La gran espiral. Capitalismo y paranoia - Josep M. Català

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La gran espiral Capitalismo y paranoia Josep M. CatalĂ



La gran espiral Capitalismo y paranoia Josep M. CatalĂ

Vitoria-Gasteiz • Buenos Aires


Obra editada bajo licencia Creative Commons 3.0: Reconocimiento - No Comercial - Sin Obra Derivada (by-nc-nd). -© del autor, Josep M. Català, 2016. -© de la edición, Sans Soleil Ediciones, Vitoria-Gasteiz, 2016. Diseño de la portada: Mikel Escalera (www.mikelescalera.com) Maquetación: Sans Soleil Ediciones Corrección de textos: Isabel Mellén ISBN: 978-84-944484-7-8 Depósito legal: VI-364/2016 Imprime: Printhaus (Bilbao) www.sanssoleil.es ed.sanssoleil@gmail.com


Advertencia - 15 Preludio - 17 El discreto encanto de la psicohistoria - 23 Las formas del futuro - 26 Preámbulo - 33 (En espiral) Introducción: Ciencia y sanidad - 63 Herejes - 63 El poeta y los lunáticos - 67 El hombre que fue jueves - 70 Ortodoxia - 72 PRIMER CÍRCULO Viajes extraordinarios I Veinte mil leguas de viaje submarino - 101 Como un hilo o aguja que casi no se siente Como un débil cristal herido por el fuego Como un lago en el que ahora es dulce sumergirse ¡Oh! esta paz que de pronto cruza mis dientes Este abrazo de las profundidades Luz lejana que me llega a través de la inmensa lonja de la catedral desierta Quién pudiera quebrar estos barrotes como espigas


Dejadme descansar en este silencioso rostro que nada exige Dejadme esperar el iceberg que cruza callado el mar sin luna Dejad que mi beso resbale sobre su cuerpo helado Cuando alcance la orilla en que sólo la espera es posible ¡Oh! dejadme besar este humo que se deshace Este mundo que me acoge sin preguntarme nada II La isla misteriosa - 167 El ángel de la muerte cabalgando En medio de las tinieblas sin luz Alumbra, sin embargo, en la entreluz Las gestas que la historia va calcando Estructura trenzada en voz galaica Fía con mansa voz nuevo tratado Cultos referentes que de buen grado Convoyan cuidadosos la obra laica III De la Tierra a la Luna - 221 Lleno de mí, sitiado en mi epidermis Por un dios inasible que me ahoga Mentido acaso por su radiante atmósfera de luces Que oculta mi conciencia derramada Mis alas rotas en esquirlas de aire IV Viaje al centro de la Tierra - 247 Abre los ojos El campo de batalla arde En las arenas del caos rugiente


Arrastra la ira que te consume Vomita el odio que amamantaste De los senos de la discordia Busca al enemigo V La ciudad flotante - 279 Estar en la naturaleza como un árbol humano Extender sus deseos como un follaje profundo Y sentir, a través del silencio de la noche y la tormenta La savia universal fluir por tus manos Vivir, tener los rayos de sol en el rostro Beber la sal ardiente de las olas y los llantos VI El rayo verde - 313 El rayo de sol veraniego serpentea a través de un árbol sospechoso A pesar de que atravieso el valle de las sombras Sorbe el aire y me busca a su alrededor La hierba habla Oigo al prado cantar todo el día No temeré mal alguno, no temeré mal alguno Las cuchillas se extienden y me alcanzan El cielo se desgarra, se hunde y respira sobre mi rostro En presencia de mis enemigos, mis enemigos El mundo está lleno de enemigos


SEGUNDO CÍRCULO Los viajes interiores I El tiempo doblado - 363 Algunas cosas traídas por el horizonte Vuelven a antiguos sitios para descifrar las ideas melancólicas O nos arrastran como el tren en ruinas envuelto en terciopelo de flancos ardientes II La invasión divina - 379 Alimentando en mi volumen lento Una continua gradación inmotivada Desde mi corteza en vuelo posible Hasta el amor de los márgenes Tiernamente educadas Por ti gracias a ti Sonata en lágrima dura y calidad de nueve Mira cómo en mi escalera insepulta Mi escalera de risa accidentada La lluvia del vecino lunes llueve Cuánto tiempo hay que esperar la rampa comprometida A rosa de uñas florecida Y cuánto cuaderno de hojas de invierno III La penúltima verdad - 467 Carne de cristal triste intangible a las masas Un farol que reluce como un seno mentido Aquí junto a la luna mi voz es verdadera Escúchame callando aunque el puñal te ahogue Yo era aquel muchacho que un día saliendo del fondo de sus ojos Buscó los peces verdaderos que no podía ver por sus manos


TERCER CÍRCULO El otro mundo I Las infernales máquinas del Doctor Hoffman - 505 Si el universo me abandonara Ella lo mandaría al infierno Y encontraría una extensión de agua O un espejo, donde morar II La mansión de medianoche - 535 ¡Ah!, la locura de la gran ciudad cuando al anochecer Junto a los negros muros, se levantan los árboles deformes Y a través de la máscara de plata se asoma el genio del mal La luz con látigos que atraen ahuyenta la pétrea noche ¡Oh!, el hundido repique de las campanas del crepúsculo Ramera que entre escalofríos alumbra una criatura muerta La ira de Dios con rabia azota la frente de los poseídos Epidemia purpúrea, hambre que rompe verdes ojos III Los acróbatas del deseo - 579 Estrellas que entre lo sombrío De lo ignorado y lo inmenso Asemejáis en el vacío Jirones pálidos de incienso



Now Reader, I have told my Dream to thee; See if thou canst interpret it to me.1

John Bunyan

Les hommes sont si nécessairement fous que ce serait être fou par un autre tour de folie de n’être pas fou.2 Blaise Pascal

1 «Ahora, lector, que ya te he contado a ti mi sueño; / a ver si puedes tú interpretármerlo a mí». John Bunyan, The Pilgrim’s Progress. Mi traducción. 2 «Los hombres están tan necesariamente locos que sería estar loco, con otro tipo de locura, no ser loco».



