Cine entre rejas - José Antonio Planes Pedreño y José Francisco Montero (eds.)

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de la edición, Sans Soleil Ediciones, Vitoria-Gasteiz, 2017 de los textos, los autores, 2017 José Francisco Montero, 2017 José Antonio Planes Pedreño, 2017 Ernesto Pérez Morán, 2017 Ignacio Pablo Rico, 2017 Albert Elduque, 2017 Aarón Rodríguez Serrano, 2017 Israel de Francisco, 2017 Diego Salgado, 2017 Christian Franco Torre, 2017 José Luis Sánchez Noriega, 2017

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CINE ENTRE REJAS JOSÉ ANTONIO PLANES PEDREÑO Y JOSÉ FRANCISCO MONTERO (EDS.)



CINE ENTRE REJAS JOSÉ ANTONIO PLANES PEDREÑO Y JOSÉ FRANCISCO MONTERO (EDS.)

VITORIA-GASTEIZ • BUENOS AIRES



ÍNDICE

Introducción, José Francisco Montero y José Antonio Planes Pedreño................................................................ 9

1- Siete motivos audiovisuales en el género carcelario, José Antonio Planes Pedreño................................................ 15 2- Hacia una taxonomía de los personajes en el cine carcelario, Ernesto Pérez Morán..................................................... 65 3- Brechas en la realidad: el cine de fugas, José Francisco Montero........................................................................... 113 4- Ecos políticos y sociales en el cine carcelario, Ignacio Pablo Rico................................................................................... 171 5- Esperar una mirada: la representación cinematográfica de la pena de muerte, Albert Elduque..................................... 203 6- Campos de concentración, campos de exterminio, Aarón Rodríguez Serrano......................................................... 243 7- Las otras prisiones: convictos sin delito, Israel de Francisco... 271 8- Prisiones visibles, prisiones invisibles: cine de ciencia ficción carcelario, Diego Salgado................................................. 305 9- Documentales carcelarios, Christian Franco Torre......... 341


Apéndices 10- Mujeres, historia y política en las cárceles del cine español, José Luis Sánchez Noriega............................................. 379 11- Escenas del cine carcelario.................................................. 411 Bibliografía............................................................................ 453 Biografías de los autores...................................................... 459


INTRODUCCIÓN José Francisco Montero y José Antonio Planes Pedreño (eds.)

Películas tan diferentes como La pasión de Juana de Arco (La passion de Jeanne d’Arc; Carl Theodor Dreyer, 1928), Un condenado a muerte se ha escapado (Un condamné à mort s’est échappé ou Le vent souffle où il veut; Robert Bresson, 1956), La evasión (Le trou; Jacques Becker, 1960), La gran evasión (The Great Escape; John Sturges, 1963), Titicut Follies (Frederick Wiseman, 1967), Fuga de Alcatraz (Escape from Alcatraz; Don Siegel, 1979) o Cadena perpetua (The Shawshank Redemption; Frank Darabont, 1994) tienen como mínimo algo en común: total o mayoritariamente se desarrollan en una cárcel. Son, directa u oblicuamente, relatos sobre la cárcel. ¿Las convierte, entonces, en obras conectadas por su pertenencia a un género, el género carcelario? ¿Sería este realmente un género, o más bien un subgénero, un ciclo, o incluso una serie de filmes engañosamente emparentados por una mera recurrencia argumental o escénica? ¿Es viable encontrar en los filmes ambientados en la prisión una serie de tipos, unos mecanismos narrativos habituales, unos recursos formales asiduos? E incluso, si aceptamos la existencia de unos denominadores comunes que aglutinan en un grupo específico a estas producciones, ¿cómo acotamos las coorde-


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nadas del mismo? Pues existen, desde luego, muchos tipos de presidios, desde la prisión común al campo de concentración, desde la celda religiosa a la prisión de máxima seguridad. O espacios afines al penitenciario, pero en los que las fronteras se hacen aún más difusas: el reformatorio, el internado, el manicomio… Aún más: ¿No es cualquier película que concede protagonismo a cualquier reducto cotidiano que deviene en una suerte de confinamiento o que se ocupa del sentimiento de encierro un título carcelario? Estos son algunos de los interrogantes que se plantea este libro, no tanto con la vana esperanza de contestarlos cuanto con el propósito de que sirvan de espita para la reflexión. Lo cierto es que las películas ambientadas en prisiones han ido configurando un imaginario muy característico a lo largo de la historia del cine, hasta el punto de convertirse en una corriente en la que pueden detectarse una serie de avatares argumentales, estrategias narrativas y motivos audiovisuales propios. Lógicamente, sus obras más relevantes a menudo se han solapado con algunos de los géneros tradicionales, como el cine negro, la comedia, el cine bélico, el melodrama, la ciencia ficción, el cine erótico…, habiendo sido, por lo demás, una temática con significativa frecuencia adoptada por el cine documental, particularmente en numerosas producciones centradas en la pena de muerte. El cine carcelario, en su modulación más típica, viene definido, ante todo, por sus coordenadas espaciales, por desarrollarse en un emplazamiento tan particular como es la prisión, con sus pabellones, celdas, comedores, patios, zonas de castigo, etc. Un microcosmos, naturalmente, que genera su propia tipología de personajes: el alcaide, el funcionario de prisiones, el nuevo recluso, el capo, el chivato… Y sus propios avatares: rutinas, fugas, motines, castigos, ejecuciones… Los relatos desarrollados en espacios penitenciarios pueden ser un vehículo de extraordinaria fertilidad para expresar uno de los sentimientos predominantes del hombre moderno, el enclaustra-


