COLECCIÓN WUNDERKAMMER | 14
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de los herederos de Clément Moreau, 2018 de la edición, Sans Soleil Ediciones, Vitoria-Gasteiz, 2018 de la traducción, Ibon Zubiaur, 2018 de la introducción, Jesús Casquete, 2018 del prólogo a la edición, Ander Gondra Aguirre, 2018
Diseño gráfico: Mikel Escalera Maquetación: Sandra Rodríguez García Corrección de textos: Isabel Mellén ISBN: 978-84-948396-0-3 Depósito legal: VI-290/2018 Imprime: Kadmos (Salamanca) WWW.SANSSOLEIL.ES Contacto: info@sanssoleil.es
SANS SOLEIL EDICIONES
M E I N K A M P F I LU S T R A D O CLÉMENT MOREAU
Edición a cargo de Ander Gondra Aguirre Introducción de Jesús Casquete Traducción de los fragmentos de Mein Kampf de Ibon Zubiaur
VITORIA-GASTEIZ • BUENOS AIRES
ÍNDICE
Introducción a Mein Kampf, Jesús Casquete............. 9 Prólogo a la edición, Ander Gondra Aguirre........... 17 Mein Kampf ilustrado................................................ 41
INTRODUCCIÓN A MEIN KAMPF Jesús Casquete UPV/EHU y Zentrum für Antisemitismusforschung (Berlín)
Mein Kampf, Mi lucha, de Adolf Hitler. Sus fieles reverenciaron el libro como la “Biblia” del nacionalsocialismo o, de forma menos presuntuosa, como “catecismo”, según la primera edición española. Su formato se ajustaba al habitual en Alemania para editar las Sagradas Escrituras, pero la analogía adquiría en boca de sus apóstoles una intencionalidad más trascendente: elevar el libro a la condición de texto sagrado de la religión política nazi, y a sus dogmas en artículos de fe pagaderos con cuanto sacrificio fuera justo y necesario. Con un particular: a diferencia de la Biblia de los cristianos, sujeta históricamente a disputas y guerras al hilo de la interpretación correcta, Hitler será siempre el exégeta exclusivo del nuevo orden divino y de los caminos para alcanzarlo. Secundado por unos pocos miles de piadosos seguidores, e inspirado por la Marcha sobre Roma de Mussolini, el 8 y 9 de noviembre de 1923 el ya Führer del movimiento encabezó un alzamiento paramilitar en Múnich. Le guiaba un imperativo, una llamada: redimir una patria mancillada por el Tratado de Versalles y asolada por ensayos revolucionarios de inspiración bolchevique en diferentes puntos del país. El putsch acabó con cuatro integrantes de las fuerzas del orden y dieciséis golpistas fallecidos. Sus principales cabecillas fueron rápidamente detenidos, juzgados y conde-
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nados con una indulgencia impropia de un delito de rebelión con derramamiento de sangre: cinco años de cárcel, en el caso de Hitler. Justo antes de las Navidades de 1925, después de trece meses de prisión efectivos cumplidos en Landsberg am Lech, en las cercanías de Múnich, Hitler prometió fidelidad al orden legal y a la vía electoral a cambio de su excarcelación. La historia habría sido muy distinta, no ya si Hitler hubiese sido juzgado con una severidad proporcional a la gravedad del delito perpetrado: hubiese bastado con que cumpliese íntegra la pena impuesta. Claro que aquí nos deslizamos en el terreno de la historia contrafactual… Los meses de cautiverio fueron cualquier cosa menos un calvario para él. Dos botones de muestra de su privilegiado paso por prisión, indicador elocuente de la indulgencia con que fue tratado por las autoridades bávaras, responsables en primera instancia de su custodia. Entre abril y octubre de 1924 recibió alrededor de 350 visitas. Segundo, y en lo que aquí más nos interesa: durante su encarcelamiento redactó el primero de los dos volúmenes que integran Mi lucha, publicado en 1925 (el segundo vio la luz a finales del año siguiente), su prontuario liberticida y genocida. Apareció publicado en la editorial Franz Eher, propiedad del Nationalsozialistische Deutsche Arbeiterpartei, NSDAP. El