Templosentreelviento

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TEMPLOS ENTRE EL VIENTO Salma Anjana


ÍNDICE

Monólogo especular ...................................................................................................... 3 Abre los ojos .................................................................................................................. 4 El diario ......................................................................................................................... 6 Nimiedades .................................................................................................................. 11 Karma .......................................................................................................................... 12 Quimera ....................................................................................................................... 13 Primera plana ............................................................................................................... 14 No todos los bibliotecarios van al cielo ....................................................................... 16 Tortura ......................................................................................................................... 19 La loca ......................................................................................................................... 22 Fobia ............................................................................................................................ 24 Calendarios obsesos..................................................................................................... 28 Esquizofrenia ............................................................................................................... 35 Infidelidad en el amor perenne .................................................................................... 39 Sobre la banda ............................................................................................................. 40 Recuerdos .................................................................................................................... 47 Hacer los sueños realidad ............................................................................................ 48


MONÓLOGO ESPECULAR

—¿Cómo te atreves a escribir si no sabes hacerlo? —me gritó ella, lanzando mi texto por los suelos —. ¡Es basura! —Sentencia más severa no pude recibir. Indignada, recogí los papeles. —Eres un cafre haciendo tus malditas críticas —respondí con los ojos vidriosos por la rabia contenida. Ella sonrió. Afloraba toda su maldad por entre los dientes.

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ABRE LOS OJOS

—Ya es hora, Ramón: abre los ojos. Arriba el techo blanco decorado con estrellas; debajo la mullida cama que le invitaba a quedarse con ella. —Levántate ya, Ramón. —Nanay, no quiero —respondió escondiéndose bajo las sábanas. La mujer tiró con fuerza de los lienzos, destapando al muchacho. —¡Arriba! —¿Dónde? —Arriba, en aquella rama —señaló con la izquierda la chiquilla— ¿lo ves ya? —Es un gato muy feo. —Tú eres más feo, Ramón; y así te quiero. —Isabel... Isabel, ¡Isabel! —musitó y luego gritó mientras subía por el árbol —. Todo por un gato feo, pero, ¡ay de ti si me mato! —¿Cómo crees? Si no está tan alto. —Puede que no te importe si me mato ¿verdad? —inquirió con vehemencia el joven— ¿No es así? ¡Responde! Ya ni siquiera me miras, ¿qué hice mal para que me dejes así? ¡Tantos años juntos! ¿Cómo es posible que sólo me digas eso?: "Ya no te quiero", ¿así como así? ¿Crees que eso basta? —Por favor, vete ya. —Si ya me iba, Chabela; pero nomás no te arrepientas.

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El muchacho dio la media vuelta y una lágrima corrió por la mejilla de Isabel. —¡Alto! ¡No lo muevan! —gritó una voz, pero el hombre se giró un poco. La mujer que bajó del coche corrió hacia él. —Gracias a Dios, está vivo —musitó ella dejando escapar un angustioso suspiro—. Pero si eres tú, Ramón, ¡por Dios! ¿Cómo te sientes? —Nomás no te arrepientas, Chabela —dijo Ramón con debilidad. —No digas eso; quédate quieto que ya viene la ambulancia.

Arriba el cielo azul tapizado de nubes blancas; abajo el duro pavimento. —Nanay, Chabela, no quiero; yo tampoco te quiero ya —dijo cerrando los ojos. —Ya llega la ambulancia, Ramón, te pondrás bien; ya es hora: abre los ojos; ¿la ves ya? Ramón, ¡por favor! —lloriqueaba Isabel— ¡Abre los ojos! Un paramédico se acercó y le tomó el pulso.

Una sábana blanca le cubre el rostro. Ramón duerme. Arriba, oscuridad; a su alrededor, tierra. Ramón tiene una pesadilla, escucha una voz lejana y suave: "Ya es hora, Ramón: abre los ojos".

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EL DIARIO

Alguna vez, cuando aún era joven, alguien a quien ya no recuerdo me regaló un cuadernillo que usé como diario. Era de unas hojas ya de por sí amarillentas que ahora tendrían un delicioso tono ocre de no haber sido por el fuego que acabó con ellas. En ese diario escribí todas las maravillas que pude. Era un librito de cuentos donde yo misma era la protagonista. Me gustaban las historias que escribía, me gustaba esa vida plasmada ahí para leer y revivir. No sabía cómo empezar mi diario así que la primera vez que escribí en él lo hice sin mayor finalidad que aventarle algunas letras para rellenar el papel, sólo para darle algo de color. Comencé por escribir sobre lo especial que era yo para el mundo y lo mucho que me amaban. Me daba risa leer lo que estaba escribiendo porque era la penúltima de cinco hijos y mis padres no me prestaban mucha atención; mis hermanos mucho menos. Sólo era una más, nada especial, pero en mi diario dije que era la mejor en todo, la más bonita, la más querida por mi padre, la más cumplida con mi madre, la que hacía mejor los deberes y la única que iba a la escuela; en realidad mi padre aún no decidía si yo podría seguir estudiando. Unos días después de haber escrito lo maravillosa que era volví a abrir mi diario y al releer aquellas líneas me puse a imaginar lo que leía como si fuera cierto. La sensación era magnífica, pero sabía que eran mentiras mías. Sin embargo, se trataba de mi diario y nadie tenía por qué enterarse de lo que escribiera en él. Decidí esconderlo y escribir lo que más se me antojara.

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Mi vida era muy aburrida así que tomé algunos ejemplos de los chismes del pueblo y le fui dando forma a mis aventuras. Cambiar mi actitud me cambió la vida y llegó el momento de empezar a poner fantásticas historias en mi diario. Comencé una bella historia de amor, mi primer enamorado. Se llamaba Ramón Farías y era de una ranchería cercana, había venido a visitar a Don Manuel, su tío, y yo me lo encontré en la tienda, nos enamoramos nomás de mirarnos. Para envidia de todas las que lo vieron ese día fue él quien me habló. Fuimos cerca del quiosco y nos sentamos a platicar. Eso se repitió del mismo modo un par de días y el cambio se dio por medio de un beso. Se fue y me dejó exaltado el corazón, sin embargo Ramón no volvió porque lo mandaron a estudiar, pero algún día yo iría a reencontrarlo. Después tuve mejores historias y nunca fui a buscarlo, sólo quedó el recuerdo del primer amor. Me di el lujo de tener algunas amistades exóticas y de ir olvidando a mi familia y a todos los vecinos. Conté las mediocres historias de amor de mis hermanas y los tristes trabajos de mis hermanos, también enlisté mis éxitos y viajes donde pasaba largas temporadas sin saber de mi familia. Un día no encontré mi diario. Me asusté. Desesperada me puse a buscarlo por todos los rincones de la casa. Le grité a todos los que estaban cerca, los acusé de metiches y ladrones, pero nadie me dio respuesta. Mi madre me abofeteó para que dejara de gritar y tuve que calmarme. El diario faltó durante varios meses en los que me sentía morir por una enorme necesidad de recuperar la vida, mis recuerdos, los detalles. Necesitaba el orden preciso de las letras para sentirme tranquila con mi pasado y mi presente.

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Pero nada es tan grave, a todos les ocurren cosas de lo peor que ya no son de lo peor, todo se va haciendo costumbre como vivir en el infierno, no es novedad. A mí, sin embargo, nunca me pasaba nada. Me voy a morir un día, pero no sería por eso. La muerte me gustaba para amiga hasta que la supe puta: se acuesta con todos eventualmente. Se ofendió cuando se lo dije y se fue sin mí, pero ya regresará algún día. El diario reapareció de sabrá Dios dónde, pero al releerlo me pareció que no era como yo lo recordaba, que los párrafos eran un poquito distintos a lo que creí que eran, sin embargo, era mi letra, tuve que conformarme en pensar que mi mente me hacía una jugarreta. Cegada por la felicidad que volvía a mí por tener mi vida de ensueño, seguí escribiendo fiel a lo que estaba escrito, aunque tuviera que retocar mis recuerdos. Así fue como escribí sobre el amor de mi vida y los hijos hermosos que tuve con él. Conté sobre la gran casa que compramos y las visitas sociales que teníamos constantemente, los viajes por distintos países y el encuentro con maravillas naturales y arquitectónicas. Mi dicha era plena, hasta que por segunda vez el diario desapareció. Fue mucho peor, estuvo perdido durante varios años y yo empecé a olvidar mis recuerdos más preciados. Cada día veía mi casa más pequeña y más cerca de la de mis padres de lo que la recordaba. Mis hijos se iban y volvían y yo no sabía de dónde. Mi marido me hacía preguntas básicas sobre cómo estaba y no hablaba más conmigo. Empecé a sentirme sola, vieja e incomprendida. Mis hijos se fueron definitivamente y en su lugar me dejaron un gato cada uno.

