Hackers de arcoíris: los días orbitales de Frank -- Cap. 3, "Barones del shitware"

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DE ARCOÍRIS Los días orbitales de Frank

MÉXICO, ENERO DE DOS MIL TRECE



HACKERS DE ARCOÍRIS: LOS DÍAS ORBITALES DE FRANK

CAPÍTULO

3

Barones del shitware

(Shitware男爵)

Universidad Bayona, Tangamanga. 5 de octubre, 2002

DE NUEVO CAMINANDO POR LOS JARDÍNES del campus, debajo de los árboles, debajo del cielo gris. Alcanza un paso subterráneo que perfora el edificio de rectoría. El techo de plástico transparente cubre su paso, y deja ver las suelas de los zapatos de la gente arriba. Tadeus se acaricia las manos. Por un segundo desaparece el frío otoñal de Tangamanga. A medida que se aproxima a la salida, el frío regresa. Una escalinata lo espera. Tadeus se apretuja la chamarra. 3


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Brrrr. Una calle angosta, llena de comercios. Tiendas para escolares, grocerís, cafeterías y restaurantes deli… los estudiantes circulan de ida y vuelta, tenuemente iluminados por la luz anaranjada de las lámparas de vapor de sodio. Tadeus piensa que las multitudes lo ponen nervioso. Ha llegado. PLÁSMIDOS Y BAGELS “UN LUGAR PARA ESCOLARES SEDIENTOS” Eso qué, piensa Tadeus. Tump. “¡Hey!” Ese es Runic, quien llega apresuradamente y se arrima a Tadeus. “¿Qué pedo?” “¡Plásmidos y bagels! El mejor pub del campus, tich”, exclama Runic, amaneradísimo. “¡En mi pueblo hay uno!” “¿Ah, sí?”, responde Tadeus, más tibio que mamón. “Vamos, güé.” El acceso al pub: clásicas puertas dobles de cedro, pintadas de gris oscuro, con angostos ventanales cuadriculados, y una estúpida cabina telefónica roja custodiando el exterior. Odio este pedo, piensa Tadeus. Abren las puertas. El calor del gentío los toma de golpe. Escolapios en barras y mesas de madera, amontonados, discutiendo acaloradamente, y las meseras de mandiles verdes inspirados en los Celtics de Boston, caminando aquí y allá con charolas colmadas de tarros de cerveza draft, cestos con botanas de zucchinis fritos, papas a la francesa, alitas de pollo con habanero a un lado. A pesar de la baja iluminación, es evidente que las sudaderas universitarias abundan entre los asistentes, y las bufandas también, y los teléfonos con sus pantallas iluminando los rostros de los escolapios ya ebrios que drunktextean a sus otros significativos. Tadeus y Runic se abren paso a empello4


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nes, y alcanzan a Pep: los espera en una mesa rústica con una Stella Artois en la mano. Arriba de él, un letrero que dice Pan caliente Budín con ron Helado de pasas Crujiente de arándano + manzana con canela 7 dólares “Qué pedo, llegan tarde”, saluda Pep. “De ti no me sorprende, claro…” Tadeus se sonroja. Pep le hace un ademán fastidioso a una mesera: con los dedos pide dos cervezas como la suya. “¿Stella?”, dice Tadeus, agitando las manos, “no no, yo prefiero de barril…” La mesera se detiene. “¿Eso qué?”, pregunta Pep. “¿No tienes dengo, güé?” “Y…” Tadeus se encoge de hombros. Runic despacha a la mesera con un “hueva, tráele la Stella”. Tadeus gruñe. Pep vuelve a él: “Ayer ganaste dengo, ¿no?” “¿De qué hablas?” “Ya te dije que no me digas mentiras, putito”, ladra Pep. “No me hagas decírtelo una tercera vez.” “No eres el primero que lo hace, corazón”, dice Runic. Tadeus traga saliva. “Toma”, Pep saca de su bolsillo un minúsculo fajo de billetes y lo pone en la mesa. “No te molestes en contarlo.” “¿Qué es esto?” “Un adelanto.” “¿De qué?” 5


