Digresiones de mi vida

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Digresiones de mi vida

Los días y los meses se me fueron aglomerando en la almohada; los sueños me revoloteaban más allá de la noche, mas no había plasmado en mis paredes ningún color que safisficiera mis horas de vigilia. Entonces me alejé: como un monstruo cansado de rondar la presa equivocada.

Ahora me tomo un calmante a base de valeriana y pasiflora; espero que haga efecto y antes de volver a perderme en mis mundos soñolientos, me pongo a ordenar el material que he creado a esta fecha. Tal vez después me sea de utilidad, o quizá tan sólo desee volver a leer lo que algún día fue de mi mundo: mi otra realidad.

Salma Anjana Piñones Julio 2006


Cuentos


Buen día

A mitad del desierto corre el viento completamente seco; me enreda los cabellos con arena, se van apelmazando con mi sudor. Por mi frente van resbalando gotas, un par llega a mis labios sedientos; el salado líquido ya no me arde en ellos, me ha insensibilizado tanto dolor. Intento caminar y mis pies se hunden pesadamente en el inconsistente arenal. Estoy desfalleciendo, mi visión borrosa se percata de un súbito cambio de color: de ocres y azules a pálidos marrones. Caí rendido y mi rostro se ha clavado en el suelo seco... El polvo me va cubriendo, me va enterrando vivo.

–¡Maldición! ¡Se me hizo tarde otra vez! "Buenos días, buenos días, ¿qué hay de bueno en ellos? Apaga el televisor, ya no dan buenas noticias; hoy no quiero leer el diario, no quiero saber nada, con lo que sé es más que suficiente... y demasiado. ¡Bah! Buenos días." Me apresuro pensando: "Una pizca de misantropía para apaciguar mi día y olvidarme de tu maldita hipocresía." –¡Vete al carajo! No quiero nada, llevo prisa. Y el imbécil del espejo seguro se me queda mirando mientras salgo del departamento. –Buenos días –me dice alguien. –Sí, claro; buenos –y yo recuerdo: "Una pizca de misantropía..."

Camino, me tropiezo y pienso: "Si no quiero hablar, no hablo. El mundo es asqueroso. Buenos días, llego tarde al trabajo; desde luego ¡qué buen día! Sarcasmo: la más inocente de las armas blancas. Sinceridad: la más cruel; con ella he destrozado más corazones".

¿Qué hay de bueno en este día? ¡Tantos coches! ¡Quiero cruzar! ¿Por qué el pollo cruzó la carretera? ¿Cómo me dijo? ¡Ah! Sí, recuerdo: Lo sentimos, es por


el recorte de personal. ¡Pinche recorte de mierda! ¿Por qué el desempleado cruzó la carretera? Para buscar trabajo. Pero... ¿de dónde diablos…? ¡No!

…me va enterrando…


Esquizofrenia

El hombre de la silla de ruedas debía tener más de cincuenta años. Su cabeza vacilaba insistentemente sobre su cuello; me dije que quizá era porque le estaba negando algo a la joven que lo miraba discretamente desde el recibidor. Sonreí pensando en la estupidez de mi burla, fue una grosería que no pude evitar, estaba cansada. Me acerqué a él: me habían encargado que lo llevara a la habitación 122.

–¡Buenos días! –le dije, mas no respondió; noté que movía los labios ágilmente, murmurando algo que yo no lograba comprender, así que me incliné un poco para escucharlo. –...madre de Dios, ruega señora por nosotros... –rezaba. "Todo está bien" me dije. Sujeté la silla y comencé a moverlo; a mitad del jardín noté que dejaba de menear la cabeza, levantó la mano derecha indicándome que deseaba detenerse. –¿Sucede algo? –inquirí sin esperar gran respuesta. –Tengo que contarle a alguien, tienen que saberlo; escúchame tú –dijo. Entonces lo acerqué a una banca y me senté mientras lo miraba. –Lo escucharé; dígame –pedí con una seguridad que se desvaneció cuando me fijó su mirada oscura, profunda y con un arañazo de terror. –Jerusalén… Yo investigaba, sabía mucho, pero aún no sabía nada y quería saber ¿entiendes? ¡Quería saber! Que Dios me perdone, pero tenía curiosidad, ¡necesidad! ¡Yo quería saberlo todo! ¡Todo! Yo investigaba y sabía, pero aún no, ¡aún no!...

Su cabeza vaciló nuevamente y él bajó la voz, rezaba otra vez. Breves momentos después levantó la mirada al cielo y pude ver que lloraba. –Un anciano me dijo que la respuesta que buscaba estaba en el templo, debajo; habló de una gruta escondida, que supuestamente no había sido vista por hombre alguno que siguiera vivo, salvo... yo. Pedí permisos, me dejaron hacer


visitas, observar, pero no podía inspeccionar como era necesario, ¿cómo iba a encontrarla? Pero la encontré y… Perdóname, Dios mío, no debí, no era necesario saber, ya no quiero saber, comí del árbol prohibido; pero no, Señor mío, perdóname, el mundo tiene que saberlo, no puedo enloquecer y morir así, no puedo, ¡no quiero!; ¡Ayúdame, Señor!... Santa María, madre de Dios... Un médico me señaló que se hacía tarde, debía llevarlo. Me puse de pie desconcertada por esa mirada, pero repitiéndome que estaba trastornado, seguramente una emoción fuerte; "No sé de qué habla, y seguramente él tampoco" pensaba yo.

–¿A dónde me llevas, niña? ¡Tengo qué decirte! –Continúe, lo sigo escuchando –contesté. –Es porque no me entiendes ¿no es así? Mi alma se gangrena ahora y luego quizá se despedace en el infierno eterno, ¿no te das cuenta? Yo encontré la entrada, llegué a la gruta y fui hasta el fondo: ese rincón bajo la tierra que está tan remoto, pero que ni siquiera existe y sin embargo, está. ¡Yo entré! No me preguntes cómo; yo vi todo y ahora lo sé. Vi esa luz que no verán tus ojos; la vi con la piel, con todo el cuerpo, con el alma; esa luz que es sólo eso: luz. No da sombra, nada la detiene sino aquellas paredes de... ¡Oh, Dios mío! Perdona a estos seres humanos, no saben, no quisimos, ¡perdónanos!

Y el hombre con miedo y la aparente certeza de saber lo que decía, se balanceaba, se interrumpía, rezaba y lloraba. Llegamos a la habitación y él seguía rezando mientras los enfermeros lo acomodaban en la cama, yo lo miraba sin entender nada; el médico anotaba en un bloc y un enfermero le aplicó un sedante.

–...ahora y en la hora de nuestra muerte... Santa madre de Dios ¡protégeme! ¡He pecado, muchacha! ¡He pecado! Pero tienen que saberlo antes que sea demasiado tarde. Ahí abajo, entre la luz lo supe todo y es horrible, es miserable, es una contradicción que reduce nuestra existencia a nada, pero aún hay tiempo,


aún hay tiempo... Entonces me di cuenta que sus movimientos vacilantes son causados por el pánico y la desesperación que le aflora por donde puede. –¿Tiempo de qué? –pregunté. Por un momento se quedó quieto, el médico me miró desaprobando mi pregunta, terminó sus anotaciones y me dijo: "No lo molestes, no tarda en dormirse". Entonces se fue y el hombre volvió a mirarme. –Ya tienes curiosidad suficiente ¿verdad? Mira muchacha, esas paredes la encierran, pero esa luz es tan pura, tan perfecta que está haciendo grietas; en unos años saldrá y todos sufrirán el mismo castigo que yo cuando la luz entré en su alma y sepan lo que no imaginan siquiera poder saber, se gangrenarán por dentro tanto como yo, porque somos miserables y sabemos y somos aún más miserables porque lo sabemos, pero lo hemos olvidado, ¿comprendes? El conocimiento vano opaca el alma y la luz te rompe la costra, penetra y quema porque lo sabes todo y abruma porque no sabes saber. La verdad es tan simple y profunda; tan cruel y tan obvia que mata. Cuando la luz salga, el mundo sabrá la verdad y benditos serán los niños que nada saben y benditos los inocentes como ellos. Quisiera no saber nada. ¡Perdóname, Dios mío! Perdóname... Santa madre de Dios...

El hombre fue cerrando los ojos llorando y rezando; rezaba más con sus lágrimas que con sus labios. Tomé el bloc que el médico dejó a los pies de la cama y leí en el margen a lápiz: Historiador obsesionado. Y entre los renglones del diagnóstico: esquizofrenia. "Quizá realmente sabe demasiado" pensé.


Brevedad de mi amor a la flaca

La muerte se acerca a mi lecho; no sé si me busca a mí o a tu recuerdo...

"No puedes enamorarte de mí", me decía siempre; pero nunca me explicó el porqué. Quizá no era la más bella, no tenía que serlo, pero era sumamente atractiva. Su mirada –un tanto hueca y perdida– denotaba un misterio que incitaba a descubrirle mil secretos. Cuando supe que existía quise conocer a tal mujer; cuando la vi cerca me apasioné.

"No puedes enamorarte de mí", insistió una vez. "Lo que no puedo es evitarlo, mucho menos si te comportas así", le respondí. Continuamente iba a verme y coqueteaba conmigo por el espejo. En más de una ocasión se acercó tanto a mí que sentí la fría amenaza de un beso. Y pude finalmente enamorarme de ella; cada noche la miraba: pálida, silenciosa, expectante como un cazador al acecho de una de sus mejores presas, aunque ya no precisamente suculenta. "¿Por qué no puedo enamorarme de ti?", le pregunté anoche mientras la miraba por el espejo como siempre; pero me huyó: caminó sin contestar y se paró junto a la ventana. El aire jugaba con sus negros cabellos y yo la veía insistentemente; pero no respondió.

Cuando la noche instaló definitivamente su penumbra en mi alcoba, dejé que la almohada abrazara mis sienes y me lancé al sueño. De pronto sentí su peso acomodándose en mi colchón y supe que jugó con mis cabellos hasta el alba. No puedo entenderla, pero sé que me ama. Desperté con tristeza: el sol resplandeciente no hizo más que iluminarme su ausencia; sin embargo, sé que esta noche volverá como tantas otras.

Pensar en ella me espanta el apetito; he vuelto a dejar servido el desayuno, pero


es que yo jamás dije que tuviera hambre. Sin intentar para nada levantarme de la cama o salir de entre las sábanas, me quedo a esperar el ocaso que –para aumentar mi angustia– tarda horas en llegar. Escucho lo que creo es el silencio hasta que me percato del incauto tic-tac de un reloj lejano. Alguien más ronda la casa: su tristeza me resulta incomprensible y estúpida, lo mismo que su terca insistencia en alimentarme. No me interesa, sólo espero que caiga la noche nuevamente para que ella vuelva.