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Cuando mi esposo llegaba yo le pedía que me ayudara a buscar mi diario porque no podía estar más tiempo sin él. “Te traeré muchos cuadernos nuevos y lápices de colores”, me decía y me sacaba de quicio su tranquilidad mientras yo me deshacía de pena. A punto de resignarme a esa vida de carencias encontré el diario entre un montón de telas sucias. “¿Eso es lo que querías?”, preguntó mi marido. Su cara era de sorpresa y mucha diversión. A mí no me importó y le pedí que se fuera para releerlo a gusto. Tiempo después llegó mi hermana menor de visita, venía acompañada con alguien a quien presentó como Ramón Farías, su esposo. Me sobresalté y corrí a buscar el diario, tenía que volver a leer que había sido yo de quien se había enamorado aquella vez, pero las letras estaban borrosas y no pude calmarme. “Cada vez está peor, ¿no es cierto, doctor?”, preguntó mi hermana a mi marido. “¿Qué te pasa? ¿Estás loca?”, le grité a mi hermana, pero no me hizo caso. Se dio la vuelta y salió del cuarto, pero antes alcancé a oír que me decía que yo ni siquiera sabía escribir. Abracé el cuaderno y me puse a llorar mi angustia. Cuando me quedé sola intenté leerlo nuevamente y encontré que las letras eran difusas, lo había perdido todo. ¿Qué será de las letras jamás leídas?, pensaba yo mientras acariciaba los garabatos de colores en el papel. Luego, completamente furiosa, le prendí fuego, no podía soportar esa traición. Creció mi ansiedad porque el papel se quemaba lentamente, las pastas tronaban un poco y el fuego comenzó a bailar sobre el diario y a pegar de saltos hasta alcanzar una cortina. Por más que trataron de apagar las llamas el incendio se extendió y quemó la casa que, de tan bonita y sola, quedó hecha cenizas; no volví a ver a mis tres gatos.

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Alguien me rescató, no sé quién, y me trajo a este sitio donde la gente se maravilla y pide mis historias, igual que tú, en los ratos que pasamos en el patio. Pero esta vez es diferente, ahora te confieso que lo que te digo es cierto, es lo más verdadero que puedo decirte y probarte. Hoy, ya vieja, alguien a quien mi memoria no me permitió reconocer fingió olvidar en mi recámara esta cajita —la anciana extiende un envoltorio que contiene una gran caja de cerillos con un único fósforo y una hoja ocre en la que unas letras temblorosas dejan leer: “A pesar de todo, cada página sigue en mi memoria. Aún recuerdo”.

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NIMIEDADES

Ella miraba fijamente el cadáver. La mueca de placer se desdibujaba de su rostro dando paso a una mirada consternada. Al ver el cuerpo, recordó cómo correteaba, cómo se escabullía bajo la mesa y entre sus piernas. Su cara se tensó como si apenas notara que la había matado: tan pequeña e indefensa. Pero estaba muy ocupada como para angustiarse por nimiedades como esa. Con toda discreción ocultó el pequeño cuerpo: le bastaron un par de minutos y una bolsa negra. Pensó que el camión recolector de basura pasaría en unas horas, muy temprano. Su bolsa, entre todas las demás, no se distinguiría; se desharía de todo sin que nadie advirtiera algo extraño. Volvió al cuarto, se sacudió la falda y siguió planchando. De pronto se detuvo y frunciendo con rabia una pequeña blusa, no atinó sino a decir: Malditas ratas, mientras sus ojos se inundaban de realidad.

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KARMA

Sobrevives. Hasta que un día, harto de amar sin ser amado, te vuelas los sesos esperando que Dios te perdone; sin embargo, Él, después de consultarlo con su infinita sabiduría te da por penitencia una nueva vida de amores no correspondidos.

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QUIMERA

Nació siendo la oveja negra, el patito feo. Lloraba por los rincones odiando al mundo entero y odiándose a sí mismo; no quería ser el mejor, sólo quería ser como todos los demás. Aprendió a leer y se refugió en los libros; así fue como conoció a Andersen y leyó esa historia que todos nos sabemos. Al terminar de leer el cuento le brillaron los infantiles ojitos y se le inundó el pecho de esperanza: estaba convencido de que en algún momento de su juventud —o a más tardar en su temprana adultez— se transformaría en un hermoso cisne. Grande fue su decepción cuando en plena adolescencia el espejo le devolvió la imagen de un escuálido muchachito semejante a un cisne, sí, pero con pata de perro, orejas de burro, cara de buey, ojos de sapo y dientes de fumador compulsivo.

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PRIMERA PLANA

Ese día la fotografía de la primera plana impactó a todo el mundo. Se agotaron los ejemplares antes de medio día. Una más murió. Su cuerpo, venido a menos, era repulsivo, más de lo que nunca imaginó que pudiera ser: con los miembros rotos, dislocados, formando ángulos espeluznantes. Tal era la escena: ella ahí yerta, desnuda, embadurnada con sus fluidos, con sus vísceras y casi sobre ella estaba el fotógrafo dando unos cuantos flashazos en vano. Ninguna de esas imágenes se usaría. Su agresor la había visto esa noche por primera vez: la siguió con morbo, guardando una ligera distancia para prolongar su placer mientras la espiaba. Después de todo ya la sabía suya, no escaparía, ninguna lo hacía. Ella andaba normalmente hasta que notó la presencia acosadora, supo que era a ella a quien seguía. Avanzó más aprisa. Doblaba en las esquinas sin saber a dónde iba, sólo quería huir de aquellas manos que, tranquilas, se aproximaban. Temblaba, o quizá sólo se movía demasiado aprisa y con torpeza. En cualquier dirección se encontraba de repente con paredes, todos los caminos eran de pronto un eterno callejón sin salida. A pesar de ello, su instinto la obligaba a seguir corriendo, a buscar refugio, a salvarse. Pretendía evadir las esquinas impuestas sobrenaturalmente por los caprichos de aquél psicópata, pero sólo lograba llenarse desesperadamente de adrenalina. Su verdugo decidió finalmente concluir aquella persecución: se quedó

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quieto un instante mientras la veía aún correr, dio luego un largo paso hacia adelante imponiéndose, con fuerza, y le rompió las ocho patas. “ÉL se lavó los pies”, rezaba el titular sobre la imagen de un descomunal zapato en la ribera del enturbiado Mar Azul.

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NO TODOS LOS BIBLIOTECARIOS VAN AL CIELO

El portón de la entrada principal era de oro —un lujo que bien podía darse tan maravilloso templo del saber—, se abría hacia fuera, simulando dos enormes, brillantes y cálidos brazos que invitaban a entrar en ella. Los pisos de blanco mármol perfectamente pulidos, junto con las enormes pilastras que sostenían un techo elevado y lejano, brindaban solemnidad y frescura a cada cámara. Tenía fama, no por toda esta belleza, ni por su magnífico acervo, sino porque era el único lugar donde jamás se había roto una regla. Nunca se hablaba de ellas, pero desde la primera visita uno las conocía y aprendía ya que estaban talladas sobre piedras incrustadas en al menos una de las paredes de cada pieza. Muchos curiosos iban a la biblioteca sólo por la tentación de infringir alguna norma, pero nadie se atrevía por el temor al castigo desconocido. Sin embargo, tanta perfección no podía ser eterna; sus bibliotecarios, tampoco. Don Casto cumplía seis décadas de intachable trabajo en la biblioteca cuando optó por retirarse, luego se fue a vivir sus últimas brisas en algún sitio lejano que nadie sabe dónde está. Si bien estaba ya muy viejo, aún lucía fuerte y poderoso; simplemente era un frondoso hombre de cabellos canos y —se rumora — tan puro como su nombre. Un día en que añadía al catálogo novedades editoriales se encontró con algunos títulos que no eran mucho de su agrado y pensando que ya había hecho mucho por aquél edén del conocimiento, decidió dejarlo en manos de alguien joven, con vitalidad suficiente para seguirle el ritmo a la sabiduría. Más de

