Hackers de arcoíris: los días orbitales de Frank -- Cap. 2, "A tu salud, Ardilla"

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DE ARCOÍRIS Los días orbitales de Frank

MÉXICO, ENERO DE DOS MIL TRECE


HACKERS DE ARCOÍRIS: LOS DÍAS ORBITALES DE FRANK

CAPÍTULO

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A tu salud, Ardilla (乾杯、リス!)

Mocambo, Veracruz. 29 de septiembre, 2002

ES DOMINGO, PERO NO HAY NADIE en aquella iglesia. No hay parroquianos ni sacerdotes, ni homilía ni flores. Solo otra iglesia católica abandonada en Penn. Expropiada por el gobierno yajudi. Nadie puede oficiar ahí. Ese dios, el dios católico, ya no es el dios del estado veracruzano. Resuenan las pisadas de Noodle Chan, un sujeto regordete tan colorado como un jitomate, por el liso piso de piedra. Arriba al confesionario, que es como un clóset de sándalo con una ventanilla trenzada. Carraspea. “¿Y bien?”, pregunta el Avocado desde el interior del confesionario. 2


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“El regidor está muerto, señor”, dice el hombrecillo duendecil con voz temblorosa. Silencio. “¿Muerto?” El Avocado tiene la voz cavernosa. Oscura. “Confirmado, señor. Aneurisma traumático.” “Ahórrate los detalles.” “Sí, señor. Disculpe, señor.” El Avocado sale del confesionario. Es un hombre moreno, de estatura baja. Viste khakis, guayabera de lino y un elegante sombrero Panamá. “Mi memoria anda fallida, querido Noodle”, dice, pausado. “Pero, ¿no estábamos dándole protección al regidor?” “Así es, señor.” “Sé que era un caso difícil”, comienza a hablar rápido el Avocado, “un regidor mexicano corrupto asistido por inteligencia yajudi en territorio católico… bueh, nada que no hayamos hecho en el pasado”. “Totalmente de acuerdo, señor.” “¿Entonces por qué está muerto?” Silencio. “¡Porque lo descubrieron! Es un traidor. Y lo mataron como un perro.” “Supongo que así fue, señor.” “¿Supones?” “No lo podría asegurar, señor.” “La duda es: ¿cómo xodidos supieron de él?” “Esa es la duda, señor.” “¿Hackearon las bitácoras de Harpoon?” “Sí, señor. Como siempre.” “¿Y qué hallaron?” Silencio. “No hay… nada.” “¿Nada?” “Harpoon no tenía en ninguna lista negra al regidor.” 3


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“¿Me estás diciendo que el enemigo no tenía conocimiento de las actividades del regidor?” “Es correcto, señor.” “¿Entonces quién chingados lo mató?” Una gotita de sudor se desliza por la sien de Noodle Chan. “¿Noodle?” “No lo sabemos, señor.” Silencio. “¿No lo saben?” “No, señor.” “¿Nadie lo sabe?”, repite el Avocado, impaciente. “Y… no, señor.” “¿Cuándo pasó esto?” “Hoy en la madrugada.” El Avocado mira su reloj. Marca (casi) las cuatro de la tarde. “Y aún no saben nada.” “No, señor.” “Nadie en toda la xodida Sexta División sabe.” Silencio. “No, señor.” El Avocado respira profundamente. Se cruza de brazos. “Increíble.” “Lo sé, señor. Le ofrezco una disculpa, señor.” “Descartemos que alguien de los nuestros lo haya matado. Quiero ese análisis mañana a primera hora…” “Cuente con ello, señor.” “Si no hay registros, dudo que Harpoon haya sido… son demasiado estúpidos.” El Avocado suelta una risita. Para de reír. “Igual quiero una copia de esas bitácoras.” “Por supuesto, señor.” 4


