HACKERS
DE ARCOÍRIS Los días orbitales de Frank
MÉXICO, ENERO DE DOS MIL TRECE
HACKERS DE ARCOÍRIS: LOS DÍAS ORBITALES DE FRANK
CAPÍTULO
1
El agente secreto (シークレットエージェント)
Las Arboledas, Naucalpan. 17 de agosto, 2002
A VUELTA DE RUEDA A BORDO DE UN TOPAZ. La lluvia cae salvajemente sobre calzada de los Jinetes: un hombre corre por el camellón cubriéndose con una bolsa de plástico, las copas de los árboles se sacuden y a su lado una fila de coches esperando turno para cruzar el semáforo; los automovilistas miran apesumbrados y también sorprendidos la precipitación de agua. El Veterano es uno de ellos. Conduce, silencioso, y se concentra en el rudimentario hecho de ver caer gotas de lluvia. Jude Makivar lo acompaña en el asiento delantero. Atrás, Brian, el Xolo y Pabli, éste último, dibujando figuras con el dedo en el vidrio empañado. “Hey, deja de hacer eso”, pide el Veterano por el espejo retrovisor. 3
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“Qué tiene”, replica Pabli. “Se ensucia.” “Eso qué.” “Pabli…”, interviene Jude Makivar con un tono tibiamente regañón. El dedo abandona el vidrio. El dedo se guarda nervioso en la bolsa del abrigo. El dedo sale de nuevo, junto con los demás dedos, con toda la mano, y se posan en la corbata. Gris, de rayas. Parecen querer reafirmar el nudo. Brian se asoma y mira a su hermano. El Xolo se hace un poco para atrás. Como para dejarlos platicar. Brian pregunta: “¿Dónde conseguiste tu corbata?” “Sanborns.” “Ah.” “¿Y Starla, Pabli?” Esa es Jude Makivar. El Veterano arquea las cejas. Brian desvía sus ojos hacia la encharcada avenida. El Xolo tuerce la boca. Pabli sonríe. Una sonrisa cínica. Suena algo de Beethoven en el radio. Los Lindsays. “Starla no va a venir, ma.” “¿Por qué?” El cabello dorado de su madre roza el borde del asiento frontal. No puede verle a los ojos. Por suerte. “Se fue. Del país.” Jude Makivar baja la visera y abre el espejo. Los grandes ojos verdes se posan en su hijo Pabli. Pfff. “¿Del país?” “Sí, ma…” “¿Por qué?” Silencio. El Topaz no se mueve. La lluvia cae pesada sobre el toldo. 4
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“Starla odia al demonio adentro de mí, o los residuos del demonio adentro de mí.” “Tú no tienes ningún demonio adentro, Pabli”, dice Jude Makivar. Silencio. “Yo creo que sí.” “Yo creo que no.” “Yo creo que sí, ma”, Pabli sube la voz, “y ni todo el shitware ni toda la meditación del mundo lo va a matar”. “La meditación no tiene nada que ver, tich”, dice el Xolo. “Tú no te metas.” Pabli respira pesadamente. Jude Makivar cierra el espejo y sube la visera. Su pelo dorado sigue rozando el borde del asiento. Voltea súbitamente. Se dirige al Xolo: “Te cambio de lugar”. “Y… claro”, responde el Xolo. Hacen un complicado movimiento contorsionista, pero finalmente lo logran. Jude Makivar ahora está sentada en medio del asiento trasero. Tranquila. Serena. Toma a Pabli de la mano. “Hola”, le dice. “No necesitamos a Starla hoy aquí. Seguro ella tiene… cosas más importantes que hacer.” Pabli asiente. La fila de autos no se mueve. No para de llover. *** Universidad Bayona, Tangamanga. 26 de agosto, 2002
CAE LA TARDE Y LOS ALUMNOS HUYEN a sus dormitorios. Es el primer día de clases de aquel semestre y, aunque es lunes, difícilmente se 5
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encerrarán a estudiar o sintonizar el fido o ver una cinta de VHS. Lo más probable es que solo cambien de ropa y salgan de nuevo, bajo el cobijo nocturno, a festejar que ha iniciado un nuevo ciclo académico. Una solitaria figura, de cachucha y backpack, cruza el jardín principal del campus en dirección contraria a los dormitorios. Es un estudiante, claro, y se dirige hacia servicios escolares. Al arribar a las oficinas, observa a la viejecilla de gafas y huesudo cuerpo detrás del mostrador colocarse de pie un suéter, señal de que aquel lunes ha terminado para ella. La viejecilla mira al estudiante encararla