Elegía a mi hermana alcides

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Eladio Rodulfo González

ELEGÍA A MI HERMANA ALCIDES

Los Cocoteros, Municipio Gómez, Estado Nueva Esparta, Venezuela, Agosto de 2012


Producci贸n: Centro de Investigaciones Culturales Neoespartanas (CICUNE)


A mis sobrinos Alfredito, R贸ger, Rub茅n y Frank Eduardo Cazorla Rodulfo


PROEMIO Hace hoy justamente un año que falleció mi hermana Alcides. En su Partida de Nacimiento reza que llegó al mundo el 15 de enero de 1942 en el entonces caserío Marabal del Municipio Mariño del Estado Sucre la niña Maura Alcides. Durante su infancia respondía al segundo nombre y luego, por circunstancias profesionales, adoptó el primero. Yo fui el único de la familia que siguió llamándola Alcides y también con el sobrenombre de Hormiguita Rubia. Como creo en los estudios científicos sobre vidas pasadas emprendidos por el doctor Brian Weiss, en otra vida la querría como hermana nuevamente, al igual que a Iria (Yiyo) y a Belkina, porque entre nosotros hubo una fraternidad sólo posible en textos bíblicos y literarios. Una penosa enfermedad, que la mantuvo postrada durante más de diez años, fue mermando su vida, tan inquieta, tan hiperactiva, tan nerviosa, hasta que al fin perdió la batalla con la muerte en la madrugada del 11 de agosto de 2011 en el Centro Médico Lechería, de Lechería, Municipio Urbaneja del Estado Anzoátegui. No tuve el valor, lo confieso, de estar con ella al despedirse, posiblemente sin advertirlo, de la vida que se le convirtió en un verdadero infierno. No pude tampoco acompañarla hasta su última morada porque me fue imposible debido a que su viaje a la eternidad ocurrió en temporada alta turística para Margarita, cuando salir de la isla, por mar o en avión, es imposible. Mi presencia física en su tenaz lucha contra la muerte que la abatía lentamente y al momento de su partida, empero, no iba a modificar lo que estaba escrito en el libro que registra todos nuestros actos, sin que lo veamos, pero que nacemos con él. ¿Pero existe realmente la muerte? ¿Acaba la muerte con todo? He escrito más de una vez que la muerte no mata nada. Ahora añado dos textos anónimos: 1) “Las únicas personas que tienen miedo de morir son aquellas que tienen remordimientos”; 2) “Hay tantas personas caminando por ahí que están muertas y no se dan cuenta”. Tú, hermanita del alma, si luchaste contra la muerte, apegándote a la vida, no fue por remordimiento porque de ninguno de tus actos tenías por qué arrepentirte. Fuiste buena hija, buena hermana, buena maestra, buena esposa y buena madre. Tu profesión, cuyo Día Nacional coincidía con tu fecha natal, mermó a extremos peligrosos tu vida e involuntariamente pasaste a un retiro prematuro. Tu condición de esposa y madre, que ejerciste hasta extremos heroicos, te sumergió en una entrega total para lograr la elevación académica de tu esposo y hasta sus mejoras laborales y la profesionalización universitaria de Alfredito, Róger, Rubén y Frank Eduardo, tus hijos.


Te descuidaste, hermanita, en detrimento de tu salud y el cultivo académico propio, para que los cinco seres a los cuales dedicaste todo tu empeño dispusieran de herramientas universitarias que les sirvieran de luz en el anchuroso camino de la vida. Quisiste que como los cocuyos ellos tuvieran su propia luz y no tuvieran que alumbrarse con luz ajena. Y lograste tu objetivo, aunque para alcanzar el éxito hayas empeñado tu vida. Pero tus hijos, hermanita adorada, Hormiguita Rubia, y los hijos de tus hijos, demostrarán la inutilidad de la muerte, que tanto te ensañó en ti. Tú en cama, Alcides querida, tuviste más vitalidad que muchos miserables que pululaban –y todavía lo hacen- a lo largo y ancho de tu menguado país destruyéndolo sin darse cuenta que estaban muertos. Sí, muertos históricamente. Tú los conociste y te asqueaste. Estos textos poéticos, tratan de transmitirte, con el único modo que sé, hermana mía, el verbo en su versión escrita, una gran porción de la tristeza, el dolor y el pesar que hirieron lo más recóndito de mi alma tu partida de esta mundo para galopar en ágiles caballos blancos con ángeles y querubines en los prados del cielo, donde nos esperarás, claro que sí, en el siguiente orden: Eladio (tu loco); Iria (Yiyo ¿Tu loca o tu bolombola?) y Belkina ( pat´e mosquito? Esta vez la parca si actuará lógicamente.