No sé por qué lo dice, pero sí pude enamorarme de ella y sé que ella también me ama ya. El dorado atardecer me da júbilo; mi corazón se acelera emocionado. Cierto cansancio me hace cerrar los ojos algunos minutos y al abrirlos ahí está ella, como cada noche. Está tan cerca de mí que la veo y ya me siento invadido por un nerviosismo adolescente. Sus labios amenazan con besarme y es entonces que al fin entiendo que no puedo enamorarme de ella; si me besa seré suyo, podrá llevarme por siempre, pero nunca será mía, porque ella es de todos. Me besa fríamente; debía hacerlo; yo cierro los ojos y me pierdo... y me duermo, no despierto.

Alguien culmina su tristeza con un llanto desesperado. Grita como si le doliera algo muy dentro del alma y se ahoga en angustiosos sollozos. Ella me besó, se adueñó de mi alma y sin embargo, sé que ya no voy a volver a verla.

La muerte durmió conmigo, pero sólo quería un beso.


La loca

–¡Ella está loca! –gritó el oficial señalando a una joven que miraba absorta a través de la ventana– ¿No lo ve? Encárguese de ella; se supone que usted sirve para eso.

Y el hombre salió refunfuñando del departamento de psicología, mientras el médico miraba con cierta pena a la chiquilla; sigiloso se acercó hasta ella y se perdió en su triste mirada: inocente, pero sumamente perturbada. “¿Qué sucedió contigo, preciosa?” inquirió con voz suave el médico; y entre gestos, lágrimas y balbuceos la niña expuso el motivo de su mórbido estado.

El reloj marcaba las cinco de la tarde, el sol extinguía paulatinamente la provisión de luz para ese frío viernes de invierno. Los perros ladraron y los gatos corrieron despavoridos por las azoteas, aunque nadie les prestó atención. El viento se detuvo súbitamente. El silencio era tal que parecía aumentar en algo la densidad del aire. El tiempo aletargado acentuaba la predisposición a la desgracia. Entonces fue: vibró la tierra desatando una furia incesante. La criatura estaba sola en la azotea de una casucha de dos pisos, sintió el vértigo de un movimiento ondulante y prefirió echarse al suelo antes que caer.

Las frágiles paredes pronto se llenaron de grietas y terminaron por resquebrajarse en cuestión de segundos. La jovencilla sintió el vuelco que dio su corazón empujado por su estómago cuando el techo del edificio se desplomó con ella encima. Otras tantas construcciones flaquearon y cayeron al suelo convirtiendo a la ciudad en un conjunto de fichas de dominó derribadas. Los gritos y lamentaciones hicieron correr de nuevo al viento que comenzó a difuminar cegadoras polvaredas. Los rostros que salían de entre los escombros, llevaban masas pegadas en la piel: masas formadas de tierra, cemento molido y sangre.


Comenzó la movilización de unidades de socorro y cuerpos de auxilio, pero pasaron horas de gritos ahogados, gemidos fatales y llanto, mientras se continuaban las búsquedas incansables de desaparecidos. Un oficial vislumbró, entre polvo y escombros, una menuda silueta sentada en la cumbre de un montón de restos de cal: se acercó y descubrió un suave cuerpo lleno de golpes y con una obvia fractura de tobillo; le habló sin recibir más respuesta que una mirada que escudriñaba su uniforme. Al percatarse de cuán alterada estaba la tomó entre sus brazos y la llevó consigo. Le inmovilizó el tobillo, quiso hacerla hablar, que comiera o bebiera algo; pero sus intentos eran vanos, la chica no respondía. Desesperado la cargó de nuevo y la llevó hasta las únicas oficinas que soportaron el desastre. Ahí habló con un hombre y se dio la media vuelta dejándola con su pie inmóvil; salió furioso, impotente; insultándose al sentir el calor de una lágrima correr por su mejilla.


Morir después de muerta

En aquellos días me sentía lerda, inútil y ausente. Esa noche en particular nada me había motivado a ponerme en actividad, aunque de pronto me levanté de la cama y fui a buscar algo de comer a la cocina. Descubrí que prácticamente estaba vacía –al parecer hacía días no salía a la calle y todo se fue terminando– salvo por una pequeña bolsa de semillas de girasol. Por un momento pensé en volverme a la cama con las manos vacías, pues yo no iba a ponerme a abrirlas una por una como el perico, pero después me dije: Si no me las como yo, ¿quién lo hará? Y es que para ese entonces yo ya tenía la seguridad de que mi verde amigo estaba muerto en su jaula de la azotea, pues desde que lo dejé de atender no había dejado de gritar y de repente –tres o cuatro días atrás– no se le había vuelto a escuchar; no sé, tal vez se murió de sed por el solazo que ha habido. A final de cuentas me metí a la cama con mi bolsa de semillas; después de un rato tenía demasiada basura allí y decidí que ya era tiempo de ir a tirarla, porque yo no pensaba dormir con ella. Entonces me senté en la cama, con la bolsita en la mano y la basura aún sobre la sábana, y metí los pies en las chancletas; supongo que lo de sentirme lerda se quedó corto pues lo que pasó después me resulta aún increíble por tan estúpido que fue.

Resulta que, por alguna razón –todavía desconocida para mí– la bolsa se me cayó y terminó como a un metro o poco más de mis pies. Entonces yo tuve la brillante idea de meterme a la boca el último montoncito de semillas que había sacado antes de cerrar la bolsa y, sin pararme de la cama, me incliné hacia adelante intentando alcanzar el plástico. Para poner mantener el equilibrio levanté los talones del piso y me seguí inclinando hasta que ya no contaba con apoyo en la cama, sólo con un brazo extendido que luchaba por llegar hasta las semillas y la otra mano ya en el suelo manteniendo mi peso, igual que las puntas de mis pies. Para mi sorpresa, el talón de mis chancletas quedó por dentro del tambor de la cama y mis propios talones por fuera, de forma que cuando me incliné un poco


más, mis chancletas se opusieron y perdí el equilibrio; en fracciones de segundo sentí la caída; con el susto aspiré hondo y las semillas se me fueron a atorar en la garganta. No me hizo falta

enloquecer

por la asfixia

o

querer

toser

impetuosamente pues en la caída me di tal golpe en la frente que no tenía control alguno sobre mí; sentía dolor, pero era un sufrimiento adormecido y así en un instante quedé inconsciente en el suelo.

Cuando hablé con ella me dijo que, casualmente, el perico había caído muerto en la misma posición en que caí yo; y extrañamente, también se había atragantado. Al parecer a ella le resultaba gracioso, yo sólo arqueaba la ceja derecha –si es que así se le puede llamar– mientras miraba en ella la mueca que intentaba ser sonrisa. Así fue que me llevó hasta mi nuevo hogar. Es muy parecido a mi conjunto de paredes habitual, mi amigo verde me esperaba desde –ciertamente– tres días atrás.

Ahora estamos muertos; aquí no hace falta nada, ¿o será que nada parecemos necesitar?, aunque todo está tan vacío como lo estuvo la que en vida fuera mi casa; pero irónicamente, en un rincón he descubierto una bolsa de algún material extraño que contiene algo así como semillas de girasol. Llevo un tiempo mirando al perico –meses o años– pues al parecer ambos tenemos la misma pregunta.


Inés

–¡Inés!, ¡Inés! –¡Acá estoy! –Y ¿qué estás haciendo aquí? –Estoy mirando el agua. –Sí, ya lo veo, no tienes ni qué decirlo. –Y tú no tendrías por qué haber venido a preguntarlo. –Está bien, me estás corriendo, me voy. Se sacude el vestido y con un movimiento de su mano sugiriendo indiferencia se va alejando, dejando a su hermana con la mirada perdida en el arroyo. Y empieza a llover, sin embargo, Inés no se mueve, sigue ahí sentada sobre la piedra, quieta, con la mirada fija en las ondas que provoca la lluvia.

–¿En qué piensas, Inés? –En nada. –¿Por qué no te creo? –No lo sé, porque no quiere, tal vez. –Hija, no engañarás a tu madre tan fácilmente, mas si quieres intentar, adelante, pero deja de mirar la taza, tómate el atole si lo vas a querer. E Inés divaga sin saber por qué. Un sorbo y en su mente pasan imágenes sin detenerse y ve tantas que no ve nada.

Mi padre se ha ido de casa, es probable que no lo vuelva a ver, nadie en el pueblo sabe a dónde se fue. Tengo una hermana, Cecilia, tiene doce años y es una barbaridad de molestia. Mi madre, Margarita, es una mujer trabajadora que lucha por nosotras cuanto puede. Yo sólo soy Inés.

–¿Adónde vas, Inés? –Voy a caminar, madre.


Inés camina como flotando sobre las calles empedradas, luce un ligero vestido de manta que ensalza sus caderas a cada paso que da.

–Buenas tardes, Inés ¿Cómo está tu madre? –Muy bien, ¿cómo está usted, doña Ramona? –Pues ya ves muchacha, aquí animosa haciendo lo de uno, torteando que ya va a ser hora de comer. –Que termine pronto. Saludos a los suyos. –Dios te bendiga, hija. Pedro está en una esquina, Inés no lo nota, está afilando la pequeña hoz de siempre, pero al verla abandona su tarea y se detiene a mirarla. Está embelesado mirando a esa morena en su caminar perdido. Inés se sigue sin disminuir el paso ni siquiera un poco, para mala suerte de Pedro.

–¡Mírenlo nada más! ¿Qué tanto cree que mira? ¡Haga lo que debe y lárguese a trabajar! –Ya voy, apá. Inés se sienta en la banqueta, antes de llegar a la casona de los García, mira calle abajo por dónde ha venido y ve, en las afueras del pueblo, su casa donde seguro está su madre haciendo algo de comer. Y pierde la vista entre las tierras que se alcanzan a ver más atrás, mientras pasa el tiempo y se pone a recordar.

Mi madre trabaja como costurera en el pueblo. Vivimos bien por lo que heredó de mi abuelo, de no ser por eso, no habríamos ido a la escuela y ahora estaría, tal vez, torteando con Doña Ramona o trabajando de criada en la casa de los García. Mi abuelo, Don José, tuvo una infancia de pobreza, pero él fue mejorando su situación hasta tener lo que conocimos, fue un hombre muy valiente, todo un macho, según decía, aunque sólo Dios sabe qué de lo que contaba era verdad y qué más era sólo parte de su imaginación, ya estaba viejo.