libro se convirtió casi de inmediato en un símbolo del movimiento, en el sentido pleno que los símbolos adquieren en política: la condensación de una ideología o, mejor aún, de una cosmovisión (Weltanschauung). Símbolo sí; objeto de reverencia acrítica e incondicional también, pero sin que ello revirtiese de inmediato en las cifras de ventas. Con casi 30.000 ejemplares vendidos hasta 1929 entre los dos volúmenes, los primeros años de vida del libro supusieron una decepción comercial. Con el estreno de la nueva década se invirtió la tendencia. Coincide con que el NSDAP dejó atrás su carácter residual de fuerza instalada en los márgenes del sistema parlamentario para convertirse en un partido de masas. En las elecciones al Reichstag de 1930 alcanzó el 18,3 por ciento de los votos (dos años antes no pasó del 2,6 por ciento), resultado que dobló en las elecciones de
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julio de 1932 (su cénit, con 13,7 millones se sufragios), para retroceder ligeramente al 33% en los comicios celebrados en noviembre del mismo año. La afiliación al partido acompasó los éxitos electorales: un cuarto de millón de afiliados en 1930, 920.000 en 1932, 2,5 millones en 1933 y… 8,8 millones en 1945, precisamente en su ocaso como régimen. Nunca un partido en Alemania ha alcanzado cifras ni siquiera aproximadas. Si a esta ventana de oportunidad favorable, con una opinión pública demandando acceso directo a la doctrina del caudillo emergente, sumamos que a partir de 1930 el libro se editó en un único volumen en “edición popular” de casi 800 páginas, por 8 marcos en lugar de los 24 que hacía falta desembolsar antes, disponemos de las principales claves para entender su éxito arrollador. Hasta la toma nazi del poder en enero de 1933 se vendieron 241.000 ejemplares; sólo en el primer año del Tercer Reich el mercado absorbió 1.080.000 copias. La tirada acumulada de ejemplares de Mein Kampf salidos de imprenta entre 1925 y 1944 (último año para el que hay registros de edición) fue de 12,45 millones de ejemplares, dos terceras partes de ellos durante la guerra. Hasta 1941 fue impreso en letra de estilo gótico (Fraktur), a partir de entonces en letra tipo Antiqua. ¿Razón? Los nazis cayeron en la cuenta de que el texto sagrado del nacionalsocialismo, como por lo demás el resto de publicaciones (libros, periódicos, etc.), estaba usando un tipo de letra “judía”, tal era su paranoia. Nunca antes ni después un libro gozará de tanto éxito en Alemania (ni hará tan rico a su artífice), y ya hemos sentado registro de dos récords históricos ligados al nacionalsocialismo (cifras de afiliados al NSDAP y de ventas de Mein Kampf, pero vendrán más: los millones de víctimas del Holocausto, como ejemplo más ignominioso). A estas cifras de ventas en alemán conviene añadir las ediciones en otros idiomas, en versión reducida o completa, autorizada por los nazis o no. Hasta 1945 vieron la luz ediciones en inglés, italiano, portugués (editada en Brasil), francés, holandés, árabe (en Irak), danés, húngaro, chino, japonés, sueco, noruego, finés, flamenco y croata. La primera edición autorizada al español data de 1935, en versión reducida y
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a cargo de la editorial Araluce de Barcelona; fue reeditado dos años después en Ávila, en plena Guerra Civil, en zona nacional. Mein Kampf es propaganda, es vertedero de prejuicios, es autobiografía retocada, todo al mismo tiempo en repugnante e indigesta amalgama. Cada uno de los dos volúmenes tiene su propio énfasis: el primero es marcadamente autobiográfico y muestra el itinerario vital de Hitler hasta convertirse en un fervoroso nacionalista; el segundo se ocupa de cuestiones relativas al partido-movimiento, a su programa y organización. El hilo