado y minucioso si los compromisos apremian y las horas nos caen encima. Supongo que en días así (o por rara pulsión) algunos escogen la salida fácil: tomar el peligroso atajo del hurto y asumirse impostores con la esperanza de no ser descubiertos. Quiero introducir el dossier de este número de Río Grande Review, dedicado a variadas formas de la impostura (como se comprobará en los textos de Matthew Zapruder, Federico Vegas, Günter Wallraff, Piedad Bonnett, Juan Carlos Chirinos, Gregory Pardlo, entre otros), recordando ciertos malos o atrevidos pasos, según se vea, de quienes en alguna oportunidad sucumbieron a la copia indebida o imaginaron falsas historias, pero quedaron expuestos. Una breve excursión por el museo del engaño.

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1. Cuando al aún desconocido novelista Patrick Süskind, asesor literario de una casa editorial suiza, se le encomienda la evaluación de un estudio del francés Alain Corbin sobre esencias agradables y olores nauseabundos, el riguroso árbitro emite fallo negativo por considerar que el libro no resultaría interesante para el público germano. Tiempo después Süskind publica El perfume (1985), su primera novela, la cual se convierte en escandaloso best seller, tanto más porque un ofendido Corbin acude a los tribunales para denunciar que la obra basaba parte de su argumento en pasajes de su reQue inventen los otros


chazado trabajo (cuya edición original francesa, leída por el novelista, es de 1982). Aunque empañan reputaciones, los juicios por plagio casi nunca prosperan porque los acusados suelen disfrutar del halo protector que les brinda el tumultuoso reconocimiento, el cual, es viable suponerlo, genera recelos y envidias en quienes no han tenido la suerte de alcanzar el empíreo. No obstante, la duda se convertirá en un agregado sustancioso al momento de la lectura y acompañará por siempre a la pieza delatada. En español, la minuciosa pesquisa de Corbin se titula El perfume o el miasma. El olfato y el imaginario social. Siglos XVIII y XIX (México, Fondo de Cultura Económica, 1987); en la primera reimpresión del volumen (año 2002) se lee en la contratapa: “El perfume o el miasma es un libro que rebasará el interés suscitado por la novela El perfume seguramente inspirada en los trabajos de Corbin”. 2. En rigor, el plagio literario es una operación fraudulenta perpetrada por quienes se dejan vencer por la haraganería o, ¿cómo puede saberse?, por la falta de talento. Lo cierto es que se trata de un delito intelectual que, hasta donde sé, no causa graves sanciones penales y en muchas ocasiones ni siquiera un fallo de carácter moral. Peor aún: si no se descubre podría resultar una especie de divertimento que sazona, al revelarlo, el talante provocador o festivo del autor que lo practica. Lo común, sin embargo, es que se le tome como una afrenta contra la confianza de los lectores y, sobremanera, contra los colegas de oficio: un ataque a la originalidad, sea ésta lo que sea. Con todo, conviene recordar que la carrera delictuosa del plagio es otra de las consecuencias de la llamada época moderna. Hasta el medioevo calcar autores reconocidos era ejercicio natural y obligatorio en la forja de todo escritor en ciernes. Al finalizar ese lapso, el cambio de los modos productivos feudales hacia mecanismos capitalistas legitimó la idea de lo individual asociado a los procesos artísticos. Así, el plagio se convertiría en una infracción, en una perversa y cómoda forma de allanar celebridad y sustento. En adelante, la escritura se entendió como un campo de cultivo de lo original, en territorio para cristalizar sensaciones únicas.

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El plagio cae, pues, en descrédito. Se agudiza el olfato de los inquisidores por cuanto la operación de descubrimiento de una copia puede acarrear beneficios crematísticos o, al menos, cierta resonancia pública. Son los casos, entre muchos ya legendarios, de Camilo José Cela y Paulo Coelho: al español se le acusa de plagiar la novela de la poco conocida María del Carmen Formoso: Carmen, Carmela, Carmiña (Flourescencia), publicada en 2000; al brasileño de fusilarse –en 2005– un artículo periodístico (El País, Cali, 2003) de la psicóloga colombiana Gloria Hurtado. Otro posible infractor: el catalán Quim Monzó, de quien la página www. plagiosdequimmonzo.com da algunas muestras. Como se ve, no siempre el plagiario logra salir indemne: más allá del estigma y de la irremediable pérdida del decoro, a veces la bolsa sufre desdichas. ¿Vale la pena tanto riesgo? ¿Será pura holgazanería? ¿O la prueba de una necesidad agonística? Tal vez todo sea el reflujo de una tradición.

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3. Antes de su escoramiento hacia la fechoría, el plagio literario no era más que buena y simple imitación. Los antiguos griegos y sus deudores culturales romanos entendían como saludable la práctica de imitar las técnicas de sus autores representativos; de ese modo se lograba mantener, y quizá perfeccionar, las estrategias de escritura sobre la base de las cuales fundaron o reconocieron su idiosincrasia. Lo deleznable, lo punible, y esto hasta cierto punto, eran las falsificaciones. Como ha demostrado Anthony Grafton en Falsarios y críticos (Barcelona, Crítica, 2001), la falsificación contribuyó, por rebote, con el desarrollo del análisis erudito de textos, pero también –a qué negarlo– trajo lamentables consecuencias, como la de atribuir a trabajos espurios un valor social (religioso, histórico, político) que en realidad no tenían. Falsificar constituye, entonces, una actividad distinta al plagio, aunque cercana: el falsificador imita (plagia) el tono, el estilo, los temas de obras importantes para una comunidad (la polis, la nación, el continente), pero haciendo pasar por genuinas las piezas así elaboradas. Quiero decir: quien falsifica pretende introducir en el contexto que desea engañar un supuesto libro hasta ese momento desconocido, el

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documento que indica el cese de confusas hostilidades, la carta que delata a un villano. El descubrimiento impulsa nuevas interpretaciones, cambia la historia. Es probable que la impostura jamás se descubra, o que se denuncie sin ningún efecto por cuanto la memoria es terca y los cambios culturales lentos y, así, se prefiera el olvido. El hecho es que una falsificación tiene mayores posibilidades de sobrevivir; sus costes son bajos para el farsante, pero por lo general muy altos para el mundo. Se me dirá que el plagiario utiliza el mismo ardid: quiere hacernos creer que leemos páginas concebidas por su ingenio y que, por ello, debemos rendirle admiración. Cierto. La diferencia estriba en que el falsario no vende el producto creado con su firma; antes bien, hace aspavientos de descubridor, de mero intermediario entre la obra rescatada del fondo de los tiempos o de un baúl y las academias a las cuales convence de su invaluable esfuerzo. El procedimiento atenúa la sanción: por norma, al falsificador se le considera travieso; al plagiario, malhechor. Acaso por escamotear su autoría el falsario ha corrido mejor suerte. Muchas de las falsificaciones incorporadas en la cultura impactaron tan profundamente nuestro imaginario que todavía disfrutan de cierto prestigio. El ejemplo más vívido tal vez lo constituya el bardo creado por James Macpherson en 1760: Ossian, cuya obra poética se convertiría en una de las mayores influencias del romanticismo europeo. O el título del célebre y apócrifo Necronomicón, grimorio inventado por H. P. Lovecraft (pero nunca escrito por él ni por ninguno de sus asociados) para dar verosimilitud a varios de sus cuentos y que hoy es posible hallar en cualquier librería en al menos cinco versiones. No obstante, otras falsedades bibliográficas devinieron en trágicos argumentos para justificar oscuros prejuicios: Los protocolos de los sabios de Sión (1903) se convirtieron, se sabe, en la prueba escrita de una conspiración mundial de los judíos, motivo suficiente para aprobar, en la Alemania nazi, el exterminio de todo aquel que profesara el culto. Vale transcribir las líneas que Carlo Ginzburg dedica al asunto en El hilo y las huellas (Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2010):

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… la difusión (…) de los Protocolos empezó después de la Revolución de Octubre [1917] (…) La traducción alemana, publicada en 1919, fue saludada por el Times un año después como un documento importante y, por ende, implícitamente, digno de fe. En 1921 Philip Graves, corresponsal del Times en Estambul, escribió tres artículos demostrando que los Protocolos eran una superchería, dado que muchos tramos seguían de cerca fragmentos de un libro [literario] olvidado, aparecido más de medio siglo antes: el Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu, de Maurice Joly. Graves había tenido noticia del nexo que ligaba los dos textos por la intervención de (…) un emigrado ruso (…) Si bien algunas “fuentes” de los Protocolos habían sido señaladas previamente, los artículos de Graves generaron gran escándalo. Sin embargo, la difusión de los Protocolos prosiguió sin interrupciones. El monseñor Jouin, protonotario apostólico que había traducido los Protocolos al francés, comentó: “Poco importa si los Protocolos son auténticos; basta con que sean verdaderos” (…) Cuando en 1934 algunas organizaciones hebraicas de Suiza intentaron un proceso por difamación contra los dirigentes nacionalsocialistas locales, que divulgaban los Protocolos como prueba confesada de un complot judaico mundial, la discusión se enfocó una vez más en los pasajes del Diálogo de Joly, plagiados por los Protocolos. (pp. 285-286)

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Sobra decirlo: de nada valió saber que los Protocolos de los sabios de Sión eran una vulgar artimaña; el corolario de esta falsedad libresca: los campos de Auschwitz, Treblinka, Mauthausen. 4. Una variante de falsificación es la que el físico Alan Sokal introdujo en el sistema de publicaciones académicas norteamericanas al serle aceptado un artículo en la revista Social Text, con el cual, imitando el discurso de ciertos trabajos de los llamados estudios culturales, desenmascaró el confuso discurrir de ciertos profesionales de las humanidades al utilizar en sus papers, de manera incorrecta y sin real conocimiento, categorías o conceptos de las ciencias experi-

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mentales. Lo que comenzó siendo una broma, producto de una legítima preocupación universitaria, se transformaría en un libro polémico e ilustrativo que puso en evidencia la grave debilidad (las falsas conclusiones) de ciertos enfoques interpretativos sobre los más variados temas a los que son afectos los culturalistas. A Sokal lo acompaña en este develamiento el también físico Jean Bricmont. El texto: Imposturas intelectuales (Barcelona, Paidós, 1999). De modo pues que la risa puede ser, ocasionalmente, la respuesta final luego de la lectura de una falsificación. Como ocurre con las rocambolescas estafas del venezolano Rafael Bolívar Coronado, quien preparó antologías de poesías latinoamericanos con versos de su propia cosecha y de autores canónicos, transcribió falsas crónicas de Indias y compiló mendaces trabajos científicos a los que puso el nombre de acreditados investigadores, entre otras poligrafías. 5. Pero el plagio no es, stricto sensu, una falsificación. Quizá, como dije, no sea más que el reflujo, el vestigio de un antiguo ejercicio clásico de calco de la escritura, una areté del artificio compositivo rebajado ahora a un grosero hurto de sintaxis e ideas y por ello penalizado. Tal es su vilipendio que hace rato se convirtió en tema novelesco. En Obabakoak (1988), pongamos por caso, Bernardo Atxaga incluye un “Método para plagiar”, el cual deviene proclama en favor de la intertextualidad. No obstante, la resolución natural de las historias que usan el argumento es el castigo del usurpador, como se materializa en Un asesinato literario (Madrid, Siruela, 1999), de Batya Gur, o la tortuosa condena del falsario que inventa a un poeta y su obra y es fusilado, a su vez, por un loco que asume la identidad de ese juglar, en principio inexistente. Esta pesadilla cristaliza en Mi vida de farsante (Barcelona, Random House Mondadori, 2005), de Peter Carey. Como es sabido, ya mucho antes Borges había propuesto un deslizamiento hermenéutico de la tentación copista en “Pierre Menard, autor de Quijote” (1941). Allí, lo que podría considerarse un burdo calco de la obra de Cervantes se convierte, por la magia de la distancia histórica que separa a Menard –un hombre del siglo XX– del libro de 1605/1615 donde

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se narran las aventuras de don Alonso Quijano, en una ardua operación reconstructiva de una lengua y un estilo, de un pasado cultural interpretado desde el cercano presente. En este sentido, el plagio adquiere matices inéditos, se proyecta hasta límites porosos, tensa el arco de su especie. 6. Escribe Jonathan Lethen en Contra la originalidad (México, Tumbona Ediciones, 2009): “Cualquier texto está hilvanado por entero con citas, referencias, ecos y lenguajes culturales que lo atraviesan de ida y vuelta en una inmensa estereofonía” (p. 47). El ensayo, una apasionada defensa del plagio y de las influencias, puede tomarse como un manifiesto que reconoce la inevitable mezcla discursiva, simbólica e imaginaria a la que está sometido todo escritor. Así pues, resulta imposible exigir originalidad cuando toda la información que recibimos se halla trufada con pedazos impuros, digamos, de segmentos digeridos o recreados por otros: los cientos o miles de páginas de autores que en el mundo han sido. Por añadidura, el aprendizaje literario de un narrador o poeta de este incipiente siglo XXI no puede sustraerse, es obvio, a los influjos de sus mayores y, menos todavía, ocultar ese beneficio. El fatuo anhelo por construir una obra original se tropieza, sin superarlo, con este obstáculo: “todas las ideas son de segunda mano, tomadas consciente o inconscientemente de millones de fuentes externas, y usadas a diario por el recolector con el orgullo y la satisfacción que nace de la falsa creencia según la cual fue él quien las originó” (p. 48). Lethen quiere que se asuma de una vez el plagio como un rasgo de la creación estética, un reconocimiento del valor de los otros, anteriores y contemporáneos, en su busca de la más nítida expresividad del alma. De esa manera se evitaría el tosco canibalismo, el trato primitivo entre correligionarios y la siempre difícil prueba que mostraría supuestos robos y no, como debe ser, el préstamo sincero de realizaciones literarias unívocas entre individuos que se saben iguales: a todos nos perturba el mal y la injusticia, el amor y el hambre, el deseo y la pérdida. Acaso ya hemos entrado, sin solución de continuidad, en una etapa en la cual los linderos de pertenencia se difu-

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minan: ¿cómo evitar que un texto nuestro sea colgado en la web? Hay autores que sólo publican en el ciberespacio en tanto otros apenas saben usar el correo electrónico. Puede decirse, incluso, que el plagio se ha incrementado en virtud de que es muy fácil apropiarse cualquier tipo de material en una rápida navegación por la Internet. Quién sabe, tal vez arribamos a un punto donde las nociones de originalidad y plagio necesitan reformularse. O desaparecer. 7. En El Cid (1636) Corneille sigue muy de cerca Las mocedades del Cid (1605/1615), de Guillén de Castro; Shakespeare se apropia, entre otros, de pasajes de las obras de Marlowe para componer sus dramas; Edouard Dujardin se queja de que él, y no Joyce (Ulises, 1922), inventa el monólogo interior en Les lauriers sont coupés (Han cortado los laureles), su novela de 1888. Al cantautor Juan Luis Guerra se le acusó de tomar de la tradición oral dominicana unos versos que introdujo en una de sus canciones. A Willie Colón, el trombonista, se le emplaza juicio en Lima porque graba como suya “La banda”, célebre pieza en los anales de la música denominada “salsa”, pero original de un compositor peruano. A Israel “Cachao” López y a su hermano Orestes se les reconoció tardíamente la invención del mambo, atribuida durante mucho a Dámaso Pérez Prado. Y así. El plagio sigue cobrando réditos y ensuciando, qué le vamos a hacer, algunas hojas de vida. Como quiera que sea, hoy es difícil, señala el mismo Lethem, no incurrir en la copia de ciertos temas, referentes y estilos. Desde hace más de medio siglo, la cultura popular televisiva, cinematográfica y musical que impregna nuestro equipaje simbólico modela y da perfil a abundantes manifestaciones literarias. También, los gadgets del desarrollo tecnológico. Hay filmes y baladas, marcas y cómics, héroes de pulps y de videojuegos que saturan la cotidianidad del mundo representado, por ejemplo, en algunas novelas. Pienso en Mantra (2002), de Rodrigo Fresán; en Nocilla Dream (2006), de Agustín Fernández Mallo; en La maravillosa vida breve de Óscar Wao (2008), de Junot Díaz. ¿Puede

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hablarse aquí de influencia, de plagio o de espíritu de los tiempos? Sobre todo porque los personajes de estas composiciones revelan comportamientos más o menos semejantes. Ya se ve: el reino de la mediación, de los influjos, de la mezcolanza nos ha alcanzado. ¿Se reinventará la copia? ¿Acabará la maledicencia respecto de aquellos que la utilizan con hipotético descaro? Unamuno: “que inventen ellos”. Sí, que inventen los otros mientras el resto calcamos. Será.

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Carlos Sandoval. Crítico literario. Narrador. Docente-investigador del Instituto de Investigaciones Literarias de la Universidad Central de Venezuela. Profesor de la Escuela de Letras de la Universidad Católica Andrés Bello, Caracas. Autor de El cuento fantástico venezolano en el siglo XIX, la antología Días de espantos (cuentos fantásticos del siglo XIX), La variedad: el caos, El círculo de Lovecraft (nouvelle, en imprenta) y de numerosos trabajos de investigación en libros colectivos y en revistas especializadas. Dos de sus cuentos están recogidos en las antologías Narrativa sin fin y Las voces secretas. El nuevo cuento venezolano. Ha sido Profesor Invitado en la Universidad de Nápoles y en la Universidad de Salamanca. Entre otros, ha recibido los siguientes reconocimientos: Premio Municipal de Investigación Literaria (Alcaldía de Caracas, 2001), Premio a los Trabajos de Investigación del Personal Académico de la UCAB (2002), Premio del I Concurso de Crónicas de la Revista Clímax (2006), Premio I Bienal Literaria Julián Padrón, mención Novela Corta (2010).

Que inventen los otros


Fiction

Marco Aurelio vuelve a casa Federico Vegas

mamá es demasiadO dulCe, quizás por eso es que a mí me tocó ser tan seca, tan dura. Mi hija en cambio se parece a su abuela. Cada quien tiene que ir compensando los vicios y virtudes que hereda de sus padres. Si no es por mí, esta familia sería una melcocha. Ya mi hija se ocupará de arreglar recelos y heridas. A Mamá le faltaba picardía, malicia, y eso está bien cuando se es joven y bella. Tenía ese estado de gracia inmaculada que puede durar años, o apenas un día, en que la mujer es como un lugar donde todos quieren estar. A Mamá le duró bastante esa bendición. Era muy asediada. Pero era un castillo sin murallas y los propios asaltantes se daban codazos unos a otros. Eso la protegía. Cuando ella veía tanto esfuerzo y tanta lucha a su alrededor le daba una de esas lástimas que en nada se parece al amor. Papá, quien siempre ha sido más seductor de lo que él mismo quiere o aparenta reconocer, supo aguantarse y permanecer a distancia. Comprendió que esa niña tan linda sólo lograba enfocar y diferenciar a quien no se le acercaba. Y mamá fue la que lo buscó por pura curiosidad. Apenas ella dio el primer paso, ya Papá tenía la pelea ganada. Fue en un baile. Mamá no debe haber caminado más de diez metros, pero, con lo lenta e indecisa que puede ser, esos metros equivaldrían a mil kilómetros. Papá no hizo más que esperarla, mirarla a los ojos, escuchar sus palabras, acompañarla, dejarla ser. Con ese detalle la conquistó sin levantar un dedo. Así sería para siempre la relación entre esos dos. La dulzura de mamá se fue haciendo más y más apacible. Su manera de amarnos ha sido quedarse en silencio a nuestro

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lado. Estar con ella es un fastidio que uno adora. No sé cómo explicarlo. Apenas me siento a su lado ya quiero alejarme y, al rato, me hace una falta enorme volver a verla. A estas alturas de la vida no dejo pasar un día sin hablar con ella, aunque a los cinco minutos ya no la soporte. Ya de niña me acercaba con una excusa preparada de antemano. —Tengo examen mañana —le decía mientras le daba un beso, me dejaba acariciar y añadía en seguida—: no sé cómo voy a estudiar todo lo que me falta. Quizás esa pasividad de Mamá se debió a que encontró el mundo hecho a su medida y a su gusto. Para estar realmente casados hay que hacer una casa entre dos, y Mamá venía con la casa puesta. Mi abuelo compró el terreno en Los Chorros para pasar los veranos. Al principio sólo había matas de mango y una pequeña estación de tren prefabricada que consiguió cuando fue gobernador de Aragua. Apenas otras familias empezaron a vivir en Los Chorros todo el año, decidió vender la casa en La Pastora y mudarse al Este. Papá ya era viudo cuando empezó a construir la casa de Los Chorros. Para entonces los hermanos de Mamá se habían marchado: uno estaba haciendo desastres en Europa y el otro se ahogó en una quebrada a los diecisiete. Así que aquella casa tan grande no tenía sentido para un viejo y decidió que sería para su única hija. Desde que Mamá tenía doce años, el abuelo siempre le estaba preguntando: “¿Te gusta este cuadro de Brandt para la sala? ¿No te parece que habrá que ampliar el corredor? ¿No será mejor tumbar ese Araguaney que suelta tanta hoja?”. Por eso digo que lo único que Mamá añadió a la casa fue un marido y cuatro hijos.

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§ Papá se fue de la casa poco después de cumplir veinticinco años de casado. Por más que yo lo odiara, antes de dormir me tenía que tapar con la sábana y la cobija para decir en secreto: “Comprendo por qué te fuiste”. Pero al levantarme en la

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mañana volvía a tenerle un rencor que nunca traté de ocultar. Una vez se me abrió: —Adoro hasta tu manera de odiarme —y luego añadió con una sonrisa—; debes estar harta de hacer todo tan bien. Si alguna habilidad heredé de mi padre es entender lo que está detrás de las palabras. Lo que él quería decirme es que todos ponen su carga sobre mis espaldas, desde las tareas de los niños hasta las confusiones de mi esposo. Mamá decidió que yo sería la más competente en eso de ordenar las consecuencias de una relación que termina, y me encargó fijar los límites y los castigos que Papá merecía por su abandono. Traté de ser justa, pero él tenía esa manera de desarmarme, de pellizcar mis dudas, de moverme el piso sin hacer trampa, de describir lo que yo sentía. Se llevó de la casa lo que tenía puesto. De vez en cuando yo le mandaba un paquete con sus cosas. Había que administrar con calma la estela que nos dejó, pues la devolución de esos vestigios era la única distracción de mamá. Cuando sólo quedaban algunos trajes y camisas, papá nos mandó a decir que había engordado y que regaláramos lo que quedaba. Era mentira y yo lo sabía. Mi padre es de esos viejos magros que nunca cambian. Seguimos enviándole lo que no tenía talla: cajas de libros, alfombras, una lupa que estaba en la mesa de la biblioteca, fotos de cacerías. Con esas últimas entregas tuvimos que asumir el efecto de lo poco que Papá había añadido a la casa de Los Chorros: trajo poco, se llevó menos todavía, y, aún así, dejó un gran vacío. Si el abuelo se había encargado de armar la casa, Papá fue el encargado de llenarla de alegría, y luego de vaciarla. A partir del día en que se fue, todo lucía demasiado grande. Uno hablaba y las palabras sonaban distintas, como si fueran puras instrucciones y reclamos. Es que papá tenía una manera de decir las cosas que te animaba a participar, a soltarte. Adoraba una pregunta inteligente y, sin darte cuenta, pasabas horas conversando, riéndote con él y creyendo que toda la gracia era mérito tuyo. Hasta gritando era divertido. Si regañaba a mis hermanos porque habían sacado mala boleta, lo hacía ha-

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ciéndose el payaso, imitando a un padre severo y tartamudo. Nadie en la casa se lo tomaba en serio. Yo creo que nació para chulo, y eso que en una época fue bien trabajador. Bastantes casas que hizo en los terrenos del abuelo por La Urbina. Pero no lo ayudaba el aspecto de fiesta, ni esa voz de quien cuenta secretos que nadie sabe, ni la sonrisa de travesura y desastre. Era el marido ideal para una mujer rica: divertido y con esa honestidad que da el absoluto desprecio por el dinero. Su verdadera especialidad no fue ganarlo, sino gastarlo. Las fiestas en la casa duraban varios días y siempre estaban bajo su control absoluto. Ha sido un maestro de ceremonias para sacar lo mejor de la gente; por eso es que no había manera de terminar las parrandas que él empezaba. Nadie se quería ir de la casa, ni siquiera los mesoneros. Mamá siempre estaba con el mismo rostro de complacencia. Las locuras de Papá la iluminaban, pero en vez de hacerla más bella le daban un aspecto de lunática, una expresión de fatiga y permanente asombro. Estaba demasiado enamorada. Su marido era el único contacto con la vida, con un tipo de vida que ella jamás hubiera podido crear o enfrentar sola. Yo recuerdo aquellos almuerzos que se unían con la cena, cenas que terminaban en desayunos, desayunos que seguían en paseos y sancochos. Recuerdo acostarme y despertarme con el mismo alboroto, como si los días se repitieran una y otra vez, girando alrededor de una sola fiesta infinita.

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§ Papá conoció a la Carabaño en unos cursillos de cristiandad. ¿A quién se le ocurrió meter a Papá en semejante invento? En ese entonces se juntaban algunos matrimonios a rezar el rosario, luego hacían unas confesiones en público donde se contaban los pecados y los milagros. Cuando le llegó el turno a Papá de contar sus culpas, a todos se les hacía agua la boca. Decidieron que un hombre que pecaba con tanta gracia y era capaz de recitar las letanías en latín era un elegido de Dios, así que lo nombraron presidente,

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director, jefe de grupo, ¡qué se yo! Papá resultó ser el rey de los confesos y un insigne patrocinante de la comunión de los santos. La otra directora sería la Carabaño. Llegó a los cursillos casada y al poco tiempo ya era una viuda riquísima, lo que le daba ante las demás parejas el aire místico de quien ya no tiene problemas matrimoniales. Si eligieron a la Carabaño y a Papá como directores fue porque eran tal para cual, pero al principio nadie se dio cuenta de que, en un arranque de inspiración, se había consagrado un adulterio perfecto. Y lo peor del caso es que Mamá estaba tan contenta, tan orgullosa del marido en su flamante papel de predicador. ¡Qué faena tan inocente! En aquel cursillo para elevar los valores matrimoniales había que elegir unas autoridades “que se complementaran”, y ahí estuvo la semilla de todo lo que iba a pasar. Con la mayor buena fe y la mejor de sus intenciones, Papá acabaría con esos cursillos de raíz. Fue auge y caída, un verdadero paroxismo seguido de un colapso y desbandada general. Algo en su entusiasmo, en su sonrisa, en su sinceridad, sacó para fuera más cosas de lo que soportan las almas. En vez de rasgarse las vestiduras los cursillistas empezaron a quitárselas, las pasiones florecieron y se encaminaron. Hubo renacimientos, fuego donde había cenizas y unas urgencias confirmadas por ese principio cristiano de que la vida terrenal es breve. La maraña de divorcios tuvo su lado bueno. Algunas de las parejas que salieron de esa meneada de mata resultaron muy felices. Papá decía que fue como barajar unas cartas, “alguna mano tenía que salir buena”. En su propio matrimonio él fue quien repartió las barajas del nuevo juego, así que decidió dejarle todo lo que tenía a Mamá, y se fue de la casa con mucho menos de lo que había llegado.