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“Lo cual me lleva a pensar que quizá se trata de un renegado…”, dice el Avocado en un suspiro. Silencio. “Consígueme a Twinkle.” “Batuchka Twinkle Kotzwinkle”, repite Noodle Chan. “¿Por teléfono?” “A menos que lo saques de tus calzones, pendejo”, grazna el Avocado. “¡Claro que por teléfono!” “Ahora lo conecto, señor.” “Aunque quizá debamos brifearlo en persona.” “Por supuesto, señor.” “Y por fax.” “Como dicta el procedimiento, señor.” “Necesitamos que encuentre a este renegado…” “Nadie mejor que batuchka Twinkle Kotzwinkle para el trabajo, señor.” Silencio. Noodle Chan tose. Agrega, tembloroso: “¿Algo más, señor?” “Sí. Tráeme un latte. Triple carga. Con Splenda. No Canderel. Splenda.” “A la orden, señor.” Noodle Chan se da media vuelta. “Y Noodle…” Noodle Chan se da media vuelta de regreso. “Dígame, señor.” “No me lo tomes a mal”, dice el Avocado ejecutando una mueca repulsiva, “pero te prefiero de mujer. No me inspiras nada cuando eres… solo un gordito”. “Gracias por el feedback, señor.” Vuelven a resonar las pisadas de Noodle Chan caminando por la iglesia. Sale por una puertecita y lo demás es puro silencio sepulcral. ***

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Universidad Bayona, Tangamanga. 4 de octubre, 2002

EL SOL SE ASOMA TÍMIDAMENTE por entre los nubarrones, y en el horizonte se vislumbra la oscura arboleda de Tangamanga, el bosque frío, misterioso… la figura se Tadeus se puede ver caminando de un edificio a otro, zigzagueando entre los estudiantes que juegan con el frisbi, los que patean un balón, los que solo se recargan contra los árboles a leer. Es tarde y sabe que tiene que llegar a tiempo. Es una larga caminata. Mientras se dirige al punto de encuentro, piensa en la gente. Piensa en los hombres… piensa en las mujeres. Imagina a los estudiantes que ahora están desperdiciando semen, follando como solo esa sobredosis de juventud permite follar. Imagina a los nerdáceos, trabajando como mulas por terminar sus tareas. Imagina a todos los que deben estar metiéndose shitware en esos momentos… Se detiene a la entrada del estanquillo de copias Xerox, un minúsculo changarro en la zona comercial del campus. Abre la puerta y al entrar suena tilín tilín una campana. Un hombre, tal vez de unos cincuenta años, barbudo y con camisa a cuadros, lo observa desde atrás del mostrador. “Buenas noches”, saluda Tadeus. “Llegas tarde”, dice el barbudo. “Ya sé.” “¿Qué hora es?” Tadeus mira su reloj. “Siete y veinte.” El tipo, panzón y con los pelos escurriéndose afuera de la nariz, mira ansiosamente la puerta de entrada, al tiempo que extrae de sus bolsillos una tarjeta plástica. “Hora de cerrar…” Abandona el mostrador y camina hacia la puerta. Luego de un clic desliza el flaco plástico por una ranura. Tadeus observa el lugar. Máquinas de fotocopiado, dos o tres. Mostradores de vidrio, retacados de artículos de papelería. Bolsas de regalos con mensajes cursis. Una caja registradora. Un refrigerador de helados Cherry Popper con la leyenda 6


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JUST LICK IT! Al fondo, una portezuela entreabierta. “¿Allá será?”, pregunta. El barbudo asiente. “Vamos.” Tadeus comienza a desabrocharse los pantalones. El barbudo lo alcanza, animoso. La portezuela da acceso a una pequeña bodega con racks, cajas de papel bond, sobres de plástico burbuja, sillas de aluminio dobladas. Tadeus está observando justo aquello cuando el barbudo lo abraza por detrás. Siente la pesada respiración del hombre, en un prolongado suspiro, pegarse a su cuello. Le proporciona ahí un pequeño beso. “Na na”, dice Tadeus y se despega a una distancia segura. “La botella y el dinero primero.” Sonriente, el barbudo señala una caja de cartón con el logotipo de Jack D., sellada. Luego muestra tres billetes de cincuenta dólares. Los coloca encima de la caja. “Bien”, dice Tadeus y termina de bajarse los pantalones. Su pene, aún detrás de unas trusas grises, se nota flácido. También empieza a extraer un condón de su envoltorio. El barbudo se ha terminado de quitar los pantalones. Masajea su pene, completamente erecto. “Déjame lamerte el ano”, dice. “Ese no es el trato, tich”, responde Tadeus. “Te doy otra botella.” Ciento cincuenta por dejarse mamar el pito, ese era el trato. Todavía no tenía tarifa para lo otro. Tadeus asiente. El barbudo lo mira inquisitivo. “¿Ahora?” “Sí, voltéate.”

