Antología básica

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Sada y el bombón — antología básica —



Casa Gutiérrez Nájera Presenta

Casa Gutiérrez Nájera es un espacio dedicado a la difusión y promoción del diseño en todas sus disciplinas. Nuestro principal objetivo es ser un vínculo entre los creativos, arquitectos y diseñadores que residen y trabajan desde el centro de México. Hace cuatro años nos encontramos con Sada y el bombón, una revista sobre la cultura urbana en esta región del país, editada desde la ciudad de Querétaro. En ella nos sorprendió su diálogo entre diseño y contenido (amigable, pero profundo y reflexivo) y el balance de un trabajo editorial preciso que hace mucho no leíamos —menos en un medio local e independiente. Aunque la revista dejó de circular en diciembre del 2014, para Casa Gutiérrez Nájera era necesario reflexionar sobre su camino andado, tanto en trazos como en palabras. Así nace «La revista fragmentada, introspectiva editorial de Sada y el bombón», una exposición a las entrañas del proceso editorial y multidisciplinario, la importancia de la revista como medio impreso y el quehacer creativo de la región. De esa exposición se desprende este libro-antología, un vistazo a lo que generosamente se compartía en la revista; al valor que se le daba a lo escrito por encima de todo.


Sada y el bombón, antología básica Compilación y edición Luis Bernal Jacobo Zanella Diseño y fotografía Jacobo Zanella Prólogo Julieta Díaz Barrón

DR © Sé, taller de ideas SA de CV Guerrero Sur 34 · Centro Histórico Santiago de Querétaro · 76000 · México www.taller-se.com Hecho en México · Primera edición: junio 2015 ISBN 978-607-95916-2-5 Se prohíbe la reproducción parcial o total de esta obra, por cualquier medio, sin el consentimiento por escrito del titular de los derechos correspondientes. Sé, taller de ideas agradece a Casa Gutiérrez Nájera la distinción que ha tenido en contemplar y presentar «La revista fragmentada, introspectiva editorial de Sada y el bombón» en su programa de exposiciones 2015. Sada y el bombón Revista independiente de cultura urbana en el centro de México. Mauricio Sánchez · Coordinación ejecutiva Eduardo de la Garma · Redacción y edición Luis Bernal · Redacción Jacobo Zanella · Dirección de arte Denisse Piña · Diseño Daniel Bravo · Ilustración Mauricio Aguilera · Ventas y publicidad www.sadabombon.com Casa Gutiérrez Nájera Espacio dedicado a la difusión y promoción del diseño en todas sus disciplinas. Carlos Torre Hütt · Fundador y miembro del Consejo Grecia H Leyva y Pablo Lujambio · Colaboradores 5 de Mayo 114 y Gutiérrez Nájera · Centro Histórico Santiago de Querétaro · 76000 · México www.casagutierreznajera.com


Índice 9 13 17 21 25 31 38 43 46 51 54 59 63 65 69 73 77 81

Julieta Díaz Barrón

Prólogo

Luis Bernal

Introducción Roselin Rodríguez Espinosa

Oaxaqueños ausentes, Bacon y otras noticias del Interior Rodrigo Suárez

Residuos prescindibles; ruidos redundantes Eduardo de la Garma de la Rosa

Costumbres Luis Bernal

Industrializados Eduardo de la Garma de la Rosa y Jacobo Zanella

Proporción y escala en las ciudades del Bajío Pablo Duarte

Insensatez y vísceras Eduardo de la Garma de la Rosa

Librerías

Jacobo Zanella

La tumultocracia y la excesiva capacidad mediática Mauricio Sánchez

Tener un Cineclub Luis Bernal

Los hombres demediados y el término unisex Antônio Cabadas

El ruido de los otros Horacio Lozano W

De la calle Pez al cerro de Sangremal Julieta Díaz Barrón

Proyectos potenciales e inacabados Jorge Degetau

Nuestra vaguedad esencial Rodrigo Suárez

Una nota final Los autores


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Prólogo

Es característica de los libros la de ser mitad dominio público —lo que está escrito en ellos— y mitad secreto incomunicable —lo que cada lector imagina al leerlos. — Jorge Ibargüengoitia

Nada mejor que citar al guanajuatense para comenzar el prólogo de un libro de una recopilación de unos artículos de una revista. Porque da la ocasión rigurosa de que esa revista es del Bajío y porque se pretendía anti solemne y porque, a pesar de los pesares (bueno, sobre todo del mío) no tuvo una larga vida. Hay una exposición de la que esta recopilación es pretexto y estas palabras pretenden ser el postexto. Se hacen después de que estos artículos fueron publicados hace varios años, meses, en Sada y el bombón. Una revista de la que no debería estar diciéndoles que nació por la terquedad de mis amigos, porque no me toca a mí decirlo. Ni tampoco debería estar diciéndoles que esa revista llenaba un hueco, o más bien abrió un boquete, en el panorama editorial de Querétaro. Verán, a mis amigos les gustan las palabras y aunque se mantenía precariamente y nunca fue pensada como proyecto comercial, Sada navegaba las aguas de los que no van en yate o buque multinacional sino en la barca construida por la ruta de 9


aquellos a los que les gusta nadar. No es que les diga a mis amigos náufragos, pero ustedes me entienden. Es que sólo así se comprende un proyecto tan terco como mis amigos; que siempre tuvieron la hipótesis optimista de que sí hay lectores para este tipo de textos. Yo también soy optimista, o náufraga, pues. Aunque les voy a ser franca, nunca entendí esa vocación de Sada por decirse revista del centro de México, (sólo que fuese por el contraste de que mucho defeño de suyo o importado se piensa eternamente como «el centro») pero vaya que sí entendía por qué se decían revista independiente y de cultura urbana. Independientes siempre fueron mis amigos y sus colaboradores. Cada uno de los que firman estos textos no tenía que andar pidiendo permiso a nadie y menos los de Sé, taller de ideas, para sacar la revista. Sólo había que cruzar la frontera, o driblar la dura tijera, del señor editor y eso no era cosa fácil. Sé lo que les digo. Pero volvamos a mis amigos, les cuento que eran independientes porque financiaban buena parte de la revista y no pertenecía a ningún interés empresarial, gubernamental o de alguna organización social. Pertenecía al interés de la dupla maldita esa que podemos sintetizar con esta fórmula (es que quiero ser lo más científica posible): Lector = dialogante Escritor = dialogante La única dependencia que siempre tuvo Sada era de que la leyeran. Que yo sepa, no había otra. Y sí fue muy leída y muy apreciada entre muchos. La cultura urbana es una frase que da para muchas discusiones que imagino en un diner, en blanco y negro, con un personaje que use una corbata delgadita muy progre, con una chica de gafas y con dos o tres panzones que en lugar de discutir la frasecita de «cultura 10


urbana» preferirían comerse las papas a la francesa de la mesa. Pero vamos a partir de que no existe esa escena y de que no existe ningún diner en el cual sostenerla, por lo que me queda a mí solita decir que la cultura urbana en Sada y el bombón era una referencia a que en sus páginas se iba a encontrar lecturas del entorno preciso en el que nos encontramos: en una calle de una ciudad de una región de un país y que en torno a ella giraban sus temas frecuentes. Hay que subrayar que Sada, ante todo, se diseñaba. Porque también es infrecuente encontrar un cuidado equilibrio entre lo que se dice y lo que se muestra y Sada bailaba muy bien entre las dos. Wittgensteniana, sí señor. También quiero decirles que Sada tenía un triple H. Consejo Editorial, del que sólo se recuerda que se hayan reunido unas dos veces. Una de ellas en la terraza de un hotel en el que se consumieron más de dos o tres cervezas por persona y en la que se habló de todo menos de la revista; y otra, que fue en una cena en la que se sirvió dos tipos de pasta en unos platos muy bonitos de Michoacán y en la que tampoco se dijo nada de la revista, más allá de augurarle en secreto una larga vida o un largo aguante a los amigos que la sostenían. Y quiero que sea en este momento, aquí y ahora, en el que les diga que lo de menos es que ya no viva Sada. Que lo de menos es que el nombre de la revista haya sido un chiste local del que un amigo y un malentendido son parcialmente culpables. Lo que aquí debe decirse es que Sada perdura porque existen textos que no van a irse a ninguna parte, sino a aquél lugar íntimo al que se van todos los textos que ha valido la pena leer: al residuo que unos llaman memoria, que otros llaman olvido a medias o que otros llaman imaginación. Como la tuya, ahora, por ejemplo. Julieta Díaz Barrón 11


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Introducción

En el primer número, Sada y el bombón se autoproclamó como una revista de historias urbanas. Cada artículo era una serie de páginas con escenarios, acciones y sucesos que describían al lugar donde vivimos. Fieles a la esencia del formato: narrábamos. Con imágenes y palabras, desdoblamos esta tragicomedia —vivir en la periferia, adentro y afuera de todo al mismo tiempo— en reportajes, vaguedades y reflexiones que no encontrábamos en los medios impresos locales. Así empezó todo. Hace no mucho, para contemplarnos había que vernos las caras en Sociales, repasar diversiones en la pizarra de avisos o chismear el periódico local. Con ese panorama narrativo, la cultura urbana visible eran bodas y bautizos, programas gubernamentales, recomendaciones locales y el «vivo tan bien aquí» como mantra de cabecera. De ahí en fuera, nuestro quehacer citadino era un misterio para el exterior, como el forastero que avanza por primera vez hasta las entrañas de un pueblo: en blanco y tratando de resolver sus alrededores, arrastrando un poco de polvo en cada paso. Sada y el bombón se editó en medio de publicaciones que imprimían (imprimen) noticias prepagadas, anuncios que parecen avisos parroquiales y eventos que refulgen con el brillo del papel couché. Decidimos hablar de nosotros porque nadie se daba el 13


tiempo para hacerse (hacernos) un chequeo interno. Como no nos leíamos en ningún lado, entonces no existíamos en ningún lado. Así escribimos de esposas contemporáneas y debutantes; de buzos que se sumergen en fuentes y niños asiduos a los masajes terapéuticos; de artistas exponiendo en galerías y el caddie que fantasea con la despampanante esposa del jefe; de viticultores haciendo un Merlot en su casa y cerveceros fermentando trigo en una antigua fábrica de textiles. Por cuatro años hablamos de lo que nadie creía que existía en esta tierra árida y «ranchera». Pasamos de la página en blanco a veinticuatro números que documentaron, sección por sección, esta cambiante medianía. Una especie de almanaque donde conversaron ideas y palabras, sátiras y crónicas. Cada texto era el resultado de nuestra urbanidad: si veíamos algo que estuviera sucediendo en la ciudad, lo plasmábamos en tinta sobre papel; y entonces ya existíamos en algún lado. Mejor aún: la revista traspasaba al lector y lo que solía estar aislado se unificaba. Los murales se multiplicaron, el sueño guajiro de un metro llegó hasta el discurso político y Cinépolis triplicó su número de salas. A diferencia de los libros, las revistas son periódicas, se encuentran atadas a una constante renovación. Apenas terminan de editarse y ya hay que volver al punto de inicio. Son un reflejo de nosotros mismos: sus contenidos evolucionan con el tiempo. En el equipo editorial de Sada y el bombón hablábamos de la revista como un ser vivo que se reconstruía cada seis números. Después de cuatro años, aquí estamos con más de 3,000 páginas de historias, con un montón de lecturas cruzadas. Eso es exactamente lo que intentamos reunir en este libro: una colección básica con artículos que fueron publicados en Sada y el bombón entre el 2010 y el 2014; ensayos y divagaciones que sirven como 14


registro impreso del lugar en el que vivimos: fanáticos de los Gallos Blancos y defensores de Juan Gabriel; parques industriales convertidos en suburbios; librerías comerciales versus la biblioteca personal; seres andróginos y caminantes que peregrinan todos los días hasta el cerro de Sangremal. En algún momento uno de nuestros colaboradores escribió que leemos porque no queremos morirnos nunca. Esa era la esencia de la revista: reflejarnos en algún lado, ser una especie de testimonio, futuro vestigio. En nuestro último número lo resumimos bastante bien: editamos Sada y el bombón para de veras sentir el paso del tiempo. Luis Bernal

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Oaxaqueños ausentes, Bacon y otras noticias del Interior

Un viajero sabe que traspasar una frontera puede ser tan sencillo como difícil. Es posible decir tranquilamente, como Salvador Novo, «dentro de unas cuantas horas atravesaremos la frontera, dormidos» o quedar recluido en un circuito —territorial o de pensamiento— por limitaciones de todo tipo: económicas, legalidad migratoria, autocensura, comodidad o, también, adormecimiento. Es de esto último de lo que quiero hablar. En México, una opinión común identifica el hecho de ‘ser de provincia’ con lo limitado, precario, marginal, periférico e invisible. Es fácil oír a un chilango hablar de ‘provincia’ como si fuera una sola tierra que se extiende más allá de los límites del DF —sí ocurre, créeme—; algo así como el Estado de México y sus alrededores. Un estado de la República se identifica en automático por sus productos turísticos típicos: gastronomía —primero lo primero—, folclor, artesanías y ‘sitios de interés’. En el DF, en cambio, sí parece haber de todo. Este es el laurel donde muchos capitalinos —y otros wanna be mainstream— duermen su siesta. Estoy hablando de gente en general, pero es insólito encontrar cómo en la academia, en las aulas donde se estudian teorías críticas, y círculos artísticos e intelectuales más específicos, también se piensa y actúa con esta miopía. Tengo la experiencia de Aguascalientes y el DF, sobre todo. 17