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miento, el sentimiento de claustrofobia, acompañados por los inevitables sueños (con frecuencia quiméricos, destinados al fracaso en cuanto abandonen su condición imaginativa) de desprenderse de ataduras espaciales y recuperar la ansiada libertad. Estos condicionantes del entorno, por los que los personajes se ven forzados a aguzar su instinto de supervivencia y a enfrentarse a un medio hostil y a situaciones límites, suelen tornarse también en viaje introspectivo en tanto acostumbran a llevar implícitos una honda evolución, una reconstrucción identitaria o un corolario redentor. Asimismo, y de modo complementario a lo señalado, el conocimiento que los personajes de estas historias van recabando del emplazamiento penitenciario y las condiciones vitales a las que han sido sometidos, suele conducirles a una terrible constatación: la certeza de que la condena que han de afrontar lleva implícito un proceso de degradación moral debido a los muy cuestionables engranajes que subyacen al sistema en el que se encuentran, asentado en un lugar en el que todos los agentes que en él intervienen tienden a ser empujados a participar en un combate (a menudo violento y desgarrador) por detentar el poder y defenderlo con todos los medios que tienen a su alcance, ya sean alcaides, guardias o funcionarios de prisiones, sobre los reclusos (o a la inversa, por supuesto); o presos sobre sus propios iguales. En el fondo, la empatía que a menudo despiertan en el espectador el personaje del preso y sus tentativas de evasión (sean o no a través de cauces legales) se deriva de este convencimiento: de que, frente a la degradación y/o inseguridad que otea en el horizonte, y frente a un sistema con inquietantes fundamentos totalitarios, no cabe ninguna otra salida. Todo ello origina, metafóricamente hablando, un enfrentamiento, un pulso, entre individuo y sistema, a partir del cual la victoria del primero, a tenor de las tremendas desigualdades entre un contendiente y otro, siempre será pírrica si llegara a materializarse. Es por ello que, a causa de este desequilibrado choque de fuerzas, y a causa


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también del fracaso al que están muchas veces abocados los planes de fuga, este tipo de personajes, asiduamente, acaba revestido de un aura épica en tanto en cuanto sus actos de rebeldía generan un relato de incesante inconformismo, de incesante resistencia. Consecuentemente, estas dramáticas trayectorias desembocan en otra inquietante conclusión: los espacios penitenciarios no constituyen sino la propia imagen, con particular desnudez en algunas ocasiones, con modos lindantes con la pesadilla, en otras, de la sociedad a la que pertenecen, donde todas sus contradicciones, tensiones y vicios se amalgaman aquí hiperbolizados. El espectador acaba progresivamente asumiendo (en algunos títulos con más rotundidad que en otros, como es obvio) que el “inframundo” de la prisión no es más que uno de los muchos productos averiados que se derivan de la misma lógica capitalista que regula las instituciones. El incremento de los correccionales privados en todo el mundo (con Estados Unidos a la cabeza) es, entonces, una tendencia absolutamente coherente dentro del contexto socioeconómico en el que nos hallamos, aunque numerosas organizaciones no dejen de denunciar sistemáticamente no solo su escasa rentabilidad e inoperancia para suministrar los servicios mínimos a los reclusos, sino también las miserables condiciones en que estos se encuentran. Por ello, en abundantes producciones carcelarias, ya pertenezcan al campo de la ficción o del documental, palpita una corrosiva crítica social, un auténtico dispositivo de denuncia. Este libro afronta el cine de prisiones ofreciendo una serie de perspectivas complementarias, efectuando un recorrido que aspira a proporcionar una mirada panorámica, tanto en términos cronológicos como transversales: sus motivos audiovisuales y tipología de personajes más recurrentes; el análisis de las fugas y evasiones cinematográficas; qué causas políticas y sociales ha acogido; cómo ha abordado el polémico asunto de la pena de muerte; qué inflexiones se aprecian en la reconstrucción de los campos de concentra-