§ La Carabaño estaría fascinada con la voracidad de Papá. No hay disciplina más difícil y temeraria que divertirse sin complejos ni culpas. Esa proeza sólo la logran quienes ven la vida como un aprendizaje para vivir cada vez mejor. Todo en mi pa-

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dre era aleccionador: verlo encender el carbón, cortar un lomo de cochino, la mirada atenta y cariñosa con que te escuchaba contar algo intrascendente. Además, tenía el buen ojo de quien ve las cosas a distancia y no cree en los finales definitivos. Gracias a un ministro, “amigo de pupitre”, el gobierno cambió la zonificación de unos terrenos en Antímano que tenían años afectados, y así la Carabaño pudo venderlos. Si Papá le hubiera pedido una audiencia a ese ministro seguro que no habría conseguido nada, pero el momento que eligió para hablar de los terrenos fue en un buen almuerzo con varios amigos: “Mi mujer me tiene loco con lo de la hacienda en Antímano. Yo espero que se ocupen sus hijos, que para eso son abogados y están jóvenes. Los viejos como nosotros ya no tenemos fuerzas para esos rompecabezas”. Con ese único comentario incitó al ministro a demostrar la naturaleza de su poder. Cuando la Carabaño le preguntó a mi padre qué debía hacer con la ganancia de la venta de los terrenos, papá le contestó, por salir del paso, que se comprara unos dólares. Eso fue justo antes de la devaluación. La verdad es que formaban una buena pareja. La Carabaño era una versión femenina de mi padre. Parecían dos amigos compitiendo a ver quién cansa al otro, quién come más picante, quién tiene más mecha y aguante. “Bebamos ligero, antes de que nos rasquemos”, era la consigna de aquel amor de titanes. A esa edad la amistad vale tanto como el amor, y se les olvidó casarse. Los hijos de la Carabaño estaban escandalizados, hasta que se dieron cuenta de las conveniencias, y entonces eran los primeros en cambiar el tema cuando el par de enamorados amenazaba con tocarlo.

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§ Papá era bien capaz de olvidar, una y otra vez, que yo nunca había perdonado su traición. Todos los años me invitaba a uno de sus viajes. Yo jamás fui. Eran tentadores: alquilaba un velero en Santa Lucía, o un motorhome en Vermont en pleno

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otoño, o una casa en la Borgoña en la primavera. Siempre le pagaban pasajes y todos los gastos a dos parejas de amigos. Esas ausencias le hacían la vida más fácil a Mamá. Las raras veces que algún chismoso le hablaba de Papá, ella decía: —Ése como que anda viajando. Mientras su esposo estuviera fuera del país, no la había abandonado del todo. Pienso que para Mamá, ese mundo de los viajes era algo irreal, un tiempo que no existe, que no cuenta ni es válido. Si la pareja estaba en Europa, ella estaba tranquila. Sólo los períodos entre los regresos y las partidas la hacían sufrir. Cada día que Papá pasaba en Caracas, significaba que podía aparecerse de un momento a otro: llamar por teléfono, tocar el timbre, entrar por la puerta y pedir el almuerzo como si nada hubiera pasado. No sé cuantas veces le propusimos a Mamá vender la casa de Los Chorros. Ya todos los hermanos nos habíamos casado y nos hicieron una oferta para hacer unos edificios en la parcela pagándonos con apartamentos. Estuvimos tres meses negociando y el día que fuimos a firmar la opción, Mamá les planteó a los compradores y al notario que no podía firmar el documento. Los compradores preguntaron qué clase de broma era aquélla. Ella les respondió sin inmutarse: —Es que esta casa no es mía; es de mi padre. Esa noche, mi esposo me dijo por primera vez que Mamá se estaba volviendo loca. Cuando le dije que era un insensible, me respondió: —La más amargada por la caída de la venta eres tú. Por eso no puedes enfrentar lo grave que está tu madre. En realidad yo sí sabía lo que estaba pasando, y me lo había callado. Mientras el abuelo construía la casa siempre hablaba de lo feliz que iba a ser su hija. Mamá se lo creyó, y pensaba que mientras esa casa existiera, ella podía volver a ser feliz algún día. Esa era la causa y el soporte de su enfermedad. Cuando uno no quiere renunciar a algo que se ha tornado imposible, ese empeño requiere esfuerzos que te devoran, y acabas confundiendo la realidad con los deseos.

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Cuando por fin fuimos a una consulta, le expliqué al especialista que lo de Mamá era psicológico, porque sus recaídas coincidían con las llegadas de Papá a Caracas. Preguntó que cuántos meses al año Papá pasaba en Europa; contesté que casi todos. —Así es imposible hablar de coincidencias. Usted me acaba de decir que su madre pasa una semana mal y otra bien —respondió el fulano médico. Quería convencernos que lo de mamá era crónico e irreversible, algo químico que no tenía que ver con los celos o la soledad. Cuando nos explicó que no habría manera de curarla nos sentimos todos más tranquilos. Una enfermedad con nombre y apellido te permite creer que eres una parte organizada del universo, algo que ya tiene su puesto, su historia y estadística. Cesó la lucha, la angustia por entender. Era cuestión de esperar, de paciencia y pastillas por varios años. Es decir, para toda la vida. Mamá empezó a no reconocer a nadie. Creo que su rápido deterioro le sirvió para que ya no la fastidiaran con más exámenes. A los pocos meses de su gravedad ya no advertimos ningún otro cambio y nos acostumbramos a la nueva rutina. Yo seguí con las visitas de cinco minutos que tanta falta me hacían, y siempre con la misma incapacidad de quedarme a su lado por un segundo de más.

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§ Papá ni se enteró. Por ese entonces pasaba la mayor parte del año en Madrid. Los nietos de la Carabaño habían crecido y cuando venía a Caracas lo trataban como a un abuelo. Tenía más familia del lado de allá que del nuestro. En realidad los Carabaño eran más divertidos, más a su estilo, a su velocidad. Su única relación con su verdadera familia era una hija que ya no sabía si odiarlo o amarlo. En el año en que Mamá empezó a llamarme “su enfermera”, le dio el primer infarto a la Carabaño. Su médico en Madrid le preguntó que cuánto tomaba y ella dijo que

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“una o dos de vino”. “Una o dos copas de vino al día es muy recomendable”, diagnosticó el doctor, y la paciente aclaró: “¡Copas no, doctor, botellas!”. La pareja enfrentaba los males del corazón con salidas del alma. Papá insistió en que él jamás iría a revisarse: —Me dirán que no fume y no fumo, que no trabaje tanto y jamás he trabajado, que no beba y no pienso dejar de beber. Como un testimonio más de ser una mujer de excesos, juergas y sorpresas, la Carabaño se murió en un avión regresando a Caracas. Dicen que mi padre dijo en el entierro: —Está bien que uno dude si le gusta más Caracas o Madrid, pero mira que morirse en pleno vuelo. Nunca le dijimos nada a Mamá. No tenía sentido alborotar el avispero, por más abandonado que luciera el panal.

§ Después de la muerte de su compañera de viajes, los hijos de la Carabaño invitaron a Papá a una cena familiar. Brindaron por aquella madre que fue generosa y espléndida, le agradecieron al pseudoviudo todo lo feliz que la había hecho, lloraron juntos, le juraron cariño eterno y jugaron con él unos niños que insistían en llamarlo “abuelo”. Al final de la cena le anunciaron a Papá que, “por cierto”, debía empacar sus cosas y buscar donde vivir, porque ellos sí iban a tumbar la casa en La Castellana y hacer un edificio como Dios manda. Al día siguiente llegaron obreros con mandarrias. Lo de la mudanza iba en serio. Fue entonces cuando mi padre, quien había vivido un cuarto de siglo con una mujer de buena posición, y otro cuarto con una más rica todavía, se dio cuenta de que no tenía dónde caerse muerto. Entonces me llamó para confesar, a lo cursillo de cristiandad, que su adorada hija mayor era lo único que le quedaba en este mundo. Cuando fui a recogerlo, en lo poco que quedaba de la casa de la Carabaño, parecía un niño en su primer día de colegio. Era esa manía suya de llevar los fracasos con entu-

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siasmo. Aún era un hombre bello y la sonrisa de siempre se le aferraba al rostro. La verdad es que no pensé mucho en lo que estaba haciendo. Debe haber sido por lástima o por venganza, o por esas ganas que me dan a veces de arreglar la vida de los demás para olvidar la mía, lo cierto es que enfilé hacia Los Chorros. Llevé la camioneta hasta el fondo del terreno y me detuve justo frente a la primera casita que llevó mi abuelo al terreno: la pequeña estación de tren. Después que se construyó la gran casa, la habían usado para las habitaciones del jardinero y el chofer. Sin bajarme del carro le dije: —Aquí puedes vivir un tiempo. Papá no contestó. Me di cuenta de que no hacía falta tanta hostilidad y agregué una frase mejor: —Es lo mejor que puedo ofrecerte. Él preguntó, como si hubiera pasado una semana desde su abandono: —¿Y el jardinero? —¿Acaso no ves como está el jardín? —¿Y Marco Aurelio? —Desde que se te ocurrió enamorarte de una loca, Mamá no sale de la casa, ¿para qué queremos un chofer? Yo misma no había estado desde hacía años en el fondo de la parcela y todo estaba peor de lo que pensaba. El verdadero abandono es no querer saber qué está pasando. La única manera que encontré de manejarle la casa a Mamá fue olvidarme de ciertas zonas. —Bueno, Papá —le dije con un suspiro—, ahora tienes otra vez oficio. Si construiste edificios, bien puedes convertir este chiquero en una casa de muñecas. Sonrió agradecido. Mientras caminaba con sus maletas miraba las copas de los jabillos y respiraba profundamente, como si estuviera llegando a su hogar después de pasar unos años en el exilio.

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§ Esa misma tarde se buscó a un par de sus antiguos obreros, unas reliquias tan viejas como él, y al día siguiente empezó con los arreglos. La primera vez que Mamá supo que algo estaba pasando, me hizo un comentario en voz baja: —Están tumbando la casa… y ya dije que no pienso vender. Le expliqué que estaban arreglando la casita del fondo, pero ella repetía cada vez que escuchaba los trabajos: — Yo no firmé nada. La casita era una estructura alemana que habían traído cuando Gómez para las estaciones de un ferrocarril. Papá decía que era una obra de arte, una antigüedad. Pintó de gris ceniza las vigas de hierro y de azul cielo los paneles del techo. Sacó por un lado un baño con paredes de piedra llenas de helechos y una bañera a cielo abierto. Podó los árboles y con la luz retoñaron los capachos. En los troncos amarró cientos de bromelias, lo que trajo más pájaros. La pobre casona era la que ahora parecía avergonzada y hundiéndose en la tierra. Mamá se fue acostumbrando a aquellos rumores que la acechaban, que la sacaban de su sopor y la ponían en guardia. Por eso fue que se puso muy nerviosa cuando estuvo lista la casita y se acabaron los golpes y las parrilladas de los obreros. Entonces le pedí a Papá que pintara los muros de la casa y lijara la madera de todas las ventanas. —¡Justo a tiempo! Mis artesanos se estaban quedando sin trabajo —me dijo agradecido. —Si esos ancianos tenían como veinte años sin trabajar —señalé para cortar su discurso de buen patrón. —Precisamente, por eso es que ahora tengo que cuidarlos más que nunca. Le expliqué con palabras bien duras que por nada del mundo debía entrar en la casa, y respondió con su sonrisa más dulce: —Nada tengo que buscar. Basta y sobra con lo que me has dado. Tú eres mi ángel.

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—Mira que hay ángeles en el infierno, así que respeta mis reglas.

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Pero era pedirle al gato que no huela las sardinas. Pronto no aguantó la curiosidad de ver por un instante el hogar de sus comienzos, de cuando fue esposo por primera vez y padre por última. Mamá se lo tropezó una mañana en la cocina. Luego me contaría, sin alterarse, que había encontrado a un viejito frente a la nevera que decía ser el chofer. No sé cómo no lo reconoció. Papá había cambiado mucho pero seguía usando la misma ropa. Siempre camisas blancas de mangas largas que se remangaba hasta el codo. Mientras Mamá contaba lo del nuevo chofer, yo la miraba a los ojos. Quería ver si había miedo, dudas, ansiedad. Ella se dio cuenta de cuánto la observaba, porque respondió con altivez: —¿Y para qué hace falta en esta casa un chofer? —Para que salgas Mamá, para que te airees. Tienes años encerrada. A los últimos choferes Mamá los llamaba Marco Aurelio. Primero les preguntaba el nombre y, sin importar lo que respondieran, les anunciaba: “Ese nombre suyo es muy bonito, pero a mí seguro que se me va olvidar. En esta casa, usted se va a llamar Marco Aurelio, que era un filósofo muy responsable”. A los pocos meses abandonaban el trabajo. Aguantaban el cambio de nombre, pero no esperarla sentados en el carro mientras Mamá se pasaba meses sin salir de la casa. Yo le reclamaba: —Para qué quieres pagar un chofer, si lo vas a tener sentado en un carro leyendo el periódico. Y ella contestaba sin darle mucha importancia: —Es que luego quiero salir y no lo encuentro por ningún lado. A este nuevo chofer sí lo puso a trabajar. En la mañana el hombre dirigía al par de pintores y en las tardes lo tenían dan-

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do vueltas por la ciudad. Salían justo después de que Mamá dormía su siesta. Ella empezó a hablarme de “sus viajes”. Llevaba una cesta de comida y un maletín de mano que supongo estaría vacío. Él la esperaba en la redoma frente a la casa y le abría la puerta de atrás. Nada le gustaba más a papá que actuar. Volvían anocheciendo, cansados, como si vinieran de otro continente, cuando apenas habían llegado hasta El Hatillo, donde el abuelo tuvo una vez una finca de naranjas, o a ver las viejas casas que quedaban de pie en El Paraíso. Yo no aguantaba la curiosidad y a la semana le pregunté a mi padre de qué hablaban en esos viajes. —Quien habla todo el tiempo soy yo. Me pide que le describa los lugares que conocí en este mundo. Le hablo de Egipto y estamos pasando por San Bernardino, de los puentes de Budapest en la autopista hacia El Valle, de Tailandia frente al Parque de Los Caobos, de Venecia en Chacao, y ella va uniendo lo que ve con lo que le cuento. Imagínate las combinaciones. ¡Y pensar que ella fue la que nunca quiso viajar! Siempre decía que no quería dejar solos a sus hijos, a la casa. Tu mamá siempre fue tan… —y se quedó buscando algún adjetivo que justificara su falta de comprensión y apoyo cuando ella más lo necesitaba. Al día siguiente continuó la descripción de los viajes: —¿Sabes lo que más le gusta ahora a tu madre? El tráfico, las colas… quedarnos tranquilos, sin movernos, oyendo música. Entonces por fin parece darse cuenta de que estamos en Caracas.

§ Tiene razón mamá. Son las eternas colas las que han salvado mi incauto matrimonio. Ese mirar al frente, inmóviles y con las ventanas cerradas, observando todo y nada, nos ha ayudado a decirnos cosas terribles con la seguridad de que nadie nos va escuchar, a hablar con suficiente tiempo para luego callarnos y encontrar que falta mucho por decir, y decirlo, hasta entender que esa posición absurda, de dos

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solitarios que, detenidos, pretenden avanzar en la misma dirección y a un mismo sitio, es la que mejor nos representa, y como mejor nos sentimos. 77

§ A papá le empezaron unos dolores terribles en la espalda. No quería decírselo a nadie y aguantaba callado. Supe que algo pasaba cuando Mamá me comentó: —Marco Aurelio está muy calladito. Habrá que aumentarle el sueldo. Lo llevé a un médico amigo quien dio su diagnóstico: —Hace años te dije que esas lumbares tuyas no sirven para manejar. —Es que ahora trabajo de chofer. Me sorprendió la liviandad con que divulgaba nuestro secreto, haciéndome aparecer como una hija malvada, perversa. Lo que estaba pasando en nuestra casa ahora lo sabría toda Caracas, y Papá seguía hablando como si yo no existiera: —Pero no me quejo. Eso sí, mándame unas buenas inyecciones para que no me despidan. Le recetaron las inyecciones y varias semanas de inmovilidad. Cuando Mamá supo que su chofer estaba en cama me llamó esa misma tarde: —¿Cómo va a estar Marco Aurelio metido en ese ranchito sin nadie que lo atienda? Que se venga para la casa y use la habitación que era de tus hermanos. En ese momento volví a sentir el mismo odio de hace tantos años, el miedo a que las cosas se salieran de mis manos, a no ser más que una tonta útil. Decidí salir de aquel enredo, dejarlos solos y vivir mi propia vida. Llega un momento en que ya no se puede usar a los padres de excusa. Pero era imposible ignorar lo que ocurría en esa casa. A mí me tocaba llevar las cuentas, y en las listas de las compras habían comenzado a aparecer botellas de Marqués de Riscal, langostinos, lomos de mero, morcillas y chorizos, incluso carbón. Parecía el libreto de una vieja película.

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Hoy llegué a la casa y escuché a mamá caminando por la planta alta. Entré en su cuarto y tenía un libro abierto en las manos, como si tuviera rato leyendo; pero la respiración la traicionó… la respiración y la mirada. Le dije regañándola: —Mamá, ¿tú no crees que será mejor buscarte otro chofer? —¿Para qué queremos otro, si éste es un señor de mucha confianza. —¿No te parece muy viejo? Además, yo creo que es demasiado confianzudo. —Nadie puede ser tan viejo y tan confianzudo a la vez. Me sorprendió su respuesta y la enfrenté disgustada… y celosa. —¿Se puede saber hasta cuándo le vas a dar trabajo a un hombre que ya no puede ni sentarse derecho? —Hasta que la muerte nos separe.

FederIco vegAS. Nació en Caracas en 1950. Ha escrito los libros sobre arquitectura El continente de papel, Pueblos, Venezuela 1979-1984, Venezuelan Vernacular y La Vega, una casa colonial. En los noventa comienza a publicar libros de cuentos: El borrador, Amores y castigos, Los traumatólogos de Kosovo y La Carpa y otros cuentos. Sus artículos periodísticos y ensayos han sido reunidos en La ciudad sin lengua y La ciudad y el deseo. Sus cinco novelas lo han colocado como uno de los más importantes escritores de su país, siendo Falke y Sumario las más celebradas por público y crítica. Ha sido profesor de arquitectura dentro y fuera de venezuela

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Poetry

In my dream, I was writing a novel called The Pajamaist.

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There had been a marked advance in the field of suffering. Researchers in the Institute For The Advancement of Reduction of Suffering had discovered it could be transferred, painlessly, from one subject to another. What did this mean in practical terms? No one had to suffer any longer, at least not for free! We had only to sleep in each other’s pajamas, or take some kind of pill to supplement the pajama switching. I hadn’t yet dreamed this out. The first and greatest of all the sufferers was the Pajamaist, an unemployed white whale in his midthirties. I mean male.

When I sleep I don’t wear pajamas. I prefer to sleep naked, and thrash the bedsheets around until they wrap me in a protective covering with only my head and feet exposed. Each of my sleeping partners has added to the catalogue of possible means of exhibiting displeasure with this nightly process, yet suspiciously, not one has ever thought to buy me pajamas. Maybe they think pajamas would make me resemble a float in the annual Sleep Parade. Well there should be. Once I bought a pair of white silk pajamas, it ended badly. The Pajamaist had been privately operating as a sufferer, nights and weekends for a few friends and relatives, who in their days and nights began to exhibit such characteristics of a totally suffer-free existence that The pajamaist


Researchers from the Institute began to notice weird spikes in their suffer graphs, and hired an Investigator. The Investigator took the Suffer Location Graphs into the city and began to search for the spike sources, radiating so obviously through their days (and incidentally creating new and additional alienation suffering in the coworkers, wives, and ex-girlfriends surrounding them that there is to this day some quiet speculation in the corners that, like matter in the universe or total weight within a nuclear family unit, suffering has an immutable quotient and can never be reduced, only transferred) that it was easy to trace these rays of sufferfree happiness back from the subjects to their common source, a tiny impossibly black dot of suffering. Tracing back the suffer location rays to an apartment near the center of the unnamed city, the Investigator took a room across the street and watched through black plastic binoculars he had been given on one of his early birthdays so that he could, when taken to the arena, more clearly see the successes of his invincible team, whose name had been recently changed at the insistence of the city fathers. Sleeping, at first the Pajamaist looked peaceful. Then began the Throes, they were horrible to watch and produced great suffering in the one who was watching. Therefore, instinctively, in order to shield the watcher from further suffering the Pajamaist isolated himself, (a procedure quickly coded as part of the Suffer Transfer Protocol) so as not to merely spread out in a thin, at first undetectable, but ultimately equally-palpable-over-a-longer-period-of-time-layer, but actually to reduce the Total Quantity Of Suffering in the world. For one can easily see how observing the Throes of the Pajamaist must render in the watcher new suffering, and fail to reduce anything. Long after the histories of the period had been exhaustively written, a secret minority of revisionists gathered in

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silence to theorize if this self-imposed isolation was in itself the necessary and sufficient key to the Suffer Transfer Protocol. The Pill was totally unnecessary, and one could achieve the same effect in free communities just large enough to permit their own isolation protocols surrounding the general principle of isolation of the Object. In my dream we lost contact, and believe they were somehow overheard, or eaten.

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The Investigator further noted that in the course of his observations (and especially at night when he should have been sleeping) he had divined in the Throes nine varieties of suffering in addition to the tenth, the Purely Physical: suffering that others suffer less than you; suffering that others suffer more than you; suffering that there is suffering at all; suffering for “no reason”; suffering that there can be suffering for “no reason”; suffering that there are logical connections but no god or vice versa; suffering that you have in the past suffered and thus “wasted time”; suffering that you will again in the future suffer and thus “waste time”; and suffering that those you love have, are, or will in the future suffer from any and all of the varieties. Independently the Researchers had come exactly to this Categorization System, but, fearing the Investigator would in his newfound boldness go found a Competing Institute, diagnosed him as borderline schizomniac anal-suppressive and suggested an Eastern Treatment. Or more accurate, found yet another Competing Institute, for in addition to the Institute For The Advancement Of Reduction Of Suffering there was the Institute To Speculate On Theories Of Suffer Reduction. In this Institute were gathered the ex-girlfriends, Mensheviks, priests, standardized testers, and other remnant heirs to the ragtag opposition to the end of the era of randomly allocated suffering, those who both proclaimed and believed that while suffering could not actually be transferred or reduced, one could speculate on the matter,

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and arrive through the glory of abstract mathematics at a theoretical solution to the “Problem of Suffering.” With the advent of the Pill, the latter Institute began to suffer from a serious lack of Funding, and no longer figures in the dream. The Pill is small and blue, and contains within it one specklet of a substance that cannot without violating certain totally proprietary events be very accurately described. In my dream it was called either The Small Blue, The Small Blue Vehicle, or Pajama’s Little Helper. Wearing the pajamas of a soon-to-be Former Sufferer, by ingesting The Small Blue Vehicle the professional Sufferer is in a secret and as far as the Non-Profit Institute is concerned totally proprietary way open to the suffering of the original sufferer as transferred through physical droplets, night sweats, the essence of palpitations connected directly to the most concentrated form of suffering, in sleep. True, suffering that occurs in waking is more surprisingly painful, especially in the morning, when a Waker feels mocked and betrayed by the very fact of day. One could very well even call consciousness openness to the possibility of hurt, though one hesitates to light the headlamp and trundle off deeper into that forest of rue. Nevertheless, the pain of this conscious suffering (which occurs at a time of waking, or relative awareness, or daylight) is in no way correspondent to the concentration of suffering, which is at its highest potency during the first hours of sleep. We just think suffering hurts less in sleep because we are sleeping. In our own nightmare Throes, we excrete the suffering, and though more exhausted wake purified and ready for day. But an excess of suffering cannot be fully excreted in sleep, and accumulates, accreting.

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This, by the way, is why insomniacs, otherwise known as Pure Subjects, have such an aspect of deprivation and suffering, never having a natural opportunity in sleep to excrete it. I am not, nor have I ever been, an insomniac. I sleep like a baby, albeit a very agitated one. I am the eldest of countless children, and therefore received exactly my share of attention, enough to ensure in me from toddlerhood to the present a gentle, non-geometric increase in smile frequency well within melancholia parameters.

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It occurs to me now that watching someone else suffer, or even waiting in a different white room designed for Subjects where I could not see the Sufferer but know he suffered for me, would in and of itself constitute suffering, so there would have to arise in my dream some kind of solution. Such a solution could be so horrible that I am tempted to cease thinking of this mechanism any further. Yet here I can imagine the Pajamaist, suffering quietly and unobserved in his room, asleep in some ways, awake in so many others. I feel for him not suffering, but the kind of pleasurable yet very real sorrow I feel only in my dream life, where on the bright colored objects of pre-cognition someone is quietly encouraging me to fit together keep falling from a very high table, and the first words I learn to speak are I’m sorry, I realize this is important to you, but it just seems like a bit too much trouble, this fitting together, and anyway I get confused.

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Cathy Barber

The dead woman and her feet after Marvin Bell’s dead man poems

The Dead Woman’s Feet, Part I The dead woman hears the metallic blast of cicadas for blocks at a time. For blocks at a time, the dead woman sees the high orbit of the swallows, their plunge and climb. The dead woman’s feet hurt but not too much. Her feet are alien beings with a mind of their own. The dead woman’s feet lift, or don’t. The dead woman’s road is ridden by the loud and the bored, the Chevys with chopped exhausts. The dead woman’s road has a bench. The bench takes the dead woman’s butt in its hands. The Dead Woman’s Feet, Part II The dead woman names her life. Naming her life, the dead woman can take it with her, to the movies to see a comedy, to a party as her date, to the foundations sale at Macy’s. The dead woman lies on the hot evening grass to see the fireflies from below, to confuse them with the stars. The clouds intervene. The dead woman’s feet are seeking the lowest ground, where the crickets are.

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Poetry

The ants are following the sap, its sticky run down bark. The boom box boy struts by, sexing the air, but not near the dead woman. Night grows by increments in the eyes and the ears of the dead woman. The dead woman’s feet pedal-pedal straight ahead.

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The dead woman and her feet


Piedad Bonnett

Alter ego Ella no creció nunca tiene miedo a lo obscuro y al triángulo que es el ojo de Dios y al Padre que ajusticia con su voz militar llora de amor cuando alguien acaricia su cabeza suma mal y en los dedos resta mal le gusta el vientre liso de las piedras ver por las cerraduras habla a solas y sueña y desearía que el sueño fuera el día y el día un viejo guante al que se da la vuelta. La otra va por ahí poniendo emplastos compresas cataplasmas hace dietas sabe donde es Zimbawe para qué es el amonio lee a Kant y a Sor Juana zurce su corazón con tal cuidado que no se note un nudo en el reverso mira crecer manchitas al dorso de sus manos respira lento y traga sus cuchillas. De vez en cuando la una se tropieza con la otra se miran de reojo a punto de abrazarse de decirse la lástima la rabia la ternura.

