Naturalezas mutantes - Daniel López del Rincón (ed.)

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de la edición, Sans Soleil Ediciones, Vitoria-Gasteiz, 2017 de los textos, los autores, 2017 Daniel López del Rincón, 2017 M. Rosa Terés, 2017 Carme Narváez, 2017 Sara Caredda, 2017 Ramon Dilla Martí, 2017 Isabel Valverde, 2017 Tobias Locker, 2017 Teresa-M. Sala, 2017 Víctor Ramírez Tur, 2017 Lourdes Cirlot, 2017 Natalia Matewecki, 2017 Francesc J. García, 2017

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N AT U R A L E Z A S M U TA N T E S DANIEL LÓPEZ DEL RINCÓN (ED.)



N AT U R A L E Z A S M U TA N T E S DANIEL LÓPEZ DEL RINCÓN (ED.)

DEL BOSCO AL BIOARTE

VITORIA-GASTEIZ • BUENOS AIRES



ÍNDICE

Presentación

La naturaleza como concepto mutante en la Historia del Arte, Daniel López del Rincón................................................ 9 Estudios

1- Arte y naturaleza en la obra del Bosco. Imaginarios fantásti cos y modelos iconográficos, M. Rosa Terés...................... 37 2- Imitación, proporción, idealización. La representación del cuerpo humano en el arte del Renacimiento, Carme Narváez.. 63 3- Naturaleza muerta y paisaje en las colecciones españolas de pintura del siglo XVII, Sara Caredda y Ramon Dilla Martí... 93 4- Los encantos del paisaje y el malestar de la representación. El paisaje y sus expansiones contemporáneas, Isabel Valverde... 125 5- El anhelo de Citera en el ocaso del Antiguo Régimen: la natu raleza en el arte del Rococó, Tobias Locker....................... 153 6- Metamorfosis creativas. Evocaciones de la naturaleza en las artes del 1900, Teresa-M. Sala.......................................... 177 7- Naturalezas surrealistas. Rituales, orgasmos, hibridaciones identitarias, Víctor Ramírez Tur...................................... 197 8- Naturalezas contemporáneas entre el arte y la vida. Dalí, Land Art y bioarte, Lourdes Cirlot y Daniel López del Rincón... 221


9- Arte vivo. Artistas, obras y espectadores del bioarte, Natalia Matewecki........................................................................ 249 10- Visiones de la naturaleza desde las ciencias de la vida. De la genética neolítica al futuro de la biología, Francesc J. García... 279 Biografías de los autores...................................................... 313




LA NATURALEZA COMO CONCEPTO MUTANTE EN LA HISTORIA DEL ARTE Daniel López del Rincón

La Nature est un temple où de vivants piliers Laissent parfois sortir de confuses paroles; L’homme y passe à travers des forêts de symboles Qui l’observent avec des regards familiers. Charles Baudelaire, «Correspondances», Les Fleurs du mal, 1857 People tell us that Art makes us love Nature more than we loved her before [...]. My own experience is that the more we study Art, the less we care for Nature. [...] It is fortunate for us, however, that Nature is so imperfect, as otherwise we should have no Art at all. Oscar Wilde, The Decay of Lying, 1891

El libro que el lector tiene entre sus manos versa sobre un tema tan apasionante como complejo y, en parte por ello, se inicia con una triple presentación: en primer lugar, se introduce el tema y se aborda su inherente polisemia; en segundo lugar, a modo de álbum familiar, se analizan cinco “fotografías posibles” de la historia con-


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junta del arte y la naturaleza; y, en tercer lugar, se resume el contenido de los diez capítulos que conforman el libro. I Entre las palabras de Baudelaire y las de Wilde median apenas treinta años, pero un universo conceptual. De la naturaleza baudeleriana concebida como templo, como enigma que ha de ser desentrañado, un bosque de símbolos en el que el hombre se aventura, mientras éstos le miran con familiaridad, donde lo espiritual se manifiesta a través de lo sensible… a la naturaleza como algo tan imperfecto (y, por ello, también prescindible) que liberaría al arte de la larga tiranía de imitarla, exhortándole más bien a mentir –el arte como ficción– y a acabar con la decadencia que Wilde identifica en el arte de su tiempo. Lo que en estas dos citas puede intuirse como una relación difícil, incluso conflictiva, entre arte y naturaleza, adquiere, extrapolado a la historia del arte, unas proporciones formidables. No hay más que evocar la tensión fundacional entre naturaleza (physis) y arte (techné), ya formulada en la Grecia antigua, para identificar uno de los posibles inicios de esta historia. Como es sabido, el amplísimo concepto de techné (que los romanos denominarían ars) no es equivalente, pero sí el más cercano, a nuestro concepto actual de “arte”. Con él se designaba todo aquello realizado como resultado de la actividad humana, localizándose su significado a medio camino entre la “artesanía” y el “artificio”, y oponiéndose con claridad a lo que se produce “naturalmente”, en cuyo proceso no interviene el ser humano. Es por ello que Moshe Barasch afirma que “lo más importante es que techné se opone frecuentemente a la naturaleza (physis)” y que “el pensamiento griego presupone generalmente que, mientras la naturaleza actúa por pura necesidad, la techné implica una elección humana deliberada”1. Esta misma oposición reaparecerá posteriormente en numerosas ocasiones, como 1 Moshe Barasch, Teorías del arte. De Platón a Wickelmann (Madrid: Alianza, 2006 [1985]), 16.