Advertencia

Quien se acerque a este libro con el plausible ánimo de leerlo se encontrará con una serie de introitos que le salen al paso uno tras otro, retardando el inicio de la lectura principal. Estos umbrales que hay que ir atravesando antes de llegar a la línea de salida no son otra cosa que la plasmación de las vacilaciones que ha experimentado el autor a la hora de dar por concluido el experimento de escritura que el libro implica. He quedado atrapado, como Jean Paul, en la historia de mi prefacio. Advertencia, preludio, preámbulo e introducción son títulos que reflejan el estado de ánimo irresoluto del escritor ante el descubrimiento, excesivamente tardío, de que se ha adentrado en lo que coloquialmente se denomina un jardín, que en este caso es, además, para mayor desasosiego, un jardín barroco en el que todo es quizá demasiado exuberante y de una muy dudosa armonía. El camino que se emprende al ir atravesando estas puertas que jalonan el principio del texto conduce hasta lo que podría considerarse el borde del abismo, como decía Pascal: «Je veux lui faire voir là dedans un abîme nouveau» y, efectivamente, yo también les quiero hacer ver con ello un abismo nuevo. Por lo tanto, la función de esos sucesivos umbrales no es otra que la de advertir al lector de que se dirige hacia ese inquietante y peligroso lugar por su cuenta y riesgo.



Preludio

La expresión “eres un paranoico” o alguna similar se utiliza constantemente, sin que ello signifique que el destinatario de la misma tenga que ser enviado al psiquiatra. Es una forma de hablar, pero no deja de ser significativo que utilicemos tan alegremente el concepto de paranoia para calificar situaciones, individuos o estados de ánimo; que hayamos incorporado al habla cotidiana un término que pertenece al ámbito muy especializado de una disciplina tan compleja como la psiquiatría. En realidad, esta incorporación no responde tanto a una moda o al contagio de una manera de hablar surgida de algún medio popular, sino que implica un fenómeno un poco más sofisticado: supone la aparición de una forma inédita de enfrentarse a la realidad social, la conciencia de un pliegue de la misma que se consideraba delirante y, por lo tanto, perteneciente a la psicopatología, pero en el que ahora descubrimos unos rasgos sociológicos e incluso estéticos. No es que se haya sustituido el apelativo de loco por el de paranoico, como sucedió en las primeras etapas de la psiquiatría moderna, sino todo lo contrario: parece como si ahora el concepto de paranoico no tuviera nada que ver con lo patológico y recogiera tan sólo una manera de ver las cosas, posiblemente exagerada, pero no siempre fuera de lugar. Ni siquiera es ya completamente válida la concepción de que «el paranoico es una simple intensificación de nuestros vicios, una caricatura ya enloquecida de nuestros voluntarios e involuntarios males»,1 puesto que, poco a poco, se han ido limando incluso estas asperezas que el término presentaba y que lo decantaban hacia 1 Fernando Colina, “Paranoia y amistad” en J. M. Álvarez y F. Colina, Clásicos de la paranoia, Madrid, Ediciones Dor, 1997, p. 11.


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la anormalidad, para pasar a denominar una forma de ser. Pero este rasgo del carácter, esta forma de la subjetividad que por un lado reposa aún en lo patológico, tiene, sin embargo, el otro pie bien asentado en una realidad que presenta un talante que pude ser calificado también de paranoico. El término paranoia puede referirse, por lo tanto, a una patología, a un tipo psicológico o a un rasgo social. De estas tres posibilidades, la última será quizás la que se considere más discutible. ¿Puede una sociedad ser paranoica? Si hablamos coloquialmente quizá nadie lo pondrá en duda, pero tan pronto nos ponemos a pensarlo con un poco más de detenimiento, descubrimos que la afirmación no parece muy sensata. No obstante, la noticia que estos días en los que escribo este apartado llena los periódicos se refiere al espionaje al que la administración norteamericana somete a todo el mundo, desde particulares a gobiernos, a través de una sofisticada tecnología. Parece que el presidente Obama se dedica a vigilar todas nuestras comunicaciones a través del correo electrónico, las redes sociales o el simple teléfono. Y James Cameron, en la Gran Bretaña, hace lo mismo con idéntico grado de desfachatez ética y política. Ambos siguen con un programa que instauró el anterior presidente de los Estados Unidos, George W. Bush. Y todo ello ha sido revelado por un exempleado de la CIA, Edward Snowden, que tuvo que refugiarse primero en Hong Kong y, posteriormente, en la zona de tránsito de un aeropuerto de Moscú, mientras era perseguido globalmente por el gobierno norteamericano. Si alguien, antes de conocerse estas noticias, hubiera confesado que tenía la sensación de estar constantemente vigilado, de que una organización gubernamental espiaba su correo y escuchaba sus conversaciones, lo hubiéramos calificado sin duda de paranoico. De hecho, el escritor Philip K. Dick, uno de los grandes paranoicos contemporáneos, vivió siempre bajo la impresión de que el FBI le vigilaba constantemente y no se contuvo nunca a la hora de manifestarlo. Sin embargo, a partir de ahora, este tipo de sensaciones deberán ser consideradas normales, puesto que la normalidad social ha incluido en su estructura formas de vigilancia absoluta que antes sólo eran concebibles por una mentalidad paranoica. Ello indica que la sociedad actual tiene rasgos paranoicos. En principio, no tanto porque tienda a imaginar grandes complots o conspiraciones, sino porque efectivamente pone en marcha sistemas y tecnologías que, por su naturaleza, tienen todos los visos de ser, efectivamente, complots o conspiraciones. Freud se preguntaba, hacia el final de su célebre escrito El malestar de la cultura, si era posible esperar que «algún día alguien se atreviera a emprender semejante patología de las comunidades culturales». Seguramente, ha llegado


