Todo tiene un principio
Cuando era pequeña tenía una obsesión con mi calzado: no podía usar sino zapatos de charol con correa y moñito al frente; siempre negros. Cuando íbamos a comprarme un nuevo par, las cosas eran bastante sencillas: todos sabíamos la única clase de zapato que la nena aceptaría. Me acompañaba mi madre, una tía, dos primos y a veces algún hermano. En un principio realmente fue simple, llegábamos a la zapatería, los buscábamos, me los probaba y salía con ellos puestos; pero cuando entré a la adolescencia ya no me quedaban: el modelo era de niña y mi pie tenía el tamaño inexacto – como el resto de mi cuerpo- de un púber que no encaja en los cánones de la moda. Nunca hay ropa ni calzado que les venga bien a los nuevos jóvenes; como si crecer no fuera ya suficiente problema.
Pues bien, los zapatos de señorita que me acomodaban tenían modelos en boga – aquellos años- y a mí, simplemente, no me caían. Desde entonces se empezó a notar en mí, que se trataba –y se trata- de una mujer anacrónica: siempre deseando estar en otro tiempo porque las modas y modismos de éste, simplemente no me caen.
El hecho es pues, que fui un ejemplar más de esos que son los adolescentes extraños; en realidad, creo que todos los adolescentes lo son. Pero siempre hay unos que señalan con el dedo a los más despistados para que sean ellos quiénes lleven la etiqueta de raros y los dueños de los dedos queden indultados del mismo pecado que acusan; los chicos siempre han sido iguales. El saber que la etiqueta de niña rara ha caído sobre ti como la peor de las maldiciones, no hace sino darte un poco de inseguridad que aún si días, meses o años después te quitas el signo de encima, permanecerá en ti, porque algo dentro de tu mente se ha creído que lo eres. Con esa
inseguridad y otras tantas -que van lloviendo del cielo gris de los jóvenes adultos que no se hallan ni en el espejo- vas creciendo y haciendo faena a tanto toro se te pone enfrente.
De pronto llega uno grande, cornudote y feo: la universidad. Aunque incluso en plena modernidad, las muchachas de provincia tienen poca o nula oportunidad de abandonar su casa, para ir a estudiar algo que no sea el despate de la fresa, que ya de por sí tienen bien aprendido; o cualquier otra cosa de agricultura de la región o ya más modernas: empleada de mostrador, de quién sabe qué negocios. Y es que hay que salir de casa, porque generalmente las universidades se ven congregadas en las grandes ciudades, dejando a las pequeñas –léase pueblos en vías de superaciónunos cuantos institutos tecnológicos. Mi padre quiso –como todo buen padre, no del todo macho mexicano- que su hija se superara a sí misma; ya no a él, sólo a sí misma y le prestó apoyo para que eligiera la universidad en la cual estudiar algo –nadie sabía qué- y así saliera adelante. Durante algunos meses miré al toro, le tuve miedo e incluso dejé que me temblaran las piernas. Ante la impaciencia del público llegó la estocada y vi al animalote como un becerro vencido; no fue sino un año después que descubrí una cicatriz: me había equivocado, elegí estudiar una carrera porque me pareció que no sería imposible de llevar y además la veía como algo interesante; sin embargo, no elegí una que me apasionara.
Hoy me levanté de la cama porque el despertador insistía en que la hora de ir a estudiar había llegado, intentaba abrir los ojos lagañosos que insistían que aún no era tiempo, que el reloj debía estar mal porque acababan de cerrarse –según ellos-, luego me di algo así como un baño presuroso, a falta de agua –porque hay que ver cuánto se ausenta-; me peiné, me vestí, me puse guapa y cuando iba a calzarme descubrí que me faltaban mis
zapatitos de charol con correa y moñito al frente. Fue entonces que decepcionada por dicha ausencia tomé las cobijas, sacudí la cama y me volví a acostar, a cerrar los ojitos delicadamente maquillados y a soñar con zapatos de charol que tomaban clases de matemáticas, en la mayor casa de estudios de mi México querido: La UNAM.
Pasear en el zócalo
Cierta tarde, caminando por las calles del centro capitalino, rodeadas de tanta gente de dudosa reputación, mi madre y yo, fuimos vilmente estafadas; nos armaron todo un teatro -muy lindo, por cierto- por el cual les pagamos dos mil quinientos nuevos pesos. El colmo de este robo, hecho como se dice por ahí: con alevosía y ventaja, y quién quita y hasta premeditación, fue que el dinero no era nuestro, sino de un pequeño avaro que guardó el capital de sus almuerzos durante varios años, con el afán de un día comprarse la consola de videojuegos de moda. Finalmente había alcanzado una suma considerable de ahorros y le encomendó a este par de incautas le comprásemos el susodicho aparato, sin sospechar siquiera que vería sus ahorros incompletos y su ilusión frustrada.
Dos fueron los implicados en el robo: uno joven; el otro, no tanto. Pero he de suponer que ambos de mal corazón y frágiles principios; es seguro que en algún momento sus motivos tuvieron –ninguno justificado- para estafar a su primera víctima, pero hacer del engaño y el robo desmedido su adicción, no tiene perdón; mucho menos cuando el daño a terceros es tan grande y complicado, es decir: siempre. A final de cuentas: No robarás, dice cierto precepto.
Por mi parte, puedo decir que no me dolió la estafa, me dolerá -en cambiomirar el rostro decepcionado de un chaval de no más de trece primaveras. Si por lo menos supiera que ahorrar le costó poco, unas semanas o unos meses; pero unos años... ¡Unos años! A esa edad, son la vida.
Sólo le pido a tanto dios conozco que los miserables padezcan insomnio de aquí hasta que yo pueda reponer el dinero y de ese modo completar los
benditos ahorros y adquirir la maldita consola: irónico proceder. Después de eso, sólo que tengan pesadillas por el resto de sus vidas. Es probable que a Dios -Porque hay un Dios, dice mi abuela-, al único y omnipotente, le parezca exagerada mi petición, pero yo nada pierdo en hacérsela, él sabrá si merece atención y si acaso debería ser cumplida.