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Diez minutos más tarde, Tadeus sale del estanquillo de copias con una bolsa de plástico y dos botellas de bourbon adentro. Ha caído la noche. Se apretuja la chamarra y camina veloz. No ha dado cinco pasos cuando le cierra el paso una figura alta, esbelta y abrigada. La luz del farol de vapor de mercurio delata su rostro. “Pep”, dice Tadeus, nervioso. “¿Qué haces aquí?” “Paseando. ¿Tú qué haces aquí?” Pep señala con los ojos el estanquillo de copias. Esboza una sonrisa. El coqueto agujerillo de sus mejillas se agudiza. “Y… paseando.” “¿Qué llevas ahí?” Tadeus mira su bolsa. “Un mandado.” “Un mandado”, repite Pep y arquea las cejas. Silencio. “Debo irme”, carraspea Tadeus y trata de rebasar a Pep. “Espera.” Tadeus se frena. Más bien, algo lo frena. Una sólida fuerza, como si una mano invisible lo hubiera sujetado de los hombros. Cierra los ojos. ¿Cuánto tiempo llevaba viviendo con Pep y Runic? Poco más de un mes. Convivía mucho con Runic, pero a Pep casi no lo veía. Lo cual le parecía mejor. Sentía que podría revelar sus aficiones sexuales con Runic, un buen crío, empático, amable. Pero con Pep era otra historia. Demasiado carismático. Demasiado… guapo. El tipo de hombre con el que podría obsesionarse, uno más en su larga fila de obsesiones. Y con cada obsesión sucedía lo mismo, el apego, el sufrimiento… Y además, los rumores. De los poderes de Pep. Un telépata. Traga saliva. “No tienes que hacer lo que estás haciendo”, dice Pep, calmado. “¿Qué estoy haciendo?”, replica Tadeus, tembloroso. “Vivimos juntos, Tadeus”, dice Pep. “Sé lo que estás haciendo.” “No sé de qué estás hablando.” 8


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“Deja de decirme mentiras, putito”, dice Pep y le acaricia el cuello a Tadeus. Una punzada en el pene lo paraliza. Lo paraliza aún más que esa fuerza invisible. “Solo te quiero decir que no necesitas hacer lo que estás haciendo. Si lo necesitas es dinero, tienes otras opciones.” Tadeus aprieta la mandíbula. La fuerza invisible lo suelta, y siente la inercia de trastabillarse hacia adelante. Carraspea de nuevo y, ligeramente exaltado, se acomoda el pelo. Mira a Pep. Parece muy alegre. “Mañana en la tarde vamos a estar en el bar de bagels”, dice Pep. “Desde las seis. Deberías caer. Para platicar… de tus opciones.” “Claro”, dice Tadeus. “¿Es todo?” Silencio. “Es todo.” Tadeus se arranca y de nuevo camina por los jardines del campus, debajo de los árboles frondosos. *** Antón Lizardo, Veracruz. 5 de octubre, 2002 Chopin, Mazurka, Op. 17, no. 4

ISABEL KURTZ, CON SUS CAPRIS DE LINO y su ligera blusa blanca y sus flats y su oscurísimo pelo negro recogido en un chongo elegante aunque improvisado, toca el piano melancólicamente. El run run del aire acondicionado, tecnología esencial para sobrevivir los salvajes calores del país de Penn, alimenta con un ligero ritmo la pieza. Los Kurtz habían sido una influyente familia del Valle de Anáhuac que arribó a Veracruz en los cuarenta durante la fiebre de los latifundios. Isabel nació a fines de los sesenta, lo que la convertía en veracruzana de segunda generación: hija de mexicanos y católica por herencia, pero yajudi por 9