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el momento de plantearse esta tarea, puesto que la cultura actual, estrechamente ligada a la tecnología, convierte la psicología individual en una psicología social, que sobrepasa los parámetros de la disciplina que lleva este nombre. No estamos hablando de una psicología de las masas, sino de una psicología de la sociedad y de su cultura, dentro de cuyas estructuras se mueven los individuos. La sociedad, entendida de esta forma, no sólo es más que la suma de sus individuos, sino que se superpone a ellos de antemano a través de una serie de estructuras tecnificadas que generan formas de actuar y de pensar basadas en determinadas concepciones de la realidad. Para Michael Taussig, el mundo es un sistema nervioso aunque, según él, se trata de una configuración que no es tanto psicológica como sociológica.2 Pero yo diría que es a la vez psicológica y sociológica de una manera muy precisa, por la cual ambos niveles se entrelazan intercambiando sus propiedades. Es por ello que, como indica el antropólogo británico, «tomarse en serio la determinación social significa que uno ha de verse a sí mismo y los modos de comprensión y comunicación que comparte como incluidos en esa determinación»3: lo personal y lo social están íntimamente coaligados y, por lo tanto, lo normal y lo patológico repercuten en cada una de estas instancias a partir de los funcionamientos específicos de cada una de ellas. Es así que puede enfermar una sociedad. No tanto por la suma de las patologías individuales, como por la creación de sistemas de funcionamiento que inducen a conductas que, en otros ámbitos, serían consideradas patológicas. La confluencia del conjunto de estas conductas refuerza la forma de la estructura social. Ya que, añade Taussig, la cuestión es cómo escribir «el Sistema Nervioso que pasa a través de nosotros y nos hace lo que somos –el problema es, tal como yo lo veo, que todo lo que tratas de arreglar alucina, o peor, contraría a tu sistema con su nerviosismo, tu nerviosismo con su sistema–».4 Ian Hacking, que estudia las denominadas locuras transitorias, a las que luego me referiré más extensamente, acude al concepto de nicho ecológico para explicar la existencia de estas patologías sociales: «una idea fructífera para comprender las enfermedades mentales transitorias es la del nicho ecológico, que no es sólo social, ni sólo médico, ni procede sólo del paciente, ni sólo de los médicos, sino de la concatenación de un número extraordinariamente grande

2 Michael Taussig, The Nervous System, Nueva York, Routledge, 1992. 3 Ibíd., p. 10. 4 Ibíd.


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de diversos tipos de elementos, los cuales en un momento dado suministran un aposento estable para ciertos tipos de manifestación de la enfermedad».5 Todo acaba reduciéndose a circuitos; máquinas, los llaman Deleuze y Guattari, pero no se trata de máquinas en un sentido estricto, ni siquiera de máquinas en un sentido figurado o aunque sea levemente metafórico. No constituyen una serie de elementos cuya actuación conjunta se halla estructurada de una vez por todas: son instrumentos que canalizan actuaciones corporales o mentales, formas del sujeto individual o social, de una manera determinada e inmutable, aunque se trate de una inmutabilidad circunstancial ligada al funcionamiento de la máquina concreta. Los circuitos no actúan, por lo tanto, como lo hacen las máquinas. Se trata, por el contrario, de transcursos que son flexibles, elásticos y fluidos, si bien lo son en el interior de determinadas especificidades. Estas especificidades son cruciales, porque establecen tendencias, modos de performatividad y de pensamiento, aunque lo hacen de manera “invisible” frente a la visibilidad del circuito en sí. El circuito es la forma del fondo, que es la tendencia. Los circuitos difieren entre sí no sólo por sus distintos esquemas o rutas, sino sobre todo por la modalidad en la que están inscritos. Es por ello que no puede decirse que haya un único circuito paranoico (una sola conducta, una sola mentalidad), sino que son muchas y cambiantes, aunque todas se hallan bajo la “atracción” de la modalidad paranoica general. Un aeropuerto, por ejemplo (al que Foucault considera un no lugar) es un circuito relativamente simple que permite hacer sólo ciertas cosas: siempre puede desbaratarse un circuito, pero el coste es alto. El viajero se mueve por un aeropuerto a través de las formas del circuito, perfectamente especificadas. Siendo como es un no lugar, su “estructura circuitaria” está más detallada que en algunos lugares en los que la naturalidad del espacio oculta la presencia y actuación del circuito. Un aeropuerto no es un lugar normal, estrictamente hablando, y si se contemplan el tipo de actuaciones que se dan en el mismo, incluso podríamos decir que se trata de un lugar paranoico. Un lugar socialmente paranoico. Un buen ejemplo de circuito escondido en la naturalidad del lugar, sería un libro. Un libro, sea del tipo que sea, pero pensemos específicamente en una novela, estructura muy bien lo que hay que hacer para transitar por el mundo que propone. Esta estructuración va más allá de la narración, del argumento o del plot, y cubre también las relaciones entre la realidad y la ficción, así como 5 Ian Hacking, Mad travellers. Reflections on the Reality of Transient Mental Illnesses, University of Virginia Press, Londres, 1998, p. 36