y respirar pesadamente. Tuerce la boca y suspira. Termina de colocarse el suéter y vuelve a sentarse en su silla giratoria. Pone las manos en el teclado. Dice: “¿Cuál es tu nombre?” “Tadeus”, responde el estudiante. “Apellidos primero”, corrige ella. “Oh, perdón”, se rasca la barbilla. “Cominsky Gomli, Tadeus.” “¿Facultad?” “Ciencias Tempraneras”, ladra estoicamente. “Ni tan tempranero. Hoy empezaron las clases…” “Ya sé”, dice Tadeus sin dar mayores explicaciones de por qué faltó en aquel primer día. “Veamos”, teclea la viejecilla y aguarda un instante. “Tenías cita en la mañana. Para documentarte y recoger tu consola.” “¿No puedo documentarme con usted?” “No no, eso es con otra chica.” Tadeus sonríe. La viejecilla señala una desocupada silla que se encuentra a su lado. “¿Y la máquina?” “¿Tengo cara de que yo entrego las consolas?” Gulp. “Lo siento. Regresa mañana.” La viejecilla apaga la computadora y abotona su suéter. 6
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“No”, Tadeus se toma de una ceja, “es que usted no entiende, hoy mismo tengo que configurar mi consola. Mañana comienzo clases muy temprano”. “Hubieras pensado en eso antes de llegar tan tarde.” “Por favor”, y Tadeus ejecuta esos ojos que tantas veces ha ensayado. La viejecilla lo mira indefinidamente a través de la ventanilla. Por un segundo, solo por un segundo, parece flaquear. “La oficina abre a las ocho”, dice lapidariamente y desaparece por una puerta trasera. Tadeus se talla los ojos, frustrado. Sale de servicios escolares de vuelta al jardín principal. Tarda una media hora en encontrar su edificio, el Franklin Delano Roosevelt. Las últimas indicaciones que le han dado unos críos sophomore es que atraviese los jardines contiguos a las canchas de tenis y se enfile hacia la biblioteca sur: ahí derechito hallará el Roosevelt. Tadeus sigue las instrucciones y a la larga encuentra su destino. Un letrero lo saluda: BIENVENIDO A LA PREFECTURA ROOSEVELT El Roosevelt es un clásico edificio universitario conformado por dos pisos de ladrillos, teja y soledad. Tadeus arriba al pequeño y oscuro lobby. Una mujer cincuentona, de suéter abierto y chongo, fuma en una esquina. Parece una versión live action de aquella mujer-caracol malencarada de Monsters, Inc. Lo mira con desinterés. “Buenas noches”, saluda Tadeus. “¿Buscas a alguien?” “¿Este es el Roosevelt?” La mujer se acerca. “¿Estudiante?” “Sí.” “Llegas tarde.” “Lo sé.” “Déjame ver tu pase.” 7
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Tadeus hurga afanosamente en el backpack. Finalmente lo entrega. La mujer revisa el papel. “Bien, Cominsky. Yo soy la Sra. Pox, administradora del lugar.” “Tanto gusto, Sra. Pox”, dice Tadeus. “Tu dormitorio es el 237. Segundo piso al fondo”, y le regresa el papel. “Mil gracias, Sra. Pox.” Tadeus sigue las indicaciones. 237. Toca toc toc. 238. Un joven desnudo le abre. “Y… hola.” “¿Tú eres el nuevo?” “Sí.” “Llegas tarde.” “La puntualidad no es mi fuerte…” Tadeus evita mirarlo. “Y tú…” “Sí, yo soy tu roomie. Pasa.” Finalmente entra. Mira el que será su escritorio. Coloca ahí su backpack. El olor a cancro le incomoda. “¿Te molesta que fume?”, pregunta el desconocido. “No que fumes. Es solo que tengo un imán para el humo. Siempre vuela en dirección mía…” “Okey, no fumas.” “De hecho sí fumo. Me gusta fumar.” “¿Entonces?” “Odio el humo del cancro ajeno.” “Haha”, dice el encuerado y se pone una toalla alrededor de la cintura. “¿Quieres un pitillo?” “¿Perdón?” “Un cancro”, y le extiende una caja de Camel. “Claro, claro.” “¿Cómo te llamas?” “Tadeus.” 8