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veremos, por ejemplo cuando tratemos la diferencia entre naturalia y artificialia, a propósito de las cámaras de las maravillas manieristas. El asunto resulta aún más fascinante si recordamos que estos términos opuestos han estado, en la historia del arte europeo, íntimamente relacionados, en virtud de la preponderancia de la mimesis que, hasta principios del siglo XX, propició que el arte se orientara hacia la imitación de la naturaleza. Podría afirmarse que uno de los principales pilares de la historia del arte occidental se asienta sobre la unión (que es también separación) entre arte y naturaleza. A través de los distintos capítulos que componen esta publicación se propone al lector redescubrir épocas, géneros, artistas y obras desde una mirada renovada: la de la negociación, a cada momento histórico, de los términos en los que se produce la cristalización de arte y naturaleza. Un repaso por su índice da cuenta de la voluntad por parte de los autores de los distintos capítulos de devolver a la naturaleza su carácter mutante. La mutación, la transformación, el cambio, es una característica inherente al estudio de la naturaleza, no sólo desde un punto de vista biológico, sino también artístico. Por su parte, lo que llamamos “Historia del Arte”, el estudio diacrónico del arte, constituye una herramienta especialmente adecuada para este tipo de análisis, ya que nos permite trazar genealogías, valorar cambios y, en definitiva, constatar el ritmo de la historia a través de la práctica artística. Raymond Williams nos avisa de que “naturaleza” es probablemente la palabra más compleja del lenguaje, aunque nos advierte también de que esa complejidad entraña la recompensa de abrirnos las puertas a una gran parte del conocimiento humano2. Pensamos, como Williams, que abordar la multiplicidad de intersecciones que se han producido entre arte y naturaleza significa adentrarse en los universos que se han ido tejiendo en la interacción de ambos conceptos; un relato que no se ha desarrollado exclusivamente en el 2 Raymond Williams, «Nature», en Keywords. A Vocabulary of Culture and Society (Londres: Fontana Press, 1990 [1976]), 219-224.


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plano de las ideas sino, de manera muy significativa, en la realidad de la práctica artística. Elaborar la historia del binomio arte-naturaleza es una tarea que se encuentra en un punto equidistante entre lo necesario y lo imposible. Necesario, porque se trata de una verdadera médula espinal del arte en la historia, hasta el punto de que no es posible plantear ninguno de sus aspectos fundamentales sin que se requiera, de un modo u otro, de una referencia a la “naturaleza”. Eso se debe, sin lugar a dudas, a la flexibilidad de este concepto, a veces sinónimo de otros igualmente gigantescos como “realidad” o “vida”, y a su capacidad para transmutarse en otros, como puedan ser el de “paisaje”, “naturaleza muerta”, o incluso “cuerpo”, pero también de aliarse a nociones como las de “mimesis” o “representación”, sin descuidar, y ahí se encuentra otra de las claves de su éxito, su inherente transversalidad, que hace que la naturaleza haya sido considerada patrimonio de las más distintas disciplinas, desde la filosofía a la geología, pasando por la biología, la física, la medicina o la antropología, entre muchas otras. El argumento anterior, que da cuenta –aunque sea esbozadamente– de la necesidad de analizar el desarrollo histórico de la práctica artística en su imbricación con la naturaleza, apunta con idéntica precisión a la imposibilidad de abarcar semejante empresa. Imposible, por tanto, como imposible es escribir una única Historia del Arte y, sin embargo, así se sigue haciendo con el convencimiento de que tras la imposibilidad de elaborar el discurso definitivo y absoluto se esconde la posibilidad, por medio del establecimiento de catas bien diseñadas, de acercarse a ella desde sus múltiples facetas. En su texto «Arte y ecología. Aspectos caracterizadores en el contexto del diálogo arte-naturaleza», José Albelda ha establecido cuatro hitos significativos en esta historia conjunta en la que se percibe, en palabras del autor, una transición “de la abstracción a lo concreto y de la distancia a la cercanía”3. La primera fase, que abar3 José Albelda, «Arte y ecología. Aspectos caracterizadores en el contexto del diálogo ar-


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caría desde la Antigüedad al Renacimiento, se caracterizaría por una representación de la naturaleza entendida como “reflejo del origen”, es decir, la voluntad de representar, con todos los matices que se quiera, lo creado. En la segunda, desde el Renacimiento hasta el Romanticismo, se articularía una “función escenográfica” de la naturaleza, desde las representaciones iniciales en las que actúa como telón de fondo hasta llegar a una verdadera autonomía temática en el género del paisaje. La tercera, tras un salto cronológico importante, se correspondería con la década de los sesenta del siglo XX, cuando la naturaleza deviene fundamentalmente “territorio y materialidad”, con intervenciones literales en el paisaje en el contexto del llamado “arte de la tierra”. Por último, Albelda identifica la “concepción ecológica” como característica de una cuarta fase, donde la práctica artística atiende a aspectos estructurales y sistémicos. Sin duda, como toda visión que aspira a ser mínimamente abarcadora, se trata de una generalización que, sin embargo, resulta muy útil para establecer unas coordenadas básicas sobre las que poder debatir y establecer matices. Como comentábamos a propósito de Williams, una de las dificultades más fascinantes que enfrenta este libro es la definición de “naturaleza” o, en otras palabras, la identificación de los distintos significados que históricamente se le han atribuido a este término. Y es que la batalla del significado de la naturaleza se libra en campos muy diversos. Por ello, conviene apuntar, aun advirtiendo sobre su inevitable carácter de tentativa, algunas de las acepciones del término, no tanto para tratar de agotar su significado como para dar cuenta de su suma amplitud y heterogeneidad. Como punto de partida, Williams establece tres principales áreas de significado: “(i) el carácter o cualidad esencial de algo; (ii) la inherente fuerza que regula el mundo, los seres humanos, o ambos; y (iii) el mundo material en sí, ya sea incluyendo o no a los seres humanos”4. Miente-naturaleza», en Arte y ecología, Tonia Raquejo y José María Parreño (eds.), (Madrid: UNED, 2015), 219-246. 4 Williams, «Nature»…, 219. La traducción es mía.