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los tipos de emociones y sentimientos que deben asumirse. Forma parte de la máquina, asimismo, la propia configuración del libro, las páginas y el uso que debe hacerse de ellas, las divisiones en capítulos, apartados, etc., los paratextos y cualquier otro elemento que constituya su conjunto. Incluso en un hipertexto existe esta estructuración circuitaria, aunque parezca que en este sistema se obtiene una mayor libertad. Aumenta, es cierto, la libertad de organizar circuitos, pero dentro de unos parámetros establecidos por el modo hipertextual. Precisamente el carácter hipertextual, de raíces claramente paranoicas, ilustra la forma de los circuitos contemporáneos, de su fluida mutabilidad, frente a la rigidez estructural de los circuitos del libro clásico. Un hipertexto o el lenguaje hipertextual que usamos como una nueva prosa en Internet, implican una mentalidad paranoica, dada a las conexiones, a la estructuración de redes de significado totalizador, etc. En realidad, sólo una mente paranoica es capaz de comprender adecuadamente este uso, pero no es necesario sufrir esa patología de antemano; basta con adecuarse al circuito para actuar como un paranoico. En este sentido, el hipertexto, además de un circuito, es lo que podríamos denominar un síntoma estructural: un síntoma de una tendencia social hacia la paranoia, pero que además presenta, como en un cosmos en miniatura, los ingredientes que componen esa tendencia; entre ellos, la posibilidad de modificar indefinidamente el circuito sin apartarse del atractor general que lo determina. Un aeropuerto concentra, o alegoriza, la forma paranoica del viaje, de la misma manera que un hipertexto asume una forma paranoica de la lectura. Y así, de esta forma, podríamos ir contemplando la actual decantación paranoica de las instituciones y de las tecnologías. Si tomamos, por ejemplo, la fotografía, veremos que nació como una técnica histérica que se ha convertido en paranoica con la proliferación de los actuales teléfonos digitales y su presencia constante en todos los ámbitos de la existencia; una presencia que se prolonga y disemina por la red a través de plataformas como Instagram u otras similares. Si bien la patología social se establece a través de la creación de circuitos que proponen conductas que, en otras circunstancias, serían consideradas patológicas, no todos los circuitos sociales son anómalos, aunque en las sociedades posmodernas cada vez hay más circuitos que derivan hacia planteamientos que, siendo socialmente normales, podrían ser diagnosticados como patológicos si correspondieran solamente a una disposición individual. Pero ahora no podemos hablar estrictamente de una sociedad enferma, a menos que supongamos que existe una sociedad normal o sana con la que compararla, lo cual no deja de ser complicado, como veremos. Por otro lado, es obvio que cualquier sociedad es, por definición, compleja. Lo han sido todas,


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pero lo son sobre todo las sociedades contemporáneas, que además de su creciente tecnificación íntimamente relacionada con el sujeto, ven incrementada esta complejidad de forma constante, a una velocidad inasumible por aquellos individuos a los que se dirigen sus técnicas, en especial debido a fenómenos como la globalización. Es posible que por ello se haga difícil aceptar que sea posible describir una sociedad entera, o una forma social, a partir de una determinada patología, aunque ello pueda ser moralmente productivo en determinadas circunstancias. No sólo existen las patologías sociales propiamente dichas, sino que, a veces, una sociedad entera se comporta patológicamente, más allá de las debidas excepciones y las consabidas complejidades de la misma. Si este comportamiento es continuado, habrá que pensar que se trata de algo más que de una reacción transitoria a una situación concreta y suponer que se ha convertido en un rasgo social determinante. No hay duda de que la distinción entre lo normal y lo patológico no es la misma que la que existe entre lo real y lo fantástico, pero también es cierto que la patología mental acostumbra a nutrirse de estas fuentes, es decir, de lo que es real, y por lo tanto considerado normal, y de lo fantástico, que puede llegar a ser alineado con lo patológico. Pero la locura de la que hablo es algo distinto, puesto que se desarrolla en un orden de cosas que se halla por encima de los parámetros de la normalidad y sus contrarios. La locura se refiere a otra realidad, distinta de la que es visible para la mirada sana; una realidad que no es fantástica, sino que tiene para el loco todos los atributos que la realidad considerada normal posee para la persona sana. De todas formas, el concepto de sanidad está relacionado con lo patológico, es su contrario natural y, por lo tanto, no puede ofrecerse como contrapartida de la locura entendida en un sentido, si se permite decirlo así, trascendental. Vivimos a través de dos mundos: uno real, el otro imaginario. Como sea que la palabra real tiene un mayor prestigio epistemológico que la palabra imaginario, se supone que de esos dos mundos uno tiene privilegios sobre el otro. Y, sin embargo, desde el punto de vista existencial, los dos son igualmente verídicos, lo cual quiere decir que ambos tienen una misma entidad ontológica. Uno no está mejor conectado con la verdad que el otro, como podría suponerse –y ése sería el mundo real–, sino que ambos, como digo, son ciertos en igual medida. Pero ya sabemos que el concepto de verdad responde a una forma de hablar o a un prejuicio. Es curioso que consideremos que aquello que llamamos realidad es más real que lo imaginario, cuando esa realidad está circunscrita al estrecho margen del presente temporal y a una no menos circunscrita localización espacial que se


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limita al alcance actual de nuestra mirada, mientras todo lo demás es imaginario: imaginario presente e imaginario pasado. Este último además nos consta a nosotros mismos mediante procedimientos que son imaginarios, desde la historia a la literatura y al arte, mientras que la estabilidad del otro depende de su simbolización a través de un ambiguo saber geográfico, así como de la labor fantasiosa y en gran medida falaz de los medios de comunicación. Los conceptos de real y realidad se hallan semánticamente conectados. Se trata de una conexión que crea un mundo, del que está excluido lo imaginario. No obstante, sin la imaginación no podríamos concebir la realidad. Partiendo, por tanto, de estos ejes que forman la realidad, la fantasía y la locura (y entiendo, por consiguiente, que lo patológico puede manifestarse en cualquiera de esas vertientes –puede haber una patología de lo real y otra de lo fantástico, así como una patología de la locura; una locura patológica, aunque parezca redundante), podemos considerar que, siguiendo con lo que decía al principio, existen rasgos históricos específicos de cada uno de estos parámetros, y por lo tanto existe una locura establecida para cada época determinada. Pero hablar de épocas es ambiguo y hablar de mentalidades todavía más, puesto que, en una misma época se pueden cruzar o superponer diversas mentalidades. Además, estas mentalidades no se extinguen a golpe de calendario. Podemos adoptar, sin embargo, la convención del calendario para entendernos y tratar de determinar qué patología es característica de un siglo determinado, entendiendo que lo normal y lo patológico tampoco pueden separarse drásticamente, sino que forman un continuo compuesto por múltiples hibridaciones: lo normal y lo patológico, no necesariamente, pues, la “locura”. La “locura”, como digo, es otro asunto que se aparta de esos dos ámbitos, de igual manera que lo fantástico o imaginario se aparta de lo real. El discreto encanto de la psicohistoria El término “psicohistoria” lo descubrí por primera vez hace años en una conocida novela de Isaac Asimov, el primer libro de la serie de las “Fundaciones”. En ella se expone la saga de Hari Seldon, el fundador de la psicohistoria, que es condenado por vaticinar la decadencia de un Imperio que ha permanecido durante miles de años. Esta disciplina fantástica tiene dos características: que sus miembros actúan como una secta y que su proceder se basa en las matemáticas. Ante el asombro que expresa el inquisidor por el hecho de que el líder de la psicohistoria se atreva a predecir la ruina de una estructura tan longeva, Seldon