Cuando un adulto está de por medio es una cosa, cuando se le roba un pelo a un gato es otra cosa, pero cuando se despluma una gallina es homicidio. No hay derecho, señores, no hay derecho. Y es que no quisiera imaginarme cuántos robos y demás atracos se llevan a cabo en un día o tan solo en una mañana. Unos salvajes, otros discretos, los disfrazados de negocio decente, los humillantes, etc., etc. Me pregunto cómo pasear por el centro capitalino sin tener que llegar a pensar alguna vez si acaso te están mirando, si te siguen o hacia a dónde tienes que correr porque inició el operativo de levantamiento de ambulantes mientras caminabas por Pino Suárez.
Los domingos el asunto es más calmado, casi no hay gente. Pero se rumora que esa paz es engañosa, pues no sólo desaparecen la mayor parte de los ambulantes sino que en ciertas calles –algo solitarias-, por las tardes desaparecen turistas y paseadores. Que te aplican un par de llaves y… ¿para qué decirlo? No me consta y ojalá nunca lo haga, pero no está de más asustarse un poco para dizque ser precavidos. Sea como sea, no deja de ser un buen lugar para visitar, observar la arquitectura del Palacio Nacional, ir al paseo de los libros en el Metro, al Museo de la Ciudad, darse vuelo en las tiendas de ropa, al Templo Mayor, al Antiguo Colegio de San Ildefonso, la Catedral, rumbo a Bellas Artes al Palacio de Minería, al Museo del Ejército… en fin que no soy guía de turistas, sólo quería reparar el daño de mi pesimismo viendo el lado bello, amable y cultural del zócalo y sus alrededores. Porque en verdad apoyo aquello de que todo lo bueno tiene su
punto negro así como todo lo malo su brillante estrellita de hoy sí se ha portado bien.
A decir verdad, siempre me ha gustado pasear por esos rumbos, esa vez de la estafa ha sido la única mala experiencia que me he llevado, omitiendo claro está- la ocasión en que llegué a casa con ampollas y la triste vez que ilusionada compré unas gorditas de esas que son como las de La Villa, con su papel de china y todo el asunto, para luego darme cuenta, con una gran decepción que gorditas de La Villa, sólo las de La Villa. Por eso dejo a un lado el recuerdo, me pongo un gorrito muy nice, mi mochila al hombro, una carterita más escondida que mi alma, tenis -luchando contra mis obsesiones infantiles- y me trepo a la línea 2 del Metro para llegar a la atiborrada estación Zócalo. Ya no soy una niña, pero eso no impide que cada vez que llegue o parta de dicha estación me detenga embelesada a mirar las maquetitas del centro que hay ahí. Hay que dejar que sonría el niño que llevamos dentro. Luego de subir las escaleras y cruzar los dedos para que – Dios, hazme el favor- esté nublado, miro la plaza llena de hormiguitas caminando en todas direcciones, casi sin sentido y me uno a ellas para meterme en una aventura más: para matar el tiempo, para conocer, de compras o mero placer. Y quién sabe, tal vez un día de estos me tope con una videoconsola en oferta.
Fantasías: motor de vida
-Cuéntame un cuento -me decía. Era sólo un niño, ¿cómo se le puede negar un cuento a una criatura antes de ir a la cama? Muy fácil, se le dice: Cállate y vete a dormir. No tendrá más opciones. Aun si hiciera un berrinche terminaría dormido con o sin cuento, por mí: sin él; aunque eso implique mirarle la cara de rabia inocente toda la mañana, pero es mi hermano, uno se acostumbra a verlo así.
Que lo dejara dormir con sus ansias de escuchar la historia de la princesa que hizo barbacoa con el dragón verde azul, no significa que yo tuviera un mal corazón; de hecho, lo que tenía en aquel entonces era un corazón de niña, pues si él no contaba más de siete años yo no contaba más de trece y se me dificultaba sobremanera contarle un cuento que pudiera satisfacerlo: él siempre pensando en mero vapuleo, fuego, espadas, sangre y gritos desesperados; yo en cambio, fantaseaba con princesas de largos vestidos color de rosa, esperando la llegada de sus príncipes azules y ocasionalmente uno que otro verde.
Por esas fechas yo le había puesto el ojo encima a un joven moreno de dieciséis que nunca se dignó mirarme y yo empecé a tener pesadillas, creyendo que el amor no volvería a tocar mi corazón y que sin él, la infelicidad ocuparía el resto de mi existencia. Así fue como cierta noche, apareció en mi mundo más íntimo: el de los sueños, una mujer tan mísera, tan flaca y vieja que me recordaba a alguna de las calaveritas de papel que colgaban en la puerta del salón de clases para el día de muertos; la condenada llevaba por tarea –me parece- escarmentar mis dramas adolescentes y fue entonces que me dijo algo más o menos así:
Cuando supe que vendría quise prepararlo todo: desde mis mejores prendas y fragancias, hasta el menor beso y la más sutil de las caricias. Ya con todo listo me senté a esperarlo. Hubo quienes se acercaron a verme, de vez en cuando me llevaban té o café y mientras lo sorbía, me tragaba partes de mi tonta esperanza. Antes llegó la muerte que una sola noticia de él. Creí que yo era princesa y que el príncipe azul no tardaría en llegar a hacerme feliz; pero jamás hubo nada. Sin embargo, hoy sé que en aquéllos, que ante mis ojos fueron nada, estaba mi felicidad. En estos tiempos de crisis, los príncipes no andan en corcel blanco, sino a pie y a veces con zapatos viejos.
Desperté -recuerdo aún- un tanto reflexiva, pero no lo suficiente como para olvidar mi supuesta pena. Pasé dos catorces de febrero más con mi usual soledad y mi tremenda bolsa llena de caramelos rojos retorcidos y otros con forma de corazones -para fomentar el exceso en etapas depresivas- junto con el paquete de cartitas que le regalaban a uno en esas fechas: todas decían te quiero mucho, eres especial, feliz día, nunca cambies, etc., etc., pero lo que una esperaba siempre era una declaración de amor, porque pese a estudiar en un colegio de monjas una no era santa ni mucho menos y la hormona brincaba cuando por los ojos se cruzaba tal o cual galanazo, pero nada de nada.