"Carmen, toma el balde y tráete la ceniza. Tú deberías hacer algo, José; ve con Carmen a la milpa y te traes las hojas para envolver las corundas." Mi abuelo recordaba haber oído las indicaciones y luego comer los ricos tamales amarillos. Pero nos contó una vez, que llegó un tiempo de hambre. No había nada para comer y la tripa, que nunca se queda callada, pide lo suyo y los deja rejegos. Entonces mi abuelo salió de casa y volvió con un puñado de ceniza. "Pa' que comamos, tamales de ceniza ¿no, amá?" Decía mi abuelo que estaba todavía pendejo y el hambre lo remataba.

–Inés, ¿vas para tu casa? Me mandaron a llevar estas telas con tu madre ¿te vas conmigo? –Sí, Juan –respondió recién vuelta a la realidad–. Vamos que ya se me ha pasado la tarde.

Juan la mira, muchacha de pueblo, pero muy bonita. Ella por su parte piensa que va caminando con uno de los García, muy atractivo por cierto.

–¿Es cierto que te irás a la capital a estudiar arquitectura? –pregunta Inés. –Sí, es cierto, me iré en un par de meses. ¿Y tú?, ¿Qué harás en este pueblo? –No lo sé, espero salir para estudiar el bachillerato. –Tienes quince años ¿Verdad? Pues sí, está bien que intentes salir de aquí, serás la primera muchacha de este pueblo en hacerlo. Y así, hablando suavemente, pasan ante los ojos de Pedro quien envidia, ahora más que antes, la suerte del joven Juan.

–Inés, mira cómo empieza a cambiar de colores el cielo. Es muy bonito ¿no crees? –Deberías verlo desde el arroyo, es más que bonito. –¿El arroyo? Quiero ir.


–Está a unos minutos de mi casa. –¡Qué bien! Puedes llevarme y luego llevo las telas o... –Te llevaré y yo me llevo las telas –interrumpe Inés. Aún falta tiempo para que el sol se oculte. Inés lleva casi toda la tarde caminando por el pueblo. Llegan al arroyo y ella invita a Juan a sentarse en la piedra en que ella acostumbraba descansar.

–Dame las telas, las llevaré –dice Inés –¿Ya?, ¿No vas a acompañarme un poco? Creí que veríamos juntos la puesta de sol. –No pedí permiso de salir más allá del atardecer. –Bueno, vas, le das las telas a tu madre y preguntas si puedes salir un poco más. Si no te deja, no insistas, yo comprenderé y será otro día.

No debería volver, oscurecerá y si alguien me llega a ver con él, podrían correr rumores por el pueblo y a la señora García no va a gustarle, y a mi madre con menor razón.

–Madre, estas telas las mandan de la casa de los García. Voy al arroyo a ver la puesta de sol. –Deja las telas en la mesa y abrígate muchacha que el sereno te hará mal. No tardes mucho, vamos a cenar. Y el sol se va ocultando detrás de los cerros, allá en la distancia, mientras el agua que corre lentamente, atestigua el encuentro inapropiado de los dos que habiendo querido ver el sol, lo pierden de vista en la indiferencia de unos besos y un repentino arranque de pasión.

–Inés, ¿a dónde vas?, ¿Qué no vas a cenar con nosotras? –pregunta la madre. –La verdad es que no tengo hambre ahora, me voy a acostar. Buenas noches. –Hasta mañana –responden las mujeres que se miran con una incógnita en el


rostro.

Los atardeceres pasan en el pueblo con la rutina de siempre. En el templo, las rezanderas a las seis. Hombres vienen, hombres van. El joven Juan se ha ido, en una de estas tardes, sabe Dios hasta cuándo se le vuelva a ver. Y el sol vuelve a pasar por encima de nuestras cabezas una y otra vez. Sale en una mañana diferente.

–¡Cecilia!, ¿en dónde está tu mamacita? ¡Margarita! –llegó gritando doña Ramona. –Ya la llamo, permítame –contesta Cecilia y se va corriendo al ver el desesperado rostro de la tortillera. Dejando de lado el mandil corre Margarita. –¿Qué sucede, Ramona?, ¿Por qué la prisa? –Es Inés, pasaba conmigo, estábamos platicando, ya sabes, cuando se me cayó allí. Ya fueron por el doctor, yo vine a buscarte, mi muchacha la está cuidando.

Las tres mujeres suben por las calles tan rápido como pueden, Ramona, que hace días cojea de un pie, se va quedando mientras mira a la preocupada madre correr donde su hija. Los vecinos se han aglomerado en la entrada de la pequeña casa. "Dejen pasar a la madre" grita alguien. Inés abre ligeramente los ojos y apenas ve, encuentra la mirada de su asustada madre y a su hermana que entra tras ella. "¿Qué está sucediendo?" se pregunta. "El doctor está aquí, no imagines cosas, Inés. Todo está bien, espera, cálmate. ¡No llores, Inés!" dice su madre. Pero es en vano, sus ojos se humedecen ante la duda.

–La muchacha está encinta –dice el médico para gran sorpresa de la madre y respuesta a las dudas de Inés. –Pero, ¿cómo puede ser? –y sus ojos se nublan y acompañan a los de su hija.


Pedro y su padre están en la puerta con doña Ramona y otros tantos que no saben hacer nada mejor que entrometerse donde no les llaman. "Miren nomás quien fue a resultar", "¿De quién será, tú?", "La que se quería ir de aquí". Los comentarios golpean con fuerza en Pedro quien no hace más que intentar tragarse un nudo en la garganta. Él, enamorado de ella y ahora su morena será madre.

Pero, ¿qué diría mi abuelo? Seré una vergüenza para él si me está viendo desde el cielo. Siempre progresando, tan trabajador y yo embarazada. ¿Y mi madre? Luchando por darnos lo mejor posible y yo con esto. ¿Qué voy a hacer, Dios Santo?

–¿Quién es el padre, Inés? Tendrá que cumplirte, ¿quién es? –pregunta la madre deteniendo su llanto. La gente detiene los murmullos para escuchar el nombre, pero Inés no responde, sólo aumenta las lágrimas.

¿Cómo puedo decirles que es Juan? Nadie va a creerme, él va a negarlo, su madre y su familia lo harán. No debo decirles, me llamarán mentirosa.

Inés sigue llorando, la gente murmura "Ya ni se acuerda...” y esos comentarios pesan.

–Inés, responde ¿quién es el padre? –y a su voz la sigue un silencio que ahoga y para sorpresa de todos, se rompe. –El padre, soy yo –responde Pedro con la frente en alto, apretando con fuerza la hoz de siempre, la que ayudará para solventar dos vidas más.


José Franco

A veces pienso que la muerte es una puta barata; busca meterse con todos: jóvenes y ancianos, hombres y mujeres. Sin embargo, nunca ha querido encontrarme. Hace años, cuando vi a mis hijos casarse, pensé que ya no era indispensable; que el día en que ella decidiera venir por mí, sería el apropiado. Yo sólo tendría que confiar en que mis bien educados hijos cuidaran a su madre.

Hubo una tarde en que volví a casa del trabajo, se respiraba una atmósfera fría y triste; cuando entré, mi hija mayor corrió a abrazarme con el rostro lleno de lágrimas: mi señora había muerto. Tenía muy buena salud, nadie lo imaginó; dice mi muchacha, que simplemente se sentó como en uno de esos días en que ya no hallaba qué hacer de tanto que le parecía urgente; mis dos hijas estaban en casa, habían ido a ayudarle a su madre con la comida y dice Laurita –la menor–, que de pronto Josefina le llamó: "hija, ven a ver esto"; y nunca supo qué quería mostrarle porque sólo cerró los ojos y durmió para siempre. Yo quedé muy confundido, todavía me pregunto por qué si sabía dónde trabajaba no fue a buscarme viendo que no estaba en casa. ¿Qué tenía que ver Josefina? ¡Los asuntos se arreglan de frente!

Cuando quedé viudo me sentí solo; dejé de ir a trabajar, me pasaba las tardes en el patio esperando el día en que la desdichada muerte quisiera ir a buscarme otra vez; pero los únicos que me buscaban eran mis hijos, para visitarme, para llevarme o para presentarme algún nuevo nieto. Yo seguía esperándola y ella no llegaba; mi cabello encaneció y mi rostro se tapizó de arrugas. Mis nietos se fueron casando, y yo seguía en el patio viendo cómo el sol se va a dormir cada noche un poco más viejo.

Un día mis hijos vinieron por mí, pero faltaba uno; nos estaba esperando acostado en su féretro; lo velamos, lo lloramos... lo enterramos. Así enterré uno a uno a mis


cinco grandes hijos. Luego fueron mis nietos los que iban al patio a visitarme, a llevarme o a presentarme algún biznieto; pero la perra muerte nomás no llegaba. Con el cuerpo cada día más destrozado, me levanté una mañana y dije que yo mismo iría a buscarla. Estuve lejos de casa algunos años, cuando volví descubrí que toda mi familia me era desconocida, ninguno de mis biznietos tuvo el gusto de presentarme a su descendencia.

Si le cuento esto a usted es porque estoy necesitado de ayuda; le suplico que el día que se tope con esa ramera, antes de que lo arrastre y lo envuelva con sus enaguas, le diga que la sigo esperando, que tiene un retraso de no sé ya cuántas décadas a nuestra cita, dígale que ¡pues me busque! Que ya me urge, coméntele que vivo donde mismo que no tendrá problema en llegar, sólo que ahora es un edificio grande y tendrá que tomar ascensor; que si acaso me olvidó soy José Franco Contreras de allá del pueblo, o mejor dicho: de la ciudad de Zamora, Michoacán.


Abre los ojos

–Ya es hora, Ramón: abre los ojos. Arriba el techo blanco decorado con estrellas; debajo la mullida cama que le invitaba a quedarse con ella. –Levántate ya, Ramón. –Nanay, no quiero –responde escondiéndose bajo las sábanas. La mujer tira con fuerza de los lienzos destapando al muchacho. –¡Arriba! –¿Dónde? –Arriba, en aquella rama –señala con la izquierda la chiquilla– ¿lo ves ya? –Es un gato muy feo. –Tú eres más feo, Ramón; y así te quiero. –Isabel... Isabel, ¡Isabel! –musita y luego grita mientras sube por el árbol–. Todo por un gato feo, pero ¡Ay de ti si me mato! –Puede que no te importe si me mato ¿verdad? –inquiría con vehemencia el joven. –¿No es así? ¡Responde! Ya ni siquiera me miras, ¿qué hice mal para que me dejes así? ¡Tantos años juntos! ¿Cómo es posible que sólo me digas eso? "Ya no te quiero" ¿así como así? ¿Crees que eso basta? –Por favor, vete ya. –Si ya me iba, Chabela; pero nomás no te arrepientas. El muchacho dio la media vuelta y una lágrima corrió por la mejilla de Isabel. –¡No lo muevan! –gritó una voz, pero el hombre se giró un poco. –Gracias a Dios, ¡está vivo! –se dijo la mujer dejando escapar un angustioso suspiro–. Pero si es Ramón, ¡por Dios! ¿Cómo te sientes? –Nomás no te arrepientas, Chabela –dijo Ramón con debilidad. –No digas eso; quédate quieto que ya viene la ambulancia. Arriba el cielo azul tapizado de nubes blancas; abajo el duro pavimento. –Nanay, Chabela, no quiero; yo tampoco... te quiero ya –dijo cerrando los ojos.