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tras que las dos primeras acepciones se mueven en el terreno de la actividad (o su potencialidad) de la naturaleza, la tercera lo hace en el de su consideración tangible. Para profundizar en esta diferenciación entre dos modos principales de concebir la naturaleza resulta útil recuperar, como han hecho el citado José Albelda y José Saborit en su libro La construcción de la naturaleza5, la tradicional división entre natura naturata (la naturaleza como conjunto de elementos tangibles) y natura naturans (la naturaleza como proceso y fuente de energía), en la que ésta podría asimilarse a las dos primeras acepciones ofrecidas por Williams, y aquélla a la tercera. Con el concepto de natura naturata la naturaleza cobra un sentido integrador, al abarcar la totalidad de seres y fenómenos del mundo físico (un concepto cercano al de “realidad” o “mundo”), entre ellos el conjunto de elementos que no han tenido contacto con el ser humano, es decir, una naturaleza planteada en oposición a la cultura. Con el concepto de natura naturans la naturaleza se asimila a la esencia de un objeto, en oposición a aquello adquirido, así como a la posibilidad de entender la naturaleza como agente, como fuerza creadora, en sintonía con el concepto más reciente de “materia vibrante” propuesto por Jane Bennet en su libro Vibrant Matter: a political ecology of things. Al reivindicar ese vitalismo, Bennet recupera significativamente al Bergson de L’évolution créatrice6, cuando afirma que para dar sentido a la concepción de un “mundo poblado de objetos animados más que de objetos pasivos” es necesario “despertar lo que Bergson denominó ‘la ardiente creencia en la espontaneidad de la naturaleza’”7. Si continuamos con este movimiento pendular que nos ha llevado de Baudelaire a Wilde y de la natura naturata a la natura na5 José Albelda y José Saborit, La construcción de la naturaleza (Valencia: Dirección General de Museos y Bellas Artes, 1997). 6 Henry Bergson, L’évolution créatrice (París: Félix Alcan, 1907). Existen numerosas versiones en castellano de esta obra, entre ellas Henry Bergson, La evolución creadora (Madrid: Espasa-Calpe, 1973) (traducción del francés de María Luisa Pérez Torres). 7 Jane Bennet, Vibrant Matter: A Political Ecology of Things (Durham: Duke University Press, 2010), vii.


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turans, sería interesante que a la concepción “agencial” de Bennet, de raigambre bergsoniana, contrapusiéramos esa otra imagen de la naturaleza ilustrada, perfectamente ordenada y controlada, tan característica del Museo de Historia Natural dieciochesco, en el que existe la ilusión de organizar la naturaleza en reinos, especies, familias y otras categorías propias de la lógica taxonómica. No en vano, el Museo de Historia Natural del XVIII8, que recuperaremos más adelante, con su característica museografía de vitrinas, presenta una naturaleza estática y descontextualizada, con especímenes disecados, como si se encontraran fuera del tiempo y del espacio. Habrá que esperar hasta el siglo XIX para que la naturaleza se concibe como algo dinámico y lo hará en manos de la teoría evolucionista de Darwin, que postulará que las especies no han sido siempre como las encontramos en las vitrinas de aquellos museos sino que son el resultado de las mutaciones experimentadas a lo largo del tiempo. Esa misma actitud ilustrada anima también la imagen que de la naturaleza ofrece Voltaire en su elocuente «Diálogo entre el filósofo y la naturaleza», del que ofrecemos aquí un extracto: EL FILÓSOFO– ¿Qué eres tú, Naturaleza? Vivo en ti, y hace cincuenta años que te busco y no te he podido encontrar aún. LA NATURALEZA– Soy el gran todo; no sé nada más. No soy matemática, y en mí todo está organizado con leyes matemáticas. Adivina si puedes cómo se hizo esto. EL FILÓSOFO– Pues si eres el gran todo, que no sabe matemáticas, y son tus leyes profundamente geométricas, es indispensable que exista un ser eterno geómetra que te dirija, una inteligencia suprema que presida tus operaciones. LA NATURALEZA– Tienes razón: yo soy agua, tierra, fuego, atmósfera, metal, mineral, piedra, vegetal, animal. Comprendo que existe en mí una inteli-

8 Sobre la importancia de la naturaleza en la historia del Museo véase el libro de Paula Findlen, Possesing Nature: Museums, Collecting and Scientific Culture in Early Modern Italy (Berkeley y Los Angeles: University of Callifornia Press, 1994).


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gencia; tú también la tienes y no la ves, como tampoco yo veo la mía: comprendo que existe un poder invisible que yo no puedo conocer; ¿cómo quieres tú, que sólo eres una parte insignificante de mí misma, saber lo que yo no sé? EL FILÓSOFO– Los hombres somos curiosos. Quisiera saber por qué, siendo como eres tan bruta en tus montañas, en tus desiertos y en tus mares, eres, sin embargo, tan industriosa en tus animales y en tus vegetales. LA NATURALEZA– ¿Quieres que te diga la verdad? Me han dado un nombre muy impropio; me llaman «Naturaleza», y soy toda arte.

El asimétrico diálogo que acabamos de reproducir, en el que a la pequeñez e ignorancia del ser humano se opone la grandeza y sabiduría de la Naturaleza, podría servir como ejemplo del mencionado énfasis ilustrado en la existencia de un principio ordenador y lógico que regula el mundo, pero también ofrece otras acepciones: desde una concepción totalizadora de la naturaleza (“el gran todo”) a su heterogeneidad constitutiva, materializada tanto en su dimensión de naturata naturata (“agua, tierra, fuego, atmósfera, metal, mineral, piedra, vegetal, animal”) como de natura naturans (aludiendo a esa “inteligencia y “operaciones” que la rigen). Pero lo que preside, por encima de todo ello, el diálogo de Voltaire es un lugar común en la reflexión sobre la naturaleza, como es la inferencia de un agente que la regule, “un ser eterno geómetra que te dirija”, asimilable a ese “Gran Relojero” que imaginaba Leibniz, concibiendo el mundo como una gran maquinaria cuya perfección hacía imaginar un ente que lo controlara o lo hubiera diseñado9. Lo que podría parecer una insólita asociación entre razón y divinidad resulta, por el contrario, algo frecuente en la historia de la ciencia, un maridaje en el que se trenza la contradicción entre lo que puede ser explicado y lo que no. Se trata de un pensamiento que, por buscar un ejemplo distanciado en muchos sentidos 9 Gottfried Wilhelm Leibniz desarrolla la metáfora de Dios como “relojero” en sus debates epistolares con Samuel Clarke, detrás del cual estaba el pensamiento de Isaac Newton. Véase La polémica Leibniz-Clarke (trad. Eloy Rada) (Madrid: Taurus, 1980).