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“Bien. Yo soy Runic.” “Mucho gusto, Runic.” Tadeus fuma. “¿A qué carrera vas?”, pregunta Runic. “Tempraneras.” “Ya.” “¿Tú?” “Numberología.” “Ah, okey.” Runic prende un cancro también. Los dos fuman. Crece la ceniza. Tadeus señala aquello con los ojos. “Espera, te doy un cenicero”, dice Runic y de un salto alcanza una repisa con una lata antigua de cacahuates Planters. En el proceso, la toalla se ha caído al suelo. Tadeus le mira el culo. Y cuando Runic vuelve con la lata, le mira el largo pene flácido, colgando casualmente. “Haha, sorry”, se disculpa Runic ante la omisión toallesca. “No importa”, dice Tadeus, con una tímida mueca y jalándose coquetamente los pelos de la patilla izquierda. Deposita la ceniza en la lata. “¿En qué estábamos?” “Y… numberología.” “Ah sí.” “¿Qué tal el campus?” “Al principio es rudo, pero te acostumbrarás a la soledad, a caminar un par de kilómetros para cambiar de salón, al clima extremoso, a la cerveza de barril, al café malo, a desayunar molletes todos los días…”. “Creo que me gustará…” Fuman y guardan silencio. Tadeus intenta mirar en dirección opuesta a ese pene. Alguien toca toc toc en la puerta. 9
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“Seguro es Pep”, anuncia Runic. “¿Pep?” “¿Jelou? Tu otro roomie.” Runic trota hacia la puerta. Tadeus le mira el culo. De nuevo. *** Sivaganga, Tamil Nadu. 11 de septiembre, 2002
STARLA CAMINA ENTRE EL CALOR HÚMEDO y sofocante, entre los montones de basura, el lodo, las moscas, los claxonazos resonando en su tímpano y las interminables filas de gente. Se detiene en una esquina, en un pequeño resquicio techado, coge una liga y se reacomoda el pelaje conejil en una eficiente cola de caballo. Su vaporosa blusa azul turquesa no tiene nada que ver con sus pantalones cargo verde olivo y sus botas Dr. Martens Pantone 268-C. Nada tiene que ver con nada en ese lugar, en realidad. Starla se toma un segundo para observar aquella concurrida calle: las telas coloridas, percudidas, las pieles sudorosas, los pliegues de carne que se ven a través de los saris. Hombres con sus faldones arremangados. Gente dormida en donde sea. Gente pidiendo limosna. Polvo. Rickshaws estacionados y en movimiento. Edificios viejos, cubiertos de humedad, deslavados. Olores penetrantes: a jazmín, a mierda, a orines, a pescado asoleado, a comida, a talco, a sudor, a agua estancada, a vacas –un olor unido a otro, no le da tiempo de cerrar las fosas nasales. Toma su botella de agua y extiende el mapa que ha tomado de su backpack. Está cerca. Decide seguir caminando. Tres calles más abajo, encuentra un par de cabras echadas sobre el toldo de un auto abandonado. Aquello le da risa. Quizá esa sea la señal que esperaba. Avanza por la calle siguiendo a los camiones, viejos y abarrotados, con hombres colgados casi en vilo de las puertas. Aquellos enormes y penetrantes ojos negros, sin expresión definida en el rostro, le clavan la mirada; Starla se sonríe. Sabe que no le quieren hacer daño. En India nadie le quiere daño. Las voces de la 10
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gente de Tamil Nadu responden con calidez siempre que les pregunta una dirección. Son amables, siempre son amables. Son serviciales. A pesar de ese extraño tercer ojo rojo en medio de las cejas. A pesar de esas barbas y esos bigotes y esas cejas pobladas, a pesar de esas fisonomías extrañas y fascinantes. Alcanza finalmente el lugar. Para entrar, se da cuenta que debe cruzar por otro pequeño océano de caos: docenas de mujeres barriendo, banquetas obstruidas, motos y bicicletas estacionadas por doquier, tiendas con aparadores repletos de tela, carretas arreadas por bueyes, un ejército de Burkas caminantes, hombres con túnica musulmana y niños, niños, niños… A empellones, Starla se abre paso, respirando profundo, sintiendo aquello… el caos en todo su esplendor, un caos que solo ayuda a exaltar sus sentidos al unísono, al máximo, sin dejarle mucho tiempo para pensar. Ahí está. De golpe se ha abierto la visión del templo de Karpaka Vinayakar. Mira su estructura más alta, y la laguna que la rodea. Starla sonríe. Es hermoso. “You come to Karpaka?” Voltea hacia abajo. Esa voz y ese extraño acento pertenecen a un niño. “Excuse me?” “You tourist. You come to Karpaka. Worship services start at five.” “Oh, no”, Starla carraspea, “I’m coming to Ganesha Chaturthi.” “You come to Karpaka.” “No, no. I came here to attend Ganesha Chaturthi.” “Yes, you come to Karpaka.” Starla arquea las cejas. Se le ocurre algo. Mete su mano en el pecho y del interior de la blusa azul turquesa extrae una medalla de Ganesha. La agita frente al niño. “Oh, Navagraha Nayagan Ganapathy!” El niño le regala una gran sonrisa. Starla le devuelve el regalo. *** 11