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le responde que «se trata de una predicción hecha por las matemáticas. Yo no hago juicios morales. Personalmente, lamento el vaticinio». Seldon no sólo es capaz de prever la inevitable decadencia del Imperio a través de algoritmos que articulan distintos vectores sociales, sino que parece indicar que son las propias matemáticas, ajenas a las valoraciones morales, las que hacen por su cuenta y riesgo la predicción, como una máquina que funciona automáticamente y que los psicohistoriadores se limitarían a mantener y, en cierta forma, a adorar. Según esta formulación, las matemáticas, aunque no determinan estrictamente la realidad, son capaces hasta tal punto de controlar sus variables que parece que el transcurso de la misma está en sus manos. La fantasía de Asimov forma parte de la utopía cibernética de la que hablaré más adelante: nada tiene que ver, pues, la psicohistoria de Asimov, pero tampoco las disciplinas reales que se relacionan más o menos con la misma, con el concepto de psicosociología que estoy proponiendo, en la que no sólo las matemáticas no tienen un papel preponderante, sino que se plantea como una formulación profundamente ajena a las mismas y a sus imponderables secuelas. No va contra las matemáticas, ni siquiera contra la mentalidad de los matemáticos, los más genuinos de los cuales siempre adolecieron, o según como se mire disfrutaron, de una mente que podríamos tildar de excéntrica. La psicosociología, si es que se trata de una disciplina, que lo dudo, va contra el imaginario matemático, que es de tendencias totalizadoras, como corresponde a su rasgo contemporáneo ineludiblemente paranoico. La actual tecnociencia de base matemática es un producto de la paranoia rampante que estructura nuestras formas sociales. O, por lo menos, de una de sus facetas, quizá la más negativa. Si alguien contempla en su conjunto la cultura del Renacimiento, seguramente convendrá en que existe en ella un concepto que funciona a modo de atractor de todo el conjunto, y este concepto es el que surge de la elaboración de la idea del hombre, de la misma manera que es posible afirmar que, durante la larga y compleja Edad Media, ese atractor era la idea de Dios. Las dos épocas son, como digo, complejas, y están formadas por multitud de pliegues y formas, pero en última instancia un factor domina sus principales transformaciones: en la Edad Media, Dios; en el Renacimiento, el hombre. Y de igual forma podríamos decir que, a partir del siglo XVIII, empieza a surgir otro atractor que polarizará los imaginarios sociales: la técnica. Más tarde, en el siglo XX, este atractor será la ciencia. ¿Y en el siglo XXI, cuál es el atractor? Es muy pronto para decirlo, pero parece que, de momento, lo son las matemáticas en un sentido restrictivo del término, como puede verse, por ejemplo, en el uso que de las mismas hace la economía, una supuesta ciencia empobrecida por este uso.


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Los historiadores, los filósofos, los científicos y, en general, todos los expertos protestarán sin duda ante estas generalizaciones, pero no podrán negar, sin embargo, que algo hay en ellas de cierto. No se trata de referirse de nuevo al espíritu del tiempo, que es de carácter absoluto, sino de plantear un rasgo que en un momento determinado se vuelve tan poderoso que consigue filtrar toda una cultura. Una cosa es el espíritu del tiempo y otra las constelaciones, las resonancias que no tienden a la totalidad, sino que organizan las diversidades socioculturales en lo que podríamos denominar clústeres estilísticos. Pues bien, esta diversidad de clústeres de una determinada formación sociocultural, los cuales son testimonio de la complejidad de la misma, pueden estar determinados, arrebatados, cada cual a su manera, por un atractor básico. Esto por lo que se refiere a las ideas. Pero, ¿sería posible efectuar algo parecido con respecto a la psicología de la sociocultura? ¿Puede considerarse que la gran complejidad psicosocial está determinada por un atractor fundamental? Podemos hacerlo como experimento, como hipótesis heurística que puede mantenerse sólo para poner en marcha una determinada línea de pensamiento, aunque evidentemente, más allá de la estrategia metodológica, se esconde siempre una intención ontológica que no debe desecharse del todo. Según Didi-Huberman, Aby Warburg quería diagnosticar la esquizofrenia de la cultura occidental a través de las imágenes.6 Yo me contentaría con diagnosticar la esquizofrenia del siglo XX, sólo porque quizá en ella desembocan las corrientes de esa cultura occidental que luego se convertirá en otra cosa. El siglo XX fue, obviamente, muchas cosas distintas y estuvo surcado por acontecimientos sociales y culturales de muy diversa índole pero, si hemos de caracterizar los siglos por una determinada psicopatología, hay muchos indicios que señalan que, en el caso del siglo XX, ésta es la esquizofrenia. De la misma manera podríamos decir que el siglo XIX fue un siglo histérico, una apreciación que, en gran medida, se la debemos también a Didi-Huberman y a su magnífico libro sobre las prácticas de Charcot en La Salpêtrière. Pero hay más síntomas que el hecho de que el siglo culminara con la invención de la histeria, aunque ello sea también muy significativo, sobre todo si tenemos en cuenta que Freud partió de esa concepción para avanzar hacia una psicología más compleja. Al inicio de Hard Times [Tiempos difíciles], Dickens pone en boca de uno de sus personajes la siguiente declaración:

6 Georges Didi-Huberman, L’image survivante. Histoire de l’art et temps des fantômes selon Aby Warburg, París, Les Éditions de Minuit, 2002, p. 396.