En el DF, es un hecho extraordinario que alguien ‘de afuera’ presente algo ‘interesante’ o ‘competitivo’, y cuando ocurre se piensa, a secas, como excepciones en sus estados. ¿O sea, cómo? Sí, lo normal es que no haya voz fuera del DF —u otros centros—, y cuando hay, se celebra como un hecho milagroso sin profundizar en los contextos porque, en efecto, no interesan en lo más mínimo. Lo cierto también es que en el ‘afuera’ también se acepta un asfixiante referente de autoridad a partir del propio uso del lenguaje. Desde ‘provincia’ la tierra de las oportunidades es el DF o ciudades similares. Es decir, si Querétaro está teniendo visibilidad, se dice que es «casi como el DF», y así, hay una cadena de dependencias: Zacatecas es «casi como» Aguascalientes y éste no llega a ser Guadalajara. La mirada se orienta hacia ‘el otro’ en vertical, sin hacer el mismo ejercicio hacia adentro y tampoco entre pares de forma horizontal. ¿Dónde están los oaxaqueños, la crítica y Bacon? Oaxaca organizó en 2011 un coloquio nacional intitulado «Germinar: primera tanda de diálogos horizontales», que reunió a profesionales del arte del país para ‘dialogar’ sobre espacios, producción, educación y crítica de arte. Asistieron representantes institucionales del DF, Monterrey, Guadalajara y para de contar. No hubo ni siquiera participación oaxaqueña en las mesas. No sólo fue visible esta ausencia, sino también que los pares a nivel interregional realmente no dialogan, ni existe tal horizontalidad. ¿Entonces de qué estamos hablando? ¿De reproducir los esquemas hegemónicos que fervientemente señalamos? En el «Seminario de Crítica de Arte de Campus Expandido del MUAC», en 2013, se lanzaron preguntas como: ¿Qué leemos de crítica de arte? ¿Qué medios —periódicos, revistas, etc.— se consultan? ¿Quiénes escriben sobre estos temas en todo el país? 18


La lista hecha en conjunto no superaba los dedos de la mano. Hubo quejas sobre los pocos medios existentes, y se asumió que ‘en provincia’ no se produce gran cosa. Se aseguró que no existen espacios, porque de lo contrario serían ‘conocidos’. Esta preocupación es un disparate reduccionista y al mismo tiempo evidencia las limitaciones de difusión del arte actual en el país. Claro, es obvio que esta persona esperaba que le llegaran revistas a su puerta sin mover un solo dedo. Pero más allá de este absurdo, no deja de ser cierto que gran parte de los proyectos valiosos de ‘fuera’, y algunos de ‘dentro’, no alcanzan una proyección extendida ¡Hay que buscar más detalladamente! Pero lo más grave es que allí habíamos varios que escribimos y no nos leíamos unos a otros. En diciembre de 2012, en el Museo de Aguascalientes se exhibió una importante muestra de dibujos inéditos de Francis Bacon, en su única aparición en el país, antes de partir a China. «Los dibujos de Bacon…» activaron una exaltada celebración política en el estado. Ciertamente, es tan raro que en esta ciudad ocurra un evento de tal magnitud que, ni antes ni después, se ha visto nada similar. Recuerdo cómo Umberto Guerini, en su introducción a la muestra, nos contagiaba de su entusiasmo al afirmar que las dinámicas de centrosperiferias del arte ya estaban superadas, que ese día Aguascalientes era un centro del arte importante en el mundo. Todos aplaudieron entusiasmados y se sintieron orgullosos de ser hidrocálidos mientras iban sobre el coctel y esperaban que la comitiva política del Estado desocupara la sala para ver las obras. La razón de haberse presentado esta exposición en esa ciudad —y no en otra— fue arbitraria. Se debió a un contacto personal de una copetona cultural —típicas— que se ofreció a cuidar las obras por un tiempo en su casa y tuvo la ocurrencia de exhibirlas, de paso. Claro que este hecho tragicómico, en lugar de ser un síntoma de un movimiento de cambio mayor en la región, 19


no hizo más que evidenciar la desconexión de estas ‘iniciativas’. Intentar atar estos cabos es emocionante pero también trabajoso. Son muy frágiles los vínculos e intercambios a nivel país. Pero no hay más responsable que nosotros los pares. No nos miramos unos a otros, y por ello, aunque sí sabemos de propuestas aisladas que rompen las inercias —no cabe duda de que sí existen—, no se crea una red que les dé fuerza y consistencia. Llevo varios años dándole vueltas al asunto este de ‘ser de provincia’, al justificante comodino de un país centralizado; que no hay recursos para proyectos artísticos —claro, recursos se limita en estas pláticas lamentosas a «dinero del estado»—; que no hay espacios de exhibición para ‘jóvenes creadores’; el mito de ‘las oportunidades’ y su ubicación geográfica. En fin, una cadena de pseudoargumentos que justifican la inmovilidad de las ideas y el adormecimiento creativo. ¿Qué es eso de ser de la periferia o del centro del país y cómo se vincula a la productividad de las industrias culturales? ¿Una culpa, victimización, una miopía? Sí, para mí, todas juntas. No nos preguntemos por las fronteras impuestas por un mapa y sus políticas hostiles, cuestionemos nuestros propios límites y en qué medida estos coinciden con ciertas cartografías hegemónicas de las cuales todos nos quejamos. Hagamos algo, en lugar de victimizarnos y depender de un poder paternalista, demos sentido a nuestros contextos, trabajemos en conjunto, generemos nuevos espacios y constelaciones que pongan en conflicto estas dicotomías estériles de la territorialidad y las relaciones de poder. Así puede ocurrir que Bacon itinere a otras ciudades y los oaxaqueños, por fin, aparezcan en su tierra. Nuestro tren no es ya el de Novo; crucemos la frontera despiertos. Roselin Rodríguez Espinosa — agosto 2014 20


Residuos prescindibles; ruidos redundantes

Atento, o sin estarlo —con una consigna—, llevo un tiempo pensando en los ruidos urbanos. A veces como si estuviera sentado en la banqueta de la avenida más transitada de la ciudad, y a veces a punto de dormir escuchando el trrrtrrrtrrrrt lejano de algún camión cuyo conductor hizo caso omiso del letrero que rezaba, que imploraba: «Zona urbana, utilice silenciador». Escribir sobre los ruidos urbanos, eso me ocupa. Podría elogiar al ruido y embellecerlo o al menos defenderlo —si es que estuviera calificado para ello. La escritura podría ser melódica, armónica, bien acompasada, fluida y disfrutable, pero no sé si puede serlo tratándose del ruido, teniendo que hablar de él, ubicuo e impersonal, con multitud de caras desagradables, que son todas la misma, punzantes como aristas; que parece no hablar, pero al que escucho perpetuamente en un lenguaje incomprensible, diciendo nada. Ruido es trrrtrrrtrrrt, esa vibración que captan trrrtrrrt nuestros oídos, que nos trrrtrrrtrrrrt invade sin que lo hayamos trrrtrrrtrrr solicitado, y podría píííípíííp seguir escribiendo uíuíuíuuú onomatopeyas cada vez que se cuela un ruido aquí en donde escribo, como ahora que trrrtrrrtrrrrtrrrrt se estaciona un coche. Sería elocuente y desagradable. Podría seguir hasta que el lector diera vuelta a la página. Eso es el ruido, lo que no queremos escuchar. Urbano es aquello que se refiere a la ciudad, aquello que está dentro de su entorno, de su perímetro, 21


¿pero no es lo urbano exclusivo del Hombre? ¿No son entonces los ruidos urbanos los ruidos del hombre donde quiera que éste se halle? Bueno, miremos la urbe. La ciudad es, en primera instancia, el caldo que nutre las ambiciones y propósitos del Hombre. Aquí, en esta organización social, en este contrato producto de multitud de dinámicas ignotas y designios, habita el Hombre, constructor de máquinas e ideas, la escandalosa bestia de voz discreta. Imagino a hombres anteriores peregrinando para ver pasar y escuchar una locomotora. Visitando las primeras fábricas con una mezcla de temor y magnificencia, asomándose a la azotea para ver pasar al Concorde, todos ellos testigos de la modernidad y de su ruido, como si este fuera un vibrante alimento. Sé que hoy existen hombres que compran motores escandalosos y, ante el estrépito de la máquina, avanzan con el martilleo que les repiquetea la glándula suprarrenal estimulándoles la liberación de adrenalina. Con ello se solazan y se conflagran en su gozo: el ilusorio logro humano. Así, en medio de ese estruendo incesante, se entrelazan íntimamente con su especie. Y yo aquí escucho un ruido y quiero volver atrás porque antes dije que podría defender al ruido con una escritura armónica, pero quiero cuestionarme. Podría borrar lo escrito y dejar sólo lo nuevo, pero eso no cumpliría mi propósito; quiero desmentirme. Tal vez alguna vez haya escrito algún texto rimado, algo que a los oídos del lector fue casi melódico, ligero y saltarín, agregaré que el texto además fue bello, exageraré pensando que fue, quizá, sublime. Tal vez como una orquesta en medio de la plaza, y al doblar la esquina, un café, donde la cuchara toca a la taza para invocar las infusiones, un café con charlas íntimas y moderadas. Luego, en el balcón de una callejuela, una mujer abriendo las ventanas y batiendo con pericia las sábanas que ondearán al ritmo del viento, 22


y un niño pateando una pelota y un bebé en una cuna mirando sobre su cabeza un móvil que tintinea. En esta escena, como en alguna poesía, parece no haber ruido, pura musicalidad y cadencia; inspiración y armonía. Pensemos en algún escritor consagrado, un poeta lejano o próximo, algún vate místico. Recorramos sus páginas pensando que el lenguaje y su sustancia pueden ser, sí, armoniosos y dulces, pero cerremos el libro y miremos al hombre: ¿no es todo un delicioso embuste? ¿Cuántas palabras, ideas, remordimientos y angustias; cuántas cacofonías, disonancias y correcciones habrán existido en ese hombre entre la primera letra y la última del más excelso de sus textos? Y aún si de un tirón ha escrito toda su poesía, luego vendrá una relectura que presente dudas, que sugiera correcciones, ¿y no es todo eso también ruido, el mismo ruido de los hombres? ¿Alguna vez, en medio de un mercado, una avenida o algún convite notaron uno de esos extraños momentos en que todo el fragor y el ajetreo se calla? Hemos encontrado el modo de sobreponernos al ruido: nos colocamos unos audífonos y caminamos en medio del bullicio sin enterarnos de nada. Silenciar un ruido con uno más agradable, quizá, pero también más ensordecedor; combatir el fuego con fuego. Qué fácil sería dejar que la música lo inunde y lo ocupe todo, la Obertura 1812, su motivo triunfal y sus cañones de artillería. Mero artificio. No dudo que habrá suelto en el mundo algún sofista que halle argumentos para elogiar o defender el ruido de una ciudad —sé que hay quienes lo disfrutan—, o algún otro que aprecie sus significados y sus connotaciones, su encanto y su folclor. Yo no puedo hacerlo. La primera utopía que yo habitaría sería la del completo silencio. No sé del todo cómo sería, pero no harían falta reyes sabios, legislaciones excelsas y prudentes, ni igualdad, progreso 23


y fraternidad. Nunca he escuchado a un político ofrecer ciudades más silenciosas; sí, en cambio, industrias, eliminar tenencias para coches y etcétera. La utopía del completo silencio: una urbe donde, por ejemplo, los asesinos caminen de puntitas, con armas que disparan en silencio, y donde cada detonación ahora ausente ratifique mudamente que todo ruido es un residuo prescindible. Una utopía donde las víctimas cayeran silentes, sin alaridos, sin respiraciones agitadas, donde incluso las superficies más sólidas recibieran a los cuerpos abrazándolos en su caída. Donde las ambulancias fueran como esas enormes máquinas quitanieve que con una pala en V hicieran a un lado todos los autos que se interpusieran en su camino. Sí, esta mole mecánica, únicamente para poder dejar a un lado las desquiciantes sirenas, uíííuíííu uíííuíííu. ¿Los coches arrojados por los costados? Daños colaterales en aras del silencio. Porque si toda la dinámica e interacción humana es irrefrenable e insalvable, y si todo ha de persistir como es, y si persiste la máquina, el caos y lo violento, al menos que persistan en silencio. Habrá seguro quien piense que en el cielo se escucharán harpas celestiales, que si algún día el Hombre ha de hallar en algún progreso quimérico la paz, a esta la acompañará el silencio, bellas voces, un delicado susurro del viento y los dulces cantos de la aves. Porque sé que una vez habité en un doble escándalo, me parece, pues, que los ruidos urbanos, las ciudades y su caos son una fiel extrapolación, una materialización de la mente humana, que no calla, que no cesa, y que sólo de vez en cuando logra urdir alguna trama medianamente armónica. Así que por atroz que se presente esta utopía, por violenta que sea, lleva en sí un mensaje que no se puede defender con palabras: el silencio antecede a la paz. Rodrigo Suárez — octubre 2013 24


«Costumbres» —en este país, la filosofía se escribe en estribillos

Antes de comenzar este texto, una engorrosa pero necesaria aclaración: hablar de una supuesta contraposición entre cultura «alta» y «baja» no sólo es un lugar común, sino una falacia. Esa dicotomía cultural es tan solo una trampa para exhibir nuestra simpleza. No existen expresiones culturales altas o bajas, gordas o flacas, peludas o lampiñas; existen lecturas profundas y superficiales. Juan Gabriel puede ser —y es— tan agudo como Jürgen Habermas. Inocente pobre amigo quien crea lo contrario, pues lo que importa no es tanto la palabra cantada como el oído múltiple del escucha. Este cliché sí es certero: todo pende del punto de vista. Los productos culturales son espejos. Aclarado esto: Juan Gabriel, Joan Sebastian y Marco Antonio Solís son los tres grandes —enormes— poetas y filósofos mexicanos que todavía están en su etapa productiva. Eso y más Decir que en Latinoamérica el premio Lo nuestro es más relevante que el premio Nobel, o decir que Siempre en domingo fue nuestra Academia de Platón, es algo que no por cierto deja de ser desproporcionado. Pero decir que Joan Sebastian es nuestro Bob Dylan —o incluso, ¡ay!, nuestro Sócrates— resulta irrefutable. 25


Por lo menos una vez al año leemos un ensayo que demuestra el poder lírico de Bob Dylan. Cada año aparece en la quiniela del premio Nobel de literatura. Sus abogados estéticos aseguran que Dylan es más que un músico popular: un poeta, un artista contemporáneo, un happening, una categoría en sí misma. «Dylan es un Dylan». Emily Dickinson decía que si tras leer o escuchar algo sientes que te han decapitado, eso es poesía. Dickinson lo dice y nosotros lo sentimos: Dylan es un poeta. Joan Sebastian es eso y más. Es un tatuaje lírico y metafísico: un mantra. Su biografía es entre épica y lastimosa: nace en Juliantla, Guerrero, se pasea en burro para entregar leche fresca y declama en su escuela versos como estos: No porque me vean chiquito piensen que no tengo amores. Yo soy como el huizachito, naciendo y echando flores.