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Antón Lizardo, Veracruz. 27 de septiembre, 2002
SU NOMBRE ES ISABEL, PERO NO SIEMPRE se ha llamado así. Viste solo con unos jeans y una playera blanca y una pony tail; a su parecer, un desastre, aunque al resto del mundo no piensa de la misma manera. Todos la consideran guapa. Solo ella se resta valor… lo típico. Está descalza. Se siente cansada. Se cruza de brazos. Se talla los ojos. Tiene sueño. Ha pasado demasiadas horas en aquel sótano semioscuro. Se reclina en el reposet una vez más. En una mesa, una cobija doblada, lista para usarse. Hay también una pila de libros, y una lámpara de banqueros los ilumina débilmente con su pantalla verdácea. El cenicero, copado. Isabel no fuma en público. Solo cuando su marido hace “la cosa”. Se talla de nuevo los ojos. Repara en el sujeto que está frente a ella… el sujeto es su marido, claro. El delegado Francisco Chibi, oficial de la Armada de México y diplomático en Penn. Se encuentra plácidamente sentado en una silla; no un reposet como el suyo, más bien una dura silla de aluminio, fría e incómoda. Pero no parece molestarle. De hecho, tiene los pies trepados en los muslos, y los ojos cerrados. La expresión calmada. Como un yogui de esos que han visto incontables veces en los documentales de la National Geographic que transmiten por el fido. Una vez más, Isabel se pregunta cómo lo hace. Nunca ha obtenido una respuesta. No de su marido, menos de él. Solo sabe que sueña. Y cuando sueña, trabaja. Ese es su trabajo. Y ella lo aceptó. Ella sabía que se había casado con un agente secreto. Un tipo inusual de agente secreto. Isabel a ratos piensa que su marido es como un imán potentísimo. O una gran antena receptora viviente. Pero es más que eso. Oh sí, ella sabe que Frank es mucho más que eso. Toma un libro de la pila que descansa sobre la mesita. Esto va para largo, piensa. Lee. 12
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*** El puerto de Veracruz, Veracruz. 27 de septiembre, 2002
SU CUERPO PODRÁ ESTAR A VARIOS KILÓMETROS de distancia, pero su yo proyectado se encuentra ahí, en una casa extraña, en una habitación extraña, sentado en una cama extraña. Nadie lo vio entrar… claro. Simplemente apareció. Un pequeño ejército de escoltas con AK-47 no sirven de nada cuando tus enemigos pueden materializarse espontáneamente donde sea. Frente a él, su víctima. Un funcionario de altos vuelos del Partido, un “regidor municipal” de extracción católica. Para Frank es solo otro gordito calvo enfundado en una playera Polo, perfectamente aterrorizado. El regidor se ve a sí mismo engarrotado junto a la puerta, la mano todavía en la manija; mueve nerviosamente los ojos y observa con pánico al intruso sentado en su cama. Frank sonríe. No que Frank se vea como alguien desagradable, en lo absoluto. De hecho, es un tipo elegante: traje gris oscuro, camisa de rayas, corbata negra perfectamente anudada… Los anteojos Oliver Peoples terminan por darle la apariencia de un abogado chacal. Fino y elegante, pero chacal. Quizá eso sí sea aterrador. Frank lo había anticipado perfectamente. La reunión social que había elegido para presentarse a asesinar al regidor, era una clásica fiesta “de parejas”. En el living, gente comiendo botanas, gente rellenando sus vasos de ron, gente vociferando bromas y chistes y anécdotas. “Ahorita vengo”, dijo el regidor y subió las escaleras. El momento perfecto para aparecer como un xodido Harry Houdini del infierno. El regidor abrió la puerta y antes de que pudiera parolear “¿quién es usted?” fue congelado por una fuerza invisible. 13