conductor, el sentimiento tractor que enhebra el libro, es el odio: al judío, al marxista, en definitiva, a todo “extraño social” expulsado del ámbito de obligación moral de la Volksgemeinschaft o “comunidad nacional”. Todavía estremece leer lo que Hitler escribió al respecto de este sentimiento, de normal de connotaciones negativas: “Quien en este mundo no consigue ser odiado por su enemigo, no me merece el menor aprecio como amigo”. El escritor suizo Max Frisch, precisamente en un prólogo a una edición en alemán del libro de Clément Moreau que tenemos entre manos, dio con la clave de toda denuncia de las promesas redentoras de totalitarios y populistas de coloraciones variadas al apuntar una terapia del todo válida a día de hoy: “Aprended a leer lo que escriben vuestros salvadores”. Lástima que la sociedad alemana de la época no supiese leer (o no fuese capaz de calibrar en toda su letalidad potencial) el programa de odio que animaba a los nazis. El lastre de la culpa, ingrediente inextricable de la cultura social y política del país, es un factor inexcusable para la comprensión de la Alemania de nuestros días. El género autobiográfico es un terreno abonado para la manipulación, el endulzamiento y la mentira, con una particularidad: se intenta colar de matute lo narrado como si efectivamente hubiese sido vivido. Algunos autores se refieren al género como “autoficción” y la etiqueta se ajusta a Mein Kampf. Está fehacientemente documentado que la imagen que de sí mismo presenta Hitler está salpicada de errores factuales, claro que eso no es algo que pueda ser automáticamente atribuido a una vocación de tergiversar;
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a cualquiera le marcan mal la hora los relojes de Dalí. Más sintomáticas son las mentiras (decir algo que no es verdad a sabiendas) que atraviesan el libro. Hitler y su movimiento nunca engañaron sobre los dogmas fundamentales de su ideario, siempre punteados por su carácter reaccionario (en su sentido etimológico: que se revuelve contra algo): antisemitismo, antiliberalismo, antimarxismo, antifeminismo, antipacifismo… El único marcador del ideario nazi en superlativo, que no en positivo, es la exaltación de Alemania; vale decir, su ultranacionalismo “fanático”. El adjetivo del sintagma estaba incrustado en la Lingua Tertii Imperii, según detectó el filólogo y alemán de origen judío Victor Klemperer, que servía para potenciar lo sustantivo, la patria: de lo que se trataba, según el caudillo nazi, era de la preservación de “la libertad e independencia de nuestro pueblo, el aseguramiento de los medios de subsistencia para el futuro y el honor de la nación”; o, en términos más breves, de “la lucha por el ser del pueblo alemán”. Hitler, decíamos, no mintió al respecto de los dogmas nucleares del nacionalsocialismo. Nunca ocultó que su proyecto de ingeniería racial pasaba por la extirpación de los “elementos extraños” al “cuerpo nacional” (la diatriba antisemita recogida en su libro, según la cual “con los judíos no cabe ningún compromiso. Es una cuestión de ellos o nosotros” prefigura el drama de los judíos en el Tercer Reich), por la conquista de “espacio vital” (Lebensraum) a costa de los países del Este de Europa o, como último ingrediente de su cóctel totalitario, por la disolución del individuo en un proyecto organicista, que siempre es sinónimo de liberticida (“El bien colectivo precede al bien individual”, finalizaba el programa del NSDAP de 1920; o por traer a colación ese otro eslogan tan caro a los nazis: “¡Tú no eres nada, tu pueblo lo es todo!”). Y, sin embargo, Hitler desliza constantemente mentirijillas para usos de la propaganda. No hay contradicción entre ir de frente con la incivilidad de su proyecto y utilizar triquiñuelas retóricas para manipular a sus conciudadanos, para agitar los vientos emocionales de la población cual experto emócrata. Así, en sus años en Viena no