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Gregory Pardlo

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Sun white as a hambone and rain soon despite. Elbowed and gibbous, sun squirrels through the leaf-roof in spasms and spills into the arms of the still laddering casualties of that arboreal coil toward light and the bark-mangy trunks fossiled into lesser light and those leaning like ski jumpers atop the ages of mossy, deckle-edged rock along the hillside wall where light collects down, finally, through dampened lashes and pools beneath my eyes’ tear-tasseled hoods. Here’s where I come to sit and look, hoping to see—apprehend the images of things. And I’m reminded of the Hopi ban on the camera. How it is a kind of embargo and copyright, as well as superstition, with reaching implications regarding easement across shadows, reflections held in escrow by spirits of the lake. What it says about art, its dialogue with the injunction against representation in the Islamic tradition, hinting at the ethics involved. For example, I imagine I am the reader of this poem decades from now and have to wonder in what draft the woman began to appear. Scaffolding gone, I could mistake the idea for fact, in the lapse fashion reality Landscape with intervention


from the merely literal or gild history until it’s kitsch. Which is worse: The war of the worlds snafu or our initial response to Mount Rushmore? Oddly compelling, both border religion in a quandary of cause and effect: the flock flows over the cliff as if it were tipped from a glass, and our estimation of the men cast in stone might grow in step with our perception of the effort they inspired in Borglum (though, no less inspiration has the younger artist who simply carves his heart’s name in a tree). And is it not said, “The child sees no end to her suffering and that makes hers more real than our own?” Belief is itself a cause—of which truth is a corollary effect. Light-play through the leaves leaves each glance a smear like the proximate viewed through binoculars. Sunrays frayed like shoestrings. I like what Rodin told Rilke to do: go to the zoo and watch the animals until you see them. I imagine him on a bench in the Jardin des Plantes thinking and unthinking Panther, Panther, Panther, Panther. Something larcenous in this as well unless

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there breeds sympathy in the friction (fiction?) between sight and what’s seen, the way kids often bond when they brawl. Some of my students in the Bronx transliterate their graffiti tags from the names of automobiles and boast having carved them on windows of subway trains: Cherokee, Navigator, Sequoia. They laugh now when I use these names in class. The sky features boiled milk shot through with bleeds of black ink spreading like Novocain, solving for gray over variants of eggshell and roseate bone. Arpeggio of geese. A chopper makes a slippery pivot like a mouse on waxed linoleum, chivvying the treetops on the hill beside condos. In the clearing below the access road, flags pop like Ps in a microphone and no one else in sight sees the dishwasher toking in the car out back of the caterer’s, dishrag on his shoulder like a dingy epaulette, his windshield gone white with mist. For years he must have taken these Pennsylvania roads with paranoiac care, rubber-necking at the yoga of chassis

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beneath wrinkled sheets of metal, fiberglass chafed and chipped, quarter panels warped like vinyl records in the sun. I wonder if censorship does protect us like seat belts in the caroming coach of contagion, the power of suggestion polluting the air like tailpipe emissions? I’d a friend who’d decline to give his name without acquaintance first, fearing chants and mantras formed from his appellative turf conjuring away his essence like some bootleg golem. A minor soap actor, he’d complain about viewers condemning him for his character’s behavior on the show. He once told me his craft was frowned on in England before the Restoration as it was felt vice attended such impractical use of creativity. Accordingly, among actors, fathers encouraged the mingling of identity and act by raising their sons in dedication to a single role—the way craftsmen took their trade to be their name: carpenter, tailor, the ubiquitous smith—and stack eternal odds in their favor: that the Calvinist

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god’s estimation of the man match the quality of that man’s performance in the role he’d been given. Such piety doubling as social currency, suggesting an audience of more than just One. The American actor, Thomas Dartmouth Rice, developed a role in the late 1820’s which he dedicated his life to performing. He covered his white face in burnt cork and dubbed himself “Jim Crow”. His influence was epidemic. Drunk driving heaps like public art bound for parade grounds of local high schools surfed throaty flatbeds, interiors denuded by jaws of life, lifeless and bereft of sex appeal as driver’s ed. props while, I envision, our dishman gawked at police shucking shards and paint samples from trees’ puckered trunks as totems against loss of property, watched police depict angles of impact on clipboards like carvings in reverence of chance, like the converging logics of property, religion and art. Late one evening, let’s say, having discovered the wreck while driving home, he felt obliged to stay on hand. Like one sitting through the credits, he stayed through the scuttlebutt, saw cops cup matches like the ingrown stems of imaginary fruit, fire at the core kindling their cigs, those paper snorkels growing dark with drops sieved through the umbrage above. The area

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pockmarked with the pink soot and spent shells of road flares. But hasn’t it all just happened, if saying it makes it so? “Let there be light…,” “These are not your droids…,” etcetera, etcetera? I’ll try this one: “There is no interest on my student loans.” Or, “This Metro Card is not expired.” How I wish art were as magical as corporate accounting and I could reverse this sequence, undo its corollary and coalesce flames back onto dusty matchsticks like magician’s bouquets gasped into the wand, retract the 10-45 from police dispatch and subsequent request for EMS, relieve the dishman of his eventual discovery at shift’s end, stuff clouds of combustion into the manifold like unfolded clothes into a suitcase and bungee the woman now sitting like Wyeth’s Christina, sobbing on the roadside berm, back into the open top of her just-wrecked cabriolet. There’s still candle wax and a dirty wreath by the adjacent tree from months ago after some classmate’s kegger. But like the man says about his painting, “Ceci n’est pas une pipe.” No one need be convinced. Any of this beyond the glow of the laptop, the hum of the AC through the ducts. Any of this beyond nostalgia and the ground-

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hog in the yard unaware of its own mortality, the road raveling by. Herewith, I proclaim the orthodoxies intended to preclude our kind of prodigality are disinherited. Our convergence is inevitable, my Galatea, heretic reader, Gregory. You have my eyes, though my face slipped from your craggy face long ago. See through me, the illusion of orthodoxy. And you, admit it, are conspiring in these impractical, aesthetic diversions, in my misgivings about the surety of retirement plans and of eternal souls. Enjoy this small thing with me, it’s no bother. Let us doubt together. If the Promised Land and the Mountaintop exceed your expectations, will you wonder, Greg— if I may, will you wonder, on arrival, Greg, if you really were so godless as to let that woman lay there, unaided for all this world to see?

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§ mATTheW ZAPruder. Is the author of three collections of poetry. The Pajamaist was selected by Tony Hoagland as the winner of the William Carlos Williams Award from the Poetry Society of America. He has been a Lannan Literary Fellow in marfa, Texas, and a recipient of a May Sarton Prize from the American Academy of Arts and Sciences. He works as an editor for wave Books, is a member of the core faculty of uCR-palm Desert’s Low Residency mFA in Creative writing, and was the Fall 2010 Holloway Lecturer in the practice of poetry at the university of California-Berkeley. He lives in San Francisco. cAThy bArber. Her work has been published most recently in the literary journals Haight Ashbury Literary Review, Pearl, Sweet, and Marco Polo Quarterly, and in the anthology Doorknobs and Bodypaint: Fant astic Flash Fiction. She has an mA in English from California State university, Hayward, and is working on an mFA at vermont College of Fine Arts. She teaches with California poets in the Schools in San mateo County, is past president of the board, and serves as a member of the advisory council. She is a reader for Tattoo Highway. PIedAd bonneTT. poeta, dramaturga, novelista, crítica y traductora colombiana nacida en Amalfi, Antioquia. Es licenciada en Filosofía y Letras por la universidad de los Andes, donde ocupa la cátedra de Literatura desde 1981. por su primer libro de poesía, De círculo y ceniza (1989), recibió mención de honor en el Concurso Hispanoamericano de Poesía Octavio Paz. En 1996 publicó Ese animal triste con el que se reafirmó como una de las voces más representativas de la poesía colombiana contemporánea. Fue galardonada con el Premio Nacional de Poesía otorgado por Colcultura en el año de 1994 por El hilo de los días. Entre sus publicaciones también se destacan: Nadie en casa, Todos los amantes son guerreros, Siempre fue invierno y El prestigio de la belleza. gregory PArdlo. Is the recipient of a New York Foundation for the Arts Fellowship in poetry and a translation grant from the National Endowment for the Arts. He has also received fellowships from the New York Times, the MacDowell Colony, the Seaside Institute, and Cave Canem. His poems, reviews and translations have appeared in Calalloo, Painted Bride Quarterly, Ploughshares, Seneca Review, Volt, Black Issues Book Review and on National Public Radio. He teaches creative writing at medgar Evers college, CuNy, and lives in Bedford-Stuyvesant, Brooklyn with his wife and daughter. río grande review poetry


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S


Para muchos está loco; para otros no tiene sentido lo que hace. A este alemán poco parece importarle lo que opinen de él. Su pasión es el disfraz, amanecer un día como otro, con una nueva identidad, como otra gota de agua en el océano. El origen de esta inclinación fue remoto y típico de un trauma infantil. A la edad de cuatro años a Günter Wallraff lo inscribieron en una guardería. No habiendo traspasado la puerta del salón, fue despojado de toda su indumentaria enfrente del resto de niños. Con el shock vino la despersonalización, después los complejos y por último una necesidad de anonimato, que le sirvió para diferenciar a los débiles de los poderosos. Las fotos de su pasado lo atestiguan: de chiquillo siempre prefirió disfrazarse de indio, antes que de vaquero. El “método del niño”, de ver las cosas como un infante, de hacerse el tonto y meterse en el juego hasta los tuétanos, lo ha acompañado hasta el día de hoy como una tara. Wallraff ha hecho de todo en su faceta de periodista: se transformó en un neonazi que espió para la policía a estudiantes de izquierda; un adolescente que ofrecía sexo en un call center; un editor sin ética en el diario sensacionalista Das Bild-Zeitung; un inmigrante iraní en Japón y hasta arriesgó su vida en el papel de un traficante de armas en Portugal. “Nunca he tenido dilemas éticos al utilizar la mentira como medio de llegar a la verdad —comenta sin dudar. Lo digo porque sé regularme. De hecho, en ningún momento fui acusado por los desfavorecidos que busco defender. Al contrario, ellos están contentos y suelen decir: ‘¡por fin uno se anima a disfrazarse como nosotros para comentar sobre nuestra situación! ’ Eso sí, en los casos en los que sé que las personas pueden tener problemas, voy con mucho cuidado. Resguardo mis fuentes, no menciono sus nombres ni a mis colegas, y les busco abogados, si es necesario. Me causa gracia que los únicos que critican mi forma de actuar son los culpables, quienes violan derechos laborales. Ellos son

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muy duros conmigo y me llaman antiético. Yo no voy hacia lo personal; ataco cosas políticas que acuso. Eso sí es muy ético. Por suerte, en Alemania vivimos en un estado de derecho. Hay acusaciones y juicios sobre mi trabajo por parte de empresas, pero los jueces me han dado la razón. Por eso no he perdido ningún litigio. Al final, no importa escribir el artículo, sino cambiar la situación. Por eso siempre le hago seguimiento a mis reportajes.”

§ El reportaje más conocido de Günter está recogido en un libro, indispensable en el mundo periodístico, Cabeza de turco. En éste documenta sus dos años en la piel de un turco, y cuando se habla de piel no se alude a una metáfora más: Wallraff se tiñó el pelo y se lo ensortijó, oscureció su dermis, se colocó lentes de contacto negros y se despojó de su perfecto alemán para hablar con todos los vicios de un inmigrante que abraza una nueva lengua. El resultado fue Alí, un alter ego que lo acompañó por dos años con la finalidad de desenmascarar una Alemania racista y abusiva. De su incursión salió con esquirlas por todos lados. Günter fue turco hasta cuando se acostaba a dormir. Vivió en pensiones, fue cobaya humano para laboratorios farmacéuticos, se sentó en la barra brava contraria en pleno partido Alemania-Turquía y hasta trabajó sin protección en una central nuclear de alta peligrosidad. Wallraff terminó su investigación con una bronquitis crónica, que lo hizo escupir sangre, con una lesión discal por todo el peso que tuvo que acarrear y hecho una ruina como deportista. Esto último no es exageración: de correr el maratón en dos horas con 40 minutos, después de un largo proceso de sanación, ahora lo completa en cuatro con 12. “No soy un ejemplo –comenta Günter al rememorar sus casos más famosos. Me siento bien cuando la gente en la calle me saluda, o me escribe, y me dicen que mis trabajos los han ayudado. No me gusta el éxito rápido, si no tener impacto y estar comprometido con una causa. El caso de Alí tuvo efectos muy buenos: se buscaron nuevas vías de seguridad laboral para las condiciones de trabajo de mis

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colegas. También hicieron un fondo de abogados para los periodistas de Bild, y le ganaron un juicio”. — ¿Se imagina su trabajo sin recurrir al disfraz? — En mi país no me lo imagino porque, a partir de un momento, era tan reconocido que debía cambiar de personalidad para poder conseguir trabajo. En Suecia podría pensar lo del disfraz… Supe que allí un periodista se contactó con la compañía Ericsson, les dijo que tenía denuncias y sugirió la posibilidad de investigar las condiciones laborales en sus empresas. La corporación accedió, le abrió las puertas y no le obstaculizó su trabajo. El resultado fue un reportaje muy crítico que publicó el colega. — ¿Cuánto invierte en la preparación de sus reportajes? — Me preparo muchísimo. Normalmente, elijo tres temas a desarrollar con mucha antelación. Es muy probable que, de los tres, dos no se concreten. Puedo demorar mucho tiempo. A veces, aparece una historia actual y sé que debo agarrarla de inmediato. Es decir, en el fondo no hay una regla fija. — ¿En alguna ocasión tuvo miedo de ser descubierto? — Nunca tuve miedo. Una vez me pasó que un colega se dio cuenta de que yo estaba disfrazado, pero le encantó saberlo y no dijo ni una palabra. Luego me comentó que no me lo hizo saber en el momento para no ponerme en una situación incómoda. Otra historia me sucedió en Suramérica. Viví en una comunidad indígena de Brasil, y estuve filmando y tomando notas. Cuando se dieron cuenta, me pidieron no publicar ni poner imágenes. Lo acepté y nunca salió nada de ese reportaje. Los respeté.

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§ Sin disfraz, Günter Wallraff desconcierta. Equivale a ver a un camaleón sin colores, a un tiburón sin dientes, paralizados en su facultad. Desprovisto de pelucas y maquillajes es un hombre maduro, calvo, blanquísimo, de cuerpo atlético e intensos ojos azules. En su caminar se ve flanqueado por jóvenes periodistas de diferentes nacionalidades. Uno de ellos, español, se le pone al lado y le hace la seña a otro para que le tome una foto, mientras su ídolo está descuidado. La admiración no es normal.

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“No podría hacer un juicio general sobre las escuelas de periodismo. No sería justo –responde ante una pregunta. En Alemania la más reconocida de éstas tenía a un director, Wolf Schneider, quien era terrible y le hizo mucho mal a toda una generación de periodistas. Es un señor que estaba a favor del régimen de Pinochet, racista, excluyente. En mi país es uno de los gurúes del estilo periodístico. Escribió libros sobre retórica y tenía un talk show en la televisión. Él es un ejemplo de que no todas las escuelas de periodismo son buenas. Schneider enseñaba buenas técnicas, pero el contenido moral era terrible. Les dijo a los jóvenes: “si usted quiere acercársele a la gente, debe hacerlo de una forma brutal”. Es decir, no importa cómo llegar a la historia. Si estás en un hospital, por ejemplo, te toca seducir a una enfermera o pelearte con el guardia. Lo primordial es que llegues al periódico con la noticia.” El autor de El periodista indeseable relata todos los intentos de Schneider para hundirlo, las veces que ha ido a sus actos públicos con el fin de boicotearlo, sus alianzas con otros periodistas para dejarlo a la altura del betún. Aunque suele reírse en sus relatos de los continuos fracasos de su enemigo privado, reconoce la gravedad de una situación que ejemplifica hasta dónde puede llegar un periodista que no sabe separar los planos. “En el periodismo noticioso tienen sentido esos trabajos en donde separan la opinión de la nota –reconoce. Pero yo no creo en la objetividad. Como comentarista es totalmente legítimo opinar, si la gente sabe que se trata de eso. Está bien decir que es la visión del reportero y no venderla como verdad absoluta. Ahí está la diferencia. Mucho más peligroso es la gente que va de objetiva y, cuando los investigas, te das cuenta de que les pagan, deben favores, tienen vínculos políticos y no son nada independientes. Eso es más preocupante”. Para que no quepa duda, el alemán relata otra tipología de mal periodismo: uno de sus compatriotas viajó a Tailandia para hacerse un tratamiento de piel. En su estancia se topó con un asalto en plena calle, en donde él pagó las consecuencias. De regreso a su país la sorpresa fue mayúscula: su nombre real adornaba un titular del Bild-Zeitung en donde lo colocaban como un turista sexual golpeado salvajemente por

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una prostituta. Con la falsa acusación vino la depresión y una vida que fue destruida hasta en el plano laboral. “Allí tuvo que entrar mi fundación, con todos los abogados, y le ganamos la demanda al diario para que resarciera los daños causados. Por eso creo que el trabajo periodístico de información y denuncia es una cosa, pero luego de la publicación empieza la segunda etapa: hacer juicios, buscar mejoras de trabajo, dar refugios a compañeros que tienen problemas. En mi último reportaje, por ejemplo, se logró que le aumentaran el salario y le mejoraran la situación laboral a la gente de la fábrica que investigué. Esas son cosas positivas.”

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§ Günter Wallraff el activista ha hecho de todo: le dio asilo a un escritor kurdo y le publicó su libro, protegió a sus informantes turcos y defendió la revolución sandinista en su momento. Ahora mismo no cabe de orgullo con su fundación Vivir juntos. Ésta fue creada para los inmigrantes en Alemania. Su mayor proyecto está en un barrio multicultural de su país, en donde hijos de extranjeros se juntan y se les da capacitación para que estudien y vayan a la universidad. “A veces, la gente se equivoca conmigo -relata. Nunca he sido miembro de ningún partido, porque no quiero ese tipo de compromisos. En dos ocasiones me ofrecieron puestos en el parlamento alemán, y no acepté estar en la lista de ninguna facción política. Eso me limitaría el trabajo que quiero hacer. ¡Una vez hasta me postularon para una candidatura sin ser miembro de nada!” El periodista indeseable dice que en muchas ocasiones los cambios los logra de una manera bastante sencilla: con una llamada telefónica a una empresa en donde el discurso es el que sigue: “Soy Günter Wallraff. Me llegaron denuncias de su compañía, pero también tengo otros temas en mi agenda. Si ustedes me prometen mejorar las cosas, entonces, yo no investigaré, ni me disfrazaré de trabajador, ni publicaré lo que descubra”. “Como la gente de mi país me conoce, prefieren arreglar las situaciones antes de salir denunciados por mí. Eso me pasó con el director de una importante empresa, quien

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me buscaba para decirme que no hablara mal de ellos, que habían mejorado. Él me llamaba continuamente para asegurarme que habían aumentado el número de comités de trabajadores que tenían en la compañía, que no los acusara. Me decía: ‘ya no somos malos; mejoramos mucho’. Yo le respondía que aún faltaban más comités, y tenía que seguir criticándoles, pero haciendo la salvedad de que se estaban enmendando... El día antes de mi aparición pública, me volvieron a llamar de la misma empresa para decirme: ‘Señor Wallraff, queremos darle la noticia de que ahora no tenemos 34 comités, sino más de 35’, -dice sin aguantar la risa. § —¿Cómo ve el futuro de la prensa escrita? —Hay un problema clave de la prensa en papel, porque Internet tiene cada vez más importancia. En Alemania los periódicos se financian por publicidad y no sobre ventas. En Suecia tienen una ley que me parece buena: si existe un solo diario en una región, el Estado está obligado a crear otro para acabar con ese monopolio. Buscan pluralidad en la información, y debemos reflexionar sobre eso… Es cierto que la gente joven se va mucho al Internet y no compran en papel. Lo mismo pasa con el mercado del libro. Es claro que el ambiente de los medios no va a cambiar. La gente no lee tanto como antes, y la crisis existe. Por eso debemos buscar soluciones, como mejorar la calidad de nuestros reportajes. —¿Cómo se logra eso? —Es importante el tema y cómo lo presentas, si afecta a la gente. También hay que trabajar el multimedia, si se puede. Tenerlo en prensa escrita y audiovisual. Lo mío lo hice en la revista, y luego colgué el reportaje en la televisión. Un medio hace que se busque al otro. Wallraff firma un ejemplar que le dedica en alemán a un periodista suramericano. Aunque sus seguidores mexicanos no lo dejan en paz, él no se molesta. Se siente halagado y más altruista que nunca. “Mi posición está al lado de los más vulnerables –responde antes de demostrar por última vez: Venezuela, por ejemplo, tuvo un cambio político por una necesidad latente.

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Ahora bien, si los nuevos en ese Gobierno utilizan su poder para coartar la libertad de prensa, eso lo vería con ojos críticos y estaré defendiendo a mis colegas. El caso de Nicaragua es un ejemplo. La revolución sandinista fue la esperanza para mucha gente. Soy muy amigo de Ernesto Cardenal. Defendí los ideales en un momento, porque me parecieron muy justos. Pero ahora veo un régimen que dice estar traicionado por los acompañantes de Cardenal. Me sorprende que este señor pueda ser encarcelado por un Gobierno poco transparente y corrupto”. Quien fue trapo y guiñapo, perro y sarna social, toma aire y dice sin titubear: “No le doy aval a un poderoso, sea quien sea”.

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RGR

GÜNTER WALLRAFF. Nació en 1942 en Burscheid, Alemania. Es un escritor y periodista de investigación encubierta. Es conocido por los reportajes de incógnito en diversas grandes empresas e instituciones, en donde narra las condiciones de trabajo u ocupación en la sociedad donde se encuentre. Sus métodos radicales de indagación periodística han dado lugar a un verbo en alemán wallraffen (wallraffear, en castellano), donde el reportero se transforma, creando una identidad ficticia, un sujeto que vivirá todas las experiencias relatadas posteriormente, que de otro modo serían difíciles de conseguir. Cada vez que salen al mercado, sus libros suelen provocar una auténtica conmoción en Alemania.

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Fiction

El alfabeto del profesor Chomsky Juan Carlos Chirinos

mereCedOr de tOdOs lOs hOnOres que le concedían, el profesor Chomsky saludó al presidente con una leve inclinación de cabeza. Hacía horas que había dejado de poner atención a su discurso, pero el primer mandatario acababa de adornar su nombre con los más bellos adjetivos, lo cual siempre resultaba agradable. De todas maneras no valía la pena hacer esfuerzo alguno en escucharlo, pues no oía la voz del líder sino las dulces articulaciones de la intérprete. El edecán que le habían asignado era solícito y en los diez días que había estado de visita en Caracas no lo dejó solo un instante, ni dejó de satisfacer ninguna de sus necesidades; cuidaba cada detalle con mimo, por su seguridad dormía contra la puerta de la habitación y se había ocupado de que dispusiera de audífonos de la más alta calidad para que la intérprete tradujera las palabras del presidente a su idioma. El profesor ya llevaba diez días revolucionarios a cuenta del presupuesto del país en la suite para vips del mejor hotel de que disponían, con guardaespaldas, choferes, atenciones de los anfitriones y exquisiteces de todo tipo. Echaba de menos, eso sí, la sabrosa soledad de su despacho en la universidad, allí donde nadie estuviera esperándolo a la salida para preguntarle a dónde quería ir. La justicia social, lo sabía bien él, a veces necesita del sacrificio de una parcela de libertad. ¿Pero para qué quiere libertad un pueblo satisfecho con su líder?, caviló repetidas veces, mientras se ponía el albornoz de seda, acostado en la mullida cama y cuando leía los periódicos internacionales mientras desayunaba los huevos

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Alter ego



escalfados y el caviar de la tierra. Me parece que la libertad está sobrevalorada, murmuró para que no le chorreara la comida por la barbilla, y reprimió una risa que amenazaba con derivar en carcajada. Sin que el edecán lo notara, el profesor fue bajando el volumen de los audífonos hasta silenciar a la intérprete y pudo escuchar la atractiva y masculina voz del presidente. A pesar de que no entendía las palabras —esa lengua jamás se había rendido a sus sesudos estudios—, sí era capaz de seguir la entonación y los sonidos, el ritmo del discurso. Sí, sí, era evidente que poseía el don de la palabra, que el carisma envolvía cada gesto suyo, que ese era el mayor tesoro del líder, la capacidad para que el pueblo amara sus pensamientos. Una voz dulce y firme a la vez, eso me gusta, pensó el profesor Chomsky y no pudo reprimir un suspiro. En caso de que volviera a hablar de él, ¿identificaría su nombre pronunciado con los recursos de otra lengua? No le importó tomar ese riesgo. Entrecerró los ojos y colocó la cabeza en una posición tal que le permitía dar la impresión de que escuchaba con atención y a la vez echaba una imperceptible cabeceadita. La necesaria modorra para discurrir a sus anchas. Primero evocó a los griegos; recordó cómo habían dado con la palabra perfecta para nombrar los sonidos incomprensibles. Pensó en Agamenón escuchando la lejana lengua de los faraones; en Herodoto intercambiando secretos con los sabios persas; en Jenofonte pidiendo víveres a alguna campesina babilonia; pensó en Alejandro, el rey macedonio escuchando a los celtas que habían venido de tan lejos sólo para contarle que a lo único que temían era a que les cayera el cielo encima. Todos ellos usaban la misma palabra: bárbaros. Y los comprendió. Una lengua extraña es un galimatías, la explosión del orden normal de las palabras. Solo los bárbaros son capaces de violentar el orden del pensamiento. Una lengua extraña obliga al que la escucha a comenzar de cero. Al principio, de la voz del presidente sólo podía identificar las frecuentes risas (si en este país la gente tiene buen humor, debe de ser porque es feliz, pensó), pero pronto se concentró en los sonidos individuales. El primer fonema que

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apareció claro en su mente fue la i; i, i, i, que se intercalaba con otros sonidos que de momento no tenían un orden; i, i, i de Chomsky, y el profesor volvió a saludar con la cabeza al presidente que hablaba de nuevo de él, de sus virtudes, de su sabiduría y de su compromiso con las revoluciones del mundo. Como se dio cuenta de que el contraste es un buen método de aprendizaje, pensó en captar la vocal que él sintiera en las antípodas de su i; pensó en encontrar la a, que era fácil y tenía más patas. Su lengua bárbara ya tenía dos signos, i, a, i, a, insuficientes pero significativos. Dos fonemas que se intercalaban entre un chorro de sonidos ajenos a su cerebro; como un genetista, pensó que la lengua que estaba aprendiendo en el florido discurso del presidente era como un genoma del que sólo hubiera descifrado dos elementos. Pasó un largo rato antes de que se le hicieran nítidos otros fonemas que le ayudaran a completar un juego de vocales; el profesor pensó que aprender bárbaro de oídas no era algo fácil, y eso lo estimuló. Ajustó su posición en el asiento y continuó aprendiendo. Repasó los datos que ya tenía y siguió acumulando sonidos. Primero los monosílabos; po, ka, ba, ti; luego los combinó, kaba, tiba, tipo, kapo; experimentó encontrar trisílabos, potika, bapopo, katika y así fue juntando sonidos hasta que estuvo seguro de que podía identificar palabras completas; palabras que no comprendía pero que sabía pronunciar; ¿ocurre así con los bebés cuando aprenden de sus madres?, dudó. Seguramente, cuando regresara a su despacho en la universidad tendría mucho material para escribir un ensayo más o menos largo sobre el asunto. Por lo menos cien folios; tantos años estudiando le habían afinado la capacidad para adivinar cuántas páginas le llevaría desarrollar una idea. “Este año ya tengo entonces un libro más; he de renegociar los derechos con mi editor, tengo que pedirle más dinero, necesitamos aires acondicionados nuevos en casa y Margaret me ha pedido un nuevo color para el yate”, calculó dejando de lado sus estudios mentales, pero volvió sonreído al discurso del presidente cuando escuchó la i de Chomsky, lo cual le indicaba que volvían a referirse a él. Él. Tan sabio, culto y revolucionario. Pasaban de las cinco de la tarde, el acto había comenzado a las doce del día y el presidente no daba señales de