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formación. Los verdaderos mexicanos, es decir, aquellos provenientes del Valle, no se mezclaban con los lugareños, y tenían particular cuidado de los hombres del Sotavento y sus creencias paganas, de su religión de brujería, de vudú. Pero Isabel había respirado la religión yajudi desde niña. Quizá porque lo yajudi permea todo en el país de Penn. Los rituales. El color. La música. Los olores. La sal del océano en el Puerto. El carácter ríspido de la bizarra gente de las montañas. La esquizofrenia multicultural de la huasteca. El brío indomable de los tuxtlas. Técnicamente, Isabel era veracruzana. Católica, pero veracruzana. Lo cual significaba, en su mundo social, que se trataba de una especie de jarocha apestada. Casarse con un mexicano católico no mejoró las cosas. A pesar de ser un militar y un diplomático. Un mexicano de “buena familia”. Por otro lado, para los parientes que la visitaban del Valle, ella era una yajudi. ¡Nunca nadie parecía estar contento con ella! La casa en la que Isabel vivía en Penn y que había heredado, había sido diseñada para provocar una atmósfera radical y contradictoria, fuera de contexto. Le conocían como la casa de Punta Lucas. Adentro de ella, los visitantes se transportaban a una lujosa casa de alguno de los sofisticados barrios del Atlacomulco de Angus Forker. Ese era el efecto deseado. Para los conocedores, sin embargo, la casa de Punta Lucas era un fino ejemplo del revival del estilo Modernista. Conocedores como la revista Elle Decor, que le dedicó un reportaje en su edición de marzo de 2001 (¿o fue en abril?): “La propiedad de un acre de extensión destaca por los altos muros que rodean el jardín de la piscina y el chalet de dos pisos de la caballeriza con tapanco”, se leía en el artículo. “Pisos de parquet en las habitaciones intercalan con el mármol de las estancias, techos de intrincada tracería y una biblioteca de roble inglés. En la fachada, se admira la crestería de lámina, así como los balaustres, guirnaldas, cornisas y relieves decorativos de inspiración indígena, de acuerdo a lo que dicta la escuela de Adamo Boari.”

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Para todos aquellos que no podían poner un pie adentro, la casa de Punta Lucas era solo una muestra más de mexicanos católicos imponiendo su arquitectura alienígena en el país de Penn. Isabel detiene la música: solo quedan el run run del aire acondicionado y el gentil zumbido de una docena de mecanoides limpiando el desayunador de la terraza después de una sesión de papaya, yogur, los huevos con jamón y queso panela de su esposo y café, mucho café. Suena una campana. Una campana de bicicleta. Isabel produce instantáneamente una mueca. El sonido de la campana crece, y puede ver a su hija, Pilar, rodando en una vieja bicicleta de cross country. “¡Te he dicho mil veces que…” “Je sais, ne pas faire du vélo dans la maison!” Pilar sale hecha una bala por una puerta y se enfila hacia el jardín. Isabel suspira. Esta niña salió demasiado inteligente, piensa. Se parece a su padre. Todo mundo dice eso de una manera u otra. Los hijos siempre se parecen o “salen” a alguien. A uno de sus padres, a un abuelo, a un tío… La niña entra de vuelta a la casa. Baja corriendo de la bicicleta con pies desnudos, y su pelo negro y cortísimo, se agita levemente cuando dobla con agilidad la esquina en dirección a la cocineta. Más flaca que un tildillo, ataviada con shorts y una camiseta de tirantes, se acerca a hurtadillas al enorme fridge de tres puertas y, haciendo un esfuerzo, abre una de ellas: ante sus ojos se exponen tamales en hojas de plátano, leche en tetrabrik, vasines de yogur, refrescos en lata y esos extraños y deliciosos panecillos yajudis de forma esférica que tanto le obsesionan. “¡Buñuelos!” Toma un litro de leche y deja abierta la puerta. Camina hacia una portezuela y coge un vaso de vidrio. Entra entonces a la cocina una ptitsa enorme, casi una gigantona: malhumorada, cierra de golpe la puerta del fridge. Pilar hace una mueca de desaprobación, :-/ pero no deja de servir la leche. 11