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ción y de exterminio, y en la de los psiquiátricos, reformatorios, internados y otros espacios similares; qué mutaciones experimenta dentro de los lindes del cine distópico y de ciencia ficción; y, por último, cuáles son los trazos esenciales que han marcado su tratamiento por parte del cine documental. A este ramillete de temas y aproximaciones sumamos como apéndice un capítulo dedicado al cine carcelario español y una selección de veinte secuencias o escenas que creemos pueden servir al lector para hacerse una idea de los momentos más representativos, o de algunos de los hitos, de una tipología de películas cuya longeva y fecunda tradición nos ha animado a adentrarnos en un territorio fílmico apenas explorado de forma global. Pues lo cierto es que el cine carcelario, considerado como corpus más o menos cohesionado, apenas ha propiciado literatura cinematográfica en nuestro país. La única excepción parcial, al menos en formato de libro, es el volumen titulado, sin mayores rodeos, El cine carcelario1. Parcial, hemos dicho: se trata menos de un libro que analice el cine carcelario desde perspectivas atentas a los valores y rasgos cinematográficos como de perspectivas provenientes del ámbito del derecho o afines. No obstante, además de su carácter casi pionero, el libro encuentra sus principales valores en su dimensión informativa –aunque sea desde ese posicionamiento tangencial al cinematográfico que señalábamos– así como en alguna aportación también valiosa a la hora de reflexionar sobre esta corriente en términos cinematográficos –es justo destacar, en este sentido, el capítulo de uno de los coordinadores, Fernando Reviriego–. Con el volumen que el lector tiene en sus manos, sin embargo, pretendemos acercarnos al cine carcelario atendiendo prioritariamente a sus valores estéticos, a sus principales rasgos cinemato1 Reviriego Picón, F. y de Vicente Martínez, R. (2015): El cine carcelario. Valencia: Tirant lo Blanch.


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gráficos, a la reflexión que pueden suscitar sus imágenes, a las estrategias de construcción de unos relatos ubicados en un espacio “sin relato”, diseñado con la pretensión de extirpar todo relato, anegado este en un magma de rutinas, inmóvil, suspendido en el tiempo. Narrar allí donde no debía haber narración alguna es el objetivo del cine carcelario; contribuir a desentrañar esas narraciones resistentes es el del presente libro.


SIETE MOTIVOS AUDIOVISUALES EN EL GÉNERO CARCELARIO José A. Planes Pedreño

EL CINE CARCELARIO Y SU ESTATUTO EN EL UNIVERSO DE LOS GÉNEROS

Enfrentarnos al abordaje analítico del cine carcelario conlleva inexorablemente el planteamiento de las mismas preguntas, reflexiones e interrogantes que emergen cuando tratamos de precisar las características de los llamados géneros “canónicos”, esto es, el melodrama, western, comedia, musical, terror, fantástico o ciencia ficción, aventuras y cine negro. Conocemos de sobra las enormes limitaciones inherentes a este tipo categorías con las que se pretende clasificar a las obras cinematográficas. En realidad, resulta imposible sostener taxativamente cuáles son los títulos esenciales que concurrirían bajo cada denominación y, ni mucho menos, estas nos ayudarán a dilucidar por completo sus rasgos esenciales, aquellos que definen la idiosincrasia expresiva de una propuesta cinematográfica. Sin embargo, lo cierto es que, como sostiene David Bordwell1, es inevitable recurrir a estos esfuerzos taxonómicos con el fin de orientarnos con un mínimo de orden y sensatez entre la ingente producción fílmica. En última instancia, los géneros constituyen 1 Bordwell, D. (1995). El significado del filme. Barcelona: Paidós.


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una manifestación más de las construcciones lingüísticas con las que interactuamos en la vida cotidiana para disociar objetos y situaciones, partiendo de la base de que cualquier denominación está sometida a un proceso de evolución y reajuste. Aun así, como suele señalar Santos Zunzunegui2, cualquier acto creativo, sea cual sea, está cimentado sobre unos antecedentes con mayor o menor rotundidad; con unos lazos de filiación emparentados con un periodo histórico precedente, con un movimiento o escuela, con un estilo particular, con una obra o, por supuesto, con un género. No en vano, como apunta Rick Altman: Cada nueva muestra de un género se alimenta implícitamente de las obras anteriores, en un proceso que en muchos casos adopta un carácter literal con el reciclaje de los títulos más populares. Para entender las nuevas películas, es necesario conocer las obras anteriores que contienen en su interior3.

Del mismo modo, si en las operaciones canonizadoras de críticos, analistas e historiadores confluyen los esquemas evaluadores de ruptura y restauración4 con el objeto de cotejar las aportaciones o novedades estéticas de un film, estaremos de acuerdo en que esas operaciones no se pueden llevar a cabo sin unas categorías preexistentes, las cuales, obviamente, variarán de un intérprete a otro, lo que a resultas confiere al juicio estético un cierto carácter de inestabilidad. Hechas estas puntualizaciones, lo cierto es que la tentativa de conferir identidad al cine carcelario dentro del maremágnum de estas nomenclaturas nos conduce a sorprendentes hallazgos. Evidentemente, existe toda una panoplia de términos supletorios a los géneros canónicos –tales como “subgéneros” o “ciclos intergenéricos”–, 2 Zunzunegui, S. (2008): “La crítica y los críticos”, en Cahiers du cinéma España, nº 17, noviembre, p. 92. 3 Altman, R. (2000). Los géneros cinematográficos. Barcelona: Paidós, p. 49. 4 Zunzunegui, S. (2008): La mirada plural. Madrid: Cátedra, p. 139.