–Ya llega la ambulancia, Ramón, te pondrás bien; ya es hora: abre los ojos; ¿la ves ya? Ramón, ¡por favor! –lloriqueaba Isabel– ¡Abre los ojos! Un paramédico se acercó y le tomó el pulso. Una sábana blanca le cubre el rostro. Ramón duerme. Arriba oscuridad; a su alrededor, tierra. Ramón tiene una pesadilla, escucha una voz lejana y suave: "Ya es hora, Ramón: abre los ojos".


Fobia

María Eugenia Domínguez vio su sueño hecho realidad un veinticuatro de octubre, fecha en que contrajo matrimonio con Alfredo Reséndiz, único heredero de la fortuna de su familia y recién graduado cirujano. María Eugenia tenía entonces veintitrés años y Alfredo iba llegando a los treinta; la joven pareja lucía bella y prometedora. Desde que volvieron a casa de su luna de miel, María Eugenia dedicó sus días completos a atender su casa y su marido, y en sus ratos libres pintaba con acuarelas o plantaba y transplantaba los geranios del jardín. Pasado un año Alfredo comenzó a notar a su mujer algo distante a su llegada: Eugenia se estaba sintiendo sola. En la gran casa la acompañaban Esther y Rosa, dos jóvenes muchachas que la ayudaban con la limpieza o cuanto necesitara, pero principalmente le facilitaban la tarea de romper el lúgubre silencio que se apoderaba de la casa; sin embargo, dicha compañía no satisfacía a Eugenia. Fue así que la pareja pensó que la mejor manera de alegrar su hogar sería con la risa de un niño, su primer hijo. La sola idea iluminó el rostro de María Eugenia quien con renovados bríos adornó la casa. Con un dulce frenesí buscaron el embarazo. Pasaron unos meses y aún no había novedad, pero no llegaron a desanimarse. Una tarde, al llegar a casa, Alfredo no fue recibido en la sala como todos los días, su mujer estaba sentada en el patio dándole la espalda a la puerta; al oír sus pasos Eugenia no se inmutó, él se acercó hasta ella y al mirarla se encontró con sus ojos bañados en llanto. –Mira –le dijo mostrándole una chambrita–, la he hecho en un solo día. Alfredo abrazó fuertemente a su esposa, la besó y le limpió las lágrimas; poco más de ocho meses después nació el pequeño Alfredito. El montoncito de carne era regordete y rosado, sano y llorón; pero desde que nació tuvo los ojos a medio abrir: apenas se alcanzaba a ver el iris que verdeaba bajo sus párpados.

Una tarde de Junio, el pequeño Alfredo estaba en brazos de Esther mientras Eugenia tomaba un baño; como había estado lloviendo constantemente, la casa


se había llenado de mosquitos y otros bichos, así que Rosa irrumpió en el cuarto donde estaba Esther con el niño y empezó a perseguir mosquitos; a Esther le resultó muy cómico ver a su compañera en esa eufórica persecución de modo que le señaló a Alfredito la escena. El pequeño miraba consternado los rápidos movimientos de Rosa y sentía el pecho de Esther moviéndose conforme su risa en su espalda, de pronto Rosa vio una araña en la pared y sin mayor premeditación le acomodó un chanclazo; la criatura observó aquél acto y abrió los ojos a más no poder, escondiendo los párpados detrás de sus ojos verdes; asimismo empezó a llorar, entrecerrando los ojos de vez en cuando y abriéndolos rápidamente. No cesó el llanto sino hasta que se quedó dormido con los ojos a medio cerrar. Pasaron las semanas y los balbuceos no prosiguieron, jamás llegó a hablar. Alfredo lo llevó a revisar por sus colegas más admirados quienes coincidían en que el niño estaba asustado; era un pánico constante que disminuía en sus ratos de cansancio volviéndose sólo miedo. Lo llevaron con las sobanderas y rezanderas a fin de curarle el espanto, pero nada cambiaba. A sus dos años, Alfredito era un niño que no movía más que los ojos y ante cualquier movimiento del mundo comenzaba a llorar, sudaba frío, tenía taquicardia e hiperventilación hasta que, cansado, se iba quedando medio dormido. Era muy triste para Eugenia acercarse a alimentarlo pues sabía el mal estado en que quedaría después; si es que en realidad podía hacerlo comer. Se fue haciendo necesario darle sueros y demás intravenosas. El pequeño Alfredo parecía tener miedo de todo cuanto se moviera; una fobia descontrolada al mundo, que lo estaba consumiendo irremediablemente. El regordete se había languidecido; la tristeza llenaba el corazón de María Eugenia que lloraba diariamente de seis a siete de la tarde abrazada a su marido que intentaba sostenerle el alma. También ellos se fueron debilitando.

Alfredito tenía dos años, seis meses y unos días la mañana que despertó y no abrió los ojos más de lo que ya los tenía abiertos mientras dormía. Ese día no lloró al ver a su madre acercarse lentamente a su lecho, al contrario: le extendió


los brazos. Eugenia sintió un vuelco de alegría en el corazón y se llenó de dicha nuevamente. Alfredito estaba mudo, pero tranquilo ante el escaso movimiento de la casa. Lo que sea que lo hubiera asustado tanto, ese día lo tuvo sin cuidado. Se trató de levantar, quiso andar, ponerse al corriente de todo cuando se había negado a aprender por permanecer temeroso e inmóvil ante la vida. Dio unos pasos que sus padres aplaudieron mandando llamar a los vecinos, festejaron con gran pompa la vuelta a la vida de su primogénito.

Al anochecer todos estaban cansados y dichosos, los amigos y vecinos se retiraron entre abrazos de sinceras felicitaciones y buenos deseos. La familia durmió junta esa noche con un aire de extrema paz. Al amanecer, Eugenia encontró

los

ojos

de

Alfredito

completamente

cerrados,

su

cuerpo

completamente sosegado no se movía; impaciente trató de despertarlo, mas fue en vano. Su ímpetu despertó a su marido quien confirmó que el pequeño había muerto; con el cabello empapado por sus lágrimas, Eugenia estaba cada minuto más seca y desconsolada. Se fue deshidratando y cansada de tanto llorar empezó a sollozar, abrazada al cadáver de su hijo que se negaba a abandonar, repentinamente se ahogó entre dos profundos sollozos y quedó postrada en la cama junto a su hijo.

Alfredo, que había olvidado cómo llorar, vistió un luto vitalicio y luego de enterrar a sus dos amados, dedicó su vida a entender esa fobia tan particular que le arrancó la felicidad: la fobia a la inevitable muerte.


Izquierda

El médico me dijo que estuve en coma ocho años; luego, con una gran sonrisa, comentó que había tenido suerte en despertar, pues el hospital cerraba y no había nada qué hacer conmigo; ni siquiera había quien me reclamara, por lo que estuve a unas horas de ser movida del triste catre donde fui abandonada – hospitalariamente, claro– para dirigirme, junto con otros cuerpos, ya inservibles para fines prácticos, a la fosa común. Me dicen que yo estaba casi tan muerta como una piedra cuando a mitad del camino abrí los ojos y me levanté: una segunda oportunidad.

Al día siguiente supe que el hospital –el último de la región– había sido demolido. Comencé mi ambulante recorrido a la ciudad en ruinas buscando un rostro amistoso entre el montón de cuerpos cenizos, labios partidos, muecas hostiles y ojos rojos; no encontré sino una pandilla que me rodeaba con el afán de hacerse de mis pertenencias: las cuales constaban de ocho pesos en un sucio bolsillo de suéter viejo y deshilachado así como mi fría bata de hospital. Sobra decir que mis ocho pesos carecen de valor comercial en estos tiempos por lo que lo único que había en mí era, precisamente, yo. Al darme cuenta de lo que aquellos ojos veían ansiosamente como objetivo busqué el cuerpo más débil del círculo que me rodeaba y empujándolo con toda la fuerza que había en mí luego de los años de inactividad, salí del centro y corrí tan rápido y lejos como pude; me sentí tropezar un par de veces con los escombros; sufrí desesperadamente el cansancio por la falta de aire limpio oxigenándome, de pronto sentí el ansioso calor de unas manos alcanzando mi espalda y vi el mundo oscurecerse a mi alrededor.

Cuando volví a abrir los ojos, una larga cabellera blanca me envolvía: estaba abrigada –literalmente– por las canas de un anciano que me tocaba la frente con su mano rugosa manchada de sangre; entonces me di cuenta del dolor, me había desplomado y una roca hizo lo suyo al chocar mi cabeza contra ella. Los que me


había perseguido se alcanzaban a ver a lo lejos: caminaban lerdos, se disgregaban poco a poco.

–¿Dónde está tu gente?– inquirió el viejo; brevemente le hice saber que estaba sola, recién vuelta a la vida. Luego de escucharme guardó un pequeño silencio y dijo: Más te valdría no haber despertado; no es a la vida a dónde has vuelto. Se levantó con una fuerza contrastante con su senil apariencia y empezó a andar en dirección contraria alejando de mí sus abrigadoras canas. –Sígueme– dijo, y yo obedecí.

Llegamos al único edificio que se veía en los alrededores y mientras subíamos por las descompuestas escaleras me preguntó: –¿Qué has visto del mundo? –Sólo rostros hostiles y ruinas –contesté. –¿Has visto mujeres? –Una, en el hospital: estaba inconsciente. Luego de subir una altura considerable salimos a un balcón y me mostró el atardecer como fondo de los restos de concreto que alguna vez fueron mi ciudad; humo y suciedad a diestra y siniestra; un silencio abrumador con repentinos alaridos a distancia. –¿Qué ha pasado?– le pregunté mirando con tristeza el horizonte desde la oxidad barandilla. –La humanidad cayó vertiginosamente en su miseria atrayendo para sí, solamente desgracia– explicó con la mirada perdida como si volviese a ver lo sucedido, luego añadió–: ya no quedan instituciones, ni ciencia, tampoco religión. Los hombres creen sólo en lo que ven y lo van devorando todo: a sí mismos inclusive. Quedamos pocos con autoridad y hemos tomado medidas para que nuestra raza destructiva llegue a su completo fin y cese definitivamente esta agonía del ser. Por eso ya no hay mujeres. Fue en ese momento que sentí sus manos presionando con fuerza mis caderas y


empujándome contra la balaustrada que cedió sin dificultad ante mi peso y su fuerza para dejarme caer no sé cuántos pisos directo al sucio pavimento; pero llevo unos minutos mirando la nube gris que pasa por el cielo y aún estoy conciente; hay un resto de claridad en mi mirada, aunque ya no siento la tibieza de mi sangre en el cuello empapado.