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alguno se extrañó que, siendo él varón, eligiera de entre todos los aspirantes a nuevo bibliotecario a la única mujer que se postuló. Se llamaba Virginia. Era joven, delgada y un tanto pálida. Don Casto le explicó con claridad: tenía acceso ilimitado a todas las áreas de la biblioteca, podía reordenar el catálogo como quisiera, adquirir los ejemplares que más le atrajeran, administrarse como dictara su parecer, pero nunca, bajo ninguna circunstancia, debía permitir que alguna de las reglas se quebrantara. Poco tiempo después de haber iniciado su labor, Virginia quedó prendida de la belleza de un estudiante. Su hermosura era tal que la bibliotecaria no lograba resistir la tentación y lo miraba con insistencia. El chico parecía darse cuenta y se paseaba con una obscena coquetería entre los estantes más próximos a Virginia. Ella estaba tan feliz de mirarlo que se olvidaba de sus ocupaciones. De pronto, el murmullo en una sala de lectura —escándalo a su parecer — la sacó de su embeleso. Molesta por no poder seguir contemplando aquella preciosidad se dirigió a la estancia. Recordaba las palabras de Don Casto al decirle que jamás podía dejar que una regla fuera violada. Llegó agitada y algo fuera de sí y señaló de golpe un letrero en la pared al tiempo que exclamaba: ¡Se prohíbe terminantemente hablar en esta sala! Al instante abrió los ojos con espanto, sus labios se mantuvieron separados sin emitir siquiera una vocal, las hojas en la sala dejaron de voltearse, los lápices cesaron sus rasguños al papel, nadie anduvo ni se acomodó en su silla: reinó el silencio. Unas firmes pisadas cimbraron el suelo, eran cuatro hombres de los que todo mundo había oído hablar alguna vez, pero que nadie había visto nunca, ni sabían cómo eran realmente: dos eran enormes morenos, imponentes y los otros, en contraste, eran rubios, famélicos y con anteojos. Cada uno de los fortachones tomó a Virginia de un brazo y los pequeños sostuvieron los pies para que no arrastraran 17


mientras la sacaban. Ella se dejó llevar entre pasos largos y saltitos, mas barrió los rincones del recinto con angustiosa mirada. Entonces vio al encantador mozo que aprovechaba la confusión para morder una suculenta manzana. En ese momento las puertas se cerraron quitándoselo de la vista: Virginia fue expulsada del paraíso.

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TORTURA

Por la mañana tomé la agenda telefónica y busqué el número; sin embargo, no reuní el valor suficiente para marcar. A lo largo del día procuré mantenerme muy ocupado. “No tengo tiempo, llamaré más tarde”, me decía. Mentía y creía deliberadamente. A media tarde no pude prolongarlo más y con un nudo de nervios en la garganta hice la llamada. Uno, dos, tres timbrazos y al fin contestaron. La voz del otro lado de la línea era suave y amable; respondía con soltura a mis temerosas frases. Después de intercambiar un par de palabras, estaba hecho: tenía una cita para el día siguiente a media mañana. Llegada la noche, el insomnio me sacó de la cama. No podía siquiera cerrar los ojos, estaba muy nervioso. Bajé a la cocina por galletas y fui a la sala a mirar televisión hasta quedarme dormido. Desperté a gritos en la madrugada. Temí haber alertado a alguien, pero no, todo parecía normal. Traté de dormir de nuevo, pero no lo conseguí hasta poco antes de que saliera el sol. Tuve que levantarme y arreglarme. Me habían empezado a temblar las manos, lo noté cuando me serví el café y vertí gran parte fuera de la taza. Parecía un niño aterrorizado. Me lavé los dientes y me acomodé el nudo de la corbata una última vez antes de salir de casa, me sacudí el saco, tomé mis cosas y me lancé a la calle. Como era temprano y yo no necesitaba —ni deseaba — llegar anticipadamente, decidí dejar el coche e irme en transporte público. Todo fue bien un par de calles, pero al llegar a la primera avenida aquello cambió, había demasiado tráfico. Pensé que llegaría tarde, me impacientaba,

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de pronto volvía a temblar y me invadían pequeños y repentinos escalofríos. La cosa no pintaba nada bien. Pese a todo, llegué puntual. Con tanta cobardía, no imagino cómo fue que logré hacerlo, pero de repente ya estaba ahí sentado, esperando. Tenía el maletín sobre las piernas y no podía evitar tamborilear con los dedos en él. Sentí una gota de sudor frío que se apresuraba a caer de mi frente. Saqué mi pañuelo y a duras penas logré doblarlo con mis manos temblorosas. Me sequé el rostro y el cuello con cuidado. Seguí esperando, me troné los dedos un par de veces, seguía dando golpecitos al maletín, agotando la poca paciencia que llevaba. Sentía el corazón acelerado. Como un niño, ¡un niño!, así me veía a mí mismo. Traté de calmarme, llegué incluso a imaginar a mi madre dándome un consejo. Aquello estaba yendo muy lejos, no podía creerlo, pero lo estaba viviendo, más que eso, lo estaba sufriendo. Atrapé otro par de gotas de sudor mientras trataban de resbalar por mis sienes. La tela ya estaba húmeda y pronto dejó de serme útil. Esas cosas nunca son a la hora acordada. Unos ocho minutos más tarde apareció un hombre chaparrito, barrigón, canoso y muy sonriente. “Buenos días”, dijo. Tragué saliva y le procuré un poco de aire a mis pulmones. El hombre entró al consultorio y detrás de él la joven de la voz suave me indicó: Adelante. Una vez dentro le expliqué mi problema mientras él continuaba sonriendo y asintiendo de vez en cuando. Me pidió que lo siguiera y aunque me temblaban las piernas me mantuve firme y fui. Nada. Absolutamente nada tenía yo que temerle a aquel hombre. Yo era más joven, alto y seguramente más fuerte. En cualquier momento pude haber dado las gracias y salir de ese lugar infernal, pero no, porque sabía —en el fondo lo sabía — que eso me traería más problemas. Me acomodé el 20


saco y me senté donde me pidió, me recargué y quise ponerme cómodo tal como me indicó, pero no lo logré. No creo que se pueda. “Procedimiento de rutina”, dijo con una de sus brillantes sonrisas. Yo volteé a mirar el techo mientras él se preparaba para aquél procedimiento de rutina. Lo único que yo quería era salir de aquel lugar cuanto antes y —de ser posible — vivo. Tragué saliva una y otra vez; él sólo sonreía, ¡cómo sonreía! “Ya verá”, decía, “todo saldrá bien”. Yo quería matarlo. Miraba los cuadros de la pared, trataba de distraerme, pero él sonreía, se veía tan alegre. De pronto, sangre y más sangre, me sentí desfallecer, se me nubló la vista, pero yo no soy tan débil, saqué fuerza de aquel odio que me generaba su auténtica felicidad y mantuve los ojos abiertos, mirándolo con furia mientras él sonreía. El tiempo fue pasando aunque me pareció una eternidad. Justo cuando pensé que no lo soportaría más y me levantaría a romperle los dientes, dijo —con todo y su sonrisa —: Listo, hemos terminado. Habría suspirado de alivio, pero el coraje me lo impedía. Tuve que calmarme: seguía vivo, en realidad no había dolor —por ahora — y matar a aquel hombrecillo habría sido una gran mancha en mi reputación. Nos despedimos. Me obsequió unos caramelos y añadió: sólo un par, no vaya a tener que ir luego al dentista. Me dio un fuerte apretón de manos, le di las gracias por el suplicio y salí. La voz suave de la secretaria en la recepción me tranquilizó, pagué y emprendí el camino de regreso.