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“Quiero que me calientes un buñuelo, Rubik”, dice. “Pero acabas de desayunar”, responde Rubik. “La Sra. Chibi no quiere que comas entre comidas.” “Tienes que hacer lo que yo te pida, Rubik”, dice Pilar, sin mirarla y aún acabando de servir la leche. Rubik respira hondo. Pero obedece. “Gracias.” Bien servida, Pilar camina afuera de la cocina. Asegurándose de que su mamá no la vea, sale al jardín y se instala en un rincón. Ahí, en el césped, devora ávidamente el buñuelo. Ñam ñam. Empieza a hacer calor. Ese constante y horrendo calor veracruzano. A ella no le molesta, claro. Ni a su mamá. Pero a su papá sí. A veces el aire acondicionado es tan fuerte que su mamá le ordena neuróticamente que no se quite los zapatos. Cosas que hacen las mamás, claro. Igual a Pilar le gusta andar descalza. Desparpajada, una vez que acaba con el buñuelo, deja el plato y el vaso, sin una gota de leche ya, en el pasto. Se levanta y camina alegremente hacia la piscina. Ahí está su papá, con pantalones de algodón ligero y playera Polo. Anteojos oscuros. Lleva un bastón de golf en las manos. El tee, enterrado. Un robot coloca una pelota en éste. Pok. La pelota cacariza traza una parábola y cae en la piscina haciendo un levísimo chapuzón. Splash. “Qu’est-ce que tu fais, papa?”, pregunta Pilar. “¿Qué?”, replica Frank. “Que qué haces.” “Ah. Practico con mi chipper.” Pilar se coloca bruscamente detrás de Frank. “Quel camp va gagner la guerre?” 12


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“En español, Ardilla.” “Mi maestra dice que tengo que practicar francés en casa.” “Tu maestra no está aquí”, refunfuña Frank. “¿Te puedes hacer para atrás? Es peligroso.” “¿Qué lado va a ganar la guerra?” Esa pregunta. Esa maldita pregunta. “¿Qué?” “Lo que oíste.” Frank opta por dejar a un lado el chipper, produce una sonrisa falsa y exclama: “¡El nuestro, claro!” “¿Pero cuál es el nuestro?” “¿A qué te refieres?” “¿Qué somos?” “Tu escuela es católica. Y la mayoría de tus compañeros son mexicanos, ¿cierto?” “Sí. Pero es porque sus papás vinieron a trabajar a Penn.” “Tú eres católica. Mamá es católica. Yo soy católico.” “¿Entonces por qué vivimos donde viven los yajudis?” “Porque soy un diplomático. ¿Recuerdas qué platicamos sobre qué es un diplomático?” “Uhm…” “¿Y… qué es?” “Un oficial que representa al gobierno de su país en otro país.” “Eso es un bingo, Ardilla”, dice Frank y vuelve al chipper. “Eso es un bingo.” Pok. Splash. “Pero papá…” “¿Qué?” “No estoy seguro que mi lado sea el mexicano.” “¿Por qué dices eso?” “Yo nací en Penn. Mamá nació en Penn.” 13


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“Eso no importa”, dice Frank, condescendiente, tratando de concentrarse en su siguiente tiro. “De todos modos eres mexicana.” “¿Y qué lado va a ganar la guerra?” “Ya te lo dije. El nuestro.” Pok. Splash. Pilar se cruza de brazos. Farfulla, casi berrinchudamente: “Mmm. No lo sé.” “¿Por qué lo dices?” “Le yajudi vont gagner.” “¿Traducción?” “El yajudi va a ganar.” Frank afloja el grip del bastón. “¿En serio piensas eso?” “Sí.” “¿Por qué?” “Tienen mejores soldados. Y son más valientes.” Frank suelta una risita. “Seguro. Ahora déjame seguir practicando mi chipeo. ¿Cómo dices ‘un chip por arriba del agua’?” “Un chip au-dessus de l’eau”, dice Pilar, orgullosa. “Pues allá va uno de esos. A tu salud, Ardilla.” Pok. Splash. “¡Frank!” Esa es Isabel desde la casa. “¿Qué pasa?” “¡Te llegó un fax!” “¡Voy!” Frank deposita el chipper en el césped. Camina hacia Isabel, y ella hacia él. Intercambian el papel. Mientras él lee de pie el fax, Isabel se dirige a Pilar y le parolea algo que provoca que la niña se eche a correr, en medio 14