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los cuales, en principio, podrían auxiliarnos en la tarea de esclarecer el estatuto de las películas penitenciaras. Sin embargo, mi opinión es que si partimos toda vez de las pautas compositivas de cualquier género enunciadas por Román Gubern y Joan Prat en Las raíces del miedo (1979)5, nos daremos de bruces con la sorpresa de que la ficción carcelaria reúne estos tres factores, de ahí su consideración como género con identidad propia. Estas variables elucidadas son las siguientes: “cánones iconográficos” –decorados, objetos, vestuario, localizaciones, etc.–, “cánones diegético-rituales” –arquetipos, situaciones y motivos visuales recurrentes– y “cánones mítico-estructurales” –claves dramáticas que pueden ser interpretadas como metáforas del sustrato conceptual de la sociedad en que esta se gesta–. Como resultado de esta tríada de indicadores, no parece muy difícil convenir que cualquier producción presidiaria presenta un enclave general y unos escenarios particulares –la prisión o institución penitencia, donde solemos hallar la celda individual, el comedor, el patio, las duchas, etc.–; unas vertientes dramáticas recurrentes –la lucha por la supervivencia, la gestión del tiempo afectivo, el conflicto autoridad/rebeldía, etc.– y, por último, como trataré de mostrar en las siguientes páginas, una panoplia de constantes visuales que se conjugan con cierta regularidad. Tomando como referencia la noción desarrollada por Jordi Balló en su excelente ensayo Imágenes del silencio. Los motivos visuales en el cine (1995)6, entiendo “motivo audiovisual” como aquella imagen o conjunto de imágenes que no solamente proliferan con especial asiduidad en el drama carcelario, sino que se hallan dotadas de una resonancia semántica particularmente acentuada, lo que desencadena implícitos desplazamientos de signo metafórico o simbólico. Por tanto, partimos de la base de que el género penitenciario presenta una serie 5 Gubern, R., y Prat, J. (1979). Las raíces del miedo. Antología del cine de terror. Barcelona: Tusquets Editores. 6 Balló, J. (1995): Imágenes del silencio. Los motivos visuales en el cine. Barcelona: Anagrama.


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de situaciones recurrentes o arquetípicas que, en determinados casos, son reactualizadas enriqueciendo sus reminiscencias comunicativas, de ahí que ostenten una categoría expresiva de especial significación. Los motivos audiovisuales que abordaremos en las siguientes páginas son siete: la descripción inicial del establecimiento penitenciario, la construcción del “tiempo afectivo”, la pérdida de la intimidad, la actitud relatora en los reclusos, la representación del exterior, la reconfiguración y apropiación del espacio carcelario y los actos de insurrección. Pero antes de acometer este último asunto, expondré mi propia perspectiva a la hora de clasificar el cine carcelario7, perspectiva relacionada con los factores dramáticos obtenida a raíz del proceso de investigación y visionado de obras llevados a cabo como paso previo a la elaboración de este texto. Desde mi punto de vista, cuatro son las vertientes dramáticas que confluyen en el relato penitenciario de forma autónoma o híbrida: 1) Vertiente social/denuncia, cuando el relato ofrece un discurso que pretende poner en tela de juicio bien las condiciones vitales procuradas por una prisión, bien los fundamentos o cualquiera de los resortes y/o esferas que constituyen el sistema penitenciario, con frecuencia extensible a los mecanismos subyacentes de la sociedad en que se gesta. Aquí podríamos encuadrar films como Soy un fugitivo (I Am a Fugitive from a Chain Gang; Mervyn Leroy, 1932), Fuerza bruta (Brute Force; Jules Dassin, 1947), Leonera (Pablo Trapero, 2008) o Convicto (Starred up; David Mackenzie, 2013). 7 Esta clasificación está centrada en obras cinematográficas de ficción que giran en torno a individuos que se disponen a cumplir o están cumpliendo una condena, por lo que no contemplamos aquellas donde los protagonistas están integrados dentro del sistema penitenciario, tales como alcaides, funcionarios, vigilantes o guardias, sobre los cuales existen –aunque en mucho menor cuantía– algunos títulos, como Brubaker (Stuart Rosenberg, 1980), La milla verde (The Green Mile; Frank Darabont, 1999), El corredor de la muerte (Killer: A Journal of Murder; Tim Metcalfe, 1995) o Come il vento (Marco S. Puccioni, 2014). En cambio, sí están contempladas producciones que transcurren en reformatorios, correccionales, campos de concentración o de prisioneros.