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LA LOCA

—¡Ella está loca! —gritó el oficial señalando a una joven que miraba absorta a través de la ventana— ¿No lo ve? Encárguese de ella; se supone que usted sirve para eso. Y el hombre salió refunfuñando del departamento de psicología, mientras el médico miraba con cierta pena a la chiquilla; sigiloso se acercó hasta ella y se perdió en su triste mirada: inocente, pero sumamente perturbada. “¿Qué sucedió contigo, preciosa?”, inquirió con voz suave. Entre gestos, lágrimas y balbuceos la niña expuso el motivo de su mórbido estado. El reloj marcaba las cinco de la tarde, el sol extinguía paulatinamente la provisión de luz para ese frío viernes de invierno. Los perros ladraron y los gatos corrieron despavoridos por las azoteas, aunque nadie les prestó atención. El viento se detuvo súbitamente. El silencio era tal que parecía aumentar en algo la densidad del aire. El tiempo aletargado acentuaba la predisposición a la desgracia. Entonces fue: vibró la tierra desatando una furia descomunal. La criatura estaba sola en la azotea de una casucha de dos pisos, sintió el vértigo de un movimiento ondulante y prefirió echarse al suelo antes de caer. Las frágiles paredes pronto se llenaron de grietas y terminaron por resquebrajarse en cuestión de segundos. La jovencilla sintió el vuelco que dio su corazón empujado por su estómago cuando el techo del edificio se desplomó con ella encima. Otras tantas construcciones flaquearon y cayeron al suelo convirtiendo a la ciudad en un conjunto de fichas de dominó derribadas. Los gritos y lamentaciones

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hicieron correr de nuevo al viento que comenzó a difuminar cegadoras polvaredas. Los rostros que salían de entre los escombros, llevaban masas pegadas en la piel: masas formadas de tierra, cemento molido y sangre. Comenzó la movilización de unidades de socorro y cuerpos de auxilio, pero pasaron horas de gritos ahogados, gemidos fatales y llanto, mientras se continuaban las búsquedas incansables de desaparecidos. Un oficial vislumbró, entre polvo y escombros, una menuda silueta sentada en la cumbre de un montón de restos de cal: se acercó y descubrió un suave cuerpo lleno de golpes y con una obvia fractura de tobillo; le habló sin recibir más respuesta que una mirada que escudriñaba su uniforme. Al percatarse de cuán alterada estaba la tomó entre sus brazos y la llevó consigo. Le inmovilizó el tobillo, quiso hacerla hablar, que comiera o bebiera algo; pero sus intentos eran vanos, la chica no respondía. Desesperado la cargó de nuevo y la llevó hasta las únicas oficinas que soportaron el desastre. Ahí habló con un hombre y se dio la media vuelta dejándola con su pie inmóvil, sentada frente a la ventana balbuceando que su dios le cumplió a medias el capricho: que los enterró a todos para que nadie la acusara, pero no se la llevó a ella, la dejó para que lidiara con el peor castigo de todos: llevar en la conciencia la imagen serena del cadáver de su pequeño hermano.

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FOBIA

María Eugenia Domínguez vio su sueño hecho realidad un veinticuatro de octubre, fecha en que contrajo matrimonio con Alfredo Reséndiz, único heredero de la fortuna de su familia y recién graduado cirujano. María Eugenia tenía entonces veintitrés años y Alfredo iba llegando a los treinta; la joven pareja lucía bella y prometedora. Desde que volvieron a casa de su luna de miel, María Eugenia dedicó sus días completos a atender a su marido, y en sus ratos libres pintaba con acuarelas o plantaba y trasplantaba los geranios del jardín. Pasado un año, Alfredo comenzó a notar a su mujer algo distante a su llegada: Eugenia se estaba sintiendo sola. En la gran casa la acompañaban Esther y Rosa, dos jóvenes muchachas que, además de ayudarla con la limpieza, le facilitaban la tarea de romper el lúgubre silencio que se apoderaba de la casa; sin embargo, dicha compañía no satisfacía a Eugenia. Fue así que la pareja pensó que la mejor manera de alegrar su hogar sería con la risa de un niño, su primer hijo. La sola idea iluminó el rostro de María Eugenia quien con renovados bríos adornó la casa. Con un dulce frenesí buscaron el embarazo. Pasaron unos meses y aún no había novedad, pero no llegaron a desanimarse. Una tarde, al llegar a casa, Alfredo no fue recibido en la sala como todos los días, su mujer estaba sentada en el patio dándole la espalda a la puerta; al oír sus pasos Eugenia no se inmutó, él se acercó hasta ella y al mirarla se encontró con sus ojos bañados en llanto. —Mira —le dijo mostrándole una chambrita —, la he hecho en un solo día.

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Alfredo abrazó fuertemente a su esposa, la besó y le limpió las lágrimas; poco más de siete meses después nació el pequeño Alfredito. El montoncito de carne era regordete y rosado, sano y llorón; pero desde que nació tuvo los ojos a medio abrir: apenas se alcanzaba a ver el iris que verdeaba bajo sus párpados.

Una tarde de junio, el pequeño Alfredo estaba en brazos de Esther mientras Eugenia tomaba un baño; como había estado lloviendo constantemente, la casa se había llenado de mosquitos y otros bichos, así que Rosa irrumpió en el cuarto donde estaba Esther con el niño y empezó a perseguir mosquitos; a Esther le resultó muy cómico ver a su compañera en esa eufórica persecución de modo que le señaló a Alfredito la escena. El pequeño miraba consternado los rápidos movimientos de Rosa y sentía el pecho de Esther moviéndose conforme su risa, de pronto Rosa vio una araña en la pared y sin mayor premeditación le acomodó un chanclazo; la criatura observó aquél acto y abrió los ojos a más no poder, escondiendo los párpados detrás de sus ojos verdes; empezó a llorar, entrecerrando los ojos de vez en cuando y abriéndolos rápidamente. No cesó el llanto sino hasta que se quedó dormido con los ojos a medio cerrar. Pasaron las semanas y los balbuceos no prosiguieron, jamás llegó a hablar. Alfredo lo llevó a revisar por sus colegas más admirados quienes coincidían en que el niño estaba asustado; era un pánico constante que disminuía en sus ratos de cansancio. Lo llevaron con las sobanderas y rezanderas a fin de curarle el espanto, pero nada cambiaba. A sus dos años, Alfredito era un niño que no movía más que los ojos y ante cualquier movimiento del mundo comenzaba a llorar, sudaba frío, tenía taquicardia e hiperventilación hasta que, cansado, se iba quedando medio dormido. Era muy triste para Eugenia acercarse a alimentarlo pues sabía el mal 25


estado en que quedaría después; si es que en realidad podía hacerlo comer. Se fue haciendo necesario aplicarle intravenosas. El pequeño Alfredo parecía tener miedo de todo cuanto se moviera; una fobia descontrolada al mundo, que lo estaba consumiendo irremediablemente. El regordete se había languidecido; la tristeza llenaba el corazón de María Eugenia que lloraba diariamente de seis a siete de la tarde abrazada a su marido que intentaba sostenerle el alma. También ellos se fueron debilitando.

Alfredito tenía dos años, seis meses y unos días la mañana que despertó y no abrió los ojos más de lo que ya los tenía abiertos mientras dormía. Ese día no lloró al ver a su madre acercarse lentamente a su lecho, al contrario: le extendió los brazos. Eugenia sintió un vuelco de alegría en el corazón y se llenó de dicha nuevamente. Alfredito estaba mudo, pero tranquilo ante el escaso movimiento de la casa. Lo que sea que lo hubiera asustado tanto, ese día lo tuvo sin cuidado. Se trató de levantar, quiso andar, ponerse al corriente de todo cuando se había negado a aprender por permanecer temeroso e inmóvil ante la vida. Dio unos pasos que sus padres aplaudieron mandando llamar a los vecinos, festejaron con gran pompa la vuelta a la vida de su primogénito.

Al anochecer todos estaban cansados y dichosos, los amigos y vecinos se retiraron entre abrazos de sinceras felicitaciones y buenos deseos. La familia durmió junta esa noche con un aire de extrema paz. Al amanecer, Eugenia encontró los ojos de Alfredito completamente cerrados, su cuerpo completamente sosegado no se movía; impaciente trató de despertarlo, mas fue en vano. Su ímpetu despertó a su 26


marido quien confirmó que el pequeño había muerto. Con el cabello empapado por sus lágrimas Eugenia estaba cada minuto más seca y desconsolada. Se fue deshidratando y cansada de tanto llorar empezó a sollozar, abrazada al cadáver de su hijo que se negaba a abandonar, repentinamente se ahogó entre dos profundos sollozos y quedó postrada en la cama junto al hijo.