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“De lo que venimos a hablar, corazón”, interviene Runic. Silencio. “¡Bueno, guárdalo! Alguien podría pensar mal.” Tadeus toma el fajo y le abre los ojos de par en par a Pep como diciendo ‘soy todo oídos’. “Ahora que tengo tu atención”, empieza Pep, “¿sabes qué es el shitware?” Tadeus produce, una vez más, esa expresión infantil de ingenuidad y desconocimiento. De ‘no tengo idea de qué me estás hablando’. “El crío no es muy listo”, espeta Pep. “¿Cuando entraste aquí te dieron una consola, veá?” “Sí.” “Aunque se la dieron después porque el huevón llegó tarde…”, instruye Runic. “Con la consola navegas las colonias foráneas. Una realidad paralela que es exactamente igual de hueva que esta.” “Ajá.” “Si le metes un ácido Porgy al pedo… las cosas mejoran. Alucinas, ves vesches, viajas chido. ¿Me sigues, güé?” “Te sigo.” “El problema del Porgy es que te lo puedes dar aquí. No necesitas ir a ninguna xodida colonia foránea para pasarla bien con Porgy.” “Supongo.” “Ahí es donde entra el shitware. Una realidad alucinante adentro de una realidad, aderezada con Porgy.” “Claro.” “Eso hacemos. Eso te proponemos.” Tadeus mira a Pep, triunfal en su inconclusa explicación. Y Runic, con la barbilla descansando en sus manos, en otro ademán amanerado, lo mira con interés. “Entonces…” La mesera arriba con las Stella. “Gracias.” 6


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“Qué duda te carcome, dime…” “Ustedes…” “¿Si…?” “¿Ustedes mueven shitware?” “¡Eso es un bingo!” Un brindis. Un brindis apresurado. Los tres beben. “¿Y hay buenos dollys ahí?” “Es la pasta, tich.” “¿Y el Porgy?” “La cala se consigue hasta en los Quick Stop, ¿me entiendes?” “A diez dollys la grapa”, dobletea Runic. “Pero shitware: nosotros tenemos la pasta.” “Pasta de calidad. Volumen loco.” “Entre setenta y cinco y ciento veinte dollys un disco. Nosotros ganamos el treinta de eso.” Tadeus arquea las cejas. “Ven, acércate.” “¿Perdón?” Pep se arrima a Tadeus. Abre la bolsa de su chamarra. “Mete la mano.” “¿Neta?” “Mete la mano, güé. Nadie te va a decir nada.” “Además, todos saben que somos putos, corazón.” Tadeus suspira y accede. Su mano aprieta un cuadrado delgado de plástico. “Eso es un disco M.O.” “Shitware.” Saca la mano. Traga saliva. “Nuestro contacto los importa de todos lados. Chihuahua, el Valle, Texas, Nuevo México. Hasta de Penn. Tenemos la mejor cala del mercado.” “Solo la mejor.” “Y entonces… hay buenos dollys”, retoma Tadeus. 7


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“Somos los barones del shitware, dude”, dice Runic, orgulloso. “Míralo así. ¿Cuántos alumnos hay en campus?”, interroga Pep. Tadeus vuelve a poner sus ojitos de ignorancia. “Dieciocho mil”, se responde a sí mismo Pep. “¿Cuántos tienen una consola?” “Y… dieciocho mil.” “Exacto. Regulación universitaria”, explica Runic. “¿Cuántos son yonquis?” “No lo sé.” “La mitad.” “¿Es confiable ese dato?”, pregunta Tadeus. “Equis”, prosigue Pep. “Navegan en Porgy dos veces al día. Con nuestro shitware.” “Okey…” “En una semana ya se acabaron el disco. Y quieren más.” “Ahora dime, corazón, ¿crees que haya dollys o no?” Runic aprieta la mano de Tadeus. “Me parece que sí…” Silencio. “¿Y para qué soy bueno?” Pep se sonríe. “Necesitamos más chelovecos en la calle. Soldados de calle.” “La demanda sube. Las responsabilidad también.” “Yo no quiero responsabilidades.” “Hasta Darth Vader tenía responsabilidades.” “Eso qué.” “Porque eres nuestro roomie”, dispara Pep. “Y porque no te queremos haciendo nada con estarrios en las copias Xerox, corazón…” Risitas. “Entiendo.” Tadeus bebe de su cerveza. Se deja intoxicar por el ambiente universitario. Los gritos indecentes de los grupos tomando shots. Las ptitsas revolto8