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cansancio; al contrario, a cada frase parecía que tenía más historias que narrar, más decretos que anunciar, más planes que mostrar, más chistes que contar, más depresiones que drenar. Al profesor Chomsky en realidad no le molestó, porque el edecán había colocado a su lado una bandeja con delicias criollas y abundante cerveza; no le molestó porque juzgó que la oportunidad era única para aprender del presidente no sólo sus ideas acerca del futuro, sino también para aprender su lengua, esa que los griegos llamaron bárbara. Lo que pasa es que los griegos no conocían tanto de fonética como yo, se felicitó el profesor y siguió armando su idioma. Mientras el presidente se dejaba aplaudir (tal vez había anunciado una nueva política social) el profesor Chomsky cogió una empanada de carne y la mordió con placer. Masticó con gusto y entonces fue cuando escuchó el clic. Se dio cuenta de que entendía el discurso del presidente. Al principio sólo fueron unas frases inconexas: “de los tramp...”, “como si nosotros fuéramos...”, “...y así por el estilo”. Tragó su empanada, dio un sorbo a la cerveza y miró al presidente que le devolvió divertido la mirada. Dijo “Chomsky” y el profesor sonrió. Sabía que estaba a punto de darse el milagro de la comprensión. Su júbilo era enorme: por este descubrimiento seguro se haría merecedor del premio Nobel de literatura. ¿No es un millón de dólares lo que te dan?, se preguntó gozoso, con esa cantidad no pinto ningún yate, me compro uno nuevo; Margaret va a estar muy contenta. ¡No habrá lingüista que me lleve la contraria nunca más!, gritaron sus neuronas excitadas. Su cerebro estaba preparado para dar el siguiente paso, para unir las palabras en frases completas, listo para coordinar las ideas en una nueva lengua, la lengua de estos bárbaros. Es un salto que sólo puede dar la mente superior de una lengua superior como la mía, ¡qué feliz soy, por Dios!, pensó con alborozo. Y entonces, para estupor del profesor Chomsky, el milagro de la comprensión tuvo lugar: ...porque siempre han creído que me chupo el dedo, mis enemigos creen que yo soy pendejo, que me voy a dejar engañar por ellos otra vez, que lo vayan sabiendo, señores golpistas, yo ya no soy el mismo, el de antes, el que dejó que le metieran el ejército en su casa, ya no se me puede engañar así de fácil, ¿verdad,

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profesor Chomsky?... Este jilacho profesor es otro que cree que somos idiotas: lo traemos de tan lejos, le pagamos el viajecito y en agradecimiento apaga los audífonos y hace como que nos oye, se come las empanadas del país y se queda dormido cuando hablo; pero tranquilos, a este gringo lo fusilamos en cuanto se descuide... La carcajada del público sacó de la parálisis al profesor, estupefacto. No supo hacer otra cosa sino sumarse a las risas; disimuladamente le subió volumen a los audífonos en los que la intérprete seguía traduciendo el discurso del presidente: “...y hoy nos sentimos honrados con la excelsa visita de usted, profesor Chomsky, un sabio contemporáneo, el Saussure del siglo XXi, el único intelectual de su país que merece ese calificativo. ¡Gracias, profesor, gracias por su amistad, gracias por su visita!”. Bajó de nuevo el volumen de los audífonos y la voz del presidente regresó atractiva y nítida: fusilar a Chomsky, fusilar a ese gringo; examinó el aparato y le subió el volumen: “este hombre merece el Nobel, ¡el Nobel para Chomsky!”. Repitió la operación con idéntico resultado. —¿Le ocurre algo, profesor? —preguntó el edecán en su exquisito inglés. —Nada, nada —respondió el profesor. El edecán le sonreía y le ofrecía más empanadas. Chomsky sudaba. Quizá también acusaba recibo del calor del trópico, y estuviera delirando. El rostro del presidente era el mismo; sus miradas amables y el carisma se suspendía sobre sus mejillas con ese efecto tan gracioso que antes había hecho suspirar al profesor. Pero ahora esa misma amabilidad le advirtió al sabio que quizá ya era hora de volver a casa. El conocimiento tiene un precio siempre, pensó para distraer el pulso acelerado de su corazón. Pasó la noche en vela, sin saliva en la boca, esperando a que unas botas oscuras derribaran la puerta y se lo llevaran para siempre. Sus terrores infantiles se adueñaron de la noche y, entre los estertores, supo que la o de noche no se pronuncia igual que la o de listo, y que la u es más oscura en la palabra fusil y que es el juguete roto de la palabra lingüista. La nueva lengua se apoderó de sus pensamientos y durante unas horas dejó de entender inglés.

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Al día siguiente, repuesto al abrigo de la poderosa luz del sol y pretextando una montaña de trabajo que lo esperaba en la universidad, el profesor Chomsky se despidió del presidente en el aeropuerto; y cuando el avión despegó juró no volver a aprender ninguna lengua bárbara ni a escribir ningún libro sobre el tema. Si el Nobel tenía que esperar, que esperara. Total, él ya estaba muy viejo para andar detrás de más honores. Y mucho menos de yates nuevos.

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Juan Carlos Chirinos Nació en Valera, Venezuela, en 1967. Es autor de la novela El niño malo cuenta hasta cien y se retira; de los volúmenes de cuentos Leerse los gatos y Homero haciendo zapping. ha sido incluido en varias importantes antologías de relatos en España y Venezuela como Pequeñas resistencias y Las voces secretas. Actualmente radicado en España, y como profesor de talleres literarios, Chirinos es una de las figuras más destacadas de la narrativa breve no sólo de Venezuela, sino de Latinoamérica.

El alfabeto del profesor Chomsky


Non-Fiction

Kurt Sonnenfeld: El perseguido Leila Guerriero

Scarlett usa un vestido corto, sin mangas. Natasha también. Scarlett lleva el pelo sostenido por una pequeña orquilla. Natasha también. Scarlett está parada sobre una silla tapizada con pana roja. Natasha también. Scarlett se inclina, frunce los labios, se dispone a soplar las velas de la torta en la que lucen muñecos de Winnie Pooh, Mickey Mouse y el dinosaurio Barney, y el número 4 sobre la frase Feliz Cumpleaños. Natasha también. Entonces una mujer alta, delgada, joven, el pelo largo y negro, se interpone entre las dos y dice, exagerando la modulación: —No, no. Antes de apagar las velitas ¿a quién decimos gracias por toda esta buena comida? ¿Thank you for all this good food? Y Scarlett dice: —To God. Y Natasha también. Entonces la mujer delgada, joven, el pelo largo y negro, dice: —¿Y a quién le damos gracias porque nos vinieron a visitar nuestros amigos? Y Scarlett dice: —To God. Y Natasha también. Y entonces, por última vez, la mujer delgada y joven se inclina y dice:

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—¿Y a quién le agradecemos porque lo tenemos a papá, a daddy, un día más con nosotras? Y Scarlett dice: —To God. Y Natasha también. Al otro lado de la mesa papá –daddy—, un hombre de pelo claro y gafas sin montura, levanta la cámara y hace ese pequeño gesto que es el que, dice, lo ha traído hasta acá, a esta casa sencilla en un barrio popular de Buenos Aires, a esta vida austera y tan distinta a todo lo que fue: levanta la cámara y hace click. Después todos aplauden.

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§ Kurt Sonnenfeld es americano, tiene 47 años, nació en Denver, Colorado, vive desde 2003 en la Argentina y, en su carácter de director de Media Relations a cargo de la división de Operaciones mediáticas de FEMA (Federal Emergency Management Agency), un organismo del gobierno de Estados Unidos con la misión de “reducir la pérdida de vida y propiedad y proteger al país de todos los riesgos, incluso desastres naturales, actos de terrorismo y otros desastres creados por el hombre”, fue el único documentalista autorizado para tomar imágenes del Ground Zero después del atentado a las Torres Gemelas del 11 de septiembre de 2001. Con acceso irrestricto, pasó cinco semanas acompañando a bomberos y fuerzas especiales y registró todo con instrucciones precisas: ni objetos personales, ni bomberos llorando ni, por supuesto, cuerpos. Esa era la línea que FEMA había impuesto y que el propio Sonnenfeld había ayudado a sostener: mostrar un país herido pero en pie. Las imágenes del Ground Zero que emitieron por entonces todas las cadenas televisivas –CNN, RAI, la BBC— fueron tomadas por este hombre que, en esos tiempos, tenía una casa en Denver, muebles caros, una camioneta Cherokee, y todo el dinero que podía necesitar. Ocho años más tarde, después de haber pasado por dos cárceles, ser detenido por Interpol y permanecer —dice— espiado y perseguido, vive con su mujer y dos hijas mellizas en una casa prestada, sin auto y sin empleo, con un pedido de extradición de su país que lo

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acusa de un delito cuyas condenas previstas son la cadena perpetua o la pena de muerte. § Alta, delgada, las manos largas de gestos lánguidos, Paula Sonnenfeld usa dos —a veces tres— celulares y habla, en general, con el tono modulado de una maestra harta de explicarlo todo por décima vez. Estudió leyes, pero no está recibida, y en su historia conviven tres hermanos, un exilio en Maracaibo durante la dictadura militar argentina, y la participación en organizaciones sociales diversas: un hogar para niños abandonados con HIV, movimientos populares apoyados por el piquetero kirchnerista Luis D´Elía. Si en Estados Unidos Kurt Sonnefeld llevaba una vida independiente, en Buenos Aires no sale sin esta mujer que se encarga de su situación judicial, su comida y su agenda y que, de hecho, ha cambiado varias veces hora y sitio de esta cita porque “hay cosas en nuestra agenda de actividades que contribuyen en forma directa a salvar la vida de Kurt”. Es viernes, cinco de la tarde. En un bar del barrio del Abasto, en Buenos Aires, donde las mellizas Scarlett y Natasha, de 3 años, pueden permanecer en el área de juegos, Paula y Kurt Sonnenfeld están sentados a una mesa del primer piso. Ella tiene 36 años, usa la prolijidad extrema: planchada de pelo a pie. El —47 que parecen menos, camisa marrón, jeans, anteojos de diseño—, habla un español pausado y trabajoso. —A todas partes tiene que venir Paula. Soy un niño dependiente. No salgo solo, nos da miedo que pueda pasar algo. Si en español Sonnenfeld es manso, titubeante, en inglés es rocoso, seguro. En inglés dice: —Okay, mira, esto es así. Mientras en el área de juegos Scarlett sobrevuela un castillo disfrazada de Cenicienta —y Natasha también— en la mesa del bar suenan, por primera vez, palabras que se repetirán en las semanas siguientes: atentado, armas biológicas, suicidio, confinamiento solitario, seguimientos, Interpol, cárcel, extradición, pena de muerte.

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§ Hijo de Gene y Bonnie, ama de casa ella, director de proyectos de una empresa constructora él, Kurt Sonnenfeld fue, en Denver, redactor de una revista de viajes, editó otra de economía y, finalmente, empezó a trabajar como camarógrafo en la televisión. Estaba por cumplir 31 cuando alguien lo recomendó —porque podía escribir y tomar imágenes— a FEMA. Lo investigaron durante meses y le dieron su primer trabajo: registrar en video el simulacro de evacuación de un terremoto. Lo hizo bien. Era 1993 y lo contrataron como director de Media Relations con la función de proveer imágenes a los medios y ser vocero ante catástrofes y emergencias: tornados, inundaciones. Ese mismo año, aunque dice que era depresiva y que intentó suicidarse varias veces, se casó con su novia, una mujer llamada Nancy. En 1995 el Departamento de Defensa le ofreció colaborar capacitando funcionarios del Programa para Emergencias en el Almacenamiento de Armas Químicas, que controla desastres potenciales en áreas donde se producen y almacenan armas químicas y biológicas. Después, el Departamento de Energía hizo lo propio para el Programa de emergencias nucleares. Así fue como Sonnenfeld terminó en sitios como Pine Bluff (Arkansas), Pueblo (Colorado) o Tooele (Utah), registrando depósitos de gas sarín, gas mostaza, gas VX, y en laboratorios del proyecto Manhattan como Los Alamos y Lawrence Livermoore, a veces con el fin de documentar y otras con el de enseñar a los funcionarios a salvar la reputación del gobierno en caso de escape o desastre nuclear, a través de una comunicación con los medios que no trajera problemas futuros. —En Utah, por ejemplo, hay miles de búnkers, repletos con cohetes M55 con gas VX, una forma del sarín más refinado —dice, revolviendo un café con leche que dejará enfriar toda la tarde—. Yo tengo fotos, videos de todas esas cosas. Mi trabajo tenía mucho prestigio. El vicepresidente Al Gore me dio un premio por mi labor en FEMA. Llevaba tanto tiempo de confidencialidad extrema que no se sorprendió cuando el 11 de septiembre de 2001, a las 7 de la mañana, sonó el teléfono y su jefe en FEMA le dijo:

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“Estamos siendo atacados. Vas a tener que ir a Nueva York”. Voló hacia allá y esa misma tarde se colgó la credencial de acceso irrestricto y entró al Ground Zero, donde las cámaras estaban prohibidas, dice, excepto la de él. —Fui el único, como fue único el hombre que captó el disparo a Kennedy. Yo conocía las reglas. No momentos personales, ni cuerpos, ni papeles. Cada imagen que el mundo vio del Ground Zero por esos días fue una imagen hecha por mí. Durante el tiempo que pasó en el World Trade Center vio lo esperable: ruinas, cuerpos, todo sumido en un olor eléctrico. Un día, descendiendo a las bóvedas de un edificio que formaba parte del complejo, él y otros vieron algo que —jura— les llamó la atención. Pero el horror era espectacular y estaba en todas partes, de modo que terminó su trabajo y volvió a casa. Se llevó con él –dice que porque le habían encargado preparar un homenaje a los bomberos muertos— los tapes y las fotos que acababa de tomar. Dos meses más tarde, el 1 de enero de 2002, Nancy, su mujer, estaba muerta y lo acusaban de haberla asesinado. La versión de Sonnenfeld dice así: que ella se disparó en la sien, que él llamó a la policía y que, cuando intentó seguirlos hasta el cuarto donde ella estaba, lo golpearon y lo llevaron detenido. Lo acusaron de haberla asesinado y pasó en la cárcel cuatro meses, buena parte en confinamiento solitario. Cuando llamó a FEMA para pedir apoyo, su jefe le dijo que no podían hacer mucho: había órdenes, desde Washington, de proteger a la agencia. Y le pidió que devolviera los tapes. —Habíamos sido compañeros de guerra, y me dejaban solo. Si Nancy no hubiera estado muerta no me habrían acusado de matarla, y FEMA no habría tenido motivos para tomar distancia. Y yo todavía trabajaría para ellos. Me sentí como un hombre caído en el campo de batalla: mis hermanos de guerra se iban, dándome la espalda. Les mentí: les dije que había dado todo el material a un funcionario de Nueva York. Salió de la cárcel cuatro meses después, en abril de 2002. Su abogado, dice, le aseguró que el caso estaba cerrado. Pero cosas extrañas empezaron a pasar: camionetas se

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detenían delante de su domicilio, el sistema de seguridad se desactivaba solo. El día en que encontró la puerta de entrada abierta, escondió tapes y fotos en el sofá y se fue. Primero, a casa de unos amigos, y después a la de unos parientes de esos amigos, en la Argentina. Desembarcó el 18 de febrero de 2003 en Buenos Aires, y jura que pensaba regresar. Pero aquí conoció a Paula. Ella y sus compañeros de trabajo estaban en un bar, lo vieron perdido en el inglés y se ofrecieron a ayudarlo. Cambiaron mails, se casaron enseguida: abril de 2003. Como el trámite de la visa para ella iba a tomar tiempo, decidieron quedarse. Alquilaron un apartamento, él montó estudio de fotografía y mandó a buscar sus muebles. Dice que, en todos esos meses, no volvió a pensar en los tapes que llegaron, como los había dejado, en el sofá. Y que ni siquiera volvió a pensar en ellos cuando notó que los seguían: hombres en bares, en plazas, por la calle. En 2004 se instalaron en casa de Víctor Hugo Durán, el padre de Paula, en el barrio de Barracas. —Queríamos ir a vivir a Mar del Plata. Mientras, enviamos mails a las productoras buscando trabajo. Puse que era el camarógrafo de las Torres. Es mi marca más grande. Muchos me dijeron “Hablá en nuestro programa”, y yo dije que no. No quería problemas. Pero cuando lo invitaron a participar para el aniversario del atentado en uno de los programas más vistos y en horario central, dijo que sí. —Era una buena forma de buscar empleo. Un gran aviso de “se busca”. Afuera es noche en Buenos Aires. En media hora más, la familia Sonnenfeld partirá hacia la casa ajena donde viven, en la que todo sucede, sucedió.

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§ La casa del padre de Paula tiene una sala, dos cuartos, una cocina, un baño y un patio. En la terraza hay dos habitaciones donde viven Kurt, Paula, sus hijas. Ubicada en Barracas, un barrio popular de Buenos Aires, está frente a las oficinas de un courier privado, a metros de la garita de un policía, y a dos cuadras de la villa Pompeya 21, un sec-

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tor difícil. La sala, en la planta baja, tiene muebles nobles, hondos, una mesa cubierta por un mantel borravino. Las paredes están, por partes, descascaradas, pero todo es austero y ordenado. En la puerta de entrada hay carteles con instrucciones: “A las palomas darles medio bowl de su comida a mediodía y una taza pequeña de alimento balanceado a cada perro. Nadie tiene llave de la casa excepto ustedes. No reciban cartas por las que tengan que firmar alguna cosa, ni paquetes”. Pero esas advertencias no estaban cuando una tarde de agosto de 2004 el policía de la garita de la esquina golpeó para preguntar si le podía indicar el manejo de una cámara que acababa de comprar. Kurt dio un paso afuera y veinte hombres lo empujaron, le cubrieron la cabeza con una chaqueta y lo subieron a un auto. Lo llevaron a un edificio que no reconoció y donde alguien le dijo: “Usted está en un cuartel central de Interpol. Su embajada mandó una orden irrestricta de arresto”. Preguntó por qué y le explicaron: “Porque usted está acusado de asesinato y fugitivo en la Argentina”. § Es lunes, cuatro de la tarde. No hace calor —16 grados— pero en la pequeña habitación de la terraza el aire acondicionado está a tope. En una computadora, Kurt Sonnenfeld despliega tickets de abordaje, pasaporte, pasaje aéreo. Todos llevan su nombre. —Ellos reabrieron el caso basándose en dos convictos que dicen que yo confesé el crimen en la cárcel. Y es mentira, no hay nada que confesar. Qué clase de fugitivo soy si salgo con mi pasaporte, un ticket aéreo a mi nombre, voy a la embajada americana a solicitar visa para mi mujer. Entonces, desde la terraza, llegan gritos desesperados. —¡Kurt, Kurt, Kurt! Kurt abre la puerta, y Paula, demudada, el pelo sin peluquería, le dice: “ay, Kurt, Marine se comió un pájaro. Marine One se comió un pájaro”. Desde que viven en esta casa tienen algunas mascotas. Dos perros, un gato callejero al que bautizaron Marine One — el helicóptero presidencial de Estados Unidos— y palomas:

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una a la que llamaron Air Con, porque nació sobre el aire acondicionado, otra a la que llamaron Paloma Blanca, y un pichón con el pico torcido al que llamaron Pico Loco. Hace tiempo Marine One mató a Pico Loco, y desde entonces es un gato bajo vigilancia. —¡Marine has a bird, Marine has a bird!- grita Paula, enloquecida. Kurt busca entre las macetas y ve al gato sacudiendo el cuello de un gorrión. —Oh, no, Marine, oh, Marine, no, no, no —se lamenta, como si se enfrentara a una tragedia inmensurable. Marine suelta al gorrión, ya malherido, y Paula le arroja agua, le dice “bad, bad, bad”. Kurt resguarda al gorrión en una canasta de juguete. —¿Siempre te gustaron las aves? —No. Ahora veo en las aves algo más sagrado. Cuando estás en la cárcel, dicen que si ves un ave es porque te vas en libertad.

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§ Después de pasar unas horas en aquel departamento de Interpol, supo que Estados Unidos pedía el secuestro de sus pertenencias y su extradición, acusándolo de asesinato en primer grado, una causa que tiene, en su país, dos castigos posibles: la cadena perpetua y la pena de muerte. Se inició un juicio y Sonnenfeld permaneció en la cárcel de Devoto, en la ciudad de Buenos Aires. Cristian Daniel Pérez Solís, el abogado penalista que lo defendió, dice: —Esgrimí los fundamentos que a mi criterio hacían imposible dar por cumplimentada esa extradición. Como Estados Unidos contempla la aplicación de la pena de muerte, y nuestro país no la suscribe, había una contradicción de base. La causa se tramitó en el juzgado del juez Daniel Rafecas, un juez que elevó, en diciembre de 2009, a juicio oral y público a Jorge Rafael Videla, imputado por 30 homicidios, 552 secuestros y 264 casos de torturas durante la última dictadura militar, y es tenido, por todos, como un juez intachable. Fue a mediados de 2005 que el juez, ese juez, denegó la extradición y ordenó la liberación inmediata del hombre

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que había pasado siete meses detenido. Estados Unidos apeló, presentando una nota verbal en la que prometía que, aun si la justicia decidiera condenarlo a muerte, esa condena no iba a aplicarse: una nota que se comprometía a no cumplir la ley. Entonces el juez Rafecas volvió a rechazar la extradición agregando que, ahora y además, cabía preguntarse “si están dadas las condiciones para que Kurt Sonnenfeld sea juzgado en el país requirente garantizándose la defensa en juicio, el debido proceso y demás derechos fundamentales”. Cuando Kurt Sonnenfeld, ya en libertad, solicitó refugio en la Argentina, volvieron los seguimientos: Paula estaba embarazada de las mellizas y una noche dos hombres bajaron de una camioneta para intentar retenerla. Fue entonces —dice Sonnenfeld— que para protegerse decidió contar, en un programa que emitió el canal América, su versión de lo que estaba sucediendo. Y su versión de lo que estaba sucediendo –que escribiría después en El Perseguido (Planeta, 2009), un libro que va por su segunda edición— es la que empezó a rondarlo —dice— aquel día de septiembre de 2001 cuando, en las entrañas del Ground Zero, descendiendo a las bóvedas de un edificio que formaba parte del complejo, él y otros vieron algo que —dice— les llamó la atención. § El aire acondicionado sigue a tope y el pájaro se muere en su canasta de plástico. —El World Trade Center estaba formado por varios edificios. Entre ellos, el número 7. Allí tenían oficinas el Departamento de Defensa, el FBI y funcionaba la estación clandestina mas grande de la CIA fuera de Washington. Como no tenía boveda propia, guardaban documentos en la del edificio al otro lado de la calle, el 6, que quedó aplastado por la explosión. Esa bóveda estaba siempre llena de material sensible y era enorme, de quince metros por quince. El día que entramos a la bóveda, estaba vacía. “¿Por qué estaba vacía? ¿Y cuándo pudo haber sido vaciada? —se pregunta en el libro— ( ...) La boveda era lo suficientemente grande como para necesitar más de un camión

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entero para retirar tan variado y sensible contenido (...) tuvo que ser vaciada antes del ataque. Todo parecía bastante claro. Los niveles mas altos del gobierno estaban al tanto de lo que iba a suceder”. —¿Y por qué un país que esté al tanto de una cosa así no va a impedirla? —Porque necesitaban una guerra. Para justificar el presupuesto del Ministerio de Defensa, entre otras cosas. —Suena un poco conspirativo. —Todas son teorías conspirativas, incluyendo la historia oficial. —¿Pero creés que esto que decís molesta tanto? —No, no es sólo eso. La mayoría de los empleados de FEMA son funcionarios. Ponen sellos. Yo estuve cerca de los depósitos, los lugares secretos. Yo creo que están preocupados por todo lo que yo pueda tener. Para ellos, soy un cabo suelto. Y usaron el suicidio de Nancy para ponerme bajo su control. Sea como fuere, después de que el juez Rafecas negara la extradición dos veces, Estados Unidos volvió a pedirla una vez más. El caso pasó a la Suprema Corte de Justicia, que decidió no expedirse hasta tanto no se resuelva si se otorga a Sonnenfeld la categoría de refugiado permanente. Pero el trámite de refugio, que usualmente toma un año y medio, lleva, en este caso, cuatro sin resolver. —La denegatoria del refugio es kafkiana —dice Adrian Albor, el abogado a cargo de este trámite—. Pero entiendo que debe ser muy fuerte darle refugio a un ciudadano yanqui. Se estaría reconociendo que en Estados Unidos se violan los derechos humanos y eso resiente las relaciones internacionales. —Todos los Estados tienen un profundo interés en los delitos del crimen organizado: la mafia, el lavado de dinero, el narcotráfico, por el peligro potencial que reviste —dice el abogado Cristian Pérez Solís—. Pero sorprende el interés extremo del Estado en esta extradición, aplicado a un sujeto particular, por un hecho particular.

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§ Es martes y es feriado. Sobre la mesa de la sala hay cartas del Departamento de Defensa de los Estados Unidos (U.S. Army Soldier and Biological Chemical Command, Defense Special Weapons Agency) con firmas de altos funcionarios que encomian el trabajo de Kurt Sonnenfeld como entrenador en ejercicios de simulación de escapes químicos y emergencia nuclear. Hay, también, certificados extendidos por el laboratorio de Los Alamos por su participación en ejercicios de respuesta en emergencias nucleares. Paula come galletitas. Kurt fuma en la ventana. Natasha llora y Scarlett, de cara a un rincón, tiene orden de pensar, durante un minuto, “acerca de lo sucedido”, que involucra un juguete de su hemana, una pelea, y es excusa para una lección de comportamiento cívico. —Compartir algo es la decisión de la persona que tiene el objeto —le ha dicho Paula—. Si no lo quiere compartir y se lo quitás, se llama robo. Say sorry to your sister. Una hora más tarde, Kurt Sonnenfeld y su mujer caminan, abrazados, por un mall. Se detienen en Starbucks, en Burger King —las niñas deben agradecer a Dios las hamburguesas— y, finalmente, emprenden la misión que los llevó hasta ahí: la compra en el supermercado. Lo primero es la búsqueda de un temporary toy: un juguete temporario. Cada vez que la familia va de compras, Scarlett y Natasha eligen uno para entretenerse y, al terminar, lo devuelven a su estante. Hoy Natasha elige una guitarra eléctrica, Scarlett un teclado, un oso. Pero lo que llega a la caja, a la hora de pagar, son dos carros con cosas —detergente, tabletas para los mosquitos, carne—, y dos niñas sin juguetes. Dos niñas que saben que hay cosas que pueden tener apenas por un rato. § Desde que Sonnenfeld hizo público su caso, varias instituciones y personas se pronunciaron a su favor, entre ellos el premio Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel, las Abuelas y las Madres de Plaza de Mayo, la Asamblea Permanente Por los Derechos Humanos.