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CALENDARIOS OBSESOS

Tengo alucinaciones. No estoy loco, pero tengo alucinaciones. A veces son sólo colores que devoran las paredes de mi habitación, pero hay días en que son cuerpos con rostros deformes que me encuentro por Reforma: vienen y van, luego desaparecen frente a mí. También escucho voces que me dicen que debería ahorcar a la secretaria que llenó de salsa el sobre que le acabo de entregar tan cuidadosamente. En la casa me encuentro con viejas fotografías un día rotas y al otro intactas, empolvadas sobre la mesa. Tengo alucinaciones, pero no estoy loco.

No sé cuándo empezó todo, no llevo un diario ni tengo buena memoria; todo lo que recuerdo es la misma rutina desde meses o años atrás. Ella me dijo una vez — aún recuerdo que fue martes— que se iba porque la locura es contagiosa y no quería parecerse a mí; yo tampoco quise que fuera así porque la odiaría como me odio a mí mismo, así que le deseé buena suerte y con falsa resignación me dediqué a mirarla mientras se vestía; después nos despedimos con besos y caricias como si fuera la primera vez que estábamos juntos, pero conscientes que era la última, la despedida definitiva. Se fue, no sin antes decirme que bastaban las miradas de un loco para consternar al hombre sano y corromper su juicio; ahora uso lentes oscuros la mayor parte del tiempo o pierdo la mirada en el humo de un cigarro: no quiero sentir remordimientos en mi falta de conciencia.

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Siempre he sido un tanto misántropo, desde joven traté de mantenerme alejado de la gente, pero apareció ella y me llevaba a sus reuniones aunque con discreción, me pedía que la llevara a pasear, me tomaba de la mano y era bello hasta que nos encontrábamos a uno de tantos conocidos suyos. Yo los odiaba a todos, quería matarlos, que no conociera a nadie más en el mundo, pero más que nada que no necesitara la compañía de ningún otro. Ella me obligó a tragarme mis celos que siempre le parecieron ridículos e injustificados.

Después de un tiempo llegó ese último martes y ella se fue. Desde entonces yo imagino, sueño o alucino que regresa enferma de locura, que viene a curarse conmigo; escucho un automóvil detenerse en la puerta, me asomo por la ventana y la veo a ella bajando de un taxi, me mira, paga, y antes de que pueda salir a recibirla desaparece ante mis ojos dejándome sólo la migraña. Más que una mujer ha sido — entre las que conocí— la única que supo ser la mujer que se fue para que yo pudiera ser el peor Adán sin Eva, para que pudiera empezar la dieta más insana de comida rápida, para que me dedicara a pasar el tiempo arreglando lámparas que no se descomponen sólo para recordar la suerte que tenía ella para fundir los focos, para que volviera a alejarme de todos. Me he vuelto a encerrar en casa y salgo de vez en cuando sin que nadie note mi presencia porque nadie sabe quién soy si no está ella. Para eso se fue, sólo para eso.

Ella es la única que me ha dicho a la cara que estoy loco, pero sólo se lo creí mientras lo dijo. Hoy, como todos los lunes, me senté en el sofá a leer el periódico con la suave luz que atraviesa las cortinas. Había cambiado de página un par de 29


veces cuando volvieron esas raras alucinaciones: empezó a escucharse el sonido de la sirena de una ambulancia y me acerqué a la ventana para ver a dónde iba, al no ver nada me dirigí de nuevo a mi sofá y entonces la vi. Al principio era sólo una mancha rojiza que reptaba de la pared de la chimenea hacia el techo; subió lentamente, pero ya no pude retomar mi lectura, me intriga sobremanera. Me le quedé mirando hasta que, como cada lunes, empezó a caer al suelo gota a gota. Cuando finalmente cayó era una mancha sanguinolenta que se acomodó justo a la mitad de la alfombra. Yo no sé de dónde llega, pero me molesta mucho verla. Siempre me llega el temor de que alguien venga y pueda verla porque seguramente haría preguntas y yo tendría que explicar que no he matado a nadie, que no tengo víctima, que siempre estoy solo. Me olvidé del periódico y me dispuse a humedecer la mancha para luego tallar un poco y quitarla, pero desapareció en cuanto la mojé. ¡Cómo extraño a esa mujer! Después de todo, era la única que podía llegar y ver la mancha de sangre de alguna de mis dos víctimas posibles: ella o yo.

Sé que no estoy loco aunque esto ocurra cada lunes. Quizá lo que me enloquece es el ruido de la ambulancia que no cesa. Se me ha vuelto una pesadilla que ya no sé si es o no real. De cualquier forma me preocupa más que llegue el martes; no es precisamente que sea supersticioso, pero por experiencia sé que la mala suerte cae en martes. Esos días lo que menos quiero es salir a la calle, porque si casualmente contagiara de mi locura a un transeúnte mientras voy vagando sin rumbo, ella me reclamaría mi descuido al volver; tampoco quiero salir de noche por temor a encontrarme con un loco, porque yo no lo estoy. Así que me quedo en casa. Ojalá volviera ella, un martes se fue, ¿qué mejor día para volver? Seguramente sabe 30


que estaré en el sofá mirando los aros de humo de mi cigarrillo como cuando ella se fue. Debe saber que estoy esperando que llegue el repartidor de asquerosa comida rápida con su menú de hospital público. Seguramente sabe y yo la espero.

Los miércoles necesito salir a tomar algo de aire. Camino un poco y luego de unas horas vuelvo a casa, triste por no haber encontrado sino fantasmas que me miran asustados, como si el único fantasma fuera yo. Pero son alucinaciones. Cuando miro a alguno de ellos a través de mis gafas oscuras éste empieza a desaparecer, de pronto no tiene pies y no es más que una sábana blanca flotante, luego ya no hay fantasmas, no hay alucinaciones y se me olvida que las hubo, por eso sé que no estoy loco. Hay uno que me encuentra muy a menudo, lo veo siempre como a cincuenta metros de mí, él me descubre antes y cuando yo lo noto ya viene hacia mí, con furia en la cara; me da la impresión de que viene directo a golpearme; se acerca y cuando está a unos dos o tres metros, me preparo para recibir su rabia, veo esos ojos verdes en su rostro enrojecido, cada vez está más cerca, pero nunca me golpea, parpadeó y él ya no está. Regreso a mi casa algo agitado por el último encuentro, voy a la cocina y me sorprendo al ver un pastel como los que hacía ella, pero no es así: aún no ha vuelto, ni hay tal pastel.

El jueves es un día tranquilo: la extraño hasta el anochecer. Cambio los muebles de lugar, renuevo la apariencia de mi hogar para darle la sorpresa a su regreso. Trato incluso de preparar una rica cena para darle la bienvenida. Y así, con calma, me siento de nuevo en el sofá para extrañarla y me lleno los dedos de polvo. No me atrevo a creer que todo lo que hago los jueves sea imaginado, yo prefiero 31


pensar que es el polvo el que vuelve muy pronto. A la media noche me entra la nostalgia por mi propia casa, así que empiezo a devolver cada cosa a su sitio para que ella lo encuentre todo como lo dejó, que no añore nada. Me quedo dormido mirando por la ventana, esperando que regrese, pero no aparece.

Los viernes desde temprano llega un gato a mi ventana y empieza con sus maullidos, me enfurece porque me despierta. Le grito un poco y él me responde con más chillidos. Es un gato famélico, tal vez marrón o demasiado sucio, con ojos detestablemente verdes. Lo odio, lo sacaría a patadas, pero él lo sabe y se va solo. Los animales no son estúpidos. Me levanto, me miro en el espejo de la chimenea, me sacudo el polvo y luego al bajar la mirada encuentro mi portarretratos tirado, con el cristal hecho pedazos sobre nuestra única fotografía. Se me llenan los ojos de lágrimas, no sé si por el desconcierto, el coraje o la nostalgia, pero respiro hondo, me seco y la levanto, la aprieto contra mi pecho, luego la dejo sobre la mesa y busco la escoba para recoger los trozos de cristal, pero al volver con la escoba en mano, como si aquello no hubiera sido más que un feo presentimiento, ya no encuentro nada: ni fotografía, ni portarretratos, nada.