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sas, en jaurías, cazando a otros estudiantes. Los sportfreaks gritando frente a los fidos porque es FNF y juegan los Steelers… “Quiero otra cerveza”, dice Tadeus, entre sonrisa y sonrisa. *** Antón Lizardo, Veracruz. 9 de octubre, 2002

FRANK HA MADRUGADO. Son las cinco cuarenta, pero está de pie desde las cinco. Los primeros cincuenta minutos de su día los pasó en la penumbra, somnoliento, acariciando las caderas y la espalda de su esposa… por alguna razón no puede dormir más, pero tiene sueño. La más extraña de las sensaciones. Bostezando, se levanta de la cama. Quiere bajar a la cocina a preparar café, pero piensa que no tiene idea de dónde lo guardan… sale del cuarto y camina al estudio, sus pisadas desnudas rechinando en la duela. Entra al estudio. Prende la luz. En la máquina de fax hay un papel descansando en la charola. Lo toma. Un oficio informándole de alguna nueva disposición normativa en la embajada… nada de trascendencia. Abandona el papel donde lo tomó. Abatido, se sienta en la silla giratoria detrás del escritorio de caoba. Piensa en la misión… en por qué diablos quieren que vaya a dormir a otra ciudad… no le parece. Desearía que las cosas fueran menos complicadas, que todo se resolviera como cuando juega golf con el embajador y el resto del hipócrita fourson, gastando las mismas bromas de siempre, y luego en el Hoyo 19, celebrando las tediosas horas que pasaron juntos en el campo. Hablar de caballos, de política, de mujeres… Recuerda que debe estar en Liniers en dos horas. Voltea a ver el reloj digital que descansa en la pared. 5:47 No son ni las seis. En más de dos horas. Se acostó tarde una noche antes… 9


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Tiene sueño… Cierra los ojos. Cuando los abre, no está donde está. Tampoco es quien es. Sabe que su otro yo duerme: lo está viendo, de hecho. Torcido, con la cabeza colgada, la barbilla embarrada en el pecho. “Dulces sueños, Frank”, dice Frank. Dos códers. El teléfono. Se proyecta por la línea. En un segundo está en el callejón de Liniers, uno de esos burgueses malls abiertos. Está oscuro. Es demasiado temprano. Dos códers, piensa… ni siquiera sabe sus nombres reales. Ni dónde viven. Esperar. Flotar hacia una cornisa. Y esperar. A las siete cuarenta llega el primer códer. Escondido detrás de una columna, Frank lo ve aparcar su auto, un Honda de color blanco, en el cuarto piso del serpenteante estacionamiento de Liniers. Se baja, abre la cajuela, extrae una mochila deportiva, de gimnasio. Perfecta para un viaje corto. Frank suelta una risita. El códer cierra la cajuela. Aprieta el botón de la alarma. Camina muy decidido hacia los elevadores. Es evidente que, dentro de su saco, carga con una pistola. Eso no es un problema, piensa Frank… el problema son las cámaras. Piensa qué hacer. Toing. El códer ha pedido el elevador. No llega. Vuelve a apretar el botón. El códer voltea nervioso hacia su lado derecho. ¿Qué hay ahí…?, piensa Frank. 10