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Mire usted, lo que yo quiero son Hechos. A estos niños y niñas no les enseñe otra cosa que Hechos. Sólo los Hechos son necesarios en la vida. No plante otra cosa y arranque todo lo demás. Sólo a partir de los Hechos se puede formar la mente de los animales razonantes: nada más les será nunca de utilidad. Éste es el principio con el que educo a mis propios hijos, y éste es el principio con el educo a estos niños. ¡Remítase a los Hechos, señor mío!

Dickens no sólo describe un carácter, sino toda una época. Esta férrea apelación a los Hechos, con mayúscula, puede calificarse de histérica y no sólo coloquialmente, ya que implica la sujeción de la realidad a una, por otro lado, muy conocida rigidez positivista. De la misma forma que los histéricos (aunque para el siglo XIX la enfermedad parecía ser exclusivamente femenina) convierten el cuerpo en una representación unidimensional de su enfermedad (el cuerpo como síntoma exclusivo que ni siquiera se considera síntoma, sino hecho), también el personaje, representante de un rasgo cultural determinante, transforma su pensamiento en una postura rígida, en una exteriorización unívoca que esconde múltiples y significativas interioridades. Si alguien duda de que el siglo XIX pueda caracterizarse, sobre todo a partir de determinado momento, de histérico, convendrá en que, de todas formas, fue positivista. Y que el positivismo acabó convirtiéndose en un dogma de fe, rígido y excluyente, que obligaba al cuerpo social a adoptar posturas un tanto estrambóticas. Pues bien, si el siglo XIX fue histérico, el XX se caracterizó por ser esquizofrénico. Y, finalmente, el XXI se ha convertido en paranoico. Sobre todo ello me extenderé más adelante. Las formas del futuro Las distopías, esas visiones pesimistas del futuro que la literatura de ciencia ficción inventó como contrapartida de las utopías, de voluntad más optimista, tienen en común con éstas el problema de la implausible globalidad y uniformidad de las sociedades que describen. Si unas desean un mundo perfecto, lo desean total, sin resquicios, de la misma forma que las otras, cuando temen un futuro imperfecto, no atinan a describir su probable variedad y lo presentan también bajo el prisma de una única característica. En el cine este defecto, que para la utopía es primordialmente ético, se amplía hacia lo estético y se hace aún más evidente porque el mundo visualizado, ya sea positiva o negativamente, coloca esa uniformidad en primer término, de manera que la carencia estética contrarresta la ética, atemperando con ello los temores de un espectador


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que no se acaba de creer que, en la vastedad del mundo, no haya otros lugares y otros usos que aquéllos que organizan el paisaje humano, social y político que se les presenta. El mundo, arguyen, es y será siempre más grande y diverso que el mayor de los estados totalitarios. Al final de Farenheit 451, de François Truffaut, el protagonista, Montag, está siendo perseguido por el estado, representado por el cuerpo de bomberos a modo de policía política, y en esta persecución, que se retransmite en directo por televisión, parece colaborar todo el mundo: la gente sale a la puerta de sus casas para señalarle con el dedo cuando pasa huyendo ante ellas. Por cierto que esta situación se repite en el tercer episodio de la última temporada de Black Mirror (Black Bear, Charlie Brooker, 2013), sólo que aquí se riza el rizo: una mujer despierta de lo que parece un profundo sueño o un intento de suicidio y, ante la evidencia de que pretenden matarla sin que ella sepa por qué, se ve obligada a huir y, mientras atraviesa las calles, se ve rodeada de gente que la observa y la fotografía con sus teléfonos móviles. En realidad, se trata de un reality show de la que ella es la inadvertida protagonista. El espectáculo, que se desarrolla en un parque temático, utiliza a convictos como protagonistas, los cuales de esta manera purgan su condena. Cuando termina el episodio diario, al condenado, en este caso una mujer culpable de un crimen abyecto, le inyectan un fármaco para hacerle olvidar lo sucedido, de forma que puede ser colocado al día siguiente en la misma situación de partida, desde la que poder repetir el espectáculo. La implausible singularidad del mundo se justifica aquí por el hecho de que se trata de un parque temático. Pero lo cierto es que la disminución del mundo que se detecta en las utopías y en las distopías equivale a la de un parque temático, confirmando la sensación que se obtiene de la mayoría de versiones cinematográficas de las mismas, es decir, la de que parecen ser descripciones de un parque temático. De ello se deduce que los parques temáticos son la versión contemporánea de las utopías. En ellos, la realidad se inmoviliza en sus características básicas, que se muestran como representantes eminentes de sí mismas fuera del tiempo. Esto es precisamente lo que ponen de manifiesto las versiones cinematográficas de los mundos utópicos: la unidimensionalidad que éstos comparten con los parques temáticos. Ambos tienen una misma esencia, si bien debe tenerse en cuenta que entre unos y otros se ha producido un cambio destacable que afecta primordialmente a las mentalidades: los parques temáticos son la contrapartida paranoica de las utopías. Lo que antes se pensaba como universal pero se desarrollaba como local, ahora se piensa como local pero pretende expandirse a todo el universo. El mundo a la vez eufórico y claustrofóbico de los parques temáticos tiene la vocación de ser un cosmos en