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2) Vertiente negra/delictiva, cuando el relato pone de relieve la lucha por la supervivencia de un personaje en el interior del microcosmos presidiario, lo que le empuja a una escalada criminal individual o en el interior de grupos o pandillas que se disputan el control del lugar. Por tanto, lo que el film suele proporcionarnos es un discurso en torno al proceso de formación delictiva in situ de un individuo, como observamos en obras como Sangre por sangre (Blood In, Blood Out; Taylor Hackford, 1993), Criminal (Felon; Ric Roman Waugh, 2008), Un profeta (Un prophète; Jacques Audiard, 2009) o Celda 211 (Daniel Monzón, 2011). Nos hallamos, así, en un territorio colindante al cine negro. 3) Vertiente antropológica/humanista, cuando el relato describe la transformación/evolución interior que experimenta un personaje a lo largo de un periplo repleto de reveses y penalidades, lo que genera un discurso en el que se produce una reconfiguración de los principios, valores y creencias que sustentaban la existencia del sujeto antes de su ingreso en prisión. Forman parte de esta subcategoría películas como En el nombre del padre (In the Name of the Father; Jim Sheridan, 1993), Cadena perpetua (The Shawshank Redemption; Frank Darabont, 1994), Pena de muerte (Dead Man Walking; Tim Robbins, 1995) o Huracán Carter (The Hurricane; Norman Jewison, 1999). 4) Vertiente abstracta/alegórica, cuando el relato nos ofrece indicaciones textuales para efectuar una lectura metonímica entre la parte y el todo, entre la cárcel y la propia vida, o bien entre aspectos más específicos de esta. A diferencia de la vertiente anterior, vislumbramos aquí una dimensión abstracta en la formalización de la película que se sustancia en un margen interpretativo más acentuado; y, en particular, en una serie de procedimientos audiovisuales de carácter más difuso o indeterminado que demandan la cooperación del espectador para su completa resignificación. A esta categoría, con bastantes menos exponentes que las tres modalidades


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anteriores a causa de la complejidad estilística que entraña, podrían pertenecer obras como Un condenado a muerte se ha escapado (Un condamné à mort s’est échappé ou Le vent souffle où il veut; Robert Bresson, 1956), La evasión (Le trou; Jacques Becker, 1960), La leyenda del indomable (Cool Hand Luke; Stuart Rosenberg, 1967) o Hunger (Steve McQueen, 2008). Como hemos señalado, estas cuatro modalidades no siempre se reconocen autónomamente; en realidad, con frecuencia lo que tiene lugar es un entrecruzamiento de dos o más vertientes, lo que no es óbice para que en no pocas ocasiones concluyamos que una de estas categorías es la que ha acabado por imponerse por encima del resto. Veamos un ejemplo. Una obra que sin duda podríamos etiquetar de carcelaria es el clásico de Jean Renoir La gran ilusión (La grande illusion, 1937), ubicada, durante una importante cuota de su metraje, en dos campos alemanes de prisioneros de guerra durante la I Guerra Mundial, a los que son conducidos el capitán Boeldieu (Pierre Fresnay) y el teniente Maréchal (Jean Gabin), ambos pertenecientes al ejército francés. Podemos convenir que lo que predomina en esta historia es una vertiente antropológica/humanista en tanto en cuanto uno de su principales ejes de interés gira en torno al aprecio y la amistad entre Boeldieu y el comandante mayor alemán Von Rauffenstein (Eric Von Stroheim), el máximo dirigente de una fortaleza transformada en eventual prisión. Lejos de manifestarle odio y animadversión, Rauffenstein exhibe un trato de exquisito respeto y educación hacia Boeldieu. En su primer encuentro, al comienzo del film, luego de derribar el avión en el que viajaban este y Maréchal, el germano les invita a sentarse a su mesa junto a otros de sus oficiales. Los gestos de cordialidad durante la comida por su parte son extraordinariamente llamativos. En el segundo encuentro, a mitad del relato, Rauffenstein enseña a ambos las dependencias de la fortaleza que dirige como si fueran invitados o huéspedes que se disponen a pasar una temporada de descanso.


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1. Fotograma de La gran ilusión (Jean Renoir, 1937).

La razón de este comportamiento de extrema delicadeza radica en que el alemán ha reconocido tanto el alto linaje del apellido de Boeldieu como el prestigio de los familiares que le preceden en el ámbito castrense, aspectos con los que él mismo se siente identificado debido a sus orígenes aristocráticos. Esta corriente de empatía entre ambos personajes crecerá después de varias conversaciones en las que se profundiza en esos vínculos. Así pues, La gran ilusión lleva a cabo una lectura humanista, pero de resonancias trágicas, sobre cualquier conflicto bélico que se precie por cuanto tiende a desencadenar el enfrentamiento entre individuos que, meros peones de instancias superiores, guardan en realidad más afinidades que diferencias a pesar de pertenecer a bandos rivales. Sin embargo, lo que a mi entender dota al título de Renoir de un mayor aliento