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del pensamiento de Voltaire o Leibniz, resuena con claridad en las palabras que dirigió Salvador Dalí al Nobel James D. Watson, agradeciéndole el descubrimiento de la estructura helicoidal del ADN, ya que eso demostraba, en su opinión, la existencia de Dios10. A lo que se refería el artista es estrictamente a un pensamiento recurrente, que asocia matemática y divinidad o, mejor dicho, el convencimiento de que la divinidad se encuentra detrás de la perfección geométrica que caracteriza determinadas estructuras y lógicas de la naturaleza. En efecto, podríamos remontar este pensamiento al de los pensadores de la Grecia Antigua, aunque también en el mundo moderno esa idea late con fuerza en el pensamiento científico. Así lo ve, por ejemplo, Ortega y Gasset en la aportación de Galileo para quien “la verdad está escrita en la naturaleza con letras matemáticas”11. Nos encontramos, en este caso, en las antípodas de esa concepción abierta, imprevisible y en gran parte emancipadora, que caracterizaba el concepto de “materia vibrante” de Bennet. La naturaleza es, en parte por la polisemia que hemos tratado de apuntar, un término controvertido. Pero también lo es por su carácter ideológico que, como sucede con cualquier otro concepto, no describe sino que construye el significado de la realidad que designa. No es extraño que algunos autores hayan llegado a proponer su eliminación del sistema de pensamiento, como ha sido el caso de Bruno Latour o de Timothy Morton. En su libro Politics of Nature (1999)12, Latour propone una nueva alianza entre ecología y política (términos que han discurrido por caminos paralelos, incluso excluyentes, en el pasado) en 10 La entrevista a James D. Watson (así como interesantes aportaciones sobre la relación de Dalí y la ciencia) puede encontrarse en el documental de Joan Úbeda et al., Dimensión Dalí (2004), 75 min. 11 José Ortega y Gasset, «Vicisitudes en las ciencias», El Sol (9 de marzo de 1930), en Meditación de la técnica y otros ensayos sobre ciencia y filosofía (Madrid: Revista de Occidente, 2002), 139. 12 Bruno Latour, Políticas de la Naturaleza. Por una democracia de las ciencias (Barcelona: RBA, 2013; 1ª edición de 1999).


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la que rechaza la noción de “naturaleza”, ya que es ésta la que, por ejemplo, establece jerarquías entre los seres, sometiéndolos a un ordenamiento que atenta contra la esencia de una verdadera ecología política, que debería superar los binarismos que organizan y segregan la realidad, escindiendo falsamente lo humano de lo no humano, lo objetivo de lo subjetivo. También Timothy Morton, en su libro Ecology without Nature (2007)13, aboga por un destierro del concepto de naturaleza, desvelando a su vez los valores ideológicos que lo sostienen. Desde su punto de vista, y aunque pueda parecer inicialmente paradójico, para abordar la problemática ambiental y ecológica de nuestros tiempos, es necesario eliminar el concepto de “naturaleza”. En otras palabras, la naturaleza ha perjudicado al pensamiento ecológico, fundamentalmente porque se trata de un concepto antinatural y antropocéntrico, construido por el hombre a su medida. Las artes, a las que Morton (especialista en poesía del periodo romántico) presta especial atención serían una manifestación de ello. Uno de los principales problemas de la “naturaleza” es que ha devenido en una entidad trascendental, atrapada en una visión completamente desencarnada: “Poner algo llamado Naturaleza en un pedestal y admirarlo desde lejos hace por el medioambiente lo mismo que el patriarcado por la figura de la Mujer. Se trata de un paradójico acto de sádica admiración.”14 La naturaleza se revelaría como un constructo genuinamente antropocéntrico, que habría contribuido a la falaz consideración del hombre como entidad separada de la naturaleza. El ejercicio deconstructivo de Morton persigue, en sintonía con Latour, la disolución de fronteras arbitrariamente trazadas, como son las que separan lo humano de lo no humano, pero también las que establecen los límites entre naturaleza y cultura, entre lo artificial y lo natural. La naturaleza, en el relato de Morton, ha devenido en un lugar común a lo largo de la historia que, a menudo como ejercicio 13 Timothy Morton, Ecology without Nature. Rethinking environmental aesthetics (Cambridge: Harvard University Press, 2007). 14 Ibíd., 5. La traducción es mía.


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de distanciamiento (la imagen del pedestal de la anterior cita serviría para ilustrar esta idea), ha expulsado hacia la periferia, hacia la otredad, a todos aquéllos que no se adecuaran a la idea normativa de sujeto predominante, por cuestiones de raza, clase, género o cualquier otro tipo de categorización excluyente. Se entiende que esta “naturaleza” sea desterrada del pensamiento ecológico que propone Morton. La inversión es, desde luego, antológica: el pensamiento tradicional ecocrítico se transmuta en un relato en el que la naturaleza deviene enemigo y no objeto de reivindicación. Las aportaciones de Timothy Morton, que son también las de una corriente conocida como “OOO” (Ontología Orientada a Objetos, en la que encontramos otros autores como Graham Harman, Ian Bogost y Levy Bryant), persiguen en gran medida el replanteamiento de la centralidad de lo humano, en lo que podemos denominar un verdadero giro postantropocéntrico, cuyas aristas son múltiples y están siendo exploradas en la actualidad por diferentes autores, tales como Rosi Braidotti o Donna Haraway, entre otros15. El mismo Timothy Morton ha propuesto el sintagma “ecología oscura” (Dark Ecology, 2016)16 para recuperar un sentido auténtico, no idealizado, de la ecología, en el que ésta ni es bella, ni tiene que ver con la “naturaleza”, y en la que el ser humano no ocupa lugar privilegiado alguno. La ecología no debería centrarse tanto en la 15 De entre las múltiples líneas de fuga del giro postantropocéntrico podríamos mencionar, sin ánimo de agotarlas, el citado trabajo de Jane Bennet (Vibrant Matter), así como las aportaciones de Rosi Braidotti en torno al concepto de posthumanismo en Lo posthumano (Barcelona: Gedisa, 2015; 1ª edición: 2013) o el debate más amplio en torno al concepto de “antropoceno” que, popularizado por Paul J. Crutzen, alude a la emergencia de una nueva era geológica que, iniciada con la Revolución Industrial, tendría como principal motor la acción humana. Véase, por ejemplo, el número especial dedicado por la revista Third Text a las relaciones entre ecología y arte contemporáneo, a cargo de T. J. Demos «Contemporary Art and the Politics of Ecology. An introduction», Third Text, vol. 27, nº 1, 2013. Véase también la problematización de este término por parte de Donna Haraway, mediante la propuesta de otros como el de Capitaloceno o Chthuluceno en su libro Staying with the Trouble: Making Kin in the Chthulucene (Durham: Duke University Press, 2016). 16 Timothy Morton, Dark Ecology (Nueva York: Columbia University Press, 2016).