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HOMBRES Abandona todo el asunto del elevador y camina hacia el baño. Eso es un bingo, piensa Frank y se proyecta adentro de los gabinetes de los escusados. No huele muy bien. Pero eso no le importa. Escucha entrar al códer, a paso veloz. Por sus pisadas, sabe que se dirige a los mingitorios. Una vez que el códer ha bajado el cierre y comienza a sonar el chorro de orina sobre la porcelana, Frank abre la puerta. Nada brusco, solo un pequeño movimiento… El códer siente con horror como si alguien lo manoseara por adentro del saco: contra su voluntad, la pistola abandona su funda y se escurre por la tela hacia afuera. Flotando, termina en las manos de Frank. El códer encara la puerta abierta del escusado. “¿Delegado Chibi?” Un disparo en el pecho. Dos en la cabeza cuando el cuerpo cae al piso. Demasiado ruido. El otro Frank le avisa: el otro códer está entrando al estacionamiento. Desaparecer. Frank se materializa en el segundo nivel. Y en el primero. (Ese Frank aún trae la pistola en la mano. Piensa que sus huellas están ahí, en la empuñadura y el gatillo… se concentra y comienza a derretir el acero.) Por distraído ve pasar el Honda y dirigirse a la rampa. Uhm. El segundo Frank lo espera, agazapado. Simplemente lo mira. Simplemente se concentra. Piensa en fierros retorcidos. El Honda se detiene bruscamente. El rostro sorprendido del segundo códer es… brutal. 11


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Lo que sigue: vidrios estallando, la carrocería comprimiéndose por la izquierda, la derecha, arriba, abajo, un emparedado de metal y caucho y plástico, aplastando como un insecto al pobre hombre, que intenta salir por la puerta, por el resquicio que queda de ventana, y que solo termina por escuchar a su propio cuerpo, sus huesos, sus órganos, su grasa, explotar, aplanado, machacado. El Honda queda reducido a un cubo. La gasolina, el aceite y el anticongelante se escurren, formando un pringoso charco… Frank abre los ojos. Está en su estudio. Desesperado, cayend en cuenta de que se quedó dormido, voltea a ver el reloj digital que descansa en la pared. 7:57 “¡Mierda!” Sale corriendo del estudio y se quita la ropa en el pasillo, le urge irse, le urge bañarse: va ridículamente tarde a su cita. *** Pudukkottai, Tamil Nadu. 11 de octubre, 2002

EL CAFE KOHINOOR ESTÁ ABARROTADO esa tarde. Starla sube unas escaleras de madera, siguiendo de cerca a un mesero. A simple vista, Starla parece una turista regular: jeans, una blusa ligera, vaporosa, de manga corta, color azul turquesa. Cola de caballo. Backpack. Las botas Dr. Martens. Cubre su cabeza con una gorra de los Boston Red Sox. “Pēspāl aṇi!”, le gritan los niños hindúes en tamil, “¡equipo de beisbol!”, reconociendo la B roja del Boston. Parece que ven mucho ESPN, piensa Starla cada vez que le gritan algo sobre su gorra. En la mano, Starla transporta su espada bien guardada en su saya. Lo cual arruina su aspecto de turista… en medio del gentío y el ruido per12


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manente de las mesas con comensales, corre un rumor entre la gente que la ve pasar. Starla no se ve de buenas. Tensa. Estresada. “Follow me please”, le dice el mesero con un agudo acento tamil. “I want a clean table”, aclara Starla, sabedora de que a veces en India las ideas de lo limpio no son las mismas que en el resto del mundo. “Of course, we have plenty of clean tables”, responde el mesero. Arriban. La mesa es amplia. Una bella mujer tamil portando un colorido podavai se apresura a poner en la mesa una canasta de pan dosa con salsas de ajo, chabacano, coco y lima. Starla agradece asintiendo. “Your order?”, pregunta el mesero. Starla se sienta. Respira hondo. Sin voltear a ver al mesero, dice: “Mushroom matar and chicken biryani.” “Ok…” “And one chana masala. Not too spicy. And another basket of dosa. And bring me some tea.” “What kind of tea?” “Darjeeling oolong. And a bottle of water.” El mesero traga saliva. “That’s it?” “Hurry!”, le pide Starla mientras arquea una ceja. El mesero huye. Starla extiende la saya por la mesa. Respira hondo. Casi de inmediato, suena un ruidero en la parte inferior del Cafe Kohinoor. Múltiples pisadas. Se ha corrido la voz. La jovencita que levantó sola la estatua de Ganesh en el estanque de Pillaiyarpatti en Sivaganga está ahí, en ese restaurante. Sola. Para Starla no había significado una gran hazaña: aunque medía unos tres metros de altura, la estatua había sido fabricada con pasta de arcilla, 13