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dramático tiene que ver con la forma en que, de las imágenes, se va desprendiendo una suerte de paralelismo entre conflicto bélico y encarcelamiento. Efectivamente, no se trata solo de señalar la proximidad social y moral de ambos personajes, sino, más bien, de equiparar, desde la perspectiva de Rauffenstein, la realidad bélica en la que están inmersos con una prisión. Una prisión abocada a la desesperanza y a la extinción de cualquier asomo de humanidad. El concepto que de sí mismo tiene el oficial alemán, unido a su caracterización, inciden en ello. Rauffenstein se lamenta de haberse transformado en un carcelero; y, debido a las diversas fracturas sufridas en la columna durante la contienda, lleva placas de plata. Además, un grueso collar rodea su cuello –como si estuviera siendo estrangulado–, proporcionándole una imagen de claro deterioro a pesar de sus modales afectados y de lucir ostentosamente su uniforme. “Mi existencia es inútil”, confiesa a Boeldieu en su lecho de muerte, muerte provocada por él mismo tras dispararle para frenar su fuga. La desolación de Rauffenstein es definitiva, como queda meridianamente claro en el acto de cortar la única flor del geranio crecido en la fortaleza, inequívoco signo de las muestras de cordialidad que se había producido entre los dos oficiales. Por todo ello, podemos colegir que de La gran ilusión emerge una vertiente antropológica/ humanista, pero también una de carácter alegórico/abstracto. ENTORNOS OPRESIVOS

Pero, entrando de lleno en el asunto prioritario que nos ocupa, el primer leitmotiv visual en las obras penitenciarias que pasamos a elucidar guarda relación con esas impresiones iniciales que se agolpan en los nuevos reclusos al entrar en contacto por primera vez con los escenarios en los que van a residir. Un gran número de relatos presidiarios comienzan, pues, su andadura ofreciendo al espectador diferentes ángulos y perspectivas del entorno en el que se van a de-


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sarrollar, enfatizando su carácter inexpugnable, cuando no tétrico o amenazante. Cadena perpetua (The Shawshank Redemption; Frank Darabont, 1994) hilvana en sus primeros compases varias imágenes aéreas con el propósito de presentarnos la monumental prisión de Shawshank a la que ha ido a parar el personaje principal, Andy Dufresne (Tim Robbins). A continuación, justo cuando Andy y el resto de nuevos internos se disponen a acceder al pabellón principal para reunirse con el alcaide Norton (Bob Gunton) y conocer de su mano el reglamento de la prisión, la puesta en escena registra las sensaciones del personaje con una eficaz solución visual: en perspectiva subjetiva, la cámara abandona la frontalidad e inicia un movimiento ascendente para encuadrar en ángulo nadir la fachada del edificio. No es, ciertamente, un recurso demasiado original; sin embargo, es indudable que la imagen, aunque breve, vaticina a las claras las nada halagüeñas experiencias que le aguardan a Andy dentro de los muros de Shawshank. En esta “antesala” del relato penitenciario, la puesta en escena intenta mimetizar las cualidades impenetrables de esas localizaciones que, por primera vez, van atravesando los protagonistas: el estrepitoso sonido de verjas y puertas que se abren y se cierran; corredores interminables; y golpes, gritos y amenazas con los que otros reclusos suelen recibirlos desde sus celdas. Sin embargo, la codificación visual de estos preámbulos puede complicarse estilísticamente. La espléndida Fuerza bruta (Brute Force; Jules Dassin, 1943) parece seguir, en principio, la convención de reparar en los matices más efectistas del enclave en que se ubica, en este caso la penitenciaría flotante Westgate, que descubrimos por primera vez bajo una lluvia torrencial y con unas rugientes olas abalanzándose sobre sus inmediaciones. Sin embargo, esta presentación visual no es en absoluto trivial. La cámara se demora en dos lugares cruciales en el devenir de los acontecimientos: en la puerta principal y en el torreón, cuyo interior alberga una gran metralleta. Asimismo, presta atención a un reflector y a un reloj, debido a que