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siempre fue el pobre diablo a la intemperie que nos quiere hacer creer; su padre no fue ningún pangermanista, sino un fiel funcionario de aduanas del emperador austro-húngaro; su participación en la Primera Guerra Mundial como mensajero no estuvo exenta de riesgos, pero tampoco admitía comparación con la primera línea del frente. ¿Evidencias para una aseveración de este cariz? En una foto de 1915 figura Hitler con otros siete mensajeros. Ninguno de ellos falleció en el frente occidental; en cambio, una cuarta parte de los miembros de su regimiento dejaron la vida en las trincheras. Etcétera. Bertolt Brecht denunció que “un buen propagandista convierte una cosa en tanto mejor cuanto peor es la mercancía. No se precisa un gran hombre para vender un arenque como si fuera un arenque, pero sí que hace falta un hombre de primer orden para vender un arenque como si fuera un lucio”. En su reseña de la edición en inglés de Mein Kampf, George Orwell –que algo sabía de totalitarismos– abundó en la misma idea: “Si hubiese matado un ratón [Hitler. Nota: J. C.], sabría hacer parecer que había sido un dragón”. Hitler fue, en este sentido (y con el permiso de su discípulo más avezado, Joseph Goebbels), el mejor propagandista de todos los tiempos, porque hacía falta disponer de un talento extraordinario para ser capaz de vender, nada menos que en el país de los filósofos y poetas, una mercancía moralmente averiada, hasta conseguir arrastrar a Alemania a escribir el capítulo más deleznable de la historia de la Humanidad: el Holocausto. Cierto es que había un público dispuesto a comprar esa mercancía, pero ése es otro tema (que en definitiva es el mismo, aunados dialécticamente como se presentan). Todo proyecto totalitario aspira a la forja de un “hombre nuevo”, de la pieza armonizada de una era dorada futura en la que todos sus integrantes se entregan incondicionalmente a un proyecto comunitario pergeñado por los “jardineros sociales” al mando. Pues bien: una hermenéutica de la autobiografía contenida en Mein Kampf permite identificar a un Hitler postulándose como modelo
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de ese nuevo hombre soñado: alguien entregado al Volk por encima de cualquier interés egoísta previa expulsión de ese –nazis dixerunt– “yo judío” que todos llevamos dentro; un individuo aguerrido, consecuente con su rol de género atribuido por la naturaleza (política y defensa como espacios privativos del varón; el “hogar” reservado a la mujer); siempre dispuesto a arriesgar todo, vida incluida, por la palingenesia de la patria. Y ario, claro, sin trazas de sangre extraña; la raza por encima de todo, por encima de todo en el mundo. Si para los creyentes en el proyecto totalitario nazi Mein Kampf fue una “Biblia”, tras la derrota nazi en la Segunda Guerra Mundial pasó a ser una suerte de libro satanizado. En Alemania fue prohibido de inmediato. El titular para todo el mundo de los derechos del libro, el Estado Libre de Baviera, denegó sistemáticamente cualquier solicitud de edición o reimpresión. Igual que con otras obras intelectuales y artísticas, setenta años después del fallecimiento de su autor, Mein Kampf quedó libre de derechos. Desde el 1 de enero de 2016 cualquier editor puede publicarlo y traducirlo. Sigue siendo pertinente el consejo de Frisch para que una sociedad democrática se pertreche intelectualmente para leer entre líneas las promesas de los salvadores de turno. El libro de Clément Moreau es una herramienta necesaria para desenmascarar el proyecto redentor contenido en el libro de Hitler y, por extensión, en todo proyecto salvífico; ayer igual que hoy.