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principalmente. Quizá pesaría unos 400 kilos, considerando que unos diez hombres la cargaban afanosamente… En el momento climático del festival Chaturthi, después de la repetición incesante de los mantras, la procesión, los bailes y los cánticos, los devotos de Ganesha se concentran en sumergir en agua un ídolo del dios elefante. Cosa que es sencilla cuando se trata de una pequeña figura de diez centímetros de altura, no de tres metros… Starla había alcanzado a participar seis de los diez días del festival, mismos que transcurrieron entre trances meditativos en el templo y bailes y cantos de mantras en las procesiones. Al momento de la inmersión del ídolo, algo se había apoderado de ella. El fuego interno de la devoción, claro. Y una voz interna. Le hablaba en castellano con un tono delicado, suave. Decía: “Tú eres vajra.” Poco recordaba del momento en el que, gentilmente, tomó con sus propias manos la estatua de Ganesha y la colocó sin mayores problemas en el estanque. Una demostración minúscula de sus habilidades dorsai. Cientos de fieles vieron aquello. La voz se corrió. Ahora está ahí, en el Cafe Kohinoor. Esperando su comida. Esperando a los dueños de aquellas pisadas. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce guerreros rajput con vestimenta ligera y zapatillas de pico. Piensa fugazmente en el té que ordenó… Los rajput la rodean. Morenos cobrizos, pelos negrísimos, ojos grandes, redondos, amoratados… son delgados. Fuertes. Portan espadas. Starla mira de reojo el acero del rajput más cercano. Es una espada Khanda, muy poderosa. Doble filo, recta, de punta roma. Carraspea. El rajput más cercano a ella se aproxima peligrosamente. Ejecuta una caravana. “My name is Āditi.” 14


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Starla no voltea a verlo. “We’ve heard a vajra master has arrived. We’ve come to look for a lesson.” La mujer envuelta en un vestido podavai vuelve con una taza y una pequeña jarra de porcelana. Sirve el té. Humea. Starla bebe. “I don’t know what vajra is”, dice finalmente. Silencio. Los comensales de las mesas contiguas se levantan, aterrados. “But…” “Go away”, pide Starla sin voltear a ver a Āditi. “Leave me alone, monkeyface.” Āditi se hace dos pasos para atrás. Su rostro se muestra colérico. Extrae la Khanda de su funda. *** El puerto de Veracruz, Veracruz. 11 de octubre, 2002

ISABEL CHIBI ENCARA UN PASILLO largo y oscuro con luces tintineantes. Al final, hay una recepcionista: escribe algo en una libreta. Detrás de ella, rotulado en el vidrio de una puerta, el nombre DR. DANIEL BIONDI “Buenas tardes”, saluda Isabel. “Buenas tardes”, responde la recepcionista sin voltear a verla. “Vengo a ver al Dr. Biondi.” “¿Tiene cita?” “No. Solo me pidió que viniera.” “¿Cuál es su nombre?” “Isabel Chibi.” 15