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construcción de un pensamiento falsamente verde como en el análisis de nuestras relaciones con fenómenos igualmente naturales, pero estrechamente vinculados con el ser humano, como son la radiación, los minerales, la nieve o el plancton. Se trata, en definitiva, de repensar los conceptos de ecología y naturaleza para revisar el modo en el que los humanos se encuentran conectados con el mundo. Tal y como Morton ha afirmado, el objetivo de este pensamiento ecocrítico es que el ser humano descubra, como sucedía con el detective del cine negro, que él es el verdadero criminal: Un fantástico ejemplo de esto sería el fenómeno cinematográfico del noir, en el que, por ejemplo, el detective descubre que él mismo es uno de los criminales. Para mí, el mejor ejemplo probablemente sea la película Blade Runner de Ridley Scott, en la que Deckard, el detective, reconoce que es uno de los replicantes a los que está persiguiendo e intentando matar. La conciencia ecológica funciona así por consecuencias involuntarias. Es como si un buen día nos despertáramos («nos» equivaldría aquí, aproximadamente, al patriarcado blanco occidental que se guía por nociones desarrolladas durante la modernidad, sobre todo en Europa y Estados Unidos) y nos diéramos cuenta de que tenemos un arma homicida en la mano y de que debemos haber cometido algún asesinato, aunque no sepamos muy bien de qué se trata. Así que se parece un poco al noir porque implica entrar en un bucle, y en particular desde una mirada histórica ese bucle tiene que ver con el deseo de los humanos de trascender sus condiciones materiales.17

Cualquier reflexión final que se quiera realizar sobre la naturaleza está condenada al fracaso, pues siempre será la penúltima. Probablemente lo más razonable sea aceptar el análisis de la naturaleza como algo que nos habla tanto del tema de estudio como del particular enfoque que se le aplica. En este sentido, es interesante recuperar las palabras del filósofo de la ciencia Paul Feyerabend, en un artículo posterior a la publicación de su célebre Against Method (1975), que

17 Thimothy Morton y Roc Jiménez de Cisneros (entrevistador), «Una ecología sin naturaleza», CCCLAB, 13 de diciembre de 2016. En línea: http://lab.cccb.org/es/timothy-morton-una-ecologia-sin-naturaleza/ [consulta 04/01/2016].


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lleva por título «Nature as Work of Art»18, que ilustra a la perfección la tesis de la “carga teórica de la observación”, según la cual no existe una observación neutra, sino que la interpretación de la evidencia empírica está siempre condicionada por el enfoque que se le dirija: La mayoría de las interpretaciones en conflicto, con sus métodos, mitos, modelos, expectativas y dogmas distintos, obtienen resultados. Encuentran hechos que se adecuan a sus categorías (por lo que no pueden ser contestadas con los hechos que surgen de otros enfoques diferentes) y leyes que ponen orden en las discusiones de hechos de su tipo. Esto significa que la Naturaleza ofrece respuestas diferentes en función de las diferentes aproximaciones que se hacen a ella.

El lector podrá ampliar hasta el infinito, en cualquiera de sus ramificaciones posibles, los breves apuntes que, sobre el concepto de naturaleza, acabamos de realizar. Ello le llevará a escoger entre sus múltiples caminos, que le conducirán inevitablemente a un viaje transdisciplinar, hacia la filosofía, la literatura, la física, la biología, o cualquier ámbito de las humanidades o ciencias. Con ello no agotará (más bien constatará) los significados mutantes del término que, a pesar del paso del tiempo, han despertado recurrentemente las mismas dudas, sorpresas y extrañezas19. De sus ramificaciones artísticas se ocupa el presente volumen, sin renunciar ni a las inevitables relaciones con otras disciplinas ni a su carácter polisémico.

18 Paul Feyerabend, «Nature as Work of Art», Common Knowledge, 3 (1992). La traducción es mía. 19 Tal y como ha notado Jeffrey Kastner en su texto «Art in the Age of Anthropocene», el paso de los siglos no impide que se produzcan similitudes entre las preguntas y dificultades para comprender lo natural: “aunque el momento premoderno, maravillado y confuso […] puede inicialmente causarnos una impresión de pintoresquismo, asociado a una época poco desarrollada, nuestro momento actual se caracteriza por una idéntica perplejidad ante tales distinciones”. Jeffrey Kastner (ed.), Nature. Documents of Contemporary Art (Londres – Cambridge: Whitechapell Gallery, MIT Press, 2012), 13.