Escondidas en un cielo

Una noche me soñé devorando sin piedad un par de toronjas rosadas y jugosas; en mi sueño mi madre se acercaba por mi espalda y al descubrir que comía, me decía: "¿Sigues comiendo? ¡Endemoniada muchacha! Ya basta, ¿que no ves cómo estás quedando? Ya tienes el vientre abultado como una pelota". Yo constataba su observación con lentas caricias y antes de seguir comiendo le decía con un poco de tristeza: "Creo que tengo lombrices". Luego desperté y supe que estaba embarazada.

Desde ese día estuve inquieta; me contagié del insomnio de mi madre que no dejaba de jalarse los cabellos y murmurar: “¿qué vamos a hacer ahora, qué vamos a hacer?”; y cuando mi cintura se perdió detrás de una protuberancia descomunal, volví a dormir y comencé a soñar con ella: era menuda y del color de su padre, por eso pensé que debía llamarse Maura.

Maura llegaba a mí todas las noches después del vaso de leche, traía una sonrisa hermosa: tan hermosa como es la sonrisa de una criatura nonata. Mi madre se acercaba a abrigarme mientras Maura me tomaba la mano izquierda. Los últimos murmullos que escuchaba del mundo se perdían envueltos entre risas y ecos oníricos: “el espíritu santo, el espíritu santo…”

Despertaba para descansar: mis días eran varias veces más tranquilos que mis noches. Maura corría a toda la velocidad que alcanzaba y yo corría tras ella, sentía miedo de perderla en esos mundos tan mal coloreados de mis sueños, no quería que algo pudiera sucederle, o que me sucediera a mí sin ella. En las mañanas ayudaba a poner algo de orden en la casa; por las tardes vendía cosméticos y ropa por catálogo. Terminaba el recorrido cuando se me hinchaban los pies y sentía que ya no cabían en los zapatos; llegaba a casa e intentaba refrescarme, pero yo sabía que apenas venía la parte cansada.


Corría detrás de Maura, la buscaba siguiendo su risa, reía con ella, la lloraba. Ya no contaba los días en el calendario, sino en mis estrías. No me sorprendía más el crecimiento de mi cuerpo, sólo me abrumaba el dolor de espalda, la repentina sensación de asfixia y el entumecimiento de las piernas: ahí notaba la magnitud de lo que me ocurría; mi papel protagónico, el que no compartí con el espíritu santo.

Cerca del octavo mes, cuando me fui a acostar, llamaron a la puerta y mientras mi madre iba a atender, yo me acosté y empecé a ver a Maura que llegaba por mí. En la puerta se oyó una voz que asustó a la niña: era el espíritu santo que volvía a buscarme. Maura se fue corriendo y yo tuve que despertar.

Cuando me vio, abrió tanto los ojos que pensé que se le iban a salir y dijo lo más tonto que pudo: “¡Qué redonda estás!”. Yo le di las gracias un poco incómoda y nos sentamos en la sala. Alcancé a oír “¿cómo estás?” y antes de que pudiera recordarle que estaba redonda, sentí vértigo y un continuo zumbido en las orejas, luego un dolorcito en el vientre y oscuridad.

Me encontré de pronto en uno de los sitios que solía soñar y busqué a Maura, pero no la encontré. Corrí, como siempre, en todas direcciones y presté atención para escucharla; empecé a sentir taquicardia por el terror que me dio su ausencia; me desplomé a mitad de nada y me di cuenta de que, esa vez, Maura había corrido en la única dirección que le faltaba: al cielo. Yo no soy buena volando en sueños, así que no pude ir por ella.

De repente sentí molestia en los ojos, me di cuenta que era causada por una luz intensa; desperté, miré a mi alrededor, no tenían que decirme nada. Un hombre blancuzco sostenía la mano de mi madre que parecía quebrarse en llanto, una mujer de cabello recogido me miraba con pena, mi panza desinflada, las luces,


blanco, azuloso, más blanco, y el espíritu santo a mi derecha. –Lo siento. –Yo más –aseveré.


Semanario

Tengo alucinaciones. No estoy loco, pero tengo alucinaciones. A veces son sólo colores que van devorando las paredes de mi habitación; a veces son cuerpos andantes por Reforma; voces que me dicen que debería ahorcar a la secretaria que llenó de salsa el sobre que le acabo de dar fervorosamente. Tengo alucinaciones, pero no estoy loco.

Una mujer me dijo una vez que se iba porque la locura es contagiosa y ella no quería parecerse a mí; yo tampoco quería que eso sucediera así que la ayudé a hacer sus maletas. Antes de cerrar la puerta a sus espaldas le pregunté cómo podría yo contagiar a otros y me contestó que las miradas de un loco pueden llegar a consternar tanto al hombre sano que terminen por corromper su sano juicio; ahora uso lentes oscuros la mayor parte del tiempo o pierdo la mirada en el humo de un Cohiba: no quiero sentir remordimientos en mi falta de conciencia.

Luego alucino que regresa enferma de mi locura, que viene a curarse conmigo y cuando el taxista baja la maleta, la veo mirarme mientras paga, deja su viejo neceser sobre la maleta y desaparece dejándome sólo la migraña. Más que una mujer, ha sido la mujer que, entre las que conocí, supo ser una mujer. La mujer que se fue para que pudiera yo ser el peor Adán sin Eva; para que pudiera empezar la dieta más insana de comida rápida; para que me perdiera arreglando lámparas que no se descomponen sólo para recordar la suerte que tenía ella para fundir los focos. Sólo ella me ha dicho que estoy loco, pero sólo se lo creí mientras lo dijo.

Hoy, como todos los lunes, volví a tener alucinaciones; al principio era sólo una mancha azul que reptaba de la pared del armario hacia el techo; empezó a caer al suelo gota a gota y cuando cayó toda era una mancha de sangre que se acomodó justo a mitad del tapete. No me pareció correcto que estuviera allí, alguien podría


verla algún día y preguntarme a quién había matado, pero no tengo víctima aún, por lo que me dispuse a humedecer la mancha para luego tallar un poco y quitarla. Cuando la humedecí desapareció, pero el agua no debió agradarle al tapete que parece haber encogido; cómo extraño a esa mujer, después de todo, era la única que podía llegar y ver el tapete manchado de la sangre de alguna de mis dos víctimas posibles: ella y yo.

Sé que no estoy loco aunque tenga este tipo de eventos los días lunes, por eso me preocupa que llegue el martes. No es que sea supersticioso, pero la mala suerte llega a caer en martes y no me gustaría contagiar algún transeúnte mientras vago por las calles; tampoco quiero salir de noche, pues podría encontrar a alguien como yo y la misantropía que me ha caracterizado desde la adolescencia terminaría por poner en riesgo nuestro encuentro y nuestras vidas. Creo que me quedaré en casa como todos los martes. Ojalá volviera ella, seguramente sabe que estaré recostado en el sofá mirando los giros grisáceos del humo, mientras espero que llegue mi pizza con doble queso. Seguramente sabe.

Los miércoles salgo a caminar cinco minutos y diez de descanso, cinco minutos y diez de descanso… luego de unas horas de enloquecido ajetreo vuelvo a casa triste de no haber encontrado sino fantasmas que me miran asustados, como si el único fantasma fuera yo. Pero más que sólo fantasmas, son alucinaciones: cuando miro fijamente a alguno a través de mis gafas oscuras descubro que no tiene pies o que va desapareciendo por pedazos del tórax hacia fuera y luego ya no hay fantasmas, ya no hay alucinaciones; y se me olvida que las hubo, por eso sé que no estoy loco. Dejo las llaves en un clavito tras la puerta y voy a la cocina donde me parece ver un pastel como los que hace ella, pero no es así: aún no ha vuelto.

El jueves es un día muy tranquilo. Si hubiera pagado la luz vería el televisor y trataría de no tragar demasiadas estupideces; quizá buscaría un canal cultural y


me tomaría una copa de vino, más tarde fumaría un tabaco y otro par, a menos que me los hubiera terminado en la mañana, lo cual no me sucede seguido. Pero como hace tiempo que me voy terminando las velas que me quedan o me quedo a ciegas por las noches, no hay modo de ver el televisor. Hay un gato que viene los jueves o los viernes; si lo veo, lo más probable es que en realidad sea viernes y entonces me habré comido otro día, no sé por qué me pasa, a decir verdad empiezo a creer que nos engañan y que las semanas en verdad sólo tienen seis días. De modo que llegara el sábado y yo no habré salido de casa desde el miércoles y como ella probablemente no haya vuelto tendré que ir a buscarla a su oficina. Me preocupa su salud, no quiero que enferme de mi locura, pero podremos curarnos juntos, yo lo sé; sin embargo, también sé que cuando me diga por qué se ha ido la acompañaré a la puerta nuevamente y después me iré yo.

Los sábados trabajan medio día así que tengo que levantarme temprano y asearme, me pondré un traje y zapatos de charol. Llegaré temprano y ojalá hayan cambiado a la gorda secretaria del almuerzo eterno. Lleva semanas diciéndome que ella no está y que le deje un recado. Debe estar, sé que debe estar, pero insiste en lo del recado o en llamar a seguridad; yo no quiero que la gorda grasienta le diga nada por mí, así que escribo una nota y se la entrego en un sobre blanco que acaba siendo de colores. A veces quisiera que la única loca contagiada por mí fuera esa gorda para que finalmente la reemplazaran.

Los domingos tengo la única alucinación que realmente me desagrada. Pero no por eso estoy loco, lo sé; siempre llegan los lunes y comprendo que no son más que manchas que hay que limpiar y relimpiar. A la mañana de los domingos, llega una nota a mi casa, es a nombre de un tal Guillermo que se dice marido de la mujer que tanto extraño y me pide amablemente deje de hostigar a su familia o se levantará una denuncia. Ignoró el papel y me dispongo a mirar el televisor, pero como no hay luz no hay canales culturales; pero siempre hay algo que ver: de pronto la encuentro a ella acompañada del tal Guillermo y lo besa como antes me


besara a mí, casi escucho que le dice “te quiero” en el mismo tono de voz que usó para decírmelo a mí. No puedo más que apagarlo antes de que mi taquicardia y mi desesperación aumenten con esas imágenes pavorosas y encuentro mis pupilas dilatadas reflejadas en la pantalla y me doy cuenta que ella tenía razón: la locura se contagia con las miradas. Me contagio, me enfermo, se me gangrena la lucidez y por un momento estoy loco y no tengo alucinaciones; luego se me pasa y sé que no estoy loco aunque me esté suicidando como cada domingo y mañana lunes tenga que limpiar la mancha de sangre del tapete.