De joven, el entonces llamado José Manuel Figueroa decide ser sacerdote. En el seminario compone —cual Bach— una misa y es entonces cuando se arrepiente de su decisión. Deja el hábito, agarra (entre otras cosas) la guitarra («mi problema es bello y son mujeres») y resuelve su primer nombre artístico: Figueroa. Conoce por accidente a Angélica María, le canta seis de sus canciones, fascina a la entonces «Novia de México» y paso a pasito Figueroa comienza el camino del éxito (y del amor). «Golondrinas viajeras / vamos sin descansar añorando quimeras […] con las alas cansadas de volar / pero con muchas ganas de cantar», cantaría unos años después nuestro Sísifo. 26


Antes de cambiarle el nombre a glorias propias y ajenas, se lo cambia a sí mismo (a Joan Sebastian le debemos respeto). El nombre Juan lo asocia con la libertad; Sebastián es el Apolo cristiano. Juan Sebastián: el amante libre. Su hermana, influenciada por la numerología y esas cosas, le sugiere cambiar la U de Juan por una O. Y el fervor popular le quita el acento agudo a Sebastián. Así, en 1977 nace el mito: Joan Sebastian. Su primer éxito, El camino del amor, se escuchó en todo el continente. El segundo, El sembrador de amor, fue interpretado en Argentina ’78: se escuchó en todo el mundo. Actualmente existen doce mil versiones de sus distintos éxitos. Joan Sebastian —el Rey del Jaripéo, el Huracán del Sur— ha escrito canciones rancheras, norteñas, gruperas, huapangos, corridos, baladas, canciones pop y de banda. Es el poeta promiscuo de México. Y no sólo por componer, producir y cantar distintos géneros musicales, sino también por las letras de sus canciones: «tómame sediento de ti / mi cuerpo espera», «por qué no asociamos», o el lorquiano «esa noche las estrellas no brillaban […] cuatro grillos murmuraban». Joan Sebastian se suma cual D’Artagnan a los tres mosqueteros eróticos de la tradición lírica: Ramón López Velarde, Gonzalo Rojas y Ovidio Nasón. «Invítame un cigarro, quiero el cáncer / invítame un cigarro que se queme», le cantó, entre otras, a Maribel Guardia (nuestra Cher). Joan Sebastian logró todo lo cantado: el cigarro, el cáncer y la quemazón. Se casó con Maribel, se divorció mientras ambos protagonizaban la telenovela Tú y yo y, afortunado, «venció en la lucha contra el cáncer». Dicen que es «sencillo y natural, sólo le falta un toque de intelectual», pero eso es sólo como cantautor. Como productor es complejo e ingenioso. Nomás hace falta escuchar los discos 27


y canciones que le ha hecho a Rocío Durcal, Alicia Villarreal, Lucero, Vicente y Alejandro Fernández. ¿Habrá todavía alguna duda de que Joan Sebastian es nuestro Bob Dylan o incluso —¡ay!— nuestro Sócrates? Joan Sebastian es eso y más. El Poeta de Juliantla es nuestro Heráclito y nuestro Bashô: «qué pronto escapó la prófuga felicidad […] hay nubes en mi cielo»; nuestro Camus: «lo mas caro que tengo, que es mi libertad»; nuestro Rimbaud: «yo siempre he sido ajeno»; nuestro Heidegger: «sobre el tiempo el tiempo que te conocí»; y nuestro Stevenson: «víctima de un álter ego, me voy». Joan Sebastian es un lobo domesticado, un minotauro en su laberinto. Borges escribió que «nuestro hermoso deber es imaginar que hay un laberinto y un hilo»; Joan Sebastian es la encarnación de ese deber filosófico y poético: Me he quedado con la duda si serás o no la puerta del laberinto donde me he perdido yo. […] Nos quedamos y aquí estamos con la duda, la esperanza y la ilusión.

Razón de sobra Los filósofos mexicanos piensan en estribillos, reflexionan con serenatas, se hacen preguntas metafísicas mientras cantan. No es una característica exclusiva de nosotros; por lo menos en occidente, esa es la manera clásica de pensar: cantando. La irracionalidad y la sordera tienen la misma etimología latina. Es decir, pensamos con el oído. 28


Si quien mejor escucha es quien mejor piensa y quien mejor oído tiene es quien mejor compone, entonces… ¡claro!… entonces, uno de nuestros mayores intelectuales es el Buki —aunque, hay que decirlo, suele ser monotemático: sólo una idea en cientos de canciones. En 1959, mientras el pequeño Joan Sebastian se paseaba en burro por el pueblo de Juliantla, nacía, en Ario de Rosales, Michoacán, Marco Antonio Solís AKA el Buki. Su historia es por todos los televidentes conocida: a los 10 años debuta en Siempre en domingo, a los 13 crea Los Bukis (que en el norte es algo así como «los chamacos»), a los 36 inicia su carrera como solista y de ahí hasta Viña del Mar y el resto de Sudamérica. Se ha dicho que Marco Antonio Solís es la versión descafeinada de José Alfredo Jiménez: canciones de despecho para sisis. Puede ser. Mientras el Rey vuela bajo, el Buki compone un disco con canciones cristianas. Marco Antonio Solís siempre ha tenido ese dejo etéreo, casi celestial. Más que baladas, el Buki compone mitos. Eso puede ser un poco molesto: escuchar cómo un nostálgico llora su soledad y canta, con una pena orgullosa, contra el desprecio. El Buki es el mártir del amor sincero. Aún con estos, digamos, celestes desperfectos, el Buki es grandioso. Es un hombre para quien la palabra es algo más que una vocación o un destino. Marco Antonio Solís ha creado una religión, algo que ni John Lennon logró hacer. Existe una sospecha, por ejemplo, que la canción Tu cárcel es tanto o más escuchada que el Padre nuestro. Y ni qué decir del éxito Si no te hubieras ido, retumbando cada viernes en el karaoke. El filósofo francés Blaise Pascal escribió que «el corazón tiene razones que la razón ignora». El poeta portugués Fernando Pessoa escribió que si «el corazón pudiera pensar, se pararía». Ese es más 29


o menos el canon literario de Marco Antonio Solís. Ir a uno de sus conciertos es como ir a misa al Vaticano en plena Edad Media. Querido —siempre en nuestra mente Juan Gabriel no necesita defensa alguna —pero qué necesidad. Existen incluso calles con su nombre; de Él hay apologías a granel; hemos escuchado a portugueses, alemanes y hasta japoneses cantar No tengo dinero; no discutamos. Seremos, pues, breves: diremos sólo tres cosas que nos parecen fundamentales: 1. Alberto Aguilera Valadez está lleno de sí —ahíto. Su conciencia se derrama en distintos heterónimos, algunos conocidos —Adán Luna— y otros archiconocidos —Rocío Dúrcal, Lucha Villa. Por aquí y por allá, a través de una voz u otra, Juan Gabriel está siempre en nuestra mente. Aunque intentemos, no podemos olvidarlo. (Hay un poema-homenaje imperdible de Luis Felipe Fabre titulado Glamour eterno.) 2. El Divo de Juárez no sólo canta todo, sino que lo es todo: divo y humilde, dama y ranchero, elegante y vulgar, michoacano y fronterizo, orgullo y burla. Nosotros —todos— estamos entre un extremo y el otro. Juan Gabriel nos reconoce y nos sobrepasa; es al mismo tiempo nuestro espejo y nuestra fuente. Por todo esto, 3. Juanga es el pensamiento y el sentimiento colectivo de nuestra época. Sin asomo de broma, una pregunta que, aunque lo parece, no es retórica: ¿qué palabras nos retratan, asombran y deslumbran más: las escritas por Octavio Paz en El laberinto de la soledad o estos versos cantados por Juanga: «No cabe duda que es verdad que la costumbre / es más fuerte que el amor…»? Eduardo de la Garma de la Rosa — febrero 2014 30


Industrializados —sobre la avasallante industrialización del Bajío El Bajío se fundó alrededor de conventos. A partir de sus muros germinaron caminos, ciudades, provincias; casas y edificios extendidos de adentro hacia afuera, a la periferia. Fue en ese desarrollo limítrofe que nos alejamos de los conventos, perdimos la frontera y buscamos nuevos puntos de inicio. Ya en pleno siglo xxi, entre suburbios y carreteras estatales, nuestro orden social (y económico) emigró y partió desde otro tipo de muros: los parques industriales. Cambiamos la cantera por el acero, el sonido de las campanas por los bufidos mecánicos. Ahora rezamos estadísticas y resultados, peregrinamos diariamente a las entrañas de nuestras fábricas sin saber a dónde nos va a llevar esta nueva devoción. En los noventa apareció una palabra que lo mismo causaba miedo y expectativa: globalización. Acá, en el centro de México, llegábamos a la tercera sílaba y se nos venía encima la idea de un mundo verdaderamente internacional, sin barreras; eso de vivir sin rejas asusta, en especial si todo el discurso económico giraba (gira) alrededor de la inversión extranjera y la industria: fábricas transnacionales, tecnología de punta, generación de empleos y renta barata de un territorio al que (subrayemos) se le confundía entre «tercermundista» y «país en vías de desarrollo». El primer apodo nos lo adjudicábamos en secreto, el segundo era más anhelo 31


que eufemismo: fantasear con conseguir un caramel-macchiatoventi sin comprar un boleto de avión. Al parecer lo conseguimos. En menos de 15 años pasamos del rezago consumista a los descuentos de Volaris y el Starbucks matutino. Todo esto gracias al Tratado de Libre Comercio de América del Norte, un acuerdo entre Bush, Salinas de Gortari y Mulroney para globalizar de una vez y para siempre a Norteamérica; la conversión de tres países en (supuestamente) un gran centro económico sin fronteras. Es decir, encontrar salsa Valentina en un supermercado de Vancouver o tortillas de maíz en un Wal-Mart de Minneapolis. Y entre ese envío y acomodo de productos, regiones enteras tapizadas con carreteras interestatales, aduanas, puertos, maquiladoras y clústers industriales. Acá en el Bajío el boom nos llegó un poco tarde. De pronto, los políticos y empresarios vislumbraron lo que ya habían descubierto nuestros antepasados novohispanos: la ubicación. A eso se reduce nuestro auge industrial, cual gringa vendiendo casas en San Miguel: location, location, location! Y esa suerte geográfica se multiplica con las atenciones de los gobiernos estatales: nuevas vías de comunicación, incentivos empresariales, ventajas fiscales, acuerdos bilaterales y —sincerémonos— lo barato que se renta nuestro suelo —y nosotros mismos. Territorio irresistible. En nuestra vida diaria, a la industria la vemos como algo fuera de la ciudad, de nosotros. Pero el error está en creernos que la industria es puro metal cercado con casetas de vigilancia. Industrializarnos es, también, abaratar los vuelos a Dallas y sobrevaluar el precio de un capuchino; tomarse una cerveza belga en un pub de Guanajuato o comprarse zapatos en León. Quizá jamás habremos pisado una fábrica, pero ellas, errantes e invasivas, nos traspasan todos los días. 32


Provincia de fábricas La industrialización nos unió en un conglomerado, una comarca de trailers, carreteras y parques industriales. Tanta es la influencia de nuestro despertar económico que ahora llamarnos «el Bajío» delimita a una región con cifras y gráficas a la alza, armadoras trasnacionales y un PIB con índices milagrosos. De campiña agricultora a bodega con salidas de emergencia. Empezando por Querétaro que, desde el 2007, es la representación del maximalismo industrial en la región: el nuevo gigante aeronáutico con plantas de Bombardier y Safran (ambas francesas) y un paraíso económico que parece espejismo del semidesierto: calidad de vida, seguridad, «felicidad» y ubicación —con un PIB de 5.4% arriba del promedio nacional —y sigue creciendo. «El nuevo Nuevo León», que le dicen. Pero antes del boom del Bajío en los noventa y las grandes inversiones, el pequeñísimo municipio —casi pueblo— de Silao, en Guanajuato, ya había pasado de regar plantas a cuidar otro tipo de plantas como los monstruos de General Motors y Pirelli. Allá se conectó por primera vez —comercialmente hablando— el Norte y Sur del país. Si el Bajío es el centro, entonces Silao es el núcleo; y su extensión es León, la cartelera empresarial del estado con restaurantes, complejos financieros, centros comerciales y congresos en los que se enamora a los inversionistas. Luego están Salamanca y Celaya. El primero es la energía del Bajío desde 1950, domicilio de la segunda refinería de aceites más grande de Pemex y una planta termoeléctrica que proporciona luz a toda la región. Sordeándose de su pasado agrícola —y más allá de las ligas y el hule—, Salamanca acoge la última inversión de Mazda en México. En el 2014 ensamblaron más de 140 mil unidades de su modelo 3 y van por las 230 mil —por algo empiezan a 33