Fue hasta el catorce de mis dieciséis cuando al fin tuve un novio con el que pasar el día de los enamorados, claro que no duró mucho el encanto y luego llegó otro novio y otro que no era tan novio y otros tantos y otros más. Y aún hoy, llegado el catorce desempaco una de esas paletas que traen tu suerte escrita y no sé por qué se me olvida leerla; recuerdo que sólo la quería por eso cuando ya está la pobre tan chupada que del famoso letrerito no queda nada. No sé exactamente qué es lo que me gustaría encontrar ahí
escrito, tal vez que el próximo sí es el bueno; pero estoy joven, se supone que no hay prisa; sin embargo, no creo que al mundo le parezca decente ir besando a cuanto chico te ha parecido príncipe azul y después del beso resulta que sólo era un sapo con complejos.
Si me pongo a pensarlo un poco, me parece que al fin comprendo: me gusta mucho ir al cine; si alguien cree que soy indecente, debe creer también que los cinéfilos lo son tanto o más que yo. Es muy simple: cada vez que estoy en la pista bailando con un hombre que pocos minutos atrás me invitó una copa, o dado el poco romanticismo de los jóvenes de estos tiempos me invitó una chela: me siento como si viera una película: viendo una fantasía, casi sintiendo que la vivo, despegada del mundo; y como me encanta el cine para enamorados, ansiosa de que me bese. Se dice que todos los hombres son unos cabrones -cada cual a su modo- por eso no pasa mucho para que mi ansiedad se anule con un par de mordiditas.
Después de unas horas la pantalla se oscurece y aparecen los créditos, es la indicación de levantarnos, salir de la sala de cine y abrir los ojos a nuestra realidad; lo mismo pasa cuando la pista se vacía, la ves llena de manchas: los créditos son las pisadas de cada bailarín; el hombre que se dice caballero te invita una copita más en su casa y según dice, después te ha de pasar a llevar a la tuya cuando lo pidas, sólo te pide una hora más; te mira a los ojos, lo miras, le sonríes, suspiras y como eres una chica decente: No, gracias, será otro día. Te levantas y sales pues él ha pagado todo. Llamas un taxi y cuando vas a abordarlo aparece el caballero y detiene la puerta, insiste en llevarte y sientes ganas de seguir viendo la película, pero eso no es lo que sigue: sales de la sala y vuelves a tu realidad. Subes al taxi, le mandas un beso por mejilla, tiras lentamente de la
puerta y finalmente te ayuda a cerrarla. Derecho y lejos, por favor. Otro al que sólo le has dejado tu nombre, una película más para tus recuerdos.
Como mujer quiero forjarme mi propia felicidad; llegado el día buscaré un buen marido, uno de esos que no me bese en la primera hora después de conocerme, de los que me pida mi número y olvide invitarme a su casa, aquél que me llame al día siguiente sólo para ver cómo estoy y que con gracia me seduzca: porque lo mismo quiere, pero lo ha de pedir de manera distinta. Finalmente que me invite al cine y a mitad de la película nos demos un beso en la penumbra. ¡Qué fantasía! Seguro existe, pero no sé si lo encuentre. Quiero después tener hijos: dos, tres o no sé cuántos; trabajar por aquí o por allá en la medida posible; superarme, superarnos, ser felices. Se me antoja tomar café los domingos por la mañana: abrazados y sin pensar en el momento de levantarnos, escuchando jazz o algún cursi blues; hacer el amor cuando llueva, sintiendo gotas de sudor correr por mi cuello e imaginar que llueve dentro nuestro. ¡Qué ganas de encontrarlo! Mirar mi reflejo y el suyo detrás de mí: sonriendo. En la siguiente, a la derecha, por favor. Meto la llave en la cerradura y la casa está sola. ¿Es que me estaré acostumbrando tanto a ir al cine que ya no sé ver cuándo las cosas maravillosas no son sólo un largometraje? ¿Será que debí dejar que el caballero me trajera en vez de gastar cincuenta pesos en un taxi? O será que a sus años y los míos, los hombres siguen pensando en riñas sangrientas y nosotras en corceles blancos y haya entonces que decirles: cállate y vete a dormir, cuando con ojos de borrego tierno y medio mareado te inviten a su casa, para poder seguir ideando nuestra propia e íntima fantasía y a la mañana siguiente la bruja soledad aparezca junto a nosotras en la cama con su risa macabra diciéndonos que el tiempo pasa y antes llegará la muerte que el príncipe azul. Y como buenas mujeres que somos defenderemos a capa y espada nuestras fantasías y sólo entonces metidas
en tremenda golpiza de ideales, un niño con cara de hombre nos dirá que está tremendamente enamorado de nosotras, se pondrá cursi y eso le bastará para convencernos de que es perfecto, nos casaremos para varios meses después empezar a notar que tiene los dientes chuecos y finalmente –no sin un poco de suerte y un mucho de esfuerzo-, años después, la vieja de las pesadillas de adolescente dramática venga a reírse conmigo o contigo, porque le hiciste caso y –sin llegar a mediocres conformismosdejaste de esperar y aunque andes a pie y no en un corcel blanco –algo así como un be eme dobleú modelo del año- tendrás recuerdos para disfrutar con tu marido en la vejez, o no tan allá, uno nunca sabe.
Corpus delicti
Yo que la vi a lo largo del proceso de aniquilación, no pude evitar reírme y así tampoco logré evitar ganarme la cara de reproche que me puso por mi falta de cooperación. Mi madre siempre ha sido una mujer excepcional – como toda buena mamá-, pero no sé si es más singular por ser madre o simplemente por ser mujer. Viví con ella los primeros diecisiete años de mi vida. Desde que me fui a vivir a la Ciudad de México como estudiante universitaria, lo que mejor aprendí a hacer fue extrañar a mamá, por eso disfruto tanto ver cada una de sus muecas cuando voy de visita a la casa, las alegres, consternadas y de reproche inclusive.