PRÓLOGO A LA EDICIÓN Ander Gondra Aguirre
Es complicado enfrentarse a la introducción de una edición de Mein Kampf, aunque ésta sea una edición ilustrada. Como editorial, nunca nos imaginamos registrando en la agencia del ISBN un libro con este título, casi un oprobio sin la debida contextualización. Sin embargo, tan sólo unas líneas bastan para entender a qué responde esta apuesta, qué motiva esta relectura de un texto maldito. Desde el suicidio de Adolf Hitler en 1945, cuando los derechos de su célebre libelo quedaron en manos del Estado de Baviera, Mein Kampf transcurrió setenta años en una suerte de limbo, una incómoda herencia que nadie quería airear. Durante este tiempo, todas las solicitudes de reedición fueron denegadas, sumiendo a la autobiografía de Hitler en un terreno cercano al tabú. Sin ser una prohibición stricto sensu, sí parecía al menos una apuesta por el olvido, por el silencio. Pero esta postura no podía obviar que durante décadas Mein Kampf ha seguido circulando, por medio de ediciones ilegales provenientes en su mayoría del mundo neonazi y antisemita, o gracias a los millones de copias impresas durante la guerra1.
1 A este respecto, véase la introducción de Jesús Casquete, pp. 10-11.
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El 1 de enero de 2016 este debate entraba en una nueva fase. Quedaban entonces libres los derechos de autor del texto y se abría la veda a nuevas reediciones. Al cabo de pocas semanas, marcando la pauta de este nuevo periodo, el Instituto de Historia Contemporánea de Múnich (IfZ) publicó una nueva edición comentada con un aparato crítico que supera las tres mil quinientas notas, un concienzudo esfuerzo por desmenuzar el discurso de Hitler, que se plasma incluso en el formato de maquetación escogido –con los comentarios “asediando” el texto original por todos sus flancos– y en la portada del volumen –donde el nombre del dictador convive con el de los especialistas que han venido trabajando durante años en su elaboración–. Tan sólo en el primer año, las ventas de esta edición crítica alcanzaron los ochenta y cinco mil ejemplares, situándola en las listas alemanas de libros más vendidos de no ficción. En palabras del director del Instituto, Andreas Wirsching, esta nueva edición permite conocer “las siniestras raíces y las consecuencias de las ideologías totalitarias” en tiempos en los que la ultraderecha y el discurso del odio vuelven a resonar en múltiples puntos de Europa. Sin lugar a dudas, podríamos considerar que buena parte de la obra de Clément Moreau cumplió esta misma función de análisis, reflexión y desvelamiento de la retórica nazi, siendo esta versión ilustrada –y crítica– de Mein Kampf que aquí presentamos el ejemplo más notable de este combate. CAMINO DEL EXILIO
La importancia de esta obra debe entenderse en relación directa con la experiencia personal de su autor; como una llamada de alerta lanzada por quien había sufrido en sus carnes la violencia del fascismo. Carl Meffert –nombre real de Clément Moreau– nació en marzo de 1903 en la ciudad alemana de Coblenza, recibiendo, tras el temprano fallecimiento de su madre, una estricta educación por parte de su progenitor, un ferviente defensor del káiser. Su infancia trascurrió en
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distintos organismos asistenciales2, sucediéndose los intentos de fuga y experimentando la opresión de un sistema autoritario de tutela que llevaba aparejados continuos castigos físicos. Ya en su adolescencia se evidenciarían sus simpatías hacia la lucha revolucionaria, aproximándose a la Liga Espartaquista y cumpliendo incluso una condena por delitos políticos de casi tres años y medio en la prisión de Werl. Tras abandonar la cárcel comienza su formación, marcada principalmente por la influencia de una de las artistas gráficas más destacadas del siglo XX, Käthe Kollwitz, a quien él siempre consideró una maestra en el dibujo y un ejemplo de conducta y vida. En los años sucesivos, distintos encuentros determinan su estilo y trayectoria, tanto en su faceta militante como en la artística, destacando a Georg Grosz, John Heartfield, Erich Mühsam o Frans Masereel, a quien conoció durante una estancia en París en 1930. A partir de aquí, a medida que el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán comenzaba a crecer en los comicios, multiplicándose exponencialmente las cifras de afiliados, la vida de nuestro protagonista se sume en la clandestinidad. En 1933, huyendo de la persecución política tras perder su identificación y su trabajo, Carl Meffert escapó a Suiza, donde adoptó una nueva identidad, respetando únicamente las iniciales. Es entonces donde Carl Meffert deja paso a Clément Moreau. A pesar de la enorme cantidad de refugiados políticos antinazis que se instalaron en Suiza, el temor a ser detenido y deportado seguía presente y, el 26 de marzo de 1935 –día en el que celebraba su treinta y dos cumpleaños–, Moreau partió desde Marsella rumbo a Argentina, tras obtener un pasaporte falso gracias a la ayuda de un familiar de su futura esposa, Nelly Guggenbühl. 2 En 1929, Moreau plasmó esta temprana experiencia en la serie de diecinueve grabados Fürsorgeerziehung [Educación asistencial], en la que se representan las duras condiciones de vida de los menores, obligados a trabajar en el campo y en las fábricas armamentísticas cercanas, y sometidos a un estricto régimen autoritario que no escatimaba en duras sanciones. Este trabajo se incluye en la edición de La comedia humana publicada por Sans Soleil Ediciones en 2017.