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miniatura en cuyo interior se representa material y visualmente la felicidad que antaño prometían de manera más abstracta las formaciones utópicas. En la primera versión cinematográfica del relato de Philip K. Dick We’ll Remember It For You Wholesale [Podemos recordarlo por usted al por mayor], que con el título de Total Recall (Desafío total, 1990) dirigió Paul Verhoeven, la sensación de parque temático es total, algo que puede deberse a un problema de producción o al indicio de un realismo superior, la visión de un futuro claustrofóbico que se confirma en Black Mirror. También el segundo episodio de la primera temporada (15 Million Merits, Charlie Brooker y Kanak Huq, 2011) sucede en el espacio agobiante de un mundo regido por la lógica y la ley de los programas de entretenimiento. Pero el mundo que planteaba Farenheit 451 –la novela de Bradbury es de 1953; la película de Truffaut, de 1966– no es el actual, cuyas características esenciales, desde la claustrofobia de la globalización a la caza de los disidentes, son mucho más complejas y sutiles. Montag era perseguido por la policía (los bomberos) por haber contravenido una ley que, por absurda que fuera, estaba claramente establecida: los roles de los personajes eran incontrovertibles. Por el contrario, en la persecución que se representa en el citado episodio de Black Mirror, estos roles se confunden y la persecución, no siendo más que simulada como atracción de un parque temático, es mucho más cruel que la que sufre el disidente de Farenheit 451. Éste encuentra la salvación más allá de los límites de la ciudad, pero la delincuente de la serie está condenada a repetir indefinidamente la misma pesadilla. En los parques temáticos el tiempo no existe, porque son los representantes del fin de la historia, como pretendían serlo también las utopías. Pero lo que antes se planteaba en la imaginación, tiene ahora perfiles concretos en los parques, en los que se alegorizan las formas inadvertidas de una sociedad post-utópica. En el caso de Montag tampoco parece haber escapatoria debido a la voluntad típicamente totalitaria de la distopía, aunque él la encuentra fuera del casco urbano, más allá de las zonas suburbiales, un lugar en el que se han refugiado los amantes de los libros, dispuestos a preservarlos –por medio de una increíble memorización de sus contenidos– de la quema generalizada a la que están siendo sometidos. Los mundos que nos presentan Truffaut y Bradbury se avienen a las características cerradas del espacio utópico (en este caso, distópico), si bien éste es en ellos muy volátil y precario. Sin embargo, en la película la posibilidad de que en todo el planeta, desde Europa hasta Asia, desde América hasta África u Oceanía, se dé el mismo comportamiento insano que muestran esos bomberos dispuestos a quemar libros resulta más increíble todavía, precisamente porque los vemos actuar sólo en lo que parece una pequeña ciudad. Al fin y al


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cabo, Bradbury se refiere en su libro expresamente a la ciudad: “la ciudad no se preocupa de nosotros”, dice uno de los memoristas que vive más allá de los olvidados raíles. La globalidad que Orwell nos presenta en 1984 es más inquietante porque contempla la articulación de una geografía mundial perennemente en guerra, y en un cambio continuo y aleatorio de alianzas. La vastedad de Oceanía (el mundo anglosajón más Sudamérica, Sudáfrica y Australia) queda ligeramente compensado por la existencia de otros mundos como Eurasia y Estasia, aunque se supone que, a pesar de sus enfrentamientos, todos participan de un mismo orden imaginario: ninguna de las superpotencias se presenta como la alternativa utópica de las otras. Queda sólo un gran territorio en disputa, compuesto por África, Oriente Medio, la India y parte del Sudeste Asiático. Es en esta zona “salvaje” donde reside la posibilidad de la diferencia, la única escapatoria posible de ese mundo paranoico que retrata Orwell. Un territorio que, en cualquier caso, es mucho más vasto que ese parque en el que el salvaje de Un mundo feliz de Huxley ha sido recluido como último ejemplar de la especie en extinción del hombre crítico. También en la novela de Huxley la sensación de parque temático es inevitable. Todas estas construcciones imaginarias, y otras más, son paranoicas no tanto porque impliquen la existencia de una obsesiva vigilancia sobre los ciudadanos, como por el hecho de que se plantean una creciente globalización uniformada en cuanto a las características sociales y humanas. Implícita o explícitamente aparece en esas historias el síntoma de un pensamiento y de una realidad únicos, cuya intensidad se asemeja a la de los delirios psicóticos. Lo más inquietante, por lo tanto, del asunto Snowden es la constatación de que el mundo que podemos denominar real tiende a asemejarse ahora a esa carencia que presentaban las distopías, sólo que ello ya no es producto de una carencia ética o estética, es decir, de la torpeza moral del político o del sociólogo que pretende uniformar el mundo por su bien, o del escritor que no acierta a dar la medida de su complejidad; no, ahora, por el contrario, parece que es la propia realidad global la que se ha encogido tanto que no permite alternativa alguna. Snowden es, como el Montag de Farenheit, un disidente: alguien que pertenecía al sistema pero al que aún le queda aquello que Hanna Arendt echaba en falta en el nazi Adolf Eichman: la capacidad para pensar. Porque todavía piensa por sí mismo, Snowden reconoce en la maquinaria paranoica de la National Security Agency norteamericana, que se dedica a espiar a todo el mundo, un fallo moral y decide denunciarlo. Pero como tiene el antecedente de otro desen-


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mascarador del estado paranoico, Julian Assange, que lleva años recluido en la embajada de Ecuador en Londres, Snowden actúa precavidamente y se exilia de forma voluntaria en Hong Kong (con posterioridad pedirá asilo político en Rusia), desde donde filtra la información que posee a la prensa, concretamente a The Guardian, uno de los pocos periódicos independientes que quedan en el mundo. De inmediato empieza una caza parecida a la que se ve sometido Montag, pero con la particularidad de que el territorio por el que transcurre la de Snowden no es local, sino verdaderamente global. La impresión que daban los planteamientos utópicos se hace ahora realidad. La posible incompetencia de los pensadores utópicos para representar la vastedad del mundo se trueca en un mundo que, a nivel legal, se encoge realmente. De manera que, al poco tiempo, Snowden se halla recluido en un aeropuerto de Rusia de la misma manera que Assange está sitiado en la embajada londinense de Ecuador. No parece haber escapatoria, excepto hacia determinados países que muchos consideran dudosamente democráticos, en especial aquéllos a los que, tanto Europa como los Estados Unidos, dan lecciones de democracia al mismo tiempo que ellos la vulneran con sus sistemas de espionaje totalitarios y fascistoides, o se unen a la cacería del disidente, de la misma manera que los vecinos de la ciudad de Bradbury y Truffaut, convenientemente aleccionados por la televisión, no dudan en denunciar la presencia del huido Montag cerca de sus casas. Nunca el mundo había parecido tan pequeño como cuando se ha decidido a perseguir a ese joven hacker o al más maduro Assange. A la pequeñez geográfica se le une un correspondiente encogimiento del imaginario. El mundo alrededor del aeropuerto ruso de Sheremétievo o de la embajada londinense de Ecuador se ha empequeñecido considerablemente y se parece ya al paisaje deficiente de las distopías. A medida que el mundo se globaliza, mengua nuestra mente, que acaba sintiéndose asediada por un vasto desierto homogéneo cuya característica más sobresaliente es que, desde cualquier punto del mismo, puede controlarse todo. La realidad no es así, sino que sigue siendo compleja y variada, pero el delirio ya está creado a través de esas sagas que protagonizan personajes como Snowden y Assange; una realidad presidida por drones capaces de espiar desde el aire y matar selectivamente según órdenes dadas a distancia. Estos drones, que constituyen el avatar de un soldado que los opera desde muy lejos, sentado ante una pantalla de televisión en una oficina de guerra inmersa en un paraíso ajeno al mundo que focaliza el aparato, son ojos en el cielo del espacio desértico que crea esa globalidad paranoica. Operan en otro espacio pero a la vez imponen ese espacio otro, que es el suyo particular, al resto del mundo y lo