Cuando yo vivía con mi familia, teníamos una casa en una ranchería llamada La Rinconada, que está ubicada a la salida de Zamora de Hidalgo, en Michoacán; viviendo ahí, no era del todo raro ver a mi bellísima madre con una escoba persiguiendo un pequeño ratón. Y no es que yo abogue por esas criaturas, pero tampoco me pondría al mando del escobajo. Yo de mata ratones: no me lo quiero imaginar; nadie quiere. El caso es que un año después de que yo saliera de casa mi gente se mudó, precisamente, a Zamora y ahora no me ha tocado ver a mamá detrás de visitas indeseadas; bueno, sólo un par de vecinas.
Viviendo con ella o lejos, nunca la he visto tomarse unas vacaciones. Yo en cambio, las tengo cada medio año y me las tomo un poco más seguido. En un periodo ocioso de esos, me levanté temprano –a las nueve- y bajé a desayunar. Al llegar a la cocina saludé a mamá y luego salió con prisa al patio para hacer no sé qué cosas y yo, en lugar de prepararme algún desayuno, me acomodé en una silla y miré detenidamente la cocina; de vez
en cuando, ella volvía a entrar y a salir soltando recordatorios al aire. En una de esas tantas se detuvo en seco, me miró y dijo: -Llevas media hora sentada allí, ¿no vas a desayunar? -No tengo inspiración -respondí. Pero ella dice que no se necesita inspiración para hacer las cosas, que sencillamente se hacen cuando son necesarias; y mientras ella me decía eso, daba una y mil vueltas por la cocina, moviendo cazuelas, sacando vasos, preparando no sé qué tantos menjurjes, sin percatarse siquiera del grifo que seguía goteando; yo miraba las gotas que caían: tin, tin, tin... ya había perdido la cuenta. Súbitamente levantó la cara de entre su ajetreo y dijo: Aún hay fresas, hazte un licuado; luego salió corriendo porque tenía muchos quehaceres y el tiempo siempre va que vuela.
Entonces pensé: tengo hambre, no quiero licuado y tengo que cerrar la llave; finalmente me levanté, fui por un vaso y la cerré. Chocolate con leche y una medialuna, básicamente lo mismo de todas las mañanas, una rutina que nunca me cansa.
En una de esas tardes encontré a mi madre sentada, estaba tejiendo algo a dos agujas –no recuerdo qué- y le conté mi gran preocupación: temo olvidar la poca ortografía que se supone he adquirido, pues como ahora dedico las horas de mi vida a tratar con ecuaciones insolubles, espacios de dimensiones infernales, donde cada letra es variable y no importa si la acentúo o no, de pronto a uno se le olvida cómo escribir su propio nombre; quizá no tanto así, pero sí llegan a suceder cosas desagradables. Como no sea que me enamore de una elipse por ser curva suave sumamente sensual y no me quejaría, pero ¡caray! ¿Una elipse? Si yo fuera lesbiana me gustaría algo más, algo así como –no sé- una parábola, algo más infinito. Hablando en serio, en verdad me preocupa tanta abstracción en un mundo
tangible. Pero fui yo quien me metió al caldero y seré yo quien se coma el puchero, así que no tengo por qué quejarme.
Mi mamá me hace saber sin una sola palabra y con un par de miradas que estoy bien orate y parece que ni se la quiere creer. Se levanta veloz y me recuerda esa frase trillada: lo que bien se aprende, nunca se olvida; luego me añade con exigente suavidad: anda, deja ahí y ven a ayudarme.
Me voy tras ella a hacer no sé qué quehaceres que salen de todas partes sin que nadie los haya invocado, pensando en que quizá –después de todonunca aprendí bien los usos de la b y la v y que si Einstein sabía tanto, seguramente no importa porque biéndolo vien –así, suave-, tanvién es relatibo; pero no viene al caso. De pronto me extiende una escoba y yo temo que haya visto una mascota grisácea indeseada, pero no: sólo se trata de barrer la cochera.
Dépression
¿Has sentido cómo el mundo se desmorona bajo tus pies a cada paso? Justo cuando la tristeza te desgarra la garganta en cada trago y entonces optas por escupirle en la cara a la vida; en ese entonces te das cuenta: estás jodido, apestas, no te resta esperanza alguna y, sin embargo, nunca falta quién llegue intentando hacer milagros con tu miserable existencia.
Seguramente lo has sentido, pues todos los seres humanos hemos caído alguna vez y recaído otras tantas. Para no mentirle al tiempo, he de confesar que no sé como se hunde un adulto; pero supongo que debe ser esencialmente la misma cosa: todo se ve podrido, unas cuantas cosas brillan, pero todo cuesta un infinito esfuerzo que definitivamente no tienes alma para dar.
Si piensas en ti en esos malos momentos, no encontrarás sino un espejo de marcos oxidados; con tonos cobrizos dándole a tu reflejo aires melancólicos y tu rostro se perderá entre las misteriosas manchas que va dejando la agonía del tiempo. Será poca la claridad y objetividad que obtengas: una imagen senil y deteriorada. Pero no podrás más que huir de la felicidad como el vampiro del sol: añorándola vagamente; y así tampoco encontrarás tu auténtico reflejo en un espejo de verdad.
Cuando me siento mal, no tengo ganas de dormir; sin embargo, siento esa extraña pesadez en los ojos que dice que deseo cerrarlos eternamente. Me canso hasta de respirar y cuando me detengo a reponer un poco de paz o de cordura, percibo una guerra en el pecho, como si mi cuerpo repudiara el corazón e intentara sacarlo; lo siento en el cuello, latiendo fuerte y lento; es
como una desesperada lucha por mantenerse despierto. Cierro los ojos y respiro el aire espeso como niebla. Quiero sonreír pero no puedo, siento la tristeza nadando en los ojos y cómo se desmoronan mis mejillas cuando esbozo una falsa sonrisa. Me siento muerta, pero no es así; de la muerte no he recibido siquiera una postal.