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de una risa histérica, de vuelta a la casa. Frank termina de leer y mira a su esposa, intrigado. “¿Qué le dijiste?”, pregunta. “Que se meta a bañar o no iremos hoy a que escoja su disfraz”, explica Isabel. “Claro”, exclama Frank. “La fiesta de disfraces…” “¿Tú ya tienes el tuyo?”, interroga Isabel. “Aún no.” Pausa. Isabel abre la mano. Una píldora blanca descansa ahí, en medio de la palma. “¿Qué?” “¿Cómo que qué?” “¿Qué?” “¡Tu pastilla!” “Osh.” “Tómate tu pastilla, Frank.” Frank toma de mala gana la píldora y la mete en su boca. La engulle. “¿Contenta?” “¿Qué dice el fax?” “¿Me vas a decir que no lo leíste?”, dice Frank, de mala gana. “¡No, no lo leí!”, replica Isabel, ligeramente enfadada. “Bueh. Ya sabes.” “¿Otra vez?”, exclama Isabel, agobiada. “La próxima semana…” “¡Pero si acabas de tener una misión hace poco!” “Ya seeé”, Frank hace una bola con el papel y camina hacia la casa. Isabel no se mueve de su lugar. “Frank…” “¡Luego!”, responde Frank sin voltear la cabeza. “¡Frank!” “¡Yo también me tengo que meter a bañar!” 15


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“Mentiroso”, murmura Isabel. “Ya te bañaste.” *** Lugar no determinado. Cinta B.D. 113,226, secs 7(N) y 3(C) • Datadeck VoightKampff NMD 994411 • 05-10-02 COL FOR/DDDVVFTGU2014ZTY55

Voz 1: ¿Qué me tienes? Voz 2: Gracias, yo también estoy bien. Voz 1: Ya, mamón. ¿Cómo te fue? Voz 2: Bien, pero no tan bien. Voz 1: ¿Qué quiere decir eso? Voz 2: “No tan bien” quiere decir no tan bien. Voz 1: ¿Dónde estás ahorita? Voz 2: Acabo de llegar al puerto. Las líneas están del caraxo. Voz 1: ¿Qué te dijo? Voz 2: No mucho. Lo sentí a la defensiva. Voz 1: Algo me dice que no me estás paroleando todo. Voz 2: ¿Qué podría ocultarte? Voz 1: Te recuerdo que tenemos un trato. Voz 2: Deja de xoderme por favor. Tuve un día difícil. Voz 1: ¿No pudiste convencerlo, verdad? Voz 2: Hey, tich: es el Dr. Biondi. Voz 1: ¿Eso qué? Voz 2: El tipo es complicado. Y tiene la sarten por el mango. Voz 1: Pfff. ¿Por qué tendría la sarten por el mango? Nadie sabe qué tan despierto está el Espejo Humeante… seguro ni él lo sabe. Voz 2: Y yo no voy a comprobarlo. Voz 1: Que se haya despachado a un regidor no lo hace un asesino en masa… Voz 2: Te digo, igual yo no voy a comprobarlo. Voz 1: ¿Cómo lo sentiste? Voz 2: ¿A Biondi? Te digo que a la defensiva. Desconfiado. 16


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Voz 1: Eso no es bueno. ¿No puedes extorsionarlo? ¿Presionarlo? Voz 2: Mira, tich, desde mi punto de vista, mi reunión con Biondi resultó excepcionalmente buena. Voz 1: ¡Pero no obtuviste la información que necesitamos! Voz 2: ¡Pero estamos un poco más cerca! ¿No te parece positivo eso? Voz 1: Lo único que sé es que no tenemos nada. Voz 2: Insisto: desde mi punto de vista, estamos avanzado. Voz 1: Pero cada vez hay más ruido. El Avocado ya está rastreándonos. Y quién sabe quién más. Voz 2: Batuchka, las líneas son un caos. No podemos chanelearnos como quisiéramos. Voz 1: ¿Y qué sugieres? Voz 2: Seguir trabajando a Biondi… Voz 1: ¡Pero no hay nada concreto con Biondi! Voz 2: ¡Biondi es lo mejor que tenemos! El tiempo se acaba… [Silencio] Voz 1: ¿En verdad crees que Biondi nos vaya a ayudar? Voz 2: Creer no es mi papel. Voz 1: ¿Cuál es tu papel entonces? Voz 2: Despertar al Espejo Humeante. [Ruido]

Proxima entrega: Capítulo 3, “Barones del shitware”

Copyright ®2013 Rodrigo Xoconostle Waye

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