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el tiempo, y en particular ciertas horas señaladas, serán determinantes para los personajes. Por tanto, los minutos iniciales de la película dirigida por Dassin están ya anticipando ciertos resortes argumentales, como tendremos ocasión de corroborar en las fases avanzadas de la historia. Pero si estas claves resultan premonitorias, todavía lo será más el hecho de que la entrada a prisión del personaje principal, Joe Collins (Burt Lancaster), coincida con la salida de la misma de un coche fúnebre que transporta el cadáver de Frankie, un convicto fallecido a consecuencia de los extenuantes trabajos en el foso de la prisión y antiguo miembro del clan que formaba junto a Joe y otros reclusos. El recorrido de Joe se cruza, literalmente, con el vehículo en cuyo interior se halla el cadáver aludido. Pero no es solo Joe el único implicado en esta coincidencia; los que serán sus más íntimos colaboradores en sus planes de fuga también observan con atención la escena desde su celda, la R17, a la que Joe será trasladado. Por este motivo, el epílogo del film reaviva esas imágenes fatalistas en lo que constituye un imponente corolario visual: sofocada la sangrienta rebelión en Westgate, nos trasladamos a uno de los pabellones, donde un trávelin lateral empieza a descubrirnos frontalmente diferentes celdas hasta desembocar, movimiento enlentecido mediante, en una en particular, la R17, ya completamente vacía. Las sutiles sugerencias manejadas en el arranque de la película nos son, entonces, confirmadas. Otras veces, los realizadores intentan reproducir las peculiaridades escenográficas de los penales con procedimientos visuales de mayor complejidad. No se trata solo de elecciones estilísticas generales, como la de Criminal (Felon; Ric Roman Waugh, 2009), consistente en filmar los avatares de su desgraciado protagonista con una persistente cámara en mano que, por medio de la proliferación de primeros planos y medios, empuja al espectador a experimentar su misma sensación de claustrofobia, sensación que se agrava todavía más con la constante introducción de elementos


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escenográficos típicamente carcelarios dentro de los límites de los encuadres. Estos elementos no hacen sino recordarnos constantemente la reclusión del protagonista. Por el contrario, podemos identificar recursos expresivos de carácter parcial que, entre otras funciones, pueden contribuir a otorgar identidad a la dimensión del “tiempo afectivo”8 del relato, esa terrible y característica percepción sobre el modo en que transcurre el tiempo dentro de los muros de una prisión. En la citada Cadena perpetua, la narración se ve segmentada por los encuentros de Red (Morgan Freeman) con los miembros de la junta de la libertad condicional, quienes dictaminarán si está rehabilitado o no para poder abandonar la cárcel. A lo largo del metraje se producen tres de estos encuentros, que vienen precedidos por unas rápidas pero contundentes características visuales: una reja corrediza se desplaza con violencia ante la cámara y, luego de una breve aproximación espacial de esta por un pasillo oscuro, otra puerta vuelve a abrirse a través de la cual, disolviendo la oscuridad, descubrimos a los miembros de la junta que van a entrevistar a Red. Más allá de cuestionar los criterios esgrimidos para valorar la rehabilitación del personaje, estas tres escenas ponen de relieve su propia evolución, su devenir temporal. Los encuentros se hallan espaciados por un gran número de años y en ellos Red pasa de enarbolar un discurso impostado en el que pretende convencer a sus interlocutores, a otro, mucho más sincero y franco, donde, debido a sus más de treinta años como convicto, expresa un arrepentimiento sincero con respecto al crimen que perpetró, si bien no duda en mostrar su completa indiferencia hacia la resolución que se vaya a dictaminar sobre su destino. Otra manera de hacerse eco del tiempo afectivo la encontramos en Huracán Carter (The Hurricane; Norman Jewison, 1999), basa8 Konigsberg, I. (2004). Diccionario Técnico Akal de Cine. Madrid: Akal.


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da en la historia real del boxeador afroamericano Rubin “Huracán” Carter (Denzel Washington) condenado por un triple homicidio que nunca cometió. Una imagen desoladora vehicula la “defunción” metafórica a la que va a ser objeto el personaje cuando se dispone a cumplir las tres cadenas perpetuas en la Prisión Estatal de Nueva Jersey. Al acceder al recinto dentro del vehículo policial en el que es transportado y, a continuación, al descender del mismo, la verja automática comienza a cerrarse de tal forma que Rubin y las autoridades que le acompañan empiezan a desaparecer de nuestra vista a la manera de una cortinilla. Esta imagen resulta bastante más que un simple procedimiento de transición a la hora de señalarnos la conclusión de una fase del relato. El pausado movimiento de la verja a través del cual el espacio fílmico se desvanece paulatinamente sugiere no solo la disolución del personaje, sino la transformación, el enlentecimiento de sus coordenadas temporales, como constataremos en las siguientes escenas de la película. TIEMPO AFECTIVO, PÉRDIDA DE INTIMIDAD Y ACTITUD RELATORA

Pero si hablamos de cómo el paso del tiempo deviene en una pesadísima losa que resulta difícil de gestionar, no podemos soslayar los mecanismos con los que las producciones carcelarias se enfrentan al desafío de escenificar este aspecto, en especial cuando los personajes principales han sido conducidos hasta su celda y, transcurridos los protocolos de recepción, empiezan a tomar conciencia de la soledad, el silencio y la rutina que les espera, de ahí el desmoronamiento que se desencadena en muchos de ellos. El tiempo se convierte en un espacio que, a partir de ahora, hay que llenar como sea, como ilustra una de las obras penitenciarias más estremecedoras de los últimos años, Convicto (Starred Up; David Mackenzie, 2013). En ella, Eric (Jack O’Conell), el joven protagonista, cuyos delitos y circunstancias personales nunca se especificarán del todo, muestra también su


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estado de desesperación en el día de su ingreso; sin embargo, con posterioridad, advertimos esa imperiosa necesidad de hacer frente a las largas horas de confinamiento con flexiones y ejercicios físicos. La peculiaridad es que durante la realización de estas actividades, la puesta en escena opta por borrar completamente el sonido diegético con el propósito de hacernos extensible esta pulsión visceral del personaje a no escuchar, a invisibilizar, los ecos del flujo temporal.