Andรกndonos sin cuentos


Pasear en el zócalo

Cierta tarde, caminando por las calles del centro capitalino, rodeadas de tanta gente de dudosa reputación, mi madre y yo, fuimos vilmente estafadas; nos armaron todo un teatro –muy lindo, por cierto– por el cual les pagamos dos mil quinientos nuevos pesos. El colmo de este robo, hecho como se dice por ahí: con alevosía y ventaja, y quién quita y hasta premeditación, fue que el dinero no era nuestro, sino de un pequeño avaro que guardó el capital de sus almuerzos durante varios años, con el afán de un día comprarse la consola de videojuegos de moda. Finalmente había alcanzado una suma considerable de ahorros y le encomendó a este par de incautas le comprásemos el susodicho aparato, sin sospechar siquiera que vería sus ahorros incompletos y su ilusión frustrada.

Dos fueron los implicados en el robo: uno joven; el otro, no tanto. Pero he de suponer que ambos de mal corazón y frágiles principios; es seguro que en algún momento sus motivos tuvieron –ninguno justificado– para estafar a su primera víctima, pero hacer del engaño y el robo desmedido su adicción, no tiene perdón; mucho menos cuando el daño a terceros es tan grande y complicado, es decir: siempre. A final de cuentas: No robarás, dice cierto precepto.

Por mi parte, puedo decir que no me dolió la estafa, me dolerá –en cambio– mirar el rostro decepcionado de un chaval de no más de trece primaveras. Si por lo menos supiera que ahorrar le costó poco, unas semanas o unos meses; pero unos años... ¡Unos años! A esa edad, son la vida.

Sólo le pido a tanto dios conozco que los miserables padezcan insomnio de aquí hasta que yo pueda reponer el dinero y de ese modo completar los benditos ahorros y adquirir la maldita consola: irónico proceder. Después de eso, sólo que tengan pesadillas por el resto de sus vidas. Es probable que a Dios –Porque hay un Dios, dice mi abuela–, al único y omnipotente, le parezca exagerada mi


petición, pero yo nada pierdo en hacérsela, él sabrá si merece atención y si acaso debería ser cumplida.

Cuando un adulto está de por medio es una cosa, cuando se le roba un pelo a un gato es otra cosa, pero cuando se despluma una gallina es homicidio. No hay derecho, señores, no hay derecho. Y es que no quisiera imaginarme cuántos robos y demás atracos se llevan a cabo en un día o tan solo en una mañana. Unos salvajes, otros discretos, los disfrazados de negocio decente, los humillantes, etc., etc. Me pregunto cómo pasear por el centro capitalino sin tener que llegar a pensar alguna vez si acaso te están mirando, si te siguen o hacia a dónde tienes que correr porque inició el operativo de levantamiento de ambulantes mientras caminabas por Pino Suárez.

Los domingos el asunto es más calmado, casi no hay gente. Pero se rumora que esa paz es engañosa, pues no sólo desaparecen la mayor parte de los ambulantes sino que en ciertas calles –algo solitarias–, por las tardes desaparecen turistas y paseadores. Que te aplican un par de llaves y… ¿para qué decirlo? No me consta y ojalá nunca lo haga, pero no está de más asustarse un poco para dizque ser precavidos. Sea como sea, no deja de ser un buen lugar para visitar, observar la arquitectura del Palacio Nacional, ir al paseo de los libros en el Metro, al Museo de la Ciudad, darse vuelo en las tiendas de ropa, al Templo Mayor, al Antiguo Colegio de San Ildefonso, la Catedral, rumbo a Bellas Artes al Palacio de Minería, al Museo del Ejército… en fin que no soy guía de turistas, sólo quería reparar el daño de mi pesimismo viendo el lado bello, amable y cultural del zócalo y sus alrededores. Porque en verdad apoyo aquello de que todo lo bueno tiene su punto negro así como todo lo malo su brillante estrellita de hoy sí se ha portado bien.

A decir verdad, siempre me ha gustado pasear por esos rumbos, esa vez de la estafa ha sido la única mala experiencia que me he llevado, omitiendo –claro está


– la ocasión en que llegué a casa con ampollas y la triste vez que ilusionada compré unas gorditas de esas que son como las de La Villa, con su papel de china y todo el asunto, para luego darme cuenta, con una gran decepción que gorditas de La Villa, sólo las de La Villa. Por eso dejo a un lado el recuerdo, me pongo un gorrito muy nice, mi mochila al hombro, una carterita más escondida que mi alma, tenis –luchando contra mis obsesiones infantiles– y me trepo a la línea 2 del Metro para llegar a la atiborrada estación Zócalo. Ya no soy una niña, pero eso no impide que cada vez que llegue o parta de dicha estación me detenga embelesada a mirar las maquetitas del centro que hay ahí. Hay que dejar que sonría el niño que llevamos dentro. Luego de subir las escaleras y cruzar los dedos para que –Dios, hazme el favor– esté nublado, miro la plaza llena de hormiguitas caminando en todas direcciones, casi sin sentido y me uno a ellas para meterme en una aventura más: para matar el tiempo, para conocer, de compras o mero placer. Y quién sabe, tal vez un día de estos me tope con una videoconsola en oferta.


Fantasías: motor de vida

–Cuéntame un cuento –me decía. Era sólo un niño, ¿cómo se le puede negar un cuento a una criatura antes de ir a la cama? Muy fácil, se le dice: Cállate y vete a dormir. No tendrá más opciones. Aun si hiciera un berrinche terminaría dormido con o sin cuento, por mí: sin él; aunque eso implique mirarle la cara de rabia inocente toda la mañana, pero es mi hermano, uno se acostumbra a verlo así.

Que lo dejara dormir con sus ansias de escuchar la historia de la princesa que hizo barbacoa con el dragón verde azul, no significa que yo tuviera un mal corazón; de hecho, lo que tenía en aquel entonces era un corazón de niña, pues si él no contaba más de siete años yo no contaba más de trece y se me dificultaba sobremanera contarle un cuento que pudiera satisfacerlo: él siempre pensando en mero vapuleo, fuego, espadas, sangre y gritos desesperados; yo en cambio, fantaseaba con princesas de largos vestidos color de rosa, esperando la llegada de sus príncipes azules y ocasionalmente uno que otro verde.

Por esas fechas yo le había puesto el ojo encima a un joven moreno de dieciséis que nunca se dignó mirarme y yo empecé a tener pesadillas, creyendo que el amor no volvería a tocar mi corazón y que sin él, la infelicidad ocuparía el resto de mi existencia. Así fue como cierta noche, apareció en mi mundo más íntimo: el de los sueños, una mujer tan mísera, tan flaca y vieja que me recordaba a alguna de las calaveritas de papel que colgaban en la puerta del salón de clases para el día de muertos; la condenada llevaba por tarea –me parece– escarmentar mis dramas adolescentes y fue entonces que me dijo algo más o menos así: “En estos tiempos de crisis, los príncipes no andan en corcel blanco, sino a pie y a veces con zapatos viejos.”

Desperté –recuerdo aún– un tanto reflexiva, pero no lo suficiente como para


olvidar mi supuesta pena. Pasé dos catorces de febrero más con mi usual soledad y mi tremenda bolsa llena de caramelos rojos retorcidos y otros con forma de corazones –para fomentar el exceso en etapas depresivas– junto con el paquete de cartitas que le regalaban a uno en esas fechas: todas decían te quiero mucho, eres especial, feliz día, nunca cambies, etc., etc., pero lo que una esperaba siempre era una declaración de amor, porque pese a estudiar en un colegio de monjas una no era santa ni mucho menos y la hormona brincaba cuando por los ojos se cruzaba tal o cual galanazo, pero nada de nada.

Fue hasta el catorce de mis dieciséis cuando al fin tuve un novio con el que pasar el día de los enamorados, claro que no duró mucho el encanto y luego llegó otro novio y otro que no era tan novio y otros tantos y otros más. Y aún hoy, llegado el catorce desempaco una de esas paletas que traen tu suerte escrita y no sé por qué se me olvida leerla; recuerdo que sólo la quería por eso cuando ya está la pobre tan chupada que del famoso letrerito no queda nada. No sé exactamente qué es lo que me gustaría encontrar ahí escrito, tal vez que el próximo sí es el bueno; pero estoy joven, se supone que no hay prisa; sin embargo, no creo que al mundo le parezca decente ir besando a cuanto chico te ha parecido príncipe azul y después del beso resulta que sólo era un sapo con complejos.

Si me pongo a pensarlo un poco, me parece que al fin comprendo: me gusta mucho ir al cine; si alguien cree que soy indecente, debe creer también que los cinéfilos lo son tanto o más que yo. Es muy simple: cada vez que estoy en la pista bailando con un hombre que pocos minutos atrás me invitó una copa, o dado el poco romanticismo de los jóvenes de estos tiempos me invitó una chela: me siento como si viera una película: viendo una fantasía, casi sintiendo que la vivo, despegada del mundo; y como me encanta el cine para enamorados, ansiosa de que me bese. Se dice que todos los hombres son unos cabrones –cada cual a su modo– por eso no pasa mucho para que mi ansiedad se anule con un par de mordiditas.


Después de unas horas la pantalla se oscurece y aparecen los créditos, es la indicación de levantarnos, salir de la sala de cine y abrir los ojos a nuestra realidad; lo mismo pasa cuando la pista se vacía, la ves llena de manchas: los créditos son las pisadas de cada bailarín; el hombre que se dice caballero te invita una copita más en su casa y según dice, después te ha de pasar a llevar a la tuya cuando lo pidas, sólo te pide una hora más; te mira a los ojos, lo miras, le sonríes, suspiras y como eres una chica decente: No, gracias, será otro día. Te levantas y sales pues él ha pagado todo. Llamas un taxi y cuando vas a abordarlo aparece el caballero y detiene la puerta, insiste en llevarte y sientes ganas de seguir viendo la película, pero eso no es lo que sigue: sales de la sala y vuelves a tu realidad. Subes al taxi, le mandas un beso por mejilla, tiras lentamente de la puerta y finalmente te ayuda a cerrarla. Derecho y lejos, por favor. Otro al que sólo le has dejado tu nombre, una película más para tus recuerdos.