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II De lo anteriormente expuesto puede inferirse que no es posible realizar una única fotografía de la evolución histórica de las relaciones entre arte y naturaleza, porque la naturaleza (como tampoco la práctica artística) no se encuentra aislada en una vitrina, al margen del tiempo y del espacio. La naturaleza (como también la práctica artística) es dinámica y conflictiva, problemática y mutante, tanto en términos materiales como discursivos. Por ello, asumiendo la imposibilidad de abarcar en su totalidad la cuestión, proponemos, como si se tratara de un álbum de familia (que es siempre una visión tan real como construida, tan parcial como verosímil), el recorrido por cinco fotografías posibles, que reproducen cinco momentos de los últimos mil años en los que identificar el carácter plural y problemático de las relaciones entre arte y naturaleza. Fotografía nº 1. Un insólito encuentro entre el arte y la naturaleza en el sacramentario milenario del abad Oliba (1038)

A principios del siglo XI, el obispo Oliba de Vic, también abad de Ripoll y Cuixà, encargó el Sacramentarium Vicense, realizado en el importante scriptorium de Vic, que tenía que ser el nuevo libro de oraciones de su catedral. Se trata de un códice de gran valor, en parte por ser uno de los manuscritos conservados más antiguos de Cataluña. El análisis de la naturaleza en este manuscrito nos permite identificar hasta tres dimensiones de la misma. La primera es la presencia de motivos vegetales y animales fantásticos en algunas de sus letras capitales. La segunda se encuentra en el mismo soporte, que debió necesitar de entre cuarenta y cincuenta animales para la elaboración de los ciento treinta y un pergaminos que componen el sacramentario, en los cuales pueden identificarse pequeños puntos en las zonas donde había vello, marcas del raspado como resultado de la preparación del pergamino o, lo que resulta completamente evidente en la imagen, un agujero que se corresponde con el hueco dejado por el pezón del animal. La tercera, más difícil de datar pero que nos lleva hasta el siglo XXI, es la


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1. Uno de los pergaminos que componen el Sacramentarium Vicense, finalizado en 1038.

presencia de hongos y bacterias (incluso un bacilo capaz de vivir cien aĂąos) que, junto con las ratas que han mordisqueado sus hojas a lo largo del tiempo, componen una insĂłlita presencia literal de la naturaleza en el manuscrito que ha llegado a amenazar la conservaciĂłn del


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documento y que, después de una restauración en el Monasterio de Sant Pere de les Puel·les20, se encuentra fuera de peligro. Fotografía nº 2. “… y dos dientes de narval” en el inventario postmortem del duque de Berry (1340-1416)

A la muerte en 1416 de Jean I de Berry se hizo un inventario de sus bienes, un conjunto sumamente heterogéneo de objetos de gran valor. En él se encontraban, aún sin encuadernar, las páginas que debían conformar el Libro de Horas, cuya importancia ha elevado al duque de Berry al olimpo de los coleccionistas de la Historia del Arte. En él podemos encontrar, especialmente en las escenas dedicadas a los meses del año, un verdadero catálogo de interacciones entre el ser humano y la naturaleza, desde el gélido invierno del mes de febrero o el inicio de la labranza en marzo, hasta la siega de los meses de junio y julio, la siembra de octubre o la escena de caza de diciembre. Pero al margen de esta célebre obra, en la que la naturaleza aparece de una manera representada, el inventario del duque de Berry refleja un gusto muy diverso, en el que conviven objetos de origen natural con otros de inequívoco carácter artístico. Cuando Julius von Schlosser, en su estudio pionero sobre Las cámaras artísticas y maravillosas del renacimiento tardío, analiza con detalle este inventario21, pueden distinguirse fácilmente dos grupos de elementos. Entre los objetos de orden artístico se mencionan antigüedades procedentes del mundo griego y romano (vasos decorados, medallones inscritos o camafeos ornamentados) y, desde luego, el Libro de Horas, parcialmente iluminado por los hermanos Limbourg. Entre los objetos naturales destaca la presencia de dos 20 Véase al respecto el reportaje realizado por Silvia Colomé y Meritxell M. Pauné, «El prodigioso rescate del libro milenario del abad Oliba», La Vanguardia (11 de diciembre de 2016). Disponible también en línea: http://reportajes.lavanguardia.com/prodigioso-rescate-libro-milenario-abad-oliba/ (consulta 09 diciembre de 2016). 21 Julius von Schlosser, Las cámaras artísticas y maravillosas del renacimiento tardío (Madrid: Akal, 1988), 38 y ss.


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2. Las Muy Ricas Horas del duque Jean de Berry (f. 2v, mes de febrero), c. 1415.

dientes de narval (un tipo de cetáceo), regalo del papa Juan XXII, que Schlosser asocia con un tipo de objetos que con posterioridad serían frecuentes en las colecciones europeas: huevos de avestruz, mandíbulas de serpiente, cerdas de puercoespín, colmillos de jaba-


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lí, dientes de ballena, pieles de oso blanco, conchas y todo tipo de seres marinos. Coincidiendo con los últimos episodios de la Edad Media, el inventario del gran duque de Berry anticipa en muchos sentidos el coleccionismo moderno, y con él, un renovado gusto por las “rarezas” del mundo natural. Fotografía nº 3. Naturalia y artificialia en la “Cámara de las maravillas” de Olle Worm (1588-1654)

La fotografía anterior sintoniza muy claramente con las descripciones conservadas de las “cámaras de maravillas” manieristas, como pudiera ser la de Fernando del Tirol en su Castillo de Ambras (localizado cerca de Innsbrück) o de Olle Worm, del que conservamos un magní-

3. Grabado del museo de Olle Worm (Musei Wormiani) en Copenhague, 1655.


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fico grabado de su Museum Wormianum, donde pueden reconocerse el tipo de elementos descritos por Schlosser. Los objetos de las Kunst und Wunderkammern (que es el nombre por el que se conocen en su terminología original las “cámaras de maravillas”) son, como sucedía con la colección del duque de Berry, muy diversos, pero todos ellos pueden agruparse en dos tipos principales: artificialia (objetos realizados por el ser humano) y naturalia (objetos procedentes de la naturaleza). Hay que tener en cuenta que el desarrollo de las cámaras de maravillas en la Europa de los siglos XVI y XVII discurre en paralelo al desarrollo del método científico, con el que comparten el gusto por la sistematización del conocimiento. Un ejemplo de la exhaustividad taxonómica, tan característicamente científica, aplicada a las Kunst und Wunderkammern puede encontrarse en el tratado elaborado por el médico Samuel Quiccheberg, Inscriptiones (1565)22, considerado uno de los primeros tratados de museología. Sintomáticamente, su autor se refería a este libro como Teatrum sapientiae, “compendio de sabiduría”, ya que en su vocación universalizante, la cámara de las maravillas reúne en un único espacio, pero de manera bien delimitada, tanto objetos de los distintos reinos naturales (naturalia) como objetos que son el resultado de la actividad humana (artificialia). Fotografía nº 4. Naturam et artem sub uno tecto. De la Academia de Bellas Artes de San Fernando (1774) al Museo del Prado (1819)

Fundada en 1752, la Academia de Bellas Artes de San Fernando enseguida tuvo que buscar una ubicación nueva, ya que el espacio de la madrileña Casa de la Panadería, donde se encontraba su primera sede, resultaba insuficiente. Pero el nuevo lugar, que coincide con la actual sede de la calle Alcalá [ilustración 4], no estaba reservado exclusivamente para esta noble institución artística, sino que debía ser compartido con el Gabinete de Historia Natural, 22 Véase María Dolores Jiménez-Blanco, Historia del museo en nueve conceptos (Madrid: Cátedra, 2014), 47.