llamarle «Salamazda». El segundo, la «Puerta de Oro del Bajío», es el enlace entre Querétaro, León y Guadalajara. Con fábricas como Mabe, Whirlpool, FEMSA, Honda y el vaivén de hombres de negocio masticando un buen corte de carne, Celaya es realmente el vestíbulo de nuestro corredor industrial: una momentánea sala de juntas y el tercer pilar económico de Guanajuato. Arriba de todos ellos, en el punto más al norte del Bajío —tanto que a veces se confunde—, está Aguascalientes, la versión más nipona del semidesierto. Desde mediados de los ochenta, su inversión extranjera depende enteramente de Nissan, el gigante japonés que, para el 2014, construyó ahí mismo una nueva planta y armó 850 mil vehículos como el Sentra, March y el clásico «Tsurito». Por último: San Juan del Río. Antes retratada como tierra fértil con numerosas haciendas, hoy es el punto más al sur del Bajío industrializado, la segunda potencia económica de Querétaro y el paraíso de pequeñas y grandes empresas como Kimberly-Clark, la fábrica de papel donde se producen marcas como Huggies, Pétalo y Kleenex. Todo un vistazo al futuro del Bajío, donde la ciudad y los parques industriales pierden sus límites entre tanques y fumarolas. Campos industriales Si algo es irresistible para la inversión extranjera es nuestra mano de obra. Entre la escasez de empleos y la modernización, la fuerza de trabajo ha encontrado una pequeña salvación en el boom industrial. Nada define mejor a los cambios industriales que las hordas de obreros viajando desde sus comunidades hacia los clústers para fabricar algo, lo que sea. Pasamos de las botas y la parcela a las naves industriales y los zapatos de seguridad. Pensémonos en transición: campo contra ciudad, siglos de agricultura ante décadas de manufactura. Cada sector va por su 34


lado, pero en conjunto se maximizan. Como los nuevos invernaderos internacionales: estructuras de acero que producen lo mismo que se ha estado haciendo desde la Nueva España: verduras y granos. La diferencia es que ahora todo forma parte de una empresa, y eso significa prestaciones, regulaciones, crecimiento y educación especializada para sus obreros. No por nada las corporaciones han comenzado a invertir en la educación de los países que ocupan: mejores universidades significa trabajadores más preparados, producciones más eficientes y metas superadas. Aunque conservamos un romántico recuerdo por las antiguas actividades económicas, lo cierto es que la industrialización nos hace menos provincianos. Con cada acuerdo firmado se nos olvida el pastoreo y los pueblos incomunicados. Ahora nuestro paisaje carretero también incluye una capa de cilindros, centros de distribución y puertas de acceso. Y sí, la vista puede ser muy gris y fría, pero es que la necesitamos tanto o más que un fin de semana, solos y en paz, en la naturaleza. Quizá sólo estemos aburridos. Nuestros puertos secos Puerto Interior es el monstruo de los parques industriales. Un puerto seco adyacente al aeropuerto del Bajío, con su propia aduana y vías de ferrocarril que lo convierten en el centro logístico más importante de América Latina y el cuarto a nivel mundial. Es tan vasto y extendido que bien podríamos decir que todo el puerto es Silao; un ejemplo de la industrialización avasalladora, inclemente, total. Por sus pasillos desfila diariamente mercancía de todas partes del mundo, millones de dólares traducidos en productos tan básicos como manzanas o jabones. Tanta fábrica requiere de energía suficiente para mantenerse en pie las 24 horas. Eso significa que las plantas de luz y el 35


petróleo se encuentran a tope en los alrededores de esta zona, principalmente en Salamanca. El estado de Guanajuato como un gran, enorme, gigantesco parque industrial: cada municipio encargado de proporcionar energía, agua, mano de obra, relaciones públicas, servicio de distribución de mercancías. Nos hemos convertido en una provincia de bodegones y parques industriales, un clúster que comienza en la periferia y nos arrastra hacia ella. Y de todo eso, el sector automotriz es el que nos domina. Más del 60% de nuestra actividad económica depende del auto, el producto más inestable del mercado, lo primero que uno deja de comprar en tiempos de crisis —bueno, en las crisis también dejamos de comprar calzones. Si la clase media crece, y con ella las zonas metropolitanas, las empresas automotrices también. Pero si todo declina, las empresas peligran y terminan por ser rescatadas (como le pasó a Chevrolet, pero no a Detroit, en el 2008). Por eso las fábricas, aunque inmóviles, son ambulantes. Se instalan según su conveniencia, hacen y deshacen. Nuestro miedo constante: depender tanto de la inversión extranjera y repetir los errores de nuestros actuales pueblos fantasmas. Cada bodega de autopartes como una lenta predicción del desastre. Es verdad, la industria es desarrollo —la causa directa de nuestra urbanidad—, pero también una catástrofe latente. Por ahí leímos en un periódico local que «aquí las fábricas brotan como champiñones», y entonces sólo nos queda adaptarnos a ese brote desmedido en espera de que sí sirvan las salidas de emergencia cuando la eclosión de tuberías, tráilers y fumarolas venzan en la superficie. Enclustrados Si viajamos a Aguascalientes desde León, lo primero que uno ve es el logotipo de Nissan. Dos plantas enormes en medio de una árida 36


planicie, con sus seis letras resplandeciendo en rojo nipón. Luego vienen los campos de Tiidas y, ya en plena ciudad, unos espectaculares en japonés que promocionan casas y terrenos de suburbio. Aquí lo que preocupa no es la silenciosa migración oriental, sino la aparatosa invasión de casas prefabricadas: la mancha urbana que se desborda sin control, fraccionamientos incrustados en cerros con el mismo dúplex repetido hasta el horizonte. Hace no mucho la zona industrial y la ciudad eran segmentos independientes, divididos. Pero la industria es implacable y extrema: ensambla y produce para generar más de todo: dinero, cifras, edificios, carros, máquinas. Pero las fábricas no funcionan por sí solas (o por lo menos aún no). Para abastecer sus altas expectativas necesitan de un equipo de trabajadores que se multiplica con cada nueva meta de producción. No es lo mismo producir 100 autos al mes que 2 mil en tres días. Y así como los modelos de autos se multiplican, los trabajadores también, y entonces pasa algo muy curioso: todos comienzan a poblar los alrededores de la fábrica, la rodean y hacen su vida en barrios construidos en serie. La zona industrial se confunde con la habitacional y entonces el que vive en el centro comienza a sentirse fuera, alejado de todo desarrollo: del centro comercial, de las escuelas y de las fiestas caseras. El centro como suburbio. Ahora los clústers se encargan de encerrarnos en un coto de privadas con su respectivo Oxxo y Superama. Y así estamos tan cómodos, tan contentos con el mantenimiento de las áreas verdes, que terminamos aislándonos. De la celda conventual al suburbio con bodegas y fábricas. Ahí, recluidos voluntariamente. Enclaustrados en clústers: enclustrados. Luis Bernal — junio 2014 37


Proporción y escala en las ciudades del Bajío

Si te paras en la puerta del Alquimia (el bar queretano que está en 5 de Mayo) y volteas hacia Plaza de Armas, verás la definición de proporción: las ventanas sugieren la altura de los queretanos, los balcones revelan el tamaño de sus pies, los barandales advierten el largo de sus brazos, las puertas señalan el ancho de sus carruajes, la altura de las banquetas evidencia el largo de los huesos de sus piernas, etcétera. Si de repente —de sopetón— desaparecieran los queretanos, todas sus características físicas podrían deducirse y reconstruirse de esa escena urbana, de esa vista hacia Plaza de Armas. Eso es la proporción en una ciudad: la representación urbana de las medidas físicas del Hombre. Las medidas ideológicas, imaginativas o morales se deducen por la escala. «No por usar tacones tienes mayor estatura moral», le decía la bisabuela de Sada al bombón; es decir, las medidas de una ciudad son la representación de las ideas y las aspiraciones del Hombre. La silla Papal, por ejemplo, es enorme porque el Papa pretende ser el representante de Dios en la Tierra, y al parecer Dios es de hueso ancho. Las medidas de una ciudad, un barrio, una calle, una banqueta y una plaza, dependen del tamaño físico e imaginativo de sus habitantes. Las banquetas del centro histórico de Querétaro, por ejemplo, exhiben tanto nuestro pequeño y menudo cuerpo 38


como nuestro deseo todavía conventual de caminar en fila india. Asimismo, la escala de las banquetas es proporcional a la plaza que tomamos como principal —la «plaza de los perritos» es una de las más pequeñas plazas de armas de México, además es curiosa: carece de Catedral. La proporción es la correspondencia de las partes con el todo. La escala es el tamaño en el que se desarrolla una idea. La proporción es relación. La escala es graduación. A partir de la proporción y la escala de una ciudad podemos demostrar las graduaciones y las relaciones que existen entre sus habitantes; la cantidad y calidad de los vínculos que creamos con nuestros vecinos dependen de la proporción y la escala urbana. Escalas interurbanas Para comprender mejor las escalas o gradaciones urbanas, recorre el camino de un aeropuerto a una ciudad (la Ciudad de México no cuenta porque es la suma de accidentes urbanos). La primera escala está en el trayecto de la carretera, con esa velocidad y espacios abiertos, en donde casi no se ve nada, o por lo menos no a detalle. Luego vienen las primeras salidas, desviaciones, la velocidad del auto baja de forma natural y los elementos se acercan, se ven con más tiempo, más próximos. Luego vienen las entradas a los barrios, los primeros semáforos de grandes avenidas, en donde hay detalle, aunque todavía no se aprecia del todo bien porque seguimos en movimiento. Luego entramos por calles secundarias, deteniéndonos en las esquinas, hasta que encontramos la calle del hotel o la casa, y vamos despacio buscando el número: la escala es ya casi humana, se sienten los elementos, los materiales, la atmósfera. Bajamos del auto y entramos a una construcción, a velocidad nuestra, y esa es nuestra escala humana —el 1 a 1— 39


en donde podemos observar y sentir absolutamente todo, es decir, cómo nos sentimos respecto a lo que nos rodea. Ritmos urbanos Si una ciudad fuera una partitura musical, los espacios llenos (casas, edificios, oficinas, bodegas) serían los sonidos, mientras los espacios vacíos (patios, plazas, camellones, jardines) serían los silencios. En esta partitura urbana, las bodegas industriales son los sonidos estridentes, las oficinas corporativas son los agudos, las casas son los graves; los patios caseros son los silencios breves, las zonas naturales protegidas son los silencios prolongados, insondables. Para comprender el ritmo urbano, camina, por ejemplo, por las banquetas del centro de Guanajuato y pon atención en la visión musical: un túnel, una calle con autos, una plaza, un callejón angosto, una explanada, otro callejón angosto, un jardín. Hay un cambio de escala entre las calles que preceden las plazas y las plazas mismas. Estos ritmos urbanos, la mayoría de las veces, son planeados por los urbanistas. Desproporciones provincianas —cinco casos ejemplares El caso más lamentable de desproporción urbana en el Bajío es la estatua del Pípila en Guanajuato. A juzgar por las proporciones de esa estatua, somos deformes. Pero también hay otros (tantos) ejemplos de desfases. Están las banquetas que, entre los autos estacionados, los postes de luz, las cabinas de teléfono y los miles de peatones, son casi imposibles de caminar —insufribles si se intenta hacer en pareja. Desde la época colonial, en Querétaro somos expertos en la banqueta bonsái y el paso en hilera. 40


Si seguimos caminando, eventualmente nos encontraremos con otra desproporción: las estatuas y sus bases, una constante pelea entre la base y la figura que soportan. Generalmente sus basamentos sugieren una estatua enorme, colosal, pero las estatuas suelen ser quizá no enanas, pero sí ridículas —esto habla de un desfase entre las pretensiones políticas y las capacidades económicas. Luego están los edificios-símbolo-de-progreso. En la provincia tenemos la falsa creencia que el espacio sobra, por eso quizá construimos edificios tan grandes que dan flojera. Todos se jactan de ser símbolo de progreso y bla bla bla, pero son más bien edificios que nacieron rancios, desproporcionados. La fanática intención de destacar —tan capitalina— vs. el ferviente deseo de formar parte de —tan provinciana. Y por último las placas conmemorativas y los pinos (pinotes) navideños. Las primeras son un caos de medidas desde su develación: gobierno organizando una línea de honor (sic), reporteros fingiendo interés, acarreados atascándose de bocadillos… todos frente a unas cortinillas que develarán una placa conmemorativa maciza y absurda. El mismo ridículo pasa con los pinos con gigantismo que se instalan en las distintas plazas de nuestras ciudades —y su contraparte: el chiqui pino con chiqui esferas de los Godínez. Pura comedia involuntaria. Un urbanista es un sastre en potencia La idea de proporción es tan vieja como la proporción de las ideas. Los griegos observaron que las partes del cuerpo están proporcionadas entre ellas: la planta del pie es un sexto de la altura del cuerpo. Eso les sirvió como elemento principal para obtener las escalas de sus templos (la columna determinaba el tímpano y el basamento), que aunque son muy altos, acogen al hombre; lo orientan. 41


La antítesis del templo griego es una bodega industrial vacía. La escala es tan inmensa, las proporciones tan inauditas, que de inmediato te sientes sobrecogido, desorientado —a menos que entres adentro de un camión. «El Hombre es la medida de todas las cosas», dijo tanto Protágoras como Da Vinci, Le Corbusier y tantos más. Es un lugar común, pero a veces se nos olvida. Basta caminar por alguna de las múltiples banquetas hechas a la medida del espagueti. O tratar de caminar por alguno de los nuevos barrios urbanos hechos a la medida del Hummer —un auto que suele ser conducido por un pequeño y escuálido hombrecito. Eduardo de la Garma de la Rosa y Jacobo Zanella — diciembre 2013