Y llega siempre el sábado. Las oficinas trabajan medio día, tengo que levantarme temprano y asearme para ir a buscarla. Llego pronto, con los dedos cruzados, deseando que hayan cambiado a la gorda secretaria del almuerzo eterno que siempre me ve y, sin saludar siquiera, me dice que le deje el recado. Sé que está, pero la obesa insiste en lo del recado o en llamar a seguridad, así que escribo una nota y se la entrego en un sobre blanco que en sus manos se vuelve de colores. 32


A veces quisiera que mi locura la contagiara para que fuera reemplazada. Vuelvo a casa con la mirada por los suelos, pateando la basura que encuentro a mi paso, con la débil esperanza de que lea mi nota y venga a buscarme. Ella sabe lo mucho que nos amamos, yo me siento a mirar por la ventana y espero el momento en que su figura se acerque, pero antes me vence el sueño.

Los domingos tengo la peor alucinación. Por la mañana llega una nota a mi casa, firmada por un tal Guillermo que se dice marido de la mujer que tanto extraño, que me pide amablemente deje de hostigar a su familia o levantará una denuncia. Yo enfurezco al leer aquellas líneas, no puedo evitarlo. Rompo la nota y tiro los pedazos al cesto que está repleto de más papeles iguales. Entonces decido distraerme, me siento a ver la televisión y ya tarde, entre las nimias imágenes, aparece ella acompañada del tal Guillermo, un tipo escuálido de ojos verdes al que besa como muchas otras veces me besara a mí, casi escucho que le dice “te quiero” en el mismo tono de voz que usaba para decírmelo. No quiero seguir mirando, me levanto y en la mesa de centro encuentro siempre el romántico portarretratos y voy por él, lo tomo con firmeza y lo arrojo contra la chimenea con tanta fuerza como puedo; lo veo girar en el aire un par de veces hasta que suena el estrepitoso grito del cristal y sosiega mi alma un instante. Levanto la vista y miro mis pupilas dilatadas en el viejo espejo dándome cuenta de que ella tenía razón, como siempre. La locura va de mirada en mirada; me miro y me enfermo, se me gangrena la lucidez y por un momento estoy loco y no tengo más alucinaciones, descubro toda mi verdad, lo entiendo todo. Me voy calmando poco a poco hasta que entrada la noche se me pasa y descubro de nuevo que no estoy loco aunque me esté cortando las alteradas 33


venas como cada domingo y en unas horas tenga que volver a limpiar la mancha de sangre de la alfombra.

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ESQUIZOFRENIA

Tal vez tú puedas hacer algo. Fue hace unas semanas, en el hospital. Me encargaron a un hombre en silla de ruedas que debía tener más de cincuenta años. Su cabeza vacilaba insistentemente sobre su cuello; me dije que quizá era porque le estaba negando algo a la joven que lo miraba discretamente desde el recibidor. Sonreí pensando en la estupidez de mi burla, fue una grosería que no pude evitar, estaba cansada. Me acerqué a él, pues me habían encargado lo llevara a la habitación 122. —¡Buenos días! —le dije, mas no me respondió; noté que movía los labios ágilmente, murmurando algo que yo no lograba comprender bien, así que me incliné un poco para escucharlo. —...Madre de Dios, ruega, Señora, por nosotros... —rezaba. "Todo está bien" me dije. Sujeté la silla y comencé a moverlo; a mitad del jardín noté que su cabeza dejaba de moverse, levantó la mano derecha indicándome que deseaba detenerse. —¿Sucede algo? —inquirí sin esperar gran respuesta. —Tengo que contarle a alguien, alguien tiene que saberlo; escúchame tú —dijo él. Entonces lo acerqué a una banca y me senté mientras lo miraba. —Lo escucharé; dígame —pedí con seguridad, misma que se desvaneció cuando me fijó su mirada oscura, profunda y con un arañazo de terror. —Jerusalén, tú sabes, yo investigaba, sabía mucho, pero aún no sabía nada y

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quería saber, ¿entiendes? ¡Quería saber! Que Dios me perdone, pero tenía curiosidad, ¡necesidad! ¡Yo quería saberlo todo! ¡Todo! Yo investigaba y sabía, pero aún no, ¡aún no!... Su cabeza empezó a tambalearse nuevamente y él bajó la voz, rezaba otra vez. Breves momentos después levantó la mirada al cielo y pude ver que lloraba. —Un anciano me dijo que la respuesta que buscaba estaba en el templo, debajo; habló de una gruta escondida, que ya es casi leyenda pues no ha sido vista por hombre alguno que siga vivo, salvo... yo. Pedí permisos, me dejaron hacer visitas, observar, pero no podía inspeccionar como era necesario, ¿cómo iba a encontrarla? ¿Por qué me la escondían? ¡Porque lo sabían también! Y tenían miedo, tanto como ahora tengo yo... Perdóname, Dios mío, no debí, no era necesario saber, ya no quiero saber, comí del árbol prohibido; pero no, Señor mío, perdóname, el mundo tiene que saberlo, no puedo enloquecer y morir así, no puedo, ¡no quiero!; ¡Ayúdame, Señor!... Santa María, madre de Dios... Un médico me señaló que se hacía tarde, debía llevarlo. Me puse de pie desconcertada por esa mirada, pero repitiéndome que estaba trastornado, seguramente una emoción fuerte; "No sé de qué habla, y seguramente él tampoco" pensaba yo. —¿A dónde me llevas, niña? ¡Tengo qué decirte! —Continúe, lo sigo escuchando —contesté. —Es porque no me entiendes, ¿no es así? Mi alma se gangrena ahora y luego quizá se despedace en el Infierno eternamente, ¿no te das cuenta? Yo encontré la entrada, llegué a la gruta y fui hasta el fondo: ese rincón bajo la tierra que está tan remoto, pero que ni siquiera existe y sin embargo, está. ¡Yo entré! No me preguntes 36


cómo; yo vi todo y ahora lo sé. Vi esa luz, ¿comprendes? Esa luz que no verán tus ojos; la vi con la piel, con todo el cuerpo, con el alma; esa luz que es sólo eso: luz. No da sombra, nada la detiene sino aquellas paredes de... ¡Oh, Dios mío! Perdona a estos seres humanos, no saben, no quisimos, ¡perdónanos! Y el hombre con miedo y la aparente certeza de saber lo que decía, se balanceaba, se interrumpía, rezaba y lloraba. Llegamos a la habitación y él seguía rezando mientras los enfermeros lo acomodaban en la cama, yo lo miraba sin entender nada; el médico anotaba en un block y un enfermero le aplicó un sedante. —...Ahora y en la hora de nuestra muerte... Santa madre de Dios, ¡protégeme! ¡He pecado, muchacha! ¡He pecado! Pero tienen que saberlo antes que sea demasiado tarde. Ahí abajo, entre la luz lo supe todo y es horrible, es miserable, es una contradicción que reduce nuestra existencia a nada, pero aún hay tiempo, aún hay tiempo... Entonces me di cuenta que sus movimientos vacilantes son causados por el pánico y la desesperación que le aflora por donde puede, por eso su mirada, pero, ¿de qué habla? —¿Tiempo de qué? —pregunté entonces. Por un momento se quedó quieto, el médico me miró desaprobando mi pregunta, terminó sus anotaciones y me dijo: "No lo molestes, no tarda en dormirse". Entonces se fue y el hombre volvió a mirarme. —Ya tienes curiosidad suficiente, ¿verdad? Mira muchacha, esas paredes la encierran, pero esa luz es tan pura, tan perfecta que está haciendo grietas; en unos años saldrá y todos sufrirán el mismo castigo que yo cuando la luz entré en su alma y 37


sepan lo que no imaginan siquiera poder saber, se gangrenarán por dentro tanto como yo, porque somos miserables y sabemos y somos aún más miserables porque lo sabemos, pero lo hemos olvidado, ¿comprendes? El conocimiento vano opaca el alma y la luz te rompe la costra, penetra y quema porque lo sabes todo y abruma porque no sabes saber, no puedes pensarlo, ni usarlo; la verdad es tan simple y profunda; tan cruel y tan obvia que mata, quema y, ¡me está matando! Cuando la luz salga, el mundo sabrá la verdad y benditos serán los niños que nada saben y entonces nada temen y benditos los inocentes como ellos. Quisiera no saber nada. ¡Perdóname, Dios mío! Perdóname... Santa madre de Dios... El hombre fue cerrando los ojos llorando y rezando; rezaba más con sus lágrimas que con sus labios. Tomé el block que el médico dejó a los pies de la cama y leí en el margen a lápiz: "Demencia. Extraño caso de esquizofrenia derivado de traumatismo craneoencefálico.” Pensé que debió ser un grave golpe y más tranquila me dispuse a dejar la habitación para dejarlo descansar. Pero volvió a llamarme. ¿Con qué fuerza su cuerpo pudo resistirse a los sedantes? —No me queda nada, muchacha. Me voy. No deberías ceder ante la curiosidad. Ese falso apetito de conocimiento hace daño. ¿Quieres saber si digo la verdad? —yo no le contesté, pero imagino que encontró en mi mirada la respuesta afirmativa y entonces me extendió su mano—. Toma. Es tuya. Y en su palma yacía tranquila una gota luminosa. No tuve siquiera que tomarla, me bastó desearlo para que fuera mía. —Perdóname, niña: los hombres llevamos mucha maldad por dentro —fue lo último que le escuché decir antes de descubrirme ciega.