4. Diego de Villanueva, Diseño de la fachada de la Academia de Bellas Artes de San Fernando, 1774.

que ocuparía, por orden de Carlos III, “todo el quarto segundo y tercera planta de las guardillas”23. El rey había recibido una colección importante de Historia Natural en 1771, por lo que resultaba una oportunidad excelente para consumar una de las aspiraciones más queridas para los ilustrados: la unión de los saberes, en este caso arte y naturaleza, bajo un mismo techo. Es por ello por lo que, aún hoy en día, puede leerse en la fachada que Diego de Villanueva reformó para eliminar el gusto barroco y otorgarle un aire neoclásico, una inscripción redactada por Tomás de Iriarte: CAROLUS III REX NATURAM ET ARTEM SUB UNO TECTO IN PUBLICAM UTILITATEM CONSOCIAVIT ANNO MDCCLXXIV 23 Antonio Bonet Correa, «Edificio», Real Academia de Bellas Artes de San Fernando (sin fecha). Disponible en línea: https://goo.gl/cpV3I6 (consulta 09/12/2016)


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Arte y Naturaleza convivieron “bajo un mismo techo”, como reza la máxima latina, hasta finales del siglo XIX, con un último e inesperado giro de la Historia en el que arte y naturaleza vuelven a perseguirse. De hecho, la que tenía que ser la nueva sede del Museo de Historia Natural, diseñada por Juan de Villanueva a finales del XVIII, nunca llegó a utilizarse, debido al estallido de la Guerra de la Independencia. Sin embargo, este edificio acabaría siendo usado, a principios del XIX, no para albergar la colección de naturalia del rey, sino para exponer los tesoros artísticos de la monarquía española, ya que se convirtió en sede del recién inaugurado Museo del Prado, cuya ubicación no ha variado desde entonces. Fotografía nº 5. El archivo del naturalista Peter Ameisenhaufen en el Museu de Zoologia (1989)

En el año 1989, en el Museu de Zoologia de Barcelona, dos fotógrafos presentaron el archivo recuperado de un naturalista alemán, Peter Ameisenhaufen (1895-1955) quien, neodarwinista convencido, había estado viajando por distintos lugares del mundo junto con su ayudante (Hans von Kubert) para documentar mutaciones poco conocidas de la evolución natural, entre las cuales se encontraban, por citar algunos de los ejemplos que resultaron más llamativos, la Solenoglypha polipodida, un tipo de serpiente en la que no es difícil reconocer una secuencia de pequeñas patas [ilustración 5]; el Ceropithecus icarocornu, un animal alado, de apariencia simiesca y con un característico cuerno en la frente, especialmente visible; o el Pirofagus Catalanae, un dragón encontrado en Sicilia, que se habría aclimatado al ecosistema después de su abandono en la isla por parte de los invasores catalanes del siglo XVI. Lo que allí se expuso era, de hecho, lo que uno esperaba encontrar en un museo de ciencias naturales, que se ocupaba en aquel caso de dar visibilidad a un trabajo poco conocido, pero relevante, de un científico, a través de la documentación recuperada: fotografías y dibujos de los distintos especímenes, anotaciones ma-


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5. Documentación de la especie Solenoglypha polipodida presentada por Joan Fontcuberta y Pere Formiguera en el proyecto Fauna, 1989.

nuscritas y mecanografiadas, radiografías, un espécimen disecado e incluso registros de los sonidos de algunos de los animales. Lo que no se decía en la exposición es que el naturalista alemán y su ayudante no eran más que el trasunto de Joan Fontcuberta y Pere Formiguera, que habían configurado una ficción, en la línea de la característica “pedagogía de la duda” que Fontcuberta ha trabajado a lo largo de su dilatada carrera como fotógrafo, y que habría hecho las delicias de Oscar Wilde, al corregir esa tendencia decadente del arte de mentir. El proyecto recibió el nombre de Fauna y aporta al debate que nos ocupa diversos aspectos, como la credibilidad que otorgamos al conocimiento científico, la verosimilitud de las “evidencias” documentales, así como el lugar en el que coloca al espectador, al que se le otorga la responsabilidad no sólo de recibir una información, sino de discernir sobre su veracidad. Se trata de una obra que, en gran medida, promueve el escepticismo


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tanto de la fotografía como de la misma museografía, así como de la autoridad del museo como espacio generador de veracidad y de la ciencia como discurso de poder. III Como si se tratara de catas arqueológicas realizadas en la historia de las relaciones entre arte y naturaleza, los responsables de los diversos capítulos, especialistas en distintas épocas y materias, nos introducen en diferentes periodos de la historia del arte occidental desde sus problemáticas específicas. No se trata de realizar un recorrido sin fisuras por la evolución de las relaciones entre arte y naturaleza de los últimos quinientos años. Se trata, precisamente, de buscar esas fisuras a lo largo de este periodo de tiempo para situarse en ellas, en su pleno epicentro, ensanchándolas para su adecuado análisis. El capítulo de M. Rosa Terés fija el inicio de este recorrido a finales de la Edad Media, en la figura del Bosco, analizado a través de su recurrente relación con la naturaleza, que aparece a lo largo de su trayectoria artística conformando un corpus verdaderamente rico y variado. Terés selecciona, de entre la particular iconografía bosquiana, aquellos motivos naturales característicos, articulando una suerte de catálogo razonado sobre su particular elaboración de la fauna y de la flora, sin descuidar los referentes documentales y modelos iconográficos que se encuentran tras ellos. En el segundo capítulo, Carme Narváez aborda uno de los pilares fundacionales del imaginario occidental, como es la representación renacentista del cuerpo. Su particular enfoque, que huye de visiones estereotipadas de figuras tan conocidas como Leonardo, Rafael, Botticelli o Miguel Ángel, recupera precisamente la obra de estos artistas para analizarla desde la tensión que se produce entre teoría y praxis artística, entre el ideal y la obra final, sin olvidar el papel desempeñado por la tratadística, la ciencia (especialmente la anatomía), el ideario estético y el proceso creativo.


