El callejón de los últimos placeres Salma Anjana El olor a desechos de comida estaba irritándole la nariz y entonces despertó. No sabía dónde estaba, se llevó las manos al rostro para espabilarse un poco, pero veía borroso. Buscó levantarse y entonces el suelo se removió debajo de él. Se dio cuenta finalmente, por el exceso de verduras a su alrededor, de que estaba tirado entre las bolsas de basura de algún mercado y por el silencio y la oscuridad atinó que sería de madrugada. Salió de ahí a pesar de los dolores musculares que alguna paliza le había acarreado. Empezó a recorrer las calles bajo la luz de las farolas. Iba mirando su propia sombra con algo de desconfianza y de repente al doblar en una esquina escuchó cercanos los gemidos de una pareja que se dedicaba a no dormir, pero lo que llamó su atención fue la veintena de perros dormidos a mitad de la calle. No había dos perros juntos, parecían repartidos estratégicamente. Pero sólo eran perros, así que siguió caminando. Uno solo levantó la cabeza y se dedicó a mirarlo mientras llegaba hasta la otra esquina cuando los gemidos se convirtieron en un grito falsamente ahogado. Poco más tarde llegó a su edificio. Empezaba a clarear el día y en la entrada estaba un hombre acuclillado que, al oírlo llegar, levantó el rostro sorprendido. -¿Dónde diablos estabas? Carajo, Daniel, pensé que te habían matado. -Ya ves, los putitos no se animan.
Entraron al departamento mientras Daniel le explicaba a Agustín que el teléfono celular ya no servía y que de todas formas no importaba porque él se cuidaba solo. Agustín había sido y seguía siendo su único amigo desde niños y a través de todas las etapas. Daniel lo rechazaba y él permanecía ahí. El efecto que tenía Daniel sobre las mujeres y sobre Agustín era el mismo, exactamente el mismo. Entraron al departamento y Daniel entró al baño a lavarse y evaluar los daños. Se miró al espejo y se sonrió como si creyera ser hermoso a pesar de las ojeras y los pómulos salidos de su rostro demacrado. “Tengo suerte, nunca me golpean la cara”, pensó satisfecho. Entró a la regadera y dejó que el agua le refrescara y le quitara el olor a fruta podrida. Se tocó la piel ligeramente amoratada de los costados, le dolían las costillas y el estómago. Se miró las piernas con sus músculos escasos completamente adoloridos. Su cuerpo no era sino un fiambre andante. Había sido un hombre apuesto alguna vez, pero su buen físico contrastaba enormemente con la falta de tacto para con las mujeres: todas, hasta la menos linda, lo dejaban antes de salir con él tres veces o incluso antes. Decidió cambiar de técnica y convertirse en un hombre repugnante. Las trataba igual que antes, pero ahora parecía haber en ellas un instinto protector que las obligaba a quedarse junto a él; una fuerza completamente absurda que les sacaba las ganas de ser quienes alimentaran a ese pobrehombre casi muerto de inanición. Agustín había preparado café. Cuando Daniel llegó a sentarse a la mesa ya estaba listo y Agustín lo sirvió frente a él.
-¿Ahora quién fue? -Rosalía, pero no es novedad, ya llevaba medio año. -¿La mujer de Quintero? Tú no tienes temor ni de dios ni del diablo. Estás pendejo. -Párale, sólo es un hombre y me tiene miedo. Me dijo que se va de la ciudad con su vieja, cómo si a mí me hiciera mucha falta la ramera. Su marido no se habría enterado nunca si no se hubiera hecho la dolida por una cachetadita que le di. -¿La golpeaste? -¿No estás oyendo? Una cachetada nomás. La muy pendeja me salió otra vez con que le dolía la quijada, que no podía más. ¿Yo para qué quiero una puta que no sabe mamar? Agustín se quedó callado y bebió de su taza de café convencido de que era inútil insistir. Daniel no estaría satisfecho nunca ni con los placeres ni con los dolores. Seguiría hechizando mujeres con su raro encanto, destazándoles el corazón y devolviéndolas a sus casas hechas trizas para que sus hombres llegaran a golpearlo al menos una vez al mes. -De regreso para acá vi unos perros dormidos en la calle, un poco extraño: eran demasiados. -¿Y es cierto lo que dicen, que se acuestan a escuchar cómo gimen las putas?
