Nota del autor
La mañana del 26 de enero de 2020, estaba sentado en una
mesa del Corner Bakery en Irvine, California. Tenía el portátil abierto y un bol caliente de avena enfrente, junto a una de esas crujientes galletas azucaradas y una taza de café. Exactamente, a las 11.37 mi iPhone emitió un sonido. Ping. Cogí el aparato de la mesa y vi que el mensaje era de mi amiga Amy Bass… —Dicen en las noticias que Kobe Bryant ha muerto. Espera. Espera. Espera. —¿Qué? Era imposible que Kobe Bryant hubiera muerto. Hay cosas en este mundo que son posibles y otras que no. «Aquello» era imposible. Kobe Bryant solo tenía cuarenta y un años. Estaba casado y era padre de cuatro hijos. Era emprendedor, feligrés habitual de la iglesia, entrenaba a las categorías juveniles y, además, era un vecino activo e involucrado del condado de Orange. Sus vídeos eran virales: Kobe jugando al baloncesto con su hija Gigi, de trece años; Kobe acurrucado con su mujer Vanessa y su hijo recién nacido. Más de quince millones de seguidores habían visto los últimos tuits de @kobebryant, y no era de extrañar. Su presencia era a la vez excitante y reconfortante. Kobe Bryant no podía estar muerto. Era sencillamente imposible. ϒ 13