Cap 1

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Salma Anjana

Moneda que cae de canto

§ El vuelo de los murciélagos


1 Marcela

¿Por

qué no hacerlo? ¿Por qué dejar pasar la oportunidad de probar una boca tan prometedora? Aquél joven que estaba delante de ella era la mezcla perfecta entre un caballero inglés y un imponente charro mexicano. Se paraba y exigía respeto por su apariencia agresiva, un tanto tosca, pero sin toque alguno de fealdad. Al hablar, el sonido de su voz llamaba la atención; sonaba tan seguro de sus palabras que uno podría creerle cualquier cosa. Se movía y la gentileza de sus gestos seducía; alteraba los cabellos de la nuca de Marcela que estaba fascinada con él y no podía dejar de mirar sus carnosos labios imaginando qué se sentiría tocarlos con los suyos, lamerlos suavemente, probar sus comisuras y luego, segura del terreno, aventurar su lengua en la profundidad de esa boca enmarcada por una dentadura tan perfecta. Sentados frente a frente sólo les estorbaba la mesa, las tazas de café y esos libros de literatura que en ese momento resultaban tan irrelevantes. Marcela


saboreaba la expectativa del beso prometido. Ella sabía de sobra que él quería besarla, que lo haría en cualquier momento y que ella sólo tenía que dejarse llevar por sus impulsos y gozar aquél breve encuentro Luego podría excusarse, decir que estaba confundida, pedir disculpas y marcharse, casi como si estuviera ofendida. Negar ante todo que le hubiera gustado. Pero no se perdería ese primer y único beso. No tenía ningún caso negarse ese capricho. Todo ser humano puede cometer algún tipo de desliz, ella siempre tan intachable podía darse ese lujo y después el mundo tendría que comprenderla. El mismo Antonio la abrazaría y acariciándole los largos cabellos negros le diría que lo entendía, que nada cambiaba por eso, que serían felices como todo mundo auguraba y que ese evento se olvidaría en lo más hondo de todas las memorias. Que él mismo lo olvidaba mientras le explicaba eso. Así iba a suceder. Pero aquel treintañero moreno y alto no se decidía a besarla. Las tazas se vaciaron, el mesero las recogió, pidieron la cuenta, el caballero pagó, las novelas volvieron a su espacio dentro de la bolsa, la propina hizo su aparición al centro de la mesa y el beso no llegó. El caballerito galán de película

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mexicana había salido cobarde o –quién sabe- quizá era gay. Se levantaron y salieron del establecimiento rumbo al coche. Él todavía le propuso ir a dar una vuelta por algún otro sitio, ir a caminar y charlar un rato más, pero Marcela le pidió que la llevara a casa argumentando cansancio. Él encendió el motor y, muy comprensivo, le dijo a Marcela que cerrara los ojos y descansara mientras llegaban. Le aseguró además que en menos de media hora estaría en cama y relajada. Marcela acató el consejo porque no encontraba dónde esconder sus pensamientos de vergüenza y decepción. Se dedicó a escuchar el radio y a cantar mentalmente “quién fuera Ali Baba, quién fuera el mítico Simbad”, pretendiendo relajarse con esa versión de Katia Cardenal. Parecía funcionar, pero desgraciadamente la pieza terminó y comenzó a sonar una de las tantas versiones de Bésame mucho. Marcela abrió los ojos y se encontró con la sorpresa de ir en dirección contraria a su departamento. -¿Tan pronto olvidaste dónde vivo? –preguntó casi con ingenuidad. Ocultando una sonrisa él negó con la cabeza y ella confió sin decir una palabra más. Apenas río un poco al descubrir que se había formado nuevas esperanzas

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en torno a ese beso. Y es que por qué no. Sólo un beso que le dejara saber qué se siente dejarse caer en otro abismo. Un beso que pudiera devolverle el revoloteo de la incertidumbre al estómago. Sólo eso. Después a resarcir el daño como quien se embriaga planeando el desayuno del día siguiente que le cortará la resaca. Llegaron a una puerta verde oscuro que se abrió obedeciendo el mando a distancia que activó él con movimientos discretos y calculados. Una vez dentro del garaje, con el motor ya apagado y la puerta cerrada tras ellos, él volteó a mirarla y le dijo simplemente “me gustas mucho”. Luego, sin dar tiempo a una respuesta, se bajó del automóvil y fue a abrirle la puerta ofreciendo su mano para que ella, encantada, bajara. Entraron a la casa y en la sala sonó un poco de jazz. Con calma, o tal vez con prisa, descorcharon una botella de vino, llenaron las copas, las vaciaron y volvieron a llenar. Marcela se olvidó del supuesto cansancio y lentamente se formó una respuesta a su pregunta. ¿Por qué no hacerlo? Por la culpa. La culpa de saber que le gustaba lo que hacía. La culpa de estar en el enésimo beso y esperar la llegada del siguiente. La culpa de tener unas manos recorriendo su cintura, su espalda, su cuello, su nuca. De tener

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después una mano acariciando la curva de su seno mientras el otro brazo cuidadoso la deja sobre la mullida superficie de una cama y la mano juguetona se asoma a saludar a su ombligo, busca luego hacer cosquillas a su vientre y después baja a conocer sus muslos, preguntando acaso por su entrepierna. Por esa culpa, sabía que no debió hacerlo. Por la culpa de que Antonio no lo sabrá nunca y la culpa, peor, de que si lo supiera no le pediría perdón.