Pese a lo triste que resulta y con lo desconsolador que se vuelve todo, en algunas ocasiones la pena es productiva; pues como bien dicen: una vez que has llegado al fondo sólo puedes subir, y una vez arriba hay mucho por hacer. El arroz negro en el asunto es que una vez que has caído, la primera que te recibe es la gravedad con una cordial invitación a no levantarte y dejarte morir ahí con la más romántica de las inercias.
Tenemos a la melancolía como perfecta musa de poetas, a veces la tristeza de un cuadro nos conmueve, nos turba y termina generando una sonrisa. Lo malo no es tan malo después de todo y el diablo peca tanto de ser diablo como dios peca de dios, cada uno jugando su papel. Pero cuando nos hemos quedado atorados en el purgatorio de nuestro desconsuelo, algo en el inconsciente nos recomienda poner una vela blanca y una negra: a ver cuál de los dos nos hace caso primero; la idea es buena, siempre y cuando lográramos encenderlas, pues ante la percepción que nos ofrece la tristeza: nos importa tanto creer en ellos como en la conquista del planeta por las cucarachas.
Se dice que una mala alimentación nos hace más propensos a la depresión; el ambiente y las vicisitudes cotidianas también nos pueden facilitar el enfermarnos de angustia. Pero sea cual sea el motivo por el cual una persona se envuelve en la melancolía y se lanza al río de la desgracia, el hecho es que duele: a veces sólo al ahogado, a veces a todo el pueblo. La
tristeza, la pena, la congoja, la desesperaci贸n, la angustia, el tormento, el ahogo; solos o acompa帽ados, mezclados entre ellos o con alcohol; dicen que las penas con pan son buenas y con chocolate o helado: mejor.
Tlaloc
¿Con qué cara le cuento al mundo que hace tres días que no me baño? A duras penas me he limpiado el cuerpo con una toalla humedecida en agua de garrafón, porque –una vez más- no hay agua. Hace poco se llevo a cabo el rollo ese del Foro Internacional del Agua, yo como buena ciudadana; no me enteré básicamente de nada, pero la noticia que me llegó veloz fue el grito de la vecina: Se acabó el agua; resulta que los fines de semana el suministro en ciertas colonias –digamos no muy privilegiadas- se torna lento y a veces parece que nunca existió de tan seco que queda el asunto.
Fue así que un viernes llegaba yo tarde a casa, en taxi –tristemente- y decidí bañarme el sábado temprano, porque estaba cansada y quería dormir. Y al despertar voilá! Al abrir la llave del lavamanos no recibí más que un ruido escalofriante que anuncia la triste ausencia del líquido vital. Pensé que debería haber agua en la cisterna y que la bomba se haría cargo del resto, pero entonces recibí la mala nueva en la desgarradora voz de mi querida vecina.
Ese sábado me fui de paseo a la alameda central y me establecí a la sombra a leer un poco sobre cálculo integral y otro poco de unos cuentos de Horacio Quiroga: para comparar mis amores de locura y mis no tan premeditadas muertes. Llegué a casa por la tarde, con la esperanza de que hubiera caído un poco de agua a lo largo del día pues yo volvía bastante más sucia de lo que había salido y mi piel pedía a gritos una refrescadita en días de primavera. Fue decepcionante girar la llave y ya no escuchar ni el ruido aquél. Me senté en el balcón a mirar el horizonte y una pequeña angustia me abarcó: ¡Me quiero bañar! Pero de nada me servía angustiarme, así que mejor me puse a dar una danza apasionada por si
acaso Tlaloc me regalaba una lluvia que, aunque no me limpiara, me refrescara un poco y para poner algunas cubetas para tener agua para el baño, porque es obvio que el tanque tiene volumen finito y por ende el número de descargas es… ¿cómo explicarlo? En extremo limitado.
Así como la mayoría de la gente, en esta presurosa y siempre ocupada ciudad, está un poco fuera de sí –léase algo chiflada- el clima se le asemeja bastante y de pronto nos da sorpresas. Resulta que creo bailo muy bien porque no pasó media hora cuando empezó una lluvia fina, fresca y caprichosa que me dejó un poco de agua para el depósito y bastante más mugre de la que ya traía en el cuerpo, sólo que ahora era suciedad fría y embarrada. Me sequé un poco con una toalla vieja y el resto se lo encargué al viento, con el cambio de temperatura sólo podía temer un resfrío, pero no sé por qué eso no me preocupa los sábados, aunque sepa que me va a durar hasta el inicio de semana.
Finalmente el sábado se dio por terminado e inició el domingo, pero los problemas con el agua eran los mismos. Sobra decir: Gloria a Tlaloc en las alturas y en la tierra lluvia con smog a los hombres, pues volvió a llover y pude atrapar otro poco de agua. Con la misma escasez de agua llegó el lunes y me vi en la necesidad de limpiarme, como antes dije, con un paño húmedo y semi perfumado puesto que no se me ocurrió otra solución milagrosa.
En la universidad no quería ver a nadie y que nadie me viera, temía oler a una mezcla extraña entre lluvia ácida, aceite de vainilla, sudor, sombra de álamo y ocio. Pero el día se dejó llevar de lo más tranquilo y natural; la mala sorpresa al volver a casa por la tarde, era que el lavadero se veía tan seco y desierto que deprimía. Es entonces cuando notas lo que ya sabías: que el
agua es indispensable en nuestras vidas y no sabemos darle el uso correcto; y piensas que debiste poner atención en los anuncios del Foro y que quizá deberías organizar una marcha protesta para que el gobierno tome medidas preventivas y de acción oportuna ante la inminente falta de agua; bueno, no sé por qué lo digo en segunda persona, yo estaba pensando en eso cuando de pronto escuché algo aterrador, pero glorioso, que es el estrépito causado por la bomba al encenderse y el continuo subir del agua a borbollones rumbo al tinaco.