Como mujer quiero forjarme mi propia felicidad; llegado el día buscaré un buen marido, uno de esos que no me bese en la primera hora después de conocerme, de los que me pida mi número y olvide invitarme a su casa, aquél que me llame al día siguiente sólo para ver cómo estoy y que con gracia me seduzca: porque lo mismo quiere, pero lo ha de pedir de manera distinta. Finalmente que me invite al cine y a mitad de la película nos demos un beso en la penumbra. ¡Qué fantasía! Seguro existe, pero no sé si lo encuentre. Quiero después tener hijos: dos, tres o no sé cuántos; trabajar por aquí o por allá en la medida posible; superarme, superarnos, ser felices. Se me antoja tomar café los domingos por la mañana: abrazados y sin pensar en el momento de levantarnos, escuchando jazz o algún cursi blues; hacer el amor cuando llueva, sintiendo gotas de sudor correr por mi cuello e imaginar que llueve dentro nuestro. ¡Qué ganas de encontrarlo! Mirar mi reflejo y el suyo detrás de mí: sonriendo. En la siguiente, a la derecha, por favor. Meto la llave en la cerradura y la casa está sola. ¿Es que me estaré acostumbrando tanto a ir al cine que ya no sé ver cuándo las cosas maravillosas


no son sólo un largometraje? ¿Será que debí dejar que el caballero me trajera en vez de gastar cincuenta pesos en un taxi? O será que a sus años y los míos, los hombres siguen pensando en riñas sangrientas y nosotras en corceles blancos y haya entonces que decirles: cállate y vete a dormir, cuando con ojos de borrego tierno y medio mareado te inviten a su casa, para poder seguir ideando nuestra propia e íntima fantasía y a la mañana siguiente la bruja soledad aparezca junto a nosotras en la cama con su risa macabra diciéndonos que el tiempo pasa y antes llegará la muerte que el príncipe azul. Y como buenas mujeres que somos defenderemos a capa y espada nuestras fantasías y sólo entonces metidas en tremenda golpiza de ideales, un niño con cara de hombre nos dirá que está tremendamente enamorado de nosotras, se pondrá cursi y eso le bastará para convencernos de que es perfecto, nos casaremos para varios meses después empezar a notar que tiene los dientes chuecos y finalmente –no sin un poco de suerte y un mucho de esfuerzo–, años después, la vieja de las pesadillas de adolescente dramática venga a reírse conmigo o contigo, porque le hiciste caso y –sin llegar a mediocres conformismos– dejaste de esperar y aunque andes a pie y no en un corcel blanco –algo así como un be eme dobleú modelo del año– tendrás recuerdos para disfrutar con tu marido en la vejez, o no tan allá, uno nunca sabe.


Tlaloc

¿Con qué cara le cuento al mundo que hace tres días que no me baño? A duras penas me he limpiado el cuerpo con una toalla humedecida en agua de garrafón, porque –una vez más– no hay agua. Hace poco se llevo a cabo el rollo ese del Foro Internacional del Agua, yo como buena ciudadana; no me enteré básicamente de nada, pero la noticia que me llegó veloz fue el grito de la vecina: Se acabó el agua; resulta que los fines de semana el suministro en ciertas colonias –digamos no muy privilegiadas– se torna lento y a veces parece que nunca existió de tan seco que queda el asunto.

Fue así que un viernes llegaba yo tarde a casa, en taxi –tristemente– y decidí bañarme el sábado temprano, porque estaba cansada y quería dormir. Y al despertar voilá! Al abrir la llave del lavamanos no recibí más que un ruido escalofriante que anuncia la triste ausencia del líquido vital. Pensé que debería haber agua en la cisterna y que la bomba se haría cargo del resto, pero entonces recibí la mala nueva en la desgarradora voz de mi querida vecina.

Ese sábado me fui de paseo a la alameda central y me establecí a la sombra a leer un poco sobre cálculo integral y otro poco de unos cuentos de Horacio Quiroga: para comparar mis amores de locura y mis no tan premeditadas muertes. Llegué a casa por la tarde, con la esperanza de que hubiera caído un poco de agua a lo largo del día pues yo volvía bastante más sucia de lo que había salido y mi piel pedía a gritos una refrescadita en días de primavera. Fue decepcionante girar la llave y ya no escuchar ni el ruido aquél. Me senté en el balcón a mirar el horizonte y una pequeña angustia me abarcó: ¡Me quiero bañar! Pero de nada me servía angustiarme, así que mejor me puse a dar una danza apasionada por si acaso Tlaloc me regalaba una lluvia que, aunque no me limpiara, me refrescara un poco y para poner algunas cubetas para tener agua para el baño, porque es obvio que el tanque tiene volumen finito y por ende el número de descargas es…


¿cómo explicarlo? En extremo limitado.

Así como la mayoría de la gente, en esta presurosa y siempre ocupada ciudad, está un poco fuera de sí –léase algo chiflada– el clima se le asemeja bastante y de pronto nos da sorpresas. Resulta que creo bailo muy bien porque no pasó media hora cuando empezó una lluvia fina, fresca y caprichosa que me dejó un poco de agua para el depósito y bastante más mugre de la que ya traía en el cuerpo, sólo que ahora era suciedad fría y embarrada. Me sequé un poco con una toalla vieja y el resto se lo encargué al viento, con el cambio de temperatura sólo podía temer un resfrío, pero no sé por qué eso no me preocupa los sábados, aunque sepa que me va a durar hasta el inicio de semana.

Finalmente el sábado se dio por terminado e inició el domingo, pero los problemas con el agua eran los mismos. Sobra decir: Gloria a Tlaloc en las alturas y en la tierra lluvia con smog a los hombres, pues volvió a llover y pude atrapar otro poco de agua. Con la misma escasez de agua llegó el lunes y me vi en la necesidad de limpiarme, como antes dije, con un paño húmedo y semi perfumado puesto que no se me ocurrió otra solución milagrosa.

En la universidad no quería ver a nadie y que nadie me viera, temía oler a una mezcla extraña entre lluvia ácida, aceite de vainilla, sudor, sombra de álamo y ocio. Pero el día se dejó llevar de lo más tranquilo y natural; la mala sorpresa al volver a casa por la tarde, era que el lavadero se veía tan seco y desierto que deprimía. Es entonces cuando notas lo que ya sabías: que el agua es indispensable en nuestras vidas y no sabemos darle el uso correcto; y piensas que debiste poner atención en los anuncios del Foro y que quizá deberías organizar una marcha protesta para que el gobierno tome medidas preventivas y de acción oportuna ante la inminente falta de agua; bueno, no sé por qué lo digo en segunda persona, yo estaba pensando en eso cuando de pronto escuché algo aterrador, pero glorioso, que es el estrépito causado por la bomba al encenderse


y el continuo subir del agua a borbollones rumbo al tinaco.

Y regocijándome me meto a la lluvia íntima de la regadera y se me cae la mugre de los últimos días que ya quería hacer de segunda piel, y junto con ella se me caen las ideas y se me olvida la marcha y el Foro y sólo pienso en comprarme un balde grande donde guardar agua de reserva para futuros casos como éste, porque de aquí a que el gobierno resuelva algo motivado por una marcha a la que no tengo a quién invitar, ya me habrá sucedido otras muchas e incontables veces.


Minificciones


Artesana

De repente me invade un escalofrío: es producto de un recuerdo, aunque yo ya lo he olvidado. Son mis caderas quienes recuerdan la piel de tus manos estrujándome tiernamente; mi cuerpo entero recuerda tu calor y la humedad de tus besos. Yo ya lo había olvidado, no me culpes, fue mi cuerpo.

No fui yo quien quiso recordar el sabor de tus labios, no fui yo quien hurgó en mi vientre para encontrar un recuerdo de tu carne. ¡No fui yo! Hace tiempo que te fuiste y yo con mi gran orgullo juré olvidarte y –escúchame– yo tengo palabra y cumplo mis juramentos: yo te olvidé. Alguna vez supe –quizá– lo que se siente tener unos dientes provocando mis orejas, mi cuello, mis labios; pero olvidé.

Abandoné cada sensación que me dijera que estuve contigo en un rincón lejano, fuera de mi mente. Yo no le pedí a mis manos que buscaran rastro alguno de ellas; yo no quise que se sintieran vacías de ti. ¿Cómo iba yo a saber que tanto extrañarían fingir que te poseen? Yo no te recordé, yo no te busqué... ¡Yo no hice nada! Me dediqué al trabajo –todo cuánto tengo– y plasmé mi esmero en cada obra; fui suave aunque fuerte en precisión cuando modelaba el barro; sin embargo, de entre la tierra húmeda surgió el recuerdo de tu ser. Hombre llano, humano que polvo eres y en el polvo te recordarás. ¿Por qué no lo pensé antes? Si notas pasión en cada curva, son los recuerdos que yo no busqué. Son tuyos y los traigo a devolver; creo que son todos: púdrete con ellos.

Yo te olvidé, lo juro; no son míos, son de tu carne impresos en barro. Porque polvo eres y como el polvo te desvanecerás.


Soledad de invierno

De pronto me pregunto: ¿Es en verdad tan lindo sufrir por amor? El viento ha dejado atrás los susurros del atardecer; ahora corre como niño por las calles, atraviesa mi ventana y constantemente levanta mis cortinas. El sol ya se acostó, la tenue luz de una bombilla casi muerta me mantiene despierta. Estoy pensando en ciertas cuestiones de amor, pero el viento no me deja en paz: se mete hasta la recámara y termina helándome los pies. Quisiera saber por qué tanto ímpetu por mantener tan frías las noches si ya viene la primavera. La primavera, cierto es; y con ella volverán –no sólo las oscuras golondrinas– el amor, la nostalgia y los recuerdos.

Las luces de la ciudad hacen buen juego con el azul profundo del cielo. Yo sigo pensando en amor y pienso que si fuera un acertijo estaría perdida, muerta ante la imposibilidad de llegar a saber la respuesta. El viento ha cesado, como si alguno de mis tanto reclamos hubiese servido.

Me miro en el espejo, sin tener la certeza de saber quién soy. Mis helados pies reclaman descanso, no les importa si acaso tengo una o mil preguntas de cuestión existencial. Mis ojos cansados quieren cerrarse y aun así no pueden; mi mente insiste en que debo encontrar una solución. Yo en verdad no sé para qué, pero siento la necesidad. Tengo amargura suficiente como para desear una respuesta que por mínima que sea me deje descansar.

Estoy muriendo de hambre. Ansío una leve mordida a tu labio inferior, a tu cuello o, no sé, quizá el lóbulo de alguna oreja. Pero no tengo sino meros recuerdos y no me basta recordar para olvidar lo que vivo. Necesito un abrazo, el beso más profundo que escondas en tus labios, necesito un "te amo" para olvidar siquiera un segundo que estoy sufriendo, que estoy muriendo, que te extraño y


que esta necesidad de ti se ha vuelto cancerosa y destruye paulatinamente cada rastro de mi anterior felicidad. Estoy llorando por dentro, me estoy ahogando en suspiros. Necesito tenerte y entonces, quizá, cuando me mire reflejada en tus ojos castaños sabré quién soy. Y entonces, quizá, no tenga frío, ni sueño, ni hambre. Quizá, sólo quizá, si te tuviera un día, sería feliz y probablemente pueda morir para serlo toda la eternidad.