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—Todo este problema surge después de las grabaciones de Kurt sobre cómo habían vaciado antes el edificio. Esto pone muy en evidencia que todo esto fue algo ya preparado —dice, indubitable, Adolfo Pérez Esquivel. En Estados Unidos la versión es muy otra. Un artículo publicado el 27 de noviembre de 2009 en un periódico de Denver dice: “Un individuo requerido por la justicia estadounidense, en relación con la muerte de su esposa hace ocho años, se encuentra en Argentina, donde sus teorías sobre presuntas conspiraciones estadounidenses son muy populares y las perspectivas de que sea juzgado por asesinato en Estados Unidos son bastante escasas”.

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§ —¿Devolverías los tapes? —Si, haría cualquier cosa para tener una vida normal. Pero si yo devuelvo los tapes, y ellos retiran el pedido de extradición, reconocerían tacitamente que lo que yo estuve gritando todo este tiempo es verdad. Por eso ellos nunca van a parar. Es un día de mitad de semana, casi noche. Paula, sentada a la mesa de la sala, habla en ese tono aprendido, como ausente. —Yo la posibilidad de la extradición no la considero. Yo me muero con él. No les puedo explicara las nenas que al papá no lo van a ver nunca más. Natasha llora porque se manchó un dedo y Paula le dice que no llore: que la gente en pánico no toma buenas decisiones. Kurt fuma mirando a las palomas desde la ventana. —¿Sabías que las palomas son monóganas? Y parecen tener un cierto sentido de comunidad. Cuando murió Pico Loco, Paloma Blanca y su hijo se fueron de la casa juntos. —Kurt —llama Paula—. ¿Te puedo hacer una consulta? El sábado será el cumpleaños número 4 de las niñas, y Paula hace una lista de posibles invitados. —Pero no podemos invitar a todos. Es muy caro. Entonces propone invitar a la chica que cuida a las niñas, a la vecina que le alquila el cuarto a la chica que cuida a las niñas, y a ambas con sus hijos. El dice, suavemente, en inglés:

Kurt Sonnenfeld: El perseguido


—Pero una fiesta con sólo tres amiguitos... Parece tan triste. Kurt Sonnenfeld usa un celular que sólo sirve para recibir llamadas, y cuando saca dinero del bolsillo sólo se ven billetes chicos. Como es refugiado provisorio no tiene documentación y no puede obtener ningún empleo. Para hacer inversiones sencillas —comprar un litro de barniz para pintar la cama de sus hijas— debe esperar a cobrar algún trabajo, conseguido por solidaridad de algún colega. § El día del cumpleaños de las niñas es un sábado fresco de comienzos del verano austral. Sobre la mesa hay un par de gaseosas, la torta con Winnie Pooh, Mickey Mouse y el dinosaurio Barney, y el número 4 sobre la frase Feliz Cumpleaños. La pared descascarada ha sido cubierta por un racimo de globos, y el total de niños invitados asciende a tres. A las siete en punto —en esa casa prestada, en este mundo de temporary toys— Scarlett y Natasha se ponen de pie sobre sus sillas, se inclinan, se disponen a soplar, y entonces su madre les dice que esperen, que antes agradezcan a God por tener a daddy un día más. Las niñas agradecen y soplan y, entonces sí, daddy hace lo de siempre: daddy hace click.

LEILA GUERRIERO. Nació en 1967 en Junín, provincia de Buenos Aires, y comenzó su carrera periodística en la revista Página/30. Desde 1996 es redactora de la Revista del diario La Nación. Ha colaborado con diversos medios de Latinoamérica y España como Rolling Stone, Letras Libres, El País, El Universal, V de Vian, El Malpensante, La mujer de mi vida o Barrio Jalouin. Participó, junto a otras escritoras y periodistas, en el libro Mujeres argentinas. Los suicidas del fin del mundo y Frutos extraños son dos de sus títulos que la catapultan como una de las mejores cronistas y reporteras de la actualidad. Kurt Sonnenfeld: el perseguido es un texto inédito que ha cedido su autora para ser publicado en la presente edición de la RGR.

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Fiction

Un dato menor (Fragmento)

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Sergio Chejfec

Luego de varios años viviendo afuera, el hombre ha regresado a su país como si se le hubiera perdido algo. Ignora en este momento que se trata del último viaje, aunque una sensación nueva, y por lo tanto vagamente definible, instala en él un sentimiento de alerta, de sospecha sobre sí mismo: por primera vez se ve como una persona que teje su propia trama, parecido, piensa, aunque sin modelos a la vista, a algunos personajes de novelas o, especialmente, de películas. Autor de cuadros, tal cual ha preferido definirse siempre, descartando la palabra pintor, sabe que no merece la admiración que algunos le profesan ni la reticencia con que lo trata la mayoría. Él se sentiría cómodo en un mundo de indiferentes, sujetos despreocupados de todo y solo capaces de dedicar dos segundos a cualquier contemplación, sin distinción de objetos superfluos o relevantes. O incluso más: sería feliz viendo el desvanecimiento espontáneo de sus obras como si toda composición física tuviera un plazo de vigencia acotado; en un mundo así, en lugar de tener que coexistir con los procesos de deterioro, con la pérdida lenta de cualidades, con la paulatina debilidad de toda presencia material, con la creciente decrepitud, etc., encontraría erradicadas todas estas amenazas. De sus obras le molesta la duración inscripta en ellas, que se hayan instalado en el globo, como le gusta llamar al mundo. como un objeto más. Le molesta también ser incapaz de destruir sus obras; en primer lugar porque en general no le gusta destruir, le es imposible desprenderse de nada, piensa que

Un dato menor


en el futuro todo tendrá algún uso o provecho, y en segundo lugar porque considera que la destrucción, así en términos abstractos, requiere más énfasis que la creación. Sospecha que, a veces, uno crea para negar, pero que la destrucción, también la omisión y la abolición, son las verdaderas acciones humanas, ciertas y concretas. Incapaz de destruir, no tuvo otra opción que crear. Y debiendo crear, espera que sus obras y todas las obras llamadas artísticas lleguen a un pacto de provisionalidad con el mundo: que duren poco y se desintegren antes de cualquier deterioro material. Y como entiende que ello es imposible y en cierto modo también impracticable, en gran medida porque el dinero que en ocasiones se embolsilla gracias a sus obras proviene de la naturaleza perdurable de ellas, si fueran de breve existencia nadie se las compraría, ha decidido postular lo opuesto a sus convicciones, digamos, morales. En sus cuadros trata de mostrar el costado perdurable de las cosas, aquello que permanece y nos interroga, como siempre le gustó explicar para quien quisiera oírlo. La típica oposición entre prédica y actividad. Tuvo la suerte de crecer lejos de las grandes ciudades, en un pueblo raleado que tenía como epicentro la estación de ferrocarril. El resto era campo, las extensiones de tierra reguladas por los cultivos, los angostos caminos interiores y la vida indiferente de los arroyos. Desde temprano, la gran cantidad de escenarios naturales y parajes bucólicos lo llevó a ahondar en los secretos de la contemplación inmóvil, paciente cuando se trata de discernir la evolución de aquello que no cambia rápido, si acaso cambia. Es así como desde los tiempos de juventud se apoderó de su mirada un particular lirismo, ajeno a la exaltación y al arrebato expresivo, también a una identificación espontánea con el paisaje, que provino de ese modo pasivo y prolongado de contemplación capaz de absorberlo durante tardes enteras, prolongadas sesiones de éxtasis espiritual frente a la naturaleza. Por aquella época era muy joven como para elaborar mentalmente la percepción, y más aún para encontrar en ella un argumento a favor o en contra de sus propias ideas sobre el arte, entonces por otra parte también incipientes. Su experiencia se remitía a lo siguiente: al rato de llegar a uno de

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los sitios de contemplación preferidos, le iba naciendo una vana intuición o esperanza de conocer más y entender mejor, intuición que se confundía con un sentimiento opuesto, o sea, la certeza de que nunca llegaría a saber lo que el paisaje realmente esconde, lo cual convertía esa esperanza suya en algo un poco vano o decepcionante por adelantado. No le había tocado en suerte nacer y vivir en algún otro rincón más enfático del mundo, un paisaje de contrastes y naturaleza polifacética. Al revés, en las afueras de su pueblo nada era brusco, todo resultaba demasiado calmo y armónico. Los cambios se producían según el ritmo anual de las estaciones, por otra parte nunca drásticas, y siempre se anunciaban. Y quizás debido a ese medio sin aristas ni eventos extremos, comenzó a anidar en él la sospecha de una vida en general, la verdadera vida del mundo, sostenida gracias a sacrificios tremendos, pero mudos e invisibles. Todo ocurre debajo o detrás de la superficie observada, pensaba. La tranquilidad de lo visible no era más que la contracara de la guerra constante librada muy lejos de la vista, oculta en las profundidades. Encontraba una prueba irrrefutable de esas sospechas en la belleza contenida en distintas situaciones. Cuando se ponía a mirar el paisaje deseaba que llegaran los momentos de indecisión, como los llamaba; cuando es imposible discernir lo cercano de lo lejano, cuando la luz es confusa, cuando los contornos se vuelven invisibles, en medio de una lucha que no alcanza a definirse entre irradiación y penumbra, invisibles y al mismo tiempo más nítidos, porque exhibían una variedad de matices que la luz fuerte del día siempre le negaba. Veía estas cosas concretas y simples, que advertía, sin embargo, le demandaban pensamientos o por lo menos consideraciones complejas, y entendía que no estaba preparado para esa tarea; que si quería describir el conflicto escondido del mundo, la guerra subterránea de la cual la superficie era consecuencia invertida, debía pintar, nunca escribir, decirlo con imágenes aunque fueran a durar menos, en su observación, de lo que requiere una palabra para ser leída y después pronunciada. Así fue como decidió que debía ser pintor. ¿Cuál era el paisaje que observaba? Cursos de agua angostos y medio escondidos en la vegetación silvestre, laderas en suave declive

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Un dato menor


que bajaban hacia el cauce de un río también oculto tras una franja de distintos tonos de verde, el cielo y las nubes siempre iguales, los movimientos furtivos en la naturaleza, la angustiosa quietud, etc. La sesión de contemplación podía durar bastante rato, por lo menos hasta que le nacía un pensamiento para él inquietante: se preguntaba si buena parte de la conmoción frente al paisaje no se debía a su falta de palabras para nombrar y entender aquel preciso escenario. A veces escuchaba un tren lejano, o la voz de algún animal que no se mostraba. Ignoraba los nombres de los arroyos, de los arbustos cuya diferencia era ostensible, de los lugares alejados y visibles a la distancia, de los pájaros que era capaz de ver y escuchar. Cualquier deseo de ordenar ese paisaje y reflexionar sobre él, se deshacía en una suerte de abstracción truculenta, debido a la falta de palabras, y terminaba interrumpida más temprano que tarde. En sus cuadros se realiza una idea de inmovilidad, de espera o luto por la próxima o pasada tragedia, quién sabe, la próxima o pasada tragedia del mundo, el punto suspendido en que está por ocurrir lo peor o lo peor acaba de ocurrir. Es verdad que no suelen verse pinturas que describan el movimiento, pero acá se trata de una detención más patente, podría decirse aislada, como si la quietud no solo diera a las cosas su personalidad sino también las preservara de caulquier amenaza de distorsión o cambio. Como consecuencia de estas estrategias de la mirada y de la composición, sus cuadros tendieron a resaltar lo único dentro de lo indistinto; con la conclusión anticipada, y un tanto frustrante, de que aquello denominado único precisa de nuestra elección para distinguirse, porque nada en la naturaleza lo sostiene más que cualquier otra cosa. Quizá por eso varias de sus obras se proponen dilucidar un panorama a primera vista obvio, pero que debido a su esfuerzo de representación (mostrar la referida permanencia como núcleo esencial y a la vez borroso de las cosas) se torna, ese recorte elegido de la realidad, excepcional, porque es la parte de lo visible que al fin se ha hecho evidente y, sobre todo, contemplable. A veces han denostado su arte diciendo que es muy cerebral o demasiado experimental, o directamente algo así como delirante. No obstante, estos ar-

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gumentos fueron en sí mismos paradójicos, o en todo caso reveladores de la paradoja en la que se asentaba la estrategia de este pintor, porque al fin y al cabo no se proponía otra cosa que representar una sensorialidad. Es el aspecto más curioso de su talento, una sensorialidad no celebratoria sino más bien problemática, que no tiende tanto a cuestionar el propio trance perceptivo que el sujeto atraviesa (eso sería fácil) sino a suspender la existencia del resto del mundo y de cualquier otra zona de la realidad. Cómo decirlo… Un fragmento de la superficie lunar sin la luna; una porción minúscula del paisaje terrestre aislada del universo; un trozo de hule que ha pertenecido al mapa. En la base de esa creencia hay una particularidad de su temperamento contemplativo, que podría resumirse en una breve frase: compenetración y olvido del mundo. Compenetración con el objeto de la observación, y a la vez, como consecuencia del esfuerzo, suspensión del mundo, lo que tiene un efecto de parcialización, siempre hay un recorte que flota en el tiempo. Esta desconfianza hacia la geografía se apoya también en otro aspecto, y es que siempre la geografía le ha parecido el más irónico de los saberes. El más irónico y el más apasionante, porque tanto en un plano individual como colectivo, la geografía propicia reacciones contradictorias, que tienden a ignorarla, corregirla, denostarla, anularla, endiosarla, etc. Y a su vez, la geografía tarde o temprano se arraiga en los hombres y los desmiente, esa es una verdad supra histórica. Pero sobre todo, la geografía es la fachada con que el mundo maquilla y disimula su interminable batalla interior, el conflicto de las profundidades. Es un conflicto que se manifiesta de distintas maneras, aunque siempre con finales inapelables. Esto él lo sabía muy bien, para este personaje no era un dato menor.

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Un dato menor


§ SERGIO CHEJFEC. Nació en Buenos Aires en 1956. Vivió en Caracas entre 1990 y 2005. Allí fue editor de Nueva Sociedad, revista latinoamericana de ciencias sociales, política y cultura. Entre otros reconocimientos ha obtenido becas de la Fundación Guggenheim y de la Fundación Civitella Ranieri. Es autor de numerosas novelas entre las que destacan Lenta biografía, El llamado de la especie, Boca de lobo, Baroni: un viaje y Mis dos mundos. Ha publicado también dos libros de poemas: Tres poemas y una merced y Gallos y huesos; y un libro de ensayos, El punto vacilante. Su obra ha sido traducida al francés, alemán, inglés y portugués. En la actualidad Chejfec imparte cursos en el M.A. de Creación Literaria en español de la New York University. Un dato menor es el proyecto en el que se halla inmerso en la actualidad, y fue cedido por su autor sin reparo alguno.

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Poetry

Benjamin Alire Sáenz

Reading novels 133

Keep telling yourself this: my life is as lovely as the morning dew. There’s a thought. Or tell yourself this: Shit! I have wasted Most of my life hating myself. Thoughts that cross the mind Have a logic all their own. Let’s not bring logic into this. I don’t know anything about physics or math. I just had A conversation with my younger sister. Logic had nothing To do with our conversation. I could talk to her forever. She’s better than a character in a novel. We can laugh. Hell, sometimes we cry. I’m glad I know words. I’m glad They live inside me. So I can talk to my sister. The one That’s better than a novel. I know we can’t talk without Words. But can we think without them? Or are thoughts Outside the realm of language? Is thinking without language Like having sex without sexual organs? I remember Studying this very question when I was in a philosophy class In college. I was an awful philosophy student. You needed To be good at logic. I don’t remember the answer To the question about the relationship between thought And language. They let us smoke in class back then. Maybe I was lost in smoke. Maybe I was trying to put The way smoke felt in my lungs into language. Maybe I was Trying to write a short story that I hoped would grow up To be a novel. Maybe I was just bored, bored, bored And daydreaming (In language?)—maybe that’s why I don’t Remember the answer. On some days, I don’t remember Anything. I have to make myself think hard, breathe deep, Stay perfectly still. Sometimes I have to think a long time Before I remember the names of the main characters Of the novel I’m reading. I picture them, the characters. I think of the way they inflect words, the way they turn Away when they don’t want to hear the voice Reading novels


Of the person who’s hurting them—or telling them The truth. I always feel sorry for them and talk to them As if they existed. But they do exist. They do. I swear they do! I tell them things Don’t do it don’t do it but they always do it. The wrong thing. Shit! They mean well. They’re smart. They know things. Things that matter. Things about The darkness and the light. They want to be better. They’re tired of living their days, making the same mistakes. They’re tired of hating themselves. They’re tired of waking up To lives they don’t want anymore. They need. They reach. They ache. When they’re alone they’re articulate and intelligent. But something happens when they’re in a room with Other people. There is always something that prevents them From attaining happiness. No one writes stories about Happiness. This is the reason why people don’t read novels Anymore. Hell, it’s too painful to watch these people Screwing up their lives. And you can’t even turn away Because you’re reading! They’re beautiful, the characters in all the novels I love. Keep telling yourself this: My life Is as beautiful as the morning dew. Then tell yourself this: Shit! I have wasted my life hating myself. Finish reading your novel.

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Let me know how it ends.


Jago Molinet

La piedad se llama Dalila (Fragmento)

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Viene Dalila sus pasos marcan huellas en el tiempo. El signo de su boca tiene la última revelación, Camina retoza encima de la felicidad y rasga el lienzo. Dalila luce otra imagen en el rostro deja ver la ola de su juego. Se descalza, camina hasta el perfil del verdugo envuelta en sombras. Quién podrá detener la palabra en sus cristales, el desprendimiento de los dardos. Quién podrá exhumar la fruta de su estómago, el intento de la música en los mimbres. Quién alcanzará la virtud del equilibrio, el criterio sin defectos en el hábito. Será su pensamiento más allá de los pasos discordantes, del rostro hendido en la mascara. Deambulando entre palabras, en la incoherencia de ser y no ser el hombre, el guerrero, el dios. Maldito en el Paraíso donde sus fuentes son como las de Mara, mas las bebo, las bebo hasta quedar dormido de tanta oquedad. Preso de amargura y placer. Palabras… La piedad se llama Dalila


Vuelven palabras al recuerdo que incita la nostalgia y resuenan cual campanadas apocalípticas. Quien inventó la luz de las palabras, No midió el tropel de sus tinieblas. Llueve la sangre en el ritual voraz de la traición, en el verso peregrino de los labios. Llueve la espera en el costado, en la existencia del grito que marcha rumbo al desierto de los hombres. Llueven las monedas y la mujer desviste su cuerpo. Besas mis ojos y el paisaje se transforma en mar de escombros, reino que cuelga del abismo. Haces conjuros y la madre se descarna. Entonas la balada silenciosa de la consumación, preguntas que vuelven al silencio y alargan esta jaula. Reconozco el pulso de Dios.

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Saúl Ibargoyen

La peste azul 137

No eran pedazos de ensuciado dolor perforando la totalidad del aire: tampoco espirales de bichos sangrientos ni trazos de un dedo gigante marcando de horror las camas y las calles. No era el metálico galope de las caballadas negras trizando hierbas y plumas perdidas: tampoco era una áspera sombra olfateando un posible destino en la carne más fresca: no era aquel escudo adonde un sagrado animal imponía su tenso vuelo entre astros de fuego: no era el gesto voraz del señor de los ejércitos con su pequeño disfraz y su pequeña espada y sus pequeños ojos porque en él alcanza su exacto tamaño todo lo mezquino. No no era la figura casi humana que como un balón repleto de monedas va hundiéndose en el barro de su propia inmundicia. No era un templo vaciado de amor y sufrimiento ni una bandera de colores inermes sometida a impúdicos jabones y al grosero manoseo imperial. No era el hombre sin oficio fijo ni la mujer duramente preñada La peste azul


ni el mesero desconocido ni el niño resucitado ni la muchacha que ya no estudia ni respira ni la suripanta que dejó de fornicar ni el juntador de basura cuyas quietas manos alguien lavó ni el soldado que asesinara su uniforme en aquella balacera del día de ayer o de hoy. No era una ciudad sin olor a simple gente: ni la ciudad de las máscaras ni el completo país de los mascarones: no eran los rostros de pieles blancas ni las caras de pieles azulencas ni las mejillas y las bocas valientes y abiertas. No eran los cuidados cadáveres ni los muertos sin apellido ni los examinados cuerpos en estuches diversos ni las vacunas mágicas ni los remedios tribales ni las perversas bendiciones en orejas indefensas ni los discursos cocinados en ollas de puro cristal. No no era esto todo lo que vimos: fue en el nuevo año de la peste azul.

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Ruth Matlow Asher

Before I was born 139

Before I was born, she knitted. He watched her body ripen like a plum. Awestruck. Their life separate, enshrouded in intimacy and wonder. No longer stopping at the officer’s club at the end of the day, he rushed home for iced tea and cigarettes—in the shade of the back porch, and after dinner on those sultry summer nights, they’d lay— their bed pushed up against the window—eat vanilla ice cream from smooth glass bowls and drop baby names into a pillowcase. Sometimes he’d leave for a few days—high security clearance— and she’d knit and visit with the neighbors. His whereabouts never divulged. His sister once saw him in New York, on Fifth Avenue. All military records burned in an office fire in Virginia forty-five years later. He bought a mask to wear, to sterilize the bottles—and a bathinette shaped like a rubber tub with hoses— for filling and emptying. A fellow officer loaned them a crib. The layette, small and yellow. When she lost sight of her toes, he tied her shoes, took her on a bumpy road and nothing really happened except she wondered if she’d be pregnant forever. Daily that month they drew a name from the pillowcase. One night, she felt labor— begin. On their way out the door, she slipped a piece of paper—from the pillowcase—into her suitcase.

Before I was born


§ Benjamin Alire Sáenz. He was born in 1954 in Old Picacho, New Mexico. At the age of 30, he enrolled in the University of Texas at El Paso. He later received a fellowship at the University of Iowa. In 1988, he received a Wallace E. Stegner Fellowship in poetry from Stanford University. While at Stanford University under the guidance of Denise Levertov, he completed his first book of poems, Calendar of Dust, which won an American Book Award in 1992. He entered the Ph.D. program at Stanford and continued his studies for two more years. His first novel, Carry Me Like Water, was a saga that brought together the victorian novel and the Latin American tradition of magic realism. In The Book of What Remains (Copper Canyon Press, 2010), his fifth book of poems, he writes to the core truth of life’s ever-shifting memories. Sáenz continues to teach in the Creative Writing Department at the University of Texas at El Paso. Jago Molinet. Nació en Manzanillo, Cuba, en 1968. Es licenciado en Economía; y diplomado en Periodismo, Comunicación Social y Gerencia Empresarial. Fue director y guionista de los documentales Tambú Luá, Molinos y Añoranza, entre otros. En su país recibió los galardones Caracol UNEAC, Nacional de Televisión, Espiral, 26 de Julio, Hórmigo, Catedral de La Habana y Taguabo. Allí publicó los minilibros La piedad se llama Dalila y En coche por el arcoiris. Su obra ha sido difundida en revistas, antologías y periódicos de Argentina, Ecuador, México, España y Cuba. En la actualidad es reportero de El Diario de El Paso, colaborador habitual de Borderzine.com y estudiante del MFA en Escritura creativa de UTEP. Es, quizás, el único cubano protestante de todo El Paso. Saúl Ibargoyen. Nació en Montevideo, Uruguay, en 1930. Radica desde hace muchos años en México. Es poeta, narrador, periodista y traductor. Ha publicado más de 50 libros, incluyendo antologías de la poesía latinoamericana. En su obra destacan Palabra por palabra, Cuento a cuento, Soñar la muerte, La sangre interminable, Poeta poeta, Exilios, Fantoche, Basura y más poemas, Poeta en México City y Versos de poco amor, entre muchos otros. Ha traducido a numerosos escritores portugueses, brasileros y franceses. Es editor de la Revista Mexicana de Literatura Contemporánea. Se ha desempeñado también como coordinador de talleres literarios. Ruth Matlow Asher. Lives near water in Texas and Manitoba. She has a thing for black labs. Her work is recognized in stateside and Canadian journals and visual imagery installations in San Antonio and Madison, WI. She edits a regional publication, Voices. Inside Yesterday is her first chapbook. Visit ruthasher.webs.com.