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INFIDELIDAD EN EL AMOR PERENNE

Con los vocablos gastados como los huesos seniles con el paso de los años, aún tengo el descaro de decir que te amo. Tu mirada perdida en el desconcierto de la vida no atina a sosegarse con mi declaración furtiva. Te amo, te repito, grito y me desbarato. Nado en un mar de spaghettis descorazonados y refugiado en una albóndiga de carne (la suya) me resigno a tus desprecios. Mas te amo y te lo mando decir en otro inflable, en otro afelpado con chocolates. Y todo igual: ni me miras. Tu vaga ilusión me llama, me ataranta, me seduce. Con tu vaga ilusión me acuesto (y me levanto); me vengo (y me voy). Con ella tan sólo (y tan solo). Y en el recoveco de los brazos de otras carnes me quedo a soñar contigo y dejo que una anaconda de pasta me envuelva el cogote como prueba de mi amor perenne.

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SOBRE LA BANDA

Él, sin embargo, aceptaba siempre las cosas con ejemplar serenidad, “es inútil resistirse, podemos dar mil vueltas y llegar siempre al punto de partida…” Amparo Dávila, Moisés y Gaspar

Me cansé del ajetreo de la ciudad y me fui un sábado por la mañana. Tomé un mapa, elegí un estado al azar y luego un municipio en él. El viaje duró casi ocho horas y no fue lo que se dice cómodo, pero me había convencido de que era un esfuerzo necesario. Yo sabía que de no descansar un poco, caería terriblemente enfermo y si las presiones continuaban podría enloquecer: lo he visto suceder con algunos colegas y es muy triste. Yo no podía permitírmelo, por mi familia. Claro, yo aún no tenía una familia, pero pensaba formar una muy pronto (tener cuarenta años y seguir viviendo solo no era buena idea para mí) y no podía enloquecer por el bien de mi matrimonio. A media tarde, estaba firmando mi registro en un pequeño motel del municipio Chavinda, luego descansé el resto de la tarde. A la mañana siguiente fui al templo a esperar que algún campesino de buen aspecto pasara por ahí: seguramente, de ser un buen cristiano que asiste a la primera misa del domingo, se podría confiar en él, creo. Aunque no es fácil saber quién lo es y quién no. Como sea, tuve suerte. Hablé con un hombre robusto de unos sesenta años, de aspecto fuerte, moreno, bigotón y muy simpático; me dio los buenos días, dijo llamarse Javier y aceptó ayudarme. Le

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dije que buscaba alquilar una vivienda en la comunidad de La Cuestita que aparecía nombrada en un mapa regional, añadí que pagaría bien y sólo la quería por unas dos semanas. Don Javier se rascó la cabeza y me advirtió con una sonrisa burlona que no sería fácil, pues generalmente las casas están ocupadas por sus respectivas familias, pero que comentaría con la gente a ver qué se podía hacer. Le dije dónde me hospedaba, le agradecí y no tuve más que esperar respuesta. El domingo rondé por el pueblo, conociendo cada rincón —según yo—, pero luego me di cuenta de que sólo me estaba dando a conocer a mí mismo. Por eso de las seis de la tarde, ciertos umbrales se llenaron de personas, en unas casas un grupo de hombres, en otras, mujeres. La mayoría sólo estaba ahí, observando en silencio; algunos jugaban cartas y ciertas mujeres bordaban o tejían. Todos me miraban y daban las buenas tardes como si me conocieran. Me conocían: era el-de-la-ciudá. Llegué al hotel, prácticamente vacío, y pregunté al recepcionista dónde se podía cenar. Esa noche no pude dormir por el ardor de estómago que me provocó el exceso de enchiladas. Don Javier apareció el lunes y me invitó a almorzar a su casa, yo estaba medio deshecho, pero acepté. Doña Margarita, su señora, una mujer amabilísima y bella incluso con los años, no sé cómo hizo para saber de mi estado y me preparó un té que sabía a demonios, pero que me calmó todo resto de dolor y me permitió disfrutar a pleno de la birria de chivo que nos almorzamos. Qué distinto se come en provincia y más aún en una cocina familiar. Al terminar el sagrado rito de alimentarnos, comenzó una amena charla donde todos en la casa —era una familia por demás numerosa— querían saber qué hacía un tipo como yo en la ciudad, cómo vivía, con quién y de qué. Les fui contestando poco a poco; les conté que era matemático, que trabajaba en un instituto dentro de la UNAM, que vivía sólo con mi gato y dando 41


clases en varias escuelas. Me callé porque noté que la mayoría perdió su interés en mí. Todos los pequeños fruncieron el rostro en señal de desaprobación, a nadie pareció agradarle el vivir rodeado de matemáticas, no les eran gratas. Comprendí y sonreí: en algún momento a mí tampoco me gustaron. Entonces habló Don Javier. "No pude conseguirle nada en La Cuestita", me dijo, "pero hay algo en La Soledad, está ahí cerquita, se llega pronto a caballo". Me advirtió, sin embargo, que no estaba en muy buen estado, pues el dueño hacía tiempo se había mudado, pero que algunos arreglos se le podrían hacer. Se recogió la mesa, me despedí de todos y fuimos a verla. Subir al caballo no fue realmente difícil. No tenía la menor experiencia, pero la yegua era muy noble y el viaje fue agradable. Me compré un sombrero antes de partir y vaya que hice bien. Lo que sí fue difícil fue caminar después de bajarme de La Piña —así se llamaba el animal—, me sentía entumido y me imaginaba caminando con las piernas arqueadas como los vaqueros de las caricaturas. Don Javier se rió de mí, me dio una palmada en el hombro y me indicó el camino. Ciertamente el lugar era solitario, no sé si buscaban hacer honor a su nombre, o sería mera casualidad. La casa estaba algo deshecha, pero me serviría, si es que lograba sobrevivir, porque yo no estaba acostumbrado a la vida de austeridad. Llegó después un joven en bicicleta con un par de mantas y otras telas que mandaba Doña Margarita para que todo me fuera más cálido. A la fecha, no sé si son buenos cristianos, pero no erré al dirigirme a ellos. Le di a Don Javier una suma de dinero que me pareció adecuada para agradecerle tanta atención y para hacerle un encargo más: le pedí que me enviara a alguno de sus nietos para que me guiara y ayudara a hacer las compras necesarias para mi supervivencia. También le entregué lo 42


acordado por la renta. Me instalé del todo el martes por la mañana y desde entonces aquél fue mi hogar por semana y media. Aquella construcción estaba algo alejada del resto y a mí me faltaba curiosidad suficiente para ir a conocer a los vecinos, así que me conformaba con hablar con Pedrito, el nieto de Don Javier, que iba diariamente a llevarme comida y otros encargos que le hacía. Era un muchachito muy risueño y amable, quizá no tendría mucho qué decir, pero preguntaba todo cuanto podía: extrañamente sus preguntas no me molestaban demasiado y lo dejaba continuar. Habían pasado ya diez días cuando se me ocurrió mostrarle una banda de Moebius; la construí con un poco de papel amarillento que encontramos, me pareció que se rompería, pero resistió. No había pegamento así que usamos goma de mascar. "Tomas una tira larga de papel y acercas las orillas como si quisieras formar un cinturón", dije mostrándole ambas, "pero no las pegas así, le das media vuelta a una orilla y entonces pegas. ¿Ves?". En su cara se notaba su poco entendimiento. "Espera”, le dije, “no es tan aburrido, ¿por qué no tratas de decirme cuál es la parte de afuera y cuál la de adentro? Vamos, elige y dime". Me puse a comer manzanas mientras él inspeccionaba la banda con sumo cuidado. "Acá es abajo", dijo él sin separar el dedo de la cinta. "¿Estás seguro?, vamos a ver", tomé una pluma de mi pequeña maleta y marqué el sitio que él indicaba con un círculo. "Eso significa que arriba es del otro lado, ¿verdad? Vamos a marcarlo con una cruz", Pedrito me miró como dudando de mi inteligencia y asintió. "Vamos a recorrer la cinta por abajo", le dije y le pedí que siguiera el camino conmigo desde el círculo a lo largo de la banda. Cuando nuestros dedos llegaron a la cruz sin haberse separado jamás de la cinta sus ojos se abrieron asombrados o espantados. Luego se empezó a reír y me llamó mago. La banda de Moebius es una superficie 43