2. Fotograma de Un profeta (Jacques Audiard, 2009).

Y es que las eternas horas de reclusión, de auténtica presión psicológica, tienden a despertar fantasmas y monstruos interiores. En Un profeta (Un prophète; Jacques Audiard, 2009), Malik El Djebena (Tahar Rahim), un joven francés de origen árabe de tan solo diecinueve años de edad que se enfrenta a una condena de seis años, es obligado a asesinar a otro penado, un enemigo de la facción corsa de la prisión. Este crimen constituirá su bautismo de fuego en la


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escalada delictiva en la que se irá internando hasta alcanzar una posición de liderazgo en el ámbito presidiario. El filme abarca el tránsito de la juventud a la madurez de Malik, tránsito que supone un punto de no retorno hacia ese estadio final, el de la criminalidad. Sin embargo, la primera víctima del personaje no desaparecerá nunca. De hecho, se transformará, producto de su imaginación, en una presencia fantasmal con la que le veremos interactuar durante sus ratos de aislamiento. Asimismo, las horas de reclusión también revivifican el odio y el rencor de quienes han sido víctimas de galopantes errores e injusticias. En En el nombre del padre (In the Name of the Father; Jim Sheridan, 1993), que aborda las condenas infligidas por el gobierno británico a “Los cuatro de Guildford” por supuestos atentados terroristas a principios de los años setenta, su protagonista, Gerry Conlon (Daniel Day-Lewis), afirma que “es extraño lo que te hace el tiempo cuando estás en la cárcel. Puedes quedarte mirando la pared. Tic, tic, tic. Se tarda una eternidad. Entonces parpadeas y han pasado tres años”. Gerry pronuncia estas palabras en off, como resultado de las narraciones que está grabando a su abogada, Gareth Pierce (Emma Thompson). Sin embargo, en las imágenes que acompañan a este comentario contemplamos a un Gerry mirando absorto hacia el objetivo de la cámara, como si el tiempo se hubiese detenido; a continuación, sufre un violento episodio de enajenación que le lleva a desenrollar la cinta del casete donde estaba grabando su relato, a atársela alrededor de la cara y a empezar a gritar y a destrozar su celda hasta que un guardia consigue calmarlo. Igualmente, los castigos con prolongadas estancias en régimen de aislamiento suelen propiciar el recrudecimiento mental de todas las injusticias sufridas, lo que suele conducir a una actitud de beligerancia y desprecio hacia el orden establecido y hacia todos aquellos que, directa e indirectamente, se ponen a su servicio. Ciertamente, los males infringidos contra determinados individuos han sido tan


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feroces que no existen argumentos para disuadir a las víctimas de tomar otro camino que el de la venganza. Y, sin embargo, ello no impide las dudas y el debate interior. De nuevo en Huracán Carter, Rubin es castigado a pasar noventa días incomunicado por negarse a vestir el uniforme de la prisión. Pues bien, con el paso de los días se desencadena un conflicto en la conciencia del protagonista a partir del cual la puesta en escena adopta una curiosa estrategia a la hora de representar las diferentes alternativas que le surgen. Distribuidos en un mismo espacio –la celda de aislamiento– no vemos una sino tres identidades del mismo personaje dialogar y discutir mediante la utilización de raccords de posición y de mirada, de tal forma que lo que presenciamos emula una conversación entre tres individuos que asumen distintas posiciones: uno de ellos queda situado a la izquierda, que clama venganza y verbaliza su disposición a ejercer la violencia para defenderse de los peligros de la cárcel; otro de ellos, en medio, trata de mantener la sensatez y la cordura; y el último, a la derecha, junto a la puerta de la celda, se muestra abatido porque no sabe qué hacer. Son, por tanto, las tres vertientes anímicas que rivalizan por imponerse en la conciencia del personaje principal, Rubin Carter. En todo caso, no debemos olvidar que, al margen de la edificación de entornos opresivos y del tiempo afectivo, hay otra cuestión que se dirime en la existencia entre rejas: la pérdida de la intimidad. El procedimiento de ingreso al que se someten los nuevos internos de un centro penitenciario es variado y depende, como es lógico, del lugar y la fecha en el que se circunscribe la historia. No obstante, en su gran mayoría suele constar de un registro personal mediante el cual el recluso es cacheado con el propósito de identificar posibles objetos escondidos en el cuerpo; su lavado y desinfección para evitar la propagación de plagas; y la adquisición del uniforme específico de la prisión. Este procedimiento, insistimos, depende de las características de cada establecimiento. Sin embargo, resulta


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