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Insensatez y vísceras

I Empecemos por lo primero. Soy aficionado al equipo de la localidad: los Gallos Blancos del Querétaro. No soy tan aficionado que puedo recitar los nombres y números de la plantilla completa, pero sí como para saberme los suficientes para proponer variantes a mi alineación ideal. No soy tan aficionado que viajo con el equipo cuando juega fuera del Coloso de cresta roja, pero sí lo suficiente como para convencer a la chica que me gusta de ir conmigo del DF a Querétaro a ver algunos partidos de local —llevamos dos. No soy tan aficionado como para justificar las pifias recurrentes en la cancha, pero sí como para estar convencido de que esta temporada, como guerreros poetas, los jugadores lograrán arrancarse de la fatalidad y salvar la categoría. No exagero: guerreros poetas. Así de aficionado. Seguramente estará de moda ponerse la franela del equipo raro. Seguro habrá una pequeña corriente dentro de los excéntricos que buscan afiliarse con pasión a las causas perdidas como signo identitario distintivo. En otras palabras, hay quienes mamonean ostentando sus rarezas. No es mi caso. Pero aún así me justifico: irle al Gallo es convicción desde la adolescencia, cuando el estadio Corregidora parecía centro comercial semidesierto. Cuando todavía tenía que pedirle dinero a mis padres 43


para comprar el boleto, ya me enfundaba la desilusión que cada fin de semana nos ofrecían aquellos equipos sotaneros, nuestros equipos. Era una puesta en práctica de esa maldita frase resobada de Camus; o de una variante: todo lo que sé de la vida se lo aprendí a esos Gallos Blancos. II Y lo primero que aprendí es que hay que estar en buenos términos con el fracaso. No quiero decir que aprendí de un equipo de futbol itinerante a ser un hippie que abandona todo porque nada vale la pena emprenderse y mejor fluir con el cosmos. Al contrario: el Gallo Blanco educaba en los valores de la industria despeñada, del esfuerzo trunco por la fatalidad. Toda gambeta, parecían decir esas tardes sudando en la platea de sol, tiene un anverso, y es el tropiezo, la torcedura, el tapón decisivo, el gol en contra. Y ese anverso es formidable y cotidiano. Ahora bien, ¿qué fue primero, el Gallo o el fracaso? Esa es la pregunta. Le voy al Gallo porque le voy al fracaso y porque le voy al fracaso le voy al Gallo. Y así. Las enseñanzas de fin de semana estaban ahí y yo estaba tan dispuesto a escucharlas y hacerlas mías que no seguí el camino de mis compañeros: racionales, mandaron al carajo a esa bola de mediocres y se aficionaron a un equipo más afín a sus expectativas. No sabría decir cuál de los dos echó andar este idilio, pero tengo para mí que el fracaso y el Gallo son iteraciones de la misma fuerza natural: ese óxido del espíritu, esa entropía de las ilusiones. III Estamos a seis partidos de que concluya esta temporada. Los Gallos están, al momento, hundidos en el fango. Necesitan por 44


lo menos una victoria y un empate para sacar la nariz del lodazal y no morir indignamente ahogados. Uno, con ellos, aguanta la respiración. Y están ganando. Sacan empates donde no había nada; ganan partidos con un gol aislado y tres intervenciones milagrosas de los postes y el portero. Es decir, dan esperanza. Y uno, con ellos, se ilusiona. Pero también uno sabe que la ilusión es nuestro fango. Que, así como los Gallos hacen lo improbable y derriban las quinielas, así también repta por ahí ya el fracaso mimético, el que se pinta de los colores del azar y el mal destino. IV Quizá alguien ya lo dijo. Si no, habría que consignarlo: la afición es una pura insensatez y vísceras. Pablo Duarte — abril 2013

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Librerías —espacios que comercializan memoria e imaginación Los libros sólo se escriben para, por encima del propio aliento, unir a los seres humanos, y así defendernos frente al inexorable reverso de toda existencia: la fugacidad y el olvido. — Stefan Zweig

La única profesión que podría quizá parecerse a la del librero es la del agente de viajes. El oficio del librero exige tener un catálogo de viajes tan heterogéneo como cambiante. Aunque se especialice, digamos, en ciertos temas, autores, movimientos, el librero es el primero que sabe que cada libro es un mundo autónomo y que las diferencias entre uno y otro son inconmensurables. De esta forma, toda librería se construye a partir de tres valores fundamentales: el libro —algo ya no tan obvio—, la multiplicidad y el movimiento. En otras palabras, la personalidad o identidad de una librería se construye a partir de la cantidad, diversidad y rapidez de los viajes que el librero realice. ¿A dónde fue?, ¿qué libros consiguió?, ¿qué recuerdos desenterró?, ¿cómo arma el catálogo que nosotros —los lectores— tenemos que ir desarmando?, ¿con qué libros reemplaza las piezas del rompecabezas que nosotros nos llevamos? En las múltiples y cambiantes respuestas a estas preguntas está la personalidad de cada librería. 46


La librería vs. La biblioteca La diferencia principal entre una librería y una biblioteca es el mercado, es decir, el comercio de libros. Una biblioteca conforma un catálogo; una librería se deshace de él para conformar otro que terminará deshecho para formar otro que… El catálogo de libros de una biblioteca, así sea pública o privada, se transforma de manera lenta porque una biblioteca es, a fin de cuentas, un monumento: algo tan pesado y tardo como la Historia misma. Caso contrario, la librería es ágil, ligera: lo que quiere es no tener libros para tener estantes vacíos que rellenar. Podríamos decir entonces que el librero padece de una especie de bulimia editorial. Una librería articula la industria editorial: es la bisagra entre las editoriales y los lectores. O, si se quiere, entre las bibliotecas públicas y las privadas, pues muchas librerías nacieron afuera de las bibliotecas: «deje de rentar libros, mejor cómprelos». Las librerías como embajadas comerciales de imprentas y bibliotecas. Librerías ejemplares Así como los libros pueden clasificarse por autores, temas, géneros literarios, lenguas en los que fueron escritos, etcétera, podríamos formar arquetipos libreros para hablar de los rasgos generales de la personalidad de cada librería. He aquí ocho arquetipos de librerías: ocho visiones distintas de cómo comercializar libros. La librería espacio. Una librería donde lo concreto (el salón, el edificio) vale más que lo abstracto (las múltiples conversaciones que producen los libros). Es la librería como atractivo turístico: las visitamos no para comprar un libro, sino para sentir que estamos dentro de una postal. Aunque hay librerías dentro de espacios admirables (El Péndulo de Polanco, por ejemplo), no existen librerías de este tipo en el centro de México. La librería espacio ejemplar es 47


El Ateneo Grand Splendid en Buenos Aires, una librería dentro de un teatro. Es como si hubiera una librería en el Teatro Juárez o en el Teatro de la República: seguramente iríamos más a ojear el edificio que a hojear libros. La librería tiempo. Usualmente llamadas «librerías de viejo». De viejos libros, se entiende, pues casi siempre el cliente de estas librerías es un joven universitario en busca de un ejemplar barato, o un recién graduado cambiando todo lo que leyó en la universidad por unas cuantas monedas. Estas librerías tienen, pues, dos facetas: la de comercializar libros usados y la de ser anticuarios editoriales. La calle Donceles, en el centro del DF, está llena de este tipo de librerías. Los centros históricos de Guanajuato y Querétaro también tienen varias. La librería social. En estas librerías el diálogo no sólo es con los libros, sino, y sobre todo, con las personas alrededor de los libros. Librerías como espacios culturales. Estas librerías son como bibliotecas públicas con libros a la venta. O sólo como bibliotecas, a secas, pues en ellas se leen y discuten más libros que los que se compran. La librería del Fondo de Cultura Económica Rosario Castellanos en La Condesa es el mejor ejemplo de esto: es una librería que vende más cafés que libros (y libros vende bastantes). En el Bajío, lo más cerca que hemos estado de este tipo de librerías es El Faro de Alejandría, en Querétaro, cuando estaba en Circuito Jardín. La librería independiente. Son aquellas que basan toda su actividad en una certeza: un libro, cualquiera que sea, es una creación particularísima que no se rige por ninguna generalidad: todos los libros son sólo ejemplo de sí mismos. En otras palabras, el librero independiente distribuye libros de uno en uno. Son pocas las librerías que ponen toda su atención en cada uno de sus 48


libros —y por lo tanto en cada uno de sus clientes. Mencionaremos dos: la Casa de Lectura Profética en Puebla (que es también una gran librería social) y El Faro de Alejandría en Querétaro (ahora en Plaza Boulevares). La librería fetiche. La mayoría de las librerías, por lo menos en el Bajío, son eso: fetiches. O caprichos. O lugaresbienintencionados-que-distribuyen-cultura. Aunque la mayoría sean autosustentables, no son negocios. Venden libros, quizá incluso tengan a una que otra escuela como cliente y vendan entonces al mayoreo, pero nada más. El dueño o director o librero, oficios casi siempre encarnados en la misma persona, rara vez consigue un libro que le produzca de veras alguna emoción. Son librerías en el sentido que tienen libros qué vender, pero si un día el dueño se levantara y viera sus libros convertidos en helados, no tendría casi ningún problema en convertirse a su vez en heladero. La librería fetiche casi siempre termina siendo una librería genérica, común y corriente. Pequeñas bodegas de libros con un cajero a modo de librero. Un comercio más. La librería monoteísta. Al ser multiformes, todas las librerías deberían de ser politeístas. Pero no, hay algunas misteriosas que son monoteístas, es decir, que venden sólo un libro. Una librería comunista en el Beijing de los sesenta, por ejemplo, vendía sólo una visión del mundo: la maoísta. En el Bajío, nuestro monoteísmo no es social, sino espiritual; tenemos varias librerías cristianas o religiosas. La librería de librerías. «Librería de librerías»: suena muy profesional, y lo es, pero es algo común: son las librerías de cadena. Gandhi, El Sótano, El Péndulo, la mayoría de las librerías del Fondo de Cultura Económica. Algunas, obviamente, están mejor editadas que otras. Todas reúnen en un mismo espacio a 49


distintas librerías especializadas: la librería de viajes, la librería de fotografía, la gastronómica, la literaria, la infantil, la francesa, la inglesa… incluso ya la mayoría distribuye películas y discos. Son librerías genéricas en el sentido que congregan una y otra vez (en cada sucursal) exactamente las mismas singularidades. Eso sí, algunas logran distinguirse: la Gandhi por los precios que manejan, El Sótano por su sección infantil, El Péndulo por su edición literaria, el Fondo de Cultura Económica por la calidad de su catálogo y la Librería Nuevos Horizontes por ser queretana. La librería política. A través de la edición de su catálogo, todas las librerías conforman una visión política. Aunque existen librerías estatales (las Educal, la Librería Cultural del Centro de Querétaro), esta visión es cada vez menos clara; ya no existen librerías que funcionen como espacios de resistencia intelectual, y tampoco, por lo menos en el centro de México, librerías que tengan una agenda política patente y beligerante. (Aunque quizá, pensándolo bien, todas las librerías físicas son ahora espacios de resistencia intelectual.) Eduardo de la Garma de la Rosa — abril 2014

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La tumultocracia y la excesiva capacidad mediática

¿Cuántas fotografías vio alguien que nació en 1905 y murió en 1988? ¿Cuántas fotografías verá alguien que nazca hoy y viva 83 años? ¿Cambia esto al ser humano?, ¿altera sus capacidades sociales o su inteligencia? Abundancia irrelevante Durante los cien años que transcurrieron entre 1888 (el año en el que comenzaron a comercializarse las cámaras) y 1988, se tomaron menos fotografías en todo el mundo que las que hoy se capturan en un solo día. Es imposible saber cuántas fotos se toman hoy en 24 horas, pero tan solo en Facebook se agregan 100 millones de fotos nuevas cada día. Con la música ocurre algo similar. El concepto de pocos grupos o solistas con millones de discos vendidos y millones de seguidores parece disminuir mientras que bandas emergentes con 50 fans han sobrepoblado todas las regiones urbanas. Muchos ya no compran seis o siete discos al año de sus grupos favoritos: ahora hacen streaming de cuatro o cinco álbumes a la semana, con canciones que no conocen y que probablemente sólo escuchen una vez: hojear en lugar de leer. El total de usuarios de correo electrónico se estima en dos mil millones (casi el 30% de la población global). Sin contar 51


el spam (que representa el 90% del e-mail), cada uno de esos usuarios manda, en promedio, 16 correos al día. Hace apenas un par de generaciones, la escritura era un medio de comunicación usado sólo por expertos (secretarias, escritores, investigadores, académicos) que tenían que pensar antes lo que iban a escribir, quién lo iba a recibir y cuál era su objetivo. Hoy lo usamos todos, sin preguntarnos muchas veces qué estamos haciendo. ¿El resultado de esta masificación? Problemas de comunicación. Más errores que aciertos. Se hace evidente la dificultad para escribir —incluso redactar. Se hace evidente la educación formal de cada uno —o su ausencia. Análisis similares se pueden hacer de libros, revistas, televisión, video, etcétera. ¿Por qué todo esto, esta sobreabundancia, esta abrumadora democracia? Supongo que simplemente porque ahora casi cualquiera tiene acceso a medios y exposición. La línea entre los principiantes y los profesionales se está borrando en algunos casos (Flickr, por ejemplo). El proceso de tener un mensaje y luego comunicarlo a través de un medio se ha invertido. Ahora, primero hay medios y luego mensajes. Los medios incitan a contribuir con ellos a través de imágenes, textos o sonidos. Así, no importa si alguien no tiene algo que decir: ¡el medio lo demanda!, así que dice o hace cualquier cosa. Esto, más que aportar a una conversación «global», consume energía innecesaria de los lectores. Del cuarto oscuro al Instagram El apreciado balance entre calidad y cantidad parece haberse distorsionado repentinamente. El blog, el MP3, el JPG y el podcast han reemplazado al periodismo serio, a la alta fidelidad y al fotógrafo profesional. Algo mucho peor: el consumidor no 52


lo ha notado… y si lo ha notado no le importa mucho: los valores económicos están por encima de los valores intrínsecos de cada medio; importa más la rapidez que la veracidad. El producto ha superado a la idea. Para producir calidad sobre cantidad se requiere mucho más que iniciativa y un dispositivo movil —aunque hay genios cotidianos sueltos por ahí, incapaces de interpretar su inteligencia dentro de un contexto saturado o mediocre. Escribir no es picar teclas. Fotografiar no es disparar a la menor provocación. Editar no es usar filtros. El medio ha dejado de ser suficiente. Ni siquiera un mensaje auténtico es suficiente. Se necesita demanda, demanda de calidad, y eso, creo, es cada vez más difícil de encontrar. Jacobo Zanella — julio 2011