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La recepcionista ejecuta el antiguo ritual de coger el teléfono y preguntar a una voz misteriosa del otro lado de la línea si conoce a una persona que se ha presentado en su consultorio y si tiene tiempo disponible para atenderla. El Dr. Biondi, con su voz tipluda, responde: “Que pase”. Un minuto más tarde, Isabel está sentada en una elegante y espaciosa oficina. Del otro lado de un enorme escritorio tipo early american, está este sujeto con bata y anteojos. Silencio. “Gracias por venir a verme con tanta premura”, dice el Dr. Biondi. “Gracias a usted por recibirme, doctor.” “Ya tiene tiempo que no hablamos.” Isabel pone en el escritorio un frasco con benzodiacepinas. “No vamos a hablar del medicamento que toma su marido”, aclara el Dr. Biondi. “Aunque confío en que usted le ayuda a tomarlo religiosamente.” “Tal como usted lo pidió, doctor.” Isabel mete la mano a su bolsa, tratando de encontrar un kleenex. “Bien”, el Dr. Biondi se cruza de brazos. “Ahora cuénteme: ¿cómo se siente?” “¿Frank? Confundido…” “No”, el Dr. Biondi se inclina hacia Isabel. “Me refiero a usted.” “Oh… no lo sé… después de todo lo que pasó…” “Es usted muy valiente, Sra. Chibi.” “Esos hombres que mataron… Frank pudo haber estado ahí.” La voz de Isabel se quiebra ligeramente. “Su marido tuvo suerte, Sra. Chibi. O eso queremos creer.” Isabel detiene la búsqueda del kleenex al escuchar eso último. “¿A qué se refiere?” “¿A qué me refiero con qué?” Silencio. “Su marido tiene un gran talento”, dice el Dr. Biondi. “Yo lo sé.” 16


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“Pero usted no sabe qué es lo que hace allá adentro.” Silencio. “Sí lo sé.” “No con exactitud.” “No necesito saberlo.” “Sra. Chibi, no me malentienda: el gobierno solo quiere ayudar a Frank. Y usted ha sido de gran ayuda. Sin su amor, sin su compañía, sin los medicamentos que con tanta disciplina le provee… no sabemos qué sería de Frank.” Silencio. Isabel suspira. “Usted sabe que con un gran poder viene una gran tentación. La tentación de jugar a ser Dios. Porque hay un conflicto en cada corazón humano. Entre lo racional y lo irracional. Entre el bien y el mal.” “¿Por qué me dice estas cosas?” “Tengo razones para creer que la salud mental de su marido peligra gravemente…” “¿Por qué?”, interroga Isabel, alterada. “Todo lo que hemos cuidado durante estos años, el equilibrio mental que tan delicadamente hemos, podría derrumbarse en las próximas semanas…” “No me está diciendo nada.” “Porque no sé nada. Nada concreto. Solo tengo la sospecha de que las habilidades parasomnes de su marido se han amplificado de un tiempo a la fecha. Y quizá eso…”, el Dr. Biondi hace una pausa, como eligiendo bien sus palabras, “quizá eso esté afectando su desempeño en el campo”. Isabel lo mira con dureza. “¿Qué me quiere decir? ¿Que Frank tuvo algo que ver con la muerte de esos hombres?” “¿Dónde estaba Frank cuando asesinaron a los códers?” “Conmigo. En la casa.” “Pero durmiendo…” “Esto es un chiste”, Isabel toma su bolsa y se levanta. “Adiós.” 17


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“¡El delegado Chibi es un patriota!”, dice el Dr. Biondi, e Isabel se detiene. “Tiene un don y lo usa por el bien del Valle y Nuestro Señor Angus Forker. Sin embargo, si le ruego que me escuche, es porque creo que algo está cambiando.” Isabel vuelve. “‘Creo’ no es precisamente científico, Dr. Biondi”, dice Isabel. “Dígame qué sabe o no me diga nada.” Silencio. El Dr. Biondi abre un cajón. Toma un sobre cerrado. “Lea. En su casa. Luego llámeme.” Isabel mira el sobre. Tiene escrito, con marcador, la palabra COPYRIGHT

Proxima entrega: Capítulo 4, “Ciudad de payasos”

Copyright ®2013 Rodrigo Xoconostle Waye

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