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Epílogo
epílogo
La mañana del 21 de diciembre de 2018, aproximadamente a las 9.30 de la mañana, aparqué el coche delante de la que yo pensaba que era la casa de J. R. Rider. Me sequé el sudor de las manos en mis pantalones cortos y llamé al timbre.
Tras jugar su último partido de la NBA diecisiete años atrás, el efímero jugador de los Lakers y excampeón del concurso de mates del All-Star había desaparecido de la vida pública. Había concedido un par de entrevistas que aparecieron en YouTube, y un vídeo de 2011 lo mostraba haciendo un mate. Aparte de esto, nada más.
Después de haber pasado el día anterior muy cerca de su casa en Chandler, Arizona, y tras varios intentos fallidos de conseguir un número de teléfono, decidí intentar un: «¡Sorpresa! ¡Aquí estoy!». Al fin y al cabo, este tipo de libros son mejores si aparecen muchas más personas ajenas a los focos de los medios. Mientras esperaba que alguien abriera, dos preguntas rondaban mi cabeza:
a) ¿Qué le preguntaría a J. R. Rider? b) ¿Qué haría si J. R. Rider intentaba empalarme con una tubería de acero?
Esperé, esperé y esperé… —Hola.
Era un niño pequeño. Quizá tenía cuatro o cinco años. Abrió mínimamente la puerta asomándose por la rendija. —¡Hola! —dije con la voz más jovial que pude entonar—. ¡Estoy buscando a J. R. Rider!
El chaval desapareció y al cabo de dos segundos apareció una mujer. Tenía más o menos mi edad, era delgada y tenía el pelo castaño. —¿Qué desea? —preguntó. —Hola —dije, esta vez menos jovial y con un tono de voz más misterioso—. Me llamo Jeff Pearlman. Soy escritor. Escribí este libro —mostré en la distancia un ejemplar de mi crónica sobre la desaparecida USFL, recientemente publicada—, y estoy intentando localizar a J. R. para hablar de su época con los Lakers.
Me pidió que esperara ahí y cerró la puerta. Volví a esperar y esperar. Luego escuché los sonidos ahogados de dos adultos discutiendo. La mujer parecía tranquila. El hombre parecía enfurecido. «¿Quién es?», escuché que le decía.
La puerta se abrió de nuevo.
Ahí estaba J. R. Rider.
Mierda.
Era reconocible, pero estaba distinto. Su perilla ahora estaba salpicada de gris. Su físico, otrora hercúleo, era ahora mullido, con algún michelín en la zona media. Lo que no había cambiado era su ceño fruncido. Me estaba frunciendo el ceño a mí. —¿Quién eres? —dijo Rider. —Sí, soy Jeff Pearlman. He intentado ponerme en contacto contigo. Estoy escribiendo un libro…
Seguía con el ceño fruncido. —Espera —dijo tras la puerta mosquitera—. Espera, espera. ¡Vienes a mi casa! ¿Te presentas aquí sin más? —Mmm, sí —respondí—. Pero… —No, no, no —dijo—. ¿Te presentas a mi puerta sin previo aviso? —La cosa es que he… —No está nada bien —contestó Rider, acercándose a mí—. No me gusta nada.
Me preparé para el tubo de acero. Se encontraba a escasos centímetros de mi rostro. Podía notar las salpicaduras de su saliva rozando mis mejillas. —¿Te presentas en mi casa sin llamar? —gruñó—. ¿Así es como trabajas? No me jodas… —O sea —dije—, intenté…
Pausa. —¿Por qué estás aquí? —preguntó Rider—. ¿Qué estás escribiendo? —Un libro —respondí—. Sobre los Lakers de 1996 a 2004. Los años de Shaq, Kobe y Phil. Pensé que estaría bien hablar contigo.
De repente, Rider dio un paso atrás. Vi cómo le cambiaba la expresión, muy sutilmente, y pasaba de «voy a joderte la vida» a «quizá te joda la vida». —Mmm —dijo—. Fue una buena época, ¿verdad?