***

Nadie

podía adivinar que las cosas acabarían saliendo tan mal. Ni una que está ya vieja, y que parece siempre sospecharlo todo, puede siempre atinarle a la pura verdad. Marcela era una buena muchacha. Si me hubieran preguntado por lo que yo creía que le pasaría, habría dicho que sería feliz como las princesas de los cuentos, porque eso era ella: hija de buena familia, de buenas costumbres, bonita. Qué digo bonita: chula, rechula. Además era muy lista y muy capaz. Tenía todo lo que cualquier chamaca del pueblo pudiera desear y estaba bien jovencita. A lo mejor tenía demasiado. O será que por más buena que fuera no se iba a escapar de la maldad que hay

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en el mundo. No sé, pero yo ya no tengo modo de saberlo. En Dios queda todo eso. A mí sólo me quedan los recuerdos y no sé ni por cuánto tiempo me los sigan prestando. Como el día que vino a invitarme a su boda: el último día que vi su carita de ángel. Yo no pude evitar sorprenderme: -¿Cómo que te nos casas? –pregunté nomás porque no se me ocurrió otra cosa que decir. -Sí, tía, ¿cómo ve? Antonio y yo decidimos que ya es tiempo. Tenemos ganas de tener niños y hay que hacer las cosas como Dios manda. -Eso, sí, mi’ja. Siempre hay que contar con la bendición de Dios. -No me vaya a fallar. No se apure por mi papá, andará ocupado con tantas cosas que no se va a acordar de los corajes, ya verá -me dijo ella con una sonrisota y me palmeó el hombro con complicidad. Y aunque yo lo dudaba, ahora sé que en realidad tenía razón. Una vez apurado, mi cuñado no se acordó de nada, pero nomás respiró tantito y me echó todos los muertos encima. Así es la gente, una se equivoca una vez y a partir de entonces se les hace fácil a todos echarle las culpas a una, como si

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supiéramos qué hacer con ellas. Ah, pero eso sí, yo no maté a mi marido. Ni lo mandé a morir tampoco. Si algo hice mal fue haberme casado con él. Se murió porque quiso, por borracho, por despilfarrador y por puto. Mi cuñado, como es machito, no me lo perdonará en lo que de vida le reste. Pero yo no iba a ir a sacar a su hermano de la mierda en que se había metido nomás porque era mi querido esposo: mucho daño me había hecho ya el cabroncito como para ir a salvarlo de donde lo dejaron sus rameras. Si les entregó cuerpo, tiempo y dinero, era de esperarse que en algún momento le saliera cara la cuenta. Y así fue: muerto de hambre, en la calle, enfermo y con frío. Dicen que hasta golpeado estaba cuando lo sacaron del río. A mí me da lo mismo. Fui viuda desde que me gritó que se iba con otra. Pero yo dejé la casa, de todas maneras él iba a perderla pronto, y me vine a vivir con mi hermana Josefa que está tan sorda que las habladurías no le llegan y sólo por eso no me perdió el respeto. Si realmente hice mal por no soportar su maltrato que Dios me juzgue cuando me llegue el tiempo, pero a los demás no les importa lo que hice o dejé de hacer. En el velorio todos hablaron del muerto como si hubiera sido un santo, como si el pobrecito hubiera padecido tanto, desamparado por

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la bruja que yo he sido desde entonces. Marcela no me dio la razón, pero tampoco me reprochó nada. Al contrario, desde el entierro se acercó más a mí. Hasta creí que le simpatizaba más por eso. Me preocupó un poco, pero no hice caso. Al fin que me gustaba que al menos de vez en cuando ella viniera a visitarme. Sé que si no se hubiera ido a la ciudad me habría venido a ver más seguido, pero el amor se la llevó lejos, o tal vez no fue el amor, pero algo se la llevó tan lejos que ya no me la devolvió. ***

Toño dijo que Marcela se estaba volviendo loca y que mejor la mandaba de regreso para el pueblo. Pero mi niña ya no volvió. Pedro no deja de culpar a mi concuña. Según él, Carmen está poseída y sus malas influencias surtieron efecto en mi Marcela. Pero yo sé que no es verdad. Ignacio fue muy mal hombre con la Carmen y ella tenía derecho a hacerse la ofendida y darse su lugar. Si el papel de una nunca es fácil. Carmen no es mala, nomás no se dejó. Toño parecía muy buen muchacho, pero como madre y como mujer me pongo del lado de mi Marcela y no

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puedo mirar a ese hombre sin coraje. Estoy segura de que algo malo me le hizo y que si algo aprendió Marcela de su tía fue sin duda a defenderse, por eso la quiso mandar de regreso, porque vio que no se iba a dejar, pero no imagino qué más pudo haber pasado, no entiendo y necesito saberlo. Necesito que alguien me explique por qué pasan estas cosas, que alguien me diga que no es verdad que ya no volveré a tener a mi niña en brazos, porque no es justo, no debe ser así, algo está mal y yo quiero arreglarlo. Y si la culpa la tuvo Toño, lo siento mucho por su pobre madre, pero yo quiero que pague por lo que le haya hecho. Esto no se puede quedar así, yo quiero a Marcela de vuelta, la quiero, la exijo, tráiganmela de regreso. Ahorita sí díganme dónde está Dios. ¿Por qué deja que pasen estas injusticias sobre un alma tan pura como la suya que nunca le faltó? Devuélvanme a mi hija, por favor, que yo me muero... me muero. La necesito.

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