Y regocijándome me meto a la lluvia íntima de la regadera y se me cae la mugre de los últimos días que ya quería hacer de segunda piel, y junto con ella se me caen las ideas y se me olvida la marcha y el Foro y sólo pienso en comprarme un balde grande donde guardar agua de reserva para futuros casos como éste, porque de aquí a que el gobierno resuelva algo motivado por una marcha a la que no tengo a quién invitar, ya me habrá sucedido otras muchas e incontables veces.
Entre bueno y malo
Cuando de pronto me encontré con los ojos abiertos bajo el agua, sentí el tiempo pasar lento y resquebrajado mientras el aire huía de mi boca rumbo a la superficie. Una mano apretaba mi cuello y me hundía aún más; mis piernas no tenían fuerza suficiente para luchar contra el agresor y mis brazos se movían torpemente, perdidos ya en su desesperación. Sentí el cansancio en mi rostro, me dejé ahogar sin más que reclamar. Me dejé morir; la cruel mano de la sociedad me hundió y yo no luché contra ella. Mi cuerpo flota en las sucias aguas del mundo, mis ojos se han quedado abiertos y siguen mirando cuerpos ahogándose en la mediocridad. Sociedad... Suciedad... Y me doy cuenta que formo parte de ella y que en un momento dado seré –y he sido- yo quien presione el cogote de alguno de los que me sigue.
Medios corruptos, prejuicios anticuados, comunicación falaz, libertinaje. Me quejo de las injusticias que observo pero no logro recordar una sola vez en que mi mano haya detenido al agresor. Dice el refrán que “Es tan culpable el que mata a la vaca como el que le agarra la pata”, tal vez no se la agarre, pero con ver lo que pasa y cruzarme de brazos alcanzo a sentir gotas de sangre tibia en mi piel. Sé que las cosas no están bien, pero no me veo capaz de enfrentarlas, porque sé que lucharé contra mí misma, pues como dijo alguna vez Octavio Paz: “…luchar contra el mal es luchar contra nosotros mismos.” Yo quisiera no creerlo y me esfuerzo por seguir culpando a los demás; sin embargo, la corrupción no llegó por arte de magia al elevado sitio que ocupa actualmente en nuestra sociedad, ni los corruptos llegaron de la nada y presumieron su asqueroso despotismo; tanto los rebeldes, los curas con novias, los ladronzuelos, los políticos, los homosexuales, las amas de casa sumisas, los pedigüeños, los machos, los
fresas, los cultos, los infieles, tú, y yo formamos parte del mismo problema; todos somos el problema porque no son más que etiquetas repartidas a los individuos de un todo. La raíz de nuestro desastre social –creo yo- se encuentra en los núcleos familiares que –yo no sé por qué- cada día van perdiendo claridad. Hubo un tiempo en que los hijos malcriados se pusieron de moda, luego las malas madres y de pronto me doy cuenta de que la unidad familiar se va pareciendo a un romántico recuerdo de los abuelos – que andan solos en casuchas viejas, asilos o con algún tío o tía de la que nadie se acuerda-; llega aquél que sabe que tiene familia, pero no recuerda haber tenido un nexo familiar y entonces distingo el contraste entre las prioridades de un miembro de familia activo y aquel que se quedó con la familia de papel. Las bases de sus juicios de valor son tan distintas que cada cual vota, anula su voto y vuelve a votar contra y a favor de ya no sabe qué y rebota en su cerebro porque todos parecen tener algo de razón y un mucho de locura.
Las reglas se hicieron para romperse y el vino para beberse; pero no para ser alcohólicos, las reglas se rompen en el momento oportuno, cuando es necesario o de mayor beneficio. Todo esto que digo es porque – sinceramente- estoy triste y decepcionada de mis congéneres; es cuando me siento misántropo y al descubrirme de la misma raza de repente me dan ganas de salir a comprar una bolsa de galletas de animalitos y repasarlas por mis venas con choco leche. Hace pocos días un grupo de… no sé cómo llamarlos: oficiales, representantes de nuestra autoridad, llegaron a “controlar” a unos campesinos en el Estado de México, aquél control fue sinónimo
de
violencia,
con
su
respectivos
muertos,
heridos,
descorazonados, presos y demás. Es tan triste porque recién el país se llenó de globos y chocolates para festejar el país del día de las madres y quizá los oficiales lo pasaron muy triste, parece que no tienen madre. Pero
se pone peor, porque ellos no pueden hacer uso de su autoridad así como así, alguien superior lo ordenó; si seguimos la cadenita, resulta que nuestro gobierno tampoco tiene madre y los apoderados que favorecen la corrupción de nuestros representantes tampoco y el pueblo que los dejamos siempre movernos sobre tableros desconocidos menos tenemos; entonces es muy triste darse cuenta que el día de las madres, la madre patria se vio olvidada: ni un felicidades de mala gana; qué vergüenza ha de tener de nosotros que no podemos estarnos en paz nunca.
Pese a nuestra genealogía tan triste, hay que enfocarse en el problema del momento –me dicen por ahí y yo les creo- y dicho problema es la represión a los que protestaron ante los desaguisados y que acabaron presos. Yo veo que como seres humanos que nos hacemos llamar, tenemos el derecho e incluso la obligación ética y moral de solidarizarnos con nuestros hermanos, vecinos, compatriotas, en todo momento de desgracia, como en este momento; sí, veo y lo acepto. Me duele la actitud de nuestras autoridades y representantes, así como me duele sentirme mediocre y no poder decir haz esto, grita aquello, dales tal o cual brebaje a todos y se equilibrará todo y seremos felices. Y no sé hacer más que informarme, debatir y seguir buscando la manera más óptima de proceder sin quedarme sentada viendo por el televisor –de la vecina, que yo no tengo: soy pobre- a otros que tratan hacer algo. Luego voy caminando por mi universidad, el centro de educación más importante del país y veo los edificios contaminados de propaganda contra la represión y entonces me da más tristeza, porque veo el otro lado de la tortilla que en realidad me parece el otro fondo del cilindro porque se ha caído en el otro extremo: he dicho contaminados, sé que es obligación del que sabe informar al que no se ha enterado, pero no abrumando las paredes con el mismo mensaje, no gastando tanto papel en poner el mismo cartel más de tres veces en menos de cuatro metros de
pared. Pero, insisto, sólo me da mucha tristeza y sigo el camino pensando en cómo le gusta a la gente hacer basura: si por lo menos fuera distribuida de forma estratégica. Llego ante el bellísimo edificio de la biblioteca central y doy el grito en el cielo: los que llaman contra la agresión física directa han violentado el inmueble, casi puedo decir que el pobre edificio sangra, está lleno de letras rojas chorreadas y se ven tan penoso. Como si no bastara haber pintarrajeado los pisos de varias facultades llamando a una marcha anterior, se ponen a violar la trasera –y no por eso menos bella o importante- parte de la biblioteca. Que si lo van a limpiar ellos u otros, que si los oficiales tenía órdenes de tal o cual agresión, que si usaron condones en las violaciones. Que más da si el daño ya lo hiciste.