con un solo lado y una sola orilla, pero por muy raro que suene, no es difícil ver por qué, basta observar bien la cinta un rato, sin necesidad de ir más a fondo. Por lo menos él se dio cuenta con facilidad, al día siguiente me estaba explicando a su manera cuál era la trampa en mi truco de magia. Sonreí porque no lograba disuadirlo de que aquello fuera magia. Entonces hicimos una banda normal y la corté en dos, longitudinalmente. No teníamos tijeras así que lo hice con las manos poniendo toda mi paciencia en ello. Le pregunté si creía que podíamos hacer lo mismo con nuestra banda y tener dos más delgadas. Él tomó la banda y empezó a mirarla, luego dijo que sí. Comencé a cortarla y al terminar de romper por donde debíamos esperé que fuera él quien intentara separarla. "¡Es una sola!", gritó, me miró y comenzó a reír sonoramente. Un poco después volvió a su casa, dejándome solo con una revista de difusión: Ciencias. Pensé que las cosas así no servirían de mucho, me intentaba relajar, pero seguía pensando de un modo u otro en los problemas que tenía pendientes en la ciudad, de los temas rezagados por haber dejado a los alumnos dos semanas en manos de un segundo profesor, del artículo que tendría que terminar de escribir antes de fin de mes, aquella bióloga hermosa a quien debía invitar a salir para continuar nuestra charla sobre fractales y series numéricas en la naturaleza y claro, el gato que había dejado encargado a un no tan responsable amigo. Dejé la revista y salí a dar un paseo por el campo a fin de no pensar en tan agobiantes temas. A lo largo del camino presté atención especial a cada árbol con el afán de no perderme y volver sin problemas a la casa. Luego de unas horas encontré un pequeño estanque; no imaginé que pudiera estar ahí, en general la zona era un tanto seca. Me acerqué a la orilla con cuidado, apenas vi mi reflejo en el agua y casi pierdo 44


el zapato derecho. Como no era del todo seguro, me retiré un poco y busqué la sombra de un árbol. Me senté en el suelo y tomé al tronco por respaldo. Aunque algunas pequeñas piedras me molestaban, no tardé en quedarme dormido. Lo último que recuerdo haber visto fueron las nubes moviéndose aprisa por el fuerte viento. Soñé que había nacido dentro del círculo marcado en una gigantesca banda de Moebius y que a lo largo de mi vida había recorrido la cinta, encontrándome así, a mis cuarenta años, sobre la cruz y sintiéndome cansado para emprender el regreso o seguir adelante hasta volver al comienzo. Desperté como cada vez que un sueño me abruma más que la realidad. Las nubes seguían moviéndose tan rápido como antes. Me levanté y recordando que el agua del estanque lucía limpia, me acerqué a la orilla para mojarme un poco el rostro. Entonces me sobresalté. Algo estaba mal, volví la vista al cielo y vi que el viento corría en dirección contraria; en la orilla del estanque estaba el hoyo que formó mi pie al resbalar: era una huella izquierda. Respiré hondo, quizá no recordaba bien, o aún no despertaba del todo, o cualquier otra explicación. Me volví a casa. Fui encontrando los árboles uno a uno, cada cual del otro lado del camino al que yo recordaba. Con cada uno, mis latidos se incrementaban, tragaba saliva con dificultad, apenas podía mover las piernas, sentía la falta de aire, el fuerte pulso y un frío sudor resbalando por mi frente. Al fin vi la casa. También estaba del lado contrario. No pude más. Se me nubló la vista y en mi ceguera caí al suelo. Cuando volví a abrir los ojos me sentía débil. Vi a Pedrito decirle a Don Javier: “tiene calentura, está sudando”. Cerré los ojos nuevamente y cuando desperté estaba en un autobús rumbo a la Ciudad de México. Pasaban una película de dibujos

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animados. Estaba mejor, aunque desconcertado. En la central de autobuses, llamé a Julián para decirle que pasaría a recoger a mi gato. “Gracias por cuidarlo”, dije mientras tomaba al gato en brazos y lo observaba; Julián me había preguntado algo, pero no le escuché. “Perdón ¿qué dices?”, pregunté. “¿Tiene algo tu gato? Mira que me he esforzado en cuidarlo, no te puedes quejar”, dijo mirándome preocupado. “No, nada”, le aclaré, “es sólo que parece que estuve fuera mucho tiempo, me pareció recordar que la mancha blanca la tenía en la otra oreja, pero… no, mejor no me hagas caso, debe ser el cansancio”.

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RECUERDOS

Esta mañana al despertar, descubrí que me brotaba un recuerdo del oído izquierdo: era tuyo. Mientras me peinaba no dejaba de verlo y pensar un poco en ti... Me dejaste muchos y muy bonitos. A la hora del almuerzo escuché cómo empezaba a crujir: había estado madurando toda la mañana; más tarde se cayó. Para la hora de la comida ya empezaba a madurar otro. En todo el día, cuatro de tus mejores recuerdos han salido de mi mente; los he guardado bien maduritos en un viejo cajón que suelo olvidar que tengo. A este ritmo, espero que en unos meses dejen de brotarme y tenga lleno el cajón. Ojalá para Navidad ya te haya olvidado.

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HACER LOS SUEÑOS REALIDAD

El hombre estaba sentado, parecía de cuarenta años. Su cabeza estaba bien suelta sobre el respaldo, las manos palma abajo agarrando los brazos de la silla y los ojos cerrados mientras contaba: “Siempre tuve sueños lúcidos, pero algún día empezaron a ser más que eso. Me acuerdo que hace mucho soñé que una rata me mordía la espalda y desperté con un moretón ahí mismo. Se me ocurrió que a lo mejor me había golpeado con algo y mi mente dormida se explicó el dolor con una mordedura. Luego empeoraron las pesadillas. Soñé una noche que les rompía el cuello a unas ardillas que habían llegado a invadir el jardín. El día siguiente me sentí muy mal porque aún me cosquilleaban las manos por la sensación de los pelos y de los huesos que se les rompían a los animalitos. Después llegó el peor: soñé a Cecilia y su cuello hermoso, blanquito y terso, tendido sobre la almohada. Dormía como la princesa que era. No sé, uno no sabe por qué sueña lo que sueña. El sueño se repitió tantas veces desde entonces, una y otra vez tanto que yo no quiero dormir por miedo a que se repita la pesadilla de ver mis manos empuñando un cuchillo que le atraviesa la garganta, y luego las almohadas blancas teñirse de un carmín cada vez más profundo. Alguien me dijo alguna vez, no me acuerdo quién, que si en tu sueño logras ver las palmas de tus manos tendrás control sobre lo que sucede y podrás cambiarlo todo a tu antojo. Lo he intentado siempre; ahora mucho más, pero siempre hay algo que me lo impide…

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Un hombre más joven le acomodaba a la fuerza el electrodo sobre la cabeza. A su alrededor, una veintena de testigos murmuran que la silla eléctrica hará justicia a la decena niñas violadas, las niñas quemadas cuyos cuerpos fueron encontrados en la periferia de la ciudad. El joven no se inmuta ante los gritos y esfuerzos del otro que, al darse cuenta de lo que iba a ocurrir, intentaba zafarse de las cintas que le sujetaban las muñecas a la silla y gritaba: “¡Mis manos! ¡Sólo déjame ver mis palmas! ¡Sólo las palmas!”.

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