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Fiction

El árbol de la muerte Ednodio Quintero

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1 Muchos años después su nieto llegaría a saber que aquel hermoso árbol de fuste recto y finamente estriado, que se erguía delante de él, sereno, elegante y majestuoso, se llamaba Cedrela montana: Cedro de la montaña. Aunque el nieto, a quien no alcanzaría a conocer, no aprendió latín, sus estudios de Agrimensor lo llevaron a familiarizarse con los nombres científicos de algunos árboles, con los más conspicuos de los miles que poblaban los espesos bosques donde solía desplegar sus instrumentos de medición: una brújula finlandesa marca Suunto, un teodolito, cintas métricas, hipsómetros, altímetros, y hasta un novedoso relascopio de espejos de Bitterlich. Y como todo el mundo sabe, el nombre técnico de cualquier especie vegetal, trátese de una humilde hierba o de un árbol centenario, por una convención universal se escribe en latín. Al abuelo, que de haberlos sabido no le habrían importado para nada esos latines, le alegraba sí y mucho, hasta el punto de considerarse un hombre afortunado o al menos hasta ver en aquella jornada soleada un día de suerte, le alegraba haber encontrado aquel soberbio árbol, que respondía exactamente a sus propósitos. Que ni mandado a hacer o como anillo al dedo. O como dicen que decía su propio padre, es decir mi bisabuelo Estanislao: Mejor, no sirve. El árbol estaba ahí, silencioso e imperturbable, henchido de savia como un verde animal en celo atado a la tierra

El árbol de la muerte


fragorosa con profundas cadenas. Mi abuelo lo contemplaba con melancolía y secreta devoción. A sus espaldas, los dos peones que lo acompañaban, testigos mudos de una ceremonia que no alcanzaban a comprender, portando sendas hachas recién afiladas aguardaban la orden del Coronel. Así lo llamaban, con respeto y cierto temor reverencial: Coronel, Coronel Quintero. Los más allegados e incluso sus familiares más cercanos se referían a él como don Rufino. Bueno, señores. Ya está. Éste es. Procuren que caiga hacia ese lado del camino. Y luego se alejó con pasos lentos de buey cansado hacia el sitio donde había dejado el caballo atado a la rama de un arbusto. Buscó una sombra para guarecerse del sol crudo del mediodía que se abalanzaba en picada sobre el mundo como una lluvia de cuchillos. Se dejó caer en cámara lenta al pie de un duro árbol de Manteco, cuyas hojas cocidas en agua-sal y mascadas en ayunas dicen que es la pócima más apropiada para procurar un olvido providencial, y él, con los 87 años a cuestas que acababa de cumplir, era mucho lo que tenía que olvidar. “Rasguñando el aire”, ésta era la imagen que se le venía encima cuando, varias veces al día, por una cosa u otra, recordaba su avanzada edad. Llegaré a los 90 mascando el agua o rasguñando el aire, musitaba con rencor. De momento, la sombra densa del Manteco lo alivió un poco del profundo y real cansancio. Tres horas a caballo por unos caminos que al igual que las buenas intenciones parecen conducir al mismo infierno. A mi edad, ya no estoy para estos trotes. Y si quieren saber la verdad, les diré que estoy cansado, el cansancio me carcome el alma, estoy cansado de vivir. Entonces, viejo necio, me dirán ustedes, qué hace en esos montes tan alejados de su casa solariega o del cementerio donde podría estar a estas horas reposando en paz, si es que ya sus huesos se hartaron de andar traqueteando y trajinando de aquí para allá por estos andurriales olvidados de la mano poderosa de mi Dios. Ay, señores, deberían ustedes tener un poco de respeto por una persona mayor como yo, ¿no han visto que camino encorvado al igual que un anciano? Respeto, digo, aunque no sea más que por el montón de años que llevo encima como una mortaja. A cuenta de

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qué lo vamos a respetar, precisamente a usted, don Rufino, que acaba de firmar la sentencia de muerte de ese árbol tan bonito. Más bien lo podríamos acusar de asesino de árboles, eso es. Y ustedes, quién lo iba a pensar, no son más que unos cándidos cretinos, idiotas redomados, comedores de alfondoques. Ese árbol es justo el árbol de la muerte, nació y prosperó en esta lejanísima montaña, donde ninguno de ustedes tendrá piernas ni pulmones ni guáramo para llegar, con el único propósito de servirme como una especie de nave ligera —tan parecida a una leve canoa surcando un río de las llanuras— que facilitará mi fuga de este mundo hostil. Ah, disculpen ese lenguaje de poeta beodo, ése no soy yo, mejor los dejo con mi nieto, pues es él quien tiene las llaves de la narración. Mi abuelo tenía fama de mal genio, y dicen los que lo conocieron que era un hombre de pocas palabras, parco e imponente, con una voz pedregosa y potente que hacía vibrar el aire, espantaba los pájaros y causaba temor. En uno de mis primeros cuentos lo describí como el cacique de un país lluvioso, y en una novela que nunca terminé le dediqué un capítulo donde aparecía imperturbable y silencioso como un rey vikingo en su ataúd de roble finlandés. Y aunque no lo conocí personalmente, ahora mismo recuerdo un retrato suyo que colgaba en la pared de la sala de mis tías, Rosa y Griceldina, en su casa de Niquitao. En aquel retrato, que era una foto retocada, mi abuelo lucía una fosca cara de perro bravo, un soberbio bulldog. Pero allá en la montaña, mientras aguardaba con fría paciencia que los peones derribaran el árbol de cedro, se veía manso y fatigado, como un perro viejo que late echado. Durante los primeros 65 años de su larga vida mi abuelo se había dedicado con ahínco y paciencia de santo a sus labores de labriego, y aunque nadie se hace rico doblado como un segador año tras año y de sol a sol, don Rufino había logrado levantar una familia numerosa formada por él mismo, que tenía los dientes y el apetito de un caballo, mi diminuta abuelita Angustias Uzcátegui, que comía como un pajarito, cinco hijos varones, una hija (la hermana consentida de mi padre, eso lo supe o lo inventé mil años después) llamada Delivana, nacida con el siglo y muerta

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El árbol de la muerte


durante la peste española de 1918, otra hija desaparecida en una inundación, y mis tías Rosa y Griceldina, condenadas a una inclemente soltería. Además, en la casa del páramo, donde vivieron, según mis propios cálculos hasta el año 1925, siempre contaron con dos o tres sirvientas, y algún conchabado como el indio Miguelón, que ayudaban en las tareas domésticas, cocinando, barriendo, becerreando y acarreando leña. El último año del siglo XIX, una guerrita apartó a Rufino (que era un mozo fuerte frisando los cuarenta) de sus sementeras en un páramo de Trujillo por los lados del Guirigay, y lo lanzó en una aventura sin grandes emociones, sin batallas de verdad, apenas unas escaramuzas llegando a Calabozo en el estado Guárico, pues los enemigos al nomás escuchar la algarabía de aquellos jinetes malencarados y con pinta de bandoleros huían como perros asustados. Así se lo contaba mi abuelo años después a sus compañeros de juerga en una partida de ajiley mientras se atusaba el bigote prusiano. La guerra, decía, es un trabajo para ociosos. Y aquella ni siquiera merece llamarse así, fue como un paseo a caballo, apurados y con pocos bastimentos, durmiendo al raso y sin mujeres para calentarse. Un año entero perdido, no hay mucho que contar, cada vez que me acuerdo de esas pendejadas me dan ganas de llorar. Regresó un año después, con algunos ahorros en monedas de oro, su paga de Coronel como Jefe en el Cuartel “Rivas Dávila” de una ciudadela de la Cordillera Occidental llamada Mérida. Mérida, mi herida. Allá se aburrió de lo lindo, pues durante el día en el cuartel no había nada que hacer, y algunas noches caían unos aguaceros bíblicos que no permitían siquiera jugar a los dados o a la baraja. Barajo el tiro, mi don. Así que por una de esas cosas del destino, asuntos nimios de verdad, para no morirse del tedio mi abuelo comenzó a fijarse en un señor carpintero que trabajaba la madera con primor como si estuviera complaciendo a una novia. Acabó haciéndose amigo del ebanista, que se sorprendió por el interés que aquel Coronel tan serio mostraba por su labor, y entre un cuento y otro, con mucho gusto, Coronel Quintero, lo tomaré como aprendiz, las cosas que uno tiene que ver, qué extraño que un hombre hecho y

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derecho, dueño de tierras y con un grado de Coronel, quiera aprender un oficio humilde como el mío. Algo debe haber aprendido mi abuelo de aquel carpintero, llamado por casualidad José, pues un cuarto de siglo después cuando se mudó con mi abuela y mis tías a un pueblo aguas abajo del Burate conocido con el nombre de Niquitao, lo primero que hizo fue adquirir las herramientas básicas de una carpintería. Y aunque no se convirtió en carpintero profesional decía con su voz de trueno, amortiguada por el peso de los años, que estaba ya muy viejo para la gracia, fueron muchas las piezas de fina madera que salieron de su taller, algunas de verdad muy bonitas como un escritorio de caoba que hizo como regalo para su nieto Manolo, el hijo mayor de Arturo, el menor de los hermanos de mi padre, que había decidido irse a Mérida (Mérida, mi herida) a estudiar para sacerdote en el Seminario Arquidiocesano. De ese escritorio puedo hablar con total autoridad, pues por una historieta que no cabe en estas páginas, durante mis estudios de bachillerato lo usé como si fuera de mi propiedad. Quisiera creer que sobre esa lámina de recia y noble madera escribí mis primeros cuentos. Quisiera creer que éste que ahora escribo no es un cuento, pues hace ya más de diez años que renuncié a las estratagemas de la ficción. De la ficción al uso de las solteronas y de los críticos de oficio, quiero decir, para consagrarme a la humilde tarea de cronista familiar. Y como tampoco aquí hay espacio para la biografía de mi abuelo Rufino, me limitaré a afirmar que esta crónica que va ya por la cuarta página tiene una relación directa con la tardía afición de mi abuelo por la carpintería. Se entenderá entonces que el sacrificio de aquel esbelto y ponderado árbol, Cedrela montana, no respondía a un capricho sino a una urgente y perentoria necesidad. Mi abuelo necesitaba la madera que el árbol contenía en su interior. ¿Para qué? Eso es lo que quisiéramos saber. Pero me parece que nos estamos adelantando a los acontecimientos, más bien deberíamos ir juntos, usted y yo, estimado y tozudo lector, a ver lo que estaba sucediendo a principios del siglo XX allá en el caserón familiar. No importa que nos acusen de asomados, amiga mía, adelante, pase usted.

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Rufino tenía cuarenta años y era terco como una mula y fuerte como un buey. La mula y el buey son los animales que acompañan al niño Dios en el pesebre. ¿Se han dado cuenta que se trata de dos animales incapaces de dejar descendencia? Dos bestias estériles: la una por ser híbrido de un burro con una yegua o de un caballo con una burra, y el otro por haber sido despojado de sus abultados y colgantes testículos. En nada parecidas estas criaturas al recién llegado de la guerra, mi abuelo Mambrú. Que en nomás apeándose de la bestia solípeda, que lo había transportado en su lomo enjaezado con una lujosa silla de montar, enrumbó sus pasos hacia el aposento de paredes encaladas y retomó sus obligaciones, placenteras me imagino, de macho reproductor. Y así mi abuela Angustias, una mujercita blanca y menudita que parecía haberse escapado de una fábula de Jonathan Swift, de crinejas larguísimas y negras como el carbón, hija de un cristiano viejo de El Volcán, el general José María Ribas, que le dio la vida y le negó el apellido, se dedicó a parir con asombrosa puntualidad los años pares, hasta el año de gracia de 1912 cuando nació la toñeca, es decir la menor, mi tía Griceldina, preciosa como una muñeca japonesa, con esos enormes ojos almendrados, oscuros y profundos, con cierto brillo de tristeza, dorados y con vetas verde limón. Bella y muy coqueta, alegre, risueña y con un humor inteligente y refinado, a flor de piel, aunque tuvo una hilera de pretendientes nunca se casó. A mi tía Rosa ni siquiera se le ocurrió pensar en matrimonio, ella sí que fue una virgen y santa mujer. Y se convirtió, para suerte mía, en fuente de bendiciones y en una inagotable mina de información acerca de la vida y milagros de los más remotos parientes. Me contó la tía Rosa, entre muchas otras anécdotas, que su único novio había sido el Cometa Haley. No, no estaba loca mi tía, siempre fue recatada y religiosa, era lúcida, de mente veloz, imaginativa y ocurrente, aunque a veces padecía de excesiva candidez. Cuando pasó el cometa en 1910, mi tía tenía apenas cuatro años. Le mostraron allá en el alto cielo aquel extraño fenómeno que a mucha gente le causaba espanto y mi tía quedó extasiada, como si la hubieran hipnotizado, y quiso que la dejaran toda la noche contemplán-

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dolo. La obligaron a acostarse, y al percatarse de que todos se habían quedado dormidos se escapó hacia el patio para seguir viendo ese enorme lucero con cola de pavo real, y allí la encontraron por la mañana ardiendo en fiebre. Estuve a punto de morirme, el cometa me quería llevar consigo, así acabó mi tía su relato. Y cuando un día de 1986, mientras ese mismo cometa en su periódica vuelta alrededor del Sol, con la cola chamuscada pasaba por los predios de Antares, y yo me encontraba acampando en un páramo de Trujillo, muy cerca del caserón que construyera mi abuelo Rufino, me llegó la infausta noticia de la muerte de la tía Rosa, comprendí que esta vez el novio de la niña Rosa se había salido con la suya. Y colorín, colorado, aquí le ponemos punto y aparte a estos cuentos de Pedro Rimales, pues me parece que me estoy desviando del tema principal, que se centra en el árbol de cedro condenado a morir. ¿No escuchan los golpes de hacha, semejantes al sonido de las teclas de esta máquina de escribir? Tomaré entonces un atajo para completar el periplo del abuelo en sus años de labriego y su posterior retiro, que no jubilación, a ese pueblo de calles empinadas y empedradas, amenazado por el espíritu vengativo de una laguna, invadido por patiquines, señoras armadas de camándulas, jugadores de billar y comadres chismosas asomadas a los postigos, un pueblo que ya nombramos antes: Niquitao. Desde su regreso de la guerrita del 99, el Coronel Quintero, que nunca exhibió sus charreteras, se dedicó a trabajar como un descosido, caminando todo el santo día, como si estuviera pagando una penitencia, de espaldas al sol, rumbo al Oeste. “The west is the best” dice una canción de Jim Morrison. Cosas veredes, Sancho, my good friend, this is the end, aquel señor cara de perro y bigotes de brocha como un Káiser del país del frailejón, mi abuelo Mambrú, a pesar de lo mucho que se partió el lomo: ¡prosperó! Construyó una casa grande, de tejas y paja, paredes de tierra apisonada, cimientos de piedra, un horno de adobes para cocer el pan, tres dormitorios y una sala de recibo, corredores con sardineles de madera, un comedor para la última cena, un enorme granero con un mochilón colgado de las vigas donde se guardaban docenas de fanegas de trigo, trojes para el

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maíz, un jardín en el extremo sur del patio con una imagen en cerámica policromada de la Inmaculada Concepción, y lo que siempre me ha parecido un prodigio: ese mismo patio interior empedrado con lajas gris pizarra extraídas del río torrentoso que corre a pocos metros del portón, unas piedras con formas geométricas precisas, escogidas una a una por el ojo de gavilán de don Rufino, y que puestas ahí una al lado de la otra siguiendo un diseño nada casual, se han ido arreglando hasta formar un conjunto que reproduce una zona específica de la Vía Láctea, un lugar muy conocido y apreciado por los viajeros estelares. Aunque el caserón, a más de un siglo de su construcción es una perfecta ruina y las tierras que mi abuelo había adquirido año a año con paciencia de santo y vocación de fenicio se fueron perdiendo casi todas en los malos negocios que mi padre se vio obligado a realizar durante la época de las vacas flacas, la familia logró conservar una amplia parcela en los límites del páramo, llamada Loma de Las Cruces, por el nombre de las tres viudas de apellido Cruz que mi abuelo en 1903 convenció para que se la vendieran. Ahí, cerca de una era donde dicen que cazaron a una bruja, hay un pozo helado de aguas claras donde suelo sumergirme cuando siento que me invade la desolación. Bajo el agua abro los ojos y por unos segundos mi corazón deja de latir. Si logro sobrevivir a la inmersión sé que al menos durante los próximos 365 días nada malo me sucederá. Yo, el inmortal. Mi abuelo, sin embargo, aquel día de finales de diciembre de 1946 cuando salió rumbo a la montaña por los caminos de Calderas en busca de un cedro que pensaba convertir en tablones valiéndose de una sierra de mano que los peones manipularían bajo su dirección, cuando salió temprano de su casa de Niquitao habiendo consumido apenas un magro desayuno: dos huevos pasados por agua, un trozo de pan y un pocillo de café, estaba consciente de la precariedad de la existencia, es decir de la inminencia de su propia muerte. Y aunque esto pudiera parecer contradictorio, también mi abuelo ese día pensaba en el milagro de la vida, pensaba vagamente en mí, pensaba en su nieto que aún no había nacido. Ah, señor relator, ya vemos que usted se dispone

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a contarnos un cuento chino. Pues, díganos cómo sabe lo que su abuelo, a quien usted ni siquiera conoció, estaba pensando aquel día o cualquier otro. Bueno, si tiene mucha prisa lea de una vez las líneas finales. Y deje ya de fastidiar. 2 149

Creo que me quedé dormido. Desde hace unos años para acá me duermo a cualquier hora y en cualquier lugar. Eso no me pasaba antaño, cuando tenía que andar siempre despabilado. Pero ahora de verdad ya casi nada me importa, no me cuido de ningún peligro, pues a mi avanzada edad nada malo me sucederá. Hace ya tiempo que dejé de temerle a la Pelona, e incluso a veces me molesto con Ella pues parece que se olvidó de mí. Pero no crean que estoy deseando abandonar este valle de lágrimas, aquí me quedaré hasta que lo disponga mi Dios. Lo que si no quisiera es causarle molestias a la familia, es decir obligarlos a velar por un vejestorio inútil y enfermo, sabiendo que los cuidados que me prodigan no son más que formas de agradecimiento, fórmulas vacías ajenas a los reclamos surgidos del corazón. A la pobre Angustias la excluyo de este comentario, así como también a Gricel y Rosita. Y supongo que lo mismo debería pensar de Felipe, mi hijo mayor, el único que se negó a seguir a sus tres hermanos que se fugaron al nomás alargarse los pantalones rumbo a una tierra seca y tostada por el sol donde dicen que se cultiva el oro negro. Arturo se quedó pues apenas era un mocoso. Felipe ha sido nuestro gran apoyo, de él no debería tener ninguna queja, aunque desde su rumbosa y escandalosa boda con una linda muchacha menor de edad, casi no porta por estos lares. De todas maneras, he tomado algunas previsiones para salir del trance que se avecina sin hacer mucha bulla. Al padre Jáuregui, a pesar de sus protestas, que a decir verdad nunca me parecieron sinceras, ya le pagué el entierro y le hice jurar que nada les diría a las muchachas ni a Felipe antes del acontecimiento, que en un libro que leí hace años llaman “el momento de la sensación verdadera”. Aunque imagino que no será mucho lo que se siente, a menos que lo descuarticen a uno con un cuchillo, como a un cerdo. Y para

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evitar pleitos entre familias después de mi mudanza para el País del Nunca Más, ya dejé arreglado en un testamento bien claro —como que lo redacté yo mismo pues desconfío de ese abogadillo con pinta de patiquín que me recomendó el compadre Francisco Bastidas, que descanse en paz— todo lo que se refiere a mis tierras del páramo, pues la casa de Niquitao, incluyendo el solar que colinda con las niñas Briceño, está escriturado desde hace más de una década a mis dos muchachas. Presumo que Angustias me seguirá muy pronto. No me la imagino durmiendo sola, pues salvo el año perdido por aquella guerrita de porquería, durante más de sesenta años ella y yo hemos dormido noche tras noche abrazados como una pareja de monos asustados por una tormenta colosal. Y el detalle que aún me faltaba lo resolveré, Dios mediante, las próximas semanas. Será la primera vez que haga un ataúd, y como el inquilino de ese artefacto seré yo mismo me esmeraré en los detalles. Si acaso yo fuera sastre, seguro que me haría el mejor traje de casimir. Ya comencé escogiendo el árbol, y por lo que he visto en estas montañas no voy a encontrar otro que supere a ese bendito cedro. Su madera fina y liviana, fácil de trabajar, es de verdad un prodigio. Ése es el paso más importante, pues de la calidad de la madera depende todo lo demás. Fueron muchas las noches que me trasnoché pensando en las dificultades que hallaría durante la excursión en busca del árbol de la muerte. Imaginaba una travesía llena de penalidades, con la lluvia bramando como una res herida, y resulta que el sol no ha dejado de alumbrar desde que amaneció y apenas sopla una leve brisa. Y la pierna que a veces me hace gritar de dolor, en especial durante el relente del atardecer, hoy ni siquiera la siento, incluso tendría dudas a la hora de decidir si es la izquierda o la derecha la que suele dolerme con tal intensidad. Tampoco hallar a una pareja de peones, de paso buenos leñadores y dispuestos a jornalear por dos pesos y medio, representó un gran problema. Y encontrar el árbol, así de buenas a primeras, es un auténtico milagro. Tendré que agradecérselo al Gran Señor de los Ejércitos, que todo lo puede y todo lo ve. De no ser por Él, a estas horas andaríamos por ahí más perdidos que el ojo de Aníbal en los Apeninos.

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He oído decir que en cada acción de nuestras vidas, por insignificante que pudiera ser, siempre hay lo que suelen llamar un punto de inflexión, es decir un instante donde se produce una bifurcación. Si depende de nosotros decidir, a veces no habrá oportunidad de rectificar. Y si es otra la voluntad que gobierna nuestro destino, menos aún podremos dar marcha atrás. Todo esto lo pienso a propósito del árbol por el repentino silencio que invade de pronto la montaña debe estar a punto de caer que tantos quebraderos de cabeza me había causado antes de dar con él. Pues lo que suceda de aquí en adelante es totalmente previsible, ya nada hará cambiar el destino de esa criatura quieta y silenciosa que durante tantos años aguardó por mí. Y tampoco mi destino de viejo animal lleno de achaques y egoísmos, y condenado a morir, será alterado en lo más mínimo...

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3 En este punto de la narración me veo precisado, mas no obligado, a intervenir. Ya está dicho casi todo, y precisamente por esa circunstancia pareciera que el relato en sí ha entrado en una zona de sombra. Pareciera que se ha enredado como suele hacerlo la neblina entre las patas de los caballos. Un relato se puede prolongar o demorar hasta el hastío y la extenuación si el relator decide postergar el desenlace. ¿Tácticas dilatorias o circunstancias atenuantes?, decida usted. Como si se tratara de la carrera lenta y falaz de Aquiles y la tortuga. ¡Maldita tortuga! Debería yo, como único y unánime responsable de este relato de marras, hundir el acelerador. ¿Debo confesar, con vergüenza de profesional, que luego de haber escrito 144 relatos, lo que mi padre, don Felipe, habría llamado una gruesa, es decir doce docenas, que es una cifra redonda aunque no lo parezca, y quizá también cabalística, este relato de mi abuelo, labrador y aficionado a la carpintería, se me está escapando de las manos? Bueno, pues eso parece. Entonces cortemos por lo sano. En lugar de estar coqueteando con Sherezada, escuchemos de una vez por todas a Monsieur Diderot.

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4 El árbol cayó con estruendo colosal. Luego la montaña se tiñó de un silencio sepulcral. Braulio y Marcial, que así se llamaban los leñadores contratados por mi abuelo Rufino, ayudados por la yunta de bueyes que habían traído ex profeso para acarrear el largo y valioso tronco de cedro que debería pesar media tonelada, cumplieron a cabalidad su dura faena. Dos semanas después, pasada la fiesta de los Reyes Magos, bajo la atenta mirada de don Rufino convirtieron en delgadas y flexibles tablas aquella masa compacta formada por miles de millones de fibras cortas enmarañadas como el remordimiento. Con esmero, como un sastre que cortara el traje de bodas para una novia muerta, mi abuelo Rufino, el Coronel Quintero, fue aserrando y recortando, labrando, cepillando y puliendo las tablas de cedro destinadas a armar su propio ataúd. Y mientras trabajaba con el escoplo, el cepillo, el martillo y demás herramientas en el banco de carpintero, recordaba con nostalgia mezclada con una pizca de picardía la última visita que le había dispensado Felipe, su hijo mayor, en compañía de su joven esposa, una muchacha primorosa en la flor de la edad, que exhibía como si se tratara de un valioso trofeo una preciosa barriga de cinco meses. ¿Cuánto hace que vinieron? A ver. Fue a finales de octubre, por supuesto, para la fiesta de San Rafael, que cae el 24 de ese mes. El abuelo recuerda que su nuera Rosita, que no se atrevía a mirarlo de frente como si estuviera delante de algún ogro, hablaba con voz cantarina y olía a manzanilla, jazmín y yerbabuena. Tal vez para espantar su timidez, Rosita hablaba hasta por los codos. Le contó a don Rufino que para el mes de marzo llegaría su primer retoño. Marzo es el mes más cruel. También le contó que durante la travesía desde el páramo del Guirigay hasta Niquitao, cuando pasaban por una quebradita que llamaban Escurufiní, muy cerca del cerro de Ismanbitis, la yegua resollona en la que venía montada se encabritó y la lanzó de bruces contra un chiribital. Imagínese, usted, don Rufino, el susto que me llevé. Y el porrazo que me di: estuve a punto de tener una pérdida. Mi madre se ruboriza, pues piensa que tal vez llevó sus confidencias

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demasiado lejos. ¿Qué es eso de estar contándole a un señor mayor, serio y con cara de perro, sus tribulaciones de jineta, que por un tris no la hacen abortar? Para atenuar el impacto de la confesión, le dice a mi abuelo, como si le pidiera permiso, que si por casualidad es madre de un varón lo llamará Rufino, como usted. Nunca supe cuál fue el comentario de mi abuelo. De seguro, gruñó. El primogénito de mi madre, con rasgos inequívocos de varón, soy yo. Siempre he sabido que fui un jinete amniótico. Quizá por olvido o por algún equívoco no me bautizaron con el nombre de mi abuelo. Ahora sí, ya llegamos al final. Mi abuelo contempla con orgullo su obra maestra. El flamante ataúd está allí, a dos pasos de su futuro ocupante, desprendiendo aquel fragante y dulce aroma característico del cedro. Más luego le daré unas manos con aceite de teca para evitar que se apolille. Y también debo asolearlo de vez en cuando para que no huela a viejo guardado, como yo. Se ríe con una risa seca de su ocurrencia repentina. Y comienza a recoger los restos de tablas que le han sobrado después de haber acabado su labor. Las amontona en un extremo del taller y se queda mirando la línea de sol que se divisa allá en el corredor. Deben ser las tres. Las tres de la tarde, precisa. Creo que ya está comenzando marzo. Marzo es un bonito mes para morir. ¿Cuándo fue que me dijo esa muchacha que le tocaba parir? De repente, como si se hubiera acordado de algo muy importante, mi abuelo se voltea y fija la mirada en el montoncito de pequeñas tablas acumuladas en un rincón. Ah, ya sé, eso es lo que andaba buscando. Del fondo de su cerebro reblandecido y fatigado ha brotado una idea, una chispa de oro puro que por siempre le agradeceré. Con esas tablitas extraídas, al igual que las otras, del árbol de la muerte, le haré una cuna al hijo de Rosita y Felipe, que debe estar a punto de nacer. Una cuna para mi nieto. ¿O acaso será nieta? Pues da igual.

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§ EDNODIO QUINTERO. Nació en Trujillo, Venezuela, en 1947. Es ingeniero forestal, narrador, guionista de cine y profesor jubilado de la Universidad de Los Andes. Parte de su obra ha sido traducida al inglés, francés, italiano y portugués. Emerge de la literatura premiado por tres mitos de la narrativa hispanoamericana: Juan Rulfo, Juan José Arreola y Edmundo Valadés, quienes integraban el jurado de la revista El Cuento Ilustrado. Dentro de su obra pueden mencionarse los libros de cuentos La muerte viaja a caballo, El agresor cotidiano, La línea de la vida, Cabeza de cabra y otros relatos, El combate, El corazón ajeno y Los mejores relatos. Visiones de Kachgar y El arquero dormido, cinco novelas en miniatura. También es conocido por las novelas La bailarina de Kachgar, La danza del jaguar, El rey de las ratas, El cielo de Ixtab, Lección de física, Mariana y los comanches y Confesiones de un perro muerto. Como especialista de la cultura nipona, ha cuidado la edición al castellano la obra del autor Junichiro Tanizaki con excelentes resultados. El árbol de la muerte es un cuento inédito y reciente que nos fue cedido por el mismo autor en una clara demostración de noble samurái.

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Fiction

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Through the white bars I have a view of the hallway. The smoke detector and maroon rug I bought as a seventieth birthday present are my friends. If I angle my head just so, with my head pressed on the glass, I can see into the end bedroom, a junk room that Sonny uses for storage or for hiding his illegal locobis. I don’t call out anymore. I don’t ask when I’ll be let out. I don’t argue when he forgets to feed me, or let me out to do my business. I’ve learned to make do, like I have my whole life, all seventy-eight years of it. I just tell myself it’s like living in the Depression again. I ration my meals, and horde saltines and sardines under the bed where no one will look. I have a routine. I learned it as a little girl and it stuck. It started out as a game to get attention from my father. An army pilot, he was rarely home, so when he was, I did what I could to get his attention. He’d say, “Leah, don’t you have anything better to do than follow me around all day.” He’d smile and scoop me into his arms. Father always started his day with the newspaper. He’d drink his coffee, then he’d write letters, pay the bills, and tidy up his office. In the afternoon, after summer squash sandwiches, he’d go for a walk, read a book, or go for a swim. He’d end his night entertaining friends. My mother would join him on the porch, sipping wine or brandy in a funny glass, and they’d sit watching the stars, saying hello to neighbors who passed by on their nightly walk. I miss those times.