Asentí. —Tengo muchas anécdotas —dijo—. Joder, tengo muchas anécdotas…
J. R. Rider y yo estuvimos hablando durante dos horas y media.
Una cosa hermosa de la dinastía de los tres anillos de los Lakers es que, salvo raras excepciones, a los miembros del equipo les encanta mirar atrás, recordar y compartir sus recuerdos de una época feliz. Así fue con Rider. Así fue con Shaquille O’Neal, que me dedicó un buen rato en los estudios Turner de Atlanta. Así fue también con Phil Jackson, que me recibió con cierta sequedad fuera de la cafetería Montana Coffee Traders en Kalispell, Montana («Hablo contigo porque Jeanie me lo ha pedido, no porque seas tú», me dijo), pero luego me regaló un paseo de ocho horas por el lago Flathead, por los restaurantes locales, por su porche y por su vida como un jubilado de setenta y tres años amante de los gatos. Así ocurrió también con Nick Van Exel y Eddie Jones; con Glen Rice y Samaki Walker; con Jeanie Buss, Del Harris, Rick Fox, Mike Penberthy y cientos de personas más que habían tenido algún tipo de relación con aquellos años en los Lakers.
También me percaté de otra cosa: nadie parecía demasiado triste por el hecho de que el viaje no se hubiera prolongado más.
«Es lo que es. Nada dura para siempre», dijo Jackson.
Cuando los Lakers perdieron la final de la NBA de 2004 contra Detroit, estaba claro que Jerry Buss veía imposible la
continuidad de aquel proyecto. Veía a un gigante que había perdido el interés y se marcharía en el mejor momento de su carrera, y a un entrenador que, a pesar de sus grandes logros, no parecía capaz de infundir respeto a sus jugadores. También veía a un escolta de solo veintiséis años que estaba jugando mejor que nunca, desesperado por liberarse y dispuesto a explorar la idea de jugar con (Dios santo, ¡noooo!) Los Angeles Clippers.
Así pues, Buss hizo lo que creía que tenía que hacer al dejar que todo se desmoronara.
Y, en muchos sentidos, funcionó. O’Neal se unió a los Miami Heat, formó equipo con la promesa del baloncesto Dwyane Wade, y ayudó a la franquicia a conseguir el título de la NBA en 2006. Bryant pasó una temporada 2004-05 horrible bajo las órdenes de Rudy Tomjanovich y Frank Hamblen, luego agradeció el regreso de Jackson a la banda y, tras un pequeño paréntesis en 2007, consiguió para los Lakers dos banderas más que colgar de los travesaños de su pabellón. El rencor inicial tras la ruptura con O’Neal (en 2008, O’Neal metió la frase «Kobe, negro, dime a qué sabe mi culo», en un rap freestyle) desapareció con el tiempo; cuando Bryant jugó su último partido, el 13 de abril de 2016, O’Neal estaba sentado en primera fila en el Staples Center, resplandeciente con un traje gris y animando desaforadamente mientras el hombre que se había negado a ser Robin anotaba sesenta puntos (como Batman) en una victoria contra Utah. Su entusiasta presencia fue, según me dijo O’Neal, una concesión al paso del tiempo. Kobe Bryant no le gustaba especialmente. Y lo respetaba a regañadientes, dentro de unos límites. Cuando le mencioné que Bryant había acuñado su propio apodo («Black Mamba») y que se refería a sí mismo como «Mamba», con extraña seriedad, O’Neal hizo una mueca: «Ahora entiendes lo que tenía que aguantar», me dijo.
Cuando Bryant abandonó la pista por última vez, los 18 997 espectadores se levantaron de sus localidades. Fue un homenaje a la altura de un hombre que, desde que había llegado siendo un chico de instituto de diecisiete años, les había proporcionado incontables momentos de gloria y una gran variedad de notas de dramatismo. Se retiraría como el mejor jugador de
la historia de la franquicia, siendo líder absoluto en número de partidos, puntos, tiros de campo, emoción, oohs y aahs, y momentos estelares a lo Jordan. «Nunca quiso ganar nuestros corazones —escribió Bill Plaschke en Los Angeles Times a la mañana siguiente—. Él solo quería ganar.»
No fue hasta más tarde, después de que se hubiera recogido el confeti de la pista y de que el último espectador se hubiera marchado a casa, cuando muchos de sus excompañeros y exentrenadores se dieron cuenta de que Kobe Bryant había hecho la friolera de cincuenta lanzamientos contra los Jazz. Era el récord de lanzamientos realizados en un solo partido en la historia de la NBA. Fue un buen colofón.
Kobe Bryant necesitaba un último momento bajo los focos.