I Lloró la lluvia Hormiguita Rubia, en tristeza sumida por tu partida. Lloró mi corazón por la sinrazón de tu dolido viaje hacia etéreo paraje. Cabalgas en el cielo sin pena, sin desvelo, en caballo brioso con angélico gozo. Ni una angustia humana te mortifica, hermana. Lejos de ti quedó la herida que mermó tu vida lentamente logrando finalmente su objetivo fatal, cruel, penoso, letal. ¡Oh, hermanita mía, tanto padecimiento! que nada pudo mitigar porque era el designio de Dios y estaba escrito en el libro que traemos al mundo sin que podamos leerlo pero que registra cada acto, bueno o malo, que protagonizamos desde el alfa hasta el omega de nuestra vida. Invisible ese libro, hermana, pero real y fiel, que cual la presencia de Dios la sentimos pero no la vemos. No nos es permitido ver su cara al común pero sí a los pocos elegidos, como Moisés, el patriarca bíblico a quien le entregó


las Tablas de la Ley de Dios. Tampoco, hermana, podemos ver al viento pero sí sentimos que está a nuestro lado para insuflarnos vida, para mover los molinos que extraen agua de las entrañas de la tierra para saciar la sed y regar las plantas que nos suministran la luz de sus colores, el fruto que nos alimenta y para alejar el calor que nos hace transpirar a borbotones e incomoda nuestros cuerpos y llena de angustia, y obtener la energía eólica, no contaminante, que aleja las sombras de la noche y pone en funcionamiento utensilios modernos para el confort de la vida. Es ese libro, Alcides, hermana mía, como la bitácora de los barcos antiguos, como la crónica de viajes y batallas y como la memoria de los viejos. ¡Ay, hermana mía, si pudiéramos leer ese libro compañero en el alfa y el omega de nuestra vida cuántas adversidades podríamos evitar! Pero la voluntad de Dios decidió que así fuera.


II

Tu cuerpo has liberado, hermana, de las angustias e ingratitudes de la vida, y ahora estás en la dimensión divina paseando plácidamente por los prados del cielo con ángeles y querubines que amorosamente guían tus pasos hacia todos los confines de los cerúleos paisajes. No caminas, hermana, porque en el cielo se vuela cual los pájaros, cual las mariposas, cual las nubes, cual los pensamientos. Es un vuelo prodigioso, ambientado magistralmente con música interpretada por ángeles especialmente dedicados sin medida de tiempo a alegrar con sus arpas clásicas a los huéspedes de esa dimensión divina a la que sólo acceden las almas que en su vida terrena, como tú, fueron generosas en cariño.


III Hermanita del alma, hermanita bella. Del mundo terreno ¡qué pronto marchaste! Un dolor inmenso en mi vida dejaste. Y más pronto que tarde seguiré tu huella. Hormiguita Rubia: fuiste como el río, cual la fruta fresca, como agua divina, como la luz prodigiosa que ilumina el camino que transita el verso mío. ¿Por qué la muerte en ti, Alcides, se ensañó, inyectando su veneno fríamente en tu indefenso cuerpo, hermana mía? ¿Por qué la mano de Dios no se apiadó al verte morir, hermana, lentamente? ¿Por qué si fuiste como la luz del día?


IV

Hoy, hace un año que partiste, Alcides, hermana mía, hacia el ignoto mundo de donde no se regresa. Debí antes que tú tener la cita con la muerte, ese perverso personaje que nos acompaña misteriosamente desde que llegamos al mundo y no nos abandona hasta no cobrar su deuda al final de nuestros días. Alfa y omega es la parca en la vida de todo ser viviente. Quiso la voluntad de Dios que fueras tú, y no yo, por mi rango de edad, quien concurriera a esa cita siniestra. Pero tú sigues viva, hermana, en tus hermanos que te aman, en tus hijos y en los hijos de tus hijos. ¿Cuándo será nuestro encuentro en el mundo de donde no se regresa? Será la voluntad de Dios quien lo decida. Tú, hermanita del alma, nos estarás esperando para que cabalguemos contigo en alados corceles en los prados del cielo. La música angélica nos recibirá. Estarás ataviada de blanco pureza. El primero en seguir tus pasos seré yo; luego, Iria y después Belkina.


Y alborotaremos con nuestras risas la mansedumbre del cielo, remanso de paz en el cual ninguna pena, pesadumbre o dolor encuentran espacio porque quedaron apoltronados en el globo terráqueo, sitio inevitable de nuestras tormentas y felicidades. El bien y el mal. El premio y el castigo. La dicha y la angustia existencial que tanto mermó tu vida, porque fuiste como nuestra madre (tuya biológica; mía de crianza). Ella asumió como propia las responsabilidades del marido (nuestro padre biológico) descuidando las suyas; la de los hijos y la de los nietos. Tú, la de tu marido para que progresara, y la de tus hijos. Legaste al país un economista (Alfredo padre); dos ingenieros, Alfredito, mi ahijado (¡Cuidado que me quemas, vale!, advertencia al sacerdote de la iglesia de El Valle cuando iba ser bautizado) y Róger; un arquitecto, Rubén, y un abogado, Frank Eduardo. Y ese esfuerzo sobrehumano, Alcides, te llevó prematuramente a la tumba, porque cronológicamente me correspondía la cita con la parca en el omega de mi vida. Y sufriste tanto, hermanita, en una cama que debió haber sido una tortura para ti, por tu dinamismo y, de pronto, inmovilizada. Sé que me estás viendo desde tu recinto celestial. Sé también que tú me estás dictando cada palabra de esta elegía para que sea eficaz. Nos encontraremos en el cielo, hermanita, y juntos esperaremos la compañía de Iria y de Belkina. Esta vez la parca no hará trampa. Y como en el sueño infantil de Marabal de mis amores estaremos juntos en el prado del cielo en la ingravidez de otra dimensión.



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