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My routine has changed a little since then. I start with the newspaper, not today’s or yesterday’s or even last week’s. Long ago I lined the drawers with old papers. Now I take them out, lay them nicely on the bedspread, ironing out the wrinkles, and read. Funny how the times have changed so. I read the other day about a woman who claimed she spoke to Lee Harvey Oswald right before he shot the president. Buried it was on the last page. Course I don’t have hot coffee with my paper. Instead I add a packet of the instant kind into the glass of water, the one I’m allowed to get for myself before I turn in for the night. Sometimes on a hot day the sun will heat it right up. Now, after my paper, I tidy up the room. I make my bed. I sweep the floor, though there’s not much of it. I dust the bookshelves and the windowsill. After that I put on a new dress. Dab myself with a little powder under the arms. I don’t doll myself up, since no one’s going to see me. Sometimes I don’t even wear my teeth. Around ten o’clock, Sonny, or one of his friends, or a girlfriend—all strangers to me—will come and unlock the door. I have to pretend I’m happy to see him, that I don’t harbor any ill feelings toward him, or even that I notice the door is locked all day. He thinks I don’t know, that I’m a stupid old lady that don’t know no better. Sometimes I can hear him when he’s in the junk room. “Yeah, that’s my granny’s room. No, man, she’s sleeping in there. What else do old people do all day?” He’ll laugh and get no complaints from whomever he’s speaking to. “No, man, the door’s for her protection. I can’t have her walking around. You know, she’s loco.” Sonny’s not Hispanic, but he tries hard to act like it. Sometimes if Sonny doesn’t come for me until 10:30 or 11:00 or even one o’clock in the afternoon, I pee in a paper cup and toss it out the window. I mean, for me, half my day’s gone by. I’m up with the birds. From the second floor, I have a bird’s eye view of the mark it leaves on the driveway. In the hot sun it becomes a source of interest to the stray dogs or cats sniffing around. Glad I can give them something to do. Course, if I’m let out then I’ll wash my face and rinse my mouth, do my business right. I don’t get too many showers,

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as Sonny doesn’t like me to take too long. It seems like I only get as long as a dog might outside. No time to scratch the dirt and grass, or to roll around in it. On good days I can boil an egg and make some toast. But I’m hardly quick. My bones are stiff and my hands have started to tremble. I don’t know if it’s because I’m getting old, or because my body’s used to being nervous all day. Sonny likes to hover near me, when I’m in the kitchen. He’ll kiss my cheek and talk loud like I’m an invalid or deaf. When he’s not looking, I tuck reserves in my pocket for later—tea bags, sugar cubes, a handful of cereal. Occasionally, if I’m feeling bold I’ll snatch a piece of mail off the table. Everything has my name on it. Mostly bills. Over the course of the year, I’ve seen my name used to get loans, jewelry, a big flat screen TV and game system, a new refrigerator, a $2000 pit-bull, and a motorcycle. Doesn’t anyone question what a seventy-eight-year-old is doing riding on a Harley? Or what I’m doing with seven cell phones, or multiple cable accounts with the works—all outstanding I might add. It doesn’t stop there. On paper I’ve gone to Vegas, seen M & M in concert, twice, seen De Lahoya in the ring, and run up a bar tab at the Señorita. I know the place. It’s been around long before Sonny’s time. Can’t miss it with the pink, neon, triple X-X-X. In the old days, bill collectors came to your door. They were the guys you saw in church every week, and invited to dinner on Sunday’s. But not anymore. No one’s noticing. The bills keep coming. In the afternoon I like to read a book. I have quite a few in the room with me, but I’ve read them all years ago. I’m rereading Gone with the Wind for a second time. After a few pages, I take a nap on the bed. The sun comes in and makes me peaceful. The rest of the house is quiet. I sleep better at this time then during the night when Sonny and his friends are downstairs. The loud music and swearing keeps me up. In the afternoon, Sonny is usually at work. I think he works part time installing car radios. But with my ear to the door I found out it’s only a cover. He steals and thieves by making a copy of the key. Then he and a friend go back and

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take what they want. I’ve heard him bragging he stole back the radio he installed, and maybe even a car. I usually say the rosary when I hear this kind of talk. Sonny’s mother didn’t raise him like that. He didn’t get it from our side of the family. But his father was a no good cheat. Couldn’t hold a job, a real worthless man. When my daughter died, what now, maybe eight years? Sonny was on his own. I was kind to him and told him if he needed anything to ask. He’d come for a hot meal once in a while. Before he’d leave he’d look at me with those sad eyes and ask if I had a couple bucks to put in his gas tank. I usually gave a ten. He was with his father until he was twenty, and then from what I gathered, moved around with friends or girlfriends. About three years ago he started to come see me more, said he had a job close by. It all seemed like such a normal thing. Sonny would come for dinner and fall asleep by the TV. Then he’d leave for a few days or a few weeks. Eventually his stays got longer. I enjoyed his company. It was nice to have a person to talk to, even if he spoke too fast or about things that really didn’t mean much to me. They mattered to him, so I listened with both ears. I can’t say I know when the shift happened. Maybe when he met that friend, Hurly, or Curly, I can’t remember. I just recall questioning him about a cell phone bill in my name. I asked him how he got my social security number, or how they processed it without me there. Online, Gran. You can do everything online. Sonny made light of it. Said he needed the phone for work and that he’d pay it, but was a little short that week. A few weeks later another bill came in, this one for a diamond engagement ring. When I asked, Sonny said the girl left him and he was taking the ring back. A week passed and when I questioned him again he slapped me across the face. Oh, he apologized. He always does. After that incident Sonny’s friends started coming around more. If I asked them to leave, Sonny would start yelling. He pushed me into the wall once. Another time into the washing machine. I had a bad bruise from it. When I saw no one was leaving, I retreated to my bedroom upstairs. Then one day about a year ago, about the same

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time I started seeing marijuana plants next to my spider plant and cactus, I went to open the door and it was locked. We had a big fight when he finally did open it. I try not to think about the way his eyes looked, all bloodshot and dilated. He came at me with a knife, said he’d kill me. The next morning the metal door with the bars went in. And it’s been this way ever since. As the summer air blows through the window, I gather a pen and an old book and I write, like I’m writing a letter to someone, like I’m doing now. I was always good at telling a story. I have lots of stories to tell. Like the day the Japanese bombed Pearl Harbor, I was getting my hair curled. The girl only had time to finish one side, before they closed shop on me. For two whole days I walked around with a hat, one side curly, one side straight. Or the time I saw my father wrestle a shark when we were at the Cape one summer. Or the time my Grandmother Lucy cooked up snake and told us kids it was chicken. Boy, those were good times. I don’t know why I write. I think maybe it’s like having a friend. Someone to talk to. Maybe I hope someone will see it. But I don’t know what good that’ll do. The other day, when the mailman was walking near the driveway, I called to him and tossed him a folded note. It was risky, I know. If Sonny found it, he’d come up here with that mouth of his, swearing like a sailor. “I take good care of you and this is what you do behind my back.” Always with an almost Hispanic accent. “Grans, come on now. Why you doing this to me?” I only wrote in the note, have a nice day. My mother always said you get more with honey than vinegar. The note was a failure, anyway. I didn’t throw it very far. It landed in the puddle of pee and yellowed. No one touched it. No one but me knows it’s there. When the sun starts to set, I get a little chilly. The shadows on the room remind me of a fun house or a carnival. It makes me nervous. I get lonely and sad. I’m not sure how I go on. I pray every night that God takes me. Make it when I’m sleeping, I say. No one will notice.

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At night the party starts, the music, the girls, the bebop. Someone thinks my room is the bathroom and bangs on the door, swearing at me to hurry up. They leave soon enough, but it’s done its work on me. I worry one day one of the men will come in and try something with me. I couldn’t defend myself. If he killed me in the process, who would know? Sonny would get the house, after all, and life would go on. Close to midnight, the moon a tiny sliver in the sky, I can’t sleep. A fight broke out downstairs, maybe over drugs, maybe a girl. The red and blue lights from the cop car spin in circles on the walls. I wait at the window, hoping to hear something. Deep down there’s a little hope that they’ll come inside and find me. Maybe they’d send me to a home. I don’t care now. I’ve lived in this house my whole life. I planned to die in it. But if they came and took me away, I don’t think I’d mind. Sure, I’d miss a few things, but I’d get by. I always do. In the morning I wake with a crooked neck, leaning against the window. No one came. No one’s around. The house is silent. I go through my routine, and around midday, Sonny comes in for me. He’s tired and sluggish. He sits at the table with a bag of frozen peas on his eye where someone hit him. I want to ask more about it, but know better. I ask him if he wants me to make his favorite sugar cookies. He says, “I don’t want no damn cookies,” and grabs me by the elbow before my egg cooks. He tosses me into the room, my joints popping and creaking, and slams the door shut. In the afternoon when the house grows quiet again, I write some more. I flip through the pages, looking at the ink filling up the once empty borders in the book. I don’t think Margaret Mitchell will mind if my humble words sit side-by-side with hers. The mailman is late today. While I wait for him to pass, I think about writing another letter. I get a shiver inside. It feels like it might be my last. What would I say? The words come quickly. I scribble on the title page of a crossword puzzle book. Help me. I need help. Send the police. I sign my name in cursive, like I was taught in elementary school, each hump perfect and straight. I open the window, leaning out, marveling at the chickedees hopping from “branch the branch”, the green

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grass, the rose bush my father planted by the front gate. It all looked so beautiful. As the mailman passes, I call to him. My voice trembles and runs hoarse. I think he understands when I wave the small book. I give it a good flick, the way a baseball player would. It lands near the gate. He picks it up and scans the front and back. “It needs to be in an envelope, with a stamp.” He sticks it into the mailbox. I shout after him, my voice like a whisper against the car traffic. Please, come back. Please. It’s dark before Sonny comes home. I’ve left the room in order. No one will have to clean up after me. I hide Gone with the Wind on the bottom shelf, and finish writing in this book. My teeth are in. I put on a little lipstick. Spray some perfume. I try to steady my hands, while following Sonny’s footsteps from the mailbox, to the porch, into the kitchen. Maybe five minutes of quiet pass and then I hear his fist hit the table, or maybe the wall, I’m shaking so, I can’t really tell. I hope someone finds this. I’m not sure anyone would believe me otherwise. Maybe they won’t even see what I wrote. I hear the rattle of knives in a drawer. “You crazy fucking bitch.” Sonny used the word crazy that means he’s really mad. Here he comes. He’s running. I have to go now. His footsteps hammer up the stairs.

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Hunter Liguore. Is completing her MFA in Creative Writing from Lesley University. Her fiction has appeared most recently in Bellevue Literary Review (Katie Ireland), and The MacGuffin (The Last Soucouyant). Her short story, Red Barn People, was nominated for the 2011 Pushcart Prize. Her novel, The Forsakens, is represented by the Barry Goldblatt Literary Agency.

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Fiction

Finding a book under the bureau you keep your keys on Michael J. Rosenbaum

As you move toward another day, on your way to work, your hand absently, mechanically, swings over the top of the bureau that sits next to the front door of your apartment, in order to grab the keys that are kept there. But in its haste to move on toward the door knob, your hand doesn’t completely close around the keys and they’re knocked to the floor. A shock goes through you as the keys make the kind of small, crashing sound that keys make as they hit the hard wood floor, and you stare at them for a moment, unsure—the routine broken (strangely, the hand has continued on and turned the knob and opened the door). Recovering quickly though, you bend over for them. But as you do, you notice a stack of papers under the bureau. Another incongruity. You drop to your knees and press your face close to the cool floor for a better look and you find that it is not a stack of papers in the way you thought it was, but is a book instead. So you reach under, curious, mind whirling through the memory bank, trying prematurely to solve the mystery, even though the answer is only a moment away. As you pull the book—thick layer of dust across the cover—out from its dungeon, your mind scores a minor victory by remembering the title before your eyes are able to read it, the series of journalistic pictures across the cover being the final clues needed: Evidence of My Existence. And immediately, though you are still on your knees, by your open front door, you are in New York. You are in a small res-

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taurant in Greenwich Village that serves gluten-free, vegan friendly food. You are not there because you’re allergic to gluten or because you are vegan, but because there are no restaurants like this where you live. Having already eaten and paid you are walking out the door with your partner, chatting about how amazing the duck—that of course was not really duck—was, when your eye catches this book on a shelve amongst twenty or so other books. Evidence of My Existence. The book says its title to you in a tragic and yet hopeful way, like a parent that has caught a child cheating at a game but seeks to guide rather than to punish. You pick it up and look at the cover. There is a photo of men with darkly masked faces carrying automatic rifles. There is a picture of a naked man lying in the red powder of a foreign desert, his body caked in sand. Two small Buddhist children wearing the traditional robes of monks smile at you, a vast temple in the background. This book is a documentary of the life of a photographer. It is evidence of his existence and you know that you need to read this book because it will tell you something about yourself by telling you something about the world. You know this because you are a traveler in this moment, because going to New York and eating duck that was not duck has brought you closer to something beneath your surface, the world’s surface. It is not by any means the same as the dead body being carried by soldiers in one of the other pictures on the cover, but it has made that reality something conceivable. It means that just because there are not gluten-free restaurants where you are from does not mean that they do not exist and if you can taste from them then you prove that you are real by acknowledging that they are real. It is a step. Seeing the pictures on this cover, not as news, seeing the people, not as statistics, seeing as evidenced by the author, is a step. Reading this book is the next step. And so sitting now, on your knees, by the open door that leads to work, you wonder how this book got here. It has been months, maybe a year, since that New York trip. The book had been left on the bureau as a reminder. How could it have fallen down here, unnoticed? Evidence of My Existence, sitting there as you went to work, as you went to the gym, as you went out to eat and to drink with friends. It, sitting

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there, hidden, as you grocery shopped and got oil changes and wrote checks to the credit card companies and sat in movie theaters and called the landlord eight times about the broken washing machine in the basement. Work—eight hours out of the day. Add an extra hour for commuting. An hour for grooming and maintenance: showering, brushing, scrubbing, shitting, wiping. Two hours a day for preparing food and eating—more if you go out and you have to go out. You have to go out with people to not come apart, to take a break. You have to go out and let someone else make the food and pour the drinks. This is life. Your fingernails grow, your driver’s license expires, your parents want to see you and sometimes you need to see them. You get weary, you get languid, you get shiftless, you get hungry. You get fucking hungry. Your heart rate goes up as you think of what you want and what you have and what you do and you do not do. And it is then that you remember that you had to be coaxed into taking the book. The restaurant owner, a woman of middle age with long salt and pepper hair and a forearm full of bracelets and a full-length, white, cotton dress who sat drinking wine with a friend in a now otherwise unoccupied restaurant in Greenwich Village, had seen you stopped in the doorway and had said the words, “Take it.” She had had to say the words “take it” because you were deliberating. You were thinking of all the other books you had that you hadn’t read yet and were sitting in a pile on a shelf at home collecting dust and you were telling yourself that it might be unwise to add another to that stack, to add Evidence of My Existence. And here she was, middle-aged and saying ‘take it’. It was a take a book-leave a book shelf and so you told her that you didn’t have a book to leave but she said that was fine, she said that she understood. This thought makes your heart beat all the faster now and you feel anger at her for a moment but the anger, the resentment, passes because so much time has passed that you can’t even call up a face in your mind to feel anger and resentment at. You can feel your heart in your head, in between your ears, pounding like it wants out, like something trapped in

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a closet. Someone is passing by your open door, on their way out of the building. You look up and he, a young boy, maybe ten or eleven, looks down at you, you sitting there on your knees holding Evidence of My Existence in your hands, which have fallen idly to your lap, the book moments away from dropping to the bare, hardwood floor. You see him as he slows his pace to better look at you, wearing his Yankees baseball cap. In his hand there is a stick, like that of a broom handle broken in half and you wonder where he is going with that stick, what he needs it for. And just before he passes completely, past the frame of your door you smile at him. He starts to smile, too, to smile back. But then he stops, his facial muscles going limp. And then he is gone.

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Michael J. Rosenbaum. Is a graduate of the Creative Writing Program at the University of Texas at El Paso and is currently enrolled in the MFA Fiction Program at Texas State University.  His work is forthcoming on the literary websites ReadShortFiction.com as well as EveryDayPoets.com.

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Fiction

Las manías del primo Rodolfo Alfredo Bryce Echenique

Para Martha y Armando Benítez, porque con ellos llega siempre la entrañable calidez.

De lo que a nadie le cabe duda en toda mi familia es que nuestro tan querido primo Rodolfo jamás re­nunciará a una sola de sus mil manías. Y por supuesto que la antediluviana tía Herminia, verdadero pájaro de mal agüero y sobreviviente empedernida, ya ni si­quiera logramos imaginarnos por qué ni para qué, puesto que es anterior a la era del automóvil y vive nada menos que en la Quinta Heeren, o sea allá por donde el diablo perdió el poncho, pues por supuesto que tuvo que tener razón, maldita sea, cuando anun­ció el tremendo precio que el pobre primo Rodolfo acabaría pagando un día por aquellas absurdas manías. La familia llegó a odiarla, verdaderamente, por ese pe­simismo del que hacía gala cada vez más, pero que, hay que reconocer, por lo menos sí se cumplió como una verdadera profecía cuando lo de la herencia de nuestro tan querido primo Rodolfo. Y, sin embargo, la tía Herminia se aparecía por casa infaliblemente cada domingo, como si nada, y sabe Dios cómo. Hacía siglos que ya no se la esperaba, pero, bueno, creo que basta con decir que semana a semana regresaba como de otros tiempos, diríase que de un pasado realmente remoto, y que además se pre­sentaba con ese atuendo ya vetusto y raído que absolutamente nadie en la familia, ni

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siquiera nuestros ancianos abuelos, lograba situar en una época deter­minada, pues su origen se perdía indudablemente en la noche de los tiempos. A mis hermanos y a mí, la tía Herminia nos ate­rraba y nos atraía, al mismo tiempo, porque, como contaba mi abuela materna, que sí la había conocido en su juventud, aunque eso sí también ya vieja y muy descuidada en el vestir, por entonces, Herminia había sido siempre una mujer alegre, jovial, y generosa, pero demasiado apegada a sus mil gatos y a sus estrafalarios atuendos, e incluso tuvo un muy triste y absurdamen­te frustrado romance con un alemán muy pintoresco, al que con toda seguridad amó, y que también la amó, indudablemente, y qué más prueba de ello que ese eterno merodear del extravagante teutón, tarde tras tarde, a partir de las siete en punto, por la casa de mu­ñecas de la Quinta Heeren en que vivía nuestra tía, rodeada por millones de gatos y por cuanto cachiva­che existe en este mundo. Un simple malentendido lingüístico arruinó para siempre aquel romance, e hizo que nuestra tía Hermi­nia se encerrara más que nunca, y también que jamás se volviera a saber de aquel militar alemán y austro­húngaramente mostachudo, sumamente ronco, y que durante años no dejó de aparecer jamás por la Quinta Heeren, siempre a la misma hora, con germánica y maniática puntualidad, coincidiendo cien por ciento con el momento preciso en que la tía, infaliblemente, abría de par en par las ventanas de su dormitorio y se asomaba a disfrutar de aquellos serenos atardeceres y sobre todo del paso marcial del anónimo y victorioso sobreviviente de la guerra francoprusiana, decíase. Pero antes de que aquel desafortunado incidente ocurriera, cada tarde a las siete en punto, la tía Hermi­nia y sus mil gatos ya estaban asomados por aquella amplia ventana, repleta de visillos preciosamente bor­dados a mano, cuando el alemán, con sus aires marcia­les y sus mostachos de mariscal de campo, hacía su aparición en la quinta, aunque apenas se miraron de reojo durante siete años seguidos, hasta que por fin él decidió una tarde romper un silencio que a ambos les resultaba no sólo inmerecido sino ya francamente in­soportable. No debía ni podía ser de otra manera, tampoco, ya que entre una dama y un caballero

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es al caballero a quien le corresponde tomar la iniciativa, desde que Dios hizo este mundo, y en este caso romper la iniciativa era tan sólo soltar la primera frase y ponerle fin a un tan largo, tan triste y tan penoso silencio. O sea que la tía Herminia y el preferido entre sus en­gordados y comechados gatotes estaban ya asomados a la ventana a las siete de la tarde y un minuto, en punto, instante preciso en que pasó el alemán austro-húngaramente mostachudo, esta vez sí que absoluta­mente dispuesto ya a ponerle fin a semejante suplicio, a tan intolerable e inmerecido silencio. Y así lo hizo, con la siguiente pregunta, tan desafortunada, por cierto. –¿Araña? –le preguntó el marcial alemanote a la pobre tía Herminia, asomada ahí en su ventana con su gato preferido, y por supuesto que en clarísima alu­sión a aquel engordado y somnoliento michifuz, pero ella, hecha un saco de nervios, lo entendió todo al re­vés, y además tampoco estuvo nada fina en su respues­ta, francamente. –No, araña no. Gato. Desapareció para siempre el alemanote aquel de bigotes austrohúngaros y vencedor de la guerra fran­coprusiana. Y la tía Herminia moriría por fin ya bien entrada en sus cien años, sin explicarse jamás qué pudo haber dicho ella que a aquel marcial y seductor teutón no le gustara, o fue a lo mejor el tono de su voz lo que a él lo espantó, aunque la voz de la tía Herminia era más bien bonita, y en todo caso en nada rompía con la normalidad, aunque claro, a lo mejor allá en Alemania las mujeres tienen un timbre de voz que en nada se parece al de las peruanas y hasta contrasta feamente con él. Pero, bueno, como decía mi abuelita materna, que era sobrina carnal de la pobre tía Herminia, desde aquel atroz desengaño la tía no sólo intentó encerrarse en vida sino que además se cachivacheó todita, hasta terminar pareciendo una verdadera bruja de dibujos animados. Pero nadie le dijo absolutamente nada so­bre este tema a nuestra más vieja tía, ya que no he co­nocido familia tan solidaria y cuidadosa con el sufri­miento amoroso de los demás como la mía. Y a esto se debió, qué duda cabe, que mi familia jamás tolerara el encierro de por vida al que quiso someterse la pobre tía

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Herminia en su vetusta casa de muñecotes y esperpen­tos, mucho más que de muñecas, que todo hay que de­cirlo, y por eso es que hasta la víspera de su repentina muerte la tuvimos almorzando con nosotros, y como siempre en día domingo, por más que el catastrofista y a veces insoportable pesimismo del que hacía gala, y cada día más, desde el episodio aquel del alemanote, a menudo nos resultara francamente insoportable. Y así, pues, fue la tía Herminia, por ejemplo, con­vertida ya ahora en un ave de mal agüero, la primera en intervenir, y de la forma más negativa y pesimista del mundo, cuando nuestro entrañable primo Rodol­fo, maniático empedernido y hombre de generosidad ejemplar, pero que atravesaba desde hace un tiempo por las más atroces dificultades económicas, recibió la excelente noticia de que el tío Fausto Inurritegui, her­mano muy mayor y muy millonario de su ya fallecido padre, y solterón sin hijo alguno, que, a sus noventa y nueve años de edad, continuaba viviendo en París como un pachá, había decidido legarle íntegramente una fortuna que ascendía, por lo menos, y según los cálculos más pesimistas, además, a unos setenta millo­nes de dólares, ya que debido a un cáncer generalizado le quedaban apenas un par de meses de vida, a decir de sus médicos especialistas. A su sobrino le pidió por favor que, a cambio de este legado, viajara eso sí inme­diatamente a acompañarlo, porque deseaba morir con alguien muy cercano de la familia a su lado, y le envió casi al mismo tiempo un billete de avión en gran clase y con el regreso abierto.

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§ La verdad, todos en la familia estábamos felices con tan excelente e inesperada noticia, hasta que inter­vino muy impertinentemente la tía Herminia, quien aseguró, más pesimista y aguafiestas que nunca, que tan generosa decisión del moribundo tío Fausto la iba a arruinar, qué duda cabe, nada menos que nuestro propio primo Rodolfo, con sus malditas manías de talquearse, y de pies a cabeza, cada mañana después de ducharse, creando como consecuencia de ello verda­deras nubes de polvo en baños y dormitorios, a los

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que había que entrar realmente con luces de neblina, para lograr ver algo, siquiera, y arruinando además los pi­sos, por lo resbalosos que quedaban, peor incluso que si estuvieran cubiertos por espesas capas de nieve. «Pero, encima de todo esto, hay otra manía atroz del primo Rodolfo que, de entrada, le resultará insoporta­ble al tío Fausto, no me cabe la menor duda», vaticinó la aguafiestas de la tía Herminia. –¿Qué manía, tía Herminia? –Pues esa de andar acomodando y ordenando en batalloncitos, cada mañana, durante horas y horas, después de haberlos limpiado minuciosamente con una escobillita de uñas y un líquido que tiene un olor as­fixiante, uno tras otro, los ciento cincuenta y ocho ele­fantitos de carey, importados todos de la India, que algún antepasado rematadamente loco coleccionó a lo largo de toda su vida. –Por favor, tía Herminia –le decía mi padre, tra­tando de contrarrestar tanto pesimismo con argumen­tos más sensatos–, pero si el tío Fausto está más muer­to que vivo. Está ya ciego, sordo, medio chocho, y seguramente sin olfato ni tacto alguno; en fin, que ya debe estar completamente insensible, el pobre, y lo único que desea es que su sobrino favorito se vaya a pasar con él el par de meses de vida que le quedan, con mucha suerte, ya que parece que de sufrir no sufre nada, gracias a Dios. ¿Qué pueden importarle ya, por consiguiente, dime tú, unas latas y unas motas de tal­co, y esos ridículos elefantitos? –Pues yo, sin embargo, lo que recomiendo es que Rodolfito se aloje en un hotel que quede a tiro de pie­dra del departamento de Fausto, y que ahí se talquee y hasta talquee a sus elefantitos, si es que le da su real gana, pero que nunca se aparezca por el departamento de Fausto y dé rienda suelta ahí a sus insoportables manías. –Pero Herminia, por favor. –Mira, yo ya les he expresado a todos ustedes mis temores y la solución tan sencilla que veo para ellos. Porque lo estoy viendo íntegro todo, realmente, y como en una bola de cristal que me dice, además, que algo terrible se desencadenará como consecuencia de tanto talco y de ciento cincuenta y ocho elefantitos en París, ante la presencia en el departamento del pobre tío Fausto de latas enteras del talco

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ese marca Yardley, al que tan aficionado es Rodolfito, y amén de la lavanda y la crema de afeitar de la misma marca, que, la ver­dad, ya me parecen demasiado Yardley, por decirlo de alguna manera. Que los productos Yardley puedan ser de excelente calidad no lo niego en ningún momento, ni me atrevería a negarlo tampoco jamás, porque entre otras cosas no los conozco en absoluto, para serles sin cera. Por lo que yo, la verdad, sólo he venido a adver­tirles a todos ustedes de los inminentes peligros que veo en que Rodolfito entre en el departamento del po­bre Fausto repleto de elefantes y de productos de toca­dor, y sobre todo de talco. Pero, bueno, en vista del éxito obtenido, no me queda más solución que pedir que me traigan mi sombrero y largarme. –Pero si has venido sin sombrero, tía Herminia. –Pero nada se pierde con pedirlo, de cualquier modo. Maldita tía Herminia, tuvo cien por ciento razón. Y es que el primo Rodolfo regresó apenas una semana después de haberse embarcado a París, y tan arruinado como se fue. Y ahora, sumamente apenado y sentado en su pequeño departamento miraflorino, que huele a todos los productos de tocador Yardley que existen en el mercado, se alivia con el eterno recuento y con la cada día más minuciosa limpieza de sus elefantitos, sin lograr entender cómo un hombre como su tío Fausto, hoy fallecido, pero que entonces ya estaba más en el otro mundo que en éste, pudo erguirse con semejante violencia en su cama de enfermo, una mañana, para soltarle a gritos, envuelto en una tos muy profunda, que, un día más con olor a Yardley en su vida y se pe­gaba un tiro, dicho lo cual lo invitó nada cordialmen­te a largarse, pero a largarse inmediatamente, eso sí. Pues sólo la tía Herminia se alegró con tan triste, tan costoso y tan inesperado desenlace, aunque única y exclusivamente porque ella misma lo había vaticina­do todo, tal cual, por supuesto. Y de inmediato me mandó a comprarle una bola de cristal de adivino, con la que hasta el día mismo de su muerte no cesó de anunciarnos una tras otra millones de calamidades, que, a veces, sí que provenían de su maldita bola de cristal. Y la verdad es que si no nos vaticinó más cala­midades, todavía, fue por el tiempo incalculable que, día tras día y noche tras noche, y ya casi las veinticua­tro horas

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Las manías del primo Rodolfo


del día, hacia el final, se le fue en convocar inútilmente, hasta su último suspiro, casi, pobre tía Herminia, al teutón aquel del bigotazo austrohúnga­ro, cuyas credenciales ante la sociedad limeña eran so­bre todo el haber salido victorioso en la guerra franco­prusiana.