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Tener un Cineclub —entrevista a Gabriel Hörner

En octubre 2014, el Cineclub del Museo de la Ciudad de Querétaro cumplió 20 años. A propósito de este aniversario, entrevistamos a Gabriel Hörner, director del museo y principal impulsor del proyecto desde 1994. Podríamos decir que el Cineclub es Gabriel: él ha sido el motor de la idea, ha puesto infinidad de veces el proyector, los DVD, las relaciones con cinetecas y mucho más para proyectar cientos de películas que de otra manera no hubiéramos podido ver en la ciudad. ¿Con qué película comenzó el Cineclub del Museo de la Ciudad? La primera proyección fue en el auditorio del Museo Regional, el 2 de febrero de 1994, una copia en 16 milímetros de Las noches de Cabiria de Fellini. Llegaron poco más de 400 espectadores. ¿Cuál era el panorama cinéfilo de Querétaro en 1994? ¿Cómo ha cambiado después de 20 años? Ha cambiado mucho. Justamente en 1994 se privatizaron los cines COTSA —la compañía estatal que manejaba casi todos los cines del país— y eso aceleró su decadencia: casi todos acabaron en cines porno. En Querétaro quedaban cuatro cines COTSA en el centro y había tres Cinemas Gemelos de la Organización Ramírez (que luego se convirtió en Cinépolis). Incluso como 54


cartelera comercial, el panorama era muy pobre. El único refugio del cinéfilo en esa época eran los video clubs, que para entonces ya no tenían un catálogo tan amplio como cuando empezaron, a mediados de los ochenta. Ahora es muy diferente, por un lado cada vez hay más pantallas comerciales y por otro puedes acceder a casi cualquier película desde tu computadora. ¿Cuál es la diferencia entre el buen y el mal cine? ¿Qué películas definitivamente no se proyectarían en el Cineclub? El propósito del Cineclub es ofrecer al público otras opciones a la cartelera comercial y promover películas con valor artístico o histórico o con algún otro tipo de interés. Me resultaría muy difícil establecer una diferencia entre el buen y el mal cine a la hora de programar. En términos estrictamente históricos toda película es importante, aunque sólo sea por el hecho de que retrata su época de una u otra forma —esa es un poco la idea detrás de las cinematecas y los archivos fílmicos. No se me ocurre qué películas definitivamente no programaría; si algún título malo, digamos, fuera relevante al tema de un ciclo, no dudaría en ponerlo; o incluso un ciclo completo programado con criterios distintos a la calidad. Hace unos años programé un ciclo de comedias de los ochenta y, un poco para que no pensaran mal de mí, le puse «Cine de horror de los ochenta». Eran bastante malas casi todas, pero el valor nostálgico era muy alto. Fue un ciclo muy exitoso. Podría decir que no programaría películas aburridas, pero ese también sería un buen ciclo: «Las películas más aburridas de la historia» (y ahí lo divertido sería poner títulos muy prestigiosos). Otro factor es que no nos dirigimos a un público homogéneo sino a públicos muy diferentes. Desde hace un tiempo, procuro que el Cineclub tenga otros programadores para atender esta 55


diversidad y ofrecer un servicio más amplio. Los lunes por la tarde, «Otro Cine Querétaro» programa películas de carácter social y político, y por la noche Manuel Oropeza ofrece un programa extraordinario de ópera en video. Los martes ponemos la programación, digamos, oficial, que en su mayoría es cine de autor. Los miércoles son para el «Freak Show», un grupo de jóvenes interesados en el cine de culto. Y también están los ciclos que se programan en el Cine-Teatro Rosalío Solano y otros que solicitan escuelas o instituciones. ¿Cuál ha sido el ciclo más exitoso? Hemos tenido bastantes, veinte años son muchos años. Recuerdo uno de cine de horror extremo que tuvimos que mover a una sala más grande porque el público ya no cabía. La última película del ciclo era Ichi, el asesino en función de medianoche; había personas sentadas hasta en el suelo. Otro que funcionó muy bien era de clásicos excéntricos del cine norteamericano, que iban desde La emperatriz escarlata hasta Miedo y asco en Las Vegas, pasando por Pink Flamingos y Eraserhead. ¿Cuántas películas se han proyectado sin absolutamente nadie en la audiencia? Tiene que llegar por lo menos una persona para que se proyecte la película; no recuerdo ni una sola función cancelada porque no llegó nadie. Uno o dos por lo menos sí llegan. A veces se suspende la función porque se van todos antes de que se acabe, eso sí. Me gusta cuando programo cosas que exigen mucho del espectador, en tiempo o complejidad. Hemos hecho varios maratones; el primero fue una función continua de Berlin Alexanderplatz, la serie de televisión de Fassbinder de 15 densas 56


horas de duración. La proyectamos en el auditorio de Bellas Artes en una copia en 16 milímetros. Al principio estaba llena la sala, al final quedaban como 25 personas. En ese tiempo todavía había prostitutas en la Plaza Constitución, y como regalábamos café y empanadas, en los intermedios se juntaban en el vestíbulo y entraban a ver a las prostitutas alemanas de la República de Weimar… fue muy especial. ¿Tiene el Cineclub alguna pretensión social; crecer la audiencia, motivar ciertas conversaciones, reunir distintos grupos de personas? Siempre ha cumplido una función social importante. El Cineclub amplía horizontes, crea conciencia, crea comunidad. Durante muchos años estuvimos exhibiendo películas y series de televisión en la cárcel de San José el Alto con frecuencia semanal. Les mandábamos cuestionarios encaminados a que reflexionaran sobre sus vidas a partir de la selección de películas que hacíamos. Nos daban una libertad increíble, podíamos programar lo que quisiéramos. (Fue la época en que producían musicales adentro.) Ahora me gustaría trabajar en asilos de ancianos: aunque tienen televisiones y reproductores de DVD, es difícil que accedan a las películas que vieron en su juventud; creo que eso podría darles mucho placer. Recomiéndanos un ciclo de películas infalible. Lo que sea de Alfred Hitchcock. Godard dijo alguna vez que las películas que Hitchcock realizó para Universal Pictures eran tan importantes en la historia de la civilización como la Capilla Sixtina, con la diferencia de que aquéllas habían sido vistas por decenas de millones de personas y ésta por un número mucho más reducido. Es algo infalible, Hitchcock siempre te llenará la 57


sala y no estás haciendo ninguna concesión. La última vez que lo programé llegó un público muy joven a verlo. Cuando pasamos Psicosis, no tenían ni idea de que asesinaban a la protagonista a los quince minutos de empezada la película. Fue muy emocionante ver su desconcierto y envidiarlos. ¿Qué no daríamos por recuperar esa sorpresa? Billy Wilder también es infalible pero el público novel no lo ubica tanto como a Hitchcock. ¿Cuál ha sido tu motivación a lo largo de estos años? Cuando era niño, y a pesar de que en mi casa se iba mucho al cine, siempre quería ver más películas, pero el principal obstáculo era el costo de las entradas. Para el niño que fui, una función de cine gratis era la dicha absoluta; a lo mejor por eso me he pasado la vida organizando funciones gratuitas. Mauricio Sánchez — octubre 2014

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Los hombres demediados y el término unisex

Los hemos visto pasearse como iconos pop, en las semanas de la moda de París y Milán. Ahí andan desafiando las costumbres milenarias para perderse en la cultura contemporánea, en el arte transgresor y los libros de medicina y biología. Se valen de la ilusión óptica, de la evolución sexual y la ambigüedad. Esos seres andróginos donde Eva es Adán y viceversa. Las figuras andróginas han sido parte del ser humano a lo largo de la historia. Las creencias medievales de un ser con un cuerpo mitad hombre y mitad mujer, las investigaciones biológicas del hermafroditismo, la ambigüedad oriental, las supersticiones religiosas y paganas; con la llegada de los medios de comunicación y la plastificación de las artes, Madonna y su ambigüedad erótica, la revolución sexual obligada, la transformación de Michael Jackson, Annie Lenox y sus trajes, David Bowie y el futurismo o Boy George y los sombreros, la aceptación masculina de la metrosexualidad, el término unisex y el ideal dosmilero de belleza. Ahora, los hombres se pasean como esqueletos con siluetas indecisas y las mujeres asumen el cargo de ser una figura masculina fuerte e independiente. La androginia como moda cultural o, quizás, un vistazo a la sociedad del próximo siglo. Pero, más allá de las definiciones de Vogue y el fenómeno 59


social, debe existir un concepto más profundo sobre la idea de un ser que es, a la vez, hombre y mujer. Quizás, la semilla clásica del concepto. Platón, en El Banquete, acuña el concepto de un ser andrógino como un animal que reunía el sexo masculino y femenino. Estos seres, como metáfora de su fisonomía, tenían formas redondas, la espalda y los costados colocados en círculo, cuatro brazos, cuatro piernas, dos fisonomías, unidas a un cuello circular y perfectamente semejantes, una sola cabeza, que reunía estos dos semblantes opuestos entre sí, dos orejas, dos órganos de la generación, y todo lo demás en esta misma.

Después, Platón relata cómo los animales andróginos retaron a los dioses al tratar de subir al Olimpo y recibieron, como castigo, el corte de sus cuerpos y órganos en dos mitades iguales: de aquí procede el amor que tenemos naturalmente los unos a los otros; él nos recuerda nuestra naturaleza primitiva y hace esfuerzos para reunir las dos mitades y para restablecernos en nuestra antigua perfección. Cada uno de nosotros no es más que una mitad de hombre, que ha sido separado de su todo, como se divide una hoja en dos. Estas mitades buscan siempre sus mitades.

El amor como esa eterna búsqueda de la otra mitad, de la perfección humana que va más allá de un sexo débil y uno fuerte. La androginia que no es un frágil modelo masculino con una falda de Marc Jacobs. El concepto como una metáfora del romanticismo, la búsqueda de tu otra parte; el mundo como un espacio plagado de demediados en busca de la perfección platónica. 60


Sin embargo, el concepto de andrógino en su sentido literal rara vez podría ser utilizado en la cotidianidad. La palabra androginia denota a un hombre (o mujer) que en su vestimenta, fisonomía y modismos recuerdan más al sexo contrario. Esto crea una superposición indeterminada del repertorio social sobre lo que es masculino y femenino. Difícilmente el hombre moderno podría concebir la idea de un ser redondo con el doble de órganos; mucho menos la aceptación de que existe algo que es todo. Probablemente, el único acercamiento real al concepto que propone Platón sería Genesis y Lady Jaye. Genesis P. Orridge, músico británico conocido como el padre del movimiento Industrial e integrante de grupos como Throbbing Gristle y Psychic TV, fue en los sesenta y setenta una de las figuras más prominentes de la escena alternativa de Nueva York. Para el 2003, Genesis había conocido a Jacqueline Breyer (Lady Jaye). Juntos emprendieron un proyecto que podría explicarse como la transformación de sus personas en una sola o, más bien, en dos que son una. En el documental The Ballad of Genesis and Lady Jaye (2011), Genesis justifica su obra: Ustedes saben cómo es, amas tanto a una persona que eventualmente hay un momento en el que quieren consumirse en uno mismo y dejar de ser individuos separados. Nosotros quisimos alcanzar eso, no sólo hablarlo sino vivirlo.

Así, los enamorados se sumergieron en siete exhaustivos años de cirugías plásticas que incluyeron implantes de senos, operación de nariz, labios, lifting y un sin fin de transformaciones a sus cuerpos para dar como resultado dos personas que son espejo. Él es ella y ella es él, y entonces son uno solo. 61


Lo más seguro es que todo suena a una locura con ninguna justificación lógica, pero, visto desde la definición del amor que presenta Platón, la pareja se convierte en la perfección del romanticismo: el hombre y la mujer que se aman al punto de querer ser uno mismo y conseguirlo. Dos mitades platónicas que se encuentran; el concepto de alma gemela llevado a la práctica. Genesis y Lady Jaye posan en las calles de Nueva York como dos gotas de agua idénticas. El cabello rubio y largo, los zapatos de tacón, el escote, los tatuajes, la cara, el maquillaje; uno es la réplica del otro. Incluso después de la reciente muerte de Lady Jaye, Genesis habla en entrevistas utilizando la primera persona del singular. Un vocabulario lleno de «nosotros», ayudado por los modismos femeninos, hace creer que ella sigue viva, ahí, dentro de ese ser andrógino. Probablemente, la eterna y recientemente explotada obsesión con la androginia tiene su origen en la búsqueda emocional que expone Platón en El Banquete. Los hombres de cabello largo, las mujeres con traje-sastre, la delicadeza del hombre moderno, la liberación femenina y los modelos de anuncios publicitarios de marcas italianas se convierten en consecuencias necesarias que el ser humano utiliza para estar completo; dejar de ser un demediado para fundirse con la otra mitad: el ser amado. Luis Bernal — julio 2011

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El ruido de los otros

En los primeros años de la era cristiana el filósofo Séneca escribe una epístola a Lucilio y hace un recuento de los ruidos urbanos: los gemidos de los atletas que entrenan bajo su casa, el cantante que berrea en el baño, la interminable conversación del barbero, los gritos de vendedores ambulantes y el rumor de los carros que pasan. Después da un consejo de estoicismo para los intolerantes al ruido urbano que huyen al campo: el verdadero escándalo lo lleva un alma con desasosiego a donde quiera que vaya. • He vivido en varias zonas de Querétaro, cada una con sus particularidades sonoras: el ferrocarril y el agua del río en Calesa. La voz de Jorge Ben con «Ela vem chegando e feliz vou esperando» anunciando a una empresa de gas en el centro. La fiesta de unos loros prófugos de la sierra que se refugiaban en un nogal en Jardines de Querétaro y ahora, en El Refugio, son los zanates los que me acompañan siempre. En todas esas colonias estaba el ubicuo sonido de los autos. • 63