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En el tercer capítulo, Sara Caredda y Ramon Dilla se introducen en el corazón del Siglo de Oro español para estudiar dos de los géneros naturales por excelencia: el bodegón y el paisaje. Nos encontramos con la obra del Greco, de Sánchez Cotán, de Zurbarán o de Antonio de Pereda, pero a través de un enfoque diferente, como es el de su presencia en los inventarios post-mortem, un instrumento privilegiado para valorar el creciente interés suscitado por estos géneros en el XVII español, al situar en el centro de la escena al coleccionista y sus motivaciones para poseer estas obras. En el cuarto capítulo, Tobias Locker analiza el imaginario natural del Rococó como un espacio en el que convergen diversos factores: desde los cambios profundos de una sociedad en crisis a la materialización de sus utopías y anhelos. Todo ello en un recorrido que transita entre soportes y lenguajes tan diversos como los cuadros de Watteau y Fragonard, o las intervenciones ambientales en el Palacio de Sanssouci, lo que permite dotar de verdadera trascendencia histórica a un rasgo tan frecuentemente apuntado (como posiblemente incomprendido) como es el decorativismo rococó. En el quinto capítulo, Teresa-M. Sala recurre al concepto de “metamorfosis” (de raigambre doble, ovidiana y kafkiana) para iluminar el rico universo finisecular, con un doble resultado: la demostración de su inherente transdisciplinariedad, transitando con naturalidad las fronteras de la ciencia, la literatura, la pintura, la música o la joyería; y la revitalización (dotándolo de espíritu) de uno de los elementos característicos de este periodo, a menudo reducido a la condición de mero estilema, como es la tendencia a lo curvilíneo, sinónimo también del gusto por lo cambiante, lo híbrido, lo imprevisible. En el sexto capítulo, Isabel Valverde disecciona el género natural por excelencia, el paisaje, conectando sus orígenes con el mundo contemporáneo. Descubre así que el concepto encierra en sus entrañas la contradicción más flagrantemente artística: su condición de representación y conflictiva relación con lo real. Valverde demuestra que el influjo de este “malestar de la representación” impregna la práctica artística contemporánea, en la que la noción de


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“hiperpaisaje” nos habla de un mundo en el que la realidad ha sucumbido ante su propia imagen. En el séptimo capítulo, Víctor Ramírez Tur se adentra en el universo del surrealismo más abyecto, tomando como guía la noción batailleana de “lo informe” y como territorio la obra de artistas tales como Salvador Dalí, Max Ernst o André Masson. En el contexto sumamente convulso de las primeras décadas del siglo XX, la naturaleza surrealista cobra un insospechado sentido de refugio pero también de libertad, en parte porque en este contraimaginario de lo repulsivo se codifican los valores que actúan como antídoto del fallido pensamiento ilustrado. En el octavo capítulo, Lourdes Cirlot y Daniel López del Rincón plantean una lectura de la genuina pulsión contemporánea de unir arte y vida tomando la naturaleza como eje, prestando atención a la importancia que las relaciones entre arte, ciencia y tecnología (a menudo olvidadas por la Historia del Arte) tienen en el arte contemporáneo. Ello les permite abordar tres episodios fundamentales a lo largo del último medio siglo: la relación entre Dalí y la biología molecular, el movimiento del Land Art y los planteamientos interdisciplinares del bioarte. En el noveno capítulo, Natalia Matewecki se centra en el bioarte, concibiéndolo como manifestación genuinamente contemporánea en la que convergen dos vectores importantes: el de las relaciones arte-ciencia y el del trabajo con el material vivo. Partiendo de un triple anclaje, que se corresponde con tres instancias fundamentales para una comprensión integral del fenómeno artístico (obra, artista y espectador), Matewecki replantea la noción de “obra” (entendida como realidad inconclusa) así como la emergencia de nuevas formas de autoría y recepción en este ámbito artístico. El capítulo de Francesc J. García constituye un viaje en el tiempo que abarca más de diez mil años, en una escala que excede lo humano, y en la que el arte, que también ocupa lugares significativos, es visto desde los ojos de la ciencia. Se trata de una guía comprensiva por los distintos planteamientos que, desde las ciencias


de la vida, han conceptualizado y transformado la naturaleza: desde la modificación genética de plantas y animales en el Neolítico hasta la biotecnología actual, donde García nos ofrece algunas de las claves para identificar las líneas de fuga de la biología del siglo XXI.



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ntre las criaturas fantásticas del Bosco y las intervenciones en el territorio de Robert Smithson median cinco siglos y una idea: la naturaleza como motor de la práctica artística, un hilo conductor filtrado por la sensibilidad de artistas de la talla de Leonardo, El Greco, Klimt o Dalí, entre otros tantos que el lector encontrará en este libro. Y es que la naturaleza es una y muchas, un concepto viajero que ha mutado en múltiples existencias, al ritmo de cada época histórica: desde la imagen del cuerpo renacentista a los imaginarios surrealistas, pasando por los géneros del paisaje, la naturaleza muerta y las energías metamórficas del fin-de-siècle, sin olvidar las recientes aportaciones del bioarte, que actualiza las antiguas, y a veces olvidadas, relaciones entre arte y ciencia. Los autores responsables de los capítulos, especialistas en distintas épocas y materias, abordan, con un lenguaje ameno a la vez que riguroso, diez momentos clave para comprender la persistencia y variabilidad de la naturaleza en el desarrollo del arte occidental de los últimos quinientos años.

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