ALFREDO BRYCE ECHENIQUE. Nació en Lima, Perú, en 1939. Realizó sus estudios primarios y secundarios en colegios regidos por profesores norteamericanos e ingleses. En la Universidad Nacional de San Marcos obtuvo los títulos de abogado y doctor en Letras. En 1964 se trasladó a Europa, con prolongadas estancias en Francia y España. Su obra ha sido alabada por autores como Gabriel García Márquez, Julio Cortázar o Mario Vargas Llosa. Bryce Echenique ha desarrollado una narrativa muy próxima al cuento oral, en donde se confunden las fronteras entre realidad y ficción. Sus libros más famosos de cuentos, crónicas, memorias y novelas como Un mundo para Julius, Permiso para vivir (Antimemorias I y II), La vida exagerada de Martín Romaña y Huerto cerrado así lo demuestran. Ha ganado diferente distinciones, entre las que destacan el Premio Nacional de Literatura 1972 (Perú), el Premio a la Mejor Novela Extranjera 1974 (Francia), el Premio Nacional de Narrativa de España 1998 y el Premio Grinzane Cavour 2002 (Italia). Su último libro lleva por título La esposa del rey de las curvas, del cual reproducimos uno de sus relatos.

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Non-Fiction Fiction

Sobre Prochazka y otras cuestiones

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Enrique Vila-Matas

1 A la deriva en Lima Entré en un blog peruano de carácter literario y ese blog me llevó a otro, y acabé entrando en un tercer blog, también peruano y literario, el del escritor Gustavo Faverón. Allí se decía lo siguiente acerca de un narrador peruano con apellido de jugador de fútbol ucraniano, Enrique Prochazka: “Tengo una hipótesis un tanto agresiva sobre su falta de éxito comercial. Los textos de Prochazka exigen un lector entrenado y que maneje muchos referentes, y nunca tendrán ventas millonarias. Pero en el Perú nadie las tiene. Escribiéndole sobre todo a la intelectualidad, Prochazka reduce su público infinitamente. Pero si sus ediciones, pequeñas en cantidad, no se agotan, se debe a que ni siquiera nuestra intelectualidad está muy interesada en leer literatura demasiado inteligente” Pensé en el aislamiento de algunos excelentes escritores peruanos que no cuentan con editoriales que les hagan cruzar fronteras. Y me demoré algo más pensando en lo que decía Ricardo Piglia en una entrevista mexicana en la que le preguntaban si se sentía a salvo de la tentación del éxito: “A veces digo en broma que el éxito es el gran riesgo de los escritores actuales, en el siglo 19 el fracaso era el problema”. Y bueno, algo más tarde olvidé todo esto, hasta que días después me encontré con la respuesta de Prochazka en uno de los blogs peruanos y leí fascinado: “Abrigo la teoría de que uno tiene éxito porque se agita como loco, o logra que

Sobre Prochazka y otras cuestiones


los demás se agiten como locos por uno, o bien los demás lo obligan a uno a agitarse como loco. Según esta noción a mis textos les sucede lo que les sucede porque yo no me agito. De hecho escribir estas líneas ya me parece acercarme demasiado a la visibilidad y al agitarse, si bien levemente. Prochazka reduce a su público infinitamente: sí. Y también el contacto con las personas. Vivo en una especie de distante Sídney del espíritu, que se llama Lima. Camino un sábado por la noche de Magdalena a Chacarilla, pasando por todos los sanantonios y centros culturales y cafés, y literalmente no conozco a nadie, y nadie me saluda ni conoce mi cara. Me borré en paz, hace años. Entro al Virrey lleno de clientes, compro un libro, dos libros, salgo del Virrey: nadie sabe quién soy. Me borré...” Uno puede estar viviendo el momento más importante de su vida —sentir que se ha enamorado, por ejemplo— y pasar a pensar en una cosa diferente, lateral, pero tal vez remotamente entrañable; algo así como pensar en los hondos problemas de Bolivia y pasar a fijarse en un jersey. Y digo todo esto porque de la brillante reflexión de Prochazka sobre el éxito lo que realmente llamó mi atención fueron ciertos datos laterales: la aparición de nombres de lugares completamente desconocidos para mí (una realidad nueva) y el discreto encanto del recorrido sabatino de ese solitario escritor lejano. “De Magdalena a Chacarilla (...) Entro al Virrey lleno de clientes, compro un libro, dos libros, salgo del Virrey: nadie sabe quién soy”. Magdalena, Chacarilla, el Virrey. Nunca había oído hablar de esos sitios que para Prochazka parecían muy familiares. Y me acordé de momentos inquietantes de algunos de mis viajes, me acordé de los crepúsculos en los que me he encontrado muy solo caminando por calles extrañas a mi vida, calles ajenas pero que al mismo tiempo potenciaban en mí la sospecha de que tenía un domicilio fijo desde hacía años en esa ciudad extranjera por la que caminaba. Yo tenía allí un domicilio y volvía a casa. Magdalena, Chacarilla, el Virrey. Y me acordé también de un día no muy lejano en el tiempo, de un día en el que, tras dos jornadas seguidas de parranda, desperté en casa a las ocho de la tarde y sentí

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—como no he sentido nunca— el temple puro y sosegado de una recién inaugurada vida convaleciente que intuí que, gradualmente y en pocas horas, me iba a conducir a una inquietante plenitud física. Era como si acabaran de prometerme un in crescendo hacia la recuperación total, una ascensión hacia un trampantojo de bienestar. “Nadie disfruta tanto de la vida como el convaleciente”, escribió Walter Benjamín. A la espera de aquella plenitud hacia la que ascendía mi estado de convalecencia, me puse a revisionar en vídeo una película que siempre he admirado (Eyes Wide Shut, de Stanley Kubrick), y muy pronto sentí un latigazo fuerte en esa escena en la que el protagonista —sin mucho convencimiento, más bien andando a la deriva— regresa a su casa por las calles de una Nueva York que en realidad yo sabía que era un gigantesco escenario montado en un estudio cinematográfico de Londres. Sentí que era yo quien regresaba a casa por esas calles de Nueva York de cartón- piedra. A veces miraba hacia el horizonte y me decía: “Yo vivo por allí”. Y me di cuenta de que mi secuencia literaria preferida venía siendo, desde hacía ya unos cuantos años, la de un hombre paseando por una ciudad para él desconocida, pero en la que sin embargo tenía un domicilio. Aunque a la deriva, el hombre caminaba en realidad siempre de vuelta a casa. No sabía exactamente quién era, pero volvía a casa, una casa que sentía suya, pero que del todo no lo era. Y me acordé de Walter Benjamín y su curioso método de investigación de la realidad, basado en el extravío y la deriva. Y estando en todo eso, me vino a la memoria la voz del cantante Van Morrison, mi músico preferido: una voz que siempre me pareció que representaba (tal vez porque la abarcaba) a la humanidad entera: la solitaria voz del hombre. Esa inolvidable sensación de extrañeza y deriva volví a recuperarla días después cuando en una entrevista le preguntaron al escritor español J.A. González Sainz por qué vivía en Trieste y él contestó así: “Más quisiera yo saberlo. Y ese no saber es una buena razón. Me siento extraño aquí, extranjero, distante, y sentirse extranjero en el mundo creo que es una de las condiciones de la escritura, habitar el

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mundo de una forma un poco esquinada. Cuando regreso en tren ya de noche de mis clases en Venecia y veo al final del viaje las luces de Trieste allí en el fondo, como atenazadas a la espalda por la oscuridad de las montañas del Carso, con Eslovenia atrás y a la derecha la línea de las costas de Istría, y me digo “ahí está tu casa”, “allí es donde vives”, se me genera una sensación de extrañeza, de no pertenencia sino de paso, con la que me llevo bien y que creo que es fundamental para esa forma de vivir que es escribir”. Magdalena, Chacarilla, el Virrey. Nada más leer estas palabras de González Sainz, me dieron ganas de ir a la deriva por las calles de una ciudad para mí desconocida, pero en la que tendría allí mi único domicilio. Y me pareció saber que ese lugar podía estar en un enclave muy extranjero que me ayudaría a convivir mejor con mi voz estrictamente individual. Allí mi consigna propia podría ser la de seguir los pasos de un autor nuevo que saldría de mi propia piel y que habría pasado por muchas ciudades mestizas y ahora estaría viviendo en una ciudad sin límites ni fronteras, apremiado por la necesidad de llenar el vacío con nuevas palabras y convertirse en un autor distinto al que siempre fue: un autor que sería como un lugar, como una realidad nueva, como una ciudad inventada: un lugar donde uno pudiera sentirse plenamente anómalo, forastero, alejado, aunque con casa propia. Ser un autor nuevo. Magdalena, Chacarilla, el Virrey. De día pasear por cementerios espectrales. Y por las noches escuchar mis pasos resonando en un decorado de cartón-piedra. La voz de Morrison como fondo. Y en la nueva vida ver pasar los trenes. Y ser (como decía Kafka) un chino que vuelve a casa. 2 La casa era un cerebro El interior de nuestra casa tiene siempre un antiguo y obsesivo paralelismo con el de nuestro cerebro. Encontré mi interior favorito, el otro día, viendo en un programa de televisión un reportaje sobre la Maison de Verre, de París.

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Aquel paisaje doméstico me pareció que era exactamente el que toda la vida había deseado tener en la casa que nunca he tenido. En otras palabras, me habría gustado vivir en los singulares espacios de la Maison de Verre, la original mansión ideada en 1931 por el arquitecto Pierre Chareau para vivienda familiar y consulta médica del doctor Dalsace. Y no sólo eso: me habría gustado que los interiores de mi cerebro se parecieran mínimamente a la laberíntica y audaz casa de la rue Saint-Guillaume de París. Cuando la semana pasada se me ocurrió ir a ver la admirada mansión desde fuera (había oído que era burocráticamente complejo obtener un permiso para visitar el interior), no recordaba en qué numero de la calle se encontraba esa casa de vidrio y no hubo forma de dar con ella, fue como si la hubieran borrado deliberadamente previendo que me acercaría por allí. Recorrí con Paula de Parma dos veces, de arriba abajo, la breve rue Saint-Guillaume, y nada: la fachada de adoquines de vidrio que me sabía de memoria (hasta la había visto en un spot de David Lynch para Yves Saint Laurent) no aparecía por ninguna parte, y deduje que la Maison de Verre la habían borrado o bien se hallaba en una discreta segunda línea —como un cerebro secreto— ocultándose de la vista de la gente que pasaba por la calle. Cuando, unos minutos después, abandoné la busca de aquel exterior de mi interior ideal lo hice muy molesto al ver que ni siquiera ese espacio de apariencias me era accesible, y además frustrado porque debía abandonar aquella misma tarde París y no sabía cuándo podría reanudar la busca. Horas después, como si fuera la consecuencia lógica de la búsqueda de mi interiorismo ideal, al regresar a Barcelona me encontré con un libro que no esperaba para nada y que resultó perfecto para lo que buscaba: Casa. Un título sobrio para la novela del peruano Enrique Prochazka (Lima, 1960). El libro (*), estructurado como si el cerebro del autor fuera tan audaz y laberíntico como la casa de su novela, lo abría una imponente cita de César Vallejo: “Una casa vive únicamente de hombres, como una tumba”. Había sabido, dos años antes, de la existencia de Enrique Prochazka por unas notas en un periódico peruano,

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(*) Casa. Enrique Prochazka. 451 Editores. Madrid 2007 Sobre Prochazka y otras cuestiones


donde decían que era un autor muy minoritario, sólo para eruditos, políglotas, lingüistas, amantes de Wittgenstein y espíritus sofisticados. Me llamó la atención que sólo dos horas después, en los blogs de Gustavo Faverón y de Iván Thays (otros dos excelentes escritores peruanos), volviera a aparecer ese apellido centroeuropeo de aquel novelista que escribía para amantes de Wittgenstein. Le nombraban porque acababa de comentar él mismo su situación de desaparecido y de supuesta marginalidad. Y en sólo cuatro líneas encontré destellos de una inteligencia distinta cuando leí que vivía desde hacía tiempo “en una especie de distante Sydney del espíritu, que se llama Lima”, que caminaba un sábado por la noche, pasando por todos los centros culturales y cafés, y literalmente no conocía a nadie, y nadie le saludaba ni conocía su cara. “Me borré en paz, hace años. Entro al Virrey lleno de clientes, compro un libro, dos libros, salgo del Virrey: nadie sabe quién soy. Me borré...” Me pareció interesante un escritor que se consideraba borrado y que al mismo tiempo era Alguien (por decirlo en los términos de su novela Casa), pues era filósofo, montañista, estudiante de Letras y de Arquitectura, gestor de políticas educativas y autor de ensayos de interpretación sobre Hegel. Escribí un artículo acerca de sus derivas sin haber leído más que sus palabras de hombre borrado. Y ahora, tras leer Casa, sé que no andaba equivocado al intuir su raro talento y también sé que no deja de ser un milagro que su novela haya llegado a Europa, pues Prochazka no está siquiera entre los escritores mediáticos del Perú de ahora. Pero pienso que ya que aterrizó por aquí Casa no estaría mal que probáramos a adentrarnos en los audaces interiores de esa trama que adopta apariencias de ciencia-ficción: Hal, famoso arquitecto, despierta sin recordar sus últimos quince años. Repentinamente desdoblado y espectador de su propia condición, debe asumir que ha olvidado su más inmediato pasado y que ha de acostumbrarse a vivir en la casa diseñada por él mismo bajo los principios de una audaz teoría arquitectónica, única y extraña. Llama entonces a un psiquiatra. “Saber quién soy implica descubrir por qué diseñé esta Casa”. Se trata de entender al desmemoriado ocupante de la cerebral Casa a partir del arquitecto de la

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misma. En sus investigaciones sobre los fascinantes pero también horribles interiores del lugar, le apoya un eficaz mayordomo llamado Clarke, lo que tal vez nos da una pista: Hal remite a HAL 9000, la computadora de 2001, Odisea del Espacio, novela escrita por Arthur C. Clarke. La sospecha súbita de que tanto los secretos de la mansión borrada de la rue Saint-Guillaume como los laberínticos interiores del borrado Prochazka no pueden tener casa que los ampare, sólo ideas antiguas para tumbas muy frías. Y poco después, al despertar de esa pesadilla en mitad de la noche, la sospecha enloquecida de que el cerebro de Hal es la Casa y ésta a su vez es Wittgenstein, que en los años veinte hizo de arquitecto de la Kundmanngasse que su hermana decidió construir en Viena: una mansión llena de raros detalles estéticos, a veces idénticos a ciertos pensamientos terribles de su arquitecto.

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ENRIQUE VILA-MATAS. Nació en Barcelona en 1948. Es uno de los más destacados escritores europeos del momento y está traducido a 30 idiomas. En su extensa obra hay cabida para el ensayo, el cuento, la novela, el articulismo y el diario personal. Algunos de los títulos más famosos de su bibliografía son El viajero más lento, Impostura, Historia abreviada de la literatura portátil, Una casa para siempre, Suicidios ejemplares, Para acabar con los números redondos, Desde la ciudad nerviosa, El viaje vertical, Bartleby y compañía, El mal de Montano, París no se acaba nunca, Doctor Pasavento, Exploradores del abismo, Dietario voluble, Perder teorías y Dublinesca. Su carrera no está exenta de reconocimientos, entre los que se cuentan el Premio Rómulo Gallegos, el Premio Ciudad de Barcelona, el Prix du Meilleur Livre Étranger, el Prix Fernando Aguirre-Libralire, el Premio Herralde de Novela, el Premio Nacional de la Crítica, el Prix Médicis étranger 2003, el Premio Internazionale Ennio Flaiano, el Premio Fundación Lara 2006 y elPremio de la Real Academia Española. Pertenece a la Orden del Finnegans.

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Too bad: Sketches toward a self-portrait Robert Kroetsch. University of Alberta Press, 2010. By Anne Freeland

In Seed Catalogue (1977), the long poem that secured his place in the Canlit canon, Kroetsch asks insistently, “But how do you grow a poet?” That is, how do you reconcile a predominantly European and American literary tradition with an oral Canadian prairie culture, or how do you tell what Kroetsch calls a “story of nothing to tell”? Too Bad: Sketches Toward a Self-Portrait can be read, more than three decades later, as a tentative response that is less an answer than a reiteration of the question without the youthful urgency of literary trailblazing. Rather than transgressing poetic norms through formal innovation, Kroetsch here relies on humor and a minimalist aesthetic to create a certain critical distance. He mocks the kind of poetry that takes itself too seriously by sprinkling the book with short poems that read like schoolyard rhymes, usually in his ars poetica. (For example, in “no ideas but in things,” a tribute at once sincere and irreverent: “Ideas are things, Doc Williams said. / He was a poet. Now he’s dead.”) If the fluid arrangement of words on the page and the intermingling of prairie voices in his earlier work suggest a (self-consciously problematic) organicity that connects the poet to his native soil (the farming village of Heisler, Alberta), the starkly structured poems in Too Bad, all of them composed of fairly regular tercets, are less spontaneous yet more at home on the page. The project of poetic self-fashioning remains unfinished, but the metaphor of

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planting has been replaced by one of art (“sketches toward a self-portrait”): techne as opposed to physis, construction rather than growth. In the opening poem, Kroetsch ostensibly rejects the question of authorial identity raised in Seed Catalogue (and in the subtitle of the present book): “When the radio host said, Now tell us again / who you are, I knew I was in trouble. / [. . .] I’ll get you a printout, / I said, of my DNA. I was clutching at straws. / [. . .] You have written a book, he prompted, despairing. / Yes and no, I said, Who is it, or what, that writes the book? / Maybe I’m just a transmitter. /He felt better. I was talking radio talk.” The theoretical foundation of this negation of authorship and of an essential identity in general (and Kroetsch has published theoretical work in this vein) is partially obscured by a feigned naivety that presents itself as antitheoretical. His philosophical “radio talk” is contrasted with and yet basically equivalent to his “clutching at straws.” Here and elsewhere in the book, Kroetsch has his cake and eats it too: he uses his academic training to dismiss his original question while positioning himself on the side of rustic, unlearned simplicity. But despite this proclaimed disavowal of identity, the problem of national or regional specificity, inextricable from that of literary self-construction, remains a thematic fixation (blizzards, moccasins, parkas, and other such Canadiana abound). And it is a productive one, in my opinion. A remarkably well-chosen epigraph reads: “I’ve kept my grandfather’s axe and used it all these years. I’ve had to change the head twice and the handle three times.” The discontinuity that separates the poet from a remembered or imagined origin becomes the object of constructive poetic reflection without melancholy and even without mourning, without loss: the axe still works. Kroetsch is glad to claim as his own a tradition that is and is not the one inherited from the Western Canadian homesteaders (who, far from romanticized, he reminds us on more than one occasion stole their land from the Cree) or from his literary and intellectual predecessors to the East and South.

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Soledad al cubo Francisco Hernández. Colibrí, 2001. Por Agustín Abreu Cornelio

Francisco Hernández (1946) es heredero de una tradición que, si bien tiene un mítico origen en el ditirambo griego, ha alcanzado sus cumbres en la época moderna con Novalis, Rimbaud, Pessoa, Antonio Machado y otros en quienes el yo multiplicó sus entidades enunciativas como una alternativa a la realidad. No es Dionisos el que habla en estos poetas, sino la neurosis asumida como una posición estética que invita a la fragmentación del mundo, de la verdad, del ser en múltiples faces que puede plasmarse como lo hicieron los cubistas –corriente favorable, pues Soledad al cubo (Colibrí, 2001) es el poemario que incita estas líneas. Un aforismo tatuado en Francisco Hernández: “Poesía: lo cura”, sintetiza la anomalía social y psicológica (lo-cura), con el rol de un lenguaje capaz de transformar el mundo, a veces por simple contigüidad (“Enciendo una vela y ella la apaga. Lo líquido del humo llega hasta el piso.”) o mediante la reiteración de imágenes. Así el tiempo, en Soledad al cubo, delata la fugacidad del yo impelido hacia el otro/a: “El tiempo daría su vida por convertirse en espejo” o “(…) donde la única eternidad / es la hembra ausente”. De Ella sólo permanecen huellas amenazadas por el olvido (la marca del bilé en una taza, una carta suicida) que acentúan el fracaso de la relación, lo cual se expresa en los títulos de las partes primera (Al garete) y última, que da nombre al libro. Si ya en la primera parte se afirmaba que no por comer margaritas, los cerdos lo eran menos, en la segunda, Por amor a Fosca, el amor se torna escatológico y violento, se

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bestializa y fetichiza: el menstruo, la fruta, los orines, así como las estrías y cicatrices femeninas, se vuelven los detonantes del erotismo. En este sórdido poema en prosa no dejan de aparecer juegos de palabras (“Sax. Sex. Six. Sox. Suck.”) que delatan su sentido en el contexto del libro: Fosca termina por irse convertida en pluma, ¿en lenguaje? “Pintar es un acto de desfloración”, afirma el poeta en la tercera parte, Seis textos para seis pintores, donde continúan las relaciones violentas con el lenguaje: la relación entre el referente y su representación, entre lo figurativo y lo abstracto, la poesía y la música, esquinas opuestas de un “cubo al cuadrado”. Francisco Hernández cierra el libro con un largo poema, alegórico como la película canadiense que detonó su escritura Cube (1997). El enunciante, tal uno de los personajes (o todos) de la cinta, se encuentra en una desolación total sin saber quién es ni dónde está; sin saber cómo ni para qué ha llegado a ese sitio, la escritura: sólo la creación de un poema puede librarlo de “una vigilia con filo de cuchillos”. El poeta se enfrenta a sus herramientas (30 páginas en blanco, un bolígrafo y el lenguaje) con la intención de escapar del laberinto y/o acceder a la soledad absoluta de la muerte. En la escritura se muestran varios rostros/discursos: en la soledad intelectual, como la de Quevedo en su prisión, recurre a la tradición poética; en la soledad que impide distinguir entre vida y sueño, a Calderón; en la soledad violentada y denigrante, a El Apando de José Revueltas; en la soledad existencial, parafrasea a Juan Ramón Jiménez (“¿Dónde estás, Dios tan castrado / y tan castrante?”); en la alienación de la sociedad moderna, a Franz Kafka. Las moscas de Machado cierran el poema y el libro, trazándolo con sus patas, como un indicio de la pudrición, desde las entrañas del enunciante. Ellas, como los poetas del yo escindido, son capaces de percibir la alienación de su oficio y de su circunstancia en el mundo; moscas y poetas la asumen fatal, como lo expresa el colofón del último poema de Soledad al cubo: “La mosca de Saturno se ha posado en la soledad de Géminis.”

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Soledad al cubo


§ anne freeland. Has a B.A. in English Literature from McGill University. She is currently a doctoral student in the Department of Latin American and Iberian Cultures and the Institute for Comparative Literature and Society at Columbia University. Agustín Abreu Cornelio. Nació en 1980. Es Licenciado en Letras Hispánicas y cursa la Maestría en Escritura Creativa en UTEP. Obtuvo el primer lugar en la categoría de ensayo del Primer Concurso Interuniversitario de Cuento y Ensayo convocado por la Universidad Modelo en 2007. Es autor de los poemarios Los reflejos, El impuro descanso (en el libro colectivo El éter de las esferas) y de la plaquette Caramelo de muerta.

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Lucha libre Alejandro PĂŠrez Cervantes


Visual ARTISTS’ notes

CÉSAR CHINCHILLA. Es bachiller en Artes Gráficas, nacido en Honduras y egresado de la Escuela Nacional de Bellas Artes de su país. Se desempeña como diseñador gráfico e ilustrador independiente. Desde el año 2009 ha realizado proyectos de arte público, en donde siempre se destaca un interés marcado por los temas sociales. Recientemente montó una exposición de su obra en la Alianza Francesa de Tegucigalpa. La misma llevó por nombre Códigos del pasado y gozó de sobrado éxito. Su trabajo puede apreciarse en su página web (cesarchinchilla.com). ALEJANDRO PÉREZ CERVANTES. Nació en Saltillo, en 1973. Narrador y colaborador de El Universal, La Jornada, Día Siete y Replicante. Máster en Diseño Gráfico por la Universidad de Monterrey. Con Murania obtuvo el Premio Nacional de Cuento Julio Torri en su edición 2006. Es becario del Fondo para la Cultura y las Artes de Coahuila en el área de Literatura.


Thanks

The editors of this issue on the theme of Impostor wish to thank everyone who made possible ​​ what still seems like a delusion: The readers, Benjamin Alire Sáenz, Jorge Herralde and Paula Canal from Editorial Anagrama, Carmen Balcells, Michael Wiegers and Amelia Robertson from Cooper Canyon Press, Enrique Vila-Matas, Sergio Ramírez, Ricardo Piglia, Juan Gelman, Alfredo Bryce Echenique, Sergio Pitol, Jaime Manrique, Jon Lee Anderson, Agustín Fernández Mallo, Andrés Neuman, Victoria de Stéfano, Piedad Bonnett, Darío Jaramillo Agudelo, Alfonso Armada, Carlos Sandoval, Elena Blanco from Editorial Seix Barral, Juan Casamayor and Editorial Páginas de Espuma, César Chinchilla, Juan Carlos Chirinos, Leila Guerriero, Alejandro Zambra, Paloma Mendoza from Editorial Demipage, Ednodio Quintero, Sergio Chejfec, Diego Moreno from Nórdica Libros, Saúl Ibargoyen, Constantino Bértolo and Editorial Caballo de Troya, Elena Poniatowska, Adriana Romero and Adriana Rodríguez from Alfaguara, José Celso Garza, Sergi Masferrer from Editorial El Acantilado, Deborah Albardonedo and her literary agency, Harry Salswach from Random House Mondadori, Patricia Witherspoon, Omar Corral, Dirección de Publicaciones de la Universidad Autónoma de Nuevo León, Enrique Cortazar from the Consulado de México in El Paso and all the artists who submitted their work.




RĂ­o Grande Review was designed in El Paso, Texas using Adobe InDesign software for Mac. The text was set in typefaces Scala and Scala Sans, masterfully drawn by Martin Majoor. Other typefaces used for the Dossier are Vitesse and Archer Pro, by Jonathan Hoefler & Tobias Frere-Jones.


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