Ahora se cumplen 10 años del lanzamiento de Pop street sound, el disco de Jorge Govea (aka Wakal) que le puso ritmo electrónico a acordeonistas, merolicos, gritones y charangueros errantes del DF. Un homenaje a todo eso que aisladamente puede parecer contaminación auditiva. En una línea de Accordion Lover, uno de los sencillos, se escucha «Hey, I hate the way you fucking talk, your voice is pissing me off». El fin de la paciencia. • En la ciudad me gusta la calma pero me entedia el silencio puro. Yo no quiero una ermita intelectual en San Dónde Sea ni en Coyotepec. Prefiero la presencia gentil de los demás, el vaso que se rompe, el murmullo de las voces bajas, el sonido de otra puerta que no sea la mía. Esa convivencia aislada me reconforta, me da un tipo de felicidad. Hoy repito unas líneas de Fabio Morábito, un especialista de la vecindad con reservas: «No quiero, pese a todo, / muros gruesos, / tan gruesos que no oiga / el silencio de los otros». Antônio Cabadas — octubre 2013

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De Calle Pez al cerro de Sangremal —repaso a recorridos urbanos

Antes de irme a Madrid solía moverme en un espacio en concreto. No sufría de las displicencias del colectivo, no tenía necesidad de experimentar rutas, me faltaba valoración urbana, energía para estimular mi cuerpo y, sobre todo, sensibilidad al movimiento. Tenía un Topaz ’82 que se llamaba Miguel Ángel. Gastaba mucha gasolina, se descomponía mínimo una vez por mes, tardaba en encender y le faltaba una placa. Le tomé mucho cariño a Miguel Ángel porque me transportó miles de kilómetros: del Sangremal a La Cañada, de Juriquilla a Tejeda, de una fiesta a otra siempre protegidos por una luz luciferina. Alguna vez El Coronel me propuso llevarlo por barco a Madrid. Llegaría a Barajas después de un tormentoso viaje con escala en Ámsterdam, lo recibirían en aduanas y lo conduciría suavemente desde el aeropuerto hasta mi piso en Calle Ercilla. Lo tendría por ocho años más, recorreríamos Cantabria y el País Vasco cuando en un viaje a Yugoslavia me dejaría tirado sobre la carretera. En un impulso de ira lo vendería a unos macedonios por 60 euros. No sabría nada de él hasta diez años más tarde, en un café de Nueva York; abriría el periódico y en primera plana aparecería Miguel Ángel montado por docenas de revolucionarios mongoles. Celebrando la victoria, anunciando el nuevo imperio. Era un final digno para Miguel Ángel. Sin embargo, cuando volví a 65


Querétaro lo vendí y ahora sólo espero que esté en algún desierto encabezando a los bárbaros de alguna región olvidada. Cuando comencé a planear mi partida a Europa pensé en miles de cosas que podrían sucederme, profeticé enfermedades, imaginé triunfos y estaba embebido con la sensación de cambio. Era un hechizo. Todo parecía ir tomando forma. A los dos días que llegué comprendí, mientras viajaba en tren ligero, que no iba a conducir por mucho tiempo. Me sentía feliz. Compré abonos mensuales para el metro y descubrí después de un mes que no importaba a dónde me moviera, siempre terminaría caminando. Caminar era la nueva consigna, no importaba la hora, el clima o los zapatos. Tuve varias rutas, pero mi favorita sin duda fue la que tomé por dos años seguidos. Vivía en Embajadores, cerca de Atocha, en Calle Ercilla, justo arriba del teatro La Cuarta Pared. Salía del piso y doblaba en la panadería, de ahí hasta los kebabs, y ese camino llegaba a la glorieta. Subía por Lavapiés, en donde casi siempre me detenía a beber un café, hasta Tirso de Molina. Cruzaba la plaza y bajaba por Carretas hasta Sol, Callao, Gran Vía y de ahí hasta Plaza España. Después tenía que cruzar y subir algunas calles más para llegar al trabajo. Era un camino lleno de neón, ruido, caos y belleza. Algunas veces subía por Montera para ver a las prostitutas polacas o rumanas. En verano me desviaba por Plaza Santa Ana y de ahí callejeaba por el Barrio de las Letras. Siempre había fiesta y risas. El calor lo hacía todo más eléctrico, más inclemente. Pensaba que en algún momento del día me uniría a ellos y celebraría hasta el amanecer. ¿Qué celebraríamos? Cualquier cosa. Un día soleado era más que suficiente. La mejor experiencia era en invierno. El vaho me parecía un lujo. Era cuando más latinoamericano me sentía. Fumar por Calle Pez hasta el bar Palentino y subir de rigor a Malasaña para tomar una copa en el Garage Sónico o en la Vía Láctea. Caminar a otro 66


bar en Chueca y comprarle una cerveza a un chino sobre Montera. Y así, toda la noche, de un lugar a otro. Sacando y poniendo bufandas, guantes, abrigos. Un baile de guardarropas nocturno en donde el alcohol y el frío son dos grandes aliados. Al llegar a casa traes una chaqueta que no es tuya, aúllas en el balcón y fumas el último cigarrillo viendo cómo amanece y cómo todos salen a sus trabajos o a sus colegios. Fue el primer flâneur de mi vida, mi spleen; por fin era un noctámbulo. Extraño muchas cosas de mi experiencia allá, pero caminar es la que más me hace falta. Volví a Querétaro después de casi cuatro años en los cuales jamás tuve problemas para trasladarme. Era más delgado y tenía mejor condición física a pesar de todo el alcohol y las drogas que consumí. Renté un departamento en el centro, en Felipe Luna. Bautizamos el lugar como Villa Oporto ya que después llegaron a vivir ahí mismo mi chica y dos neónidas (Saúl Galo y El Coronel K). No iba a vivir en otro lugar que no fuera el centro de Querétaro. Además Villa Oporto tenía una ubicación privilegiada. Para llegar a mi trabajo tenía que salir por Felipe Luna hasta la 5 de Mayo y bajar a Plaza de Armas. De ahí tomaba el Andador Libertad hasta Jardín Zenea y me iba por la izquierda para agarrar Madero. Pasaba la fuente de Neptuno y el Jardín Guerrero, topaba con Ezequiel Montes, compraba una empanada de jamón recién hecha, cruzaba hacia Avenida del 57 y llegaba radiante a la escuela. Caminar muy temprano en el centro puede ser una experiencia revitalizadora. Regresar de Madrid y tener esa nueva ruta no estaba nada mal. De nuevo todo parecía acomodarse hasta que me fui a vivir al campo; el auto es de suma importancia para moverme de un lugar a otro. Salir del centro fue extremo y estar en la montaña me ha vuelto estático. La naturaleza, a diferencia de las ciudades, me produce quietud, estadía, hermetismo. No me gusta enfrentarme a 67


la naturaleza; me impone su fuerza, y sus misterios no es algo que quiera descifrar en estos momentos. Podría decirse que lo que más añoro es caminar, pero en la ciudades. El urbanismo me parece ágil, dilatado, posiblemente un extraño gusto; aunque bien estilizado. Pronto regresaré a la ciudad, es inevitable. Extraño las distancias, el concreto, los gatos callejeros y los mercados, entre otras cosas. La última vez que tuve una experiencia flaneurística en Querétaro fue con mi buen amigo El Coronel. Se dice que los jueves en esta ciudad son peligrosos, y es cierto. Comenzamos a beber unas cervezas y de ahí comenzó una marcha que terminaría hasta las seis de la mañana. Con nosotros estaba Saúl Galo; en ese entonces pintaba los murales de Villa Oporto, donde El Coronel aún vive. A las cuatro de la madrugada El Coronel nos invitó a su ruta nocturna. Era a pie. En un principio Galo y yo nos sentimos cansados pero, con la persistencia de un gitano ebrio, El Coronel nos convenció para partir. Tomamos Reforma y, entre andadores, casas místicas, templos paganos, mujeres atrapadas en sótanos, aullidos de coyote, demonios barrocos, desconocidos vampíricos y fuentes secas, el efecto de la noche se apoderó de nosotros. Terminamos bailando una marcha kgargariana en las cornisas de Santa Rosa de Viterbo. La ciudad había tomado posesión de nosotros. Era un ritual magnífico. La fuente danzante estaba apagada y se convirtió en una plataforma espacial. La nave estaba a punto de despegar. Un vagabundo se nos unió desquiciado y hubiéramos en ese momento quemado muebles y libros al centro de nuestra danza. Estábamos dispuestos a rendir culto a la oscuridad, hacer una hoguera, bailar alrededor de ella hasta desvanecernos, entregarnos a la noche y dejar que la vida y la muerte tomaran tranquilamente su curso. Horacio Lozano W — octubre 2012 68


Proyectos potenciales e inacabados

Crezco intuyendo, de la misma forma que busco, ordeno y construyo una biblioteca.

Una biblioteca es un ejercicio de geografía Mi primer trabajo fue en una biblioteca. Aprendí la técnica desusada de predeterminar criterios para la búsqueda de información gracias a los rudimentos de las tarjetas bibliográficas de un inmenso fichero de madera, que atesoraba los datos de autor, título, editorial, índice temático y clasificación para los treinta mil volúmenes ahí contenidos. En la era pre Google, había que pensar si el tema «fuga de cerebros» lo buscabas como tema de Sociología o Neurología, sencillamente porque las áreas del conocimiento eran secciones distintas dentro de la biblioteca. No es lo mismo ir a buscar un libro en el librero 1 que en el 56. No puedes cometer esos errores cuando localizas por fin un estante, usas la escalerita para treparte, apenas alcanzas el empolvado libro y, cuando por fin ves el índice temático, decides que mejor no, que la fuga de cerebros es la que a ti te acaba de pasar, porque ese libro habla de cerebros demediados. Las bibliotecas son una experiencia espacial. La organización de los temas, de los autores, de sus filias y fobias es un asunto 69


de geografía, aunque ésta se contenga en tres metros cuadrados. Aunque se tengan sólo cincuenta libros por acomodar. Erigir una biblioteca implica tomar decisiones de orden y posicionamiento. ¿Colocas primero los libros de referencia o los colocas al último? ¿Divides por género o por autor tus libros de literatura que contienen ficción, poesía, teatro? ¿En tu sección de narrativa universal, que no separas por país, pones adyacentes a Baricco con Bernhard aunque sean de siglos disímbolos? ¿Se merecen ir juntos Bolaño y Benedetti? ¿Colocas primero Temporada en el Infierno de Rimbaud o sus Obras completas? ¿Dejas a medias un estante y comienzas hasta el siguiente para marcar la diferencia entre teatro y narrativa? Decisiones infinitas en espacios finitos. Los libros no son sagrados a priori, las bibliotecas tampoco Una anécdota solita podría explicarlo todo (creo): un día, por razones condominales, entré a la casa de los vecinos. Me pasaron a su estudio para explicarme unos documentos y fue inevitable apreciar que en esa habitación había un solo objeto: un estéreo muy noventas, grandotote, pero que tenía en la parte de arriba, en un atril de madera labrada, un Quijote abierto a la mitad. Fue el único libro que vi en toda la casa. La novela que inventó la novela tratada como si fuese la Biblia. Porque vamos diciendo de una vez que Biblias sí he visto muchas, a la entrada de las casas, abiertas, mostrando a los visitantes que ese libro es sagrado para sus habitantes. Y yo sigo sin entender por qué habría de tener la función de escaparate uno de los objetos que se supone que tan íntimamente rigen la conducta. Yo no creo que por tener el Quijote en un atril mis vecinos sean ni más ni menos cultos, como tampoco creo que las familias que tienen 70


Biblias abiertas en las salas de sus casas son más o menos piadosas que otras que no las tienen. Los libros inmanentemente no traen sabiduría ni te hacen más o menos bueno. Por más libros de gran formato que tengas en tu mesita de café, éstos no te hacen más conocedor del mundo visto en avioneta ni te hacen más defensor de los grupos étnicos en África. Conozco personas que compran libros de Taschen de la misma manera que quieren que se vea el Lacoste de su camiseta o el Polo en la ídem. Pero la diferencia es que todo el mundo ve un libro y por ser libro ya creen que Carlitos debe ser muy culto, que qué excelente persona es aquella que privilegia los libros. Y son esas mismas personas las que creen que un cartel con Anahí diciendo «Lee» le va a hacer un gran beneficio a los adolescentes mexicanos que nunca leen. Portar un libro, tenerlo en tu casa, o tener cien mil libros no te hacen, por ósmosis, más letrado. Como dirían mis amigos: si lees se nota; pero ojo, #enti. Los libros y los niños Hay escuelas que creen que deben tener bibliotecas porque así los papás van a pensar «esta escuela sí fomenta la lectura, hay que inscribir aquí a nuestro hijo», y resulta que en sus estantes sólo pulula Julio Verne en ediciones de treinta pesos y El retrato de Dorian Grey en ediciones Fontamara; el Mío Cid, el Ramayana y Gargantúa y Pantagruel en resúmenes de veinte páginas. Leer un resumen no es leer un libro; leer Las joyas de la literatura universal no tiene sentido si no hay un contexto y, para mejor clave, si la biblioteca de la escuela de su hijo tiene una edición de franquicia de Disney o de Barbie, no les interesa su hijo. Sáquelo de ahí. He recorrido todas las librerías de nuestra ciudad desde hace tiempo. He visto ir y venir a muchas y desde hace tres años he 71


estado embarcada en decidir cómo armar una biblioteca sencilla y honesta para mi hijo Pedro, cuyos libros han ido evolucionando con él. La mayoría de las librerías parten de la premisa de que los niños son tontos o que se necesita sobrestimularlos para que les gusten los libros. Los libros, para ser interesantes, deben ser relevantes para sus lectores. Eso no significa que tengan peluche por fuera, ni que deban tener pitidos. Tampoco significa que deban tratarse a fuerza de vampiros si son para adolescentes, ni que tengan que tener un dinosaurio como personaje. Aunque no sepan leer, los niños deben gozar palabras y no estímulos, o, en todo caso, entender que el estímulo es la palabra. El goce del libro estriba en el acto de abrir un objeto con hojas bidimensionales que con cariño te acerca por unos minutos a papás y no un objeto que casi suplanta a una nanny porque lo mantiene embobado y fuera de tu atención durante los quince minutos de canciones y brillitos que le ponen. A modo de epílogo Las bibliotecas son sólo aptas para fetichistas. Son siempre proyectos potenciales e inacabados. Recién leo que Ángeles Mastretta no tiene biblioteca y que deja que sus libros crezcan por ahí, en los rincones. En una de esas, sigo su ejemplo, y así dejo de escuchar la famosa pregunta: «¿y ya los leíste todos?». Julieta Díaz Barrón — octubre 2011