Creo que los extremos, como los excesos, no son buenos. Creo que no estoy de acuerdo con ninguno, ni estoy de acuerdo conmigo. Creo que los fondos del cilindro están igual de abollados e inestables y por eso creo que lo mejor es acostarlo y apoyarlo en ese basto conjunto que somos los que nos quedamos en medio; somos todos –en unidad-, junto con esos fondos quienes debemos mantenernos estables; al momento, no conozco mejor manera que combatiéndonos a nosotros mismos, reforzando lo que nos queda de principios y fomentándolos en los que nos rodean. No sé qué vaya a pasar con el conflicto actual, no me parece que seamos tan maravillosos como para solucionarlo del todo en unos pocos meses o años, pero sí me parece adecuado –y quizá urgente- empezar a identificar y atacar la raíz; yo he dicho cuál creo que es y por ende me daré de escarmientos cuando me sorprenda en actos corruptos y mediocres, con la esperanza de algún día tener hijos que sí tengan madre.
Deliramentología
La vida es un disparate muy bonito que a veces pareciera tener orden, pero que generalmente va brincando a diestra y siniestra revolviéndose ella sola y enroscándonos poco a poquito. Para evitar que entre tanta vuelta terminemos ahorcados con algún nudo, de vez en cuando nos resulta productivo dar de saltos contra la vida e ir haciendo mayores disparates para zafarnos de tanto lío.
Aquel día parecía un miércoles normal; casi como todos los demás. En la universidad entré a mi clase del medio día con el tedio que me da cuando no he almorzado aún y mientras mi profesor desvariaba con dibujos de lánguidos resortes que obedecen famélicas ecuaciones de tiza en un universo verde paralelo al suelo, yo comenzaba a ver sus ojos convergiendo más y más hacia su resorte de estudio; ahora creo que la única bizca era yo. Más tarde me dirigí a clase de lógica y mientras el profesor nos ofrecía las pistas de un asesinato para deducir lógicamente quien era culpable, los oyentes íbamos poniendo cara de desconcierto cuando nos advirtió que aquél a quien todos le apostábamos no había cometido el ilícito; entonces sonrió maliciosamente y nos dijo: Es lógica, aquí los deseos y la voluntad no existen. Yo estaba cansada, la intriga del problema me resultó tierna como un cuento que me preparaba para la siesta y me pareció que la vida era pura lógica formal pues yo tenía voluntad de poner atención y el deseo de estar en mi cama soñando príncipes verdes, pero ninguna de las dos cosas parecía existir realmente.
El reloj de pulso de mi compañero del lado izquierdo se llega a volver santo de mi devoción cinco minutos antes de las dos de la tarde, a veces le rezo pidiendo que gire la manecilla más rápido y hay días en que casi creo que
me hizo el milagro. Se acaba la clase y salgo corriendo por una sopa de codito porque mis intestinos comienzan a auto digerirse y me quedo con ganas de comer algo más porque el tiempo corrió demasiado aprisa: se me olvidó pedirle a san reloj que detuviera la velocidad luego de las dos con diez.
Paso las horas de la tarde torturando esferas para que me digan cómo calcular fragmentos de su área por medio de monstruosas integrales y nada que confiesan. Poco después de las ocho nos corren de la biblioteca y mi grupo de colegas y yo decidimos que sería una buena idea ir a festejar nuestro fracaso, integrando -si no a la esfera- a nuestro tubo digestivo algo de cena. Hemos pasado tantas horas fundiendo nuestros cerebros que sólo salen disparates de nuestras bocas y la única conclusión que obtenemos es que en el coche van tres matemáticas hambrientas, lo que resulta en un escalofrío al único actuario que nos acompaña, casi nos sentimos hienas jugando decir: Mufasa.
Optamos por una taquiza en Coyoacán y después de que una de las matemáticas, que conduce como todo cafre, se gane medalla de oro en piruetas desesperadas por llegar a la taquería, nos bajamos y justo antes de iniciar la orden nos sorprendemos de que alguien recuerde que había olvidado decirnos que no puede comer tacos por la úlcera gástrica que le han producido los traspasos y tragos de estrés. Yo tiro de mis cabellos suave y tercamente y me intento convencer que lo único que escuché fue la musiquita del Raeggeton Latino que suena a unos tantos metros de mí.
Una vez más todos a la derecha, ahora izquierda, el freno y la tripa que empieza a cantar algo como ¡Oh, Sole mío! Bastante lento y grave. ¿Qué vamos a comer entonces? Urge una decisión o podría empezar a
devorarme una manija. Las llantas del auto van dando las vueltas que los hámsteres dentro de nuestros huesos encefálicos ya no dan y de pronto un letrero luminiscente roba toda nuestra atención: su simetría nos deja encantados; entramos a la tienda de autoservicio y luego de comprar leche y galletas –café y panqué para los rudos- nos dirigimos al apartamento más cercano de entre los cuatro comensales a festejar nuestra locura y lo decepcionante de nuestro festín.