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Frank sabe que sus poderes no son ilimitados. Puede pasmar a una persona, quizá a dos o tres simultáneamente, pero no al resto de los invitados y a la servidumbre robótica. Ni a los distraídos guaruras. Así es que en cualquier momento alguien más podría entrar a la habitación y echar a perder la diversión… Vigilar. Eso. Necesita vigilar. Se desdobla en una versión más ligera, un Frank silencioso y casi invisible que cruza a voluntad por la casa del regidor católico. Observa la decoración. Buen gusto, piensa, se nota la mano femenina. Muebles importados del Valle, suficientes electrodomésticos, confort… En la cocina, dos robots preparan botanas. Suena una canción de Johnny Matis en el living… Aburrido, el otro Frank prefiere explorar una parte de la casa a la que no ha llegado. Abre una puerta. Traga saliva. Una cuna… el bebé no está ahí. Quizá lo están bañando, piensa, pero revira de inmediato: no son horas para bañar a un bebé, debe estar en otra parte de la casa, ¿pero dónde, dónde? Siente un leve atisbo de culpa. Piensa que él también tiene una hija. Empatía… ¿Quién está sintiendo esas cosas? ¿Él? ¿O el otro Frank? ¿O el otro? Suficiente. Frank trae de vuelta a su Frank ligero e invisible. Se ve de nuevo sentado en una cama extraña. En una casa extraña. Sin darse cuenta, del mismo modo que un cheloveco normal muerde, aburrido, una pluma mientras hace como que lee el diario o planea descuidadamente qué hará el viernes en la noche, Frank Chibi acaricia una delicada arteria adentro de la cabeza del regidor paralizado. También, sin darse cuenta, comienza a formar una especie de burbuja junto a ésta. Como si tomara una barra de plastilina y decidiera formar una bola allá adentro. La soba y la apachurra. Despreocupado, sus pensamientos van a la deriva… piensa en el otro Frank, en el Frank que solía ser un agente secreto comisionado en Penn, con una hija y una esposa, con un trabajo virtuoso, con una misión virtuosa… Pop. La burbuja estalla. 14
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*** Antón Lizardo, Veracruz. 28 de septiembre, 2002
FRANK ABRE LOS OJOS, PERO NO MIRA NADA. Una expresión de tristeza lo embarga; después, comienza a sentir ese mismo frío intenso, ese frío de siempre. Isabel suelta el libro que tenía en las manos y se dirige rápidamente a la silla metálica. Regresa casi al instante y toma la cobija. La echa encima de Frank. Se arrodilla. “¿Cómo estás, corazón? ¿Todo bien?”, dice Isabel buscando los ojos de Frank, y sobándole las manos. “¿Estás bien Frank, estás bien?” “Sí, estoy bien”, dice Frank, mirando súbitamente a Isabel. “¿Tú cómo estás?” “Preocupada, tú cómo crees”, dice Isabel y abraza a su marido. “No te preocupes, linda”, dice Frank dulcemente y ensaya una sonrisa parca. “¿Me das algo de tomar?” “¿Qué quieres?” “Algo caliente.” “¿Leche caliente?” “Sí. Creo.” Isabel se pone de pie y se enfila hacia la puerta de salida del sótano, rumbo a la cocina. Frank la mira alejarse con ese semblante amnésico que se apodera de él cada vez que despierta de su sueño. No recuerda nada de lo que acaba de hacer dormido. Solo tiene esta curiosa sensación de bienestar. Se siente bien, feliz, completo. Afortunado de estar casado con Isabel. De tener una hija con ella. Esa casa. Esa vida. Isabel se detiene. Voltea. “¿Perdón, qué decías?” Frank permanece en silencio un par de segundos, confundido. “No dije nada.” “Me pareció escucharte decir algo.” 15
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Silencio. “Quisiera un poco de miel en mi leche.” Silencio. “Claro, amor.” Isabel sale del sótano. Su corazón palpita fuertemente. Una gotita de sudor se desliza por su sien.
Proxima entrega: Capítulo 2, “A tu salud, Ardilla”
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