-No había pensado que fuera puta, pero en realidad soltaba ricos y escandalosos gemidos. Pero ¿y los perros qué? -Andan diciendo por ahí que hay una manada de callejeros que aparece de repente por el barrio de las prostis, que van como audiencia y que tienen cara de nostalgia. Según son veintitrés ahorita, que porque son las reencarnaciones de los hombres que se tragó La Mantis. Tú que no le tienes miedo a la muerte vieras de ir a ver qué tan cierta es esa mujer. -Yo ni me sé bien esa historia. Además no creo que exista una prostituta tan buena. Ninguna me complace siquiera la mitad de lo que pido. Cuéntame bien el chisme, a ver si voy y la busco. -Pues dicen que sólo coge con los exigentes que no se sacian con nada. Que la cabina porno que llegó es en realidad una trampa. Y que cuando se coge a un tipo se lo traga, no sé cómo, pero dicen que el cuerpo ya no aparece y que por eso las almas reencarnan en esos perros que finalmente gozaron pero que no se quieren ir porque se quedaron con ganas de más. -Qué pendejada. ¿Y esa pinche cabina dónde está? A mí no me informan esas cosas. -¿Quién te lo va a decir si sólo hablas con tus viejas? Con lo celosas que son no te van a mandar allá. Es en lo que llaman el callejón de los últimos placeres, le pusieron así desde el quinto desaparecido hace más de un año, está en la zona roja. Al fondo del callejón está la cabina, es de color verde chillante, parece una mezcla entre cabina telefónica y un videojuego tragamonedas. A pesar del color
no se ve porque el callejón es muy estrecho y la cabina está hasta atrás. Es como un cibercafé porno y privado. Yo ya fui, me enteré de la novedad y quise ir a ver porque me pareció muy discreto y en realidad lo es. Tú nada más te metes, le pones las monedas y te aparecen en la pantalla imágenes cachondas y frases, como una hot line. Y con el añadido de que a la altura de la cara hay una lente fotográfica captando tus gestos y te va tomando fotos. Te la jalas a gusto y ahí mismo hay papel, toallas húmedas, agua, lo que quieras para borrar evidencias. Luego sales y recoges tus fotografías nomás por recordar los mejores momentos. Lo que dicen es que si eres un cliente difícil hay una alarma que avisa a La Mantis y llega por ti. No se sabe bien cómo funciona eso, eso sólo lo saben los desaparecidos. -Vamos esta noche –dijo Daniel dirigiéndose a su cuarto a dormir el resto del día. Al llegar la noche fueron rumbo al callejón. Antes pasaron a un bar y tomaron unas copas: Daniel siempre tenía dinero que sus amantes robaban a sus maridos para él. Más tarde fueron hacia la cabina. Daniel le dio a Agustín algunos billetes y le dijo que fuera a gastárselos con alguna piruja, pero él se negó. -Mejor te espero. -Lárgate. No seas imbécil. Además esto es privado, no quiero que me estés espiando. Agustín se fue y Daniel le aseguró que lo iría a buscar al terminar. Pero Agustín era muy desesperado y después de casi dos horas volvió al callejón. Su cara perdió el color y se volvió translúcida al ver salir de la cabina a una alta y esbelta
mujer cubierta con una capa verde. Tenía unas nalgas muy paradas que hacían que su figura asemejara a lo lejos la postura firme y larga de una mantis. La vio perderse por una puertecita casi indistinguible detrás de la cabina y no se había repuesto aún de la emoción cuando se percató de Daniel y sus flaquísimas manos sacudiendo la tira de fotografías mientras mencionaba lo malas que habían salido. -¿Ya viste, baboso? La Mantis también me la mama. -¿Estás bien? -Yo sí. Tú no. Y menos lo vas a estar en un ratito. A ver, pendejo. ¿Quiénes han desaparecido? -No sé, sólo me lo contaron. -Te lo voy a explicar nomás porque has sido un buen cuate: te querían espantar para que no vinieras. No ha habido desaparecidos. Los pinches perros andan juntos porque son los que tenía la vieja Doña Josefa y han andado juntos desde cachorros. -¿Cómo sabes eso? -Me lo acaba de decir La Mantis. Fue encargo suyo, no te quiere en la cabina. Agustín fruncía el ceño, no entendía nada. Estaba mareado por el desconcierto y Daniel, acostumbrado a los golpes, le extendió la tira de fotografías. -Mejor mira qué bien sale tu hermana. Luego llegó el primer golpe.