Mein Kampf ilustrado ClĂŠment Moreau
1
“Basta con mirar, o como mucho con leer textos muy breves; muchos estarán más dispuestos a captar una representación plástica que a leer un pasaje extenso. La imagen le aporta al hombre en mucho menos tiempo, me atrevería a decir casi que de golpe, información que de lo escrito sólo obtiene mediante lectura prolongada.” (Vol. II, p. 112)
2
“Me ponía malo de aburrimiento sólo de pensar en tener que sentarme un día, privado de libertad, en una oficina; no poder ser dueño del propio tiempo, sino tener que encajar el contenido de toda una vida en formularios a rellenar.” (Vol. I, p. 6)
3
“SabĂa reservarme mis puntos de vista, no necesitaba replicar siempre de inmediato.â€? (Vol. I, p. 6)
4
“Bastaba con mi propia resolución inmutable de no ser más adelante funcionario para calmarme del todo en mis adentros.” (Vol. I, pp. 6-7)
5
“Mi maestro de entonces, el profesor Leopold Pötsch, un señor mayor, de modales tan benignos como decididos, lograba, sobre todo gracias a su deslumbrante elocuencia, no sólo cautivarnos, sino exaltarnos de verdad.” (Vol. I, pp. 11-12)
6
“Y así nos ayudaba, más que ningún otro, a comprender todos los problemas actuales que nos tenían en vilo entonces.” (Vol. I, p. 12)
Autor WWW.SANSSOLEIL.ES
CLÉMENT MOREAU (1903-1988) CARL MEFFERT –nombre de nacimiento de Clément Moreau– nació en 1903 en la ciudad alemana de Coblenza. Criado en el seno de una familia desestructurada, pasó varios años de su infancia en distintas instituciones asistenciales para menores, sufriendo desde su juventud todo tipo de dificultades, como la condena a prisión por delitos políticos. Hacia 1927 dio comienzo su formación artística como aprendiz de Käthe Kollwitz y, a lo largo de diversas estancias en París o Berlín, frecuentó a figuras de la talla de Georg Grosz, John Heartfield, Emil Orlik o Frans Masereel. El ascenso de Adolf Hitler al poder le obligó a vivir en la clandestinidad. Huyó inicialmente a Suiza, donde adoptó su nuevo nombre –conservando únicamente sus iniciales–, y ya en 1935 partió hacia el exilio en Argentina, estableciéndose allí junto a su mujer durante veintiséis años. La mayor parte de su obra gráfica se desarrolló por tanto en el exilio, donde Moreau tuvo además que lidiar con las dificultades sociopolíticas del país, dando como resultado una de las trayectorias más sugerentes y comprometidas de su tiempo. En la última etapa de su vida regresaría a Europa, falleciendo finalmente en Suiza en 1988.