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convierten en un desierto sin pensamiento, sólo ocupado por actuaciones letales, o transitado, en el mejor de los casos, por obsesivos flujos de información. También los sistemas de espionaje que denunció Snowden se mueven por espacios distintos a los cotidianos. TrapWire, Indect, Prisms, Echelon, Carnivore... son los nombres que reciben los distintos programas, seguramente interconectados, que se encargan de la vigilancia del intercambio de comunicaciones a nivel mundial. En inglés a estas operaciones se las denomina paradójicamente “recoger inteligencia”. Esta inteligencia recopilada, que no hace más inteligentes ni a los operadores del sistema ni al sistema mismo, implica la apoteosis de los no lugares. Para Foucault el no lugar es el espacio de tránsito sin características estables, un espacio de usar y tirar, igual por cierto al del aeropuerto en el que se hallaba enclaustrado Snowden. Para los programas paranoicos de espionaje el espacio real no existe, puesto que se mueven por entre la red que relaciona lugares y por la que circulan informaciones. Este espacio se crea y se destruye constantemente; es un espacio para esas máquinas sin ojos que buscan inteligencia sin encontrarla, puesto que, en realidad, destruyen la inteligencia que puede haber en los datos que recopilan, ya que de ella sólo esperan extraer la confirmación de sus temores; unos temores que van creciendo día a día y que si, en una ocasión pueden tener que ver con el terrorismo, a la siguiente pueden muy bien querer detectar la verdadera inteligencia convertida en sospechosa. El paranoico construye sus delirios articulando espacios de este tipo: espacios globales, cósmicos, obsesivos, en los que la materia y su forma se amoldan a la figura del delirante. Todo está dispuesto para suministrarle el significado que busca ansiosamente. Philip K. Dick, autor de muy diversas distopías, todas ellas de carácter prácticamente paranoide, así como del relato del que provienen las distintas versiones fílmicas de Total Recall, entre otras varias adaptaciones de sus obras, es capaz de solventar la unidimensionalidad flagrante de las representaciones de este tipo por medio de la creación de unos personajes que viven aparentemente adaptados a esos mundos, de modo que actúan en ellos de manera natural, haciéndolos más complejos mediante la complejidad y variedad de sus vivencias y conductas. La mayoría de los personajes que pueblan las ficciones de este escritor aparecen en ellas como unos inadaptados y presentan distintos tipos de neurosis y psicosis, pero no porque su subjetividad pertenezca a una normalidad alternativa a la de los mundos que habitan, como por ejemplo podría ser la nuestra, si aquélla no fuera en realidad el reflejo de ésta; su desajuste, sus patologías, son intrínsecos de los mundos que habitan, no expresan el resultado de la divergencia con nuestra realidad ni constituyen un intento de escapar


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hacia ella, sino que implican, por el contrario, una drástica huida hacia adelante a partir de los planteamientos desquiciados de la estructura social en la que viven. Sus desajustes no los acercan a nosotros, sino que los alejan doblemente, si bien a través de ese doble alejamiento los lectores son capaces de comprender muchos de los rasgos de su propio mundo, que gira en la lejanía en torno a aquél, como dos estrellas pertenecientes a un mismo sistema doble rotan una en torno a la otra, formando parte de una misma comunidad estructural a pesar de su básica disociación.


Preámbulo En espiral

El libro ideal sería aquél que lo distribuye todo en ese plan de exterioridad, en una sola página, en una misma playa: acontecimientos vividos, determinaciones históricas, conceptos pensados, individuos, grupos y formaciones sociales. Gilles Deleuze y Félix Guattari (Mil mesetas)

En el mundo actual, la verdadera cultura sólo pueden adquirirla los autodidactas. Como sea que nadie puede alcanzar el grado de conocimientos que cada especialista posee sobre su respectiva materia, y con los centros de aprendizaje obcecados en producir únicamente especialistas, sólo los autodidactas pueden alcanzar el adecuado nivel global de comprensión de la realidad en la que viven. Los demás, especialistas incluidos, no sólo ignoran gran parte de las características del mundo que les rodea, sino que ha dejado de importarles esta ignorancia, puesto que consideran superfluo el conocimiento que no les incumbe directamente. Las prototípicas dos culturas han saltado en mil pedazos y cada cual se aleja a toda prisa con el suyo debajo del brazo. A medida que avanza nuestro conocimiento del mundo, aumenta correlativamente nuestra ignorancia, de la misma manera que, cuanto más se globaliza nuestro planeta, mayores son las distancias a recorrer y los sucesos a conjurar, y, por consiguiente, más extensa se hace la realidad, en contradicción con el achique mental y legal mencionado. Esta idea la expresó ya en su momento Max Nordau para diagnosticar lo que consideraba un proceso degenerativo en el que se encontraría inmersa la sociedad de finales del siglo XIX. De su libro


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