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Nuestra vaguedad esencial

Conocemos sólo a través de lo que ya está en nosotros: cuando Borges leyó sobre la estepa en Dostoievski, reconoció su pampa. Idéntico impulso explica que visitemos el fin del mundo: tras los balbuceos, resulta que lo hacemos para tropezar con algo que vagamente intuíamos en nosotros y cuya concreción verbal se nos escapaba; el descubrimiento consiste en apresar esa intuición en un bloque limitado de palabras luego de reconocernos en algo o alguien. Así como en los viajes, mientras leemos comprobamos cuánto hay de nosotros en la Antigua Grecia, cuánto de nosotros tributa en las tierras nórdicas, cuanto en alguna tradición de la que nos pensábamos completamente ajenos. Y sólo en la medida en que entendemos que lo visible lo es porque ya existe en nosotros es que, reflejados, percibimos nuestras líneas. De otra forma, un alma primera necesitaría de un alma segunda para conocerse, y ésta de otra más; si, en cambio, nuestro espíritu se refleja en cada una de las cosas que roban su atención, podemos seguir la pista de nosotros mismos. Una biblioteca es, en tanto refleja las aficiones de su compilador, la cartografía de un alma particular. Los ríos que se deslizan por el centro de cada espíritu encuentran su correlación exacta en la selección bibliográfica. Nuestra filia por cada tomo, débase a la respiración de sus páginas o al sabor de su nombre, o la 73


fobia que lo eligió como uno de nuestros enemigos dilectos, representa una parcela de lo que más profundamente somos. Tan salvajemente se relaciona la configuración de la biblioteca a nosotros que, en realidad, ha sido cada tomo el que nos ha encontrado: es una nota que nos habita y a la que estamos ligados desde siempre. Su sumatoria, la orquestación de esas notas —un singular constituido por singulares, un sistema de sistemas que se interrelaciona y se torna infinito en su incesante mutación—, será la edición que cuidadosa o descuidadamente, según seamos, dará testimonio de lo que fuimos: los mudos libros que contienen formas notables, de tal o cual suerte dispuestos en una biblioteca, compondrán otra forma nueva: la de nuestra vaguedad esencial. Así como la biblioteca configura lo que tenemos de singular con respecto al todo, también menta lo que tenemos de humanos. Toda biblioteca trata sobre una colección de asombros que se vuelven contorno, arquetipos de algo: en tanto lo reconozcamos, nos perteneceremos. Participamos de la telaraña de sueños que ha gobernado a los hombres cuando en nuestra biblioteca hibernan un Homero o un Rulfo, un Montaigne o un De Quincey, cuando abrevamos de los limitados temas que nos han bastado siempre: la eternidad está englobada allí porque el resumen de todo lo que pueda ocurrir y sus ecos reverberan silenciosamente entre los tomos. Será en la biblioteca bañada por todas las épocas y estéticas donde veremos la constelación de los hombres y nos reconoceremos entre ellos. Si el Espíritu habita en cada cosa, como dicta el panteísmo, una biblioteca muestra el modo en que su compilador participa del Espíritu, y en la medida en que nos reconozcamos en el Espíritu, seremos el Espíritu; en tanto nos manifestemos en Virgilio, Virgilio será en nosotros. 74


Seductora, cada biblioteca lo es sutilmente porque promete la felicidad de ser otros y serlo en todas las épocas, y al tiempo la de ser radicalmente nosotros. En su condición de larva que eclosiona ante el roce de los ojos, sus tomos habitan la impiedad del silencio, tendiéndonos sigilosamente los recuerdos de la humanidad, su conversación del hombre que ya fue añejada por las lunas. Dormida en los estantes, tatuada con símbolos preciosos en cada una de sus mil y un caras, la biblioteca hiberna paciente hasta que nos miramos en alguno de sus mutables espejos: en ella definimos lo que nos es propio y encontramos también el legado de los nuestros: participamos así de la serena memoria de los muertos. Jorge Degetau — octubre 2011

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Una nota final

Siento que me han tomado de un brazo y arrastrado a un velorio, que me encomendaron dar un discurso fúnebre, un encomio. Es eso o que no sé del todo qué es un epílogo. Lo extraño es que hablo y, entre los festivos dolientes, nadie me mira, ninguna mirada censora o escrutadora. Como si el legado del difunto fuera tan patente, tan indiscutible, que las palabras favorables o infames son indistintas. De eso se trata esta antología: que el ahora difunto elige, confiado, qué de su vida le ha parecido más destacable; nos deja un hilo para seguir y encontrarnos con el resto de su obra. Sirva este símil para decir la otra cosa que podría honrar al ausente: su voz era polifónica y diversa, como una benévola medusa. Y yo, como una de las tantas cabezas de la criatura, siempre encontré sitio para decir lo que me viniera en gana; igual que los otros, y las otras. Se queda lo escrito, se ausenta su voz futura, su discontinua y bimestral espontaneidad. Creo que soy el más y el menos indicado para escribir un epílogo para Sada y el bombón. Pasa lo mismo que me pasaba antes, cuando llegué a la revista; algo como entrar ingenuamente a un bar y descubrir que toda la concurrencia está enfrascada en una pelea a puño limpio, que por aquí o por allá vuelan vasos y sillas. Yo entré, pegué un par de puñetazos francos, a lo mejor solté alguna patada mal dada y un par de zapecillos. Luego di la vuelta 77


y me fui sin saber de qué trataba todo ese zafarrancho o cómo terminaría. Ahora ha terminado y no sé el por qué, ni es mi deber averiguarlo. Si no le gusta la escena de la pelea, sustitúyala por una orgía. Igual si le parece impropia, quédese con un coro de ángeles, una discusión en la Cámara de Diputados o El Club de la Serpiente; todo se vale y todos los temas están —y estaban— en nuestra jurisdicción. Nunca se lo dije a los editores —a Sé, taller de ideas como un abstracto—: yo llegué a Sada y el bombón porque alguna vez mandé un correo estando de viaje y no sé de qué manera acabó en las manos de Eduardo, el editor. Cabe señalar que es mi amigo y, quizás por eso, me invitaron a participar en la revista. En esos tiempos yo odiaba mi otro trabajo, visitaba unas horas el taller, un par de días a la semana, escribía un rato y me iba; bien a bien, no sabía de qué se trataba todo eso. Iba para entretenerme, para ejercer el breve gozo de escribir, borrar, volver a escribir y luego pensar si podría haber sido mejor, distinto; salir de ahí con un nuevo entusiasmo, darle continuidad mental a lo escrito, volver unos días después, abrir la computadora y seguir. Terminar algo y empezar algo nuevo. Para mí así era la revista, y así pienso que eran sus lectores —los que la esperaban, o iban a buscarla, y los que la encontraban en algún lugar, por azar, sin siquiera quererla. Abrirla, leerla o pasar de largo; terminarla, guardarla o tirarla y, un tiempo después, volver a encontrarla renovada con el mismo nombre. Lo mismo podía leer o escribir acerca de Juan Gabriel, partidos de futbol, el ser de provincia, o hablar del diseño, cervezas, libros, cine, viajes y vinos; qué hacer o qué dejar de hacer. No quiero decir que sin Sada ya no tengamos dónde leer o hablar de todo eso, pero cada individuo, en su carácter único, es insustituible —y su pérdida 78


irreparable. «Ser es ser percibido.» No hemos dejado de ser, pero ahora nadie nos lee, nadie nos mira. Mi papá espera todos los años las flores púrpura de las jacarandas. A mí me da lo mismo si el año que viene son azules, negras o amarillas; siempre y cuando emerjan de las ramas, se ofrezcan y caigan con la promesa de volver el próximo año. Así se preparaban, surgían y caían cada uno de los números de esta revista —nuestra y de los lectores. Estoy casi seguro que habrá quienes por cuatro años se detuvieron a mirar las flores, se llevaron algunas con ellos y las conservaron y nutrieron en un florero; que su olor, su forma, su inspiración y su sustancia permanecieron —y quizá permanezcan— en ellos. Cuando digo las flores, quiero decir las revistas, las hojas de Sada y el bombón. Para quien encuentre este fin como algo trágico, diré que el árbol y todas sus ramas, ahora despobladas, permanecen erguidas y en pie, en espera de un nuevo verdor; retoños. Ahora seremos nosotros los que caminemos, busquemos, encontremos y miremos nuevos árboles, flores y hojas; entiéndase: nuevas voces y revistas. Rodrigo Suárez

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Los autores Más de 50 autores escribieron para la revista Sada y el bombón entre 2010 y 2014. Aquí un recuento de los que fueron incluidos en esta antología básica:

Eduardo de la Garma de la Rosa También conocido como El joven. Escribió y editó la mayoría de las ediciones de Sada y el bombón. Hoy es profesor de Literatura.

Luis Bernal Escritor y parte del equipo editorial de Sada y el bombón desde el primer número. En sus ratos libres escribe ensayos y textos libres.

Horacio Lozano W Escritor queretano y flâneur sin remedio. Ha publicado novelas y poemarios como Lago Corea o Física de Camaleones.

Antônio Cabadas Además de melómano, es uno de los primeros colaboradores de la revista con reseñas, reflexiones y traducciones del portugués al español.

Roselin Rodríguez Espinosa Es cubana pero vive en Aguascalientes. Desde allá trabaja en estudios críticos sobre territorialidad en el arte y dirige la revista independiente El Gran Vidrio.

Jorge Degetau Mitad empresario y mitad escritor reaccionario. Su trabajo ensayístico y narrativo ha sido publicado en revistas como Letras Libres y Este País. Julieta Díaz Barrón Miembro del Consejo Editorial y una de las más frecuentes colaboradoras de la revista: escribió más de veinte artículos y reflexiones. Pablo Duarte Ex oficinista y ferviente seguidor de los Gallos Blancos. Vive en el DF y escribe sobre el fracaso y otras mediocridades en el blog de Wordpress El salón vacío.

Mauricio Sánchez Trabaja en Sé, taller de ideas, agencia de diseño, identidad y branding. Es parte del equipo editorial de la revista, profesor y promotor cultural. Rodrigo Suárez Es uno de los primeros colaboradores de la revista. Ha escrito sobre temas como los ruidos urbanos o la farsa del cine y sus actores. Jacobo Zanella Director de arte. Además de diseñar y tomar cientos de fotografías, constantemente escribió sus impresiones urbanas en la revista.

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Envolverán el acueducto Diciembre 2010

Apunten muy bien la fecha: 28 de diciembre. El día del cumpleaños de Pedro, de Pío Baroja, de F.W. Murnau; el día del fallecimiento de Maurice Ravel, Andréi Tarkovski, Susan Sontag y miles de inocentes más. Recuerden la fecha: 28 de diciembre, pues será una fecha histórica para México y para Querétaro. Este año, una instancia gubernamental iluminó el acueducto queretano de morado, magenta y amarillo. Así, con esos colorcitos, ha estado hasta ahora. Pero el 28 de diciembre cambiará todo. Todo. Christo y Jeanne-Claude, los reconocidos artistas que se han dedicado a envolver edificios y áreas públicas, envolverán el Acueducto con una gran sábana. Saben muy bien que la mejor forma de llamar la atención sobre algo no es pintándolo de tonitos psicodélicos, sino velando ese algo, escondiéndolo: la paradójica presencia del cuerpo oculto. Christo y Jeanne-Claude empaquetarán los 74 arcos de cantera el próximo 28 de diciembre. Esta obra de arte ambiental permanecerá sólo durante 14 horas: de las 7 de la mañana a las 9 de la noche. Al respecto, Christo comenta: «el hecho de que la obra no permanezca crea una urgencia por verla. Si alguien te dice “mira a la derecha, hay un arco iris”, nunca contestarás “iré a verlo mañana”». egr


Este libro se planeó, editó y diseñó en los meses calurosos —y lluviosos— de abril, mayo y junio de 2015, aunque la idea había estado presente desde hace algunos años. Más de 500 notas y artículos se desarrollaron y publicaron en la revista Sada y el bombón entre 2010 y 2014. Se seleccionaron 15 para formar esta antología. Sada y el bombón, antología básica se terminó de imprimir y encuadernar el 29 de junio de 2015 en los talleres de Metrocolor de México, en la ciudad de Querétaro, con un tiraje de 1,000 ejemplares. La impresión de los interiores se hizo sobre papel Rolland Enviro Satin 100% pcw de 89 gramos con dos tintas. Los forros son de cartulina Bristol de 11 puntos. El texto está compuesto en la legible —casi infalible— Calluna, familia tipográfica diseñada en 2009 por Jos Buivenga (1965, Arnhem, Holanda), diseñador muy socorrido en este taller. (Calluna es el nombre de una calle de Arnhem, cercana a su estudio.) En los títulos de artículos se usó la contrastante TheSans, diseñada en 1994 por Luc(as) de Groot (1962, Noordwijkerhout, Holanda). Que ambos compartan la nacionalidad es mera coincidencia. Este es un proyecto de Sé, taller de ideas y Casa Gutiérrez Nájera.





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