Con una velita de noveno cumpleaños sobre el panqué, pedimos un deseo comunal mientras cantamos “Feliz, feliz no cumpleaños” y deliramos porque las esferas no se dejan integrar decentemente. Al día siguiente nos cuentan que bastaba reparametrizarla para que se dejara hacer sin más peros ni porqués. Y recordando el sabor a cera del panqué se oye un clic interno indicando que una vez más el interruptor del cerebro se puso en off. Dejo que mis ojos diverjan en la tensión de una ciudad con prisa y pensando que como la vida es lógica formal algo habrá que deducir de ella truculenta y tautológicamente, de manera que no importa si la esfera se deja o no, de todas formas te la vas a cenar con chocolate cuando vuelvas a casa, porque aunque los deseos y la voluntad no existan, seguro la locura sí; y si no me creen pregúntenle al gnomo púrpura que me hace muecas sobre la cabeza del ayudante que sigue diciendo que el ejercicio era de lo más sencillo.
Limonata
Eran más de las cinco en una tarde de abril; empezaba a llover y temiendo llegar empapada al Metro por las cinco cuadras que había de por medio, acepté de un vecino un aventón al paradero. No fui la única que le dio las gracias al chofer. El hombre que se bajó junto conmigo del automóvil y que después –también conmigo- subió las escaleras para entrar a la estación terminal Constitución de 1917, debía tener veinte años más que yo –o hasta treinta, no lo sé-, y muchos miles de cabellos menos que yo. De primera instancia alegó que los pelones eran tiernos, yo no sé quién le habrá mentido para consolar su calvicie; no era feo por ello, pero al oírlo reconfortarse de esa manera no pude evitar mirar el brillo furtivo de su cuero cabelludo y entonces lo vi poco atractivo.
Me contó un poco de su vida: las cartas que le tocó jugar no fueron las mejores, pero obtuvo una buena puntuación con su tirada; terminó la secundaria y antes de poder continuar, se vio en la necesidad de trabajar para sacar adelante a dos hermanos pequeños y un padre cardiópata, para entonces su madre había muerto. Después comenzó a adularme diciendo que había en mí cierto encanto y presencia devastadora que le embelesaban y que –si no me molestaba- estaría muy complacido en acompañarme a mi destino; yo acepté, pues aunque era para mí un completo desconocido, no lo era para mis conocidos. El grado de los piropos aumentó hasta convertirse en todo un poema, yo sólo me reía: porque era gracioso y porque estaba nerviosa.
Como hombre que cuenta cientos de experiencias más de las que yo puedo recordar, me dijo que en el mundo me encontraría con muchas personas
más como él; que mientras elevaban el ego de mi vanidad femenina tramaban siempre algo más que yo no alcanzaría a percibir si me dejaba volar entre nubes lisonjeras, negándome a mí misma la oportunidad de una visión crítica de la persona que me hablaba y de los planes que me planteaba. Sin embargo, de cada una de esas personas, hay que tomar lo mejor, entenderlo y usarlo como más convenga; pues si la vida te da limones, le enseñaba su padre… Has limonada, asentí.
Para cuando pasábamos por la estación Coyuya, me había hablado ya sobre sus creencias: era ateo y decía que le parecía sumamente triste el terrorismo mental empleado por los judeocristianos al amenazar con un infierno perpetuo si dentro de los infiernos existentes en la vida no somos capaces de seguir determinadas normas. Cuando uno piensa en lo mal que le ha ido en los últimos años y le amenazan con algo igual o peor durante la eternidad que sigue a la muerte –si dicha eternidad existe para nosotros-, no queda más remedio que arrodillarse y persignarse ante tal o cual santo y los cientos de cruces de tanto templo se nos atraviesa, sólo por si acaso, ¿no crees?, me preguntaba.
Antes de llegar a La Viga, ya sabía que yo estudiaba ciencias en la UNAM y se propuso retar mi verde mentalidad matemática: me desafió a encontrar un número par que multiplicado por algún otro número, me diera como producto un número non. Me bastó el tiempo en que se cerraron las puertas del vagón para –con algo de desesperación- darme por vencedora vencida pues sabía muy bien que dicho número no puede existir, pues cualquier número, multiplicado por un número par produce otro número par; es algo básico, lo aprendemos desde la preparatoria. Lo que no se aprende desde entonces es a encontrar los trucos en las palabras que, con suavidad, le llegan a uno con el fin de embaucarnos –como me pasó aquél día en el
centro- en cualquier aspecto de nuestra persona. Después de instarme a pensarlo un poco más y que yo no concibiera la posibilidad siquiera de imaginarlo, el hombre reiteró lo hermosa que me veía y me dijo que bastaba un número par lo bastante grande para que, junto con otro de igual o mayor magnitud, me diera como producto –efectivamente- un numeronón, con permiso del lenguaje. Luego se puso a hablarme del conocimiento empírico y al masticado que nos escupen en la escuela cuando niños y a comentar que sin saber cuál de los dos podría ser mejor, sin duda la mayor parte de las cosas bien aprendidas tiene algo de ambos; pensé que, por un lado tendría razón, pero por otro no quería terminar de creerle.
Ese hombre se llama Oscar y me invitó un café la próxima semana; me pidió mi número de teléfono aclarándome –o aclarándose- que no habría más que un café y una plática interesante entre nosotros. Me acompañó durante el trasbordo a la línea nueve y después cambió de dirección; yo llegué a Centro Médico y trasbordé para llegar a Metro Universidad una media hora más tarde y quedar varada unos quince minutos a causa de la torrencial lluvia. Mientras miraba el agua caer, pensaba en que si bien el pelón no me había resultado tierno, sí me hizo del viaje algo ameno; luego que la lluvia se calmó un poco me fui caminando hasta mi cuartucho rentado en Santo Domingo, pensando en que si no hubiera llovido tal vez habría podido venirme en autobús y quizá no habría tardado tanto y no le habría dado mi número a un desconocido y… y… pero preferí dejar de alucinar con los hubieras y mejor me tomé la limonada.