Hoy no necesito comida, sólo tus labios, sólo mi vida.


Ojos azules

Ella tiene ojos azules; profundos como el mar. La miro embelesado tirada sobre la cama y me pierdo en el suave manantial de sus pupilas. Ella tiene ojos azules, ¡pero cuán azules! Me acerco y beso su frente, vuelvo a ver esa profundidad, esa inocencia salvaje. De entre las aguas azules y vidriosas de sus encendidos ojos brota su alma, su mundo, sus fantasías, sus verdades; si, todas esas verdades que yo tengo a bien saber: son falsas.

Ella tiene ojos azules; infinitos. Cualquiera pensaría que la preciosa piel que envuelve su menuda figura es blanca y sus cabellos rubios, pero es morena; para ser precisos tiene la piel acanalada: canela que le da tono y olor a caribe, canela que me obliga a morderme los labios cuando me acerco a su cuello anhelante de una mordida a su tímida carne, o un sorbo a la miel de sus labios.

Ella tiene ojos azules; morena de mi vida; pasión salvaje aún dormida en el vientre puro. Yo sé bien que algún día llegará aquél que –alardeando de caballero – le arrancará la inocencia con grandiosa alevosía y entonces me pregunto: ¿por qué no he de ser yo?, ¿por qué tengo miedo de besarla? Quizá la frescura de su boca sea antídoto contra la maldad que tantos años se crió en mi ser. Tal vez si la besara y me sonriera, Dios me mandaría al infierno por manchar la pureza de su mejor estrella; pero si en verdad sonriera, me iría yo solo... y lo haría contento. ¿Por qué tengo tanto miedo de hurtarle un solo beso? Pequeño, suave, breve; sólo un beso. Ella tiene ojos azules y tengo miedo, mucho miedo de que deje de mirarme.


Nimiedades

Ella miraba fijamente el cuerpo sin vida que minutos atrás corría con tanta destreza y –¿por qué no decirlo?– con alegría. La mueca de placer se desdibujaba de su rostro dando paso a una mirada consternada; su cara se tensó como si apenas notara que la había matado. Tan pequeña e indefensa y... ¡La mató! No, un momento, estaba muy ocupada como para angustiarse por nimiedades como esa. Ciertamente era un cadáver, pero se libraría de él fácilmente.

La operación duró escasos minutos; fue discreta ocultando el cuerpo, mañana sacará la basura y los restos con ella... acabará muy lejos, nadie se enterará.

Volvió al cuarto, se sacudió la falda y siguió planchando. De pronto se detuvo y musitó: Malditas ratas.


Mortis

Puedo hablarte de ella, de cómo la invité aquella tarde que sacié mi antojo con montones de diminutas pastillas de colores y de cómo después de unas cuantas decidió marcharse nuevamente porque no le apetecía. Puedo contarte todas las veces en que me besó y luego dijo simplemente: Perdón, estaba confundida.

Te contaría –quizá– de las tantas ocasiones en que lancé contra los coches en la avenida, ella me miraba desde la acera y se reía... luego se iba antes de que yo pudiera terminar de cruzar. Nunca me ha querido, por alguna mala razón siempre ha huido y no ha querido estar conmigo.

Nos hemos embriagado juntos y colgado a la orilla de la cama de madrugada; hemos nadado a contracorriente cada día; volado sobre el mar con un piloto muerto en la cabina. La aventura nada cada mañana en nuestras venas; la pasión la enloquece cada anochecer.

Ella es hermosa desde que la conozco; pero definitivamente nunca me ha querido. Quisiera contarte tantas cosas de ella; podría contártelas. A decir verdad yo tampoco la quiero, pero de noche me desvelo pensando en lo maravilloso que habría sido si no se hubiera ido o si tal vez me hubiera llevado consigo.

Puedo hablarte de ella, puedo decírtelo casi todo y justo antes de terminar, quedarme callado y decir: Hablo de la muerte como si la conociera. Luego me encerraría en el silencio y miraría cierto punto más allá de la pared de mi ceguera.


Manuela

En el punto preciso en el que sonreía Manuela, venían a mi memoria los rostros sonrientes de esas mujeres que estaban condenadas a morir en la hoguera; justo antes de que el fuego convirtiera el gesto en una horrenda mueca de dolor que se infestaba de alaridos que destrozan mi alma todavía.

Empecé a odiar a Manuela, aunque sé que no era culpa suya, sólo había sido un documental... ¡No fue mi intención! Pobre Manuela.


Infierno

No le bastó capturarla; también quiso mutilarla. Cuando la vio muerta decidió tirarla en el jardín porque ya no le servía. Cuando yo encontré el montón de restos de la oruga en la maceta no comprendía cómo podía tener tan poca piedad si era sólo una niña... tan inocente. Finalmente lo asimilé.

He concluido que el infierno debe haber sido construido por ángeles a petición de Lucifer.


El cuentista

El cielo se tiñe de rojo y se enmarca con nubes de oro; el sol se acomoda en su cuna de montes y corren los niños al sauce: llegó la hora de un cuento. Una pequeña, preocupada por sus trapos, no encuentra lugar donde sentarse; corren otros halando una piedra de digno tamaño también para sentarse. Después de algún momento de dar vueltas, ya con el vestido sucio, la chiquilla se sienta y todos ponen atención.

El sauce protege el lugar como sitio sagrado y envuelve a las criaturas entre la espesura de su bello follaje. También los animales miran absortos al cuentista; incluso el sol quiere saber la historia y desde su acomodada posición lanza un rayo luminoso que le da un brillo esplendoroso al rostro del hombre. El viento calla, hay silencio y el hombre comienza haciendo notar los gestos de introducción; de repente mueve una mano, recorre el viento como si lo acariciara lentamente, mueve la otra y aparenta sujetar con fuera algo; su rostro denota una dosis de desesperada agitación; está de pie y parece caminar sobre el sendero que marcan sus manos vacías, después correr; ahora luce atento al sonido, gira sus ojos expectante; algo lo sorprende salta con ímpetu hacia atrás; gritan los niños y el sol se cobija entre los cerros, parece esconderse como aquél que se escapó por entre las enaguas de su madre.

Pero todo vuelve a la calma, el hombre soba tiernamente una y otra mejilla, el cuento ha terminado, el sol oculto se está quedando dormido. Los niños vuelven a sus casas y el hombre se queda allí en sus silencios, cobijado por el sauce cómplice de sus mil cuentos que estremecen hasta el llanto o, como hoy, sacan de gritos a los jilguerillos del pueblo. Pero el escenario sólo escucha emociones, no puede oír otra cosa, no puede oír al cuentista, nadie puede hacerlo, porque ese hombre es mudo.


Dangerous

He said: This is a dangerous world. You can’t live in it.

And then he killed her.


Cuento(versión original)

–Cuéntame un cuento –me decía. Era sólo un niño, ¿cómo se le puede negar un cuento a una criatura antes de dormir? Muy fácil, se le dice: “Cállate y duérmete ya”. No tendrá más opciones. Aun si hiciera un berrinche terminará dormido con o sin cuento, por mí: sin él; aunque eso implique mirarle la cara de rabia inocente toda la mañana.


Corajitos

¿Que si estoy enojado? Déjame pensarlo un momento... sí, desde luego que estoy enojado. No me gusta que me llames así, hazlo con modo, no a gritos; además, ¿para qué llamarme si no me necesitas? Sólo quieres que te esté haciendo compañía, pero entiende que yo también tengo una vida, tengo responsabilidades; no puedo simplemente acudir a tus gritos a cada instante. Te tengo paciencia, mira que sí; sin embargo, no sé si has oído que todo tiene un límite, ¿qué no? Pues yo te lo digo, ya llegaste al mío, cada palabra es una gota sobre la mesa porque el vaso tiene días... ¡meses! derramado. Y no, no me pongas esa carita de mustia porque ni tú te la crees, ¿sufrir tú por mí? ¡Já!, cómo no.

Mira muñeca, si de verdad creíste que ibas a hacer de mí el mejor de tus títeres, espero que ya te hayas dado cuenta de lo equivocada que estás porque aquí, si alguien manda, soy yo. ¡Qué quites esa cara te he dicho! Entiende que sólo me provocas más coraje, siento cómo se me revuelcan las tripas nomás de mirarte y de sobra sabes que cuando estoy enojado pierdo las riendas de todo... no vaya a ser la de malas y... ¡Con una chingada! Te digo que quites esa cara... o te la quito yo, no faltaba más.

Y me dicen macho, si supieran cuánto tuve que aguantarte.


Boberías

–Y yo le dije... Y ella me dijo... Entonces lo hicimos ahí: en la mesa de la cocina. Nos aventamos poco más de una hora; fue cansado porque a pesar de que estábamos en constante movimiento la posición no siempre era la más cómoda, había que estar de pie o recargados en la madera. Al final la abracé fuertemente y fue cuando llegó José. –Había algo raro en la cocina y fui allá, al abrir la puerta sentí el calor y un aroma particular; les encontré como perdidos, abrazados y sucios. –José nos miró extrañado, nos preguntó qué habíamos hecho y yo le pedí que se acercara. Le dije que tuviera confianza, que David era bueno. –Pero creo que no habríamos hecho nada sin la magia de Marcela. –Dejemos a un lado sus romances, la gente querrá saber cómo estuvo. –Muy rico; era de chocolate.


Recuerdos

Esta mañana al despertar, descubrí que me brotaba un recuerdo del oído izquierdo: era tuyo. Mientras me peinaba no dejaba de verlo y pensar un poco en ti... me dejaste muchos y muy bonitos. A la hora del almuerzo escuché cómo empezaba a crujir: había estado madurando toda la mañana; más tarde se cayó.

Para la hora de la comida ya empezaba a madurar otro. En todo el día, cuatro de tus mejores recuerdos han salido de mi mente; los he guardado bien maduritos en un viejo cajón que suelo olvidar que tengo. A este ritmo espero que en unos meses dejen de brotarme y tenga lleno el cajón. Ojalá para Navidad ya te haya olvidado.


Sabor de amor

"¿A qué sabe el amor?" Te pregunto sin mayor motivo que robarle tu atención al horizonte; tú me miras como buscando una respuesta en mi sonrisa y entonces besas mis labios suave y profundamente. Luego observo el cielo mientras intento olvidar el calor de mis mejillas ruborizadas.

Cuando vuelvo la mirada al mundo me encuentro con tus divinos ojos; tus labios vacilan brevemente y al fin respondes: A ti; supongo.


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